IX

La escuadra partió, al fin, con dirección al Cabo y, pocos días después, Felipe Vanderdecken ya se encontraba en disposición de prestar algún servicio a bordo. Estudiaba con verdadero ahínco, porque con el estudio olvidaba la causa de su embarque, y trabajaba con exceso, porque el demasiado ejercicio le procuraba algunas horas de sueño, que de otro modo, le era imposible conciliar.

Sus condiciones de carácter, y su honradez y laboriosidad le conquistaron las simpatías de casi toda la tripulación, no tardando en llegar a ser el favorito del capitán y el íntimo amigo de Hildebrando, que, como sabemos, era el segundo del buque. En cuanto al señor Jacobo Jans Stroom rara vez se atrevía a salir de su cámara. El oso andaba en libertad y el sobrecargo tenía por esta razón que permanecer encerrado; sin embargo, apenas pasaba día alguno sin que leyera por centésima vez una carta que había escrito a los jefes de la Compañía, introduciendo en ella las variaciones que consideraba oportunas para reforzar sus argumentos y perjudicar al capitán Kloots.

Mientras tanto éste fumaba en su pipa, bebía sendos tragos y jugaba con Joannes, ignorante de lo que contra él se fraguaba en la cámara de popa.

Al piloto tuerto, Schriften, le eran igualmente antipáticos Felipe y el oso. Como Vanderdecken tenía el rango de oficial, no le demostraba francamente su falta de afecto; pero se vengaba en el oso al que maltrataba con frecuencia.

Schriften no era estimado por nadie en el buque; pero todos los marineros le temían, merced a lo cual había conseguido aquél adquirir cierta superioridad sobre ellos.

En este estado se encontraban las cosas a bordo del Ter Schilling cuando un día, juntamente con otros dos buques, ancló a muy corta distancia del Cabo. Era verano y hacía un calor sofocante; Felipe se quedó dormido bajo el toldo de lona que cubría la popa. Cierta impresión de frío desconocida le despertó de pronto, y, al abrir los ojos, vio a Schriften que, inclinado sobre él, tiraba suavemente de la cadenita de que pendía de su cuello la sagrada reliquia que había sido de su madre. Volvió a cerrar los ojos para averiguar las intenciones de aquel hombre, y su sorpresa no tuvo límites al verle decidido a robarle su tesoro. Se levantó de un salto y le agarró por el cuello.

—¿Qué significa esto? —preguntó indignado Felipe, cuyos ojos lanzaban chispas.

Schriften no parecía turbado al ser sorprendido in fraganti; por lo contrario, mirando maliciosamente al joven con su ojo único, contestó con sorna:

—¿Es su retrato, eh?

—Le prohíbo a usted la curiosidad para lo sucesivo, pues tendría que arrepentirse de ello.

—¿Si contendrá la uña de algún santo? O acaso sea algún pedazo de Lignum Crucis.

Felipe se estremeció.

—¡Eso es, eso es! —gritó Schriften corriendo hacia la proa donde desapareció entre un grupo de marineros que estaban junto a la escotilla—. ¡Noticia fresca, muchachos! —dijo—. Llevamos a bordo un pedacito de la Santa Cruz, con el que podemos desafiar al mismo diablo.

Felipe había seguido instintivamente al piloto, merced a lo cual pudo oír las palabras que éste dirigió a los marineros.

—¡Ah, ah! —contestó el más viejo a Schriften—. No sólo podemos desafiar al demonio, sino aún al mismo Volador Holandés.

¡Volador Holandés! —pensó Felipe—. ¿Aludirán a…?

Y avanzó algunos pasos ocultándose tras el palo mayor para enterarse, sin ser visto, de lo que hablaban aquellos hombres.

—Encontrarse con él es, según dicen, peor que ver al mismo demonio —observó uno de los marineros.

—Nadie lo ha visto aún —agregó otro que parecía más incrédulo.

—Sí lo han visto —repuso un tercero—; y desdichado del buque en cuyo camino se atraviese.

—¿Y en qué mares navega?

—Casi siempre cruza por las inmediaciones del Cabo.

—Me complacería oír esa historia —dijo el más joven.

—Sólo puedo referir lo que sé. Ese buque está condenado; componen su tripulación unos piratas que degollaron a su capitán.

—Por lo contrario —interrumpió Schriften—; el capitán vive todavía, y por cierto que era un malvado. Se asegura que, como cierta persona que se encuentra a bordo, había dejado en tierra a su bella esposa a la cual amaba apasionadamente.

—¿Cómo ha podido usted enterarse de todo eso, piloto?

—Porque él siempre ha intentado enviar cartas a su casa con los buques que encuentra a su paso. Pero ¡desgraciado el barco que se encarga de llevarlas! Se va a pique seguramente y no se salva ni uno solo de los que lo tripulan.

—Ese relato me asombra —interrumpió uno de los oyentes—. ¿Ha visto usted alguna vez ese famoso buque?

—Sí, por cierto —murmuró Schriften. Y añadió luego:

—Pero nada teman ustedes porque tenemos aquí nada menos que un pedazo de la Santa Cruz.

Dichas estas palabras y sin duda para evitar nuevas preguntas, se separó del grupo, encontrándose de pronto con Felipe, que, como sabemos, escuchaba detrás del palo mayor.

—¿De manera que no soy yo el único curioso de a bordo? Dígame usted, señor Vanderdecken: ¿lleva usted esa reliquia por si tropezamos con el Volador Holandés?

—No creo esas patrañas —contestó Felipe algo confuso.

—¡Qué casualidad! Usted tiene el mismo apellido, porque aseguran que aquél se llamaba también Vanderdecken.

—Ha habido muchos Vanderdeckens en este mundo —replicó el joven, que ya había recobrado su sangre fría.

Y sin dignarse mirar siquiera a su interlocutor, se dirigió hacia la popa.

—Cualquiera creería que este maldito tuerto conoce el motivo de que yo me haya embarcado —pensó—, y, sin embargo, no es posible. ¿Por qué me estremezco cuando se aproxima a mí? Ignoro si sucederá lo mismo al resto de la tripulación, o si esto sólo será una simple ilusión mía y de Amina. Es extraño, no obstante, que me tenga tal antipatía no habiéndole inferido el menor daño. Lo que acabo de oír confirma mis sospechas. ¡Dios mío —añadió suspirando—, tened piedad de mí, pues creo que voy a perder el juicio!

Tres días después, el Ter Schilling y consortes fondeaban en la Bahía de la Tabla, donde estaban ya esperándoles los otros buques. En aquella época, los holandeses habían establecido una colonia en el cabo de Buena Esperanza, donde los buques que iban a la India hacían la aguada y se aprovisionaban de carne, pues las tribus hotentotas que vivían cerca de la costa, comerciaban con ellos dándoles un buey magnífico por botones de metal o bagatelas por el estilo. No tardó la escuadra mucho tiempo en estar despachada y, después de recibir las últimas instrucciones del almirante respecto al lugar en, que debían de reunirse si cualquiera circunstancia les obligaba a separarse, todos los buques zarparon de nuevo.

Durante los dos primeros días, el viento fue flojo y avanzaron poco; pero al tercero, la brisa refrescó gradualmente hasta convertirse en huracán, empujando a las embarcaciones hacia el Norte. Al séptimo día el Ter Schilling se encontraba solo en la inmensa superficie del mar, pero el temporal había amainado. Púsose la proa al Este y, completamente cargado de vela, el buque no tardó en acercarse a la costa.

—Es una desgracia el vernos separados de los demás —dijo Kloots a Felipe—; pero debe ya ser mediodía y voy a tomar altura. Ignoro a dónde nos han arrojado las corrientes y el temporal. Tráigame usted, Vanderdecken, la ballestilla y procure no golpearla.

La ballestilla era entonces el único instrumento que se usaba para averiguar la latitud; y un buen observador podía hacerlo con cuatro o cinco millas de error. Los cuadrantes y sextantes son invención mucho más moderna. Y, sin embargo, considerando los reducidos conocimientos que tenían de náutica y las variaciones de la aguja que computaban, apenas se concibe que los antiguos navegantes se atrevieran a navegar por el Océano.

—Estamos 3° al Norte del Cabo —dijo Kloots, en cuanto hubo terminado sus cálculos—. La corriente es muy violenta, el viento disminuye, y, si no me equivoco, creo que tendremos un cambio.

Y, efectivamente, por la tarde sobrevino la calma, oyéndose a lo lejos las olas que se estrellaban contra la costa. Una multitud de focas rodeaban al buque, saltando y zambulléndose bajo las aguas; el Océano parecía lleno de vida, mientras que el sol desaparecía del horizonte.

—¿Qué ruido es ése? —preguntó Felipe—. Suena como el trueno.

—Ya lo oigo —contestó el capitán, agregando en voz alta—: ¡Que suba uno en seguida a las cofas! ¿Ves tierra?

—Sí, señor —respondió el marinero que trepaba por los obenques—. Hacia la proa hay bancos de arena, que bate el mar incesantemente.

—Ése será el ruido que hemos oído. La corriente es muy violenta y hace mucha falta que refresque el viento.

El sol iba ocultándose mientras tanto, la calma continuaba todavía, el Ter Schilling era arrastrado violentamente hacia la costa y se percibían ya con claridad las rompientes cuyo estruendo era ensordecedor.

—¿Conoce usted la costa, piloto? —preguntó el capitán a Schriften que estaba junto a él.

—Perfectamente, señor; la mar rompe en un fondo de 12 brazas y si no refresca la brisa, antes de media hora se estrellará el buque.

Y, dicho esto, Schriften se sonrió como si el dar aquella noticia le causara gran regocijo.

Kloots no pudo disimular su ansiedad y la pipa se le cayó de la boca. Los marineros se agruparon en el castillo de proa para escuchar aterrorizados el rugido de las rompientes. El sol había ya desaparecido por completo y las sombras de la noche acrecentaban la alarma de la acobardada tripulación del Ter Schilling.

—Es preciso arriar los botes —dijo el capitán a su segundo—, e intentar sacar el buque a remolque. Acaso sea esto ineficaz; pero, de todos modos, los botes estarán dispuestos para embarcarnos en el momento oportuno. Disponga usted la maniobra, mientras entero al sobrecargo de lo que ocurre.

Stroom estaba sentado con toda la gravedad que requería su empleo y, como era domingo, habíase puesto una peluca nueva. Leía por milésima vez la célebre carta a la Compañía, denunciando la estancia del oso en el buque, cuando Klootsse presentó informándole en pocas palabras de que la situación era desesperada y de que, probablemente, el buque se estrellaría antes de treinta minutos. El desdichado Stroom, al oír esta noticia, saltó de la silla tan violentamente, que arrojó al suelo la bujía que alumbraba la cámara.

—¿Estamos en peligro, señor Kloots? ¿Cómo puede ser eso si está la mar tranquila y no sopla una ráfaga de aire? ¿Dónde están mi sombrero y mi bastón? Voy a subir a cubierta. ¡Pronto! Una luz, señor Kloots, es imposible encontrar nada a obscuras. ¿Por qué no responde usted, capitán?

Kloots había salido en busca de una luz y pronto volvió con ella; ambos abandonaron entonces la cámara. Ya las lanchas se habían botado al agua y el buque había virado en redondo; pero la noche era muy obscura y sólo se veía la blanca línea de espuma que formaban las rompientes al estrellarse en ellas las olas con ímpetu furioso.

—Capitán, si le parece, voy a abandonar inmediatamente el buque. Necesito el mejor bote para el servicio de la honorable Compañía, para los papeles y para mí.

—No puede ser, señor Stroom —replicó Kloots—; los botes apenas podrán contener a la tripulación y la vida de cada marinero vale tanto como la de usted.

—Yo soy el sobrecargo de la Compañía. Además, se lo mando, y no creo que se atreva a desobedecerme.

—Pues sí, señor; le desobedezco —contestó el capitán.

—Bien, bien —dijo Stroom completamente asustado— tan pronto como lleguemos… daré la queja de usted.

—¡Suelten los cabos del remolque! —gritó entonces Kloots—; no hay tiempo que perder. En seguida, Felipe, embarque usted las brújulas, el agua y las provisiones; dentro de cinco minutos abandonaremos el buque.

Tan formidable era el estruendo de las rompientes que apenas se oían las órdenes del capitán. Entretanto, el sobrecargo que había tropezado con el oso, permanecía sobre cubierta pataleando y pidiendo socorro.

—Sopla una ligera brisa del lado de tierra —dijo Felipe levantando la mano.

—En efecto, pero me parece que llega demasiado tarde. Coloquen todo en los botes y serenidad, muchachos. Si refresca el viento, aun podemos tener esperanza.

Se encontrában ya cerca de los escollos que veían en el extremo de aquella inmensa línea de espuma; la brisa era cada vez más fuerte y, sin embargo, el buque permanecía inmóvil. Todo el mundo estaba en los botes y sólo quedaron a bordo Kloots, Hildebrando, los contramaestres y Stroom.

—Me parece que avanzamos algo ahora —dijo Felipe.

—Quizá nos salvemos —contestó el capitán—. ¡Firme, Hildebrando! —continuó, dirigiéndose al segundo que estaba en el timón—. ¡Dios quiera que el viento dure diez minutos!

El Ter Schilling fue poco a poco apartándose de las rompientes, al impulso de la brisa que cada vez era más fuerte, hasta que, al fin, hendió las olas con rapidez. La tripulación abandonó los botes, y una hora después el peligro había desaparecido por completo.

Ahora a izar los botes y, antes de dormirse, dé cada cual gracias al Todopoderoso por habernos salvado.

Aquella noche el Ter Schilling anduvo unas 20 millas hacia el Sur. Por la mañana volvió a cesar el viento, quedando el mar en calma completa.

Kloots encontrábase sobre cubierta hablando con Hildebrando del peligro que habían corrido y del egoísmo y cobardía de Stroom, cuando oyeron de pronto un gran ruido en la cámara de popa.

—¿Qué es eso? —inquirió el capitán—; ¿si el miedo habrá hecho perder el juicio a ese pobre hombre? Parece que va a echar abajo la cámara.

En aquel momento el criado del sobrecargo apareció por la escotilla.

—¡Señor Kloots, corra usted a socorrer a mi amo, lo va a matar el oso, el oso!

Pero, antes que Kloots hiciese el menor movimiento, vio al señor Stroom que salía huyendo en ropas menores.

—¡Dios mío, Dios mío! —gritaba—, me van a devorar, a comer vivo.

Y al mismo tiempo que daba voces, procuraba trepar por los obenques.

Kloots miraba lleno de asombro los movimientos del representante de la Compañía, y, al verle subir por la arboladura, se dirigió a la cámara en la que Joannes continuaba haciendo destrozos.

Las vidrieras del armario principal estaban hechas pedazos y todas las pelucas del sobrecargo yacían en tierra, revueltas con fragmentos de vasijas de barro.

El oso se regalaba saboreando la miel que en abundancia corría por el pavimento, y que había sido adquirida por Stroom en la Bahía de la Tabla cuando el buque se detuvo en aquel puerto. El sirviente del sobrecargo guardó la miel en tarros para que su amo la fuera consumiendo durante el viaje, y aquella mañana, creyendo el ayuda de cámara que era necesaria otra peluca abrió el guardarropa. Joannes, que no andaba muy lejos, olfateó la miel, y, como era a ella muy aficionado, lo mismo que todos los de su especie, guiado por el olor, penetró en la cámara. Ya se dirigía el oso a la cama del sobrecargo, cuando el criado cerró la alcoba; el animal rompió las vidrieras del guardarropa y forzó la entrada, destrozando las cajas que contenían las pelucas, antes de encontrar la miel; y cuando el sirviente quiso arrojarle fuera, le mostró dos enormes filas de dientes para demostrarle que estaba decidido a todo. Entonces el pobre mozo apeló a la fuga, y Stroom, al verse solo, huyó también en paños menores, dejando a Joannes dueño del campo y en posesión de un abundante botín.

Kloots comprendió a la primera ojeada lo ocurrido, y dando un puntapié al animal, le mandó salir fuera, pero el oso gruñó furiosamente sin abandonar su presa.

—Esta broma es demasiado pesada, señor Joannes —dijo el capitán—, y ahora vas a salir de veras del buque porque el sobrecargo tiene motivos sobrados para quejarse. Perfectamente —añadió—, come la miel que te plazca, que después ajustaremos cuentas.

Dicho esto, el capitán salió de la cámara yendo en busca de Stroom, a quien pudo encontrar al fin en el castillo de proa, arengando en camisa a la tripulación.

—Lamento mucho lo ocurrido, señor; en lo sucesivo, no le molestará más el oso.

—Sí, sí, señor Kloots; pero esto ya lo arreglará la Compañía. Las vidas de sus representantes no pueden estar a merced de los necios caprichos de un capitán. He estado a punto de perecer.

—El animal no pretendía hacerle daño —replicó Kloots—; todo lo que él necesitaba era la miel que ya es imposible sacarle del vientre ¿Quiere usted entrar un momento en mi cámara, mientras dispongo que lo aten?

Stroom, considerando que su indumentaria no convenía a su dignidad, aceptó el ofrecimiento en seguida. No sin gran trabajo lograron los marineros encadenar al oso, el cual estaba ya chupando la miel que había empapado las pelucas. Fue inmediatamente reducido a prisión, como reo de flagrante delito de robo en alta mar. La aventura sirvió de tema a todas las conversaciones de aquel día, porque la calma duraba aún y el buque permanecía sin movimiento en medio del mar que parecía de aceite.

—Hay muchos arreboles en el cielo —dijo Hildebrando al capitán, que estaba en la popa con Felipe—; tendremos viento pasado mañana, o antes, según parece.

—Opino del mismo modo —replicó Kloots—. Es raro que no hayamos visto a ninguno de los otros buques.

—Habrán tomado otro rumbo.

Un confuso rumor de voces oyóse entonces entre los marineros, que tenían los ojos fijos en el mismo punto.

—¡Es un buque!

—Sí.

—No.

Tales fueron las voces que se oyeron.

—Creen ver una embarcación —dijo Schriften dirigiéndose al capitán.

—¿Dónde?

—Allá, entre la bruma —contestó el piloto, señalando el punto más lejano del horizonte.

El capitán, Hildebrando y Felipe miraron hacia aquel sitio y distinguieron, efectivamente, algo que parecía un barco. Poco a poco fue disipándose la bruma y una pálida claridad iluminó aquella parte del horizonte. No soplaba la más ligera ráfaga de aire y el mar semejaba un espejo. El buque en cuestión apareció, sin embargo, cada vez más visible y pronto pudieron distinguirse con toda claridad el casco, los mástiles y las vergas. Todos se frotaban los ojos, pues apenas se atrevían a dar crédito a lo que veían. En el centro de aquella tibia luz, que se extendía unos 15° sobre el horizonte, había en realidad un buque; pero, aunque la calma era completa, parecía luchar con un temporal, siendo tan espantosos sus balances, que algunas veces enseñaba la quilla. Las gavias y mayores iban cargadas presentando sólo al viento un foque con varios rizos y las velas de estay. Era un barco de poco andar y, esto no obstante, se aproximaba rápidamente, empujado sin duda por el huracán. A cada momento se le distinguía mejor. Al fin viró de bordo y, al hacerlo, pasó tan cerca del Ter Schilling, que los tripulantes de éste distinguieron bien los hombres que llevaba y la blanca espuma que hacía su tajamar al hendir las olas, y oyeron el silbido de los pitos de los contramaestres y el gemir de los tablones y mástiles, en los balances. Una densa bruma que se levantó en aquel momento envolvió al misterioso barco, y algunos segundos después todo había desaparecido.

—¡Santo cielo! —exclamó Kloots.

Felipe sintió que se posaba en su hombro una mano y que un estremecimiento singular corría por todo su cuerpo. Cuando volvió la cabeza se encontró frente al piloto Schriften, quien murmuró a su oído:

—Ese barco es el Volador Holandés, Felipe Vanderdecken.