El tiempo, mudo testigo de los acontecimientos humanos, transcurrió rápidamente para Felipe Vanderdecken y su encantadora esposa.
Amina, a las seis semanas del regreso de su marido, se encontraba completamente restablecida.
El padre Matías continuaba hospedado en casa del joven matrimonio y se habían ya rezado las misas por el alma del capitán del Buque Fantasma, distribuyéndose, además, cuantiosas limosnas entre los pobres del pueblo. El tema obligado de las conversaciones de los dos esposos era la decisión de los sacerdotes respecto a la conducta de Felipe; pero éste, aunque los padres le habían conmutado su juramento, no estaba satisfecho. El amor que le inspiraba Amina, unido a su deseo de no volver a embarcarse inclinaba la balanza de lado de la decisión del padre Leysen; pero, sin embargo, sus dudas no se habían desvanecido por completo. Ni los argumentos de Amina, que no quería separarse de él, ni sus caricias, producían más que un efecto momentáneo. Cuando se quedaba a solas, le remordía la conciencia por su abandono en el cumplimiento de tan sagrado deber. Amina comprendía bien la causa de su tristeza, y como sabía perfectamente a qué atenerse, volvía a los argumentos y a los halagos hasta que Felipe llegó a olvidarse de su juramento.
Cierta mañana, habiendo tomado asiento sobre un banco rústico, y estando entretenidos en coger las flores que brotaban en torno suyo y deshojándolas distraídamente, Amina volvió a hablar del mencionado asunto.
—Felipe, —dijo—, ¿crees en los sueños? ¿piensas que podemos comunicarnos con los espíritus por este medio?
—Indudablemente —replicó Felipe—; hay numerosas pruebas de ello en la Sagrada Escritura.
—En este caso, ¿por qué no satisfaces tus escrúpulos por medio de un sueño?
—Porque no está en mis manos el hacerlo.
—Tengo medios para hacerte soñar con el objeto de tu constante anhelo; si lo deseas, soñarás.
—¿Qué soñaré…?
—Sin duda alguna; tengo ese poder, aunque no te lo he revelado hasta ahora. Lo adquirí de mi madre. Tú sabes que nunca miento, y, si lo deseas, te haré soñar.
—Pero ese poder vendrá de alguna parte.
—Naturalmente, empleo medios que tú ignoras en absoluto, y, sin embargo, son muy conocidos en mi país. Ese poder estriba en un encanto que nunca falla.
—¡Un encanto, Amina! ¿Eres, pues, hechicera? ¿No sabes que la religión prohíbe los encantamientos?
—Me importa poco. Sólo sé que el poder existe.
—¿Tendrá en eso alguna intervención el demonio?
—¿Por qué? ¿No afirman los curas que todo cuanto hace el demonio lo permite Dios? Yo sólo pretendo iluminarte en tan dudosas circunstancias.
—Amina, no hay inconveniente en ello si el sueño es natural, como ocurría a los antiguos patriarcas; pero invocar una visión, apelando a encantos prohibidos, es pactar con el diablo.
—Pacto que estará permitido por Dios, y en tal caso tu razonamiento carece de base.
—Tengo miedo —contestó Felipe en voz baja, después de una breve pausa.
—Mis intenciones son buenas. Empleo estos medios para obtener el fin. ¿Y cuál es éste? Conocer la voluntad divina en tan arduo asunto. Si el demonio me ayuda, ¿qué importa? Se convertirá entonces en mi esclavo, viéndose obligado a proceder contra su voluntad.
Y los hermosos ojos de Amina, al expresarse en estos términos, parecía que lanzaban chispas.
—¿Ejerció tu madre esas artes? —preguntó Felipe.
—No; pero tenía fama de ser muy experta en ellas. Murió joven, como sabes, y no pudo enseñarme muchas cosas. ¿Crees tú que sólo estamos en este mundo nosotros, seres formados de barro, mortales y corruptibles? ¿No tienes repetidas pruebas, hasta en la Escritura, de que existen en la tierra espíritus superiores que auxilian a la humanidad? ¿Por qué no han de existir ahora? ¿Por qué motivo no han de ser invocados ahora como lo fueron antes? ¿Qué ha sido de ellos? ¿Han perecido? ¿Han vuelto al Cielo? Entonces Dios nos abandona a merced del demonio y de sus agentes. Confiesa que esto no es posible, Felipe. Hoy no tenemos tan frecuente comunicación con aquellos espíritus, porque somos más orgullosos y los consideramos innecesarios; pero no dudes que existe un Ser del bien y otro del mal. Las revelaciones que has tenido, ¿las supones verdaderas o sólo ilusión de tu exaltada fantasía? Respóndeme sinceramente.
—Demasiado conoces mi opinión, Amina.
—Pues, si has tenido ya una revelación, ¿por qué no has de tener otras? No repares en los medios. El párroco los considerará ilícitos; pero a mí me parece convenientes. ¿Quién podrá decir cuál de los dos se equivoca?
—Tienes razón, Amina. ¿Tienes confianza en ese poder?
—Confianza absoluta. O dormirás tranquilamente durante toda la noche o soñarás lo que deseo que sueñes.
—Acepto porque el abismo de dudas en que vivo va a volverme loco. Sea bueno o malo, emplearemos tu encanto esta misma noche.
—Hasta pasado mañana no puede ser, porque es preciso hacer antes los preparativos necesarios. ¿Me prometes concederme en cambio el favor que te pido?
—Concedido —replicó Felipe poniéndose de pie—, vámonos a casa.
En los tres días no se habló del asunto. Vanderdecken temía que Amina ejercitara su poder, porque si lo hubieran averiguado los sacerdotes la habrían excomulgado.
Felipe, tan pronto como, tres días después, se hubo metido en el lecho, quedó profundamente dormido, y Amina, que continuaba despierta, se deslizó entonces de la cama, y, vistiéndose apresuradamente, salió de la habitación. No tardó en regresar, trayendo en la mano un braserillo con ascuas de carbón y dos pedazos de pergamino arrollado, sujetos entre sí con una estrecha cinta. Colocó uno de ellos sobre la frente de su marido y el otro sobre su brazo izquierdo; puso luego en el brasero ciertas esencias y, cuando el humo llenaba la alcoba completamente, pronunció algunas palabras ininteligibles, sacudiendo sobre Felipe una rama de arbusto desconocido que tenía en su mano. Después corrió las colgaduras del lecho y tomó asiento junto a la cama.
—Si he cometido un pecado —pensó Amina—, caiga sobre mí toda la responsabilidad; nadie puede decir que mi esposo ha practicado esas malas artes que prohíben los ministros de la religión.
Cuando los primeros resplandores del nuevo día asomaban por el Oriente, Felipe continuaba durmiendo. Al salir el sol, Amina dijo:
—Ha soñado bastante.
Y agitando, nuevamente el ramito sobre su esposo, añadió:
—Felipe, despierta.
Éste se estremeció nerviosamente; abrió los ojos, que tuvo que volver a cerrar deslumbrado por la luz del día y, apoyándose sobre la cabecera, pareció como que coordinaba sus pensamientos.
—¿Dónde estoy? —preguntó—. ¡En mi propia cama! Sí, no hay duda —y se pasó la mano por la frente y tocó los pedazos del pergamino—. ¿Qué es esto? —añadió, apoderándose de ellos y examinándolos—. ¿Dónde está Amina? ¡Dios mío, que terrible sueño! Esto es cosa de mi mujer.
Amina, mientras tanto, había saltado dentro de la cama colocándose al lado de su marido.
—Duerme, Felipe, duerme —dijo, rodeándole con sus brazos—. Después hablaremos de tu sueño.
—¿Eres tú? —replicó Felipe confuso—. Creía que estaba solo; he soñado que…
Pero sus párpados se cerraron otra vez antes de terminar la frase, y Amina, rendida por la mala noche, se durmió también profundamente.
El padre Matías se vio obligado a esperar largo rato aquella mañana, pues los esposos bajaron a desayunarse dos horas más tarde que de ordinario.
—Bien venidos, hijos míos —dijo al verlos—; hoy se les han pegado las sábanas.
—Felipe ha dormido bien, padre, pero yo no he podido cerrar los ojos.
—¿Ha estado usted enferma? —interrogó el sacerdote.
—No —replicó Amina—, pero no he logrado conciliar el sueño.
—¿En qué ha empleado usted la noche? ¿Rezando?
Felipe se estremeció, pero Amina se apresuró a decir:
—Ha acertado.
—Reciba usted mi bendición, hija mía —añadió el anciano, extendiendo las manos sobre su cabeza—. También le bendigo a usted, Felipe.
Éste se sentó a almorzar lleno de confusión. Amina, por lo contrario, estaba tranquila.
Cuando concluyeron de desayunarse, el padre Matías tomó el breviario y la joven hizo una seña a Felipe. Salieron en silencio de la casa y al llegar al mismo banco rústico en que días antes Amina había propuesto hacer la prueba de su encanto, tomaron asiento sin haber pronunciado hasta entonces una palabra.
—Felipe —dijo aquélla, apretándole la mano y mirándole fijamente—, anoche soñaste.
—Sí, Amina —contestó en tono solemne Vanderdecken.
—Refiéreme tu sueño; porque voy a explicártelo.
—Me parece que está bien claro. Quiero, sin embargo, saber qué espíritu me lo ha inspirado.
—Refiéremelo —repitió Amina con calma.
—Soñaba que mandaba un buque que doblaba el Cabo; la mar estaba tranquila y la brisa era suave; me encontraba a popa, el sol se ocultaba entre las aguas y las estrellas brillaban más que de ordinario. Hacía calor y me acosté boca arriba para contemplar mejor los astros que relucían en el firmamento y los meteoros que de vez en cuando cruzaban la bóveda celeste. Me dormí sin darme cuenta de ello, pero no tardé en despertar creyendo que me hundía. Miré a mi alrededor y los mástiles, la arboladura, el casco y todo el buque habían desaparecido. Me sostenía una hermosa concha, que flotaba por la inmensa superficie del mar. Aunque sentí miedo, no quise moverme, por no hacer zozobrar tan frágil embarcación. De repente se inclinó la concha de un lado, como si soportara un nuevo peso; y en seguida distinguí una mano blanca que se asía a ella. Continué inmóvil y gradualmente salió una figura de las aguas; era una mujer extraordinariamente hermosa, blanca como la nieve; su cabello flotaba sobre las olas y sus brazos torneados parecían de marfil.
»—Felipe Vanderdecken —me dijo—, ¿qué temes? ¿No está tu vida encantada?
»—Lo ignoro —repliqué—; sólo sé que estoy en peligro.
»—¡En peligro! —añadió—. Eso sería bueno si navegaras en esas obras humanas que las olas no respetan, en esos buenos buques, como vosotros los llamáis; pero sobre la concha de una sirena que no puede sumergirse, todo temor es ridículo. Felipe Vanderdecken, ¿vienes en busca de tu padre?
»—Debo hacerlo, porque ése es mi destino.
»—Pues vamos a buscarlo juntos. Esta concha es mía; pero, como no sabes manejarla, te ayudaré.
»—¿Nos sostendrá a los dos?
»—Quizá —replicó sonriendo.
»Y, lanzándose nuevamente al mar, reapareció por el costado de la concha que no sobresalía del agua más que tres o cuatro pulgadas. Sentóse en el borde, pero su peso no inclinó la embarcación poco ni mucho y, entonces, principiamos a navegar rápidamente sin que nadie nos impulsara.
»—¿Tienes todavía miedo, Felipe Vanderdecken?
»—Ninguno —le contesté.
»Entonces, se pasó las manos por la frente y, separando los rubios cabellos que ocultaban su rostro, añadió:
»—Mírame.
»—Miré… y eras tú.
—¿Yo? —interrumpió Amina, sonriéndose.
—Sí, tú misma. Te llamé por tu nombre y te aprisioné en mis brazos. Me sentía ya capaz de dar la vuelta al mundo en tu compañía.
—Continúa —dijo Amina tranquilamente.
—Adelantábamos muchos millares de leguas. Cruzábamos unas veces junto a hermosas islas que semejaban ramos de flores en medio del Océano; tan pronto engolfado en alta mar como junto a la costa, donde veíamos morir blandamente las olas y acariciaba nuestros oídos el murmullo de la brisa que agitaba los árboles.
»—No encontraremos a tu padre en estos mares tranquilos —me dijiste—. Necesitamos tomar otra dirección.
»El mar se fue picando poco a poco hasta que se cubrió por completo de espuma; la concha siguió navegando sobre aquellas aguas tumultuosas, sin entrar siquiera una gota y continuamos avanzando por entre olas tan enormes, que la más pequeña habría podido sumergir al más grande de nuestros buques.
»—¿Tienes valor, Felipe? —me preguntaste de nuevo.
»—Sí, Amina, a tu lado no temo nada.
»—Estamos muy cerca del Cabo; por aquí encontraremos a tu padre. Miremos bien en todas direcciones por si divisamos algún navío, que debe ser el suyo, pues sólo el Buque Fantasma puede resistir un temporal como éste.
»Volábamos sobre montañas de espuma, saltando de una en otra y con frecuencia la concha quedaba por completo en el aire. Cambiábamos de dirección constantemente, ora hacia el Este, ora hacia el Oeste, al Norte, al Sur. Después de recorrer centenares de millas, vimos en lontananza una fragata empujada por la tempestad.
»—Mira, Felipe —gritaste, señalándola con el dedo—. Aquél es el buque de tu padre.
»La distancia que nos separaba disminuyó rápidamente; los que iban a bordo del Volador no tardaron en vernos e hicieron rumbo hacia nosotros. Al fin atracamos a su costado, y, como no era posible arriar ningún bote, abrieron los portalones. En la cubierta vi a mi padre que daba sus órdenes asomado a la batayola y asido a los obenques del palo de mesana. Besé el relicario e intenté alargárselo, pero él, sonriendo, dispuso que me arrojaran un cabo. Iba ya a subir a bordo, cuando, de repente, un hombre se lanzó desde el buque a la concha. Tú diste un grito, desapareciendo entre las olas, y la pequeña embarcación, guiada por el hombre que había ocupado tu puesto se alejó del buque velozmente. Una fuerte impresión de frío recorrió todos mis miembros, y al mirar al nuevo compañero me quedé atónito. ¡Era Schriften, el mismo piloto del Ter Schilling que, como los demás tripulantes, se ahogó en la Bahía de la Tabla!
»—No, no; todavía no —me dijo.
»Iracundo y desesperado, le agarré por la cintura y le arrojé al mar y, mientras nadaba a mi alrededor, gritó:
»—Felipe Vanderdecken, nos volveremos a encontrar.
»Cerré los ojos para no verle y en aquel instante se llenó la concha de agua y, cuando luchaba desesperadamente para mantenerse a flote, concluyó mi sueño.
»Ahora, Amina —añadió Felipe después de una breve pausa—, ¿qué te parece todo esto?
—En primer lugar que soy tu ángel custodio, así como Schriften es tu enemigo.
—Efectivamente; pero Schriften ya ha muerto.
—Lo crees así.
—Es imposible que haya escapado del naufragio sin que yo lo sepa.
—El sueño, sin embargo, revela lo contrario. Creo, Felipe, que no debes viajar por ahora. Sigue los consejos del párroco hasta que recibas un nuevo aviso. Haz caso de mí.
—Así lo haré, Amina.
—Muy bien; no hablemos más de este asunto, pero recuerda que me tienes otorgado un favor que exigí el otro día.
—No lo he olvidado. ¿Qué es lo que deseas?
—Te lo diré a su debido tiempo; pero que no se te ocurra pensar que intento disuadirte de tu deber —añadió Amina, arrojándose en los brazos de su esposo…