I

A mediados del siglo XVII, se alzaba[1] una casita de agradable aspecto sobre la margen derecha del Scalda, casi enfrente de la isla de Walcheren, cerca de Terneuse, pequeña ciudad fortificada.

La minúscula vivienda había sido construida a estilo de la época, y se destacaba, por el color anaranjado de su fachada y el verde claro de sus ventanas, de entre el grupo de pequeños edificios que estaban en su derredor.

Un zócalo de baldosas blancas y azules, hábilmente combinadas, corría a lo largo de sus paredes exteriores hasta una altura de tres pies, lo que inducía a suponer que el dueño primitivo de la finca habíase esmerado en embellecerla, tanto como el propietario actual se descuidaba en repararla, porque muchas de aquellas baldosas yacían por tierra, la pintura de la fachada empezaba a desaparecer, y la madera de las puertas y ventanas reclamaba urgentemente una reparación.

Adosado a la casita, por la parte de atrás, extendíase un pequeño jardín defendido por una espesa cerca de espinos, y circundando a éste, un ancho foso lleno de agua, que no era fácil salvar de un salto.

Daba acceso a la finca un puente de poca anchura, provisto de barandillas de hierro, tendido sobre el foso, frente a la puerta principal.

La casa sólo tenía, en cada uno de los dos pisos de que constaba, cuatro habitaciones, dos de las cuales estaban provistas de ventanas a la fachada, mientras que las otras dos recibían la luz del jardín.

Las primeras medían, cada una, veinte pies cuadrados; las dos restantes eran más pequeñas y estaban destinadas a lavadero y depósito de trastos inútiles respectivamente.

Uno de los departamentos mayores servía de cocina; y el otro, herméticamente cerrado desde diez años atrás, era inaccesible aun para los mismos habitantes de la casa.

Esto, en cuanto al piso bajo, pues en el principal, las cuatro estancias de que se componía eran dormitorios.

Dos personas ocupaban la cocina, cuyos muebles eran escasos, pero en la que se advertía una limpieza tan esmerada, que las paredes y el suelo, entarimado, brillaban como si fueran de reluciente metal.

Una de las citadas personas era una mujer, en cuyo rostro, que en otro tiempo debió ser de extremada belleza, se advertían los estragos de enfermedades y disgustos.

Representaba unos cuarenta años de edad; tenía la frente despejada, y sus ojos eran negros y rasgados. Su palidez la asemejaba a un cadáver, y la infeliz se encontraba tan escuálida que parecía que las carnes se le transparentaban. Profundas arrugas surcaban su rostro, y sus ojos despedían un fulgor tan extraño, que sugería la convicción de que estaba demente.

A juzgar por su indumentaria, aquella mujer debía ser viuda, pues en aquella época las que tenían la desgracia de perder su consorte vestían de un modo especial que revelaba su estado. No debía nadar en la abundancia, pues su ropa, aunque extremadamente limpia, estaba descolorida y deteriorada por el mucho uso.

Sentada en un sofá, que con dos sillas y una mesa de pino constituían todo el mueblaje de la estancia, en cuyas paredes veíanse colgados algunos utensilios de cocina, la pobre mujer parecía contristada. Su aspecto era el de una persona que sufre una prolongada angustia, que sólo puede extinguirse con la muerte.

Sobre la mesa de pino estaba sentado un hermoso y fornido joven de unos diecinueve o veinte años. Sus facciones eran bellas y atrevidas, su desarrollo extraordinario, y su mirada penetrante revelaba valor y osadía. Todo su aspecto inducía a creer que tenía un carácter resuelto y aventurero.

—No vayas al mar, Felipe[2]; prométemelo por Dios, hijo mío —dijo la mujer cruzando las manos con voz y gesto suplicantes.

—¿Y por qué no he de embarcarme, madre? —repuso el interpelado que, con las piernas cruzadas, había estado hasta entonces, silbando distraídamente—. Permaneciendo aquí sólo conseguiré morirme de hambre. ¡Por el cielo! Lo primero es preferible. ¿Y en qué otra cosa he de ocuparme? Mi tío Van Brennen me ha prometido recibirme en su buque y pagarme con esplendidez. Así viviré feliz a bordo y con mis ganancias atenderé a las necesidades de usted.

—Felipe, Felipe, óyeme. Me moriré si me dejas. No tengo a nadie en el mundo más que a ti. ¡Oh, hijo mío! Te suplico que no me abandones y, si lo haces, en último caso que no sea para embarcarte.

Felipe permaneció callado y continuó silbando algunos segundos, mientras su madre sollozaba.

—¿Será, quizá —dijo el joven al fin—, porque se ahogó mi padre en el mar, por lo que me ruega con tanto interés que no me embarque?

—¡Oh, no, no! —exclamó la angustiada mujer—. ¡Quiera Dios…!

—¿Qué ha de querer Dios, madre?

—Nada, nada. Apiadaos de mí, Señor —contestó la angustiada mujer, deslizándose del sofá y arrodillándose en el suelo, en cuya actitud permaneció algunos instantes orando con fervor. Al fin, volvió a sentarse, algo más tranquila.

Felipe, que había permanecido silencioso y meditabundo, volvió a tomar la palabra.

—Escúcheme usted, madre. Su deseo es que no me embarque y que me muera de hambre; dos cosas a cual peor; ahora voy a hablar claro. Aquella habitación de enfrente la he visto siempre cerrada y nunca me ha dicho usted el motivo. Recuerdo que en una ocasión en que no teníamos absolutamente qué comer, ni esperanza de que mi tío regresara pronto, en uno de sus frecuentes accesos de su enfermedad dijo usted…

—¿Qué dije, Felipe? —preguntó la madre temblando de pies a cabeza.

—Que había en aquella habitación dinero suficiente para satisfacer todas nuestras necesidades, pero comenzó usted a llorar enseguida, afirmando que moriría antes que abrir la puerta. Y yo pregunto: ¿qué hay en esa habitación, y por qué está cerrada tanto tiempo? O me lo dice usted o ahora mismo voy a embarcarme.

Mientras el joven hablaba así la fisonomía de la madre sufrió una completa transformación. Al principio quedó aterrorizada y muda como una estatua, sus labios se entreabrieron, brillaron sus ojos, y pareció haber quedado muda; oprimió con una mano el pecho como para aplacar algún dolor interior, y, desplomándose del sofá con la cabeza adelante, empezó a arrojar sangre por la boca.

Felipe corrió presuroso a prestarle ayuda llegando a tiempo de sostenerla y evitar que rodara al suelo. Cuando la hubo colocado nuevamente en el sofá, advirtió con espanto que continuaba el vómito de sangre.

—Madre mía, madre de mi alma, ¿qué le sucede? —gritó sobresaltado.

Transcurrieron algunos instantes sin obtener contestación. La enferma varió algo de postura, sin duda para no sofocarse con la sangre que arrojaba, y pronto las blancas tablas del entarimado se tiñeron de color de rosa.

—Hable usted, madre, hable usted si puede —repitió Felipe con voz preñada de angustia—. ¿Necesita usted alguna cosa? ¡Oh Dios mío! ¿Qué será esto?

—Me muero, hijo mío, me muero —dijo al fin la madre quedando enseguida en un estado de absoluta insensibilidad.

Felipe, enteramente alarmado, salió a la puerta para pedir socorro a los vecinos. Acudieron dos o tres, y cuando los vio ocupados en hacer volver en sí a la enferma, corrió con toda la ligereza que sus piernas le permitían en busca de un médico que no lejos de allí vivía. Llamábase éste Mynheer[3] Poots, hombre pequeño y avaro, que, como facultativo, gozaba de merecida fama. Felipe le encontró en su casa y le rogó que le acompañara inmediatamente.

—No tengo inconveniente en ir —replicó Poots, que hablaba el idioma con exagerado acento—; pero, antes, necesito saber, señor Vanderdecken, si piensa usted pagarme.

—¡Pagarle! Mi tío lo hará tan pronto como regrese.

—¿Se refiere usted al capitán Van Brennen? Ése me debe cuatro guilders hace ya mucho tiempo. Además, su buque podría naufragar…

—Respondo que satisfará su deuda y lo que valga esta visita —dijo Felipe con impaciencia—; venga usted conmigo, mientras disputamos podría morirse mi madre.

—Pero, señor Felipe, ahora recuerdo que me es imposible acompañarle. Tengo precisión de ir a Terneuse a visitar a un hijo del burgomaestre —replicó Mynheer Poots.

—A mí no me engaña usted, caballero —contestó Felipe, rojo de cólera—. O viene usted voluntariamente o le llevo a la fuerza.

El médico sobresaltóse al oír estas palabras, pues conocía perfectamente él carácter de su interlocutor.

—Le prometo ir dentro de un rato si me es posible —respondió.

—Vendrá usted ahora mismo, viejo ruin y miserable —gritó Felipe agarrándole por el cuello y obligándole a salir a la calle.

—¡Que me asesinan! ¡Socorro! —exclamó Poots, cayendo al suelo y dejándose arrastrar por el impetuoso joven.

Éste, al advertir que el rostro del doctor tomaba un tinte violáceo, se detuvo y dijo:

—¿Quiere usted que le estrangule? ¿No sabe que estoy decidido a llevarle muerto o vivo a mi casa?

—Bueno —replicó el vejete—, iré; pero esta noche la pasará usted en la cárcel. En cuanto a su madre, me es imposible hacer nada por ella.

—¡Cómo imposible! Le juro que, si no viene, le ahogo ahora mismo, y si, cuando estemos en mi casa, no salva a mi madre a toda costa… ¡oh! Entonces lo mataré como a un perro. Demasiado le consta que cumplo siempre lo que prometo; por lo tanto, siga mi consejo; acompáñeme buenamente y le pagaré la visita, aunque para ello necesite vender la camisa.

Esta última observación de Felipe produjo mucho más efecto que sus amenazas. Poots era débil y no podía oponer resistencia a las hercúleas fuerzas del joven; la casa en que él vivía, estaba completamente aislada y no había vecino alguno, por aquellos contornos, que pudiera prestarle ayuda en caso de que fuese agredido, por lo cual resolvió visitar a la enferma. Era el mejor partido que podía adoptar, y, en su consecuencia, el joven y el médico se pusieron inmediatamente en marcha. Cuando llegaron junto al lecho de la viuda la encontraron en brazos de dos vecinas que le humedecían las sienes con paños de agua y vinagre. Había recobrado el conocimiento, pero permanecía muda. Poots dispuso que se trasladara al piso principal y a una cama más cómoda. Después de hacerle ingerir algunas gotas de cierto ácido, volvió a salir con Felipe en busca de otros medicamentos.

—Debe usted hacer que tome esto su madre cuanto antes, amigo mío —dijo Poots entregando a Felipe una botellita—. Yo voy a ver al hijo del burgomaestre y regresaré pronto.

—¿No me engaña usted? —preguntó el joven dirigiéndole una mirada amenazadora.

—No, no. Si su tío Brennen hubiera de dar el dinero, quizá no volviese, porque no me inspira confianza el fiador; pero usted ha prometido pagarme y sé que cumple siempre su palabra. Dentro de una hora nos veremos; apresúrese ahora a volver a su casa.

Felipe corrió con todas sus fuerzas. En cuanto administró a su madre el contenido de la botella, cesó la hemorragia, y media hora más tarde la enferma suspiró débilmente.

Conforme había prometido, no tardó en presentarse de nuevo el diminuto doctor, examinó a la paciente con atención y se dirigió a la cocina acompañado de nuestro héroe.

—Amigo Felipe —dijo Poots—, aseguro a usted que he hecho cuanto me ha sido posible por salvar a su madre, pero no debemos abrigar esperanza alguna de que recobre la salud; me atrevo a afirmar que no se levantará más de la cama; vivirá uno o dos días, tres quizás, pero su enfermedad es incurable. Bien quisiera prolongarle la vida; pero la ciencia es impotente.

—Le creo a usted, pues yo también he perdido la esperanza. ¡Sea lo que Dios quiera! —contestó Felipe con profunda tristeza.

—¿Y me pagará usted? —preguntó el doctor después de una pequeña pausa.

—¡Sí, por vida mía! —replicó el joven con voz atronadora.

Transcurridos algunos instantes, volvió a decir el médico:

—¿Desea usted que vuelva mañana? Ya sabe que cada visita vale un guilder. Para nosotros el tiempo es oro y lo cobramos.

—Venga usted mañana, hoy, a todas horas y pida después cuanto se le antoje —respondió Felipe mirándole despreciativamente.

—Bien, como usted guste. Cuando muera su madre, la casa y todo cuanto hay en ella será suyo y podrá venderlo. Volveré, desde luego, puesto que ya lo considero rico. ¡Ah! Si piensa usted alquilar la casa, acuérdese de mí.

—¡Salga de aquí inmediatamente, miserable! —gritó indignado el joven, ocultándose el rostro con las manos y cayendo casi trastornado sobre el catre, manchado con la sangre todavía fresca de su madre.

Cuando se recobró un tanto, subió a ver a la enferma, a la que encontró algo más aliviada; los vecinos aprovecharon ésta ocasión para despedirse dejándole solo. Debilitada por la pérdida de la sangre, la infeliz mujer dormitó algunas horas, durante las cuales permaneció Felipe escuchando acongojado aquella penosa y difícil respiración.

A la una de la madrugada despertóse la viuda. Había recobrado casi por completo el uso de la palabra y pudo preguntar a su hijo:

—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí aprisionado?

—¡Oh! Lo hago con mucho gusto, madre mía. No la confiaré al cuidado de personas extrañas, mientras no se cure por completo.

—Eso no ocurrirá, hijo mío. Siento ya que se acerca la muerte y te aseguro que, si no fuera por ti, abandonaría este mundo con alegría. ¡He sufrido mucho y he pedido a Dios con frecuencia que acelere mis tormentos!

—¿Y por qué, madre? —replicó Felipe ásperamente—. ¿No he cumplido siempre con mi deber?

—Sí, hijo mío, y Dios te colme de bendiciones por ello. Muchas veces te he visto refrenar tus pasiones y dominar tu carácter sólo porque yo no sufra; únicamente el hambre te ha inducido a la desobediencia. Siempre me he opuesto a que te separes de mí y jamás te he dado razón alguna; tal vez me habrás creído demente, pero ahora voy a confesarte las razones que para ello he tenido.

La viuda volvió la cabeza y guardó silencio algunos minutos; al fin prosiguió:

—Me parece que padezco accesos de enajenación mental, ¿no es verdad, Felipe? Pero Dios sabe que el secreto que me abruma es suficiente para trastornar otra cabeza más fuerte que la mía. Oprime mi pecho, ofusca mi entendimiento, perturba mi razón y va a llevarme a la sepultura… ¡Cúmplase la voluntad de Dios! Sólo me resta decirte lo que… pero no debo; podrías volverte loco también.

—Madre —repuso ansiosamente el joven—, revéleme ese secreto terrible. No temo al infierno ni al cielo; éste no persigue jamás a los justos, y en cuanto a Satanás lo desafío.

—Conozco tu valor. Si alguien en el mundo puede oír con tranquilidad el sombrío relato, eres tú solamente. ¡Ah! Mi cabeza está muy débil, pero no debo ocultarte nada.

La viuda se detuvo un momento para reflexionar y algunas lágrimas corrieron por sus hundidas mejillas. Cuando recobró las fuerzas, prosiguió:

—Felipe, voy a hablarte de tu padre. La creencia general es que pereció ahogado.

—¿Pues no murió de ese modo? —interrumpió el joven sorprendido.

—¡Oh, no!

—¿Pero falleció hace ya mucho tiempo?

—Tampoco —contestó la mujer cubriéndose el rostro con las manos.

—Algún acceso de locura —pensó Felipe; pero, sin embargo, volvió a interrogar:

—¿Y dónde está mi padre?

La enferma se incorporó: un temblor convulsivo corrió por todos sus miembros y repuso:

—Cumpliendo un castigo impuesto por Dios.

Se desplomó la enferma en el lecho y escondió la cabeza entre las sábanas como si pretendiera ocultarse. Felipe, atónito y perplejo, permanecía mudo. Siguió un silencio de algunos minutos al que puso término el joven diciendo con voz apagada:

—El secreto, madre; revélemelo pronto.

—Óyeme, hijo mío —dijo la enferma con acento solemne.

»Tu padre tenía un carácter muy semejante al tuyo. ¡Ojalá su triste suerte te sirva de provechosa lección! Según decían todos era un marino excelente, sufrido y de gran valor. Había nacido en Ámsterdam, pero abandonó aquella población porque pertenecía a la religión católica y los holandeses son, como tú sabes, herejes en su inmensa mayoría. Hace diecisiete años, poco más o menos, que se embarcó con rumbo a la India en su hermoso buque El Amsterdammer[4] con un cargamento valioso. Era el tercer viaje que hacía a Oriente, y habría sido el último, si Dios no hubiera dispuesto lo contrario, pues, además de haber comprado el barco con el producto de las ganancias de sus viajes anteriores, había redondeado nuestra fortuna. ¡Oh! ¡Cuántas veces formábamos juntos planes para lo porvenir y cómo me consolaba con ellos durante sus ausencias! Le amaba con ternura, Felipe, porque siempre fue bueno y cariñoso conmigo, así es que aguardaba ansiosa su regreso.

»La suerte de la esposa de un marino es poco envidiable. ¡Abandonada y sola durante largas temporadas, pasa en vela las noches de tempestad, escuchando el ruido del viento y el fragor de la tormenta y creyendo ver por doquiera peligros, naufragio y viudedad! Hacía ya seis meses que había partido tu padre y aún necesitaba esperarle un año entero cuando, una noche, hijo mío, mientras tú dormías profundamente y yo velaba tu sueño, ocurrió una cosa terrible. ¡Cómo había de sospechar que en aquel momento mi esposo había sido terrible y fatalmente maldecido!

La enferma se detuvo para tomar aliento. Felipe permanecía mudo; tenía los labios secos y miraba fijamente a su madre como si quisiera adivinar sus palabras, antes de que se pronunciasen.

—Te dejé en la cuna y me dirigí[5] a esa habitación que desde aquella noche permanece cerrada, y me puse a leer porque no podía conciliar el sueño. Era más de la media noche y llovía mucho. Sentí cierto temor extraño inexplicable; me levanté de la silla, y, mojando la mano en agua bendita, me persigné. Una fuerte ráfaga de viento azotó las paredes de la casa y me llenó de espanto. Tenía tristes presentimientos; de pronto las ventanas se abrieron de par en par, se apagó la luz y quedé en la más profunda obscuridad. Llena de terror, empecé a gritar, pero reponiéndome, en seguida, me dirigía a cerrar las ventanas, cuando se presentó ante mí tu propio padre.

—¡Santo Dios! —murmuró Felipe con una voz que semejaba un suspiro.

—No supe qué pensar; él estaba a mi lado y, a pesar de que la obscuridad era absoluta, distinguía sus facciones tan perfectamente como si fuese de día. El miedo me impulsaba a huir, pero el amor que le profesaba, me contenía.

»Luchando con estos dos sentimientos, permanecí inmóvil. Después que tu padre hubo entrado, se cerraron nuevamente las ventanas y la luz se encendió por sí misma; creyendo que aquello era una aparición perdí el conocimiento.

»Cuando recobré el sentido, estaba sentada en un sofá y una mano fría y húmeda estrechaba la mía (¡Oh, cuán helada estaba!). Sin embargo, no tardé en reponerme y, dando al olvido las circunstancias sobrenaturales que acompañaron a la aparición, creí que tu padre había sufrido algún contratiempo en su viaje, y regresaba al hogar. Tenía delante a mi esposo y me arrojé en sus brazos. Sus vestidos estaban empapados en agua y helados como la nieve. Recibió mis caricias sin devolvérmelas y sin pronunciar una palabra; parecía triste y pensativo. —Guillermo, Guillermo —exclamé—, habla, di alguna cosa a tu amada Catalina.

»—Voy a hacerlo —replicó con solemnidad—, porque dispongo de poco tiempo.

»—No te irás de manera alguna, ni te embarcarás de nuevo. Si el buque se ha perdido, tú te has salvado; nada importa, puesto que estamos otra vez juntos.

»—¡Ay de mí! He perdido mi buque y también a mí… Escúchame, porque tengo necesidad de marcharme en seguida. No estoy muerto, y, sin embargo, no vivo; mi destino es permanecer entre el mundo de los hombres y el mundo de los espíritus. Atiende:

»—Durante nueve semanas estuve intentando, sin conseguirlo, abrirme paso a través de los borrascosos mares que circundan el cabo de las Tempestades y lancé juramentos horribles. Pasé otras tantas semanas luchando incesantemente contra vientos y corrientes sin adelantar un palmo de terreno y, desesperado, tuve la desgracia de blasfemar. Sin embargo, persistí en doblar el cabo. La tripulación, fatigada con tanto trabajo, me rogó que regresara a Table Bay; pero, lejos de acceder a su deseo, cometí un asesinato, que, aunque sin intención, no dejó de ser un gran crimen. El piloto, no queriendo ir más adelante, persuadió a los marineros a que me ataran, y yo, encolerizado al verme sujeto por el cuello, le di un golpe terrible que le hizo tambalearse. En aquel momento, el buque cabeceó espantosamente y el infeliz, al perder el equilibrio, cayó al agua. Este triste accidente no puso término a mi obstinación, tan ciego estaba; por lo contrario, continué jurando, hasta por los fragmentos de la Santa Cruz guardados en el relicario que llevas al cuello, que doblaría el cabo a pesar de las tempestades, del mar, del rayo, del cielo y del infierno, aunque necesitara luchar hasta el día del juicio.

»—Dios oyó mi juramento formulado entre truenos y relámpagos. El huracán azotó al buque, las velas volaron hechas jirones, altísimas montañas de agua nos envolvían, y en el centro de una nube que de pronto se formó sobre nuestras cabezas obscureciendo todo el firmamento, vi escritas con caracteres de fuego estas palabras terribles:

»—Hasta el día del juicio.

»—No me queda más que una esperanza, y por esto se me ha permitido que venga a verte, Catalina. Toma esta carta —prosiguió colocando sobre la mesa un papel lacrado—; léela y ve si puedes prestarme alguna ayuda.

“¡Adiós, esposa mía, hasta la eternidad!

»La estancia quedó nuevamente a obscuras y tu padre desapareció en las tinieblas. Corrí tras él con los brazos abiertos y mis deslumbrados ojos le contemplaron a la luz de un relámpago, llevado en alas del huracán, hasta que, al fin, desapareció por completo. Se cerraron por tercera vez las maderas de las ventanas, volvió a brillar la luz en la bujía y quedé sola como antes.

»¡Apiádate de mí, Señor!; ¡mi cabeza, mis sienes! ¡Felipe, Felipe —gritó la infeliz mujer—, no me abandones, no te embarques, por el Cielo!

Mientras lanzaba estas exclamaciones, la enferma se había incorporado en el lecho, pero no tardó en caer exánime en los brazos de su hijo.

Felipe intentó incorporarla nuevamente; pero bien pronto advirtió que la cabeza se le caía hacia atrás, que los ojos estaban sin brillo y que las manos se habían crispado: la viuda Vanderdecken había pasado a mejor vida.