XIII

—No abrigo la menor intención, de afligirle —dijo el padre Matías, que seguía penosamente el rápido paso de Felipe—; pero no olvide que éste es un mundo transitorio y que ha permanecido ausente mucho tiempo. Modere, por consiguiente, los frecuentes arrebatos de alegría que le acometen desde que saltó a tierra, pues, aunque confío en la misericordia de Dios y creo que en breve podrá abrazar a su esposa, he averiguado en Hushing que ha habido aquí una epidemia terrible, y en tales casos la muerte no suele respetar la belleza ni la juventud.

—Apresurémonos, padre —replicó Felipe—; cuanto acaba usted de decir es cierto, y acrecienta aún más mi ansiedad.

Vanderdecken aligeró el paso, dejando atrás a su compañero, y a las siete de la mañana llegó a su casa.

Los postigos no habían sido abiertos aún, por lo qué supuso que su esposa habría salido ya; pero pronto hubo de pensar lo contrario, pues, al levantar el picaporte, distinguió una luz en la cocina, y se encontró en el vestíbulo con una criada que, sentada en una silla dormía a pierna suelta. Antes de despertarla, oyó una voz que desde lo alto de la escalera gritaba:

—María, ¿es el médico?

Vanderdecken no se detuvo un momento más; subiendo en cuatro saltos y empujando a la persona que había hablado, llegó hasta el aposento de Amina.

Una mariposa colocada en un vaso de aceite, iluminaba débilmente la estancia; las cortinas del lecho estaban corridas y junto a él se encontraba el padre Leysen. Felipe retrocedió; la sangre se le helaba en las venas; no podía hablar. Falto de aliento, se apoyó contra la pared y, al fin, exhaló un profundo suspiro, que hizo volver la cabeza al sacerdote, quien, al conocerlo, le extendió la mano sin pronunciar una palabra.

—¿Ha muerto? —preguntó Felipe.

—No, hijo mío; aún queda esperanza. En este momento sufre una crisis terrible; antes de la tarde se decidirá su suerte, y sabremos si se puede esperar que se restablezca, o seguirá la suerte de los muchos centenares de víctimas que la epidemia ha llevado al sepulcro.

El padre Leysen se acercó al lecho y descorrió las cortinas. Amina permanecía insensible, respiraba con dificultad y tenía los ojos cerrados. Felipe besó apasionadamente su ardorosa mano, y prorrumpió en amargo llanto; pero el párroco le convenció de que debía tranquilizarse, y ambos tomaron asiento junto a la enferma.

—Precisamente, has llegado a tiempo de presenciar una terrible escena, Felipe; escena muy dolorosa para ti, que eres tan vehemente e impetuoso; pero es preciso conformarse con la voluntad de Dios. Todavía queda alguna esperanza, según ha dicho el médico que la asiste, y a quien estamos esperando. Tu esposa padece fiebre tifoidea, enfermedad que ha arrebatado la vida a centenares de familias en estos dos últimos meses, hasta tal punto que puede considerarse afortunada la casa en que no ha habido más que una defunción. Siento que hayas regresado en esta ocasión, porque la enfermedad es contagiosa. Muchas personas han huido del país, y, para colmo de desdichas, casi carecemos de médicos porque la muerte no ha respetado a nadie.

La puerta se entreabrió suavemente, y penetró en la estancia un hombre alto y moreno, arrebujado en una capa parda y con una esponja, saturada de vinagre, aplicada a las narices. Saludó a Felipe con una inclinación de cabeza y se dirigió hacia el lecho de la paciente, a quien pulsó durante algunos segundos, le aplicó la mano sobre la frente, y, por último, la cubrió cuidadosamente con las sábanas, ofreciendo en seguida la esponja a Vanderdecken. Luego, indicó por señas al padre Leysen que deseaba hablarle.

Éste salió de la estancia con el galeno y, cuando a los pocos minutos regresó, dijo:

—Cree que se salvará, hijo mío, y me ha dado sus instrucciones. Debemos evitar que se destape y que reciba ninguna impresión fuerte cuando recobre los sentidos.

—Así lo haremos.

—No me preocupa que te vea, ni que sepa que has regresado, porque la alegría mata pocas veces; pero tengo otros motivos de intranquilidad.

—¿Cuáles son?

—Felipe, hace más de quince días que Amina no cesa de delirar, y durante este tiempo no me he separado un solo momento de su lecho, excepto para auxiliar a algún moribundo. Temía dejarla sola, porque en sus desvaríos contaba una historia tan terrible, aunque sin conexión, que me ha horrorizado. Se conoce que la ha preocupado constantemente, y esta circunstancia retardará su convalecencia. ¿Recuerdas que en cierta ocasión me confesaste que tenías un secreto cuyo peso había causado la muerte a tu madre?

—Sí, señor cura; y Amina lo conoce —replicó Felipe con tristeza.

—Pues tu esposa lo ha revelado todo en su delirio… Pero no hablemos ahora de esto. Quédate velándola que yo no tardaré una hora en volver, en cuyo tiempo, según el médico asegura, recobrará la razón o la perderemos para siempre.

Felipe enteró al párroco de que había venido acompañado del padre Matías, a quien consideraba como huésped, suplicándole le enterara al paso de lo que ocurría. El padre Leysen salió del aposento, y Vanderdecken se sentó junto a la cabecera de la moribunda.

—¡Ah! —pensó Felipe, al quedarse solo—. ¡Cómo nos encontramos, Amina! ¡Razón sobraba al padre Matías, cuando, al venir, me decía que no me apresurase, porque en lugar de la dicha pudiera encontrar la desgracia! ¡Dios mío! tened misericordia de mí, y salvad a esta angelical criatura, a quien amo tanto, pues, de lo contrario, moriré yo también.

El afligido esposo permaneció orando durante largo rato y, luego, se inclinó sobre su esposa y depositó un beso en sus labios febriles. Cubrió después cuidadosamente a la enferma con la ropa de la cama, y esperó tembloroso y esperanzado.

Un cuarto de hora después, Amina comenzó a sudar copiosamente; poco a poco la respiración fue regularizándose, y, en lugar de permanecer insensible, empezó a dar muestras de inquietud. Felipe observó este cambio con regocijo, y estuvo un rato arropándola constantemente, hasta que cayó en un profundo sueño. Momentos después penetraron en la estancia el padre Leysen y el médico; Felipe les refirió brevemente lo ocurrido, y el facultativo se aproximó al lecho de la enferma.

—Su esposa está fuera de peligro —exclamó cuando la hubo examinado—; pero no conviene que vea a usted porque es preciso evitarle toda clase de emociones. Déjela dormir y, cuando despierte, habrá recobrado el juicio.

—¿Puedo yo permanecer en la alcoba?

—Es innecesario; la enfermedad se contagia, y está usted ya aquí demasiado tiempo. Baje a la sala, cambie de traje y disponga otra cama en distinta habitación, para trasladar a la enferma cuando su estado lo permita. Abran luego las ventanas de esta alcoba para que se ventile. Sería una lástima que esta joven, salvada milagrosamente de las garras de la muerte, sucumbiera después, si usted contrae la enfermedad, porque pudiera contagiarse de nuevo.

Felipe conoció lo acertado de estos consejos, y salió de la estancia acompañado del médico. Cuando se hubo mudado de pies a cabeza, fue en busca del padre Matías, a quien encontró en la salita baja.

—Tenía usted razón —dijo, sentándose en el sofá.

—Tengo muchos años y todo me inspira recelo; usted es joven y confiado, Felipe. Pero, según he podido comprender, el peligro ha desaparecido por ahora.

—Por fortuna, sí, señor —replicó Vanderdecken, pensando en lo que tendría que comunicarle el párroco, referente a los delirios de Amina.

El sacerdote, conociendo que estaba completamente abstraído, no quiso molestarle y guardó silencio, al que puso término la llegada del padre Leysen.

—Da gracias a Dios, hijo mío; Amina ha despertado y recobrado el uso de la razón. Es, por consiguiente, indudable que ha desaparecido el peligro. Le he dado una taza de caldo, conforme había dispuesto el médico; pero tales deseos tenía de continuar durmiendo, que a duras penas he podido hacerle beber. Continúa descansando, y, probablemente, pasará muchas horas en tal estado; el sueño es precioso y no debemos interrumpirle. Voy a disponer que preparen un refresco para nosotros, que nos sentará muy bien. Pero todavía no me has presentado a este caballero, que, por lo que veo, es también ministro del Señor.

—Dispénseme usted —contestó Felipe—. Proporcionará a usted buenos ratos la amistad del padre Matías, que me ha prometido permanecer con nosotros algún tiempo. Yo también voy a disponer que preparen el almuerzo, y espero que el padre Matías me perdonará que no me haya acordado antes de que se encuentra en ayunas.

Dicho esto, se dirigió a la cocina, y, después de ordenar que llevaran a la sala todo lo necesario, tomó el sombrero y salió de la casa. Se encontraba inapetente y experimentaba necesidad de respirar el aire puro del campo.

Durante el paseo, encontró a varios antiguos conocidos, que le felicitaron por la mejoría de su esposa. Cuando, dos horas más tarde, regresó nuevamente a casa, se enteró de que Amina continuaba durmiendo aún.

—Hijo mío —le dijo el padre Leysen—, desearía que habláramos claramente. He conferenciado con este digno sacerdote, y ha llenado mi alma de regocijo la noticia de que nuestra religión se extiende entre los paganos. Como me es imposible olvidar ni un momento los delirios de Amina, le he preguntado, además, si ha oído hablar de un buque que se aparece en los mares del Cabo, de una manera sobrenatural. ¡Cuál no habrá sido mi asombro, al oírle decir que él le ha visto por sus propios ojos, y en circunstancias tan raras, que lo atribuye a intervención divina! ¡Cosa extraordinaria y terrible! Felipe, ¿no sería mejor que nos refirieras con todos sus detalles esa extraña historia? Nosotros te aconsejaremos lo que debes hacer, pues tenemos más experiencia que tú y por nuestro carácter podemos decidir si el demonio interviene en la aparición, o si es Dios quien la permite.

—Dice bien el señor párroco —agregó el padre Matías.

—¿Quién podrá guiarte mejor que los que tienen la misión de combatir en el mundo los propósitos de Satanás? ¿Quién más a propósito que nosotros, que somos los representantes de Dios sobre la tierra? Ten, además, en cuenta, que ese secreto está minando la existencia de tu esposa y que concluirá por llevarla al sepulcro, como sucedió a tu santa madre. Permaneciendo tú a su lado vivirá satisfecha; pero reflexiona cuánto debe sufrir en los largos días de soledad en que la dejan tus continuos viajes. Ese secreto es un gusano roedor que concluirá por matarla si no se aplican inmediatamente los remedios que proporciona la religión. No olvides que eres egoísta y cruel abandonándola a sus propias fuerzas.

—Estoy convencido, señor cura —interrumpió Felipe—. Siento no haber hecho antes esta revelación; pero ahora referiré a ustedes cuanto ha ocurrido, aunque dudo que su consejo pueda guiarme en circunstancias tan extraordinarias.

Y, seguidamente, hizo el relato del triste y peregrino suceso que trastornó el juicio de su pobre madre y que la llevó al sepulcro, sin omitir el juramento, formulado por él, de dedicar su existencia a liberar a su progenitor de la terrible condena que estaba sufriendo.

—Ya ve usted, señor cura —concluyó diciendo—, que estoy ligado por un solemne juramento que Dios seguramente ha oído y que me veo obligado a seguir mi destino.

—Hijo mío; nos has contado cosas singulares y terribles, cosas que no parecen propias de los humanos. Conferenciaré con el padre Matías respecto a tan delicado asunto y cuando lo hayamos discutido detenidamente, resolveremos.

Felipe subió entonces a ver a Amina. Despidió a la criada que la acompañaba y quedó velando su sueño junto a la cabecera. Transcurrieron dos horas, al cabo de las cuales fue llamado por los sacerdotes.

—Hemos celebrado una larga consulta —dijo el padre Leysen— sobre esta extraña y, quizás, sobrenatural ocurrencia. Digo quizás, porque niego en absoluto las afirmaciones de tu madre, como fruto de su extraña imaginación y por la misma causa no es creíble lo que tú refieres, pues la exaltación y disgusto que te produjo su muerte pudieran haber perturbado algún tanto tus facultades mentales; pero, como el padre Matías asegura haber visto la aparición del Buque Fantasma, con los mismos detalles que tú nos has referido, no es imposible que haya en todo esto algo de sobrenatural.

—No olvide usted que el Volador Holandés no se me ha aparecido a mí solo.

—Efectivamente, ¿pero vive alguno de los que lo vieron? Pero ése es detalle de escasa importancia; admitimos que el buque se aparezca en virtud de un poder superior.

—Sí, del poder de Dios —replicó Felipe.

—En eso no convendremos con tanta facilidad. El demonio, eterno enemigo de la humanidad, no carece de cierto poder. Pero, como éste es inferior al otro y se manifiesta en ocasiones porque el Todopoderoso así lo permite, indirectamente concedo que pueden ocurrir tales portentos. Es, pues, nuestra opinión, que las revelaciones que dices has tenido, no son del cielo, sino sugestiones del diablo para lanzarte a los peligros; porque, si tu misión fuera la que supones, ¿cómo no se te ha aparecido el buque en este último viaje? Y, aun suponiendo que se te apareciera en todos, ¿de qué manera ibas a comunicarte con los que lo tripulan, si no son más que fantasmas, espíritu y sombras? Nuestro consejo es, por consiguiente, que emplees parte de la herencia de tu padre en misas por su alma; cosa que tu madre habría hecho en otras circunstancias. Después permanece quieto en tu casa y no vuelvas a buscar imposibles mientras que el Cielo no te dé una nueva señal que demuestre de un modo palmario que te ha confiado tal misión.

—Pero mi juramento…

—La Iglesia te lo dispensa y nosotros en su nombre te absolvemos. Confía en la Providencia y no hablemos más. Ahora voy arriba y cuando Amina despierte la prepararé poco a poco para que no se impresione al verte. No hay que hablar más del asunto.

El padre Leysen salió de la sala y Felipe continuó discutiendo con el otro sacerdote hasta que, al fin, quedó, si no convencido, perplejo. Entonces salió nuevamente de paseo para tranquilizarse.

Era tarde; el sol desaparecía ya del horizonte y Felipe se encaminaba al sitio en que había pronunciado su juramento. Era precisamente la misma hora solemne; la escena, el lugar y el tiempo eran también los mismos. El joven sacó la reliquia de su pecho y se arrodilló besándola con fervor. Mientras tanto, el sol se ocultó tras las montañas y la noche comenzaba ya a extender su manto de negruras.

Vanderdecken no advirtió nada que le confirmase haber sido elegido por Dios para redimir a su padre; y, cuando regresó a su casa, estaba más decidido que antes a seguir las instrucciones del párroco.

Seguidamente subió a la alcoba de Amina, a quien encontró despierta y hablando con los dos sacerdotes. Las colgaduras del lecho estaban medio corridas y pudo deslizarse sin que lo vieran.

—Es imposible que mi esposo haya llegado —decía Amina con voz débil.

—El buque ancló ayer en Ámsterdam y no ha ocurrido novedad a bordo.

—¿Y por qué no ha venido entonces? ¿Por qué no ha traído él mismo la noticia? ¡Oh! Conozco bien a mi Felipe. ¿Está en casa? No me lo niegue usted, señor cura, pues de lo contrario me voy a morir de tristeza.

—En casa está, Amina —replicó el padre Leysen—, bueno y salvo.

—¡Gracias, Dios mío! Pero ¿cómo es que no le veo? ¡Usted me engaña, padre! ¡Esta incertidumbre es mucho peor que la muerte!

—Aquí estoy, Amina —exclamó Felipe saliendo de su escondite.

La enferma exhaló un grito penetrante y, extendiendo los brazos, perdió el conocimiento. Afortunadamente, se recobró en seguida, probando la verdad del aserto de que la alegría no mata.

Durante la convalecencia, Felipe no se separó del lado de su esposa, que no tardó en restablecerse por completo.

Felipe, cuando creyó que su esposa podía oírle sin impresionarse demasiado, le refirió lo ocurrido en el viaje y la confesión que había hecho a los dos sacerdotes, a cuya opinión se adhirió inmediatamente Amina, que no quería separarse de él. Ya sabemos que Vanderdecken opinaba también del mismo modo, y, durante algún tiempo, vivió confiado en que no tendría necesidad de embarcarse de nuevo.