Fácil es suponer, aunque el novelista no lo consigne, que Felipe se apresuró mucho por llegar lo más pronto posible a su vivienda familiar, anheloso de ver y abrazar a su amante y joven esposa.
Era el mes de abril, y hasta el otoño se proponía descansar y reponer su quebrantada salud, pues hasta entonces no se daría a la vela otra escuadra de la Compañía.
Por mucho que lamentara Felipe la muerte de Kloots y de Hildebrando, experimentaba cierta satisfacción interior al recordar que Schriften, a quien también creía muerto, había cesado de mortificarle con sus ironías; y, además, casi se regocijaba del naufragio, tan fatal para los otros, porque le había proporcionado la dicha de pasar una temporada al lado de Amina.
Era ya completamente de noche cuando tomó un bote en Flushing, para ir a su casa de Terneuse. El viento soplaba con violencia; espesas nubes, cuyos contornos blanqueaba la luz de la luna, que brillaba en el cénit, encapotaban el cielo, amortiguando el pálido resplandor del astro nocturno. Felipe desembarcó y, embozándose en la capa, se dirigió a su domicilio. Al aproximarse, profundamente emocionado, distinguió que la ventana de la sala estaba todavía abierta y que una mujer se apoyaba en su hueco. Comprendiendo que no podía ser otra que Amina, avanzó hacia ella en vez de dirigirse a la puerta. Amina, pues efectivamente era ella, estaba tan absorta en la contemplación del firmamento y tan embebida en sus pensamientos, que ni vio ni oyó a su esposo Cuando se le aproximó. Éste se detuvo a tres o cuatro pasos de ella, intentando ganar la puerta sin ser visto, pues temía alarmarla presentándose de repente. Felipe se acordaba que, al despedirse, le había prometido visitarla después de muerto, «si Dios le daba permiso, como su padre había, en otra ocasión, visitado a su madre». Pero, mientras permanecía indeciso, Amina, le vio en un momento en que la pálida claridad de la luna, casi oculta entre las nubes, le iluminaba vagamente, dándole el aspecto de un ser sobrenatural. Le reconoció en seguida; pero, como no esperaba su regreso, le creyó un alma del otro mundo. Con ambas manos se apartó los cabellos que le caían sobre la frente y se quedó contemplándole con fijeza.
—Soy yo, Amina, no temas —dijo Felipe al punto.
—No abrigo el menor temor —contestó ella oprimiéndose el corazón—. ¡Espíritu de mi esposo, pues tal te creo, gracias por tu visita!
Y Amina movió tristemente la mano invitando a Felipe a entrar, y abandonó luego la ventana.
—¡Santo Dios! Cree que he muerto —pensó Felipe, y sin saber que hacer saltó tras ella dentro de la sala.
Amina había ya tomado asiento en el sofá y le miraba con ojos extraviados, como convencida de que su aparición era sobrenatural.
—¡Tan pronto ha sucumbido, Dios mío! —exclamó al fin—. Esposo mío —añadió—, no tardará mucho tiempo tu esposa en ir a hacerte compañía.
Felipe estaba cada vez más indeciso, pues temía una reacción súbita cuando Amina adquiriese la convicción de que vivía aún.
—Querida mía, óyeme. Aunque mi llegada es inopinada e intempestiva, no debes asombrarte, abrázame y te convencerás de que tu Felipe no ha muerto.
—¿Qué no ha muerto? —exclamó Amina, estremeciéndose.
—De ningún modo; estoy tan vivo como tú, y cada vez más enamorado de ti —replicó Felipe estrechándola contra su corazón.
—¡Gracias, Dios mío, gracias! —dijo al fin Amina—. Creía que eras tu espíritu; mi alegría es infinita —prosiguió, mientras las lágrimas surcaban su rostro.
—¿Quieres escucharme? —preguntó Felipe, después de una ligera pausa.
—¡Oh! Habla, habla, amor mío; dime cuanto se te antoje.
El joven, obtenida la autorización de su esposa, refirió brevemente sus aventuras y la causa de su inesperado regreso, considerando suficiente recompensa a sus sufrimientos las caricias de su idolatrada Amina.
—Y tu padre, ¿cómo se encuentra?
—Regular; mañana hablaremos de él.
Cuando a la mañana siguiente despertó, contempló Felipe con amor las encantadoras facciones de su dormida esposa.
—Dios es justo —pensó—; todavía queda alguna felicidad para mí y jamás seré castigado por dejar de cumplir mi juramento, pues si, a pesar de los peligros y sinsabores, hago mi deber, Dios me recompensará en la tierra y después en la otra vida. ¿No valen estos momentos más que lo que he sufrido? ¡Oh, sí, mucho más! —continuó, despertando con un apasionado beso a su esposa, cuyos negros ojos se fijaron en él llenos de amor y alegría.
Felipe abandonó el lecho y preguntó por Poots.
—Mi padre no ha cesado de molestarme —replicó Amina—. Me he visto obligada a cerrar la puerta de la sala cuando salía de casa, porque le he sorprendido con frecuencia forzando las cerraduras de los armarios. Su sed de oro es insaciable. No piensa en otra cosa. ¡Cuánto me ha hecho sufrir repitiéndome a cada momento que no te vería más exigiendo que le entregara tu dinero! Pero por suerte, me teme y temblaba siempre que le decía que te estaba esperando.
—¿Y está bueno?
—No muy mal, pero algo avejentado. Se asemeja a una bujía que se consume brillando a intervalos, hasta que al fin, cesa de alumbrar; a veces, se pone medio turulato, y otras, por lo contrario, charla y hace planes como si estuviera en la flor de su edad. ¡Cuán despreciable debe ser el amor al dinero! Siento decirlo, Felipe, pero, a pesar de que se encuentra ya con un pie en la sepultura a la que no ha de llevarse nada, le creo capaz de sacrificar tu vida y la mía por apoderarse de los guilders que posees, todos los cuales daría yo gustosísima por un solo beso de tus labios.
—¿Qué ha hecho pues, durante mi ausencia?
—Me es doloroso confesar mis temores y comunicar mis sospechas; pero lo vigilo con cuidado… No hablemos más de él; pronto has de verle, y por cierto que no se alegrará mucho de encontrarte vivo y sano, aunque te dé la bienvenida. No le diré que has venido, para ver el efecto que le produce tu presencia.
Amina bajó luego a hacer los preparativos para el almuerzo y Felipe fue a pasearse. A su vuelta, encontró a Poots sentado a la mesa con su hija.
—¡Misericordioso Alá! ¿Qué es lo que veo? —gritó el viejo—. ¿Es usted, señor Vanderdecken?
—El mismo —replicó Felipe—, vine anoche.
—¿Por qué no me lo has dicho tú, Amina?
—Porque deseaba sorprenderle.
—Pues, efectivamente, me ha sorprendido. ¿Y cuándo se marcha usted, Felipe? ¿Muy pronto, mañana quizá…? —preguntó Poots.
—Probablemente pasaré con ustedes algunos meses todavía.
—¡Algunos meses! Es mucho tiempo para permanecer ocioso; usted necesita ganar dinero. ¿Ha traído muchos guilders?
—Ni uno siquiera —contestó Felipe—, porque he estado a punto de perecer en un naufragio.
—Pero se marchará usted.
—Sin duda alguna; pero cuando me parezca oportuno.
—Muy bien; en ese caso, me quedaré al cuidado de la casa y del dinero.
—Me parece que podré ahórrale ese trabajo —replicó Vanderdecken—, porque tengo el propósito de llevarme todo cuanto poseo.
—¿Y con qué objeto? —preguntó Poots alarmado.
—Con el de comprar mercancías en la India para volver a venderlas cuando regrese.
—¡Qué locura! Pudiera usted naufragar nuevamente y todo se habría perdido. No, no; váyase solo en buena hora, pero deje aquí los guilders.
—No puedo complacerle, porque estoy resuelto a comerciar con ellos.
Felipe se expresaba de tal forma creyendo que, si conseguía convencer a Poots de lo dicho, éste no volvería a molestar a Amina con sus tentativas de apoderarse del dinero.
Esta conversación dejó al viejo médico muy pensativo y no volvió a hablar del asunto. Cinco minutos después abandonaba la sala y se dirigía a su aposento.
Al encontrarse solos, Felipe confesó A Amina lo que le había inducido a hacer creer a su padre que pensaba llevarse hasta el último céntimo.
—Te agradezco la buena intención, Felipe; pero era preferible que no hubieras hablado del asunto. No conoces a mi padre; ahora es preciso que lo vigile más que nunca.
—Un viejo decrépito no debe ser enemigo muy temible —replicó Felipe sonriéndose; pero Amina pensaba de otro modo, pues parecía resuelta a observar la más escrupulosa vigilancia.
La primavera y el verano transcurrieron con gran rapidez para ambos jóvenes, que se consideraban felices. Sólo turbaba, de vez en cuando, su dicha, el recuerdo de la fantástica aparición del buque del capitán Vanderdecken, y del naufragio del Ter Schilling.
Amina conocía que cada vez habían de ser mayores las dificultades y peligros que aguardaban a su marido; pero no intentó disuadirle del cumplimiento de su promesa. Miraba el porvenir con esperanza y resignación, y como creía firmemente que tarde o temprano había de cumplirse lo escrito, sólo deseaba que la hora fatal de la separación se dilatara el mayor tiempo posible.
Concluido el verano, volvió Felipe a Ámsterdam para buscar pasaje en uno de los buques que se daban a la vela a principios del invierno.
El naufragio del Ter Schilling era conocido ya por todo el mundo; y Felipe, además, había escrito y entregado a los directores de la Compañía una detallada relación de aquella tragedia.
En atención al buen comportamiento del joven y a lo mucho que había padecido, el consejo de la citada Compañía le nombró segundo de bordo del Batavia, hermosa embarcación de 400 toneladas. Arreglados todos sus asuntos, volvió Vanderdecken a Terneuse y, en presencia de Poots, enteró a Amina de cuanto había hecho.
—¿De modo que vuelve usted a marcharse? —preguntó Poots.
—Sí, dentro de dos meses —repuso el interpelado.
—¡Ah! —murmuró Poots—; dentro de dos meses…
¡Cuán cierto es que sobrellevamos mejor la realidad que la incertidumbre! Y no se crea por esto que a Amina le acobardara la próxima separación de su marido: convencida de que era necesario, se sometía sin chistar al destino, cuyas resoluciones son invariables. Le afligía la conducta ce su padre y, como no le era desconocido su carácter, comprendió que detestaba a Felipe y que le consideraba como un obstáculo para apropiarse el dinero y la casa. El viejo sabía muy bien que, una vez muerto Vanderdecken, le importarían muy poco los guilders a Amina y que ni siquiera se acordaría de ellos. La idea de que Felipe estaba resuelto a llevarse consigo su tesoro, le enloquecía. Amina le observaba constantemente, pues le veía a todas horas hablando solo y sin acordarse de su profesión.
Pocos días después de su regreso de Ámsterdam, Felipe, que estaba algo resfriado, dijo que no se encontraba bien.
—¿Cómo es eso? —gritó Poots estremeciéndose—. Veamos; tiene usted efectivamente muy alterado el pulso. Amina, tu pobre marido está grave, es necesario acostarse en seguida y le recetaré una pócima que lo curará. No cobraré nada por ello. Felipe, nada absolutamente.
—No estoy grave ni mucho menos —replicó Felipe—; solamente me duele un poco la cabeza.
—Sin embargo, tiene usted fiebre y la precaución no está demás. Acuéstese, tome lo que le he prescrito y mañana estará bueno.
Felipe se dirigió a las habitaciones altas, acompañado de Amina, y Poots fue a su laboratorio a preparar el medicamento. En cuanto el enfermo estuvo acostado, Amina bajó en busca de su padre, quien le dio unos polvos para que los tomara aquél.
—Dios me perdone si dudo de mi padre —pensó la joven—, pero no me faltan motivos para sospechar. Felipe está sin duda enfermo y si no se le aplican remedios enérgicos puede empeorar. El corazón, me dice, no obstante, que no le dé esta medicina. ¿Será posible que mi padre intente cometer un crimen?
Después examinó los polvos, que eran negruzcos y que, según había dispuesto Poots, debían administrarse en un vaso de vino caliente. El mismo Poots se brindó a calentarlo y, cuando lo hubo hecho, regresó de la cocina, diciendo:
—Aquí tienes el vino, hija mía; cuando se lo beba, cuida de tapar bien a Felipe para que sude y no se interrumpa la transpiración. Vélale, no le permitas destaparse ni moverse y mañana le tendrás bueno.
Y, dicho esto, le dio las buenas noches y abandonó la estancia.
Amina vertió los polvos en una copa de plata que estaba sobre la mesa y echó después un poco de vino para mezclarlos. El tono afectuoso de Poots había desvanecido casi por completo sus sospechas.
Haciéndole justicia, como médico, se tomaba siempre excesivo interés por los enfermos. Cuando Amina hubo mezclado los polvos, observó asombrada que no dejaban sedimento alguno y que el vino no perdía su transparencia. Esto era muy raro y sus sospechas tomaron mayor incremento.
—No estoy satisfecha —murmuró—; temo a mi padre y le creo capaz de todo, Dios me perdone. ¿Qué hago? Es preferible no darle a Felipe este brebaje. Quizás el vino puro y sin mezcla alguna sea también un buen sudorífico.
Amina reflexionó de nuevo; había echado los polvos en tan pequeña cantidad de vino, que apenas llenaba la cuarta parte de la copa, y aprovechando el que quedaba caliente para ponerlo en otro vaso, se dirigió a la alcoba del enfermo.
En la escalera se encontró a Poots que le dijo:
—No lo derrames, Amina; que se lo beba todo. Espera, lo mejor será que yo mismo lo lleve.
El médico tomó entonces el vaso de manos de su hija y entró en al alcoba.
—Vamos, Felipe; bébase todo y mañana estará bueno —exclamó el viejo, cuya mano temblaba hasta el punto de verter parte del líquido sobre las sábanas.
Amina, que estaba espiándolo, se alegró en el alma de no haber puesto los polvos en el vino. El enfermo se incorporó sobre el codo, y después de apurar el contenido del vaso dio a su suegro las buenas noches.
Éste salió de la estancia después de advertir a su hija que no se separara de la cabecera. Amina comunicó a Felipe sus sospechas.
—Debes equivocarte, Amina —contestó Vanderdecken—, o al menos así lo creo. No es posible que exista un hombre tan malvado como tú supones a tu padre.
—No le conoces bien ni sabes lo que yo sé. Ignoras de lo que es capaz por el oro; sin embargo, pudiera equivocarme. De todos modos, procura dormirte, que yo velaré tu sueño. Ahora leeré un rato y luego me acostaré, si sigues tranquilo.
Felipe no hizo objeción alguna y pronto quedó dormido. Amina lo veló hasta la media noche.
—Respira con dificultad —pensó la joven—, si le hubiera dado los polvos, ¿quién sabe si hubiera vuelto a despertar? Mi padre conoce bien las costumbres del Este y le temo mucho. ¡Cuántas veces le he visto administrar la muerte por un puñado de oro! Cualquiera habría temblado al hacerlo, pero él, que ha envenenado a muchos por un puñado de oro, hubiera tenido pocos escrúpulos en sacrificar a su yerno. ¡Qué terribles presentimientos los míos! Felipe está enfermo; pero no tanto como supone mi padre. No, no; su hora no ha llegado todavía, necesita cumplir su destino. Su sueño es muy profundo; le abrigaré bien y cuidaré de que no se destape, porque está sudando copiosamente. Alguien llama a la puerta, sin duda necesitan a mi padre.
Amina bajó a abrir y, como había sospechado, venían a buscar a Poots para que asistiera a un enfermo.
—Voy a llamarle y bajará en seguida —dijo Amina encaminándose a la habitación del médico a cuya puerta llamó dos veces, sin obtener respuesta.
—¡Es extraño! —pensó—. Mi padre no tiene el sueño tan pesado.
Se decidió a entrar en el aposento, y no encontró a Poots en la cama. Bajó de nuevo a la sala y le vio al fin allí recostado sobre el sofá, aparentemente dormido, pero, aunque le llamó en voz alta, no pudo despertarle.
—¡Santo Cielo! ¿Estará muerto? —murmuró aproximando la luz al rostro de su padre y temblando de pies a cabeza.
Había muerto, efectivamente; tenía los ojos inmóviles sin brillo y la mandíbula inferior completamente caída.
Amina, durante algunos minutos, quedó sumida en un profundo estupor, apoyada contra la pared; al cabo, logró dominarse.
—Todo me lo explico ahora —exclamó dirigiéndose a la mesa y mirando la copa de plata, en que la víspera había mezclado ella los polvos, ¡estaba vacía!—. Dios es justo y le ha castigado —añadió Amina—. ¡Oh! ¿Y que este hombre sea mi padre?…
Asustado de su crimen, el médico había llenado la copa de vino, deseando ahogar sus remordimientos, y sin saber que contenía en su fondo la venenosa pócima había bebido de un trago la muerte que había preparado para su yerno.
La joven abandonó la estancia compadeciendo a aquella desdichada criatura y subió nuevamente a la alcoba de Felipe que continuaba dormido y sudando copiosamente.
Cualquiera otra mujer en su caso le habría despertado, pero ella no quiso asustarle. Sentóse junto a la cama y con la cabeza entre las manos y los codos sobre las rodillas, permaneció absorta por completo hasta que los rayos del sol, penetrando por la ventana, iluminaron el aposento.
Volvieron a llamar en la puerta; Amina bajó al vestíbulo y, sin abrir, preguntó quién era.
—Se necesita inmediatamente al médico señor Poots —dijo una voz de muchacha.
—Querida Teresa, mi padre está ahora mucho peor que el enfermo en cuyo auxilio vienes a buscarle. Le encontré expirando al subir a llamarle, y creo que no vivirá mucho. Te suplico que avises al padre Leysen en seguida.
—¡Dios me valga! —replicó Teresa—; voy inmediatamente a buscar al párroco, señora Amina.
Felipe había despertado. El dolor de cabeza le había desaparecido y su estado general era satisfactorio. Al advertir que Amina había pasado toda la noche sin dormir, pensó reprenderla; pero ella le enteró de lo ocurrido, y desistió.
—Debes vestirte, Felipe —dijo—, para que me ayudes a levantar el cadáver antes que el párroco llegue. ¡Dios mío! ¿Qué habría sucedido si te hubiera dado los polvos? Pero no hablemos de esto; apresúrate, que no tardará en estar aquí el padre Leysen.
Vanderdecken se vistió en cinco minutos y bajó a la sala. El sol iluminaba el repugnante rostro del difunto, que tenía los puños crispados y cuya lengua sujeta entre los dientes, asomaba por un lado de la boca.
—¡Dios me asista! Esta habitación parece que está maldita. ¿Cuántas escenas de horror se desarrollarán aquí todavía?
—Ninguna —dijo Amina—. Ésta, al menos, no lo es, en mi opinión. Ver a mi padre a tu lado con fingido interés, ofreciéndote el vaso que contenía la muerte, era espectáculo horrible que jamás se borrará de mi memoria —añadió estremeciéndose.
—¡Que Dios le perdone, como le perdonamos nosotros! —replicó Felipe, cargando con el cadáver para trasladarlo al aposento que había ocupado en vida.
—Hagamos creer, por lo menos, que ha fallecido en su cama y de muerte natural —observó Amina—. Me afligiría mucho el que se descubriera lo ocurrido y que todo el mundo me señalara con el dedo, como la hija de un envenenador. ¡Ah, Felipe!
La joven prorrumpió en amargo llanto, cuando el padre Leysen llamó a la puerta; Felipe, que estaba consolando a su esposa, se apresuró a abrir.
—Buenos días, hijo mío; ¿cómo se encuentra el enfermo?
—Ha dejado de sufrir.
—¿Es posible? —exclamó el sacerdote, en cuyo rostro se reflejó el asombro—. ¿He llegado, entonces, demasiado tarde?
—Ha expirado en una convulsión, casi repentinamente, señor cura —contestó Felipe, dirigiéndose a la habitación mortuoria.
El párroco contempló el cadáver y comprendió que los auxilios espirituales eran inútiles. Luego volvióse hacia Amina, que lloraba amargamente, y dijo:
—Llora, hija mía; llora, porque tienes motivo para ello. La muerte de un padre es la desgracia más grande que puede ocurrir a una hija afectuosa y buena. Pero no te dejes dominar por el dolor; recuerda que tienes otras obligaciones, otras cosas en qué pensar; ¿olvidas a tu esposo?
—No, señor —replicó Amina—; pero necesito llorar. ¡Era mi padre!
—La enfermedad habrá sido muy rápida, porque está vestido. ¿Cuándo se sintió mal?
—Anoche subió a mi habitación —repuso Felipe—, y después de hacerme tomar un medicamento, se despidió de mí. Más tarde vinieron a llamarle para que fuera a visitar a un enfermo, y cuando Amina entró en su habitación para comunicárselo, lo encontró ya gravísimo.
—¿Ha muerto, por consiguiente, casi de repente? No me extraña, porque tenía ya mucha edad. ¿Y estabas tú a su lado cuando murió?
—No, señor —contestó Felipe—. Amina me gritó que bajara en seguida, pero cuando me vestí había ya expirado.
—Tal vez esté en el Cielo. Dime, Amina, ¿ha mostrado deseos de reconciliarse con Dios, antes de morir? Todos sabemos que su devoción no era mucha, y que tampoco cumplía con exactitud las obligaciones de un buen cristiano.
—Hay ocasiones, padre —dijo Amina—, en las que hasta al más santo le es imposible manifestar esos deseos. Mire usted sus manos crispadas y su rostro todavía desfigurado por la agonía; en tal situación, ¿cómo es posible que un enfermo se acuerde de nada?
—Tienes razón, hija mía —contestó el sacerdote—. Arrodíllense y recemos una plegaria por el alma del finado.
Felipe y Amina se arrodillaron y rogaron con fervor, pero, al levantarse, cruzaron una mirada de inteligencia.
—Mandaré que le recen el Oficio de Difuntos y dispondré lo necesario para su entierro —dijo el padre Ley-sen—; pero sería prudente que todos ignoren que ha fallecido sin recibir los auxilios de la religión.
Felipe inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y el sacerdote se despidió. Poots había inspirado siempre profunda antipatía en el pueblo; su falta de piedad y de religión, y especialmente su avaricia, le habían creado multitud de enemigos; pero le respetaban, sin embargo, por su reconocida competencia en la medicina. Si se hubiera averiguado que era mahometano, y que había sucumbido víctima del mismo veneno que preparó para su yerno, sin duda alguna le habrían negado la sepultura eclesiástica, y sobre la frente de Amina habría caído un estigma imborrable; pero, como el padre Leysen contestaba a todos tranquilamente que «había tenido buena muerte» se supuso que se arrepentiría a última hora del indiferentismo religioso que demostró durante su vida. Al siguiente día se enterraron sus restos y Felipe y Amina quedaron satisfechos de haber podido evitar el escándalo.
Terminadas las exequias, fue registrada la habitación del difunto. La llave del arca de hierro se encontró en un bolsillo, pero Felipe no quiso examinarla hasta más tarde. Los estantes estaban repletos de cajas y botes de medicinas que se tiraron todas, excepto las que Amina consideró útiles, y que fueron depositadas en otro sitio. En los cajones de la mesa encontraron, entre otras cosas, un sinnúmero de escritos arábigos, que probablemente serían recetas, y en una cajita con un rótulo, también en árabe, vieron los mismos polvos negros que Poots había querido que ingiriese Felipe. Algunos manuscritos encontrados últimamente, revelaron que el viejo se ocupaba en las ciencias ocultas, tan en boga en aquel tiempo; estos documentos fueron quemados todos.
—¡Si los hubiera visto el padre Leysen! —exclamó Amina—. Mira estos papeles impresos, Felipe.
Vanderdecken los examinó; eran acciones de la Compañía de las Indias.
—Son dinero —repuso—; o lo que es lo mismo, ocho acciones de la Compañía, que nos proporcionarán una bonita renta. No creía que tu padre diera tan buen empleo a su capital. Ahora se me ocurre a mí también emplear parte del mío, antes de marcharme, para que sea productivo.
Abrieron, al fin, el arca de hierro, y, a primera vista, supusieron que contendría pocos valores, pues era muy grande y estaba casi vacía; pero en el fondo había treinta o cuarenta taleguitos, repletos de guilders en oro. Además, otras varias cajitas y paquetes encontrados debajo, estaban llenos de diamantes y piedras preciosas. La herencia era muy importante.
—Amina, me traes un dote inesperado —dijo Felipe.
—Así es en efecto. Todas estas joyas las adquirió seguramente mi padre cuando vivíamos en Egipto. Y, sin embargo, ¡cuánta miseria arrastramos hasta llegar aquí! Parece imposible que siendo tan rico, haya intentado envenenarte para apoderarse de lo tuyo. ¡Dios le perdone!
Después de contar el metálico que ascendía a 50.000 guilders, guardáronlos nuevamente en el arca y salieron de la habitación.
—Soy rico —murmuró Felipe—; pero ¿para qué me sirven las riquezas? Si comprara un buque naufragaría con seguridad. ¿Y es lícito que me embarque con otros, para arrastrarlos a la muerte? Lo ignoro, pero me arrastra el destino y las vidas de los demás están en manos de Dios, que dispone de ellas cuando a bien lo tiene. Emplearé mi dinero en acciones de la Compañía, y si viajo en buques de su propiedad, y éstos naufragan por encontrarse con el que mi padre capitanea, participaré de las pérdidas y sufriré como los que me acompañen. Debo, además, proporcionar a Amina todas las comodidades posibles.
Felipe varió de modo de vivir. Buscó dos criadas, amuebló con lujo la casa y no omitió gasto alguno para proporcionar a su joven esposa toda suerte de satisfacciones. Escribió a Ámsterdam, y pronto fue dueño de varias acciones de la Compañía. Transcurrieron otros dos meses y una mañana recibió la orden de presentarse en el buque a que le habían destinado. Amina deseaba que viajase como un simple pasajero, y no como oficial; pero Felipe prefirió lo último, para excusar de alguna manera aquella expedición a la India.
—No sé por qué —dijo la víspera de partir—, experimento menos zozobras, que cuando me disponía a embarcar en el Ter Schilling; esta vez no tengo trágicos presentimientos.
—A mí me pasa lo mismo —agregó Amina—. Sin embargo, el mayor desconsuelo para una esposa es vivir separada de su marido.
—Es cierto; pero…
—Comprendo que debes cumplir tu deber, y Que es preciso que te marches.
El día siguiente, partió Vanderdecken y Amina, dando muestras de gran valor, dijo, al verlo alejarse:
—Todos sucumbieron y él se salvó; seguramente volveré a verlo. ¡Hágase la voluntad de Dios!
Llegado Felipe a Ámsterdam, compró varios objetos de utilidad en caso de naufragio, que consideraba seguro, y se embarcó en el Batavia que, amarrado en el puerto, estaba listo para emprender el viaje.