VIII

Tan pronto como Felipe hubo franqueado los umbrales de su morada, comenzó a correr, como huyendo de sus terribles pensamientos. Dos días después llegó a Ámsterdam, y lo primero que hizo fue comprar una pequeña y fuerte cadena de acero para reemplazar el cordón que hasta entonces había suspendido el relicario de su garganta. Luego, se apresuró a embarcarse con su equipaje a bordo del Ter Schilling. Llevaba consigo la cantidad que, según lo convenido, había de pagar al capitán por su admisión en el buque como alumno, más bien que en concepto de marinero. Además, iba provisto de otra pequeña suma, destinada a satisfacer sus necesidades. Cuando pisó la cubierta del Ter Schilling, fondeado entre los otros buques que componían la escuadra de la India, estaba anocheciendo. El capitán, llamado Kloots, después de recibirle afectuosamente e indicarle su camarote, bajó a la bodega a resolver una cuestión relativa a la carga, dejando a Vanderdecken a solas con sus recuerdos.

—¿Conque éste es el barco en que he de dar principio a mi empresa? —monologaba Felipe, contemplando las azuladas ondas marinas—. ¿Cómo han de sospechar mis nuevos compañeros el objeto de mi viaje? ¡Qué diferencia entre mi propósito y el suyo! ¿Voy a buscar fortuna? No. ¿Voy a satisfacer la curiosidad de un espíritu aventurero? Tampoco. ¡Sólo busco la comunión con los muertos! ¿Y cómo podré encontrarlos, sin exponerme a mil peligros, y exponer también a todos los que me rodean? Si éstos adivinaran mis intenciones no permanecería un minuto a bordo. Supersticiosos, como la mayoría de los marinos, si conocieran mi misión, no sólo tendrían un pretexto que justificara su fanatismo, sino una excelente excusa para desembarazarse de una persona condenada a correr tras un imposible, semejante al Judío Errante. ¡Triste suerte la mía! ¡Cuánta perseverancia necesito para realizar mi empresa!

Luego, acordándose de Amina, cruzó los brazos y, dirigiendo una vaga mirada al cielo, se sumió en profunda meditación.

—¿Por qué no se acuesta usted, joven? —le preguntó una voz dulce, cuyo eco despertó a Vanderdecken de su estupor.

Quien le decía esto era Hildebrando, segundo del buque, hombre de corta estatura, bien proporcionado y de unos treinta años de edad. El cabello le caía en largos y blondos bucles sobre los hombros; su aspecto era agradable, y tenía los ojos de un azul suave; aunque no tenía nada de la rudeza peculiar del marino, pocos conocían mejor que él su profesión.

—Mil gracias —replicó Felipe—; estaba tan abstraído, que me había olvidado de cuanto me rodea y hasta de mí mismo; mis pensamientos me habían llevado muy lejos. Le agradezco mucho que se interese por mí y le deseo buenas noches.

El Ter Schilling, como todos los navíos de aquella época, se diferenciaba mucho, en su construcción y equipo, de los actuales. Estaba aparejado de fragata y tendría unas cuatrocientas toneladas próximamente. Sus fondos eran casi planos y los costados estaban tan deprimidos desde la línea de flotación, que la cubierta era mucho más estrecha que el sobrepuente.

La Compañía de las Indias tenía armados todos sus buques, y el que nos ocupa montaba seis cañones de a nueve en cada banda; las portas eran pequeñas y ovaladas. En el alcázar se elevaba la popa a una altura extraordinaria, y el bauprés, casi paralelo al trinquete, parecía un cuarto mástil; con tanto mayor motivo, cuanto que llevaba dos vergas para cebadera y sobrecebadera. No gastaba cangreja ni escandalosa en el palo de mesana, sino una vela latina provista de su antena correspondiente Es inútil agregar, después de esta descripción, que los peligros de una larga travesía se aumentaban considerablemente por la peculiar estructura de estos buques, que si bien navegaban con regularidad cuando soplaba una brisa favorable, ceñían muy mal el viento y tenían muy poca defensa, si el tiempo los empujaba hacia la costa.

Componían la tripulación del Ter Schilling un capitán, dos contramaestres, dos pilotos y cuarenta y cinco marineros. El sobrecargo no se encontraba aún a bordo. La cámara de popa estaba destinada a él, y la del entrepuente al capitán y a los contramaestres.

Cuando Felipe despertó a la mañana siguiente, habían sido ya izados los masteleros de gavia, y todo revelaba la proximidad de la partida. Algunos otros buques se encontraban en la bocana del puerto. El tiempo estaba hermoso; la mar, tranquila, y el movimiento y la novedad de la escena animaron a Vanderdecken. El capitán permanecía en la popa con un pequeño anteojo de cartón en la mano mirando ansiosamente hacia la playa. El señor Kloots, como de costumbre, tenía la pipa en los labios y las bocanadas de humo que de vez en cuando lanzaba al aire obscurecían los cristales del catalejo. Felipe se aproximó a saludarle.

Mynheer Kloots era un hombre de formas atléticas, que el corte especial de su traje hacía parecer mayores aún. Llevaba una gorra de gruesa piel de zorra, por debajo de la cual asomaba el extremo de un gorro de dormir encarnado; un chaleco de felpa del mismo color con gruesos botones de metal, una chupa de paño verde, y un gabán azul que le llegaba hasta los pies. Las piernas iban cubiertas con calzones cortos de panilla negra, luciendo en las pantorrillas medias de seda verde bastante deterioradas por el uso. Adornaban sus zapatos unas enormes hebillas de plata, completando el traje cierta especie de tunicela en la cintura y un gran cuchillo de ancha hoja, con vaina de cuero, que pendía del tahalí. Tal era la indumentaria del capitán del Ter Schilling, señor Kloots.

Su elevada estatura armonizaba bien con su gran corpulencia. Tenía la cara ovalada y las facciones pequeñas en relación con el resto del cuerpo. La brisa hacía ondular su crespo cabello, y la nariz, aunque recta, estaba sumamente encarnada en la extremidad, a causa no sólo de las frecuentes libaciones, sino también del constante calor que despedía una pequeña pipa, que llevaba siempre en la boca, de la que no la separaba sino para dar una orden o para rellenarla de tabaco.

—Buenos días, hijo mío —dijo el capitán—. Estamos detenidos por el sobrecargo, quien, por lo visto, no tiene muchos deseos de venir a bordo; hace ya una hora que el bote le aguarda en la playa y probablemente seremos los últimos de la escuadra que salgamos del puerto. Sería preferible que la Compañía nos permitiera navegar sin esos caballeros que, en mi opinión, son un verdadero estorbo en los buques, aunque en tierra suponen lo contrario.

—¿Qué tiene que hacer a bordo? —preguntó Felipe.

—Cuidar del cargamento y llevar la contabilidad; pero se mete, además, en todo sin entender de nada y únicamente se preocupa de su comodidad. En pocas palabras, es el rey a bordo, porque nadie se atreve a contradecirle, puesto que una sola queja suya impediría que el buque volviera a fletarse en lo sucesivo. La Compañía nos obliga a recibirle con todos los honores y a disparar cinco cañonazos a su llegada a bordo.

—¿Conoce usted a la persona que esperamos?

—No lo he visto nunca; pero me han hablado de él. Ha navegado con un capitán compañero mío y éste me aseguró que su presunción es ilimitada y que es sujeto sumamente peligroso.

—Ojalá estuviera ya aquí —replicó Felipe—, pues deseo emprender el viaje cuanto antes.

—Tiene usted un espíritu aventurero, hijo mío; me han asegurado que deja usted una bonita casa y una esposa todavía más bella.

—Ansío ver el mundo —contestó Felipe—, aprender la náutica y comprar luego un buque para buscar con él la fortuna que ambiciono.

—El Océano hace la fortuna de unos y se traga la de otros —dijo el capitán—. Si me fuera posible convertir este buque en una casita y algunos miles de guilders con que satisfacer mis necesidades, no me vería usted seguramente aquí. He doblado ya dos veces el Cabo, que no es poco para un marino; la tercera, quizá no sea tan afortunado.

—¿Tan peligroso es, entonces, eso? —preguntó Felipe.

—Mucho. Allí la mar es gruesa; los vientos, huracanados, y abundan las mareas y corrientes, los escollos y los bancos de arena. Aun anclado en la bahía a la parte de acá del Cabo, no hay un momento de sosiego, pues la más ligera ráfaga puede en menos de cinco minutos estrellar el buque contra aquellas playas, habitadas por salvajes. En cambio, una vez doblado el Cabo, desaparece todo peligro: las tranquilas aguas parecen danzar iluminadas por los rayos de sol y se navega durante semanas enteras bajo un cielo sin nubes y empujado por vientos favorables, sin tener necesidad de tocar una cuerda ni aun de quitarse la pipa de los labios.

—¿En qué puerto vamos a tocar, capitán?

—No estoy muy bien informado respecto a ese particular. Gambroon, en el golfo de Persia, será quizá el primer punto de reunión de toda la escuadra. Allí volveremos a separarnos; unos para ir a Bantam, en la isla de Java, y otros a los Estrechos en busca de alcanfor, goma, benjuí y cera. Aquellos insulares cambian también con nosotros colmillos de elefante y oro, pero no se puede tener confianza en ellos, porque son traidores y crueles, y sus corvos puñales tienen la punta excesivamente aguda y emponzoñada con un mortal veneno. En aquellos mares he presenciado terribles combates con portugueses e ingleses.

—¿Ahora estaremos en paz con ellos?

—Sí; pero después de haber doblado el Cabo, no debe confiarse mucho en los papeles firmados en la metrópoli. Los ingleses nos hostilizan frecuentemente y nos persiguen por doquier. Sospecho que nuestra escuadra es tan numerosa y va tan bien equipada, para evitar una sorpresa.

—¿Cuánto tiempo cree usted que durará el viaje?

—Depende de las circunstancias; pero supongo que unos dos años. Sin embargo, si no nos detienen los factores, como acostumbran para algún servicio militar, quizás podamos estar antes de regreso.

—¡Dos años! —pensó Felipe—, ¡dos años separado de Amina! —y, creyendo que aquella separación iba a ser eterna, suspiró profundamente.

—No, hijo mío —observó Kloots al ver la nube que obscurecía la frente de Felipe—; dos años se pasan pronto. Yo estuve en una ocasión cinco años ausente con tan mala fortuna, que no sólo no traje a casa un solo guilder, sino que también perdí mí buque. Me habían enviado a Chittagong, en la costa oriental de Bengala y allí permanecí anclado en el río durante tres meses. Los caciques de aquellas tribus me detuvieron por la fuerza, negándose a aceptar proposición alguna para el cambio de mi cargamento e impidiéndome buscar otro mercado. La pólvora estaba en tierra y me era imposible resistir. Los gusanos y carcoma taladraron, al fin los fondos del buque, que se fue a pique sobre sus anclas. Ellos esperaban que esto ocurriese para apoderarse del cargamento gratis y sin oposición alguna. Otro buque nos recogió y nos trajo a Holanda. Si no hubiera tenido entonces tan mala suerte, no hubiera necesitado hacer este viaje; ahora mis ganancias serán menores porque la Compañía prohíbe a los capitanes todo comercio particular… Ya viene la persona a quien estamos esperando, ya ondea la bandera en el asta del bote, se aproxima al fin. ¡Eh! ¡Señor Hildebrando! Mande usted que los condestables estén preparados junto a los cañones, con las mechas encendidas para saludar al sobrecargo.

—¿Qué debo yo hacer? —preguntó Felipe—, ¿puedo prestar algún servicio?

—Todavía no, como no sea en algún temporal, en cuyo caso todos los hombres son útiles. Por ahora debe limitarse a ver y aprender; después le iré ocupando en escribir el diario que llevamos a bordo para que lo inspeccione la Compañía y, a medida que vaya desapareciendo el fastidioso mareo que ataca siempre a los que se embarcan por vez primera, me irá usted siendo de mayor utilidad. Le recomiendo, que se ate fuertemente un pañuelo alrededor del estómago y acuda frecuentemente a mi botella de aguardiente que está siempre a su disposición. Ahora vamos a recibir al representante de la muy poderosa Compañía. Hildebrando, disponga usted que hagan fuego.

Los cañones se dispararon y, apenas hubo desaparecido el humo, atracó el bote al costado del buque. Felipe creía que el sobrecargo iba a subir en seguida a bordo, pero no lo hizo hasta que estuvieron embarcadas varias cajas con las iniciales y armas de la Compañía, y al fin se presentó sobre cubierta.

Era un hombre pequeño, de rostro repulsivo, que llevaba un sombrero de tres picos galoneado de oro, por debajo del cual asomaba una enorme y flotante peluca, cuyos rizos le llegaban hasta los hombros. La casaca era de terciopelo carmesí con largos faldones, y el chaleco, de seda blanca, bordado con flores, casi le llegaba hasta las rodillas. Los calzones eran de satén negro y las piernas ostentaban medias blancas de seda. Unas descomunales hebillas de oro en los zapatos, puños de encaje en las mangas y una caña de Indias con empuñadura de plata completaban la indumentaria de Jacobo Jans Stroom, representante de la muy poderosa Compañía, a bordo del Ter Schilling.

Al verle sobre cubierta, rodeado a una respetuosa distancia por el capitán, oficiales y tripulación del buque, todos descubiertos, se recordaba el célebre cuadro de «El mono que regresa de ver el mundo, rodeado por su tribu». Los marineros no tenían, sin embargo, maldita la gana de burlarse, aunque su rara facha y ridícula peluca provocaban la risa; pero en aquella época era muy respetado el traje, y el señor Stroom era nada menos que el sobrecargo de la Compañía. Fue, por consiguiente, recibido con todos los honores debidos a tan importante personaje.

Él no parecía muy dispuesto a permanecer sobre cubierta. Mandó que se le condujera a su cámara y siguió al capitán, abriéndose paso por entre los muchos rollos de cuerda que le obstruían el camino. El buque levaba anclas en aquel momento; ya los marineros habían abandonado el cabestrante y se ocupaban en sujetar el ancla a los pescantes de proa, cuando de pronto la campanilla de la cámara de popa, que ocupaba el sobrecargo, comenzó a sonar con extraordinaria violencia.

—¿Qué ocurrirá? —preguntó Kloots, que estaba a proa, quitándose la pipa de la boca—. Vanderdecken, ¿quiere usted enterarse de lo que ocurre?

Felipe se encaminó a la citada cámara, donde encontró al sobrecargo que, encaramado sobre una mesa, tiraba del cordón de la campanilla con manifiestas señales de espanto. La peluca había desaparecido y su desnuda calva le daba un aspecto extremadamente ridículo.

—¿Qué sucede, señor? —preguntó Felipe.

—¡Qué sucede! —replicó Stroom—. Llame usted en seguida a todos los soldados que se encuentran a bordo. Pronto, caballero. ¿Voy a ser asesinado, devorado, y hecho pedazos? Por piedad, no me mire usted más, muévase. ¡Oh, Dios mío! Ya sube a la mesa. ¡Socorro! ¡Socorro! —continuó, sumamente aterrorizado.

Felipe, cuyos ojos no habían visto hasta entonces más que al espantado personaje con quien hablaba miró en torno suyo y, lleno de admiración, distinguió un oso pequeño, que se entretenía en destrozar la peluca del sobrecargo, oliéndola de vez en cuando. Aquel inesperado encuentro asustó a Felipe al principio, pero reflexionando después que el animal debía ser inofensivo, pues de lo contrario no andaría suelto por el buque, se tranquilizó.

Sin embargo, no estaba dispuesto a acercarse al oso, cuyas disposiciones ignoraba, cuando la entrada del capitán Kloots puso término a la embarazosa situación.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó—. ¡Hola! ya veo, es Joannes —continuó, dirigiéndose hacia el oso, al que aplicó un soberbio puntapié, mientras recobraba la peluca—. ¡Fuera de la cámara Joannes, fuera! —gritó Kloots al animal que se escabulló por la puerta—. Señor Stroom, crea usted que lamento mucho este percance. Tome su peluca. Cierre usted la puerta, Vanderdecken —añadió— pues el animalito me quiere mucho y podría volver.

En cuanto Stroom vio el oso fuera y la puerta cerrada, se arrellanó en un sillón, volvió a colocar sobre su cabeza la deteriorada peluca, cuyos rizos limpió cuidadosamente, compuso los arrugados encajes de los puños y, dándose gran importancia, mientras golpeaba el suelo con el bastón, dijo:

—Señor Kloots, ¿qué significa esta falta de respeto al representante de la Compañía?

—No ha habido aquí falta ninguna de respeto; el animal es un oso, como ha visto, y manso hasta con los extraños. Está en mi poder desde que era joven. Todo es debido a una equivocación. Mi segundo, Hildebrando, lo encerraría seguramente para que no anduviera sobre cubierta embarazado la maniobra y, sin duda, se ha olvidado de que estaba aquí cuando usted ha entrado. Repito que lamento mucho el percance, pero respondo que no volverá usted a ver el animal, a no ser que desee usted jugar con él algún rato.

—¡Jugar con él! ¡Cómo se entiende! ¡Yo! ¡El representante de la Compañía jugar con un oso! Señor Kloots, es preciso que arroje en seguida ese animal al agua.

—Jamás arrojaré al animalito a quien quiero tanto, señor Stroom; pero le garantizo que no le molestará más.

—En ese caso, capitán, tendrá usted que entenderse con la Compañía, a la cual me quejaré de su conducta. El buque no volverá a fletarse en lo sucesivo y usted perderá la cantidad que le corresponda.

Kloots era terco como buen holandés y el tono imperativo del sobrecargo le revolvió la bilis y repuso:

—No hay en mi contrato condición alguna que me prohíba tener animales a bordo.

—Los estatutos de la Compañía —añadió Stroom arrellanándose en el sillón con aire de importancia y cruzando sus delgadas piernas—, sólo permiten a los capitanes conservar en sus buques los animales raros y curiosos que los gobernadores envían a Holanda para obsequiar a los reyes, tales como tigres, leones, elefantes, etc.; pero no se les tolera que lleven a bordo por cuenta propia ninguna clase de animales, porque esto equivaldría a un comercio privado, que la Compañía prohíbe en absoluto.

—Yo no tengo el oso para comerciar con él, señor Stroom.

—Pues es necesario que lo envíe usted ahora mismo a tierra, señor Kloots. Lo mando, y de lo contrario…

—En ese caso voy a disponer anclar de nuevo. El consejo de la Compañía resolverá la cuestión y si se me ordena que quede el oso en Ámsterdam, me resignaré. Pero tenga usted en cuenta, señor Stroom, que vamos a perder la protección de la escuadra y tendremos que navegar solos, privados del auxilio de los demás buques. ¿Mando que echen el ancla o no, caballero?

Esta observación del capitán puso término a la terquedad del sobrecargo que no quería viajar en aquella forma, y el temor de este nuevo peligro venció al que le había inspirado el oso.

—Señor Kloots —dijo—, no quiero ser intolerante. Si encadena usted a la fiera para que jamás se me acerque, permitiré que permanezca a bordo.

—Respondo que no molestará a nadie; pero, si atamos al animalito, no cesará de gruñir un momento y le será a usted imposible dormir.

Stroom conoció que Kloots no cedía y que le importaban poco sus amenazas, en vista de lo cual adoptó el partido de todo hombre que se considera vencido; juró interiormente vengarse y dijo en todo de condescendencia.

—Con esas condiciones, capitán, puede el oso permanecer en el barco.

Kloots y Felipe salieron de la cámara; el primero aburrido y murmurando entre dientes:

—Si la Compañía manda monos a bordo, debe tolerárseme el tener osos.

Y, satisfecho de haber triunfado, Kloots recobró el buen humor que le era habitual.