No es fácil dar al lector una idea del estado de ánimo en que se encontraba Felipe Vanderdecken cuando, después de haberse apoderado de la carta de su padre, abandonó la casa y se encontró bajo la bóveda del cielo.
A semejanza del reo condenado a muerte que recibe en capilla la noticia de que ha sido perdonado y, cuando se entrega al júbilo que la remisión de su pena le produce, vuelve a tener luego la seguridad de que ha de ser conducido al patíbulo, Felipe sufrió las alternativas de sus esperanzas de felicidad y de certidumbre de su infortunio con gran abatimiento.
Durante largo tiempo vagó con la carta en su crispada mano y apretando con fuerza los dientes. Poco a poco fue tranquilizándose y, falto de aliento por la rapidez de la marcha, sentóse en el suelo en cuya postura permaneció un rato, absorto en la contemplación del papel funesto, que sostenía sobre sus rodillas con entrambas manos.
Instintivamente dio media vuelta a la carta, cuyo sello era negro; suspiró, se puso de pie y prosiguió su incierto camino, murmurando:
—No, no debo leerla aquí.
Todavía anduvo errante otra media hora; el sol estaba ya a punto de desaparecer del horizonte. Felipe se paró entonces y, contemplando con fijeza el astro rey, exclamó:
—Dios me está contemplando; pero ¿por qué, misericordioso Creador, me has elegido a mí entre tantos millones de hombres, para que emprenda tarea tan penosa?
Después miró en torno suyo buscando un sitio a propósito para ocultarse, romper el sello y leer aquel mensaje que venía del mundo de los espíritus, y vio no lejos de allí un pequeño espacio cubierto de arbustos y rodeado de grandes árboles, al cual se encaminó, y donde tomó asiento oculto entre el follaje de modo que nadie pudiera observarlo. Contempló nuevamente el brillante astro del día y se sintió más tranquilo.
—Ésta es tu voluntad y éste es mi destino —dijo—; cúmplanse ambas cosas.
Tocó, al fin, el sello, y sintió que le hervía la sangre al reflexionar que aquella carta había sido entregada por un ser extraordinario, y que encerraba el secreto de un condenado por Dios. Recordó que aquél era su propio padre y que en la carta revelaba la única esperanza de redención que tenía el infeliz, que imploraba su auxilio, y cuya memoria le habían enseñado a amar.
—Es una cobardía perder tantas horas —exclamó Felipe—; hasta el sol parece que no quiere ocultarse hasta haber alumbrado mi lectura.
Reflexionó luego un rato y volvió a ser el atrevido Vanderdecken. Rompiendo entonces el lacre, que llevaba las iniciales del nombre de su padre, leyó el contenido de la carta, que decía así:
“A Catalina:
»Dios ha permitido a uno de esos espíritus compasivos que constantemente están impetrando el perdón para los pecados de los hombres, que me revele cuál es el medio de que se conmute mi sentencia.
»Si consigo recibir en la cubierta de mi propio buque la misma reliquia sobre la que hice el fatal juramento, besarla humildemente y llorar profundamente arrepentido, entonces el Todopoderoso me permitirá descansar en paz.
“Ignoro de qué modo podrá esto verificarse ni quién será el osado que acometa tan temeraria empresa. Nosotros tenemos un hijo, Catalina, pero no, no; es preferible que jamás conozca la suerte de su desdichado padre.
»Adiós y ruega por mí.
»G. Vanderdecken.
—¡Conque es cierto! ¡conque es, por desgracia, cierto! —pensó Felipe—; ¿y mi padre se encuentra sufriendo su condena? Habla de mí en la carta, ¿de qué otro podría hablar? ¿No soy su hijo? ¿No es ése mi deber? Sí, padre mío —añadió en voz alta y cayendo de rodillas—, no has escrito estas líneas inútilmente. Voy a leerlas de nuevo.
Levantó la mano en que tenía la carta, pero ésta había ya desaparecido; sus dedos sólo apretaban la nada. Miró al suelo, por si la encontraba entre el césped, pero no la encontró. ¿Sería todo aquello una visión? No, él había leído todas las palabras una por una.
—Según esto —exclamó—, yo soy el llamado a desempeñar tan terrible misión; pues bien, la cumpliré. Óyeme, padre querido, si Dios te lo consiente; oye a tu hijo que por esta sagrada reliquia jura obtener tu perdón o sucumbir en la demanda. Todos los días de su vida los dedicará a tan noble objeto y, cuando haya cumplido su deber, morirá tranquilo. Cielos, que escuchasteis el impío juramento del padre, oíd ahora el que hace su hijo sobre la misma reliquia y, si soy perjuro, castigadme todavía con mayor severidad que a él.
Felipe se prosternó besando el sagrado símbolo. El sol ocultó su dorado disco tras las cumbres de las montañas lejanas y la noche lo cubrió todo con su negro manto; el joven permanecía aún en la misma postura orando y entregado a profundas reflexiones.
De pronto, atrajo su atención el rumor que producían las voces de varios hombres que estaban sentados en el mismo bosquecillo muy cerca del sitio en que él se ocultaba. Dio al principio poca importancia al hecho, y se ocupó únicamente en regresar a su casa para hacer sus planes; pero, aunque los hombres hablaban bajo, llegó a sus oídos repetidas veces el nombre de Mynheer Poots. Entonces se decidió a prestarles atención, comprendiendo en seguida que eran unos cuantos desertores que proyectaban asaltar aquella misma noche la casa del médico, que, según sus cálculos, debía ser muy rico.
—He propuesto lo mejor —dijo uno de ellos—; sólo vive con él su hija.
—A mí —replicó otro—, me seduce la joven más que el dinero; y advierto a ustedes antes de ir que la reclamo como mía.
—Si la compras, te la cederemos gustosos —objetó un tercero.
—Conforme; ¿y cuánto debo dar, en conciencia, por una niña llorona?
—Quinientos guilders —dijo otro de los bandidos.
—Los daré, pero con la condición de que si mi parte del botín es inferior a esa suma, tendré derecho a quedarme con la chiquilla por lo que me toque.
—Negocio arreglado —interrumpió otro—; pero sufriría una gran decepción si en el arca del vejete, no encontramos lo menos dos mil guilders.
—¿Están todos conformes en ceder la chica a Baetans?
—Sí —contestaron los demás.
—Perfectamente —repuso el que anhelaba la posesión de la hija de Poots—, soy dé ustedes en cuerpo y alma. Yo amaba a esa joven y ofrecí casarme con ella, pero ese viejo avaro me despreció a pesar de ser oficial. Ha llegado la ocasión de vengarme y me las pagará todas juntas.
—Bueno, bueno —replicaron los oyentes.
—¿Vamos ahora mismo, o esperamos que sea más tarde? Dentro de una hora sale la luna y conviene que nadie nos vea.
—¿Y quién nos ha de ver, como no sea alguno que vaya a solicitar los servicios de Mynheer Poots para que asista a un enfermo? Creo que cuanto más tarde vayamos, será mejor.
—¿Qué se necesita para ir a su casa? Sólo unos treinta minutos; por consiguiente, si emprendemos la marcha dentro de media hora, llegaremos justamente a tiempo de contar los guilders a la luz de la luna.
—Tienes razón; mientras tanto pondré al gatillo de mi fusil un pedernal nuevo y lo cargaré después. Yo trabajo muy bien en la obscuridad.
—Como que estás acostumbrado a ello, Jan.
—Es verdad. Señores, dedico esta bala a la cabeza de ese viejo espantajo.
—Me alegro; más vale que lo mates tú que yo —replicó uno de los otros—, porque me salvó la vida en Middleburgo, cuando todos me habían ya desahuciado, y le estoy agradecido.
Felipe no necesitó oír más. Deslizóse por entre los arbustos y saliendo a la alameda, la atravesó con el mayor silencio que pudo para evitar el ser descubierto. Sabía muy bien que aquellos desalmados pertenecían a una banda de desertores que infestaba el país. Sin otra preocupación que la de salvar a Poots y a su hija, olvidó por un momento a su desgraciado padre y la carta que acababa de leer. Conocedor del país, no tardó en hacerse cargo de la dirección que debía tomar para ir a la solitaria casa del médico; echó a correr con toda la ligereza de sus piernas y a los veinte minutos se detenía, falto de aliento junto a la puerta.
Como de costumbre, allí no se percibía ningún ruido. Llamó y no obtuvo respuesta; repitió el llamamiento varias veces, pero obtuvo el mismo negativo resultado. Mynheer Poots debía de haber ido a visitar algún enfermo y no estaría en casa. Felipe entonces, gritó:
—Señorita, si su padre ha salido, como presumo, escúcheme usted. Soy Felipe Vanderdecken. He oído casualmente la conversación de cuatro criminales que pretenden asesinar y robar al anciano Poots. Dentro de una hora y quizá antes estarán aquí y he venido a proteger a ustedes en cuanto me sea posible. Juro a usted por la reliquia que me ha devuelto esta mañana que es cierto cuanto llevo dicho.
Transcurrió un largo rato sin que nadie contestara.
—Señorita —volvió a decir—, contésteme si aprecia su honra, que debe ser para usted más preciosa que el oro para su padre. Abra esa ventana y oiga lo que voy a referirle; ningún peligro hay en ello.
Al fin se abrió la ventana, y Felipe pudo contemplar en ella, a través de la obscuridad, la graciosa figura de la hija de Mynheer Poots.
—¿Qué desea usted a esta hora tan inoportuna? ¿Qué es lo que me iba usted a decir hace un minuto, cuando llamó a la puerta?
Felipe refirió entonces detalladamente cuanto había escuchado y concluyó rogando que le permitiera entrar para defenderla.
—No olvide, señorita, lo que le he dicho. Ha sido usted vendida a uno de esos canallas, llamada, según creo, Baetans. El oro supone bien poca cosa, pero permítame que entre para defender su honor que es el mayor tesoro y no crea ni por un solo instante que la engaño. Le juro que es verdad por el alma de mi pobre madre.
—¿Ha dicho usted Baetans?
—Si no he oído mal, así le llamaban los otros; hasta aseguró haber amado a usted en otro tiempo.
—Recuerdo ese nombre; pero ignoro qué hacer ni qué decir. Mi padre ha ido a asistir a un enfermo y acaso tarde mucho en volver. ¿Cómo puedo abrir a usted la casa de noche, estando él ausente y yo sola? Ni debo ni puedo hacerlo, y, sin embargo, me inspira usted confianza. No lo supongo en manera alguna capaz de inventar una fábula para sorprenderme.
—Jamás juego con la honra y la vida de una señorita; permítame que entre.
—Pero, aun cuando lo permita, ¿qué va usted a hacer contra tantos? Ellos son cuatro, lo arrollarían, y, en vez de una vida, sacrificarían dos.
—No ocurrirá semejante cosa, si tiene usted armas; creo que su padre no vivirá en este retiro sin ellas. En cuanto a mí no temo, y bien sabe usted que tampoco soy cobarde.
—Me consta; pero me sorprende que arriesgue su vida por salvar la de aquellos a quienes no hace mucho intentaba matar. Le doy, pues, las gracias de todo corazón, pero no me atrevo a abrir la puerta.
—En ese caso, señorita, si no me permite usted entrar no me moveré de aquí y sin armas mal podré defenderme contra cuatro bandidos que no carecen de ellas; me dejaré matar para demostrar que es sincero mi juramento a una persona a quien de todos modos defenderé aun a costa de…
—¡Dios mío! ¿Voy, entonces, a asesinarlo yo? No puedo permitirlo. Júreme por lo que más quiera en el mundo que no me engaña.
—Lo juro por usted misma, que es para mí lo más sagrado.
Seguidamente se cerró la ventana y dos minutos después se abrió la puerta, apareciendo en ella la encantadora joven. Llevaba una luz en la mano derecha, y sus mejillas pasaban, alternativamente, del rojo más subido a la más extremada palidez. Tenía el brazo izquierdo extendido hacia abajo y en la mano una pistola medio oculta. Felipe, aunque vio el arma, se hizo el desentendido, y fingió no advertir su precaución.
—Señorita —dijo antes de pasar del umbral—, si aún abriga usted la menor duda, si aún cree que no debe permitirme la entrada, puede cerrar de nuevo la puerta; pero, por su propia salvación, le ruego que no lo haga. Antes de que salga la luna llegarán aquí los ladrones. Protegeré a usted; respondo de ello con mi vida. ¿Quién osará tocar uno solo de sus cabellos?
La joven era realmente bella y digna de ser admirada. Sus facciones, alumbradas de vez en cuando por la luz de la bujía que el viento hacía oscilar, la simetría de sus formas y la gracia de su traje, eran otros tantos atractivos que realzaban sus encantos y justificaban la admiración de Felipe. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo peinado en gruesas trenzas que le caían por la espalda; su estatura era mediana; sus formas, perfectas y el vestido, sencillo y elegante, aunque en nada parecido al que a la sazón usaban las jóvenes de aquella provincia. Todo en ella revelaba a primera vista que corría por sus venas sangre árabe, como así era efectivamente.
Miraba de hito en hito a Felipe como si pretendiera adivinar sus pensamientos, pero había tal ingenuidad en las palabras de éste y tanta sinceridad en sus maneras, que la joven se tranquilizó. Después de un momento de reflexión, dijo:
—Entre usted, Vanderdecken, creo que puedo confiar en usted.
Felipe entró, cerrando en seguida la puerta.
—No podemos perder tiempo, señorita; dígame usted su nombre para poder llamarla por él.
—Mi nombre es Amina —replicó la joven retirándose un poco.
—Gracias por la confianza que deposita usted en mí; pero no nos entretengamos. ¿Tiene usted armas y municiones?
—Tengo ambas cosas. Sólo siento que mi padre esté ausente.
—Yo también desearía que se encontrara aquí. Ojalá llegue antes que los criminales; no permita Dios que se presente mientras estén aquí, porque han cargado una carabina para atravesarle el cráneo, y sólo le perdonarían la vida a cambio de su dinero y de la persona de usted. ¿Dónde están las armas?
—Venga usted conmigo —replicó Amina, guiando a Felipe hacia una sala interior del piso alto, que era el retiro del médico y contenía varios estantes llenos de botellas de drogas. En un rincón veíase un arca de hierro y sobre ella dos carabinas y tres pistolas.
—Todas están cargadas —añadió Amina mostrándoselas y poniendo sobre la mesa la que ella llevaba en la mano.
Felipe las tomó una a una y examinó los cebos. Luego, agarró la pistola que había dejado la joven y miró la cazoleta. Estaba cargada también.
—Ésta la destinaba usted para mí, ¿no es cierto? —preguntó Felipe.
—No para usted, sino para un traidor.
—Ahora, Amina, voy a colocarme en la ventana que usted abrió antes, pero la habitación debe quedar a obscuras. Permanecerá usted aquí y se encerrará con llave, si así lo reclama su seguridad.
—¡No me conoce usted bien! —respondió Amina—. No soy cobarde y, por consiguiente, cargaré las armas, cosa que sé hacer perfectamente.
—De ningún modo —arguyó Felipe—; podrían herirla.
—Ciertamente; ¿pero supone usted que permaneceré ociosa, pudiendo ayudar al que expone su vida por mí? Conozco mi deber y he de cumplirlo.
—No se exponga usted, Amina —dijo Vanderdecken—; mi puntería será insegura mientras usted corra peligro. Pero traslademos las armas a la otra habitación porque el tiempo vuela.
Felipe, con ayuda de la joven, condujo las carabinas y las pistolas al aposento inmediato, y Amina entonces se retiró llevándose consigo la luz. Tan pronto como nuestro héroe se vio solo, abrió la ventana y miró hacia fuera, pero no vio a nadie; escuchó con atención y no percibió el menor ruido. La luna comenzaba a mostrarse tras de los lejanos montes, pero empañaban su brillo blanquecinas nubes; Felipe esperó todavía algunos minutos hasta que, al fin, oyó un ligero rumor abajo. Volvió a mirar detenidamente y distinguió a través de la obscuridad a los cuatro bandidos que conversaban junto a la puerta de la casa. Se retiró de la ventana en silencio y fue a la sala contigua en la cual encontró a Amina muy ocupada en preparar municiones.
—Amina, ya están ahí, y me parece que estudian la manera de atacarnos mejor. Puede usted verlos sin peligro; me alegro mucho de que así sea, porque de este modo se convencerá por sus propios ojos de que no he mentido.
La joven, sin replicar una palabra, se asomó a la ventana. No tardó en volver y, apoyando la mano sobre el brazo de Felipe, dijo:
—Perdóneme usted que haya dudado; sólo temo ahora que mi padre llegue de un momento a otro y se apoderen de él.
Felipe volvió a la ventana e hizo un nuevo reconocimiento. Los ladrones, considerándose impotentes para forzar la puerta cuya solidez desafiaba todos sus esfuerzos, apelaron a una estratagema. Dieron varios aldabonazos y, al ver que nadie les respondía, los repitieron. El resultado negativo de esta segunda tentativa les indujo a consultarse de nuevo; aplicaron después un fusil al agujero de la llave, y lo dispararon consiguiendo hacer saltar la cerradura, pero las barras de hierro que aseguraban la puerta por dentro, se mantuvieron firmes.
Aunque Felipe habría procedido cuerdamente disparando sobre los bandidos cuando los vio por primera vez, no quiso, sin embargo, intentarlo, porque tienen un sentimiento generoso las almas nobles que les impide quitar la vida a un semejante suyo a no ser absolutamente necesario, y este sentimiento le impulsó a esperar que sus enemigos rompieran las hostilidades.
Apuntó, al fin, a la cabeza de uno de los ladrones que se ocupaba en examinar el destrozo ocasionado en la cerradura y disparó la carabina; el desgraciado cayó muerto en el acto y los restantes se alejaron, sorprendidos de aquella resistencia inesperada. Pero repuestos en seguida, dispararon a su vez tres pistoletazos contra Felipe, que continuaba apoyado contra la repisa de la ventana; pero, afortunadamente, no lo hirieron. Vanderdecken sintió que lo arrastraban hacia dentro para apartarlo del peligro, y al volverse vio a Amina que había permanecido a su lado sin que él lo advirtiera.
—No se exponga usted, por Dios, Felipe —dijo ella en voz baja.
—¡Me llama Felipe! —pensó él en silencio.
—Probablemente, estarán esos desalmados acechando por si vuelve usted a asomarse —agregó Amina—; tome usted la otra carabina y baje al pasadizo. Si la cerradura ha saltado, como presumo, podrán meter los brazos por el agujero y quitar las barras de hierro; quizá no lo consigan, pero no me atrevo a asegurarlo. De todos modos vaya usted allí que es el sitio más fácil de atacar.
—Dice usted bien —contestó Felipe bajando.
—Pero no dispare más que una vez; si cae otro, ya no quedarán sino dos y les será imposible acechar la ventana y forzar al mismo tiempo la puerta. Baje usted, pues, y, entretanto, cargaré esta carabina.
Felipe descendió las escaleras en silencio y a obscuras. Se dirigió a la puerta y advirtió que uno de los ladrones había introducido en efecto el brazo por el hueco que ocupó la cerradura y forcejeaba por quitar la barra superior. Vanderdecken entonces levantó la carabina y ya se disponía a descerrajarle un tiro por el sobaco, cuando oyó fuera varias detonaciones.
—Amina se ha expuesto —dijo entre sí, y acaso se encuentre herida.
El deseo de vengarse le impulsó a disparar atravesando con el proyectil el cuerpo del criminal, y a subir en seguida, de un salto, las escaleras para enterarse del estado de Amina. No estaba en la ventana, la buscó en las otras habitaciones, y la encontró cargando tranquilamente las armas.
—¡Dios mío, qué susto me ha dado usted, Amina! Cuando oí los disparos, creí que había cometido usted la imprudencia de asomarse a la ventana.
—No se me ha ocurrido semejante cosa; pero supuse que, al disparar a través de la puerta, ellos podrían hacerlo también y herirle; y, por lo tanto, corrí a la ventana y asomé un palo con algunas prendas de mi padre, las cuales quedaron en seguida atravesadas por dos balas que dispararon los que estaban en acecho.
—¡Bravo, Amina! ¿Quién iba a suponer tal valor y serenidad a una joven tan bella? —exclamó Felipe entusiasmado.
—¿Por ventura, sólo son valientes los feos? —replicó Amina sonriendo.
—No he querido decir eso. Pero estamos perdiendo tiempo; voy a reconocer nuevamente la puerta. Déme esa carabina y cargue mientras tanto esta otra.
Felipe empezó a bajar, pero no había llegado aún a la puerta cuándo oyó a alguna distancia la voz de Mynheer Poots. Amina, que también la había oído, se apresuró a unirse a su defensor, con una pistola en cada mano.
—No tema usted, Amina —dijo Vanderdecken quitando las barras de hierro—; sólo quedan dos enemigos y salvaré a su padre.
Cuando la puerta estuvo abierta, Felipe se apoderó de la carabina y lanzóse fuera, encontrando al desdichado Poots en el suelo y rodeado de los dos bandidos, uno de los cuales levantaba ya el brazo, armado de un cuchillo para herirle; disparó sobre el criminal y la bala atravesó la cabeza del asesino. El otro malhechor acometió a Felipe entablándose entre ambos una lucha desesperada a la cual puso término Amina adelantándose con valentía y disparando a boca de jarro su pistola contra el bandido.
Retrocedamos ahora unos momentos para informar al lector de cómo el avaro médico llegó a encontrarse en la situación a que lo vio reducido el joven Vanderdecken, cuando éste acudió a prestarle auxilio.
Al regresar a su domicilio Mynheer Poots, oyó el estampido de las armas de fuego y, no acordándose más que de su dinero y de su hija, a la que amaba mucho, olvidó que era un débil anciano y, cual si le hubiesen nacido alas, echó a correr. Llegó a su casa sin aliento y se encontró de repente en poder de los ladrones, uno de los cuales estaba ya a punto de asesinarlo, cuando la llegada oportuna de Felipe se lo impidió.
En cuanto cayó herido el último de los criminales, Vanderdecken se desembarazó de él y corrió a ayudar a Mynheer Poots, levantándole en sus brazos y conduciéndole a la casa como si se tratara de un niño. El anciano era todavía presa del delirio que le produjo el temor.
Algunos momentos después, se tranquilizó un tanto.
—¡Mi hija! —exclamó—, ¡mi hija! ¿Dónde está mi hija?
—Aquí, padre, y sana y salva —replicó Amina.
—¡Ah, hija mía! ¿conque no estás herida? —preguntó Poots, mirándola atentamente—. ¿Y mi dinero? ¿dónde está mi dinero? —añadió incorporándose.
—Nadie ha tocado a él, padre.
—¿Tienes seguridad de ello? Quiero verlo.
—Ahí lo tiene usted completamente en salvo, gracias a una persona a quien no ha tratado usted con mucha cortesía.
—¿A quién aludes? ¡Ah! ya le veo: es Felipe Vanderdecken. Por cierto que me debe tres guilders y medio y, además, una botella. ¿Y dices, hija mía, que te ha salvado a ti y ha evitado que roben mi dinero?
—Sí, señor, arriesgando su vida.
—Bien, bien; entonces le perdonaré toda la deuda, ¿lo entiendes? toda la deuda. Pero, como él no necesita la botella, que me la devuelva. Dame agua.
Todavía transcurrió algún tiempo antes de Mynheer Poots recobrara por completo el uso de la razón. Felipe le dejó con su hija, y apoderándose de un par de pistolas, salió para enterarse del estado de sus enemigos. Como la luna, desaparecidas ya las nubes que la empañaban, brillaba esplendorosa en el espacio, pudo ver con claridad. Los dos ladrones que yacían junto a la puerta, habían dejado de existir. Los otros dos que hicieron prisionero a Mynheer Poots vivían aún, pero el uno estaba expirando y el otro se desangraba por momentos. Felipe hizo algunas preguntas a este último, sin obtener contestación y, quitándoles las armas, volvió a entrar en la casa donde encontró al viejo médico que, auxiliado por su hija, parecía más tranquilo.
—Doy a usted un millón de gracias, señor Vanderdecken. Ha salvado usted a mi hija y mi dinero, que es bien poco porque soy muy pobre. ¡Ojalá disfrute usted una vida larga y feliz!
—¡Una vida larga y feliz! No, no —murmuró Felipe, moviendo involuntariamente la cabeza.
—Yo también se lo agradezco con toda mi alma —dijo Amina, mirándole fijamente—. ¡Oh! Tengo mucho que agradecer a usted.
—Sí, sí; mi hija es muy agradecida —interrumpió Poots—; pero en cambio somos extremadamente pobres. Yo pregunté en seguida por mi dinero, porque, como tengo poco, sentía mucho perderlo; sin embargo, le perdono los tres guilders y medio; estoy resuelto a perderlos, señor Felipe.
—¿Y por qué ha de perderlos usted? He prometido pagarle y cumpliré mi palabra. Soy ahora rico, poseo millares de guilders y no sé qué empleo darles.
—¡Que tiene usted millares de guilders! —exclamó el médico—. ¡Bah! Está usted delirando. Eso no puede ser.
—Le aseguro a usted, Amina —dijo Felipe—, que efectivamente poseo un gran capital y bien sabe usted que no la engaño nunca.
—Lo creo desde luego —replicó la joven.
—Entonces, puesto que usted es tan rico y yo tan pobre, podríamos, señor Vanderdecken, si le parece bien…
Pero Amina puso la mano sobre los labios del viejo impidiéndole concluir la frase.
—Padre —dijo—, es tiempo de que nos retiremos. Usted, Felipe, debe marcharse también.
—De ninguna manera; ustedes acuéstense y duerman tranquilos —replicó Vanderdecken—. Buenas noches, Mynheer Poots; adiós, Amina; yo velaré por ustedes. Sólo necesito una luz.
—Buenas noches —contestó Amina tendiéndole la mano—; le repito las gracias por este nuevo favor.
—¡Millares de guilders! —se quedó murmurando el viejo, mientras Felipe bajaba las escaleras.