XVI

La escuadra había emprendido el rumbo con un hermoso tiempo; pero no había transcurrido media hora aún, cuando ya se había quedado la Vrow Katerina, dos o tres millas detrás de los demás buques. El capitán Barentz culpaba a todo el mundo por este retraso menos al buque, cada vez más rezagado.

—Señor Vanderdecken —dijo al fin—, la Vrow, como aseguraba mi padre con frecuencia, no es muy veloz con viento en popa, pero ya verá usted cómo con todos los demás no hay buque alguno que se le adelante.

—Además —replicó Felipe que comprendía la debilidad que el capitán tenía por el barco—, llevamos excesiva carga y numerosos soldados obstruyen la cubierta.

La escuadra franqueó los estrechos y tuvo que ceñir el viento; pero la Vrow Katerina anduvo menos que antes.

—Sopla el viento tan de través —observó Barentz—, que la Vrow no avanza como acostumbra; pero pronto verá usted cómo nos adelantamos a las demás embarcaciones. ¿No es cierto, señor Vanderdecken, que montamos un hermoso buque?

—Y grande —contestó Felipe, que era el único elogio que podía hacer.

Durante el viaje el viento varió muchas veces de dirección; pero soplara de esta o la otra parte, la Vrow iba siempre detrás de los otros buques que se ponían al pairó cuando obscurecía para no dejarla abandonada. Su capitán continuaba, sin embargo, defendiéndola, mas por desgracia el barco tenía otros muchos defectos además de su pesadez. El almirante, conociendo, que las malas condiciones de un solo buque entorpecían el viaje de toda la escuadra, determinó abandonar a la Vrow Katerina en cuanto llegaran al Cabo; pero no tuvo necesidad de hacerlo, porque sobrevino un temporal que dispersó a los buques, y la magnífica Vrow Katerina se encontró abandonada y a merced de las olas. El mal tiempo duró una semana y cada día la situación fue haciéndose más penosa. Atestada de tropas, llena de mercancías, gemía y luchaba difícilmente contra el vendaval que imposibilitaba las maniobras.

Felipe acudía a todo, alentando a los marineros, sin que el capitán le ayudase en nada, ni diese disposición alguna, pues realmente no era marino.

—Bien —dijo este último a Vanderdecken—, ¿reconoce usted que navegamos en un barco admirable para un temporal? Poco a poco, prenda —añadió hablando con la fragata, que era juguete de las olas y cuyos tablones gemían de un modo horrible—. ¡Despacio, querida, más despacio! ¡Cuántos tumbos darán ahora los infelices que van en los otros buques! ¡Eh! Señor Vanderdecken, vamos nosotros delante, nuestros compañeros deben haber sido arrojados muy a sotavento. ¿No es cierto?

—No puedo asegurarlo —replicó Felipe sonriendo.

—Pues no se ve embarcación alguna. ¡Santo Cielo! Allá distingo una por el través. Mírela usted. ¡Buen buque será cuando aguanta casi todo el velamen con este tiempo!

Felipe lo había visto ya. Era un gran buque, que navegaba viento en popa y casi en la misma dirección que ellos. A pesar del huracán, la citada embarcación se deslizaba sobre las aguas como si fuera impulsada por una brisa suave. Inmensas olas hacían cabecear espantosamente a la Vrow Katerina mientras que la otra fragata parecía surcar la tranquila superficie de un lago. Felipe comprendió que tenía ante sus ojos al Buque Fantasma.

—¡Qué cosa más extraordinaria! —observó el señor Barentz.

Vanderdecken estaba tan acongojado, que no pudo contestar.

Los marineros habían descubierto también la aparición, y la leyenda era bien conocida por todos. Muchos soldados subieron a cubierta al enterarse de lo que ocurría, y poco tiempo después, centenares de ojos contemplaban el extraño buque, hasta que un fuerte chubasco, acompañado de truenos y relámpagos, envolvió a la Vrow Katerina en una obscuridad casi completa. Un cuarto de hora después se despejó la atmósfera, pero el buque que excitaba la curiosidad general había desaparecido.

—Debe haber naufragado durante el chubasco —dijo el capitán Barentz—. Eso supuse que ocurriría. ¿Quién se atreve a llevar tanta vela durante un temporal semejante? Este capitán ha cometido una necedad navegando de ese modo en nuestras aguas y su necedad le ha costado la vida. ¿No opina usted lo mismo, señor Vanderdecken?

Felipe no quiso contestar a los desatinos de Barentz. Comprendía que iban todos a perecer, y al considerar el número de personas que iban a bordo, temblaba de pies a cabeza. Después de una breve pausa dijo:

—La tempestad no ha terminado todavía, y me parece, capitán, que no hay buque que pueda resistirla largo tiempo. Por lo tanto, debemos hacer rumbo a la Bahía de la Tabla, para refugiarnos allí y reparar las averías. Probablemente encontraremos en ella el resto de la escuadra.

—No abrigue usted temor alguno —repuso el interpelado—; barcos como el nuestro no se sumergen jamás.

—¡Maldita sea! —exclamó entonces uno de los marineros que se había aproximado—. Si hubiera sabido lo mala, vieja y estropeada que está esta embarcación no me habría decidido a navegar en ella. El señor Vanderdecken tiene razón; debemos ir a la Bahía de la Tabla antes que sobrevenga algo peor. Ese buque que acaba de desaparecer debe servirnos de aviso… pregúntelo usted al señor Vanderdecken, que está bien enterado, porque es un completo marino.

Esta última observación hizo estremecer a Felipe, aunque el que la hizo ignoraba en absoluto lo mucho que interesaba a aquél el Buque Fantasma.

—Sólo puedo decir —replicó el aludido—, que siempre que ese barco se ha cruzado en mi camino, han ocurrido desgracias.

—¿Y qué tiene ese barco de particular para inspirar tanto temor? —preguntó el capitán Barentz—. Llevaba demasiada vela y ha naufragado.

—Esa fragata no naufraga jamás —replicó uno de los marineros.

—Nosotros si que naufragaremos, si no viramos de bordo —gritaron muchas voces.

—¡Qué desatinos! ¿No dice usted nada, señor Vanderdecken?

—Ya he expuesto mi opinión —replicó Felipe, que ansiaba conducir el buque al puerto si era posible—. Repito que debemos dirigirnos a la Bahía.

—Sepa usted, capitán —dijo el anciano marinero que primero había hablado—, que estamos todos decididos a ello, aunque usted se oponga. Por consiguiente, ¡cierra timón a la banda! y usted, señor Vanderdecken, dirija la maniobra.

—¡Cómo! ¿se sublevan ustedes? —gritó el capitán Barentz—. ¡Imposible! ¡La Vrow Katerina es el mejor y el más rápido de los buques del mundo entero!

—El más viejo, peor y más pesado de todos —replicó un marinero.

—¿Qué oigo? —exclamó Barentz, fuera de sí—. Vanderdecken, castigue usted en seguida a ese canalla embustero.

—No le haga caso, está loco —volvió a decir el viejo marinero—. Señor Vanderdecken, sólo a usted obedecemos, pero viremos de bordo inmediatamente.

Barentz estaba furioso; pero Felipe, fingiendo que le daba la razón y asegurando a su oído que los marineros eran unos pillos, le convenció al fin de que el único recurso era dirigirse al puerto. Se varió el rumbo, se orientaron las velas y la Vrow Katerina corrió delante del temporal. Hacia la tarde cedió el viento, desaparecieron las nubes, y el oleaje, disminuyó notablemente. Las vías de agua pudieron contenerse y Felipe llegó a creer que llegarían sanos y salvos a la Bahía de la Tabla.

Al fin, sólo quedó de la tempestad un lejano rumor del oleaje hacia el Oeste, del cual iba separándose poco a poco la embarcación. La tripulación pudo descansar y las tropas y pasajeros salieron del entrepuente, donde habían estado encerrados durante la tormenta.

Todo el mundo subió a cubierta; las madres llevaban a sus hijos en brazos y los presentaban a los tibios rayos del sol; la arboladura estaba llena de ropa mojada, puesta a secar en los obenques, y los marineros empezaron a reparar los desperfectos ocasionados por el huracán. Sólo les separaban del Cabo unas 50 millas, y a cada momento esperaba oírse la voz de «¡tierra a la vista!» La alegría volvió a reinar a bordo, pero Felipe continuaba triste porque abrigaba el temor de que el peligro no hubiese desaparecido.

Felipe paseaba por el alcázar de popa con Krantz, joven activo e inteligente, que era el tercer oficial del barco, y a quien Vanderdecken, haciendo justicia a sus merecimientos, distinguía con su cariño.

—¿Qué opina usted del buque que hemos visto? —preguntó de pronto Krantz a su acompañante,

—No me era desconocido, y…

—¿Y qué?

—El buque que le ha encontrado en su camino no ha vuelto jamás al puerto.

—¿Es acaso algún espíritu?

—Se trata de una historia que cada cual refiere a su modo; pero yo estoy plenamente convencido de que sufriremos alguna desgracia antes de llegar al Cabo, a pesar de la calma que reina y de encontrarnos tan cerca del puerto.

—Es usted supersticioso, Felipe. La aparición no me ha parecido una cosa sobrenatural. Jamás buque alguno resistió tantas velas en un temporal; pero hay capitanes locos que se empeñan en hacer absurdos. Si hemos visto un buque real y verdadero, habrá naufragado, puesto que, cuando aclaró el tiempo había desaparecido. Soy incrédulo, lo confieso, y si ocurren las desgracias que usted pronostica, me convenceré de que la aparición es cosa sobrehumana.

—Quisiera equivocarme; pero tengo mis presentimientos. Todavía no hemos llegado al puerto —replicó Felipe.

—Pero sólo nos separa de él una distancia insignificante, y el tiempo no amenaza tempestad.

La conversación decayó y Felipe se quedó solo sobre cubierta donde permaneció hasta la caída de la tarde.

Cuando el sol hubo desaparecido del horizonte, bajó a su cámara y, después de encomendarse a Dios, se durmió profundamente. Antes de que dieran las doce, le despertó un golpe en el hombro; abrió los ojos y vio a su lado a Krantz, que acababa de hacer la primera guardia.

—¡Por Dios! Vanderdecken, levántese en seguida; ¡pronto! ¡tenemos fuego a bordo!

—¡Fuego! —exclamó Felipe, saltando de la cama—, ¿en qué sitio?

—En la bodega.

—Voy al momento; pero, mientras tanto, mande armar las bombas y cuide de que nadie abra las escotillas.

Felipe no tardó en subir a cubierta, donde encontró al capitán Barentz, que también se había enterado del incendio. Krantz manifestó que un rato antes el olfato le había dado el primer aviso; que levantó la escotilla mayor por sí solo, para no alarmar a nadie y encontró que la bodega estaba llena de humo; que volvió a tapar la escotilla y se apresuró a despertar a Felipe y al capitán.

—Gracias a su valor —replicó Felipe—, tenemos tiempo de reflexionar. Si los soldados, mujeres y niños, se enteran del peligro que nos amenaza, alborotarán de tal modo que embarazarán la maniobra. No comprendo cómo ha podido iniciarse el fuego en la bodega.

—No he oído que haya ardido jamás la Vrow Katerina —observó el capitán—. Lo creo imposible debe ser una equivocación; ella es…

—Entre el cargamento general llevamos algunas cajas de botellas llenas de ácido sulfúrico. Temiendo una contingencia, dispuse que las colocaran en el entrepuente; pero durante la tormenta se habrán roto y el continuo balanceo habrá arrojado alguna abajo.

—Es posible —replicó Krantz.

—Me opuse a su embarque —insistió Felipe—, alegando que el barco estaba ya repleto; pero los directores contestaron que ya era imposible alterar lo que se había dispuesto. Ahora conviene obrar con energía y rapidez; mi plan es dejar las escotillas cerradas, porque así quizá logremos sofocar el fuego.

—Sí —añadió Krantz—, y al mismo tiempo perforar la cubierta para introducir por el agujero que se practique la mayor cantidad posible de agua.

—Dice usted bien, Krantz; llame al carpintero y manos a la obra. Yo reuniré a la tripulación y les enteraré de todo. El olor es ya muy fuerte; no hay tiempo que perder. Si lográsemos mantener tranquilos a los soldados y a las mujeres, todavía pudiéramos remediar el daño.

Los marineros, admirados de que los llamaran a tales horas, se apresuraron a subir. Desconocían la situación del buque, porque, como las escotillas permanecían cerradas, el humo no había llegado al sitio en que ellos pernoctaban.

—Muchachos —dijo Felipe—, siento tener necesidad de deciros que hay un principio de incendio en la bodega. Si se asustan los soldados y pasajeros, nada podremos hacer, y es preciso que no impidan la maniobra. El señor Krantz y el carpintero se ocupaban en un trabajo de gran utilidad; siéntense y oigan lo que vamos a hacer.

Todos obedecieron y Felipe les describió el peligro en que se encontraban, explicándoles, además, las medidas que se habían tomado ya y rogándoles que tuvieran serenidad y sangre fría. Les advirtió que había alguna pólvora en la santabárbara, la cual debía arrojarse al mar; y agregó, por último, que en el caso, poco probable, de que no se pudiera dominar el incendio, se construiría una balsa con las berlingas y tablazón del buque, en la cual y en los botes podrían salvarse todos puesto que estaban muy cerca de la costa.

Este discurso de Felipe produjo muy buen efecto, apresurándose todos a cumplir su deber; unos se dirigieron a sacar la pólvora para arrojarla al mar y otros acudieron a las bombas. Krantz se presentó entonces, manifestando que habían sido perforados los tablones de la cubierta, que se había fijado la bomba y que el agua entraba ya en la bodega. Los soldados que dormían sobre cubierta se despertaron, sorprendidos, y el olor del humo les aclaró el misterio de aquellas maniobras de la tripulación. La palabra «fuego» se repitió en seguida en todos los ángulos del buque, y hombres, mujeres y niños subieron, despavoridos, a cubierta, unos a medio vestir, otros gritando, orando los demás y promoviendo tal alboroto y confusión que es imposible describirlos.

La juiciosa conducta de Felipe quedó entonces de manifiesto; si los marineros hubieran despertado en medio de aquella gritería, no hubieran sido más útiles que los pasajeros y los soldados. La tripulación trabajaba ardorosamente, y Felipe y Krantz, con sólo su presencia de ánimo, lograron tranquilizar a la mayoría de tropa y pasaje.

Aunque la pólvora había sido arrojada al mar y se había practicado un nuevo agujero en la cubierta, por el cual otra segunda bomba introducía agua en la bodega, el incendio, lejos de extinguirse, tomaba mayor incremento. El humo que se escapaba por los intersticios de las escotillas demostraba su violencia, y Felipe dispuso que las mujeres y niños fueran conducidos al alcázar de popa, suplicando a los maridos que las acompañaran. La escena era desgarradora y Felipe, al contemplar a aquellas madres que estrechaban a sus hijos contra el corazón, sentía que las lágrimas le afluían a los ojos.

Luego, Vanderdecken se dedicó a inspeccionar el trabajo de los marineros, que estaban ya rendidos de cansancio, y fueron reemplazados, en el servicio de las bombas, por los militares; pero sus esfuerzos fueron inútiles: media hora después, las cubiertas de la escotilla saltaron con violencia y una inmensa llama se elevó hasta la altura del palo mayor. Las mujeres volvieron a gritar estrechando a sus hijos y los soldados y marineros abandonaron su tarea y huyeron precipitadamente hacia la popa.

—Animo, muchachos, no se acobarden, porque todavía no hay peligro. Recuerden que tenemos a nuestra disposición los botes y una almadía y que, en caso de que sea imposible dominar el fuego y salvar el buque, con valor y serenidad conseguiremos pisar todos la tierra firme. Cada cual a su puesto —añadió Felipe—. Carpintero, corte usted toda la jarcia delgada, y ustedes, marineros, arríen los botes y armen pronto una almadía para esas pobres mujeres y niños. ¡Todo el mundo al trabajo! ¡Hasta tenemos la suerte de no necesitar linternas!

Principió la faena; las llamas lamían ya con sus lenguas de fuego las partes más elevadas de la arboladura, envolviendo en sus pliegues el palo mayor y rugiendo de un modo espantoso. No había tiempo que perder; los entrepuentes estaban llenos de humo, y muchos infelices murieron asfixiados. Se arriaron los botes, que tripularon los marineros de más confianza; berlingas, tablones, barriles y enjaretados fueron arrojados al mar, y cuando Felipe vio completamente terminada la almadía, respiró de satisfacción, considerando ya salvadas todas las personas que estaban a bordo.