VI

—¿Es ésta la sala que ha permanecido cerrada tantos años? —preguntó Amina entrando en ella a la mañana siguiente, mucho antes que Felipe se hubiera despertado del profundo sueño que las fatigas de la noche pasada le habían producido—. Sí, indudablemente tiene el aspecto de haber estado sin abrirse largo tiempo.

La joven miró luego en torno suyo y examinó los muebles; las jaulas le llamaron la atención.

—¡Pobres animalitos! —exclamó—. ¿Sería aquí donde se apareció el padre a la madre? Bien puede ser verdad, puesto que Felipe asegura que tiene pruebas. ¿Por qué no había de aparecerse? Si Vanderdecken hubiera muerto, yo me alegraría mucho de ver su espíritu; esto, al menos, sería algo. ¿Pero, que habláis labios traidores que así descubrís mis secretos? La mesa está colocada, hay además una costura con todos los utensilios de labor esparcidos por el suelo; esto se deberá al espanto que sufrió la madre, y que acaso fuera motivado por algún ratón. Sin embargo, el simple hecho de no haber atravesado esta puerta un ser vivo durante tantos años entraña gran solemnidad. Hasta esa mesa derribada, que nada ofrece de particular, impresiona la imaginación. No me maravilla que Felipe crea tan terrible el secreto que encierra esta sala; pero así no debe permanecer, es necesario habitarla.

Amina, que estaba muy acostumbrada a cuidar a su padre, y que, además, sabía muy bien el manejo de la casa empezó en el acto su tarea.

Barrió toda la habitación, limpió los muebles uno por uno, y quitó las jaulas de los pájaros. El polvo y las telarañas desaparecieron y la mesa y el sofá fueron colocados en el centro de la estancia. Terminado aquel trabajo de limpieza, el sol penetró por las abiertas ventanas, adquiriendo la sala un nuevo aspecto, en la que reinaban por doquier la alegría y claridad.

Amina comprendía perfectamente que las fuertes impresiones se debilitan cuando los objetos que las motivan desaparecen de nuestra vista, y decidió contribuir a tranquilizar a Felipe, cuya imagen se había grabado en su corazón con toda la violencia propia de su raza. Continuó, pues, su faena con ardor, hasta que los cuadros que pendían de las paredes y todos los demás adornos quedaron tan limpios como si fueran nuevos.

También sacó de la sala la costura y el bordado, cuyo contacto había hecho retroceder a Felipe, como si hubiera pisado una víbora. El joven había dejado las llaves en el suelo y Amina pudo abrir con ellas los aparadores; limpió las empolvadas vidrieras y se ocupaba ya en frotar algunos objetos de plata, cuando se presentó su padre en la estancia.

—¡Santo Dios! —exclamó Mynheer Poots—, ¿es todo eso plata? Entonces debe ser muy rico Felipe. Y, ¿dónde tiene los guilders?

—No se ocupe usted de eso, padre; piense sólo en conservar lo suyo y en agradecer a Felipe sus servicios.

—Sí, pero, como va a vivir con nosotros, me interesa saber si come mucho y cuánto me pagará. Debe hacerlo bien, puesto que es rico.

Amina se sonrió despreciativamente, pero no contestó.

—No sé dónde guardará su dinero cuando se embarque. ¿Quién quedará encargado de su custodia, durante su ausencia?

—Yo me he comprometido a ello, padre.

—¡Ah, bien, bien; perfectamente! Nosotros nos encargaremos de eso; el buque podría naufragar y entonces… nosotros nos quedaremos con todo.

—Seré yo, padre. Usted nada tiene que ver.

Amina volvió a colocar la plata en los aparadores, cerró las vidrieras, guardóse la llave en el bolsillo y se encaminó a la cocina para preparar el almuerzo, mientras el viejo contemplaba admirado las bandejas y demás objetos del brillante metal. No apartaba la vista de aquellas bandejas y parecía clavado en el suelo. De vez en cuando murmuraba:

—¡Todo plata, todo plata!

Al fin bajó Felipe y, al pasar por delante de la puerta de la sala, vio a Mynheer Poots absorto en la contemplación de los aparadores, y penetró en el aposento. Quedó admirado y complacido de la variación introducida en ella por Amina, lo que le proporcionó una alegría extraordinaria.

Momentos después apareció la joven con el almuerzo y los ojos de ambos se hablaron con más elocuencia que lo habrían hecho los labios. Vanderdecken sentóse a desayunarse sin que obscureciera su ancha frente la más ligera sombra de disgusto.

Cuando se levantaron los manteles, dijo Felipe:

Mynheer Poots, he pensado dejar a usted en posesión de mi casa, que espero encontrará de su gusto. Ya diré a su hija, antes de marcharme, cuáles son las mejoras que creo necesario introducir en ella.

—¿De modo que nos abandona usted para navegar? Debe ser divertido el viajar por países extraños; mucho mejor, seguramente, que permanecer aquí. ¿Y cuándo emprende el viaje?

—Saldré esta misma tarde para Ámsterdam con objeto de hacer mis preparativos y buscar barco, pero quizá vuelva antes de embarcarme.

—¡Ah! ¿Piensa usted volver? Ya comprendo que es necesario contar el dinero, que guardaremos, como si fuera nuestro. ¿Y dónde lo tiene usted encerrado, señor Felipe?

—De todo informaré a Amina, antes de irme. Repito que regresaré, según creo, dentro de tres semanas a lo sumo.

—Padre —interrumpió Amina—, ha prometido usted ir a visitar al hijo del burgomaestre y ya es hora de ponerse en marcha.

—Sí, sí, es cierto; pero no corre prisa. Es más agradable permanecer al lado del señor Vanderdecken, porque tenemos que hablar mucho antes que se marche.

Felipe se sonrió acordándose de lo que había ocurrido cuando llamó a Mynheer Poots, dos días antes, para que visitara a su madre, y este triste recuerdo le produjo en seguida gran consternación.

Amina, que adivinaba el pensamiento de Felipe y el de su padre, trajo a éste el sombrero, y le acompañó hasta la puerta. Mynheer Poots, por tanto, se vio obligado a salir contra todo su deseo, porque jamás contrariaba la voluntad de su hija.

—¿Tan pronto, Felipe? —preguntó Amina, cuando se quedaron solos.

—Sí, en seguida; pero confío en volver a verle a usted antes de que el buque se haga a la mar. Por si así no ocurriera, le daré mis últimas instrucciones. Entrégueme usted las llaves.

Entonces abrió el armario que estaba debajo del aparador y después las puertas de la caja de hierro.

—Aquí está mi dinero, Amina —dijo—. No necesitamos contarlo, como su padre pretendía. Ahora se convencerá usted de que no la engañaba al asegurar que era dueño de muchos miles de guilders. Actualmente, para nada los necesito, puesto que voy a aprender la profesión de marino. Ignoro cuál será mi suerte…

—¿Y si no vuelve usted jamás? —preguntó Amina gravemente.

—Entonces todo será suyo, los guilders, los muebles y hasta la casa.

—¿Tiene usted parientes? ¿No es cierto?

—Solamente uno, que es riquísimo; un tío que nos ha ayudado bien poco, por cierto, en nuestras necesidades y que no tiene hijos. No existe en el mundo nadie más que usted, Amina, que haya inspirado interés a mi corazón. Considéreme como a hermano, y yo por mi parte la amaré a usted como a una hermana.

Amina permaneció callada. Felipe tomó del mismo saco que estaba empezado algún dinero, para los gastos del viaje, y volviendo a cerrar las puertas de la caja y del armario, entregó nuevamente las llaves a Amina. Ya iba a dirigirle otra vez la palabra, cuando se presentó el padre Leysen, el párroco, después de llamar suavemente en la puerta con los nudillos de los dedos.

—Dios te bendiga, Felipe, y a usted también, hija mía, a quien hasta ahora no había tenido el gusto de conocer. Supongo que es usted la hija de Mynheer Poots.

Amina inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Veo, Felipe —añadió el cura—, que ya has abierto la sala y he oído, además, cuanto acabas de decir. Desearía conversar contigo y ruego a esta señorita que nos deje un momento solos.

Amina abandonó la estancia y el sacerdote, tomando asiento en el sofá, suplicó a Felipe que se colocara a su lado. La conversación que siguió fue demasiado larga para que nos permitamos aburrir al lector consignándola aquí. El eclesiástico intentó primeramente enterarse del secreto, pero no consiguió averiguar nada. Felipe le dijo lo mismo que había dicho ya a Amina; pero ni una palabra más. Expuso su propósito de embarcarse y de dejar sus bienes al médico y a su hija, en el caso de que no volviese. Respecto a Mynheer Poots, el párroco preguntó cuáles eran sus creencias, pues nunca se le había visto en la iglesia y se aseguraba que era hereje. A esto contestó Felipe con su franqueza habitual, agregando que la hija, al menos, estaba ansiosa de conocer los misterios de la religión y que esperaba que empezase cuanto antes a instruirla, por no creerse él persona capaz de hacerlo. El padre Leysen, comprendiendo en seguida la pasión que sentía Vanderdecken por Amina, accedió gustoso. Dos horas duraba ya la entrevista, cuando los interlocutores fueron interrumpidos por la llegada de Mynheer Poots, que huyó de la habitación al ver al cura. Felipe llamó entonces a Amina y le rogó que recibiera las visitas del digno sacerdote, quien se marchó después de bendecirlos.

—¿Le ha dado usted algún dinero, señor Felipe? —preguntó Mynheer Poots, cuando el párroco hubo desaparecido.

—No: y siento mucho que se me haya olvidado.

—No le pese a usted. El dinero vale más que cuantos servicios pueda él prestarle. Ya me encargaré yo de evitar que vuelva.

—¿Y por qué no ha de volver, si Felipe no se opone? Ésta es su casa —dijo Amina.

—Si el señor Vanderdecken lo quiere así… Pero ya se ha marchado.

—Imagínese usted que él lo manda. Además, el padre Leysen ha quedado en venir a visitarme con frecuencia.

—¡A visitarte a ti, hija mía! ¿Y para qué? Bien; si vuelve, no le daré un céntimo y verás como se marcha con la música a otra parte.

Felipe no tuvo ocasión de hablar con Amina, aunque realmente tenía bien poco que decirle. Una hora después se despedía de ella en presencia de su padre, el cual no los dejó un momento solos, con la esperanza de enterarse del sitio en que Felipe guardaba el dinero.

Dos días necesitó Vanderdecken para llegar a Ámsterdam y, al hacer indagaciones, se enteró de que, hasta pasados algunos meses, no zarparía buque alguno con rumbo a la India. Hacía ya mucho tiempo que se había constituido la Compañía Holandesa de las Indias orientales, y el comercio particular había decaído mucho. Los barcos de esta Compañía se daban a la vela en las estaciones más favorables para doblar el cabo de las Tempestades, nombre con que designaron los primeros navegantes al cabo de Buena Esperanza. Uno de los buques que habían de componer la escuadrilla que primero abandonaría el puerto de Ámsterdam, se llamaba el Ter Schilling y, a la sazón, se encontraba reparando sus averías.

Felipe buscó al capitán y le reveló su propósito de embarcarse para aprender náutica. Al capitán agradó el aspecto del joven y, como éste no exigió sueldo alguno durante el viaje, sino que, por lo contrario, prometió pagar cierta cantidad como alumno práctico, le dio un camarote a bordo, con categoría de oficial, ofreciéndole, además, que comería en su propia mesa y que le avisaría con anticipación el día en que el barco había de levantar anclas. Felipe, que no podía por entonces hacer más para cumplir su juramento, regresó a Terneuse y se encontró una vez más al lado de Amina.

Durante los dos meses que siguieron, Mynheer Poots siguió practicando la medicina, por lo cual estaba casi siempre fuera de casa, y los dos jóvenes amigos se quedaban solos con frecuencia. El amor de Felipe por Amina era tan intenso como el que ésta le profesaba a él. Era más que amor, una especie de idolatría por parte de ambos, que cada día iba en aumento. Algunas veces la frente de Felipe se contraía recordando su triste porvenir, pero una sonrisa de Amina disipaba su disgusto y el joven, al contemplar a su amada, lo olvidaba todo. Ella no procuraba ocultar su amor; sus miradas, sus palabras y sus ademanes lo demostraban claramente. Cuando Felipe le estrechaba la mano, rodeaba su esbelto talle, o besaba sus labios de coral, ella se abandonaba a sus caricias con confianza; era demasiado noble y confiada, sentía que toda felicidad radicaba en su amor y sólo se creía dichosa en presencia de Felipe. Dos meses más tarde, el padre Leysen, que los visitaba con frecuencia y demostraba gran interés en la instrucción de Amina, entró un día en la habitación, cuando Felipe estrechaba a la joven en sus brazos.

—Hijos míos —dijo—, hace mucho tiempo que os observo y vuestra conducta es altamente reprensible. Felipe, si tienes propósito de casarte, como parece, no continúes en este estado peligroso; voy a uniros las manos.

Vanderdecken se levantó vivamente.

—No, no, señor cura, todavía no; vuelva usted mañana y todo estará resuelto. Es preciso que antes hable con Amina.

El sacerdote se retiró y ambos jóvenes volvieron a quedar solos. Amina variaba de color a cada momento y su corazón palpitaba violentamente. Comprendió que su felicidad pendía de un hilo.

—El padre Leysen tiene razón —dijo Felipe tomando asiento a su lado—. Esta situación no puede prolongarse; ojalá pudiera vivir siempre junto a usted. ¡Cuán cruel es mi suerte! Adoro hasta la tierra que usted pisa, Amina; pero no me atrevo a suplicarle que sea mi esposa porque sería lo mismo que casarse con la miseria y con la desgracia.

—No opino del mismo modo, Felipe —replicó ella con los ojos bajos.

—Me parece que no procedería yo muy bien y que sería muy egoísta.

—Hablaré claramente —repuso la joven—. Dice usted que me ama; ignoro cómo aman los hombres, pero sé cómo amo yo. Si usted me abandona, entonces sí que sería egoísta e ingrato porque me dará la muerte. Quiere usted embarcarse porque ése es su destino; embárquese en hora buena; pero ¿por qué no me lleva consigo?

—¡Conmigo, Amina! ¿Quiere que la conduzca a la muerte?

—La muerte no es otra cosa que el descanso eterno. No le temo; lo que me aflige es perderte. Voy a decirte más. ¿No están nuestras vidas en manos de Dios? ¿Por qué entonces tienes tal seguridad de perecer? Tú me has asegurado que has sido elegido para cumplir una triste misión; si esto es así, ¿cómo has de perecer hasta que la termines? Desearía conocer tu secreto; quizá mi consejo te fuera útil, y aun cuando de nada te sirva, ¿no se experimenta gran placer compartiendo la dicha, lo mismo que la desgracia, con las personas amadas?

—Amina, mi violenta pasión me coloca en situación indecisa, porque ¡cuál no sería mi felicidad si estuviéramos ya unidos! Ignoro qué hacer, ni qué decir. Si fueras mi esposa, te revelaría mi secreto, pero tampoco puedo casarme contigo sin que lo conozcas antes. Voy, pues, a enterarte de todo. Cuando me hayas oído, verás cuán desdichado soy, aunque no por mi culpa, y decidirás; pero no olvides que mi juramento está registrado en el Cielo y que no debes inducirme a faltar a él. Escucha con atención, y si quieres unir tu suerte con la de un infeliz cuyo porvenir es tan sombrío, cúmplase tu voluntad. Disfrutaré de mi corta felicidad y en cuanto a ti…

—Revélame el secreto cuanto antes, Felipe —gritó Amina impaciente.

Vanderdecken refirió entonces todo cuanto ya saben los lectores. Amina escuchaba en silencio, sin que se le contrajera un solo músculo del rostro durante la relación. Felipe se estremecía recordando su terrible juramento y concluyó diciendo:

—Lo hecho es irremediable.

—Acabas de contarme una historia extraordinaria —replicó Amina—, y, antes de contestar, te ruego que me permitas examinar la reliquia. ¿Es posible que una cosa tan pequeña pueda tener tal virtud y encerrar al mismo tiempo tantas desgracias? Me parece extraño y perdóname que no preste en absoluto crédito a este cuento de Eblis. Bien sabes que no estoy todavía muy versada en la nueva religión que el señor cura me está enseñando. No quiero decir que sea tu relación falsa, pero no quedo completamente convencida. Concedo hasta que es verdadera; en ese caso debes cumplir tu deber y no formar tan mal juicio de mí, suponiendo que he de disuadirte de lo que es justo. De ningún modo, Felipe; busca a tu padre y sálvalo, si te es posible. ¿Pero crees que una tarea tan grande la vas a terminar con un solo esfuerzo? ¡Oh, no! Si estás destinado a ello, escaparás de todos los peligros, hasta que hayas terminado tu misión. Volverás muchas veces y tu Amina te consolará y animará a proseguir. Cuando Dios te llame a su lado, bendeciré tu memoria si sobrevivo. Me has dicho también que resuelva: soy tuya.

Amina se arrojó a los brazos de Felipe, quien la estrechó contra su corazón. Aquella misma noche la pidió por esposa a Mynheer Poots y éste, tan pronto como Vanderdecken abrió la caja de hierro y le mostró sus riquezas, se apresuró a concedérsela.

Al día siguiente fue informado el párroco, y tres días más tarde se celebraba el matrimonio de Amina Poots y Felipe Vanderdecken, mientras las campanas de la pequeña iglesia de Terneuse repicaban alegremente.