Estaba ya muy avanzado el otoño, cuando un aviso del capitán del buque en que iba a embarcarse Felipe, despertó a éste de su sueño de amor, volviéndole a la realidad.
Felipe no había vuelto a acordarse de la penosa misión que había jurado cumplir; la posesión de Amina y su felicidad presente le hacían olvidar sus desgracias futuras; algunas veces acudían a su memoria, pero inmediatamente desechaba la idea y hasta conseguía olvidarla. Creía hacer bastante cumpliendo su misión cuando llegara el momento; pero, mientras, transcurría el tiempo con la maravillosa rapidez que acompaña siempre a una vida plácida y dichosa. Felipe, pues, olvidó su juramento en los brazos de Amina, quien cuidaba de no recordar cosa alguna que pudiera empañar la felicidad de que disfrutaba. Una o dos veces, solamente, aludió Poots a la partida de Felipe, pero el ceño de su hija le hizo callar en seguida viéndose el anciano obligado a emplear sus horas de tedio en pasear por la sala, contemplando con ojos avariciosos la vajilla de plata encerrada en los aparadores y que relucía con todo su primitivo brillo.
Cierta mañana, en, el mes de octubre, dieron algunos golpecitos en la puerta con los nudillos de los dedos. Esta precaución revelaba que era un desconocido el que llamaba y Amina acudió a abrir.
—Deseo hablar con el señor Felipe Vanderdecken —dijo el recién llegado, con una voz que parecía un eco.
El sujeto que hablaba, era un hombrecillo vestido con el traje que usaban en aquella época los marineros holandeses y con un gorro de piel de tejón, calado hasta las cejas. Sus facciones eran ásperas y diminutas; su rostro, de una palidez mate; los labios, blanquecinos, y el cabello, rubio con algunas canas. Su barba estaba poco poblada, y su aspecto no revelaba su edad. Lo mismo podía ser un joven decrépito, que un viejo bien conservado, aunque enjuto. Pero lo más singular de este raro personaje eran los ojos, que despertaron en seguida la atención de Amina. El párpado derecho lo tenía cerrado y caído, y la pupila debía haberse consumido, pero el ojo izquierdo era, por lo contrario, extraordinariamente grande, muy saliente, de una claridad acuosa repugnante y sin pestaña alguna. Tan extraño era, que cuando se miraba a aquel hombre sólo se le veía aquel órgano. No era un hombre con un ojo, sino un ojo con un hombre; su cuerpo semejaba la torre de un faro, del que sólo ve el marino la luz que le guía, sin fijarse para nada en el edificio que la sostiene. Esto no obstante, aquel individuo, aunque pequeño, era bien formado; sus manos tenían una suavidad impropia de un hombre de mar, y sus facciones, a pesar de ser ásperas, no estaban exentas de cierta regularidad. Sus modales obsequiosos y atentos revelaban superioridad, y en su persona se advertía algo inexplicable que infundía miedo.
Amina lo contempló con fijeza, y experimentó un estremecimiento interior, que no pudo reprimir al invitarle a entrar en la casa.
No sorprendió menos a Felipe la facha del recién llegado, quien, al penetrar en la estancia, tomó asiento, sin decir una palabra, precisamente en el mismo sitio que acababa de dejar Amina en el sofá. A Vanderdecken le pareció un mal augurio el hecho de que ocupara aquella persona el lugar de su esposa y creyó que esta circunstancia era un aviso del Cielo para arrancarle de aquella tranquila y plácida existencia lanzándolo a los peligros, desastres y sufrimientos.
Cuando el recién llegado se sentó junto a él, experimentó Felipe una sensación de frío que corrió por todos sus miembros. El tuerto miró en torno suyo, y, después de examinar los aparadores, fijó su ojo único en Amina. Felipe palideció intensamente, pero no habló una palabra.
Durante algunos minutos reinó un profundo silencio, que rompió el desconocido pronunciando con cierta sorna estas palabras:
—Felipe Vanderdecken, ¡eh! ¡eh! Felipe Vanderdecken, ¿no me conoce usted?
—No, señor —contestó éste malhumorado.
La voz del pequeño personaje se asemejaba a un gemido y su timbre continuaba oyéndose, aun después que había concluido de hablar.
—Me llamo Schriften —dijo mirando a Amina—; soy uno de los pilotos de Ter Schilling y he venido, ¡eh! ¡eh! a separarle del amor, de las comodidades y hasta de la tierra firme —añadió dando una patada en el suelo—, para que perezca tal vez en el mar. Esto es muy agradable —prosiguió Schriften mirando a Felipe de una manera significativa.
Vanderdecken experimentó deseos de poner de patitas en la calle a aquel impertinente; pero Amina, que lo comprendió, se cruzó tranquilamente de brazos y lanzando al desconocido una mirada despreciativa, repuso:
—Todos somos víctimas del destino y, en la mar o en la tierra, hemos de morir. Felipe mirará la muerte cara a cara y jamás se pondrán sus mejillas tan pálidas como las de usted.
—Puede ser —replicó Schriften, a quien contrarió grandemente la resuelta actitud de aquella joven tan bella; y, después, fijándose en el relicario de la Virgen que estaba en la cornisa de la chimenea, exclamó—: Es usted católico, según parece.
—En efecto —contestó Felipe—, pero ¿a usted qué le importa? ¿Cuándo abandona el puerto el buque?
—Dentro de una semana. Sólo una semana para hacer los preparativos necesarios para el viaje; únicamente siete días y, después, es preciso abandonarlo todo. ¿Mala noticia, eh?
—Es suficiente tiempo —replicó Felipe—; diga usted al capitán que no faltaré. Ven, Amina, no quiero perder un minuto.
—Voy —repuso ésta—, pero nuestro primer deber es la hospitalidad. Caballero, ¿desea usted tomar un refrigerio antes de marcharse?
—Hasta dentro de ocho días —repitió Schriften sin contestar a Amina y dirigiéndose a Felipe.
Éste movió la cabeza en señal de asentimiento, y el piloto, girando sobre sus talones, abandonó rápidamente la estancia.
Amina cayó desplomada en el sofá. Aquel golpe asestado a su felicidad era tan repentino y tan, violento, que le fue imposible resistirlo. Las palabras del tuerto revelaban mala intención y su aspecto no era el más a propósito para tranquilizar a nadie. La joven se cubrió el rostro con las manos, mientras que Felipe paseaba agitado por el aposento, recordando con toda la viveza del colorido las escenas que tenía ya casi olvidadas. Creyó entrar nuevamente en la habitación fatal y ver otra vez el funesto bordado; este recuerdo le hacía temblar.
Los jóvenes acababan de despertar de un sueño venturoso y les estremecía el sombrío porvenir que se les presentaba. Pocos momentos bastaron, sin embargo, a Felipe, para recobrar su habitual sangre fría. Tomó asiento junto a Amina y la estrechó en sus brazos. Los dos permanecieron silenciosos; conocían mutuamente sus pensamientos y se esforzaban por convencerse de que había llegado el momento de separarse, quizás para siempre.
Amina fue la primera que habló; arrancándose a los brazos de su esposo y poniéndose la mano sobre el corazón como para contener sus violentos latidos, dijo:
—Ese mensajero no parece un ser humano. ¿No sentiste correr por tus venas un frío glacial cuando se sentó junto a ti? A mí eso fue lo que me ocurrió.
Felipe pensaba del mismo modo; pero, no queriendo alarmarla. Contestó con cierta confusión:
—¡Qué tontería! Lo repentino de su aparición y lo extraño de su conducta te han sobresaltado… Ese hombre, por su excesiva deformidad, es un desterrado de la sociedad, privado de toda alegría doméstica y de las sonrisas del bello sexo; porque, ¿cuál será la mujer que se deje abrazar por esa horrible criatura? Sin duda, ha sentido envidia al verte en mis brazos tan hermosa y se habrá complacido en poner término, con su mensaje, a una felicidad, que a él está vedada. Te repito, amor mío, que no hay nada de particular en esto.
—Y, aunque mi conjetura fuera cierta, ¿qué importa? Tu situación es verdaderamente terrible y desesperada. Ahora que soy tu esposa, Felipe, siento menos valor que cuando te entregué mi mano. Entonces ignoraba lo mucho que iba a perder. Pero —continuó poniéndose la mano sobre el corazón—, no te apures; aunque lo siento mucho, estoy preparada y tengo verdadero orgullo de ser la esposa del elegido para cumplir una misión tan grande.
Amina hizo una pequeña pausa, y, luego, prosiguió:
—¿No podrías estar tú también equivocado, Felipe?
—Me parece que no, Amina; esto es un aviso del Cielo, pero tengo valor y una excelente esposa —contestó Felipe tristemente, volviendo a abrazarla—. ¡Hágase la voluntad de Dios!
—Cúmplase en buen hora —repuso Amina, levantándose del sofá—. Ya ha pasado la primera explosión de dolor; ya me encuentro más fuerte, pues sé cuál es mi deber.
Vanderdecken permanecía silencioso, y Amina, a los pocos momentos, añadió:
—Pero una sola semana, Felipe…
—Quisiera que sólo faltara un día y aún me parecería largo. Ese maldito monstruo ha venido demasiado pronto.
—No opino del mismo modo, Felipe; por lo contrario, le doy las gracias por esa semana, a pesar de que es un plazo muy breve para decir adiós a mi felicidad. Si yo te hubiera de afligir o molestar con mis lágrimas, súplicas o reconvenciones (como cualquiera mujer lo haría en mi caso), un día sería más que suficiente para tal escena de debilidad por mi parte, y de cobardía por la tuya. Pero no, Felipe, tendré valor. Debes lanzarte al peligroso combate, resuelto a morir, como los antiguos caballeros; tu esposa te vestirá, como a ellos, la armadura, te probará su cariño cerrando cuidadosamente los ajustes para protegerte del peligro y te verá partir llena de esperanza y confiando en tu próximo regreso. Una semana es realmente muy breve si la empleo, como me propongo, en oír tu voz, en escuchar tus palabras (cada una de las cuales quedará para siempre grabada en mi corazón) y en alimentar con ellas mi amor, durante tu ausencia y mi soledad. Agradezcamos a Dios que nos conceda estos siete días para gozar de nuestra felicidad, Felipe.
—Dices bien, Amina; después de todo no ignorábamos que esto tenía que ocurrir.
—Pero mi amor era tan violento que me lo había hecho olvidar.
—Y, sin embargo, durante esta separación, nuestro amor sólo vivirá de recuerdos.
Amina exhaló un suspiro. En aquel momento llegó Mynheer Poots, quien, admirado al ver el cambio que habían sufrido las radiantes facciones de Amina, exclamó:
—¡Santo profeta! ¿Qué ocurre?
—Nada que nos haya sorprendido —contestó Felipe—. Voy a partir; el buque se hace a la mar dentro de una semana.
—¡Cómo! ¿Se marcha usted tan pronto?
El viejo avaro, esforzándose por disimular, en presencia de su hija y de Felipe, el placer que le causaba el viaje de su yerno, no pudo borrar de su rostro la expresión de complacencia que la noticia le producía.
Afectando una gravedad, que distaba mucho de ser sincera, agregó luego:
—Verdaderamente es una mala noticia.
Los siete días siguientes fueron empleados en hacer los preparativos de marcha. Amina dominó su emoción, a pesar de la mortal agonía que le causaba la partida de su querido esposo, mientras Felipe luchaba con encontrados sentimientos, al verse obligado a abandonar comodidades, dicha y amor para ir a buscar los peligros, las privaciones y la muerte. Algunas veces, para poner término a su angustia, resolvía quedarse, pero la reliquia le recordaba su juramente y nuevamente se decidía a partir. Cuando Amina caía dormida en sus brazos, contaba los pocos días que podía permanecer a su lado, y, si al despertarse oía silbar el viento, se estremecía pensando en las tempestades que iba a arrostrar Felipe. Fue una semana interminable para ambos, aunque creían que el tiempo volaba, así es que experimentaron un verdadero placer cuando, llegado el momento de la separación, dieron salida a sus sentimientos.
—Felipe —dijo Amina tomando asiento junto a él y estrechándole la mano—, cuando te hayas marchado mi sufrimiento no será tan grande. No olvido que me enteraste de todo antes de casarnos, pero repito que mi amor me hizo arrostrarlo todo. El corazón me dice con frecuencia que volverás, pero es fácil que me engañe; puedes, efectivamente, volver, pero quizás muerto. En esta sala te esperaré, en este sofá, que voy a colocar en su primitivo sitio, me sentaré y si no regresas vivo, prométeme que te aparecerás a tu esposa, aunque sea en espíritu. No temeré a la tempestad ni me asustará que la ventana se abra con estrépito, no. Que yo vuelva a verte y sepa si has perecido; porque, entonces, no teniendo nada que hacer en este mundo, me apresuraré a reunirme contigo en el Cielo. Prométemelo, Felipe.
—Cumpliré tu deseo si Dios me lo permite —respondió el joven, cuya voz temblaba. Y, después, continuó—: ¡Estoy sufriendo una prueba terrible! ¡Dios mío, ayúdame a soportarla!
Los negros ojos de Amina se fijaron en él; le era imposible pronunciar una palabra; sus facciones se contrajeron; la naturaleza era impotente para dominar tal exceso de dolor y cayó en los brazos de Felipe sin movimiento. Éste, al besar sus pálidos labios, advirtió que estaba desmayada.
—Ahora no sientes —murmuró recostándola en el sofá—; preferible es que así sea, porque pronto te despertarás para padecer.
Felipe llamó en su ayuda a Mynheer Poots, que estaba en la habitación inmediata, tomó su sombrero y dando a Amina un segundo y apasionado beso en la frente, se alejó de la casa, perdiéndose de vista mucho antes que aquélla hubiera podido recobrar el conocimiento.