Tres meses después de esta conversación, Amina y Felipe se encontraban nuevamente sentados en el mismo banco rústico que había llegado a ser el sitio donde descansaban de sus paseos. El padre Matías había intimado con el párroco, llegando a ser tan inseparables como los dos esposos. Resuelto Felipe a esperar un nuevo aviso, antes de reanudar su tarea, se acordaba poco de ésta y se sentía completamente dichoso al lado de Amina. Había, sin embargo, escrito a los directores de la Compañía, solicitando que le nombraran capitán de un buque, pero después no volvió a hacer gestión alguna para conseguir su propósito.
—Me agrada sentarme en este banco, Felipe —dijo Amina—, porque parece que participa de nuestra suerte. Aquí discutimos la conveniencia de emplear mi encanto y aquí también me referiste tu sueño y yo te lo expliqué.
—Es cierto, Amina; pero si consultáramos respecto a este asunto al padre Leysen, diría que obramos entonces de una manera herética y punible.
—¡Bah! Me importa poco.
—Sin embargo, conviene que el secreto no se descubra.
—¿Crees tú que si lo supiera me excomulgaría?
—Sin duda alguna.
—Ese digno sacerdote es muy bondadoso y me agradaría discutir el punto con él.
Mientras Amina hablaba, sintió Felipe que una mano le tocaba en el hombro y que un frío glacial recorría todos sus miembros. Volvió la cabeza y quedó mudo de estupor, al ver ante sí a Schriften en persona, el piloto tuerto a quien suponía ahogado, el cual le presentaba una carta. Aquella súbita aparición, le hizo exclamar:
—¡Santo Cielo! ¿Será posible?
Amina comenzó a llorar, no ciertamente porque Schriften la hubiera asustado, sino porque comprendió que su desdichado esposo sólo descansaría en la tumba.
—Felipe Vanderdecken —dijo el piloto—, ¡eh! ¡eh! Le traigo esta carta de la Compañía.
El interpelado la tomó; pero, antes de romper el sobre, dirigió una mirada escrutadora a Schriften.
—Creía que se había usted ahogado en el naufragio del Ter Schilling, en la Bahía de la Tabla. ¿Cómo se salvó usted?
—¿Cómo pudo usted escapar? —pregunto yo también.
—Las olas me arrojaron a la playa, pero…
—¿Acaso no podían arrojarme también a mí? —replicó el tuerto.
—No me ha entendido.
—Pero presumo que no habrá usted llorado mucho mi muerte. Por lo demás, me salvé del mismo modo. Quédese con Dios, puesto que ya he cumplido mi encargo.
—Aguarde un instante y respóndame a esta pregunta: ¿Va usted a navegar ahora en el mismo barco que yo?
—No lo sé —contestó Schriften—, porque no ando tras del Buque Fantasma.
Y, dicho esto, dio media vuelta y se alejó a buen paso.
—¿No es esto un aviso, Amina? —exclamó Felipe, después de una breve pausa, sin atreverse a abrir la carta que tenía aún en la mano.
—Sin duda alguna. Ese odioso mensajero parece haber salido de la tumba sólo para traerte esa carta. Perdona mis lágrimas, Felipe. No volveré a afligirte con mi debilidad.
—¡Pobre Amina mía! —exclamó tristemente Felipe—. ¿Por qué no he de hacer mi peregrinación solo? ¡Cuán egoísta y criminal fui haciéndote partícipe de mi desgracia sabiendo que toda mi vida sería una continua cadena de sufrimientos!
—Es mi deber compartir contigo las penas. Conoces mi corazón, y si crees que he de embarazarme en el cumplimiento de ese deber… En medio de mis torturas, experimento cierta satisfacción en participar de tu suerte y estoy orgullosa de ser la mujer de un hombre destinado a realizar tan extraordinaria empresa; pero leamos la carta.
Felipe se decidió entonces a romper la nema y vio que se le nombraba segundo de la Vrow Katerina, buque que estaba ya dispuesto para recibir la carga, por lo que se le exigía que se apresurara a embarcar. La carta, que venía firmada por el secretario, decía, además, que, a su regreso, seria nombrado capitán de otro buque, con ciertas condiciones que se le notificarían en Ámsterdam.
—Creía que habías solicitado el mando de un barco para este viaje —dijo Amina.
—Así lo hice, en efecto; pero, como no he vuelto a escribir, se han olvidado de mi demanda; mía es la culpa.
—La cosa es ya irremediable —agregó Amina.
—Sin embargo, iré gustoso, porque quizá me convenga más el cargo de segundo.
—Ahora voy a hablarte con claridad, Felipe. Siento mucho que haya ocurrido esto, porque, si hubieras sido nombrado capitán, te habría recordado una promesa que me hiciste en este mismo sitio cuando te expliqué tu sueño. Quería embarcarme contigo. A tu lado nada me asusta ni atemoriza, y seré feliz hasta en medio de las mayores privaciones; pero quedar abandonada tanto tiempo, a solas con mis tristes pensamientos, devorada por la impaciencia y la incertidumbre, es terrible, Felipe, y no lo puedo soportar. Recuerda tu promesa; cuando seas capitán podrás llevar a tu esposa a bordo. Me aflige mucho que me dejes ahora; pero me consolará, en cierto modo, la esperanza de que te acompañaré en el próximo viaje.
—Confía en ello, Amina, puesto que tanto lo deseas. No puedo negarte nada; pero tengo el presentimiento de que tu felicidad y la mía llegan a su término. Un ser que, como yo, participa de las cosas de este mundo y de las del otro, no puede vivir mucho.
—Si sucede alguna desgracia, me resignaré.
—Tenemos libre albedrío y, hasta cierto punto, se nos permite obrar como mejor nos plazca.
—Eso pretendió hacerme creer el párroco; pero sus razones eran para mí incomprensibles. Y, sin embargo, aseguraba que constituían parte de la fe católica. Sus creencias serán más sencillas, porque el digno anciano sólo consiguió aumentar mis dudas.
—De la duda se pasa a la convicción.
—Quizá —replicó Amina—; pero, en ese caso, estoy al principio de la jornada. Volvamos a casa. Necesitas marchar a Ámsterdam, y quiero acompañarte. Trabajarás allí de día a bordo, y por la noche mis sonrisas consolarán tu amargura, ¿no es cierto?
—Perfectamente. No puedo todavía comprender cómo ha venido Schriften. Lo he visto bien y, sin embargo, es casi milagroso que haya sobrevivido al naufragio. ¿Dónde habrá estado desde que se salvó? ¿Qué te parece, Amina?
—Que es un espíritu del otro mundo con un ojo.
Felipe no contestó; embebido en sus meditaciones, caminaba en silencio. Aunque completamente decidido a embarcarse, llamó en seguida al padre Matías y al párroco para que le dieran su opinión acerca de la carta que había recibido. Después de dos horas de consulta, el padre Leysen le dijo:
—Hijo mío, estamos sumamente perplejos. Te aconsejamos en otra ocasión que no te movieras de aquí mientras no recibieras un nuevo aviso. La carta de la Compañía nada tiene de particular; pero la reaparición del que la ha traído, es cosa digna de meditarse. Dime, Felipe, ¿ese Schriften puede, haberse salvado del mismo modo que tú?
—Pudiera haber sido arrojado también a la playa y tomar distinta dirección que yo; pero no es probable; y, puesto que me pide usted mi opinión, le confieso francamente que le creí un ser del otro mundo; pero ignoro quién es él.
—Entonces ha llegado el momento de decidirse. Procede como mejor te parezca, y carga con la responsabilidad de tus actos. No pensamos oponernos a tu resolución, cualquiera que sea, sino que, por lo contrario, rogaremos a Dios para que te proteja.
—Estoy firmemente decidido a embarcarme, señor cura.
—Pues embárcate en hora buena, Felipe.
El padre Matías aprovechó entonces la oportunidad para darle las gracias por su hospitalidad, agregando que deseaba regresar a Lisboa, tan pronto como le fuera posible.
Pocos días después, se despidieron los jóvenes esposos de ambos sacerdotes y emprendieron el camino hacia Ámsterdam, quedando el párroco al cuidado de casa mientras Amina estuviera ausente.
Llegados a la ciudad, vio Felipe a los directores de la Compañía, quienes le prometieron confiarle el mando de un buque en el viaje inmediato. Después visitó la Vrow Katerina, que, como sabemos, era el barco a que había sido destinado. Todavía estaba desarbolado, puesto que la escuadra tardaría aún dos meses en darse a la vela. Encontró pocos marineros a bordo, y el capitán, que residía en Dort, no se había presentado tampoco.
La Vrow Katerina era un barco muy inferior, sumamente viejo y mal construido, aunque más grande que los demás. Sin embargo, como había hecho varios viajes felices a la India, se supuso que tendría buenas condiciones marineras, pues, de lo contrario, no le hubiera fletado la Compañía. Después de dar algunas órdenes a los marineros, volvió a la posada, en que se hospedaba con Amina.
Al día siguiente fue nuevamente a bordo, para inspeccionar la colocación del aparejo. El capitán llegaba en aquel momento, y después de atravesar los tablones que comunicaban al barco con el muelle, se dirigió al palo mayor, y, abrazándolo entusiasmado, exclamó:
—¡Oh mi amada Vrow Katerina! ¿Cómo estás, querida? Me alegro de verte buena. ¿Sentirás que te abrumen con tan pesada carga? Pero no te apures, prenda mía; tú siempre estás para mí hermosa.
Guillermo Barentz, que así se llamaba aquel personaje estrafalario, era joven, pues sólo tenía treinta años de edad. Su estatura era mediana, y sus proporciones delicadas. Sus movimientos eran vivos y sus ojos tenían cierta expresión que cualquiera le hubiera creído loco a primera vista, si su conducta no lo confirmara.
Cuando los arrebatos del capitán hubieron cesado, Felipe se presentó a sí mismo.
—¡Oh! ¿Es usted el segundo de la Vrow Katerina? Puede llamarse dichoso, porque, después del mío, tiene el mejor empleo del mundo.
—El barco no parece muy bonito. Si no tiene mejores condiciones marineras…
—¡Que no es bonito! Mi padre, que durante muchos años fue capitán de la Vrow Katerina, decía que era la mejor fragata del universo. Y, en cuanto a lo demás, usted podrá juzgar, cuando emprendamos el rumbo; es el buque más velero que surca los mares.
—Me alegro de saberlo —replicó Felipe—; eso prueba que las apariencias engañan. Sin embargo, será muy viejo.
—¡Viejo! Sólo hace treinta y ocho años que se construyó; está casi nuevo. Cuando le vea usted hendir las olas como un delfín, tengo la seguridad de que no encontrará palabras suficientes para alabarlo, y sepa usted, señor Vanderdecken, que el que se atreve a poner faltas a mi Vrow Katerina, tiene que entendérselas conmigo. Soy su caballero; ya he matado a tres en su defensa y estoy dispuesto a batirme con el cuarto.
Felipe se sonrió, compadeciendo a aquel infeliz demente. En su concepto, la Vrow Katerina, tan cacareada, no valía la pena de un desafío, y, por consiguiente, resolvió no emitir su opinión delante del capitán.
Pronto quedó completa la tripulación; se colocó la arboladura; se amarraron las velas a las vergas y la fragata, dispuesta ya para recibir el cargo, fue fondeada entre los demás buques de que se componía la escuadra. Cuando la bodega estaba ya abarrotada de mercancías, se dio a Felipe orden de admitir a bordo ciento cincuenta soldados y varios pasajeros, muchos de los cuales llevaban consigo a sus esposas y familiares, y como el capitán no hacía otra cosa que alabar a su bella Vrow Katerina, Vanderdecken tuvo necesidad de trabajar mucho.
La escuadra zarpaba dos días después, a la salida del sol. Amina no parecía tan abatida como la vez anterior; estaba plenamente convencida de que Felipe no la abandonaba para siempre, y con esta esperanza, le abrazó al embarcarse aquél en el bote que le condujo a bordo.
—Volveremos a vernos —pensó Amina contemplando a su esposo que se alejaba—. Este viaje no te será fatal, aunque tengo el presentimiento de que en el siguiente, cuando vaya yo en tu compañía, nos separaremos para siempre. Los sacerdotes dicen que procedas según tu libre albedrío. ¡Libre albedrío! ¿Cómo te habías de separar entonces de mí? Creo a veces que esos curas son mis enemigos; pero esto es imposible porque ambos son honrados, y la religión que enseñan es buena. Caridad, amor al prójimo, perdón de las injurias, todo esto es bueno, y, sin embargo… Pero ya atraca el bote al costado del buque, ya sube Felipe la escalera. Adiós, adiós, esposo mío. ¡Quién fuera hombre para ir contigo!
Cuando Felipe dejó de verse desde el puerto, emprendió Amina pausadamente el camino de la posada. A la mañana siguiente, al abandonar la joven el lecho, ya había levado anclas la escuadra; y el fondeadero, que la víspera estaba tan atestado de buques, estaba completamente desierto.
—¡Ha partido! —murmuró—. Ahora tengo que soportar durante muchos meses el más horrible de los tormentos, pues para mí lo es el no verle porque, mi vida es él.