V

Felipe tomó asiento en el portal y, separándose el cabello de la frente, lo dejó ondular a impulsos de la brisa, porque la constante excitación de los tres días anteriores le había producido tal fiebre y confusión en sus ideas, que se sentía anonadado. Necesitaba descansar, pero sabía que no había reposo para él. Tenía presentimientos horribles y sólo veía en lo porvenir una interminable cadena de peligros y desastres, cuyo último eslabón sería la muerte, y, sin embargo, contemplaba estas futuras desdichas sin abrigar temor alguno. Su pensamiento no se apartaba de la fatal carta, cuyo extraordinario modo de desaparecer probaba su origen sobrenatural; y no se olvidaba un momento de que él solo era el elegido para cumplir aquella triste misión. La reliquia que llevaba encima le confirmaba todavía más en su creencia.

—Es mi destino, es mi deber —pensó Felipe; y, conforme ya con estas conclusiones, su imaginación volvió a recrearse contemplando la belleza, valor y presencia de ánimo que había demostrado la hija de Mynheer Poots—. ¿Será posible que el destino de esta hermosa criatura haya de unirse al mío? —volvió a decir entre sí, contemplando la luna que brillaba en el firmamento—. Los sucesos de estos tres días casi confirman mi suposición; Dios sabe lo que ha de ocurrir; pero, de todos modos, cúmplase su voluntad. He jurado consagrar mi existencia a conseguir el perdón de mi infortunado padre; ¿pero está esto en oposición con mi amor a Amina? ¿Procederé con rectitud procurando obtener el cariño de un ser que, si me ama, será con pasión y a prueba de contratiempos? ¿Debo exponerla a compartir su suerte con la mía que ha de ser tan precaria? ¿No es también desdichada la vida de todos los marineros, en lucha constante con las irritadas olas, y con sólo una pulgada de tabla entre ellos y el abismo? Además, yo debo realizar una peligrosa empresa, y no puede ocurrirme desgracia alguna, mientras no la termine. ¿Cuál será el término de mi tarea? Acaso la muerte. ¡Ojalá estuviese más tranquilo y pensara con mayor cordura!

De tal modo reflexionó durante largo rato Felipe Vanderdecken, hasta que, al fin, principió a amanecer, y rendido por tanta emoción, quedóse dormido, sentado como estaba. De pronto, sintió una suave presión en el brazo, y dando un salto amartilló una pistola que llevaba en el pecho; pero, al volver la cabeza, se encontró frente a frente con Amina y su alma se inundó de gozo.

—¿Esa pistola estaba destinada para mí? —preguntó la joven sonriéndose y repitiendo las mismas palabras que en circunstancias idénticas había pronunciado Felipe la noche anterior.

—¡Para usted, Amina! Sí, para defenderla una vez más, si hubiera habido necesidad de ello.

—Lo creo; ha sido usted muy bueno, al velar durante esta interminable noche, después de tantas fatigas.

—Hasta que ha amanecido he vigilado cuidadosamente.

—Pero ahora debe usted retirarse y descansar un rato. Mi padre ha abandonado ya el lecho y puede usted acostarse en él.

—Agradezco el ofrecimiento, pero no es mi propósito dormir por ahora; hay que hacer mucho. Es necesario enterar al burgomaestre de lo ocurrido, porque esos cadáveres deben permanecer ahí, hasta que la justicia los levante.

—Eso corresponde a mi padre como dueño de la casa; usted permanezca aquí, y puesto que no desea dormir, le daré algún refresco. Mientras tanto, hablaré con mi padre, que ya se ha desayunado.

Amina desapareció, no tardando en volver acompañada le Mynheer Poots, que parecía resuelto a ver al burgomaestre. Saludó muy afectuosamente a Felipe, y dando un ligero rodeo para no tropezar con los cadáveres, a cuya vista se encogió de hombros, se encaminó a buen paso hacia la ciudad inmediata, donde residía el magistrado.

Amina suplicó a Felipe que la acompañara, y así lo hizo en efecto, entrando ambos en la habitación del médico, donde, con sorpresa, vio Vanderdecken una taza de café dispuesta para él, cosa extraordinaria todavía en aquellos tiempos, y más extraordinaria todavía en casa del miserable Poots; pero el café constituía para el avaro una necesidad, pues acostumbrado a él desde sus primeros años no podía dispensarse de tomarlo a pesar de su ruindad.

Felipe, que hacía cerca de veinticuatro horas que no tomaba alimento, ingirió ansiosamente cuanto le pusieron delante. Amina, sentada enfrente de él, no pronunció una palabra durante el almuerzo.

—Amina —dijo al fin Felipe—, he reflexionado mucho durante toda la noche, mientras he estado de centinela en la puerta. ¿Me permite usted que le exponga mi pensamiento?

—¿Por qué no? —contestó la joven—. Creo que no dirá usted nada inconveniente, o que no pueda ser oído por una doncella.

—Me hace usted justicia. He pasado toda la noche pensando en usted y en su padre, y abrigo la convicción de que no deben permanecer en esta casa tan solitaria.

—Es cierto; aquí no estamos seguros. Pero no conoce usted bien a mi padre; le agrada la soledad, el alquiler es muy barato y él es muy amante del dinero.

—Todo hombre que quiera conservar sus riquezas, debe guardarlas en lugar seguro, y esta morada no reúne esas condiciones. Óigame usted, Amina. Poseo una casita, rodeada de otras muchas cuyos habitantes nos prestamos mutua protección y ayuda. Voy a abandonarla, quizás para siempre, porque debo embarcarme en el primer buque que salga para el mar de las Indias.

—¡Para el mar de las Indias! ¿Y por qué? ¿No nos dijo usted anoche que poseía millares de guilders?

—Es cierto; pero, de todos modos, debo partir; es mi destino. No me pregunte usted más, y escuche lo que ahora voy a decirle. Su padre de usted debe irse a vivir a mi casa y cuidar de ella en mi ausencia; me prestará con esto un señalado favor, y espero que usted le convenza. Allí puede estar completamente seguro y yo le entregaré, además, cuanto dinero poseo para que me lo guarde. No me es necesario por ahora, ni puedo llevármelo conmigo.

—A mi padre no puede confiársele dinero ajeno.

—Pues, entonces, ¿por qué es tan avaro? Tiene que dejarlo todo en este mundo, y usted será su heredera. Si esto es así, ¿qué peligro hay en que sea mi depositario?

—Es preferible que me deje usted a mí de tesorera, y desempeñaré el cargo fielmente. Pero ¿qué necesidad tiene usted de arriesgar su existencia en el mar, siendo rico?

—Siento no poder contestarle, Amina. Cumplo un deber filial, y no puedo dar más explicaciones, al menos por ahora.

—Si ése es su deber, no insisto. No ha sido la curiosidad femenina, sino un sentimiento más laudable el que me ha inducido a preguntarle.

—¿Y cuál ha sido ese sentimiento?

—No puedo explicarlo; quizás muchos de ellos reunidos, gratitud, aprecio, respeto, confianza, cariño… ¿no son suficientes?

—En efecto, Amina; pero yo también siento todo eso por usted, y quizá otro más. Por consiguiente, si tanto me aprecia, persuada a su padre a abandonar esta casa y a irse a vivir a la mía.

—Y usted, mientras tanto, ¿dónde piensa residir?

—Si su padre no me admite como huésped durante los pocos días que he de permanecer aquí, buscaré otro alojamiento; pero si accede, le pagaré bien; esto es, si usted no se opone a que yo viva bajo el mismo techo.

—¿Por qué había de oponerme? Nuestra morada no es segura, y usted nos ofrece la suya. Sería una injusticia y una ingratitud al mismo tiempo arrojarle de su propia casa.

—Convenza entonces a su padre, Amina. Nada intereso por ello; por lo contrario, lo agradezco como un favor. No me marcharía tranquilo si la dejara a usted expuesta al menor peligro. ¿Me promete persuadirle?

—Haré cuanto pueda para conseguirlo; hasta me atrevo a asegurar que lo conseguiré, porque ejerzo gran influencia sobre él. He aquí mi mano en prenda. ¿Está usted satisfecho?

Felipe estrechó la diminuta mano que le alargaba la joven, y dejándose llevar por el amor que le inspiraba, la aproximó a sus labios. Miró, sin embargo, a Amina, por si ésta hacía alguna manifestación de desagrado, y sólo vio que sus obscuros ojos lo contemplaban con insistencia como pretendiendo leer en lo más íntimo de su pensamiento. Sin embargo, no retiró la mano.

—Amina —prosiguió Felipe—, puede usted tener confianza en mí.

—No lo he puesto en duda —replicó la joven.

Felipe soltó la mano de Amina que volvió a tomar asiento, y durante un largo rato permaneció silenciosa y meditabunda. El joven, por su parte, también estaba pensativo. Al fin, dijo Amina:

—Me parece haber oído a mi padre que su madre de usted era muy pobre y que había una sala en su casa que no se ha abierto durante muchos años.

—Ha estado efectivamente cerrada hasta ayer.

—¿Y encontró usted en ella dinero? ¿Sabía su madre que estaba allí guardado?

—Sí, lo sabía y me lo reveló antes de morir.

—Habrá tenido motivos poderosos para no abrir esa habitación.

—Ciertamente.

—¿Y cuáles han sido? —preguntó Amina en voz baja y con tono suave.

—No puedo revelarlos; al menos, no debo. Baste a usted saber que fue por temor a una aparición.

—¿Qué aparición?

—Mi madre aseguraba que se le había aparecido su esposo.

—¿Y cree usted que se le apareció realmente?

—No tengo la menor duda; pero me es imposible dar más explicaciones, Amina. La sala baja está ya abierta, y no hay temor de que se aparezca nadie en ella.

—Yo no lo temo —replicó Amina pensativa—. Pero —continuó—, ¿se relaciona esto con su secreto?

—Sólo puedo contestar que sí; estoy resuelto a embarcarme, y le suplico que no me dirija más preguntas respecto al particular. Me es muy doloroso no poder enterarla por completo; pero mi deber me impide hablar con más claridad.

Ambos quedaron luego silenciosos, hasta que volvió a decir Amina:

—Ha demostrado usted tanto interés por recobrar la reliquia, que supongo que también desempeña su papel en el misterio. ¿No es así?

—Voy a responder por última vez, Amina. Efectivamente no se ha equivocado.

No pasó inadvertida para Amina la manera brusca con que Felipe había cortado la conversación.

—Tan absorto está usted —agregó la joven— en sus propios pensamientos, que ni siquiera agradece el interés que usted me inspira.

—Se equivoca usted, pues, por lo contrario, se lo agradezco con toda mi alma. Perdóneme mis modales groseros, pero no olvide que el secreto no es mío, o, al menos, así lo creo. Dios sabe que desearía haberlo ignorado siempre, porque ha destruido todas mis esperanzas y todas mis ilusiones.

Felipe volvió a guardar silencio, y cuando de nuevo levantó la cabeza, vio que los ojos de la joven lo contemplaban con fijeza.

—¿Quiere usted adivinar mis pensamientos, o pretende descubrir mi secreto, Amina?

—Los pensamientos, quizá; el secreto, no. Sin embargo, siento mucho que este último le aflija de tal modo. Debe ser terrible, cuando tanto preocupa a una persona del temple de usted.

—¿Dónde ha aprendido usted a ser tan valiente? —preguntó Felipe variando el tema de la conversación.

—Las circunstancias hacen a las personas valientes o cobardes. Los que estamos acostumbrados a los peligros y a los contratiempos, no los tememos.

—¿Y dónde ha sufrido usted peligros y dificultades?

—En mi país natal; no en esta tierra pantanosa y triste.

—¿Quiere usted referirme su infancia? Le guardaré el secreto si así lo desea.

—Estoy convencida de que sabe usted guardar los secretos hasta contra su voluntad —replicó Amina sonriendo—; por lo demás, tiene usted perfecto derecho a conocer la vida de la que ha salvado. No diré mucho, pero será bastante. Mi padre, siendo joven, iba embarcado a bordo de un buque mercante; fue hecho prisionero por los moros, y vendido como esclavo a un hakim, o médico de su nación. Al verlo tan listo, su amo le hizo ayudante suyo, y bajo la dirección de aquel hombre aprendió la medicina. Pocos años después sabía tanto como el maestro; pero su condición de esclavo no le permitía trabajar en beneficio propio. Usted conoce la avaricia excesiva de mi padre, quien, deseando poseer tantas riquezas como su amo, y obtener la libertad, abrazó la religión de Mahoma, y de ese modo consiguió verse libre y ejercer su profesión por cuenta propia. Contrajo matrimonio con una joven árabe, hija de un jefe a quien había salvado la vida y se estableció en el país. Yo fui el fruto de este matrimonio; mientras tanto, él iba acumulando riquezas y conquistando cada día mayor celebridad; pero no pudo curar al hijo del bey, y éste fue el pretexto para perseguirlo. Púsose a precio su cabeza, mas logró escapar, aunque le costó la pérdida de todos sus bienes. Mi madre y yo fuimos con él, refugiándonos entre los beduinos, con los cuales vivimos algún tiempo. Allí me acostumbré a marchas rápidas, a ataques fieros y salvajes, a victorias y derrotas, y hasta vi con frecuencia matar a los hombres sin piedad ni misericordia. Como los beduinos no pagaban bien los servicios de mi padre, cuyo ídolo era el oro, cuando supo que el bey había fallecido, regresó al Cairo para dedicarse nuevamente al ejercicio de la medicina. Se hizo otra vez rico, hasta que su fortuna excitó la codicia del nuevo bey, pero en esta ocasión se enteró a tiempo de los propósitos del gobernante y consiguió fugarse con una parte de sus riquezas y ganar la costa de España, aunque no conservar su dinero. Antes de establecerse en este país se lo robaron casi todo, y hace tres años que ha empezado a ahorrar de nuevo. Hemos vivido un año en Middleburgo, y finalmente nos hemos trasladado a esta casita. Ésta es toda la historia de mi vida.

—¿Y continúa siendo todavía mahometano su padre de usted, Amina?

—Lo ignoro; pero parece que no cree en nada, al menos no me ha enseñado religión alguna. Su Dios es el oro.

—¿Y el de usted?

—El mío es el creador del universo, el Dios de la naturaleza, cualquiera que sea el nombre que se le dé. Esto es lo que creo, y supongo que todas las religiones son senderos, más o menos largos, que conducen al cielo. La de usted es la cristiana, Felipe; ¿es ésa la verdadera? Todos creen que la suya es la mejor, por mala que sea.

—La mía es la única verdadera, Amina. Si pudiera revelar… ¡Tengo pruebas tan terribles!

—Si su religión es la mejor, tiene usted el deber de revelar esas pruebas. ¿Acaso está usted obligado a guardarlas?

—No; y, sin embargo, es lo mismo que si lo estuviera. Pero oigo voces, deben ser su padre y las autoridades; voy a recibirlos.

Felipe bajó las escaleras y Amina le siguió con la vista hasta que hubo desaparecido por completo.

—¡Será posible! —exclamó ella apartando con la mano los cabellos que caían sobre su blanca frente cuando Vanderdecken se hubo alejado—. Compartiría con él sus sufrimientos, peligros y hasta la muerte, mejor que la dicha y la felicidad con otro. Procuraré conseguirlo. Esta noche mi padre trasladará su residencia a la casa que le ha ofrecido y lo prepararé todo.

Las autoridades tomaron declaración a Felipe y a Mynheer Poots, y examinaron los cadáveres siendo dos de ellos reconocidos e identificados. El burgomaestre ordenó su traslado y Felipe y el médico quedaron en libertad, pues no resultaba ningún cargo contra ellos, que no habían hecho sino defenderse.

Es innecesario reproducir la conversación que Felipe Vanderdecken, Mynheer Poots y su hija Amina sostuvieron después durante largo rato, bastando consignar que el médico quedó convencido por los argumentos empleados por sus dos jóvenes interlocutores, y aceptó el ofrecimiento que se le hizo, si bien es verdad que la razón más poderosa que tuvo para ello fue la de no pagar alquiler. Se buscó un carruaje para trasladar los muebles y los medicamentos, y aquella tarde quedó hecha la mudanza. Sin embargo, hasta que obscureció no se transportó la pesada arca del médico, que fue escoltada por el mismo Felipe Amina y su padre marchaban también junto al carro.

Cuando todo estuvo dispuesto y los tres personajes pudieron retirarse a descansar, era ya una hora muy avanzada de la noche.