XVII

El incendio llegaba ya a los entrepuentes, destruyendo cuanto encontraba a su paso; el palo mayor cayó estruendosamente por la borda del buque al mar; y de todas partes salían gruesas columnas de humo que sofocaban a la tripulación y a los pasajeros. Las mujeres y los niños habían sido colocados a popa con el doble fin de alejarlos del incendio y de poder trasladarlos fácilmente a la almadía, si llegaba el momento de abandonar el buque.

Este momento llegó al fin a las cuatro de la mañana, y, merced a las acertadas disposiciones de Felipe Vanderdecken, las mujeres y los niños fueron trasladados a la almadía sin que hubiera que lamentar ningún incidente desagradable.

Con la tropa ya no pasó lo mismo, pues muchos soldados, al descender por las escalas, a causa de la precipitación y atolondramiento con lo que efectuaron, cayeron al mar, que les sirvió de sepultura.

Barentz, por indicación de Felipe, se colocó, armado de dos pistolas, en la puerta de la despensa para evitar que nadie se embriagara, hasta que el humo hiciera innecesaria esta precaución, y gracias a esto todos cumplieron su deber durante los momentos supremos. Antes que hubiese podido desembarcar la tercera parte de la tropa, inmensas columnas de fuego principiaron a salir por las portas con violencia y rugiendo como un gigantesco soplete; al mismo tiempo las llamas invadieron la cubierta y los que permanecían aún en ella se vieron rodeados por un círculo de fuego, abrasados por el calor y sofocados por el humo.

Se produjo a continuación una escena de confusión que arrebató a muchos la vida. Sólo se pensaba en huir y, sin embargo, la única manera de escapar era arrojándose al agua. Por todas partes se oían exclamaciones de dolor y lamentaciones de angustia. De ochenta soldados que quedaban a bordo cuando comenzó a arder la cubierta, sólo se salvaron quince. Cuando éstos estuvieron ya en los botes, Felipe ordenó a los marineros que habían permanecido a su lado que se deslizaran uno a uno por los aparejos del botalón de mesana y, por último, rogó al capitán Barentz que hiciera lo mismo, pero éste rehusó terminantemente, pues quiso ser el último en abandonar a su idolatrada Vrow.

El cabo que sujetaba la balsa al buque fue cortado y poco tiempo después éste empezó a derivar hacia sotavento. Felipe y Krantz se ocuparon en colocar a todos en su sitio; los marineros se embarcaron en los botes para remar por turno, y los soldados y alguno de la tripulación fueron destinados a la almadía, que quedó tan sobrecargada que se hundía en el agua.

Cuando los botes tomaron a remolque a la balsa en dirección de la costa, empezaba a clarear el nuevo día. El buque abandonado era en aquel momento una inmensa pira y el capitán Barentz, subiéndose en uno de los bancos del bote en que iba, dijo:

—Vean ustedes de qué modo desaparece el mejor barco que surcó los mares y despídanse de él. Sucumbe trágicamente pero su nombre quedará grabado en mi corazón.

Felipe no replicó; Barentz le inspiraba cierto respeto a pesar de su locura. Los náufragos adelantaban poco porque el mar se había picado, la corriente no era favorable y la almadía estaba completamente cubierta por el agua. Una fuerte brisa rizaba la cresta de las olas, que iban siendo cada vez mayores. Felipe buscó ansiosamente la tierra con los ojos, y no la distinguió porque había mucha niebla en el horizonte. Comprendía que era necesario ganar la costa antes que el día expirase para evitar que pereciesen las mujeres y los niños, que sin alimento alguno no podrían resistir largo tiempo en la almadía, que iba sumergiéndose cada vez más. No había tierra a la vista, y se temía que se desencadenase una tempestad; Felipe se sentía desfallecer lamentando que su fatal destino ocasionase la muerte de tantos inocentes. La situación era realmente desesperada.

—¡Tierra a proa! —gritó Krantz, que iba en el primer bote.

Al oír esto, prorrumpieron todos en exclamaciones de alegría, y las mujeres levantaron en alto a sus hijos, llenas de extraordinario júbilo.

Felipe se puso de pie sobre los banquillos de popa para inspeccionar la tierra que sólo distaba unas cinco millas, y su corazón se inundó de gozo. La brisa arreciaba por momentos y la mar se picaba cada vez más. El viento les cogía de través; pero la vista de la costa regocijaba a los marineros, que remaban ardorosamente. Sin embargo, la pesadez de la balsa embarazaba la marcha hasta el punto de que empleaban una hora en adelantar una milla.

Al mediodía no les separaba de la costa una distancia mayor de tres millas; pero, al pasar el sol por el meridiano, cambió el tiempo y aumentó la marejada. Los náufragos llegaron a temer que la almadía desapareciera completamente bajo las aguas. A las tres de la tarde no habían adelantado media milla, y los remeros, que estaban en ayunas, comenzaron a dar señales de cansancio. Todos estaban sedientos, desde el niño que se abrazaba a su madre pidiéndole agua, hasta los marineros que empuñaban el remo. Felipe procuró alentarles, pero se encontraban tan fatigados y veían la tierra tan próxima, que, conociendo que el remolque de la almadía les impedía llegar a la costa, principiaron a murmurar mostrando deseos de cortar los cabos que los sujetaban a la balsa y salvarse ellos. Este sentimiento de egoísmo no prevaleció, pues los argumentos y amenazas de Felipe les obligó a remar otra hora, al cabo de la cual ocurrió un incidente que decidió la cuestión.

La violencia de las olas, cada vez más impetuosa, fue destruyendo poco a poco la almadía, hasta el punto de ser dificilísimo a los tripulantes el mantenerse en ella. Un agudo grito, mezclado con gemidos e imprecaciones, llamó la atención de los que iban en los botes, y Felipe, al volver la cabeza, vio que las cuerdas que sujetaban las diferentes partes de la embarcación se habían soltado quedando la balsa convertida en dos. La escena que entonces se desarrolló fue terrible; muchos maridos se encontraron separados de sus esposas e hijos, pues la parte de la almadía que continuaba remolcada por los botes, quedó en seguida separada de la otra. Algunas infelices gritaban levantando en el aire a sus hijos; otras, más desesperadas, se arrojaron con ellos al mar, intentando reunirse a sus esposos, pero ninguna lo conseguía. La situación se agravó aún más, pues las cuerdas continuaron soltándose y la superficie del mar se cubrió de despojos de ambas embarcaciones, a los cuales se agarraban los náufragos en su agonía. Las berlingas y vigas chocaban con furia unas contra otras destrozando a los infelices que se asían a ellas, y aunque los botes acudieron pronto en su auxilio, como era una imprudencia aventurarse entre los restos de la almadía, no lograron salvar más que a los marineros y a algunos soldados de los que en ella iban; las mujeres y niños perecieron todos. Felipe estaba anonadado y durante algún tiempo el pesar le impidió dar ninguna orden acertada.

Eran las cinco de la tarde; los botes bogaron hacia la costa, y cuando el sol que había alumbrado aquella tragedia comenzaba a ocultarse, los sobrevivientes desembarcaron en una playa de menuda arena. Después de sacar las embarcaciones del mar, cada cual se tendió donde pudo y, a pesar de encontrarse hambrientos, el cansancio les hizo conciliar en seguida un profundo sueño. El capitán Barentz, Felipe y Krantz conferenciaron brevemente concluyendo por seguir el ejemplo de los demás, para olvidar las fatigas y penalidades de las últimas veinticuatro horas.

Cuando despertaron, todos experimentaron los horrores de la sed, pero en aquella desierta playa no había más agua que la del mar, cuyas olas lamían blandamente la arena, burlándose de sus sufrimientos. Los marineros partieron, por mandato de Felipe en todas direcciones para buscar los medios de apagar la sed, encontrando al fin unos arbustos cuyas gruesas hojas estaban cubiertas de abundante rocío. Todos se apresuraron a masticarlas, lo cual les proporcionó algún alivio. Aquellas hojas, que tenían cierto sabor acre, les calmaron también el hambre. Vanderdecken dispuso que se hiciera gran acopio de aquella planta, colocada sabiamente por la Providencia en el árido desierto para alimento de los camellos y demás rumiantes, que la devoraban con avidez.

Los náufragos se encontraban a 50 millas del Cabo; carecían de velas, pero el viento era favorable. Se lanzaron las embarcaciones al agua, se armaron los remos y se emprendió la marcha; pero tan fatigados se encontraban los infelices remeros, que bogaban mecánicamente y sin vigor alguno. Al romper el día pasaron frente a False Bay, quedándoles aún cinco millas que recorrer. Sin embargo, alentados con la vista de la tierra, realizaron el último esfuerzo y antes de mediodía llegaban a la ciudad del Cabo. Desembarcaron junto a un arroyuelo que desagua en la Bahía, y todos se arrojaron en él bebiendo ávidamente, mientras sumergían sus abrasados brazos en aquella agua pura, fresca y cristalina.

Satisfecha la más apremiante de sus necesidades, se dirigieron a las casas de la factoría. Los colonos, que los habían visto desembarcar, salieron a recibirlos, y, como no había buque alguno en la bahía, comprendieron que eran náufragos. Pronto circuló la noticia de la catástrofe; de trescientas personas próximamente que constituían el pasaje y tripulación del barco incendiado, solamente se salvaron treinta y seis, después de haber pasado cuarenta y ocho horas sin probar alimento. Los colonos les dieron de comer hasta que estuvieron satisfechos.

—Me parece que he visto a usted antes de ahora —dijo uno de los colonos a Felipe—. ¿Estuvo usted aquí con la última escuadra?

—No —replicó Vanderdecken—; pero sí en otras ocasiones.

—Ya recuerdo —agregó el colono—; usted fue el único que se salvó del naufragio del Ter Schilling en False Bay.

—Eso creí durante algún tiempo, pero recientemente he visto en Ámsterdam a cierto piloto tuerto, llamado Schriften, que también se salvó. ¿Estuvo aquí también?

—No, señor; usted ha sido el único tripulante del Ter Schilling que ha venido después del naufragio. Resido en El Cabo desde aquella fecha y lo sé.

—Pues Schriften ha regresado a Holanda.

—Eso es punto menos que imposible. Como usted sabrá perfectamente, nuestros buques, cuando salen de la bahía, navegan lejos de la costa, por el peligro que ofrece el acercarse a ella.

—Sin embargo —insistió Felipe—, le he visto y he hablado con él.

—Lo creo puesto que usted lo afirma; tal vez haría señales a algún buque que lo recogería en el mismo lugar del naufragio. Si se hubiera internado, los indígenas le habrían dado muerte, porque los cafres son muy crueles.

La noticia de que Schriften no había estado en El Cabo, dejó a Vanderdecken profundamente pensativo, confirmándole en su creencia de que aquel hombre tenía algo de sobrenatural. Lo que le manifestó el colono era una prueba más.

Dos meses después, durante los cuales los náufragos fueron tratados bondadosamente, ancló en la bahía un pequeño brick[8], llamado Guillermina, para proveerse de víveres; venía fletado por la Compañía con carga para Ámsterdam, y tuvo que recibir a su bordo a los náufragos, excepto al capitán Barentz, que rehusó, diciendo:

—¿Para qué he de ir a Holanda, si no tengo a nadie allí? Mi único amor en el mundo era mi Vrow Katerina, que era para mí esposa, familia y todo: se ha perdido, jamás volveré a embarcarme. Mis ilusiones reposan con mi buque, en el fondo del mar y aquí me quedo para serle fiel. Mi tumba estará junto a la suya. No la olvidaré nunca, la guardaré luto y, cuando muera, se encontrará grabado en mi corazón su nombre adorado. Suplico a usted, Vanderdecken, que me envíe con la primera escuadra lo poco que poseo en Ámsterdam.

Felipe se despidió de él estrechándole la mano, y prometiéndole que el primer buque que saliera le traería su pequeña fortuna convertida en objetos y herramientas útiles para un colono; y, al poco tiempo, la Guillermina abandonaba las tranquilas aguas de la bahía, impelida por una brisa suave.