Aunque Felipe Vanderdecken era un joven muy valeroso, se abatió profundamente cuando se convenció de que su madre había dejado de existir, y permaneció junto a la cama con los ojos fijos en el cadáver y con la imaginación perturbada por completo. Poco a poco fue tranquilizándose; cerró los ojos de aquel querido cuerpo y le cruzó las manos, mientras derramaba abundantes lágrimas que surcaban su rostro varonil. Luego, besó solemnemente la pálida y helada frente de la difunta, y corrió las cortinas del lecho.
—¡Infeliz madre! —exclamó con amargura—. Al fin, has encontrado el reposo; pero me dejas un triste legado.
En su imaginación vio nuevamente desarrollarse las escenas a que acababa de asistir, y el terrible relato de su madre pesaba sobre su corazón y le hacía perder el juicio. Se apretó fuertemente las sienes e hizo grandes esfuerzos por tranquilizarse. Necesitaba adoptar una resolución cualquiera y sabía que no tenía tiempo para llorar. Su madre descansaba en paz pero ¿dónde estaba su padre?
Recordó sus palabras: «Sólo resta una esperanza». Su padre había dejado una carta sobre la mesa, ¿no estaría aún en el mismo sitio? Sí; allí debía hallarse, porque su madre no se había atrevido a leerla. Aquel papel, que nadie había tocado durante diecisiete años, constituía una verdadera esperanza.
Resolvió entrar en la habitación fatal para saberlo todo de una vez. ¿Debía hacer esta operación en aquel mismo momento, o esperar a que amaneciera? Pero la llave, ¿dónde estaba? Sus ojos tropezaron con un secreter antiguo que estaba junto al lecho; jamás lo había abierto su madre en presencia suya, y era un mueble a propósito para ocultar cualquier objeto. No tardó mucho en decidirse, y, aproximando una luz, comenzó a examinarlo. El secreter estaba abierto y registró todos los cajones, uno después de otro, sin encontrar lo que buscaba. Sospechó que hubiera cajones secretos, pero, por mucho que examinó el mueble, no los encontró. Entonces, los sacó todos, y colocándolos en el suelo, levantó en alto el armazón del secreter sacudiéndolo con fuerza. Cierto ruido especial le hizo comprender que, probablemente, estaba oculta allí la llave que necesitaba. Renovó sus tentativas para apoderarse de ella, pero nada consiguió. Ya la luz del día, entrando por los intersticios de las ventanas, iluminaba el aposento, y Felipe no había obtenido ningún resultado, hasta que al fin, aburrido, resolvió forzar la parte posterior del mueble; subió de la cocina un fuerte cuchillo de partir carne y un martillo, y cuando más distraído estaba, arrancando las tablas del mueble, sintió que una mano se apoyaba en su hombro.
Felipe se estremeció: tan embebido estaba en su trabajo, que no había oído los pasos que se acercaban. Levantó la cabeza y vio detrás de él al párroco, señor Leysen[6], que le miraba con severidad. El digno sacerdote, enterado del peligroso estado de la viuda Vanderdecken, había madrugado mucho para hacerle una visita y administrarle los santos sacramentos.
—¿Cómo se entiende, hijo mío? —preguntó al joven—. ¿No temes turbar el reposo de la enferma? ¿Te entretienes forzando los muebles y saqueándolo todo, antes de que fallezca tu desdichada madre?
—No temo turbar su reposo, señor cura —replicó Felipe poniéndose de pie—; la infeliz duerme ya el sueño eterno. Tampoco saqueo ni robo nada. No es dinero lo que busco, sino una llave largo tiempo escondida, según mi creencia, en este cajón secreto, y que ignoro cómo se abre.
—¿Tu madre ha muerto sin recibir los auxilios espirituales? ¿Por qué no hiciste que me llamaran?
—Murió de repente en mis brazos, hace unas dos horas. Su alma está seguramente entre las de los bienaventurados, aunque siento que no haya usted podido auxiliarla en los últimos momentos.
El buen sacerdote descorrió con lentitud las cortinas del lecho y contempló el cadáver, que roció con agua bendita. Durante algunos minutos sus labios se movieron como si rezara, y al fin, preguntó a Felipe:
—¿Por qué te afanas tanto en buscar esa llave? Más valía que lloraras y pidieras a Dios misericordia por el alma de tu desgraciada madre. Tientes los ojos secos y, antes de que se enfríe el cadáver, te dedicas a registrar los muebles. Esto no me parece bien, Felipe, ¿qué llave es ésa que te interesa tanto?
—Padre, no tengo tiempo para llorar ni para hacer lamentaciones. Por lo contrario, me veo obligado a hacer otras cosas que ocupan por completo mi imaginación. Bien sabe usted que amaba a mi madre con delirio.
—¿Pero esa llave que buscas, Felipe…?
—Es la de una habitación que permanece cerrada desde hace muchos años y que necesito abrir aun a costa de…
—¿De qué, hijo mío?
—Iba a decir un desatino; perdone usted, señor cura. Sólo quería dar a entender que me es indispensable y absolutamente preciso entrar en ese aposento.
—Algo he oído de ese misterio, que tu madre jamás quiso revelarme, aunque la interrogué con frecuencia; pero, conociendo que era importuno, no volví a molestarla. Algo terrible debe haber en él, cuando siempre rehusó confesármelo. ¿Te lo ha revelado a ti quizá antes de morir?
—Sí, padre Leysen.
—¿Te negarás tú también a confiármelo? Yo podría aconsejarte, dirigirte…
—Comprendo que no es mera curiosidad, sino un fin laudable lo que le induce a dirigirme esa pregunta; pero no sé todavía si lo que me ha dicho mi madre es un hecho cierto o sólo un desvarío de su extraviada mente. Si es lo primero, le enteraré de todo y compartiré con usted el peso enorme de tan terrible secreto. Mas, por ahora al menos, no puedo revelarlo; necesito cumplir mi deber y entrar solo en ese aposento fatal.
—¿Y no temes…?
—No temo nada. Tengo una misión que cumplir, verdaderamente triste, y le ruego que no me haga más preguntas, pues creo que perderé el juicio, como mi infeliz madre, si me sigue usted hablando del asunto.
—Siendo así, no insisto. Tiempo llegará, tal vez, en que pueda prestarte algún servicio. Adiós, hijo mío; no te ocupes por ahora en forzar más cajones, pues voy a disponer que vengan algunos vecinos a velar el cadáver de tu desgraciada madre, cuya alma creo que ha subido al Cielo.
El sacerdote miró a Felipe, y al advertir que no le escuchaba y que su imaginación parecía perturbada, se retiró moviendo tristemente la cabeza.
—Tiene razón —murmuró Felipe, al quedarse solo, dejando el secreter en su sitio—. Lo mismo da una hora antes que una hora después. Descansaré un rato, porque siento vértigos en la cabeza.
Se dirigió en seguida a la habitación inmediata, se acostó y pocos momentos después dormía con un sueño profundo, pero tan agitado como el del reo que está en capilla y espera ser ejecutado.
Mientras tanto, llegaron algunos vecinos e hicieron los preparativos necesarios para el sepelio del cadáver, cuidando de no despertar a Felipe, pues respetaban como sagrado el sueño del que sólo despierta para verter lágrimas. Con ellos se presentó Mynheer Poots, que, informado de la muerte de la enferma, y disponiendo de una hora de tiempo, creyó que podía aprovecharla en hacer una nueva visita para ganar otro guilder. Entró en la habitación en que reposaba el cadáver y, después, en la que ocupaba el joven, al que sacudió bruscamente un brazo.
Despertóse éste, e, incorporándose en el lecho, vio que el doctor estaba a su lado.
—Buenos días, querido Vanderdecken —dijo el cínico hombrecillo—, veo que todo ha terminado, según le pronostiqué. Me debe otro guilder, puesto que ha ofrecido pagar con exactitud; las visitas y la medicina suman tres y medio. Esto si me devuelve la botella, pues en caso contrario…
—Le pagaré a usted los tres guilders y medio, y le entregaré, además, la botella, para que vuelva a utilizarla.
—Me consta que tiene usted intención de pagarme, pero no se me oculta que ha de transcurrir algún tiempo antes que venda usted la casa, porque no se encuentra fácilmente comprador, y, como no me gusta apurar a los pobres, podemos hacer otra cosa. Del cuello de su difunta madre pende una alhajita que sólo tiene valor para un buen católico: me quedaré con ella y estamos en paz.
Felipe le escuchó con aparente tranquilidad; conocía la alhaja a que se refería el avaro médico. Era la reliquia que llevaba su madre al cuello, y sobre la cual había hecho su padre el terrible juramento. No la habría vendido por todo el oro del mundo.
—Salga usted de esta casa ahora mismo —gritó encolerizado—. Le pagaré la deuda.
Mynheer Poots había comprendido a primera vista que la reliquia, encerrada en un marco de oro puro, valía mucho más que los tres guilders y medio, sabía que el valor extrínseco de la alhaja era grande como prenda religiosa y abrigaba la convicción de poder enajenarla pronto. Cuando entró en la habitación en que yacía la difunta, dominado por la tentación, la arrancó del cuello del cadáver y la guardó en el bolsillo.
—Creo que mi proposición es muy ventajosa para usted —repuso— y que debe aceptarla.
—De ningún modo —gritó Felipe lleno de cólera.
—En ese caso, la retendré en mi poder hasta que usted me pague lo que me debe; esto es muy justo, amigo Vanderdecken. Cuando me lleve usted a casa los tres guilders y medio y la botella, le devolveré la alhaja.
La indignación de Felipe no tuvo límites. Agarró a Mynheer Poots por el cuello, y lo arrojó fuera del aposento, gritando:
—Márchese usted inmediatamente, o de lo contrario…
No pudo concluir su imprecación. El doctor se apresuró a huir tan rápidamente, que bajó rodando las escaleras y atravesó cojeando el puente. Hubiera deseado devolver la reliquia, pero en la precipitación de la fuga no le fue posible volver a colocarla en el cuello de la viuda.
Esta conversación hizo pensar naturalmente al joven en la reliquia, y fue al aposento de su madre para recogerla. Descorrió las cortinas del lecho, destapó la cara del cadáver, y, cuando ya se disponía a soltar el negro cordón, advirtió que la alhaja había desaparecido.
—¡Me la han robado! —exclamó—. Los vecinos no son capaces de cometer semejante villanía. Indudablemente, ha sido el miserable Poots; ¡infame! Pero la recobraré, aunque se la haya tragado y aunque necesite arrancarle uno a uno todos los miembros.
Se precipitó escaleras abajo, salió de casa, franqueó de un salto el foso, y, sin sombrero ni chaqueta, echó a correr hacia la casa de Mynheer Poots. Los vecinos, al verle pasar como un relámpago, movieron tristemente la cabeza creyendo que había perdido el juicio. El médico sólo había recorrido la mitad del trayecto, porque, habiéndose herido en un tobillo, le era imposible caminar muy aprisa. Temeroso de lo que pudiera ocurrir, si se descubría su robo, volvía frecuentemente la cabeza hacia atrás; y su terror al ver a Felipe que volaba en persecución suya fue enorme. El miedo le hizo perder la serenidad, y el desdichado no sabía qué partido tomar; su primer impulso fue pararse y devolver la alhaja robada; pero no se atrevió a ello temiendo un acto de violencia por parte de Vanderdecken. Decidió por lo tanto seguir huyendo hasta llegar a su casa, encerrarse en ella y retener la alhaja, o, al menos, imponer algunas condiciones para su devolución.
Comprendiendo que necesitaba correr todavía más, así lo hizo; pero Felipe, viendo en esta fuga la prueba de culpabilidad, redobló sus esfuerzos y pronto estuvo cerca de él. Cuando sólo le faltaban unas cien varas para llegar a la puerta de su casa, Mynheer Poots percibía claramente el ruido de los pasos de su perseguidor, y aumentó la velocidad de su carrera, pero inútilmente, pues cada vez era más distinto el sonido de las pisadas, y hasta creía sentir el aliento de su enemigo; Poots entonces, lleno de angustia, dio un salto, cual la liebre que se encuentra acosada por los perros que la persiguen. Al extender Felipe el brazo para sujetarle, el fugitivo cayó al suelo aterrorizado, pero el ímpetu de Vanderdecken era tan grande, que pasó sobre él, y, tropezando con su cuerpo, rodó por el suelo sin conseguir mantener el equilibrio. Esta circunstancia salvó al pequeño doctor, que efectivamente había puesto en práctica una estratagema de liebre. Se levantó rápidamente y, antes de que Felipe pudiera reanudar la carrera, Poots llegó a su casa y se encastilló en ella. Vanderdecken parecía, no obstante, dispuesto a rescatar su importante tesoro, y jadeante de cansancio, miró en su derredor buscando algo con que forzar la puerta. Pero, como la casa del médico estaba, según ya hemos dicho, completamente aislada, se habían adoptado todo género de precauciones para asegurarla, de un golpe de mano; las ventanas del piso bajo tenían interiormente gruesas barras de hierro, y las del principal estaban a mucha altura para hacer imposible una escalada.
Debemos hacer constar que, aunque Poots disfrutaba de cierta consideración por su reconocida competencia profesional, su reputación de hombre cínico y desalmado estaba muy bien sentada. No permitía jamás entrar en su casa a nadie, aunque realmente a pocos se les ocurrió hacerlo. Vivía solo y únicamente se le encontraba junto al lecho del dolor y de la muerte. Se ignoraba, además, si tenía familia; cuando fijó su residencia en la casa que a la sazón habitaba, una vieja decrépita recibía los recados de los que solicitaban sus servicios, pero había fallecido hacía largo tiempo, y desde entonces, los que llamaban a su puerta, o eran recibidos por el mismo Mynheer Poots en persona, o tenían que volverse sin recibir contestación alguna cuando el médico estaba ausente. Por esta razón, se murmuraba que vivía solo, pues era sobrado ruin para mantener una criada. Ésta era también la creencia de Felipe, quien, cuando recobró el aliento, comenzó a idear la manera de recuperar la alhaja de su madre y de vengarse al mismo tiempo cruelmente.
La puerta de la casa del médico era sólida y difícil de forzar.
Felipe reflexionó durante algunos minutos, y, a medida que reflexionaba, fuese aplacando su ira, hasta que, al fin, decidió rescatar la reliquia robada sin apelar a la violencia.
—Mynheer Poots —gritó—, sé que me está usted oyendo. Devuélvame lo que me ha robado, y no le ocasionaré mal alguno. De lo contrario, aténgase a las consecuencias, pues su vida me responderá de todo.
El médico oyó claramente esta proposición, pero al miserable le había pasado ya el susto, y creyéndose seguro, se resistía a devolver la reliquia. No contestó, pues, confiando en que se agotaría la paciencia de Felipe y que con sacrificar por su parte algunos guilders, que tanto necesitaba su enemigo, quedaría tranquilamente en posesión de una alhaja, que estaba seguro de enajenar a alto precio.
Vanderdecken, al ver que no le contestaba, se dejó de invectivas y recurrió a medios mucho más eficaces.
Había junto a la casa un montón de heno seco, y contra la pared una pila de leña. Felipe se dispuso a incendiar la casa, y si no rescataba la reliquia, tendría al menos el placer de achicharrar al ladrón. Llevó algunas brazadas de heno al lado de la puerta, y colocó encima gran cantidad de maderos. Sacó en seguida yesca, pedernal y eslabón, utensilios que jamás faltan en el bolsillo de un holandés, y pronto se elevó una brillante llama. El humo ascendió en columnas hasta los aleros del tejado, y el fuego empezó a rugir. Momentos después ardía también la puerta, añadiendo nueva fuerza al incendio, y Felipe, lleno de satisfacción por el feliz resultado de su diabólica idea, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—Ahora, infame despojador de muertos, desalmado ladrón, vas a sentir los efectos de mi venganza; si permaneces dentro, mueres abrasado, y si intentas salir, perecerás a mis manos. ¿Me oyes, Mynheer Poots, me oyes?
No había el joven terminado aún de pronunciar estas palabras, cuando se abrió de par en par una de las ventanas del piso principal que estaba muy distante del fuego.
—¿Irá a pedirme perdón? Pero no, no —pensó Felipe, al contemplar, no al médico, sino a una de las más hermosas criaturas que había visto hasta entonces.
Era ésta una niña angelical de diecisiete a dieciocho años, que parecía tranquila y resuelta en medio del peligro que le amenazaba. Sus largos cabellos negros, peinados en dos trenzas, estaban graciosamente sujetos a su linda cabeza; sus ojos eran grandes e intensamente obscuros, sus labios sonrosados y finos y su nariz pequeña y recta. Era imposible concebir un rostro más encantador; parecía una de esas sublimes concepciones que los grandes pintores han trasladado al lienzo en un momento de inspiración; era, en fin, una divinidad. Cualquiera la habría creído una mártir al verla tan resignada, próxima a perecer asfixiada por el denso humo y amenazada por las rugientes llamas que casi llegaban a la ventana.
—¿Qué se propone usted, joven? ¿Qué daño le han hecho los habitantes de esta casa, para que pretenda sacrificarlos a su venganza? —preguntó la niña con perfecta calma.
Felipe la contempló embelesado algunos momentos, sin articular palabra, y arrepentido de su arrebato, que iba a ocasionar la muerte de tan bella criatura. Olvidó su venganza, y, apoderándose de una de las largas pértigas que le servían para avivar el fuego, comenzó a separar los candentes leños hasta que sólo continuó ardiendo la puerta, que no había sufrido mucho daño, pues estaba construida con gruesos tablones de roble, por cuya causa no tardó mucho en apagarse también. Mientras duraron estas maniobras de Felipe, la joven lo observó en silencio.
—No corre ya peligro, señorita —dijo nuestro héroe—; Dios me perdone el haber atentado contra una vida tan preciosa. Sólo pretendía vengarme de Mynheer Poots.
—¿Y qué motivos le ha dado ese caballero para que le odie tanto? —preguntó la niña.
—Un motivo muy poderoso: ha ido a mi casa, ha despojado a un muerto, ha robado del cuello del cadáver de mi madre una reliquia que para mí es de un valor ilimitado.
—¡Que ha despojado a un cadáver! Eso es imposible, usted se ha equivocado.
—No, no. El hecho es positivamente cierto, señorita. En cuanto a la reliquia, me es indispensable recobrarla. No sabe usted cuántas cosas dependen de ella.
—Espere un momento, joven, que pronto vuelvo —contestó la niña.
Felipe esperó algunos minutos, lleno de asombro, por haber encontrado a tan hermosa criatura en casa de Mynheer Poots. ¿Quién podría ser? Mientras pensaba en esto, volvió a oír la argentina voz y vio a la joven que se asomaba a la ventana, llevando en la mano un cordón negro del que pendía la tan deseada alhaja.
—He aquí su reliquia —dijo—. Siento mucho que mi padre haya cometido una acción tan villana, que merece la justa cólera de usted. Tómela —continuó, dejándola caer junto a Felipe—, puede marcharse.
—¡Su padre de usted, señorita! ¿Puede él ser su padre? —exclamó Felipe, olvidándose de recoger la reliquia, que permanecía en el suelo.
Ella se había retirado de la ventana sin replicar, pero Vanderdecken insistió:
—Espere usted un momento mientras le pido que me perdone mi acción loca y arrebatada. Juro por esta reliquia —continuó, llevándola a los labios— que si hubiera sabido que vivía en esta casa un ser tan adorable, jamás habría procedido como lo he hecho y que me alegro muchísimo de que no haya usted sufrido daño alguno. Pero todavía no ha desaparecido el peligro; es necesario abrir la puerta y apagar completamente los barrotes que están ardiendo y que amenazan incendiar de nuevo la casa. No tema por su padre, señorita, pues, aunque me hubiera hecho mil veces más daño, usted le protege y jamás tocaré un solo cabello de su cabeza. Bien me conoce él y demasiado sabe que cumplo mi palabra. Permítame usted que repare el daño que he ocasionado, y me marcharé luego tranquilo.
—¡No, hija mía, no te fíes! —dijo la voz de Mynheer Poots, dentro de la habitación.
—Me inspira confianza —repuso la niña—, y considero muy necesarios sus servicios porque, ¿qué podemos hacer en este apuro una débil mujer como yo y un padre todavía más débil? Abra usted, pues, la puerta, y permítale que apague el fuego.
La joven, dirigiéndose después a Felipe, agregó:
—Mi padre abrirá la puerta, caballero; le agradezco sus ofrecimientos y espero que cumplirá su promesa.
—Jamás he faltado a mi palabra, señorita; pero que se apresure su padre, porque veo otra vez llamas.
Las temblorosas manos de Mynheer Poots abrieron la puerta, y el acobardado médico, tan pronto como hubo descorrido el cerrojo, subió huyendo las escaleras. Lo que había asegurado Felipe era cierto; muchos cubos de agua fueron necesarios para dominar el incendio; pero, mientras estuvo ocupado en esta tarea, ni la hija ni el padre aparecieron por ninguna parte.
Concluida su penosa operación, cerró Vanderdecken la puerta y miró hacia la ventana. La hermosa joven se asomó a ella, y Felipe, haciéndole un profundo saludo, le aseguró que nada había ya que temer.
—Le quedo profundamente agradecida —dijo ella—. Su conducta ha sido digna, aunque, al principio, pecó mucho de inconveniente.
—Diga a su padre que toda animosidad de mi parte ha cesado, y que no tardaré en venir a satisfacer la deuda que con él tengo contraída.
Se cerró la ventana, y Felipe, todavía más impresionado que cuando había venido, aunque por distintos sentimientos, miró por última vez el sitio en que había estado la hermosa joven, y regresó, muy preocupado y pensativo, a su casa.