XVIII

Abandonemos a los náufragos y trasladémonos con el lector a Terneuse, residencia de Amina, la esposa amante de Felipe Vanderdecken.

En el momento que volvemos a encontrarla, estaba sentada en el banco rústico en que, antes de haberse ausentado Felipe, solía conversar con él.

Está sumamente pensativa, con los ojos bajos, y como si quisiera recordar el pasado.

—¡Cuánto daría —exclamó—, por tener el poder de mi madre! La incertidumbre me mata y la presencia de estos dos curas me aburre.

Y levantándose del banco, se encaminó a su casa.

El padre Matías continuaba hospedado en casa de Felipe, pues creyendo, de este modo, pagar mejor su deuda de gratitud permanecía al lado de Amina, a quien cada día inspiraban mayor aversión los preceptos del cristianismo. Tanto él como el padre Leysen, la exhortaban con frecuencia, pero unas veces les escuchaba sin replicar y otras discutía con ellos atrevidamente. La insistencia con que Amina se negaba a convertirse, era para aquellos dignos sacerdotes tan imperdonable como incomprensible.

En cuanto a Amina, el caso era distinto; rehusaba dar crédito a lo que para su razón resultaba un enigma. Reconocía la excelencia de los principios y la pureza de la doctrina; pero, cuando los padres le explicaban los Artículos de la Fe, hacía gestos de impaciencia y variaba la conversación. Esto acrecentaba el deseo del padre Matías de salvar y convertir aquella alma tan digna del Cielo, y, olvidando el regreso a Lisboa, se dedicó fervorosamente a instruirla. Amina, molestada con tantas lecciones de religión, casi llegó a aborrecerle.

La joven sabía que su madre había poseído conocimientos superiores que le permitieron relacionarse con los espíritus infernales. La había visto con frecuencia practicar su arte; pero no lograba recordar las preparaciones místicas de que se valía en sus encantos; y cuanto mayores eran sus deseos de averiguar lo que tenía olvidado; cuanto más ansiosamente pretendía utilizar estos medios sobrenaturales para descubrir el secreto que encerraba el sombrío porvenir de su esposo, más la exhortaba el padre Matías a convertirse a una religión que prohibía aquellas prácticas abominables. Así es que los argumentos de los dignos representantes de Jesucristo no hicieron mella en un alma del temple de la de Amina, que, obstinada y ciega, había decidido proseguir por el camino emprendido.

—¡Cuánto daría por tener el poder de mi madre! —repitió al llegar a su casa—. Podría saber dónde está ahora Felipe. ¡Oh! ¡Quién poseyera el espejo negro en que mi madre me hacía mirar para referirle luego lo que veía! ¡Qué bien recuerdo aquellos tiempos en los cuales, durante las ausencias de mi padre, veía retratados en un líquido negruzco que tenía en la palma de la mano el campamento de los beduinos, las escaramuzas, los caballos que galopaban sin jinete y los turbantes que rodaban sobre la arena del desierto! Sí, madre mía —gritó Amina después de una pausa—; tú puedes venir en mi ayuda; revélame el secreto aunque sea en un sueño, tu hija te lo ruega. La palabra, ¿cuál era la palabra? ¿Cómo se llama el espíritu? ¿Turshoou?… Sí, sí, éste creo que es su nombre. ¡Madre mía, ayuda a tu hija!

—¿Invocas a la Virgen, Amina? —le preguntó el padre Matías, que oyó pronunciar a la joven sus últimas palabras al entrar él en el aposento—. Si así lo haces se te aparecerá en sueños y te fortalecerá.

—Invocaba a mi propia madre, que está en el reino de los espíritus —replicó Amina.

—Pero no en la mansión de los bienaventurados, hija mía, porque era una infiel.

—¿Cómo es posible que Dios la haya castigado por seguir la fe de sus padres, viviendo en un país donde no se conocía otra religión? —objetó Amina fuera de sí—. ¿No asegura usted que los que son buenos en esta vida reciben el premio de sus acciones en la otra? ¿No afirma usted que mi madre tenía, como las demás criaturas, un espíritu inmortal? En ese caso, siendo Dios justo, ¿cómo ha de haber condenado su alma al fuego eterno porque adoraba lo que adoraron sus padres? ¿Cómo ha podido hacerla responsable de ignorar una religión de que nadie le habló jamás?

—Los designios del Sumo Hacedor son inescrutables, hija mía; agradécele que te haya permitido aprender su doctrina y ser recibida en el seno de su santa Iglesia.

—Le doy gracias por otras mercedes —repuso Amina— pero es tarde y deseo descansar.

La joven se retiró a su aposento, aunque no tenía el propósito de acostarse todavía.

Ya en él, repitió por centésima vez las ceremonias que hacía su madre para invocar a los espíritus, con el mismo resultado negativo de siempre. Encendió el braserillo, y pronto el humo que despedían las hierbas al quemarse llenó todos los ámbitos de la alcoba.

—¡La segunda palabra, la segunda; ya recuerdo la primera! ¡Ayúdame, madre mía! Es inútil —añadió en seguida—; conozco que lo he olvidado completamente.

El humo comenzaba a desaparecer, cuando, alzando Amina los ojos, vio una figura delante de ella. Primero creyó que el encanto había producido efecto; pero, cuando los objetos se hicieron más perceptibles, conoció al padre Matías, que cruzado de brazos la miraba con severidad.

—¿Qué estabas haciendo, desgraciada?

La extraña conducta de Amina había despertado las sospechas de ambos sacerdotes que la vigilaban. El olor de las hierbas quemadas en el braserillo, y el humo que, saliendo por los intersticios de la puerta, había llenado toda la casa, despertaron la atención del padre Matías, quien, subiendo con todo género de precauciones, pudo entrar en la alcoba sin ser visto. A la primera ojeada comprendió Amina la situación peligrosa en que se encontraba; si hubiese sido soltera, la habría arrostrado, pero por el amor de Felipe, intentó engañar al importuno visitante.

—No estoy haciendo ningún mal —repuso con la mayor naturalidad que le fue posible—, y no me parece bien que entre usted a estas horas en la alcoba de una joven durante la ausencia de su esposo. Su visita sigilosa y repentina no tiene justificación.

—Ésas son excusas que carecen de fundamento, puesto que mi edad y mi profesión garantizan sobradamente mis actos —replicó el interpelado algo confuso.

—No siempre, padre, si es verdad lo que refieren de algunos frailes —repuso la joven—. ¿Por qué ha entrado usted en la habitación de una mujer joven a estas horas?

—Por convencerme de que practicas la hechicería.

—¡La hechicería! ¿Qué quiere usted decir? ¿Está acaso prohibida la medicina? ¿Es pecado prestar auxilio a los que sufren y calmar los dolores y la fiebre que atormentan a los desdichados que residen en este país tan poco saludable?

—Todos los sortilegios están prohibidos por la Iglesia.

—Buscaba un medicamento compuesto de hierbas combinadas en determinadas proporciones conocidas por mi madre. Si esto no es honesto, tiene usted razón cuando me llama hechicera.

—Has invocado el espíritu de tu madre…

—Ciertamente, porque se me han olvidado los ingredientes y ella los conocía muy bien. ¿Qué mal hay en ello?

—¿Buscabas, pues, un remedio? Creía todo lo contrario.

—¿Qué esperaba usted encontrar? Mire esas cenizas, padre, mezcladas con aceite; si con ellas se frotan los miembros, heridos, se obtienen resultados maravillosos. No se asuste, ¿Teme que se levante algún fantasma, algún espíritu como aquel que se apareció al rey de Israel? —y Amina soltó la carcajada.

—Estoy confuso, pero no convencido —replicó el sacerdote.

—Lo mismo me ocurre a mí —dijo Amina irónicamente—. No comprendo que una persona del talento de usted pueda creer que sea malo quemar hierbas secas, ni me convenzo de que esto haya motivado su visita intempestiva. Quizá los encantos naturales le interesen más que los que usted califica de sobrenaturales. Salga usted en seguida de aquí, y si vuelve a poner los pies en este aposento abandonaré la casa. Tenía formado mejor concepto de usted. En lo sucesivo no volveré a quedarme sola.

Este ataque a la reputación del anciano era muy severo, y el padre Matías salió en el acto de la alcoba diciendo:

—¡Dios te perdone tan falsas e injustas sospechas como te perdono yo! Solamente he venido aquí por las razones expuestas.

—Creo cuanto dices —murmuró Amina al cerrar la puerta—, pero eres un importuno que me estás molestando más de lo que puedo tolerar. No permito que nadie me espié ni que se mezcle en mis asuntos. Has cometido una imprudencia y sabré aprovecharme de ella. El aposento de una mujer casada debe ser sagrado para los ministros de la religión.

Amina abrió nuevamente la puerta, y después de quitar el braserillo, llamó a la sirvienta, a quien refirió en voz alta que el sacerdote había intentado introducirse en su alcoba.

—¿Es posible? —exclamó la criada llena de estupefacción.

Amina se acostó sin replicar; pero el padre Matías lo había escuchado todo.

A la mañana siguiente fue a visitar al párroco y le refirió lo ocurrido y las falsas sospechas de Amina.

—Ha procedido usted con demasiada ligereza entrando en la alcoba de una mujer a tales horas de la noche —replicó el padre Leysen.

—Sospechaba, amigo mío.

—Y ella sospecharía también. Es joven y hermosa.

—Juro a usted por lo más sagrado, que mi intención…

—Indudablemente ha sido buena —interrumpió el párroco—; pero no evitará el escándalo ni las sospechas.

Y así ocurrió efectivamente porque la fámula contó en todas partes la aventura, y el padre Matías, al verse tratado con frialdad hasta por sus amigos, se marchó a Lisboa, disgustado consigo mismo por su imperdonable imprudencia; pero más ofendido aún con Amina por haberse permitido ésta sospechar de su honradez.