No necesitó Vanderdecken mucho tiempo para convencerse de que no había de viajar con mucha comodidad. El Batavia había sido fletado para conducir un numeroso destacamento de tropas a las islas de Ceilán[7] y Java, destinado a reforzar y cubrir las bajas de las guarniciones que la Compañía tenía en aquellos puntos. El buque debía separarse del resto de la escuadra en Madagascar y dirigirse luego a Java, pues el número de soldados que llevaba a bordo era bastante numeroso para defenderlo de cualquier ataque de piratas o cruceros enemigos. Además, montaba treinta cañones y lo tripulaban setenta y cinco hombres. La mayor parte del cargamento consistía en pertrechos militares, pero llevaba también en su bodega una importante cantidad en metálico para adquirir artículos de la India. Cuando llegó Felipe a bordo, estaba embarcándose la tropa, que pocos instantes después obstruía la cubierta impidiendo circular por ella. Antes de conseguir hablar con el capitán, encontró al segundo y en seguida comenzó a ocuparse en todo lo concerniente a su cargo con más acierto del que puede suponerse, pues el viaje anterior le había enseñado a cumplir bien sus deberes.
Pronto terminó el desorden: el equipaje de la tropa se fue estivando en la bodega y los soldados fueron colocados por secciones en el entrepuente, quedando así la cubierta expedita para la maniobra. Felipe dio sus disposiciones para ello con tanta pericia y demostró tanta actividad, que el capitán, cuando se lo permitieron sus ocupaciones, dijo:
—Me había usted disgustado, señor Vanderdecken, por presentarse tan tarde a bordo, pero veo con satisfacción que ahora gana el tiempo perdido. Ha hecho usted durante la mañana mucho más de lo que podía esperar y siento que no haya dirigido la estiva, que no ha quedado por completo a mi gusto. Struys, mi segundo, estaba solo y le era imposible atender a tantas cosas.
—Deploro no haber venido antes —replicó Felipe—, pero tuve necesidad de esperar que la Compañía me enviase la orden.
—Como saben que es usted casado y que tiene un número considerable de acciones, los directores no habrán querido molestarle hasta última hora. Presumo que el viaje próximo lo hará usted con la categoría de capitán, porque unos de los socios más antiguos me lo ha asegurado esta mañana.
Felipe se alegró de haber empleado tan ventajosamente su dinero y su mayor deseo era llegar a mandar un buque.
—Espero, efectivamente —contestó—, ser capitán muy pronto, si soy competente para ello.
—No lo dudo, señor Vanderdecken; es usted muy aplicado y parece que le agrada mucho la mar.
—Me parece que no la abandonaré nunca.
—¿Nunca? Eso dice usted ahora, que es joven, activo y tiene grandes esperanzas. Poco a poco, se irá usted cansando de los balanceos y deseará descansar de ellos en tierra firme, como a mí me ocurre.
—¿Cuántos soldados hemos embarcado?
—Doscientos cuarenta y cinco y seis oficiales. ¡Infelices! Pocos regresarán a la patria y más de la mitad morirán antes de un año. Aquel clima es terrible. Yo desembarqué allí trescientos hombres en una ocasión y cuando emprendí el viaje de regreso, habían ya perecido dos terceras partes.
—Eso es casi asesinarlos —observó Felipe.
—No; si han de morir, ¿qué importa que sea antes o después? La vida es una comodidad que se vende como muchas otras cosas y con ella especula la Compañía como con los demás artículos.
—Pero no con la de los pobres soldados.
—Por lo contrario, la Compañía los compra baratos y los vende caros —replicó el capitán, dirigiéndose a la proa.
—Tiene usted razón —murmuró Felipe—, porque, sin esas infelices criaturas, ¿cómo había de sostener sus posesiones contra tantos enemigos, indígenas y extranjeros? ¿Y por cuánto venden estos desdichados sus vidas? Por una bagatela arrostran el más enfermizo de los climas, sin esperanza de volver después a la patria a reponer su quebrantada salud y pasar con tranquilidad el resto de sus días. ¡Dios mío! Si estos hombres son inhumanamente sacrificados de tal modo, ¿por qué me ha de remorder a mí la conciencia, porque el cumplimiento de una misión que me ha impuesto Dios ocasione algunas víctimas? Cúmplase la voluntad del Ser Supremo; obedeceré sus designios que son inescrutables; pero hubiera preferido navegar en otro buque, pues, si éste se perdiera por mi causa, sucumbirían una infinidad de criaturas.
Una semana después, el Batavia y las demás embarcaciones de la escuadra se hicieron a la mar.
Convencido Felipe de que había de encontrar al Buque Fantasma y de que a este encuentro sobrevendría inevitablemente el naufragio y el sacrificio, de todos los que iban embarcados, cada día enflaquecía más llegando a convertirse casi en una sombra. Como no tuviese que dar alguna orden, su boca no se abría jamás para pronunciar una palabra, y se consideraba un criminal fatal y funesto que llevaba consigo los desastres, los peligros y la muerte de cuantos le acompañaban. Cuando alguno hablaba de sus hijos, de su esposa, o formaba planes para el porvenir, delante de él, se sentía malo y se dirigía a cubierta en busca de la soledad. Varias veces llegó a creerse juguete de una ilusión; pero, al recordar el pasado, comprendía que la aparición era una realidad terrible. Hasta llegó a arrepentirse de haberse embarcado; pero era tardío su arrepentimiento, porque el Batavia se encontraba ya a más de mil millas del puerto de Ámsterdam y no tuvo otro remedio que resignarse.
Su ansiedad aumentaba a medida que la escuadra se aproximaba al Cabo, de tal suerte, que todos lo conocieron a bordo. El capitán y los oficiales que mandaban las tropas, intentaron inútilmente averiguar la causa de su constante desasosiego; pero él se excusaba con su mala salud, y, en efecto, su demacrado semblante y hundidos ojos probaban que debía sufrir mucho. Pasaba la mayor parte de la noche sobre cubierta, examinando el horizonte en todas direcciones, en la persuasión de que no tardaría en presentarse el Buque Fantasma; y no se retiraba a su camarote hasta que comenzaba a amanecer. Después de un viaje completamente feliz, la escuadra ancló en la Bahía de la Tabla y Felipe se tranquilizó por no haber hecho todavía su aparición el barco de su padre.
Aquella tregua fue muy breve, porque la escuadra se hizo nuevamente a la mar y la ansiedad volvió a apoderarse del corazón de Vanderdecken. Doblaron el cabo con buen tiempo, Madagascar se quedó a la espalda y, ya en el mar de las Indias, el Batavia, enderezando el rumbo hacia Java, se separó del resto de la escuadra que continuó su viaje a Cambroon y la isla de Ceilán.
—¿Aparecerá el barco de mi padre ahora que estamos solos y sin que nadie pueda prestarnos auxilio? —pensó Felipe.
Pero el Batavia navegaba sobre una mar tranquila y bajo un cielo sin nubes, hasta que algunas semanas después estuvo a la vista de la isla de Java. Era la caída de la tarde y el buque tuvo que correr bordadas toda la noche. Sólo algunas horas debían ya permanecer en alta mar, y Felipe aguardó el día paseando con impaciencia. Al salir el sol, el Batavia entró majestuosamente en la soberbia bahía que llevaba su mismo nombre y antes del mediodía quedó amarrado sobre sus anclas. Felipe, entonces, bajó a su camarote y procuró conciliar el sueño del que tanta necesidad tenía.
Cuando despertó, sintióse libre de un peso enorme.
—¿Conque no todos los buques que me conducen están condenados a naufragar ni sus tripulaciones a perecer? —se preguntó a sí mismo—. Veo también que el Volador Holandés tampoco aparece siempre, aunque se le busque. Ya mi conciencia está más tranquila, pues abrigo la convicción de que los desastres y la muerte no me acompañan por doquier, como hasta ahora había creído. Ahora puedo proseguir mi misión sin el más ligero remordimiento.
Reanimado con estas consideraciones, subió a cubierta. Las tropas habían ya desembarcado y un espectáculo magnífico se ofreció a sus ojos. A una milla de distancia se percibía la ciudad de Batavia, edificada sobre la plaza y detrás de ella se elevaba una alta cordillera vestida de verde y salpicada con lindas casas de campo, ocultas entre el follaje. El panorama era encantador; la vegetación, lujuriosa y su brillante verdor recreaba la vista. Numerosos buques llenaban el puerto y sus mástiles semejaban un verdadero bosque; una brisa suave rizaba las azules aguas de la bahía en la que sobresalían, como ramilletes de flores, algunas pequeñas islas, coronadas de verdura, quebrando la uniformidad de su superficie. Hasta el aspecto de la ciudad era bello, pues la blancura deslumbradora de las casas formaba un agradable contraste con el obscuro color de los árboles, que crecían en los jardines y adornaban casi todas las vías.
—Parece imposible —dijo Felipe al capitán—, que este hermoso país sea tan insalubre. Cualquiera, al verlo, creería lo contrario.
—La muerte se oculta aquí entre las flores, como las serpientes —replicó el capitán—. ¿Se encuentra usted ya mejor, señor Vanderdecken?
—Mucho mejor —contestó éste.
—Me parece que, si pasara usted algunos días en tierra, se restablecería muy pronto.
—Así lo haré, si usted me lo permite. ¿Cuánto tiempo permaneceremos aquí?
—Poco; pues, si recibo orden de zarpar, tenemos el cargo dispuesto y la operación concluirá pronto.
Felipe, siguiendo los consejos del capitán, desembarcó y fue a hospedarse en casa de un honrado comerciante, que vivía en los alrededores de la ciudad en un sitio muy ventilado. Permaneció allí dos meses; durante los cuales se restableció completamente, volviendo a embarcarse algunos días antes de darse a la vela el Batavia. El viaje de regreso fue excelente y cuatro meses después, estaban a la vista de Santa Elena. Habían doblado el Cabo sin encontrar al Buque Fantasma, y Felipe, con este motivo, disfrutaba no sólo de buena salud, sino de excelente humor. Poco antes de arribar a la isla, sobrevino una calma y un bote atracó al costado del buque. Los que le tripulaban estaban completamente extenuados, porque durante dos días no habían cesado de remar para ganar la isla. Según declararon, pertenecían a la dotación de un pequeño buque holandés de la carrera de las Indias, que se había ido a pique en alta mar, cuarenta y ocho horas antes, a causa de una enorme vía de agua que le había sumergido casi instantáneamente. Además del capitán, oficiales y veinte marineros, iba un anciano sacerdote portugués, enviado a Holanda por el gobernador de una factoría y al que se le acusaba de haber conspirado contra los intereses de la Compañía en las costas del Japón.
El gobierno lo había expulsado del país y, en su consecuencia, tomó pasaje a bordo del buque naufragado. El capitán y demás marineros aseguraron que sólo había sucumbido en el naufragio una persona, pero de gran importancia, porque durante muchos años había sido presidente de la factoría holandesa del Japón y regresaba a Ámsterdam cargado de riquezas. Cuando el buque estaba ya hundiéndose y la tripulación refugiada en el bote, él insistió en volver a bordo para sacar una cajita llena de diamantes y piedras preciosas que había dejado olvidada; pero, mientras le aguardaban, desapareció el barco repentinamente entre las aguas, formando un remolino colosal. Esperaron todavía un rato por si aparecía en la superficie; pero el desdichado no vio más la luz del sol.
—La desgracia no fue para mí inesperada —añadió el capitán dirigiéndose al del Batavia—, porque cinco días antes habíamos encontrado al Buque del Diablo.
—Querrá usted decir el Volador Holandés —observó Felipe.
—Ése es, efectivamente, su verdadero nombre —continuó el capitán del buque sumergido—. Yo había oído hablar de él muchas veces; pero jamás le había encontrado, ni Dios quiera que le vuelva a ver, porque me he arruinado y tengo necesidad de navegar mucho para reponerme de las pérdidas sufridas.
—¿Y cómo se les apareció? —inquirió el capitán del Batavia.
—Solamente le vi el casco —contestó el interpelado—. La noche era clara y hermosa, el cielo estaba despejado y navegábamos a poca vela; yo me había retirado a dormir, cuando a la una de la madrugada el contramaestre me despertó para decirme que la tripulación estaba atemorizada, porque decían haber visto al Buque Espíritu, que éste es el nombre que le dan los marineros. Subí en seguida a cubierta; el tiempo estaba sereno, pero por la popa y a dos cables de distancia, había una niebla rara, pues tenía la figura de una bola. Andábamos a razón de cuatro o cinco millas, y, esto no obstante, no conseguíamos dejar atrás la referida niebla. «¿Qué es lo que veo?», exclamé, restregándome los ojos. «Atienda usted, capitán —repuso el contramaestre—, ya hablan de nuevo». «¿Quién?», pregunté poniendo atención y oyendo de repente salir de entre la niebla unas voces que gritaban: «¡Ohé! ¡Buque a estribor!» «Bien, toca la campana». «Debe ser un buque, contramaestre», exclamé entonces. «Sí, pero no de este mundo», me replicó. Las voces se oyeron otra vez: «Dispara un cañón de proa». «Bien, capitán. ¡Fuego!» La detonación sonó en nuestros oídos como un trueno, y después…
—Después, ¿qué? —preguntó el capitán del Batavia emocionado.
—La niebla desapareció como por encanto, el horizonte volvió a despejarse y todo quedó en el mismo estado que antes de la terrible aparición.
—¡Será verdad!
—Veinte hombres hay sobre cubierta —replicó al capitán—, que confirmarán cuanto he dicho, y, además, el sacerdote que nos acompaña se encontraba precisamente a mi lado mientras permanecí sobre cubierta. La tripulación dijo entonces que pronto sobrevendría alguna desgracia, y a la mañana siguiente, al entrar en la bodega, vimos que tenía cuatro pies de agua. Se acudió a las bombas; pero ¡trabajo inútil!, el barco se hundió pocas horas más tarde, como les acabo de referir.
Felipe no hizo objeción alguna, pero le complació el relato.
—Si el buque de mi padre —pensó—, se aparece a otros lo mismo que al en que viajo, no soy yo quien pone en peligro las vidas de los que me acompañan y puedo proseguir mi tarea sin remordimientos.
Al día siguiente entabló conversación con el sacerdote católico, que hablaba el holandés tan correctamente como su propio idioma. Era un venerable anciano, de unos sesenta años de edad, con larga barba blanca como la nieve, y maneras distinguidas.
Vanderdecken se atrevió a confesarle que era católico.
—Es un caso raro, tratándose de un holandés.
—En efecto —replicó Felipe—; pero todos lo ignoran a bordo, no porque me avergüence de mis creencias, sino para evitar discusiones.
—Es usted prudente, hijo mío. Si el protestantismo no produce otros frutos que los que he visto en Oriente, vale poco más que la idolatría.
—Dígame usted, padre; me han referido cierta aparición milagrosa de un buque que no está tripulado por seres humanos… ¿Lo vio usted también?
—Vi lo que vieron los demás —respondió el sacerdote—; y realmente la aparición fue extraordinaria, casi podría decir sobrenatural. Había ya oído hablar del Buque Fantasma y que su encuentro presagiaba desastres; pero crea que, si nosotros hemos naufragado, se debe también a que venía a bordo una persona, cuyos pecados podrían hundir con su peso todos los buques del mundo; cuando se ahogó, comprendí que muchas veces en este mundo el Todopoderoso castiga con severidad a los que merecen su venganza.
—¿Se refiere usted al presidente holandés que se hundió en el mar con el buque?
—Sí, hijo mío; pero la historia de sus crímenes es muy larga; mañana a la noche se la referiré íntegra. La paz sea con usted, y hasta que volvamos a vernos.
El tiempo se mantuvo hermoso y el Batavia estuvo corriendo bordadas hasta el amanecer, con objeto de fondear en Santa Elena tan pronto como amaneciese. Sin embargo, la calma le impidió hacerlo y aquella noche, durante el cuarto de las doce, Felipe vio al sacerdote que estaba esperándole en el portalón. La tranquilidad era completa a bordo; los marineros dormían en el entrepuente, y Felipe, con su nuevo amigo, se dirigió a popa; entonces, el anciano, sentándose sobre un banco, comenzó a hablar en esta forma:
—Posiblemente ignorará usted que los portugueses, ansiosos de conservar un país que han descubierto y cuya posesión ha costado muchos crímenes, no han perdido de vista un punto esencial para todo buen católico: el extender la verdadera fe e izar la bandera de Jesucristo en las regiones dé la idolatría. Algunos de mis compatriotas, después de haber naufragado, se establecieron en las islas del Japón, y siete años más tarde, el glorioso San Francisco, que está en la gloria, desembarcó en la isla de Ximo, donde predicó nuestra religión, haciendo numerosas conversiones. Desde allí marchó a la China, que era su destino, pero murió en la travesía, concluyendo de este modo su santa vida. Después de su glorioso tránsito, a pesar de los obstáculos que siempre han opuesto los sacerdotes de la idolatría, y de las persecuciones de que han sido objeto, el número de conversos al cristianismo crece extraordinariamente en el Imperio japonés. La religión se propaga más cada día y son muchos los miles de almas que adoran al verdadero Dios.
»Los holandeses fundaron también al poco tiempo un establecimiento en el Japón; pero, como los católicos indígenas solamente querían tratar con los portugueses, que les inspiraban mayor confianza y simpatía, aquéllos se convirtieron en enemigos nuestros; la persona de quien hablé a usted anoche, que era entonces el jefe de la factoría holandesa, en su sed de oro, hizo creer al emperador que la religión cristiana era un manantial de discordia logrando por este medio arruinar a los portugueses y a sus adeptos. Esto fue, hijo mío, lo que hizo aquel hombre que se jactaba de profesar la religión protestante, por ser más pura y razonable que la nuestra.
»Vivía al lado nuestro un señor japonés, muy influyente y extraordinariamente rico, quien con dos hijos suyos había abrazado el cristianismo. Tenía, además, otros dos hijos que residían en la corte. Este personaje nos regaló una casa para establecer en ella una escuela; pero, a su fallecimiento, los dos hijos residentes en Yedo, que eran idólatras, nos despojaron del regalo de su padre. Nosotros nos resistimos a ello y el gobernador holandés aprovechó esta oportunidad para excitarlos en contra nuestra, haciendo llegar a oídos del emperador la calumnia de que los portugueses y cristianos fraguaban una conspiración para arrojarle del trono; porque debe advertirse que cuando a algún holandés se le preguntaba si era católico, respondía invariablemente: Soy holandés.
»El emperador, dando crédito a aquella calumnia, se apresuró a promulgar un edicto en el que se decretaba el exterminio de los portugueses y de todos los súbditos suyos que confesaran la nueva fe, para cuyo fin organizó un ejército, cuyo mando confió a los hijos del caballero de quien he hablado antes. Los cristianos que conocían que la resistencia era su único recurso, empuñaron las armas y nombraron por generales a los otros dos hermanos.
»Este último ejército se componía de más de 40.000 hombres y el emperador, que desconocía esta circunstancia, mandó en contra suya solamente 25.000 soldados. Sostuvieron un sangriento combate y quedaron victoriosos los cristianos; de las huestes imperiales sólo se salvaron los que apelaron a la fuga.
»Esta señalada victoria hizo aumentar considerablemente el número de conversiones y pronto llegaron nuestras fuerzas a más de 50.000 combatientes. El emperador, viendo su ejército destrozado, ordenó nuevos reclutamientos con los que consiguió reunir una fuerza de 150.000 hombres, encargando a sus generales que no dieran cuartel a los cristianos, excepción hecha de los dos jóvenes que los mandaban, pues deseaba apresarlos vivos, para someterlos al tormento. Rehusó cuantos medios se le propusieron para llegar a un arreglo y se encargó personalmente del mando de las tropas. En el primer día de combate, la victoria se inclinó a favor de los cristianos, pero sufrieron la pérdida de uno de sus generales, que fue herido y hecho prisionero,
»La segunda batalla fue funesta para nosotros. Sucumbió el otro general y, dominados por el número, nuestros soldados se rindieron a discreción. Todos fueron pasados a cuchillo y no lograron salvarse ni las mujeres, ni los ancianos, ni los niños. En aquella triste jornada sucumbieron más de 60.000 criaturas. Y no fue esto todo; en seguida comenzó una terrible persecución por todo el Imperio y todos los cristianos fueron sometidos a los más atroces martirios. No se consiguió, sin embargo, exterminarlos hasta hace unos quince años, y calculo que tales persecuciones han quitado la vida a más de 400.000 personas. Tal es, hijo mío, la atroz carnicería que ha ocasionado la falsedad y avaricia de aquel insensato, que ha comparecido ya ante Dios para dar cuenta de sus crímenes. La Compañía Holandesa de las Indias, satisfecha de su conducta que tantos beneficios le reportaba, le ha sostenido durante muchos años en la presidencia de su factoría en el Japón. Vino siendo muy joven y ya tenía la cabeza blanca cuando emprendió el camino de regreso a su país, cargado de riquezas sin cuento, porque inmensas debían de ser para que una ambición como la suya se satisficiera. Dígame usted ahora, Felipe, ¿no es mejor cumplir nuestra misión en este mundo y despreciar las riquezas, para poder disfrutar después la bienaventuranza en el otro?
—Cierto, padre —replicó Vanderdecken.
—Me quedan pocos años de vida y Dios sabe si abandonaré este valle de lágrimas con repugnancia —agregó el sacerdote.
—Lo mismo digo yo —contestó Felipe.
—¡Usted! No, hijo mío. Es joven y tendrá grandes esperanzas. Antes de morir necesita desempeñar en esta vida el papel que Dios le haya reservado.
—Así es —repuso Felipe—; pero hace mucho frío y debe ir a acostarse. Yo también lo haré cuando termine mi guardia.
—Reciba usted mi bendición y buenas noches.
—Muy buenas —replicó Felipe contento de quedarse solo; y, luego se preguntó a sí mismo—: ¿Debo confesárselo todo? Creo que no, puesto que tampoco he revelado nada al padre Leysen, a quien conozco más. Esto sería entregarme y ponerme en su poder. No, no; el secreto me pertenece a mí solo.
Y, dicho esto, sacó de su pecho la reliquia, y la besó respetuosamente.
El Batavia, después de haberse detenido algunos días en Santa Elena, prosiguió su viaje, y a las pocas semanas Felipe volvía a ver las márgenes del Zuyderzee. Pidió permiso para desembarcar y, obtenido, se dirigió a su casa, acompañado de Matías, que tal era el nombre del sacerdote portugués, con quien había contraído estrecha amistad, y al cual había ofrecido su protección durante el tiempo que permaneciera en los Países Bajos.