XIX

Sano del cuerpo y enfermo del alma, desembarcó Felipe en Ámsterdam, desde donde prosiguió su viaje a Terneuse, encontrando a Amina buena y contenta. Los directores de la Compañía quedaron sumamente complacidos de su conducta, y le nombraron capitán de un buque que debía salir para la India en la primavera. La tercera parte de la propiedad de dicho buque fue comprada por Felipe, conforme se había convenido con anterioridad, con los fondos que tenía en poder de la Compañía. Disponía de cinco meses de tiempo, que empleó en hacer los preparativos necesarios para recibir a su esposa a bordo.

Amina refirió a su esposo lo ocurrido con el padre Matías y el pretexto de que se había valido para alejarlo.

—¿Y practicabas, realmente, los sortilegios de tu madre?

—Intentaba recordarlos, cuando fui interrumpida.

—No vuelvas a hacerlo, Amina; el buen sacerdote hacía bien prohibiéndotelo. Prométeme que no volverás a ocuparte en ello en lo sucesivo.

—Si mis hechicerías no son buenas, menos debe serlo el empeño en que andas metido, y al que tú llamas un deber. ¿No te relacionas con los espíritus? ¿Qué hay, por lo tanto, de particular en que yo los invoque? Abandona tu misión y abandonaré mis encantamientos. No vuelvas a separarte de mí y dejaré las hechicerías para siempre.

—No es el mismo caso, puesto que obro por mandato del mismo Dios.

—¿Y te permite comunicarte con espíritus del otro mundo?

—Sin duda alguna.

—¿Entonces, por qué ha de prohibírmelo a mí? El padre Matías afirmaba que no se mueve una sola hoja del árbol sin la voluntad divina.

—Así es en efecto; pero no olvides que, aunque Dios tolera el mal en la tierra, no lo patrocina.

—A ti no sólo te permite Dios que busques a tu condenado padre, sino que te manda hacerlo así. Yo soy tu esposa, una parte de ti mismo; cuando, durante tus ausencias, me quedo abandona, ¿por qué no he de acudir al mundo inmaterial para saber algo que disipe mi tristeza y regocije mi corazón, si con ello no ocasiono el menor daño?

—Pero eso lo prohíbe nuestra religión, Amina.

—¿Han declarado acaso los sacerdotes que tu misión es pecado? ¿se opone a ello la fe? ¿Pero a qué disputar, mi querido Felipe? Mientras permanezca a tu lado, no renovaré mis tentativas lo prometo; pero si vuelves a dejarme sola, preguntaré a lo invisible, dónde te encuentras tú, que también buscas lo mismo.

El invierno fue feliz y tranquilo para los dos jóvenes; llegó la primavera, y como el buque debía ser equipado en seguida, ambos esposos marcharon a Ámsterdam.

El Utrecht era un navío de 400 toneladas, de reciente construcción, que montaba veinticuatro cañones. Felipe presenció la operación de la carga, ayudado por Krantz, que era el segundo de a bordo. Se preparó para Amina una magnífica cámara sumamente cómoda y se dieron a la vela en el mes de mayo, con orden de detenerse en Gambroon y Ceilán, atravesar el estrecho de Sumatra, y dirigirse al mar de la China, en donde, si se confirmaban los temores de la Compañía, los portugueses les resistirían tenazmente. Ésta era la causa de que llevase el buque una tripulación numerosa, un destacamento de tropa, y muchos miles de duros para hacer compras en los puertos chinos. Felipe mandaba, por consiguiente, el buque más hermoso y mejor tripulado que hasta entonces había enviado la Compañía a los mares índicos.

El Utrecht atravesó pronto el Canal de la Mancha y continuó con buen viento aquel viaje, comenzado con auspicios favorables, hasta que pocas millas antes de llegar al Cabo, sobrevino por primera vez la calma. Amina estaba encantada; todas las noches paseaba un rato sobre cubierta con Felipe, admirando las constelaciones australes que brillaban sobre sus cabezas, o escuchando el suave murmullo de las olas que batían los costados del buque, y el suspiro de la brisa que gemía entre las cuerdas del aparejo.

—¿Qué destino será el de esas estrellas, que no pueden admirar los habitantes de las regiones del Norte? —preguntó Amina contemplando embelesada la bóveda celeste—. ¿Qué significará aquel meteoro que cae? ¿Cuál será la causa de que descienda del cielo con tanta velocidad?

—¿Crees en las estrellas?

—Todos los árabes creemos en ellas. Si con su luz nos alumbran la tierra, ¿qué papel desempeñan en el firmamento?

—Embellecerlo; pero no es ésa su sola misión.

—También predicen los destinos humanos. Mi madre leía en ellas con extraordinaria facilidad, pero, para mí, son un libro cerrado.

—Prefiero que así sea, Amina.

—¿Te parece mejor arrastrarte por este mundo miserable, lleno de misterio y de duda, pudiendo iluminar tu mente la ciencia de lo sobrenatural? ¿No salta de gozo el corazón que late en el pecho de una persona superior a las demás? ¿Crees que es innoble esta aspiración?

—Es, por lo menos, muy peligrosa.

—Pero… ¿reconoces la superioridad de quien puede leer el porvenir de las criaturas?

—Desde el momento que no es una facultad común a todos los mortales…

—Perfectamente —interrumpió Amina—; aquella estrella brillante parece que me mira y desea hablarme. Allí está mi destino.

Amina permaneció un rato extasiada, y Felipe la dejó meditar. Al fin se apoyó en el filarete[9], para contemplar la superficie del mar, en la cual rielaba[10] la pálida luz de la luna.

—¿No has pensado nunca en esos seres que viven bajo las crueles ondas, entre los bancos de coral, y cuyos cabellos van trenzados con multitud de perlas? —preguntó Felipe sonriendo.

—Me agradaría vivir con ellos. En una ocasión tú soñaste que era yo uno de esos seres.

—Cierto —repuso Felipe pensativo—. Y, sin embargo, el agua me rechazaría si naufragara el buque en que navegamos. Es imposible predecir dónde me ha de sorprender la muerte; pero abrigo el presentimiento de que mi cuerpo no será jamás juguete de las olas… Pero retirémonos, Felipe; es tarde y el rocío de la noche es perjudicial para la salud.

Al amanecer el vigía gritó desde la cofa que había a sotavento un objeto flotando en la tranquila superficie del mar. Krantz, que estaba de guardia, le examinó con el anteojo, y vio que era un pequeño bote. Como no hacía viento alguno, Felipe dispuso que fuera otro bote a reconocerlo, regresando los expedicionarios al poco rato trayendo a remolque a la pequeña embarcación.

Tan pronto como pisó la cubierta, el primer contramaestre dijo a Krantz:

—Señor, hemos encontrado el cuerpo de un hombre que yacía en el fondo del bote, pero no sabemos si está muerto o vivo.

Krantz comunicó el suceso a Felipe, que en aquel momento estaba almorzando con Amina en la cámara, y los tres subieron a cubierta donde encontraron el cuerpo que había sido izado a bordo por los marineros. El médico declaró que aquel hombre no estaba muerto, y, al conducirlo a la enfermería, vieron, llenos de admiración, que el que al principio se había tomado por un cadáver se incorporaba y ponía de pie sin ayuda de nadie.

El desconocido declaró que pertenecía a la dotación de un buque que había hecho zozobrar una ráfaga, teniendo él apenas tiempo para salvarse en el bote, pues los demás tripulantes habían perecido. Al verle el rostro, Felipe, exhaló un grito. ¡Aquel hombre era su antiguo conocido Schriften!

—¡Eh! ¡Eh! Señor Vanderdecken, celebro que haya usted ascendido a capitán, y me alegro también de ver a usted buena, señorita.

Un sudor frío perló la frente de Felipe, el cual se apartó del grupo. Amina contempló al náufrago con ojos centelleantes, y bajó a la cámara, en donde encontró a su marido con el rostro escondido entre las manos.

—¡Valor, esposo mío, valor! —dijo Amina—; el encuentro de este hombre puede ser un funesto augurio; pero ¿qué importa? ¿no es ése acaso nuestro destino?

—El mío sí, pero no el tuyo —replicó Felipe levantando la cabeza—; ¿por qué has de sufrir tú los rigores de mi triste suerte?

—Mi deber de esposa es compartir contigo la vida y la muerte. Creo que moriré después que tú; pero, cuando expires, iré pronto a reunirme con tu espíritu en las regiones de la inmortalidad.

—Tú no puedes, sin embargo, darte muerte.

—Este puñal se encargará de ello.

—No, Amina, Dios prohíbe el suicidio y la Iglesia lo condena.

—¿Y qué me importa? Nací sin pretenderlo y puedo morir sin pedir permiso a nadie. Pero dejemos esta conversación, Felipe. ¿Qué piensas hacer con Schriften?

—Le desembarcaré en El Cabo, pues su presencia me es insoportable. ¿No sentías tú cierto estremecimiento al acercarte a él?

—Ciertamente; y, sin embargo, no creo que hagas bien arrojándolo del buque.

—¿Por qué no?

—Porque debemos arrostrar el destino, sin acobardarnos. El pobre diablo es, además, inofensivo.

—Tú no le has visto intentando sublevar la tripulación. En una ocasión trató de robarme la reliquia.

—Ojalá lo hubiera conseguido, porque, en ese caso, no habrías vuelto a embarcarte.

—No digas eso, Amina; he jurado solemnemente hacer todo lo posible por salvar a mi padre.

—Pues a Schriften no puedes dejarle en El Cabo, porque, como es oficial de la Compañía, tienes el deber de enviarlo a Holanda en un buque de la misma; sin embargo, creo preferible que dejes obrar al destino. Valor, Felipe, permítele que continúe a bordo.

—Puede ser que tengas razón, Amina, nadie puede impedir que se cumpla lo escrito.

—Sí, y que haga lo que quiera. Trátale bondadosamente, ¿quién sabe lo que conseguiremos procediendo de ese modo?

—Perfectamente, seguiré tus consejos. Hasta ahora ha sido mi enemigo; quizá se convierta en amigo.

—Y experimentarás la satisfacción del deber cumplido. Manda que lo llamen.

—Mañana; ahora voy a disponer que le proporcionen cuanto necesite.

—Hablamos de él como si fuera un semejante nuestro, cosa que dudo —replicó Amina—; pero, sea mortal o no, agasajémosle cuanto nos sea posible. Deseo hablar con él y ver si le produzco algún efecto. ¿Le hago el amor, Felipe? —y Amina soltó una alegre carcajada.

A la mañana siguiente el médico manifestó que Schriften parecía estar completamente restablecido, por lo cual, dispuso Felipe que bajara a la cámara. El piloto estaba tan flaco que semejaba un esqueleto, pero su lenguaje y maneras eran tan arrogantes y atrevidas como siempre.

—Le he llamado, Schriften, para saber si necesita usted alguna cosa.

—Sólo necesito reponerme un poco.

—Eso lo conseguirá pronto; ya he dado órdenes para que le cuiden bien.

—¡Pobre hombre —exclamó Amina con lástima—, cuánto debe haber sufrido! ¿Es usted quien llevó a Felipe la carta de la Compañía?

—Sí, señora; y por cierto que no me dispensaron ustedes muy buen recibimiento.

—Está usted equivocado, amigo mío. Ninguna esposa recibe con alegría un mensaje que obliga a su marido a separarse de ella. Pero reconozco que usted no era el responsable de ello.

—¿Y si el marido se obstina en abandonar voluntariamente a su esposa, teniendo, según dicen, una gran fortuna con que pasar la vida felizmente?

—Entonces tendría usted razón —contestó Amina.

—Es necesario poner término a este viaje al menos —dijo Felipe—; luego se verá lo que he de hacer más tarde. Hemos sufrido mucho ambos, Schriften. ¿Qué prefiere usted, desembarcar en El Cabo, volver a Holanda en el primer buque que encontremos o venir conmigo en calidad de piloto y participar de mi suerte?

—Prefiero acompañarle, señor Vanderdecken; deseo estar siempre a su lado, ¡eh!

—Sea como guste. Tan pronto como se restablezca por completo, empezará a prestar servicio a bordo; hasta entonces, procuraré que no le falte nada.

—Y yo también, amigo mío —añadió Amina—. Ha sufrido usted mucho; pero me encargo de hacérselo olvidar, si es posible, con mis consuelos.

—Gracias, es usted muy buena, señora —replicó Schriften mirando a Amina cariñosamente. Después, agregó estremeciéndose—: ¡Qué lástima! ¡tan bella! Sin embargo, es inevitable.

—Adiós —dijo Amina tendiéndole la mano, que Schriften se apresuró a estrechar murmurando:

—Dios la bendiga, señora.

Y salió en seguida de la cámara.

El contacto de la huesosa mano del piloto impresionó de tal modo a Amina, que tuvo que sentarse en el sofá, casi desfallecida. Cuando se hubo tranquilizado, dijo a Felipe:

—Estoy plenamente convencida de que Schriften es un hombre sobrenatural. Tanto mejor —añadió después de una breve pausa—, es preciso que sea nuestro amigo y procuraré conseguirlo.

—¿Y crees tú, Amina, que los hombres sobrenaturales abrigan sentimientos de bondad, gratitud y cariño, como nosotros?

—Sin duda alguna; si pueden aborrecer, como te consta perfectamente, también pueden amar. Por eso deseaba yo poseer el arte de mi madre, con objeto de tener a todos estos espíritus a mi disposición para que me sirvieran mientras los necesitara.

—Te ruego que no te ocupes más en ello, Amina ¡sabes bien que es cosa prohibida!

La joven guardó silencio, y Felipe, después de pasear un rato por la cámara, subió a cubierta.

El Utrecht llegó, al fin, al Cabo, hizo la aguada, y, prosiguiendo su viaje, fondeó en Gambroon a los dos meses. Durante este tiempo había Amina hecho todo lo posible por conquistar el aprecio de Schriften. Conversaba frecuentemente con él, le prodigaba sus bondades y hasta logró vencer la repugnancia que le inspiraba el piloto. Éste, por su parte, fue mostrándose poco a poco agradecido y a mostrar complacencia en conservar con Amina. A veces, era atento con Felipe; con su esposa siempre. Hacía uso de palabras de doble sentido y jamás omitía la interjección ¡eh! para terminar las frases.

Una tarde, encontrándose el Utrecht fondeado en Gambroon, dijo a Amina, que permanecía sentada en la popa.

—¿Ve usted ese buque que hay a nuestro lado, señora? Dentro de unos días parte para Holanda.

—Ya lo sé —contestó la joven.

—¿Quiere usted seguir el consejo de uno que la quiere bien? Embárquese en esa fragata, y regrese a Terneuse y espere allí a su marido.

—¿Y qué gano con eso?

—Evitarse mil peligros y acaso la muerte.

—¡Yo! —exclamó Amina mirando a Schriften con extraordinaria fijeza.

—Usted. Algunas personas pueden leer en el porvenir.

—En ese caso no será usted persona humana.

—Quienquiera que sea, le pronostico un sombrío porvenir.

—¿Y quién puede evitarlo? Siga o no su consejo, tiene que cumplirse mi destino.

—Es cierto; pero… de todos modos, huya usted del peligro que le amenaza.

—Muchas gracias, lo arrostraré. Dígame, Schriften, ¿hay algo de común entre el destino de usted y el de Felipe? Para mí es cosa indudable.

—¿Por qué?

—Por muchas razones. Dos veces le ha llevado usted la orden de embarque. Dos veces ha naufragado usted y otras dos se ha salvado casi milagrosamente. Además, estoy convencida de que conoce usted la misión de mi esposo.

—Eso no prueba nada.

—Prueba mucho; en primer lugar, que usted sabe lo que Felipe suponía que ignoraban todos.

—¿No se lo ha referido a usted? ¿No consultó, además, el caso con dos sacerdotes? —dijo Schriften sonriéndose burlonamente.

—¿Quién le ha enterado a usted de eso?

—¡Eh, eh! —replicó el piloto—. Perdóneme usted, señora, no quiero molestarla.

—¿Entonces está usted ligado misteriosa e incomprensiblemente con el destino de mí marido? Y dígame, ¿no le parece que su misión es santa y buena?

—Santa y buena es en efecto.

—En ese caso, ¿por qué es usted enemigo suyo?

—No lo soy, señora.

—¿No? ¿Por qué pretendió usted en una ocasión apoderarse de la reliquia que lleva al cuello?

—Por razones que no puedo revelar; pero esto no prueba que me inspire aversión. ¿No era mejor para él vivir con usted en Terneuse, que navegar constantemente en busca de un espíritu? Sin la reliquia no podía encontrarle; hubiera hecho, pues, una acción meritoria arrebatándole el relicario.

Amina no contestó; habíase quedado profundamente pensativa.

—Señora —continuó Schriften después de una breve pausa—, deseo a usted la felicidad. Su marido me es indiferente. Ahora escúcheme: Si desea vivir en lo sucesivo feliz y tranquila junto al esposo que le ha inspirado el primer amor; si desea verle morir en su cama después de una larga vida, rodeada de sus hijos y de usted, quítele la reliquia y entréguemela; leo el porvenir y lo que digo es la verdad. Si la reliquia continúa en su poder, entonces sufrirá angustias infinitas, pasará toda la vida dudando y, por último, recibirán su cadáver las azules ondas. Usted también sufrirá mucho y concluirá sus días en un término no muy lejano en medio de los más atroces tormentos. Piense en lo que acabo de manifestarle y mañana me comunicará lo que haya resuelto.

Schriften se separó de Amina, quien permaneció largo rato pensando en las revelaciones hechas por aquel hombre cuya existencia estaba más o menos estrechamente ligada con el destino de Felipe.

—Dice que se interesa por mi felicidad, que no aborrece a mi marido y, sin embargo, le pone obstáculos y trata de impedir que busque a su padre. ¡Cuán fácil sería para mí quitarle la reliquia! pero esto sería una traición indigna. Este hombre singular me ofrece en cambio lo que más puede apetecer una buena esposa: salud, bienestar, larga vida y numerosa familia; en el caso contrario, trabajos, sufrimientos, y la muerte. Me importa poco cuanto a mí se refiere; pero no quiero que Felipe sufra. ¡Si lograra convencerle!… No; le conozco bien y sé que cumplirá su juramento. ¿Debo engañarle? Sería abusar de la confianza que tiene depositada en mí. De ningún modo. Arrostraremos nuestra suerte, cualquiera que sea. ¡Ojalá Schriften no hubiera dicho una palabra!

—¿Por qué estás tan pensativa, Amina? —le preguntó Felipe, acercándose poco tiempo después a donde la joven se había sentado.

Ésta le refirió lo que acababa de ocurrirle con Schriften.

—¿Y qué piensas de todo esto, esposa mía? —le preguntó Felipe, cuando aquélla hubo concluido de hablar.

—Jamás te robaré la reliquia, Felipe; pero debes dármela.

—¿Y mi pobre padre, Amina? ¿Va a ser su castigo eterno? ¿Ese hombre no te ha convencido de que mi misión es santa? ¿Por qué querrá impedirme su desempeño? —añadió Vanderdecken.

—Lo ignoro, pero es indudable que sabe leer el porvenir de las criaturas humanas.

—Si es así, no ha hablado con claridad. Me augura lo que hace mucho tiempo estoy dispuesto a sufrir. Para mí es el mundo una tierra de peregrinación y espero mi recompensa en el otro. Pero tú, Amina, no has hecho juramento alguno; tú a nada estás obligada. Él te rogó que volvieses a Holanda, te habló de una muerte horrible… Sigue su consejo.

—Si hasta hoy no hice juramento alguno, Felipe, lo hago ahora por…

—No jures nada, Amina.

—Puedes impedirme que jure ahora, pero no cuando esté sola. Prometo no abandonarte mientras me sea posible permanecer a tu lado. Soy tu esposa; te pertenezco, y mi fortuna, mi presencia, mi porvenir, mi todo son tuyos. Me conformo con mi suerte, cualquiera que ella sea. Tengo un corazón que no teme a los sufrimientos ni al peligro. En este concepto, Felipe, has elegido una esposa digna.

Vanderdecken besó en silencio la mano de su esposa, poniendo término a la conversación.

Al día siguiente, Schriften, se presentó a Amina y le preguntó:

—¿Qué ha resuelto, señora?

—No es posible —replicó la interpelada—; le agradezco mucho, sin embargo, el interés que le inspiro.

—¿Pero usted no vuelve siquiera a Holanda?

—Schriften, soy esposa de Felipe para siempre, en este mundo y en el otro. No me censure, por consiguiente.

—Por lo contrario, señora, la admiro y la compadezco. Pero, en último caso, ¿qué es la muerte? Nada. ¡Eh! ¡eh!

Y, dicho esto, se alejó Schriften, dejando a Amina sumamente pensativa.