Felipe Vanderdecken quedó profundamente impresionado por el descubrimiento de la bella hija del médico Mynheer Poots.
Al llegar a su casa, subió el joven, aheleado por este nuevo sentimiento, las escaleras y se arrojó sobre la cama en que antes había dormido y que abandonó para salir en persecución del médico. Al principio recordó la escena que hemos descrito, las facciones de la preciosa niña, sus ojos, su expresión, su argentina voz y las palabras que había pronunciado; pero, recordando que el cadáver de su madre yacía en el aposento inmediato, y que el secreto de su padre permanecía oculto en la sala del piso bajo, se olvidó de la encantadora imagen que tan honda impresión le había producido.
El entierro estaba dispuesto para la mañana siguiente, y Felipe, cuyo interés por examinar el aposento misterioso había disminuido desde que conocía a la bella hija de Mynheer Poots, decidió no abrirlo hasta que terminara la fúnebre ceremonia. Con esta resolución y fatigado con tanto trabajo material y mental quedóse dormido hasta que le despertó el párroco para que acompañara el fúnebre cortejo. Una hora después todo había terminado, se disolvió la multitud, y Felipe regresó a su casa y, cerrando la puerta para que no le interrumpiera nadie, sintióse feliz al encontrarse solo.
Subió en seguida a la estancia en que una hora antes estuvo expuesto el cadáver y sintióse consolado. Nuevamente volvió a apoderarse del secreter y reanudó su tarea; pronto quedó arrancada la parte posterior del mueble y descubierto el cajón secreto, en cuyo interior encontró algo que supuso sería el objeto de sus pesquisas; era una gran llave cubierta enteramente con una espesa capa de herrumbre. Debajo había una carta cuyos caracteres estaban borrosos: la letra era de su madre y estaba redactada en los siguientes términos:
“Hace dos noches ocurrió un terrible suceso, del que me acuerdo aún con espanto y que me indujo a cerrar la puerta de la sala baja. Si durante mi vida no refiero a nadie lo sucedido, sepa el que leyere las presentes líneas, que la llave que hay con esta carta es la del aposento de referencia. Cuando por última vez salí de ella, subí al piso principal y pasé toda la noche al lado de mi hijo; al otro día tuve, sin embargo, bastante valor para volver a bajar, echar la llave y ocultarla en este secreter. La sala está actualmente cerrada y así continuará hasta que la muerte cierre a su vez mis ojos. Ni privaciones ni sufrimientos me obligarán jamás a abrirla, a pesar de que el armario de hierro que hay debajo del aparador que está más lejos de la ventana, encierra dinero suficiente para satisfacer todas mis necesidades; este dinero lo dedico a mi hijo, el cual, si no le revelo el fatal secreto, debe darse por satisfecho sabiendo que es tan terrible que me ha obligado a proceder como lo hago. Las llaves del armario y de los aparadores se encontraban, si no me es infiel la memoria, sobre la mesa o en mi canastillo de labor, cuando abandoné la sala. También había sobre la mesa una carta. Está lacrada. Que nadie la abra sino Felipe y sólo en el caso de que el secreto le haya sido revelado por mí. Después que la queme el párroco, porque está maldita; y, si mi hijo decide leerla, ¡oh! que medite y reflexione mucho antes de romper el sobre, porque sería preferible que no averiguase nada».
—¡Que no averigüe nada! —pensó Felipe con los ojos clavados en el papel—. Precisamente deseo todo lo contrario: saberlo todo. Perdóname, madre querida, que no reflexione antes como tú previenes; sería perder tiempo, puesto que estoy decidido a ello.
Luego, con ternura filial, besó la firma, dobló la carta y se la guardó en el bolsillo. Después tomó la llave y comenzó a bajar las escaleras.
Era mediodía, el sol brillaba esplendoroso en el espacio azul, en el cielo no había una sola nube y la naturaleza toda respiraba alegría y contento. Como la puerta de la casa permanecía cerrada, el pasadizo estaba envuelto en una semioscuridad, y Felipe tardó algunos momentos en introducir la llave por el ojo de la cerradura, consiguiendo darle una vuelta con bastante trabajo.
Cuando empujó la puerta de la estancia, Felipe no estaba tranquilo sino que, por el contrario, sintióse alarmado y su corazón palpitaba con violencia, pero él tenía valor sobrado para dominar el sobresalto que pudiera producirle la contemplación de lo que encontrara dentro. Abrió, al fin, y quedóse clavado en el portal, cual si temiera profanar el retiro de un espíritu, que podía reaparecer al turbar su reposo. Todavía tardó otro minuto para recobrar el aliento que había perdido y miró por último hacia el interior.
Desde el lugar en que se encontraba, distinguió, aunque imperfectamente, algunos objetos; pero tres rayos de sol, que atravesaban las junturas de los postigos, le impulsaron a retroceder, creyéndolos sobrenaturales, un poco de reflexión bastó, sin embargo, para tranquilizarle. Después de un momento de indecisión, Felipe fue a la cocina, encendió una bujía y, lanzando algunos suspiros, hizo un llamamiento a su valor, pues estaba ya decidido a penetrar en el funesto aposento. Desde la puerta practicó un ligero reconocimiento a la débil luz de la bujía; todo estaba tranquilo; la hoja de la puerta ocultaba la mesa sobre la cual había dejado su madre la carta.
—Es preciso hacerlo —pensó Felipe—, pues, cuanto más pronto, mejor —y, haciendo un poderoso esfuerzo de voluntad para dominar su inquietud, fue resueltamente a abrir los postigos.
No es extraño que temblara su mano al tocar aquella ventana que en otra ocasión se había abierto tan sobrenaturalmente; somos mortales y nos estremecemos al ponernos en contacto con lo que, según nuestra creencia, pertenece al mundo de los espíritus. Cuando, quitadas las aldabas y descorridos los pasadores, pudo abrir la ventana, un torrente de luz iluminó la estancia y, ¡Cosa extraña! la brillante claridad del día impresionó a Felipe mucho más que las tinieblas anteriores y, con la bujía en la mano, huyó precipitadamente a la cocina, donde permaneció algunos instantes con el rostro oculto entre las manos y profundamente pensativo.
Se acordó entonces de la encantadora hija de Mynheer Poots, e infundiéndole este recuerdo valor y confianza se puso de pie y se encaminó resueltamente hacia la sala. No describiremos los objetos que contenía por el orden con que los contemplaron los ojos de nuestro héroe sino de un modo más detallado y completo.
Medía aquella estancia doce o catorce pies cuadrados, con una sola ventana; frente a la puerta había una chimenea a cada uno de cuyos lados veíase un alto aparador de madera obscura. El suelo estaba limpio relativamente, aunque las arañas habían tendido sus redes por todas partes. Del centro del techo pendía un globo de cristal azogado, según la moda de aquel tiempo, pero la mayor parte de su superficie estaba opaca, y envuelto todo él completamente por telarañas, como si estuviera dentro de una funda. Sobre la chimenea había dos o tres cuadros; pero el polvo empañaba los cristales hasta el punto de ocultar por completo las estampas. En el centro de la cornisa del hogar veíase una imagen de la Virgen María, de plata, dentro de una especie de relicario del mismo metal, pero tan enmohecida que parecía de hierro o de cobre; a uno y otro lado había algunas figuritas indias. Los cristales de los aparadores estaban también tan sucios que, a través de ellos, era imposible ver el interior. La luz y el calor, al penetrar en la estancia, secaron en seguida la humedad y el polvo comenzó a caer cual menuda lluvia sobre las vidrieras, haciéndoles perder su natural transparencia; pero, esto no obstante, aunque con alguna dificultad, podía distinguirse dentro de los aparadores el brillo de algunas vasijas de plata que, aunque de igual modo enmohecidas, no habían perdido el color por completo.
De la pared frente a la ventana pendían otros cuadros análogos a los anteriores; pero, como ellos, llenos de polvo y telarañas, y, por último, dos jaulas. Felipe se acercó a examinar estas últimas comprobando que los que las ocuparon en otro tiempo habían sucumbido; los pequeños montones de plumas amarillentas y los diminutos esqueletos que se veían en ellas revelaban claramente que fueron canarios; pájaros raros y de mucho precio en aquella época. Felipe parecía dispuesto a examinarlo todo antes dé buscar lo que más ansiaba y temía encontrar. En aquel aposento había, además, varias sillas y sobre una de ellas algunas prendas de ropa blanca, que Vanderdecken supuso que le habían pertenecido cuando era niño. Al fin, volvió los ojos hacia la pared opuesta a la de la chimenea y en la cual estaba la puerta, detrás de cuya hoja debía encontrarse el sofá, la costura de labor y la «carta fatal». Al mirar en la citada dirección, un temblor nervioso agitó todo su cuerpo; pero, haciendo un gran esfuerzo de voluntad, consiguió tranquilizarse. Se fijó primero en la pared de la que pendían espadas, pistolas, arcos y flechas de varias clases, casi todas de origen asiático, y otras muchas máquinas de destrucción. Bajó poco a poco los ojos hacia la mesa y el sofá en que estuvo sentada su madre cuando su esposo le hizo la terrible visita, según ella le había referido. La costura, con todos sus accesorios, permanecía sobre la mesa, del mismo modo que la dejó la viuda. Las llaves a que hacía referencia en su carta, también estaban allí; pero Felipe, a pesar de registrarlo todo minuciosamente, no encontró carta alguna; levantó el costurero por si la encontraba debajo, pero inútilmente; removió, por último, los almohadones del sofá y el resultado fue el mismo. La carta no se encontraba tampoco allí. Sintió entonces como si un enorme peso desapareciera de su palpitante pecho.
—Sin duda alguna —dijo apoyándose en la pared—, todo ha sido una visión de la extraviada mente de mi pobre madre. Quizá se quedara dormida y viera en sueños lo que, después, tomó por realidad. Siempre creí que lo que me contó no era posible, o al menos, así lo esperaba. Habrá ocurrido lo que supongo; el sueño debió ser tan terrible como la realidad y perturbaría el juicio de la infeliz.
Felipe continuó reflexionando y concluyó por convencerse en absoluto de que sus conjeturas eran ciertas.
—Necesariamente debió de ocurrir lo que supongo —continuó diciendo—. ¡Pobre madre, cuánto has sufrido! Pero ya has obtenido tu recompensa y estás gozando de Dios.
Transcurrieron algunos minutos, que invirtió en examinar la habitación con más tranquilidad y quizá con indiferencia, pues se había persuadido de que la sobrenatural historia sólo había existido en la imaginación enferma de su madre, y Felipe, sacando del bolsillo la carta que había encontrado con la llave, leyó este párrafo: «El armario de hierro colocado debajo del aparador que está más lejos de la ventana, contiene dinero suficiente para satisfacer todas mis necesidades». Entonces tomó el manojo de llaves que' estaba sobre la mesa y abrió las puertas de hierro, quedando atónito al contemplar una suma considerable que, según sus cálculos, no bajaría de diez mil guilders, contenidos en sacos amarillentos.
—¡Pobre madre mía! —pensó Felipe—, ¿ha bastado un simple sueño para conducirte a la más espantosa miseria, siendo poseedora de una suma tan grande?
Tomó luego de uno de los talegos, que estaba medio vacío, algunas monedas para sus gastos inmediatos, y cerró nuevamente el armario. Abrió después los aparadores con otra llave, y en ellos encontró numerosas tazas y platos de plata y de porcelana de gran valor. Cuando todo estuvo otra vez cerrado, colocó el manojo de llaves sobre la mesa.
La posesión repentina de aquel tesoro, confirmó a Felipe en la creencia de que no había existido tal aparición, cuya creencia le hizo cobrar nuevos ánimos, y le infundió tal valor que casi estuvo tentado de soltar la carcajada. Sentado en el sofá, empezó a pensar en la linda hija de Mynheer Poots y a fabricar castillos en el aire, que terminaban en una vida de absoluta felicidad. Pasó dos horas en tan agradable ocupación, hasta que, acordándose, de pronto, de la reciente muerte de su madre, dijo en alta voz y poniéndose de pie:
—Aquí estabas sentada, madre mía, arrullando mi sueño, pensando en mi ausente padre y pronosticando peligros para él, cuando creíste ver que se te aparecía su espíritu. Indudablemente dormías, porque hay aquí en el suelo un bordado que dejarían caer tus inertes manos. ¡Querida madre! —continuó, mientras que una lágrima se deslizaba por sus mejillas, al inclinarse a recoger el pedazo de muselina—; grande debió ser tu sufrimiento al… ¡Santo Dios! ¡Aquí está, aquí está… la carta!
Como agobiado por un peso abrumador, inclinó la cabeza, lleno de angustia, sin que sus labios pudieran, articular una palabra más.
Era, sin embargo, cierto; allí estaba la carta fatal de Guillermo Vanderdecken. Si la hubiese encontrado sobre la mesa, como esperaba al entrar en la sala, la habría tomado con más tranquilidad seguramente; pero verla cuando se había plenamente convencido de que todo era una ilusión de su madre, cuando creía que lo sobrenatural y extraordinario sólo había sido una quimera y después de haber acariciado esperanzas y formado planes de futura felicidad, era un golpe terrible que le dejó durante algunos instantes inmóvil, aterrorizado y sorprendido. Cayeron, reducidos a la nada, los castillos en el aire que había formado, y a medida que iba recobrándose del susto, fue sintiéndose acometido de una profunda melancolía. Cuando pudo levantarse, se apoderó de la carta y huyó de aquella fatídica estancia.
—No puedo, no quiero leerla aquí —exclamó—. Este mensaje debo abrirlo bajo la bóveda del alto y ofendido cielo.
Y, dichas estas palabras, se puso el sombrero, salió a la calle y, después de cerrar la puerta, echó a andar sin rumbo fijo.