La tripulación del Ter Schilling se encontró, de repente, envuelta en una súbita obscuridad que acrecentó el terror que experimentaban aquellos hombres avezados a todos los peligros, y en los primeros momentos nadie se atrevió a pronunciar una palabra. La luz había desaparecido por completo, y, sin embargo, algunos tenían los ojos fijos en el punto en que había surgido la fantástica aparición, mientras los otros los apartaban llenos de funestos presentimientos.
Hildebrando fue el primero que interrumpió aquel silencio trágico. Vio brillar en el horizonte un resplandor súbito y preguntó a Felipe, agarrándole por el brazo:
—¿Qué es aquello?
—La luna que rasga las nubes —repuso éste con tristeza.
—Bien —observó Kloots, limpiándose el sudor que inundaba su frente—; había oído hablar antes de esto; pero hasta ahora lo había creído siempre una fábula.
Felipe, que conocía la realidad de la visión, permaneció callado. Mientras tanto, la luna alumbraba ya claramente la tersa superficie del mar.
Desde que surgió la aparición, el piloto Schriften había permanecido en la popa; y, en aquel momento, acercándose gradualmente a Kloots, le dijo:
—Capitán, como piloto de este buque, le advierto que se prepare para sufrir muy mal tiempo.
—¡Mal tiempo! —contestó Kloots saliendo de su estupor.
—Sí, señor; el buque que ha encontrado en su camino lo que acabamos de ver nosotros, no ha vuelto jamás a disfrutar de buen tiempo. El solo nombre de Vanderdecken es fatal.
Felipe intentó responder a este sarcasmo; pero la lengua se le había pegado al paladar y le fue imposible pronunciar un apalabra.
—¿Qué tiene que ver con esto el nombre de Vanderdecken? —inquirió Kloots.
—¿No ha oído usted decir nunca que se llama Vanderdecken el capitán del Buque Fantasma, que hemos visto hace un momento?
—¿Cómo sabe usted eso, piloto? —preguntó Hildebrando.
—Como sé otras muchas cosas que callo por ahora —replicó Schriften—; he pronosticado el mal tiempo, porque éste es mi deber.
Y, dicho esto, abandonó el alcázar de popa.
—¡Santo Cielo! Jamás he estado tan asustado en mi vida —observó Kloots—. No sé qué hacer ni qué decir. ¿Qué le parece a usted, Felipe? ¿No ha sido esto una cosa sobrenatural?
—Sí —contestó el interpelado, con profunda tristeza—. Es indudable.
—Creía que el tiempo de los milagros había pasado —añadió el capitán—. Estamos abandonados a nuestros propios esfuerzos. ¡Cúmplase la voluntad de Dios!
—Miren aquella barrera de nubes que acaba de levantarse en menos de cinco minutos y que no tardará en obscurecer la luna —dijo Hildebrando—, vean ustedes ya los relámpagos hacia el Noroeste.
—Señores, he luchado contra los elementos con tanto valor como el que más; he visto tempestades terribles con serenidad; pero confieso que lo que hemos presenciado esta noche me aterroriza horriblemente. Tengo un peso enorme en el corazón. Felipe, envíe usted por la botella, que es lo único que puede despejarme la cabeza.
Vanderdecken que deseaba estar solo cinco minutos para reflexionar, aprovechó gustoso la ocasión que se le presentaba para abandonar la popa. La aparición del Buque Fantasma le había impresionado profundamente; creía en su existencia y, sin embargo, le espantaba el haber visto el buque en que su padre cumplía la terrible condena y en el cual tenía la seguridad de que él mismo había también de morir. Al escuchar el sonido del pito del contramaestre, creyó oír la voz de su mismo padre que daba una orden y había procurado con ansia ver la fisonomía y traje de los que tripulaban aquella condenada nave. En el momento, pues, que envió a Kloots la botella que éste había pedido, se encerró en su camarote y estuvo rezando hasta que recobró su habitual energía y se creyó con bastante fuerza para afrontar el peligro y someterse a su destino con el valor de un mártir.
Media hora después volvió a subir a cubierta, y vio que el tiempo había cambiado otra vez por completo. Antes, el buque flotaba sin movimiento sobre las azuladas ondas y sus velas pendían inertes a lo largo de los palos, reflejando la luna los contornos del Ter Schilling sobre el dormido Océano. Ahora, todo era obscuridad; las velas altas se habían aferrado, la mar, muy picada, estaba cubierta de espuma y la fragata hendía rápidamente las encrespadas olas. Violentas ráfagas de viento azotaban la superficie de las aguas y los marineros se ocupaban, disgustados, en reducir el velamen. Qué les había dicho a éstos el piloto Schriften, era cosa que Felipe no sabía; pero indudablemente todos le miraban con horror y evitaban su presencia.
—El viento no es fijo —dijo Hildebrando—, no se sabe de qué lado sopla, puesto que no cesa de variar de dirección. Felipe, no me gusta el aspecto de las cosas y repito, con el capitán, que siento el corazón oprimido.
—A mí me sucede lo mismo —respondió Vanderdecken—; es necesario confiar en la Providencia.
—¡Cierra el timón a la banda! ¡Carga mayores! ¡En seguida! —gritó Kloots mientras que una ráfaga empujó al buque de través, inclinándolo de un modo horrible.
La lluvia empezó a caer a torrentes y tanta era la obscuridad, que los tripulantes no se veían los unos a los otros.
Un resplandor siniestro rasgó las nubes y el trueno retumbó en el espacio.
—Aferrad pronto todas las velas —volvió a decir el capitán.
Algunos marineros, sacudiendo el agua que empapaba sus ropas, se apresuraron a ejecutar la orden, pero los demás, aprovechando la obscuridad, se escabulleron de la cubierta llenos de terror pánico.
El Ter Schilling perdió todas sus velas y, esto no obstante, avanzaba con celeridad fantástica hacia el Sur, impelido por el vendaval; enormes olas coronadas de espuma se estrellaban contra sus costados; la noche era excesivamente obscura y los marineros se refugiaron bajo el puente para librarse de la lluvia. Algunos habían abandonado su deber; pero ni uno solo se atrevió a bajar a los camarotes en noche tan tempestuosa. No estaban reunidos, como de costumbre, sino que cada cual andaba por su lado, profundamente pensativo. El Buque Fantasma no se apartaba de sus imaginaciones, aterrorizándoles completamente.
El tiempo transcurría con desesperante lentitud; parecía que no iba a amanecer nunca, pero, al fin, las tinieblas fueron disipándose poco a poco y los primeros resplandores del día asomaron por el horizonte. Todos estaban desesperanzados; todos se creían condenados y permanecían inmóviles y silenciosos.
El mar estaba furioso y el buque cabeceaba de una manera espantosa. Estaban Kloots en la bitácora, y Felipe e Hildebrando afianzados al timón cuando una ola enorme, entrando por la popa, se estrelló con fuerza irresistible sobre cubierta, después de barrer cuanto encontró a su paso. El capitán y sus dos oficiales rodaron por el suelo sin sentido, la bitácora y la brújula se hicieron mil pedazos, el timón quedó abandonado, el barco no gobernaba, las olas le cubrieron por completo y el palo mayor cayó estruendosamente.
Todo era confusión a bordo. El capitán continuaba sin conocimiento y a Felipe le costó mucho persuadir a dos marineros a que le ayudaran a conducir a su lecho a Hildebrando, que se había roto el brazo izquierdo y tenía un sinnúmero de contusiones graves. Después volvió a subir a cubierta para intentar restablecer el orden.
Aunque no era todavía un buen marino, dominó con su valor y energía a todos aquellos hombres, que obedecieron, al fin, aunque de mala gana, y media hora más tarde el buque huía delante del temporal, libre ya del enorme peso del palo mayor y gobernado por los mejores timoneles de la tripulación.
¿Dónde se encontraba el señor Jacobo Jans Stroom? Acurrucado en la cama, cubierto el rostro con las sábanas, temblando de pies a cabeza y jurando solemnemente que, si alguna vez lograba poner el pie en tierra firme, todas las Compañías del universo juntas no serían capaces de volver a embarcarlo. Ciertamente esta resolución era la mejor que podía adoptar aquel desdichado.
Las primeras órdenes de Felipe fueron obedecidas, pero pronto se vio a todos los marineros que hablaban acaloradamente con el piloto tuerto y, después de un cuarto de hora de consulta, se dispersaron yendo cada cual por su lado y quedándose solamente sobre cubierta los dos que estaban en el timón. Algunos volvieron en seguida con vasijas llenas de aguardiente y otros licores, que habían sacado de la cámara de las provisiones forzando la puerta. Felipe permaneció todavía media hora sobre cubierta tratando de persuadir a aquellos hombres para que no se embriagaran, pero fue todo en vano; los del timonel aceptaron algunos tragos y la falta de dirección del buque demostró que el licor había surtido efecto. Vanderdecken bajó entonces a toda prisa para averiguar si Kloots había recobrado los sentidos y estaba en estado de subir a contener a los marineros. Le encontró profundamente dormido, y cuando a duras penas logró despertarle, le refirió lo ocurrido y la situación desesperada del buque. Kloots acompañó a Felipe, pero todavía sufría mucho de la caída, pues se mareaba al andar, y tropezaba como si también estuviese borracho. Cinco minutos después volvió a perder el conocimiento y cayó sobre cubierta. Hildebrando estaba gravemente herido y Felipe comprendió que nada podía él hacer. La luz del día iba desapareciendo lentamente y las tinieblas de la noche hacían aún más terrible la escena. El buque continuaba corriendo delante del temporal, pero sin duda los timoneles habían variado la dirección porque momentos antes recibía el viento por babor y ahora por el lado contrario. La brújula había desaparecido; pero tampoco hacía falta porque los marineros estaban decididos a no obedecer a Felipe.
—Tú —le decían— no eres marinero y no puedes enseñarnos el modo de gobernar un buque.
La lluvia había cesado, pero el viento soplaba cada vez con más fuerza, azotando al Ter Schilling que, en cada uno de sus enormes y espantosos balanceos, embarcaba considerable cantidad de agua; pero la tripulación reía y gritaba, haciendo coro al ensordecedor ruido de la tempestad.
Schriften parecía capitanear al resto de la tripulación. Con una botella de aguardiente en la mano bailaba, cantaba, castañeaba los dedos y dirigía miradas provocativas a Felipe; a veces caía rodando por el suelo lanzando estruendosas carcajadas. Al que pedía una botella, se le daban tres o cuatro. Por doquier se oían juramentos, gritos y risotadas; los timoneles habían abandonado sus puestos, para seguir a los demás, y el desgraciado buque, abandonado a su suerte, sin más vela que un pequeño foque, era juguete de las olas, que le asaltaban furiosas y embravecidas.
Algunas horas después abonanzó el tiempo y la mar cesó de rugir. El Ter Schilling había sido empujado hacia el Sur hasta la Bahía de la Tabla, mas por la alteración de su rumbo, entró en False Bay, donde las montañas que la forman le protegieron en cierto modo contra las acometidas del viento y de las olas. El buque atravesó la entrada de la bahía, sin que Felipe, en medio de la obscuridad que le rodeaba, lo advirtiese siquiera. Cinco minutos más tarde, una terrible sacudida le reveló que el barco había encallado en la arena y a los pocos minutos cayeron con estrépito los dos palos que se mantenían aún derechos.
La violencia del choque, que desprendió muchos tablones, y el ruido que producía el agua al entrar en la bodega, acallaron los gritos de la embriagada tripulación. El buque quedó, al fin, acostado sobre su banda de babor. Felipe estaba a barlovento y se asió a uno de los cabos de los obenques, mientras que los marineros, sumergidos por completo, procuraban ganar el costado de estribor. Kloots cayó al agua, hundiéndose en seguida sin que hiciera esfuerzo alguno para salvarse; el infeliz había desaparecido para siempre. Vanderdecken se acordó entonces de Hildebrando y, deseando salvarlo, voló en su ayuda; le costó gran trabajo poder sacarle de la cama y conducirle a cubierta, colocándole tendido en el bote mayor, que era el único que podía ser utilizado. La tripulación, al verle, se apoderó de esta embarcación y cortó las amarras que la sujetaban, a los pescantes. Una enorme ola los separó del Ter Schilling llenando de agua la mitad del bote; pero aquellos borrachos, al verse flotando de nuevo, renovaron sus cantos y carcajadas. El viento los empujaba hacia la costa y Felipe, apoyado en la batayola, les contemplaba ansiosamente, viéndoles tan pronto sobre la espumosa cresta de las olas como en el fondo del abismo. Las voces eran cada vez menos perceptibles y, al fin, se extinguieron por completo. Cuando por última vez los vio balancearse sobre una ola gigantesca, cerró los ojos.
Comprendía que era indispensable intentar salvarse en una tabla, pues el Ter Schilling no podía durar mucho tiempo sin deshacerse; ya comenzaban a falsearse las cubiertas y a cada golpe de mar la frágil embarcación sufría mayores destrozos. Cierto ruido que oyó hacia popa le recordó que el sobrecargo permanecía aún en su cámara. Después de quitar con mucho trabajo la escala de popa, que se había atravesado en la puerta, consiguió Felipe llegar hasta el atemorizado Stroom, a quien encontró agarrado a los tablones del tabique con las ansias de la agonía y lleno de terror. Le habló, y, no obteniendo respuesta, intentó moverle; pero fue imposible desprenderlo del sitio a que estaba asido. Una enorme cantidad de agua que se precipitó en la bodega, acompañada de fuertes crujidos, hizo comprender a Felipe que el buque se había destrozado, por lo que tuvo precisión, contra su voluntad, de abandonar a su suerte al infeliz sobrecargo. Cuando atravesó la escotilla vio algo que se movía; era Joannes, el oso, que pugnaba por romper la cuerda que le aprisionaba. Felipe entonces la cortó con su cuchillo, dejando en libertad al animal; pero, apenas lo hizo, una ola furiosa destruyó la popa y él se encontró, de pronto, luchando con la mar embravecida. Pudo, sin embargo, asirse a un tablón de los que formaban la cubierta y, abrazado a él, pudo llegar a la playa; pero las olas, al volverse, le impedían hacer pie y le llevaban y traían incesantemente. Rendido ya y próximo a perecer tocó un objeto con la mano y se asió a él como último recurso. Era la peluda piel de Joannes, que intentaba ganar la costa y le condujo a tierra. Felipe, entonces, se arrastró fuera del alcance de las olas y, extenuado de fatiga, perdió el conocimiento.
Cuando despertó de su letargo, sintió un dolor agudo en los ojos, que no había abierto aún, sin duda por haber permanecido muchas horas bajo los rayos de un sol ardiente. Procuró abrirlos, pero se vio obligado a cerrarlos en seguida de nuevo, porque la luz, al herirle, le había producido el efecto que la aguda punta de un cuchillo. Poco a poco, sin embargo, fue recobrando la vista y pudo contemplar el triste cuadro que le rodeaba. La mar continuaba furiosa y en su superficie flotaban los restos del buque. Junto a él yacía el cuerpo de Hildebrando; y otros cadáveres, esparcidos por la playa, le revelaron que los que se embarcaron en el bote habían perecido.
Después de apreciar con la vista la altura del sol, supuso que serían las tres de la tarde, pero su debilidad era tanta, que comprendió que tenía gran necesidad de reposo, pues su cabeza parecía próxima a estallar. Anduvo algunos pasos en aquel lugar de desolación y, encontrando un montecillo de arena que le protegía de los rayos del sol, se acostó a la sombra, no tardando en conciliar un sueño reparador, que le duró hasta la mañana siguiente.
Cierto picor extraño en el pecho le despertó. Levantóse de pronto y vio a su lado una figura rara. Todavía estaban débiles sus ojos y creyó, al principio, que era Joannes, y, después, Stroom, lo que tenía ante él. Se equivocaba, sin embargo, pues aquel ser desconocido era un corpulento hotentote, con una azagaya en la mano y al hombro la piel del pobre oso, todavía chorreando sangre; sobre su cabeza ostentaba una de las pelucas del sobrecargo. Era tan cómica la facha de aquel negro y tal su seriedad, que en otras circunstancias hubiera soltado Felipe la carcajada; pero, a la sazón, no tenía ganas de reírse. El hotentote permanecía inmóvil y en actitud pacífica.
Vanderdecken tenía una sed rabiosa, e indicó por señas que necesitaba beber. El negro le condujo hacia unos montecillos de arena que había junto a la costa donde descubrió Felipe otros cincuenta o más hombres, ocupados en recoger los restos del naufragio. El conductor de Vanderdecken parecía el jefe del Kraal, según el respeto con que le trataban los demás. Algunas palabras, pronunciadas con la mayor gravedad, bastaron para proporcionar al joven héroe, si no lo que necesitaba, al menos una calabaza con un poco de agua sucia, que le pareció deliciosa. El jefe, entonces, hizo un ademán con la mano, invitándole a tomar asiento en la arena.
El cuadro que se ofreció a su vista era terrible. Restos del buque yacían por aquella playa de blanca arena, mezclados con toneles y fardos de mercancías, y el mar, todavía furioso, no cesaba de arrojar despojos del naufragio. A un lado veíanse huesos de ballenas que otras tempestades habían empujado a la costa y que, medio sepultadas en la arena, dejaban ver sus colosales esqueletos. En otro sitio estaban los cadáveres de los tripulantes del Ter Schilling, de cuyos trajes habían arrancado los botones los indígenas. Más allá, algunos cafres, enteramente desnudos, se ocupaban en reconocer objetos sin ningún valor, sin mirar siquiera aquellos otros verdaderamente dignos de ser codiciados. El jefe, sentado sobre la sangrienta piel de Joannes y ataviado con la enorme peluca de Stroom, aparecía tan grave como un canciller, satisfecho de su ridícula indumentaria.
Hacía, a la sazón, poco tiempo que los hotentotes se habían establecido en el Cabo; pero sostenían ya con los indígenas un gran comercio de pieles y otros artículos de producción africana. Los hotentotes, tratados hasta entonces amistosamente por los europeos, les dispensaban un recibimiento afectuoso. El jefe preguntó a Felipe si tenía hambre, y como éste respondiera afirmativamente, sacó de un morral de piel de cabra un puñado de grandes escarabajos, y se los ofreció. Vanderdecken los rehusó con evidentes señales de repugnancia; pero el salvaje, tomando asiento tranquilamente, empezó a engullirlos uno a uno y, cuando hubo terminado, indicó al joven náufrago que le siguiera. Al levantarse, vio éste que su cofre flotaba sobre las olas, y, después que le hubieron recogido, lo abrió con la llave que conservaba aún en el bolsillo y sacó de él alguna ropa y una taleguita llena de guilders. Su conductor no opuso a esto el menor reparo; pero mostró al salvaje que estaba más próximo la cerradura y los goznes, sin duda para que los arrancara, y echó a andar seguido de Felipe, a través de los montecillos de arena. Media hora tardaron en llegar al Kraal, compuesto de pequeñas chozas cubiertas con pieles, donde fueron recibidos por las mujeres y niños de la tribu, quienes no ocultaron su asombro cuando vieron al jefe con la peluca. En seguida trajeron a Felipe un cuenco de leche, que bebió con ansiedad, mientras pensaba en su adorada Amina, tan distinta, en todos los conceptos, de aquellas mujeres asquerosas y repugnantes.
El astro diurno desaparecía, en aquel momento, del horizonte; Felipe se encontraba fatigado. Hizo señas de que necesitaba descansar y le condujeron a una de las chozas donde, a pesar del mal olor y de los numerosos insectos que le molestaban, apoyó la cabeza sobre el lío que contenía su pequeño equipaje y, después de dirigir una plegaria de gracias al Todopoderoso, quedóse profundamente dormido.
El jefe, acompañado de otro indígena que conocía algo el idioma holandés, le despertó a la mañana siguiente. Felipe manifestó deseos de marchar en seguida al Cabo donde podría encontrar algún buque y fue comprendido por el intérprete, quien le contestó que a la sazón no había barco alguno fondeado en la Bahía de la Tabla. A pesar de eso, insistió Vanderdecken, porque prefería esperar entre europeos hasta que pudiera regresar a Holanda. La distancia, además, era solamente una jornada. Después de consultar al jefe, el que hablaba holandés indicó a Felipe que podía seguirle. Éste, después de beber un trago de leche y de rehusar nuevamente los escarabajos que le ofrecieron, se puso en marcha llevando al hombro el lío de su equipaje.
Por la tarde llegaron a una colina, desde la cual se distinguía la Bahía de la Tabla y las casas construidas por los holandeses. Felipe no pudo reprimir un grito de júbilo al divisar un buque en lontananza. Se apresuró a llegar a la playa donde encontró un bote del referido buque, que había venido por víveres. Se dio a conocer y refirió lo ocurrido al Ter Schilling suplicando por último a los tripulantes que le recibieran a bordo.
El oficial encargado del mando del bote lo admitió gustoso, manifestando que regresaban a Holanda. La esperanza de poder abrazar pronto a su adorada Amina hizo saltar de alegría el corazón de Felipe. Sintió que aun no se había concluido para él la dicha en el mundo; que todavía le reservaba el Cielo algunos goces y que su vida dejaría ya de ser una continua cadena de sufrimientos y penalidades, con la muerte por último eslabón.
A bordo, fue recibido afectuosamente por el capitán, quien le dio pasaje gratis, y tres meses después, sin accidente alguno digno de mencionar, llegó Vanderdecken a la ciudad de Ámsterdam.