El fin del mundo

Era el fin del mundo.

Se encontraba en otro planeta o había aterrizado en un futuro desconocido. Fuera lo que fuese, se trataba de un lugar que estaba a punto de hundirse.

Knud Erik estaba seguro de que iba a morir y cerró los ojos.

Entonces comprendió. Se hallaba en medio de un sueño. Pero no era el suyo.

Se hallaba en el sueño de otro.

Tenía siete años y estaba en la bancada del bote de Albert Madsen, atravesando la dársena de Marstal. Volvió a oír al anciano hablar de un buque fantasma, pintado de gris, de grandes construcciones redondas ardiendo bajo el cielo nocturno iluminado por un fulgor blanco fosforescente, mientras el aire vibraba bajo la presión de las bombas que explotaban y las casas que se desmoronaban.

Allí era donde estaba. En el sueño del anciano.

Volvió a abrir los ojos y vio lo que había visto Albert Madsen hacía más de veinte años, y entendió por primera vez que Albert había tenido sueños premonitorios, y que lo que para un niño eran aventuras, para el anciano habían sido visiones terroríficas.

«La mejor historia que me has contado», le dijo aquella vez. Ahora se hallaba en medio de aquello. Nunca había oído el final. Ahora la historia iba a contarse hasta el final, y éste sería su propia muerte.

Vio un Stuka bajar en picado hacia el barco y soltar la bomba. El tiempo se detuvo mientras él seguía con la mirada la trayectoria del proyectil. Alcanzó a pensar que antes de detonar en la sala de máquinas con efectos devastadores atravesaría la chimenea pintada de gris. Los músculos de su cuerpo se contrajeron. Se preparó para el abrazo de la muerte.

¡Ya!

La bomba se hundió en el río con un chapoteo, a pocos metros de la borda. Había calculado mal la trayectoria. Sus músculos seguían contraídos. Esperaba la columna de agua y el repentino bandazo del barco cuando las planchas de acero reventaran por la onda expansiva y el agua se colara dentro. No ocurrió nada. La bomba no había estallado.

Esperó a la siguiente.

El ruido era ensordecedor. En la orilla norte del Támesis ardían dos depósitos de combustible. Del mar de llamas se alzó un rugido frustrado, como si fuera un lobo que gañía encadenado queriendo embestir contra todo el mundo. El humo negro era un puño dirigido a las remotas estrellas que iban apagándose una a una, hasta que la noche y las ponzoñosas nubes de humo se fundieron. Bajo el manto de oscuridad todo estaba iluminado, como si hubieran derribado incluso el sol y éste ardiese por última vez en medio de los destruidos depósitos de combustible.

Todo el South End ardía. Las ventanas de los caserones se iluminaban por el fulgor del fuego, mientras que las llamas que se alzaban de los tejados semejaban una extraña vegetación que creciera explosivamente con ánimo de consumir hasta la tierra en la que crecía. Los muelles se estremecían en medio de espasmos de destrucción, como si en algún lugar de sus entrañas se hubiera originado una reacción destructiva en cadena que se extendía hacia fuera con fuerza incontenible.

En los tejados que aún no ardían relampagueaban las baterías antiaéreas. También disparaban a discreción desde los barcos del río. Knud Erik oía de cerca las viejas ametralladoras Lewis que habían montado a bordo del Dannevang varios meses antes. Cuatro de los miembros de la tripulación habían recibido instrucción militar en la flota inglesa. Él era uno de ellos. Pronto se dieron cuenta de que la ametralladora, que era de la Primera Guerra Mundial, no servía para defender el barco. Pero tenía otra función, más importante. Era mejor que el whisky, mejor que rezar, si quedaba alguien que se acordara de rezar; tener la ametralladora en las manos hacía que sintiesen una calma dichosa, aunque cobraba un buen precio por sus servicios. El metal sobrecalentado quemaba las palmas. Su voz entrecortada te ensordecía. Pero por un momento no existía el tiempo de espera.

Respondías. Hacías algo.

La ametralladora, extrañamente, era el lugar más seguro del barco cuando se producía un ataque, aunque quien la disparaba estaba del todo expuesto en la cubierta, en medio de una lluvia de balas y bombas; incluso era su objetivo preferido. Era el único lugar donde no te arriesgabas a volverte loco de indefensión.

Cuando sonó la alarma aérea, soltaron amarras y pusieron rumbo a las boyas que flotaban en el centro del Támesis. Era una orden permanente. A los barcos les estaba prohibido quedarse en el muelle cuando se producía un ataque aéreo. Si recibían algún impacto, podían pasar semanas hasta retirar los restos, y mientras tanto bloqueaba a las demás embarcaciones. Salieron, resignados, en dirección al centro del río, donde no podían saltar al muelle si el barco recibía un disparo certero.

—Vamos al cementerio —se decían unos a otros.

Pero no sería para visitar la tumba de un familiar. Iban rumbo a la suya. Las boyas en medio del río estaban reservadas a quienes iban a morir.

O sea, que venía bien tener la Lewis en la mano.

Varios barcos ardían. Uno de ellos se escoró lentamente y empezó a hundirse. Los miembros de la tripulación habían bajado a los botes y remaban indecisos. Los muelles ardían; una grúa había volcado y la mitad colgaba sobre el agua.

En lo alto, los paracaídas se desplegaban uno tras otro. Se aproximaban al río con un balanceo pausado. Cuando estuvieron más cerca comprobó que no eran pilotos los que colgaban de las cuerdas. Los paracaídas cayeron al agua. Los grandes parasoles de tela se plegaron lentamente antes de tumbarse a descansar sobre la superficie. Parecían flores esparcidas sobre una tumba.

Una hora más tarde se oyó la sirena de cese de alarma aérea. Los muelles seguían en llamas. Los depósitos de combustible arrojaban con fuerza constante sus masas de humo negro hacia el cielo nocturno. Flotaba en el aire un olor acre a combustible, hollín y polvo de cemento. Había también un débil olor a azufre cuya procedencia no lograba determinar.

Le escocían los ojos de cansancio.

Knud Erik había visto lo mismo en Liverpool, Birthenhead, Cardiff, Swansea y Bristol. A veces le parecía que navegaban en un mar de llamas, y que la meteorología que colgaba del cielo no estaba compuesta de cúmulos, estratos y cirros, sino de los Junkers 87 y 88 y Messerschmitt 110. Cuando atravesaban el canal de la Mancha, se ponían a tiro de las baterías alemanas de largo alcance instaladas en Calais. En el Báltico esperaban los submarinos. Estaban en todas partes, todo el tiempo. El mundo entero se contraía y ennegrecía como la boca de un cañón. No lo llamaban pavor. No sentían ningún pánico. Adquiría otra forma: insomnio. En el mar hacían guardias de dos turnos. Pero si los atacaban ya no podían dormir. En puerto tenían que maniobrar sin parar, y todos debían ayudar. También en esos casos se interrumpía el sueño. ¿Dormían alguna vez? Cerraban los ojos. Permanecían ausentes un momento del que no quedaba memoria. Después despertaban, porque la muerte les hacía ¡buuh…! al oído, y salían de las literas con los ojos desmesuradamente abiertos, como si aún estuvieran en medio de un sueño del que ansiaban salir. Pero no había ninguna salida, ningna trampilla en el cielo, ningún escotillón en la cubierta, ningún horizonte tras el que ocultarse. Vivían rodeados de tres elementos, y no eran el mar, el cielo y la tierra, sino lo que éstos ocultaban: submarinos, aviones bombarderos, cañones. Se encontraban en un planeta que estaba a punto de explotar.

Albert Madsen tenía razón. Era el fin del mundo lo que veía en sus sueños. Pero el anciano había olvidado decirle que el propio Knud Erik estaba en medio de él.

Podría dormir dos horas antes de despertar a la tripulación. Tenían que seguir remontando el Támesis aprovechando la marea, y para él era cuestión de honor estar preparado antes que el resto de los barcos. Confió en no tener sueños.

No sabía que al día siguiente aprendería otra palabra. Era una expresión que, como todas las demás que aprendió en aquellos meses, era técnica y daba testimonio de la ilimitada inventiva del género humano. Nunca sería capaz de seguir aquella inventiva en su camino complejo y a menudo contradictorio hacia el objetivo. Pero el objetivo ya lo conocía, y aunque su vocabulario crecía día a día, el mensaje de las palabras era siempre el mismo. Hablaban de las probabilidades cada vez mayores y más fantasiosas de su próxima aniquilación.

Logró dormir como había esperado. La oscuridad, la escasa y buscada oscuridad en que por un instante podría encontrar nuevas fuerzas, se abatió sobre él y lo retuvo. Permaneció tanto tiempo en ella, que cuando el sueño finalmente lo abandonó, Knud Erik salió de la litera con los ojos tan abiertos como cuando se producía un ataque. Había descuidado su deber. Se había dormido.

Salió a toda prisa del camarote. De la chimenea de muchos de los otros barcos ya surgía humo.

Poco después, no era sólo humo lo que salía de ellas.

Un estruendo enorme, que recordaba los bombardeos de la noche, se extendió como un relámpago por el río. Después otro. La proa del Svava se alzó en el aire y a continuación se desgajó del casco. El barco se fue a pique enseguida, mientras el humo y las llamas avanzaban hacia la caseta del timón, en el centro de la cubierta. Knud Erik vio a varios hombres arrojarse al río. Uno de ellos tenía la espalda en llamas cuando saltó. Después le tocó al Skagerrak. Una vez más fue la proa lo que explotó. A continuación, dos vapores noruegos saltaron por los aires, y luego un holandés.

El primer pensamiento de Knud Erik fue escapar; pero ¿de qué? ¿Dónde se encontraba el enemigo? El cielo estaba despejado, y no podía tratarse de un submarino.

Se acercó un bote de uno de los buques-escolta ingleses. En la proa iba un hombre que gritaba a través de un megáfono.

Eran las nuevas palabras.

—¡Minas acústicas! —gritó.

Knud Erik no necesitaba más explicaciones. Aquellas minas se activaban por las vibraciones de los barcos cuando la hélice empezaba a funcionar. Eran minas acústicas lo que había visto la noche anterior descender lentamente del cielo, colgadas de paracaídas. Pero los paracaídas con forma de flor no se esparcían sobre una tumba. Habían llegado para convertir el río en un cementerio.

Otros dos barcos explotaron. Y los que quedaron tenían las calderas apagadas. Alrededor ardían buques que en pocos segundos se habían transformado en restos camino del fondo. Una escuadrilla de cuerpos muertos y calcinados flotaba en el agua entre los residuos de los barcos.

Después les ordenaron que se dejaran llevar por la marea río arriba. Tenían que desplazarse sin usar los motores.

Lo único que oían era el sonido de las olas al chocar contra las bordas.

Se produjo un silencio como el de la época de los barcos de vela.

Habían navegado en convoy desde Bergen hasta Inglaterra cuando la radio informó que los alemanes habían ocupado Dinamarca. El capitán, Daniel Boye, los convocó de inmediato a un consejo. Les dio a elegir. ¿Qué iban a hacer? ¿Continuar hasta el puerto inglés, o virar y volver a algún puerto danés o noruego?

En cierta medida, ya habían elegido. Viajaban en convoy con la protección de barcos de guerra ingleses. ¿Significaba eso que estaban en guerra con Alemania, igual que los buques que los escoltaban?

Ya conocían la respuesta. Las tarifas de fletes estaban altas. Lo mismo ocurría con la paga: un trescientos por ciento en concepto de suplemento de guerra. Con las horas extras y diversos suplementos la paga se multiplicaba por cuatro, y a veces por cinco. Por eso navegaban: por el dinero. Ahora tenían que aceptar una guerra en la cual iban a estar en primera línea. También en tiempos de paz les había ocurrido eso. Setenta y nueve marineros daneses habían muerto en la última Semana Santa. Desde el estallido de la guerra habían perdido la vida más de trescientos, a pesar de que todos navegaban en barcos en cuyas bandas iba pintada la bandera danesa, neutral. Los torpedos de los submarinos no conocían la diferencia. Un barco rumbo a un puerto enemigo era un barco rumbo a un puerto enemigo, con independencia de los motivos que cada uno tuviese.

Los diecisiete miembros de la tripulación a bordo del Dannevang aceptaron continuar hasta Inglaterra. Había en ellos una obstinación que tal vez no tuviera que ver con la contienda. Habían aceptado ser marineros. Nada los haría huir de cubierta.

Sabían que era esa obstinación la que los mantendría vivos, no el patriotismo, ni el amor a la propia tierra, ni ideología alguna; tampoco ninguna consideración acerca de las razones de la guerra. Quien más, quien menos, todo eso ya lo tenían. Pero no les pedían su opinión sobre la guerra, sino que se les exigía que tomaran una decisión que iba a tener consecuencias importantísimas para el resto de su existencia, aunque no sabían con exactitud cómo. Sin embargo, sabían, por su instinto marino, que se trataba de una cuestión de vida o muerte. Era la obstinación del hombre de mar cuando se enfrenta a fuerzas superiores, sea un huracán o un Messerschmitt 110, lo que los hizo decir que sí.

No dijeron que sí a ir a la guerra. Sencillamente continuaron una lucha que ya duraba mucho. No dijeron que sí a Inglaterra, sino a la ruta que los conducía a Inglaterra, al mar y al reto que hacía que se sintiesen hombres.

Llegaron a Methil el 10 de abril, y de inmediato les ordenaron que continuasen hasta Tynedock, donde el barco fue transferido al almirantazgo británico. No hubo ninguna ceremonia para celebrar el traspaso. Un oficial de la flota inglesa puso un cartel en el mástil de popa. En él se comunicaba brevemente que el barco quedaba confiscado en nombre del rey de Inglaterra. Se arrió la bandera danesa y ocupó su lugar The Red Duster, un trapo rojo con la Union Jack en una esquina.

Nunca habían cuidado mucho su bandera danesa. La cruz blanca estaba tiznada por el humo de la chimenea, y el paño aparecía deshilachado en los bordes. Pero era la suya. Representaba la mitad de su esencia cuando estaban en el extranjero. De pronto les habían quitado ese derecho. Su país se había rendido a los alemanes sin luchar, y por eso les quitaban su bandera. Sólo se contaba con ellos si dejaban de considerarse daneses.

En ese momento lo comprendieron. Iban a entrar en guerra desnudos, y ya habían empezado a desvestirlos.

El primer maquinista preguntó cuál era la paga bajo pabellón inglés.

El oficial respondió que tres libras y dieciocho chelines a la semana, además de una libra y diez chelines de manutención.

El primer maquinista hizo un rápido cálculo mental, dirigió una mirada al resto de la tripulación y se encogió de hombros. También ellos sabían echar cuentas. La paga representaba la cuarta parte de lo que cobraban hasta entonces. Pero tampoco había ya una familia a la que proveer. Estaban separados de ella por tiempo indefinido.

Don’t worry, you will be home for Christmas —dijo el oficial, tras examinar sus rostros con detenimiento.

Se olvidaron de preguntar a qué navidades se refería.

Les ordenaron pintar el Dannevang como un día de invierno en el mar del Norte. No se libraron ni las relucientes puertas de roble barnizadas ni los marcos de la caseta del timón. Era su barco. Habían picado el óxido y pintado cada centímetro cuadrado de él: el casco negro, que era rojo por debajo de la línea de flotación, la superestructura blanca, las rayas rojas y blancas que rodeaban la chimenea como una venda. Habían acariciado con la brocha las letras blancas de la proa. Habían tenido tan limpio el Dannevang, que podían andar a bordo con ropa de calle, incluso después de descargar carbón. Mantenían el vapor al viejo estilo de los barcos de vela: fregaban la cubierta, limpiaban los mamparos; un trabajo duro y desagradable, pero que realizaban con orgullo. Ahora el Dannevang desaparecía bajo sus brochas. Era como si el buque se hundiera en el gris mar de invierno, del que tomaba prestado el color.

El Dannevang había estado en su tiempo matriculado en Marstal. El vapor había sido propiedad de Klara Friis y permaneció amarrado varios años antes de ser vendido a un armador de Nakskov. El capitán, el primer oficial y el segundo oficial eran de Marstal. Procedían de una ciudad marítima que ya no tenía ningún barco propio. De modo que se convirtieron en una aristocracia dentro de la flota mercante danesa. Los habitantes de Marstal estaban en todas partes, siempre en el puente de mando como primeros oficiales o como capitanes. Si navegaban de marineros, sin haber llegado más lejos, se debía a su juventud. Daniel Boye descendía de Sofus el Campesino. Había sido capitán del barco cuando aún pertenecía a la familia y navegaba con el nombre Energi.

En su tiempo fue uno de los consejeros de Isaksen y estuvo en el muelle cuando éste, tras su derrota, cogió el transbordador a Svendborg.

—No te acuerdas de él —le dijo a Knud Erik—, pero él se acuerda de tu madre.

Knud Erik se estremeció. Su madre era un tema delicado. Llevaba diez años sin verla ni hablar con ella. Pero a Isaksen lo conocía bien. Había conservado su amor hacia la gente de Marstal y nunca les cerraba sus puertas cuando una travesía los llevaba a Nueva York. Además, Isaksen se había casado con una chica de la ciudad: la señorita Kristina.

Cuando ella llegó a Nueva York, Isaksen, todo un caballero, estaba esperándola. Klara Friis le había escrito. «Ya sé que no me debe usted nada —decía la carta—, pero lo considero un hombre con sentido de la responsabilidad».

Isaksen lo era. Hasta el punto de terminar casándose con Kristina Bager. Knud Erik los visitaba de vez en cuando. Isaksen era un padre magnífico, pero no tuvieron más hijos. Knud Erik no sabría decir si eran felices juntos. Tenía sus dudas acerca de la relación de Isaksen con las mujeres. Le gustaba la vital Kristina, y no le faltaban razones para ello, pero no de la manera en que una mujer debe gustar a un hombre, al menos por lo que Knud Erik veía. Nunca preguntó, aunque existía suficiente confianza entre él y Kristina Isaksen para ello. «Mi pequeño caballero», lo llamaba ella, como una hermana mayor, aunque hacía tiempo que él era más alto.

Cuando la hija de Kristina se confirmó, Knud Erik se hallaba en Nueva York. Fue una extraña experiencia estar en la iglesia protestante del Upper East Side y observar a Klara, de catorce años, que se llamaba como su madre, a quien Knud Erik ya no veía porque le había dicho que para ella era como si estuviese muerto. La generosidad era un aspecto de su madre desconocido para él.

Si alguien deseaba hablar del modo en que Klara Friis había rechazado a Knud Erik, éste volvía la cabeza y se quedaba callado.

La mañana del 9 de abril, el capitán Boye recibió dos telegramas. Uno era del armador, Severinsen, de Nakskov, en el que ordenaba que el Dannevang volviese a Dinamarca o al puerto neutral más próximo. El otro era de Isaksen.

Boye lo leyó y miró a su primer oficial.

—Isaksen nos recomienda poner rumbo a un puerto inglés —anunció—. No es cosa que le ataña, porque no es el armador del buque, pero estoy de acuerdo con él.

—Isaksen es un caballero —dijo Knud Erik.

La mayoría de los armadores daneses habían hecho como Severinsen. Møller, que por lo visto estaba bien informado, pasó la noche anterior a la invasión alemana reunido con su hijo, telegrafiando a los barcos de la naviera y ordenándoles que buscaran puertos neutrales. En el Jessica Mærsk la tripulación se amotinó. Al primer oficial le ataron las manos a la espalda y lo encerraron en el cuarto de mapas. El barco iba rumbo a Irlanda, que se mantenía neutral. Entonces la tripulación obligó al capitán a dirigirse a Cardiff. Pronto se extendió el rumor de que también el Jessica Mærsk había recibido un telegrama de Isaksen. En su oficina de Nueva York había estado tan atareado como su antiguo patrón.

Isaksen, como observó Boye, había metido las narices en algo que ni le iba ni le venía. Así actuaba un caballero.

En cambio, a bordo del Dannevang era difícil sentirse un caballero.

En todo caso, un caballero, pero sin ropa.

Por ejemplo, estaban en un pub en Liverpool, Cardiff o Newcastle, trasegando tantas Guinness como podían entre dos alarmas aéreas. Y siempre había alguien que, en cuanto oía el acento, les preguntaba:

Where are you from, sailor?

Era el momento de la desnudez.

Lo aprendieron pronto. Había una cosa que no tenían que decir: la verdad. Si decían que eran daneses, la información era recibida con silencio, frialdad o abierto desdén. Los llamaban «medio alemanes».

En el pub Sally Brown, en Brewers Wharf, una chica despechugada de espectaculares labios rojos se acercó a Knud Erik. Éste la invitó a una copa. Brindaron, ella lo miró a los ojos por encima del borde del vaso. Knud Erik conocía la rutina, y sabía cómo terminaría la noche. Le parecía bien. Lo necesitaba.

Entonces llegó la pregunta, y como todavía no la había oído las veces suficientes para conocer el efecto de la verdad, respondió que era danés.

Why aren’t you in Berlin with your best friend Adolf?

Se puso como loco. Estaba en un maldito pub donde faltaban la mitad de los cristales, en una ciudad destrozada por las bombas, arriesgando la vida por una paga infame, separado de la familia y los amigos. Podía haber estado bajo un edredón en Dinamarca. En su lugar, lo acompañaban a diario todo tipo de diabólicos artefactos explosivos, diseñados para corresponder a su abnegación con un final abrupto de su miserable vida.

La chica se alejó contoneando el culo en su falda ceñida.

Knud Erik no sabía lo que se perdía por no pertenecer al país adecuado.

Sus armadores, su gobierno, todos habían recomendado a los marinos daneses que buscaran un puerto neutral cuando llegó la noticia de la ocupación de Dinamarca. Ellos hicieron lo contrario. Se situaron fuera de todo. Y sin embargo, no les sirvió de nada. No había ninguna Guinness a cuenta del camarero, ninguna simpatía hacia los «medio alemanes» por parte de las chicas escotadas de labios rojos.

Les quedaba el consuelo de alegrarse por la suerte de otros. Observaron que en el extremo opuesto del bar había un chaval menor de edad con mechas rubias sobre la frente y ojos azules. No cesaban las palmadas en los hombros, las miradas pícaras, la cerveza gratis y las invitaciones a darse un revolcón con todo pagado en alguna alcoba donde un colchón de muelles defectuosos lo esperaba para pasar la noche crujiendo.

El mozo no sabía ni siquiera inglés, aparte de una frase: I come from Norway.

En Noruega combatían, el rey y el gobierno estaban exiliados en Londres, treinta mil noruegos navegaban haciendo el servicio militar con los aliados. Y, lo más importante, navegaban bajo su propia bandera. La flota mercante noruega había pasado a manos del estado, y ahora su armador oficial era el rey.

Los escandinavos eran populares en todas partes. Pero, en boca de un inglés, escandinavo significaba lo mismo que noruego. Dinamarca se había caído del mapa, y si un marino abría la boca para decir que era de allí, sonaba como un recuerdo vergonzoso de algo que había existido en otros tiempos. El 9 de abril la tripulación del Dannevang se quedó sin patria.

Bebían sus Guinness en silencio.

Eran hombres desnudos en la línea de fuego.

El final llegó una mañana de enero temprano, hacia las cuatro. El Dannevang iba de Blyth a Rochester con un cargamento de carbón. Después no supieron decir si era una mina acústica, una mina de presión, una mina magnética o sencillamente una vieja mina de contacto. La proa se desgarró. El barco empezó a hacer agua enseguida, pero no se hundió de inmediato. Llevaba tiempo navegando a oscuras. Cuando bajaron a los botes, el capitán Boye ordenó que encendieran las luces. Permanecieron quietos a los remos mientras se despedían del Dannevang. Una botella de ron pasaba de mano en mano. Raras veces bebían a bordo. La Nochevieja, Boye había tenido largas discusiones con sus oficiales antes de decidirse a dejar que los hombres tomaran un vaso de vino de cereza. Cuando la botella de ron le llegó de vuelta, aún quedaba algo. ¡Diecisiete hombres! Les dirigió una mirada de aprobación.

El Dannevang se escoró. Se oyeron explosiones en la sala de máquinas cuando el agua alcanzó las calderas. Saltaban pedazos de carbón por el tragaluz reventado. La popa se levantó. La hélice se quedó por un momento chirriando en el aire. Después dejó de girar, y todas las luces del barco se apagaron.

Knud Erik cerró los ojos. Albert también había soñado con un vapor hundiéndose, y el sueño le había sucedido a él.

Cuando volvió a abrir los ojos, el mar se había tragado el Dannevang.

Los hombres tenían el gorro forrado de lana en la mano. Nadie dijo nada. Knud Erik pensaba que el capitán debería haber leído una plegaria. O el ritual del entierro. Pero, qué puñetas, eso no podía hacerse por un barco.

El camarero daba continuamente caladas a un cigarrillo, que ardía, rojo, en la oscuridad.

—Ahora vendría bien un pitillo.

Fue Boye quien rompió el silencio. Miró al camarero jefe.

—Hammerslev, ¿has traído los cartones?

El camarero jefe dio un codazo al pinche, que miraba a las musarañas.

—Los pitillos, Niels.

El pinche metió la mano bajo la bancada de popa y con aire triunfante enseñó un cartón. Recibieron un paquete cada uno. Los cofres de marino y petates los habían tenido que dejar a bordo. No había sitio en el bote salvavidas. Ahora sólo llevaban lo puesto.

Tenían sus libretas de navegación y un pasaporte que mostraba que pertenecían a una nación que ya no existía porque la guerra se la había tragado.

Y también un paquete de tabaco.

Las cosas no estaban tan mal. Lo superarían. Seguían con vida, y en breve se llenarían los pulmones de humo.

—Las cerillas —dijo Boye—. ¿Dónde cojones están las cerillas? —Miró acusador al joven pinche—. Como hayas olvidado las cerillas, te echo por la borda.

El camarero dejó caer los brazos, desvalido.

—Ha sido todo tan rápido… —dijo.

El camarero jefe fue pasando su cigarrillo. Pronto se vio el fulgor de diecisiete puntitos en la oscuridad invernal. Todavía faltaban un par de horas para el amanecer.

—Niels —dijo el capitán al pinche—, encárgate de que siempre haya por lo menos un pitillo encendido, aunque para eso tengas que fumar mientras duermes. ¿Entendido?

El pinche asintió con la cabeza, serio, mientras no paraba de dar caladas, como si su supervivencia dependiera del puntito rojo y fulgurante que tenía bajo la nariz.

Knud Erik miró alrededor. Había sido una buena tripulación. Llevaba tres años navegando en el Dannevang de primer oficial. Había a bordo siete hombres de Marstal y uno de Ommel. El resto eran de Lolland y Falster. Ahora se diseminarían a los cuatro vientos.

Años más tarde volvería a ese momento y echaría cuentas mentalmente. De los diecisiete miembros de la tripulación, ocho estarían muertos: el capitán, el segundo oficial, el camarero jefe, un marinero, dos marineros de segunda, el grumete y el jefe de máquinas. Cinco de ellos eran de Marstal.

El buque en que viajaba el capitán Boye fue hundido por uno de los barcos de un convoy americano. El grumete estaba a bordo de un barco que cargaba munición cuando lo alcanzó un torpedo. De una tripulación de cuarenta y nueve sólo sobrevivieron tres, y él no se hallaba entre ellos.

Pero en ese momento esperaban el amanecer. Estaban cerca de la costa inglesa y sabían que alguien los avistaría pronto.

No pensaban en la muerte.

Sólo tenían una preocupación: mantener viva la brasa de un pitillo hasta que los recogieran.

En Newcastle la tripulación del Dannevang anduvo sin trabajo durante un par de semanas. Pasaban la mayor parte del tiempo en el recién abierto club de marinos daneses, donde pulían su destreza en el billar. No era porque echaran de menos los ataques aéreos, las minas y los submarinos. Si anhelaban las bombas, no tenían más que dar una vuelta por los muelles. No era tan terrible como lo de Londres, pero casi. No obstante, habían tomado una decisión, y les parecía una tontería pasar una guerra mundial jugando al billar. Además, en tierra firme comían de pena: polvos de huevina, carne de cerdo en conserva, pan gris untado con una sustancia aceitosa y maloliente que llamaban bovral; la carne era sinónimo de latas de corned beef. La alimentación de los ingleses, sin embargo, no estaba dictada por la tacañería, sino por la guerra, y se les notaba. Sus ropas remendadas de antes de la guerra daban la medida de lo mermados que se encontraban. La manutención había sido mejor a bordo del Dannevang, donde a veces veían un huevo de verdad o un pedazo de carne de vaca.

—Los ingleses comen como en las viejas goletas de Terranova —decía Knud Erik.

No había vuelto a Terranova desde el funesto viaje con el Kristina. El Claudia había sido su último barco de vela. Tras pasar el examen de primer oficial quiso hacerse a la mar con un barco de motor. Probó con el Birma y el Selandia, ambos pertenecientes a la Compañía del Lejano Oriente. Siempre le decían que no, y nunca logró entender el motivo. No sabía nada de la relación entre su madre y el dueño de la naviera, el viejo Markussen. Entonces se pasó a los vapores.

Helge Fabricius rió. Había sido primer maquinista en el Dannevang. Andaba mediada la veintena y no tenía edad suficiente para haber navegado a Terranova. Knud Erik tenía treinta años, no le llevaba ni diez, pero habían nacido en lados diferentes de la línea de demarcación establecida al desaparecer los barcos de vela. No había entre ellos ni una generación de diferencia, y no obstante pertenecían a mundos distintos.

Detrás de la mesa de billar colgaba un gran tablón de pizarra donde estaba escrito con tiza «Embarques disponibles». «Nimbus de Svendborg», ponía. Nada más. ¿Qué necesitaban? ¿Un primer oficial, un camarero, un jefe de máquinas? Fueron a preguntar al cónsul, Frederik Nielsen. Para su sorpresa, les ofreció todo el barco. La tripulación había desertado. Podían hacerse cargo del Nimbus, si querían. Knud Erik sería ascendido a capitán.

La guerra también tenía eso. No sólo suponía limitaciones. También ofrecía posibilidades.

Fueron a ver el barco. En la proa estaba escrito Nimbus, y en el espejo de popa Svendborg. O, mejor dicho, era lo que suponían que habría puesto en otros tiempos. Ninguna de las palabras era legible, había que recurrir a la fantasía.

Helge Fabricius se puso a contar. Anduvieron por el muelle mirando al barco, mientras él continuaba su monótono recuento. Knud Erik no necesitaba preguntarle qué era lo que contaba.

—La tripulación no ha desertado —dijo—. Han muerto.

—Ciento catorce —puntualizó Helge.

—El único queso que comían a bordo debía de ser gruyere.

—Me gustaría verlos preparando una taza de café —dijo Helge, que había desistido de seguir contando.

—Preferiría verlos tomándosela.

Los dos rieron y subieron por la pasarela. Habían visto barcos con media amurada arrancada, la superestructura volada a bombazos, enormes agujeros en la banda, y que aun así lograban mantenerse a flote. Pero nunca habían visto nada como aquello. El Nimbus no había recibido un impacto, sino miles. Estaba a la vez entero y totalmente destruido. Oleadas y oleadas de ataques de Messerschmitt debían de haber pasado sobre él. Ninguna bomba ni torpedo de los aviones los habían alcanzado, pues de otro modo en ese momento estaría en el fondo del mar. Pero sus ametralladoras sí que habían sido alcanzadas. Había en el espectáculo algo que imponía respeto. La superestructura acribillada irradiaba una obstinación que casi parecía humana.

Entraron en el comedor. Sobre el fogón había una cafetera esmaltada de azul. Contra todos sus pronósticos, estaba intacta.

—Joder, increíble —dijo Helge.

En un armario encontraron sucedáneo inglés de café, hecho a base de bellotas, y se sentaron a la mesa mientras esperaban a que el agua hirviera.

—Vamos a cogerlo —dijo Knud Erik.

Helge sirvió el agua hirviendo y lo miró, inquisitivo.

—Es un barco con suerte.

—Querrás decir que la cafetera tuvo suerte. Por lo visto, es lo único a bordo que no tiene agujeros donde no debe.

Knud Erik negó con la cabeza.

—No, es el barco el que ha tenido suerte. ¿Has visto alguna vez tantos impactos acumulados en un solo sitio? Pero el Nimbus sigue aquí. Todavía flota. Y compartirá su suerte con nosotros.

Ambos sabían que eso eran supercherías. En el campo de batalla —y el mar lo era— no existían reglas para saber quién salvaba la vida y quién se iba a pique. Allí reinaba la insondable casualidad. Entonces, ¿qué más les daba depositar su confianza en la suerte? En el Dannevang habían tenido una ametralladora Lewis. La suerte era una protección más eficaz.

Se dirigieron a Nielsen y confirmaron que se hacían cargo del barco. El cónsul se mostró aliviado.

—Pero con ciertas condiciones —añadió Knud Erik—. En el Atlántico no vamos a necesitar tanta ventilación, así que hay que tapar los agujeros. Queremos a bordo ferretería decente, para poder defendernos. Y nosotros nos encargamos de la tripulación. Decidiremos con quién navegamos.

Mientras el Nimbus permanecía en el dique seco, Knud Erik y Helge se establecieron en un rincón del club de marinos, no lejos de la mesa de billar. Sobre la pizarra escribieron una lista de los hombres que necesitaban. Después se sentaron a esperar.

Pasados un par de días tenían ya un primer oficial, un pinche, un fogonero y un par de marineros. Aún les faltaban un segundo oficial, un camarero y un jefe de máquinas. Tampoco habían completado los puestos de marineros y marineros de segunda. Veintidós hombres componían la tripulación.

Knud Erik no esperaba llegar a ser capitán tan pronto en la vida. Tampoco es que dudara de su talento. Pero no sabía si tenía la autoridad necesaria. ¿Era capaz de evaluar a un hombre acertadamente para aprovechar su fuerza y hacer que olvidara sus flaquezas? ¿Y a veintidós a la vez?

El cuarto día aparecióVilhjelm y pidió enrolarse de segundo oficial. Habían transcurrido ya dos años desde que él y Knud Erik se habían visto por última vez en Marstal. Vilhjelm había fundado una familia. Tenía un hijo y una hija con una mujer de su edad cuyo padre era un pescador de Brøndstræde. Nunca volvió a tartamudear. Cuando estaba en Marstal iba a la iglesia todos los domingos. Había dejado en casa el Sermonario del marino. No lo necesitaba. Se lo sabía de memoria.

—¿Cómo le va a tu padre? —preguntó Knud Erik.

Hacía mucho que el padre de Vilhjelm había dejado el duro trabajo de arenero para dedicarse a la pesca, aunque era ya demasiado viejo para eso. Aun así, él continuaba con obstinación, encerrado en su mundo silencioso.

—Cuando llegaron los alemanes estaba pescando en Ristinge. Por supuesto, no oyó el ruido de los aviones. Levantó la mirada porque una sombra tras otra se deslizaban sobre el agua a demasiada velocidad para ser nubes. Pero no le dio ninguna importancia. Estaba más ocupado viendo cuántas gambas habían caído en la red. Para él la guerra es eso.

El siguiente en aparecer fue Anton. De inmediato lo nombraron jefe de máquinas, y quiso conocer detalles del motor.

—Joder, no sé —dijo, toqueteando sus gafas de montura de concha, cuando le explicaron que el motor del Nimbus era de sólo ochocientos caballos—. Esta embarcación no tiene demasiada potencia.

Quiso saber qué carbón se empleaba.

—Tiene que ser carbón de Gales —dijo—. El de Newcastle echa demasiado hollín.

—Tendrás el carbón que quieras.

Era una respuesta sin ningún fundamento. Knud Erik no entendía de carbón y no tenía la menor idea de cómo conseguirlo.

Anton se quedó un rato gruñendo. Knud Erik creía que iba a levantarse y marcharse. Habían sido amigos y seguían siéndolo, aunque a veces se encontraban en extremos opuestos del globo. Pero Anton no era sentimental, era un profesional, y quería tener algo decente donde emplear su talento para la mecánica. Por eso su respuesta lo pilló desprevenido.

—Qué diablos —decidió—. Los de Marstal tenemos que estar unidos. Me arriesgaré. Ya me las arreglaré para que ese colador funcione.

Un negro se acercó a la mesa del rincón para enrolarse de marinero. Bajo la camisa desabrochada llevaba una camiseta blanca que hacía resaltar el color de su piel brillante. Pensaron que sería estadounidense.

—Recuerdos de Fritz —dijo en danés.

Knud Erik lo miró, desconcertado. Olvidó por completo que el hombre se le había dirigido en su propia lengua.

—¿Fritz? ¿No está en Dakar?

—Sí —respondió el hombre—. O al menos estaba allí la última vez que lo vi. —Tendió la mano y añadió—: Me presentaré. Soy Absalon Andersen, de Stubbekøbing. Sí, ya lo sé. Soy negro, como el rey Baltasar y todo eso, pero he crecido en Stubbekøbing, y si dejáis de preguntarme dónde he aprendido danés también yo dejaré de preguntaros dónde lo habéis aprendido vosotros.

Sonrió, como si su presentación hubiese terminado y pudieran seguir con lo realmente importante.

—Estuve fondeado en Dakar con Fritz —prosiguió; cogió una silla y se sentó en ella, mientras aceptaba el cigarrillo que Knud Erik le ofrecía—. Conocéis esa parte de la historia, ¿verdad?

Knud Erik asintió en silencio. Dakar, que estaba en el África Occidental francesa, era la pesadilla de todos los marinos. La ciudad en sí no estaba mal. Pero cuando Francia cayó en manos de los alemanes, el gobernador de Dakar proclamó que estaba del lado de los aliados. Un par de días después cambió de opinión, y los numerosos barcos que habían atracado en el puerto para servir a los aliados fueron internados, lo que hizo que los abnegados marinos se vieran condenados a meses de estéril inactividad en las cubiertas abrasadoras de sus barcos. A fin de que no escapasen, les confiscaron piezas de maquinaria importantes. Los ingleses bombardearon el puerto, y de repente se encontraron en el bando enemigo. Una situación endiablada. Un barco noruego logró escapar. La tripulación sostenía que la maquinaria del barco se oxidaría si no se ponía en marcha de vez en cuando. Los tontos de los franceses les dieron las piezas que faltaban y la tripulación les devolvió imitaciones. Escaparon durante la noche. El resto de los barcos —entre ellos seis daneses— siguieron amarrados, pudriéndose. La guerra los llamaba, y ellos no podían acudir. Debían de sentirse completamente inútiles.

—Tú no eres noruego —dijo Knud Erik—. ¿Cómo es que escapaste?

—Soy algo mucho mejor que noruego —dijo Absalon Andersen, sonriendo, seguro de sí—. Soy negro. Salí paseando de Dakar. Nadie trató de detenerme. Como era igual que los demás negros… Dando muchos rodeos llegué a Casablanca. Por cierto, también tengo que darte recuerdos del capitán Grønne. Vosotros los de Marstal estáis en todas partes.

—¿Cómo continuaste desde allí?

—Eso tengo que agradecérselo a la cerveza.

—A la cerveza —repitió Helge, adelantando la cabeza, interesado—. ¿Fuiste desde Casablanca hasta Gibraltar montado en un barril de cerveza, o qué?

—No fue exactamente así —repuso Absalon—. Pero casi. Aunque son muchos los que tratan de escapar, sólo unos pocos lo consiguen. De eso se encargan los franceses. Río arriba encontramos un viejo bote de pesca medio podrido. Con él no despertaríamos ninguna sospecha. Habría sido una locura hacerse a la mar en una carraca así. El problema era el agua. Porque necesitábamos algo de beber durante la travesía. No podíamos atravesar la ciudad sin más con un bidón de agua. Habrían adivinado enseguida qué nos traíamos entre manos. Grønne nos aprovisionó de varias cajas de cerveza. Cuando los franceses nos vieron arrastrar las cajas, se limitaron a reír. Creían que nos íbamos de excursión. Montamos el mástil y la vela y zarpamos entrada la noche. Teníamos que achicar agua constantemente. La carraca tenía más rendijas que un barril de arenques. Llegamos a Gibraltar a los cuatro días. El bote se hundió bajo nuestros pies en cuanto entramos en el puerto.

—Así que llegasteis justo a tiempo —señaló Knud Erik, impresionado.

—Sí. —Absalon asintió con expresión grave—. Ya lo creo que llegamos justo a tiempo. Se nos había acabado la cerveza.

Cuando apareció el siguiente en la mesa del rincón, Knud Erik lo escudriñó con la mirada. Después levantó la mano como si fuera a acallar al otro antes incluso de que abriese la boca.

—Déjame adivinar. Seguro que te llamas Svend, Knud o Valdemar.

—Valdemar —dijo el hombre sin pestañear.

—¿Cómo puede un chino llamarse Valdemar? —preguntó Helge, mirando de arriba abajo al joven delgado que tenían delante. Aparentaba unos veinte años, pero también era posible que fuese más joven. Tenía los pómulos prominentes y los ojos rasgados de los orientales. Una sonrisa burlona jugueteaba en sus labios. Era guapo, pero con un toque sorprendentemente dulce, casi femenino.

—No soy chino —dijo con tono paciente—. Mi madre es de Siam; mi padre se apellida Jørgensen.

—Tendrás pasaporte danés, ¿no? —dijo Helge con tono inquisitorial. La respuesta del joven le había hecho perder aplomo, y quería hacerse respetar.

—Con que tengas la cartilla de navegación basta —intervino Knud Erik, quitando hierro al asunto.

Una expresión dura asomó a los ojos oscuros de Valdemar Jørgensen.

—Nací en Siam —dijo—. Tengo pasaporte de Siam y pasaporte danés. El segundo me lo he agenciado bajo manga. Soy miembro del Seamen’s Union of the Pacific. ¿Os basta con eso, muchachos? —Los miró, preparado para la lucha.

Knud Erik rió.

—El puesto es tuyo, si lo quieres.

—Quiero saber si iremos a América.

—Pregunta a los ingleses. Lo mejor es que pienses que vamos a navegar por el Atlántico Norte.

—Sólo os daré un consejo: ni se os ocurra casaros con una chica americana.

—¿Qué les pasa a las chicas americanas?

—Se apuntan a cualquier cosa, real hot, pero después quieren casarse. He estado en barcos donde los chavales fanfarroneaban de sus conquistas, anillos de casado, fotos de boda, amor eterno… the works. Y había dos que se dieron cuenta de que estaban casados con la misma. Y ahora os diré por qué. Esas mujeres reciben diez mil dólares de pensión de viudedad si un marino que sirve para los aliados muere. Pain in the ass. You know what I mean?

Sure do.

A Knud Erik le costaba contener la risa. Pero el chico no parecía darse cuenta de nada.

—Porque, claro, tú no estás casado, ¿verdad? Un abuelete no cae en esa clase de trampas. Take care, buddy!

El chico era observador, desde luego. Había reparado en que Knud Erik no llevaba anillo de casado. Éste se inclinó hacia delante.

—Oye —le espetó—. Yo no soy tu buddy. Soy el capitán del Nimbus, y si quieres navegar en mi barco será mejor que cambies el tono. ¿Entendido?

Valdemar entrechocó los talones y saludó militarmente.

Aye, aye, mi capitán —dijo.

Cuando había cruzado la mitad del local, se volvió y se acercó a Helge.

Listen. Si tienes problemas para llamarme Valdemar, puedes llamarme Wally.

Navegaron en convoy, primero de Liverpool a Halifax y vuelta, después a Nueva York por Gibraltar. Navegaban en lastre hacia el oeste y regresaban de allí con madera, acero y mineral de hierro. Habían hecho instalar cuatro piezas de artillería de veinte milímetros, una a proa y una a popa. Las otras dos estaban dispuestas en las alas del puente, desde donde apuntaban, amenazadoras, al mar. No era necesario que los miembros de la tripulación las manejasen, pues llevaban cuatro artilleros ingleses a bordo.

El Nimbus no estaba construido para el Atlántico Norte. De hecho, ignoraban para qué podría haber sido construido. Anton hacía lo que podía en la sala de máquinas, pero nunca conseguía que la embarcación superara los nueve nudos. Cuando viajaban en convoy y sonaba la alarma de submarinos, tenían órdenes de navegar en zigzag a fin de evitar los torpedos. Los cuarenta barcos que componían el convoy zarparon de Liverpool en línea recta, pero después se reagruparon formando un rectángulo, con los buques alineados en columnas, y resultaba difícil mantener la posición. El Nimbus no tenía rapidez de maniobra y siempre quedaba rezagado.

El capitán Boye le dijo una vez a Knud Erik que en situaciones en que existe el peligro de que el barco sea destruido, el capitán no tiene que especular con normas y artículos, ni considerar si el barco está asegurado o no, sino que ha de actuar según una única ley tácita: ¡trata a los demás como te gustaría que te tratasen a ti!

En las palabras de Boye se resumía toda la experiencia de marino de Knud Erik. Después oyó que Boye se había ahogado porque dio su chaleco salvavidas a un fogonero que, en medio del pánico, había olvidado el suyo en la sala de máquinas. Más de una vez había visto a un capitán arriesgar su barco por ayudar a una tripulación en peligro. Había visto a marinos corrientes hacer lo mismo los unos por los otros.

Los marinos no eran ni mejores ni peores que las demás personas. Era la situación lo que hacía aflorar su lealtad. El mundo limitado de la cubierta del barco evidenciaba tanto su dependencia mutua que el instinto de supervivencia individual se veía superado. Sabían que no podían salir adelante sin los demás.

Creía ingenuamente que la guerra convertía al mundo entero en una cubierta, y que el enemigo contra quien luchaban juntos recordaba al mar por su fuerza brutal e incontrolable. No sabía que la guerra iba a obligarlo a romper con el sencillo sentimiento de lealtad que durante toda su vida de marino había ido sedimentándose en él hasta convertirse en fundamento de su ser. Atravesaba el Atlántico Norte en lastre y volvía con madera y acero. Lo hacía escoltado y jugándose la vida. Participó en la guerra porque en la cubierta había aprendido que ninguna persona podía dar la espalda al destino de los demás.

No obstante, la guerra iba a rebajarlo como persona.

Pero no se dio cuenta de ello hasta que fue demasiado tarde.

Llegaría un momento en que le parecería que su vida dependía de las luces rojas.

No de los torpedos que querían acabar con ella.

Las luces rojas iban a hacer algo peor.

En un convoy existían reglas. Siempre había una reunión en tierra antes de zarpar, y la orden del comandante del convoy era en todo momento la misma: había que mantener la velocidad y el rumbo. Cada barco tenía su posición, que no debía abandonar. Había una regla más, que con el paso del tiempo creció en ellos como un tumor: no les estaba permitido ayudar a los barcos en peligro. No les estaba permitido recoger a los supervivientes. Si se detenían un momento, se convertían en objetivo para los submarinos y aviones atacantes, y se arriesgaban a perder la carga. Y si navegaban era por la carga, no para socorrer a marinos que se ahogaban.

Era una regla que surgía de la amarga necesidad. Knud Erik lo sabía. Y aun así la consideraba un abuso para su modo de ser. No era un torpedo lo que iba a aniquilarlo, sino la regla que lo obligaba a no hacer caso de los gritos de socorro de quienes se ahogaban.

Cerrando el convoy iban los barcos de escolta. Su tarea consistía en recoger a los que estaban en peligro, pero a menudo lo impedían los feroces ataques de los aviones o las estelas blancas de los torpedos, que los obligaban a realizar arriesgadas maniobras de evasión. Los desgraciados se quedaban atrás y desaparecían en el inmenso mar. Lo último que veía de ellos eran las luces rojas de socorro de sus chalecos salvavidas.

Eran los afortunados.

Sus cuerpos fríos y exhaustos se entregaban al sueño de la muerte. O se rendían, soltaban el chaleco salvavidas y se dejaban arrastrar hacia la oscuridad expectante. Las luces rojas seguían encendidas un rato antes de apagarse, también ellas, una a una.

Cuando un barco era alcanzado y localizaban el submarino atacante, los destructores acudían rápidamente y arrojaban sus cargas de profundidad. Si todavía quedaban supervivientes flotando en el agua, reventaban por dentro debido a la enorme presión, que podía también desgarrar las planchas de acero reforzado de un submarino. Eran lanzados al aire entre géiseres de agua densa que señalaban una detonación submarina, con los pulmones saliéndoles por la boca, pedazos de personas destrozadas a quienes ni siquiera quedaba un grito.

Lo había visto en el viaje de regreso de Halifax.

Tenían órdenes de no desviarse del rumbo, porque había un gran peligro de colisionar con los demás barcos del convoy cuando huían a toda máquina de los submarinos. Una vez estaba en el puente con la rueda del timón en las manos, avanzando sobre el campo de amapolas de las luces de socorro que avisaban de su presencia ante la proa del Nimbus. Oía los furiosos golpes contra el barco cuando los supervivientes eran engullidos bajo la banda y pataleaban desesperados para no terminar en la hélice. Cuando miró hacia atrás desde el ala del puente de mando, la estela espumeaba roja a causa de los miembros amputados que remolineaban en ella.

Don’t look back, decía la regla en tales momentos, y nunca volvió a hacerlo.

En su interior, sin embargo, continuó viendo lo que un minuto antes era una persona, y siguió mirando hasta que algo se petrificó en él. Nadie —nadie— deseaba tratar así a un semejante. Pero él lo había hecho. Trata a los demás como te gustaría que te tratasen. Si no respetaba eso, ¿qué le quedaba?

Nada, absolutamente nada.

En su camarote contaba las luces rojas. Su fulgor lo dejaba al desnudo. Perdía su último punto de apoyo. Lograba entregar la carga. No obstante, lo que hacía era injusto. Dañaba a otros, y al hacerlo se dañaba a sí mismo. Hasta ese punto estaba unido a quienes gritaban en el agua pidiendo auxilio.

Cuando el convoy era atacado, aparecía en el puente con el semblante tenso y duro. No pensaba en los submarinos. Tampoco pensaba que entre los barcos alcanzados podía estar perfectamente el Nimbus. Esperaba a que aparecieran las luces rojas. Si aparecían, apartaba al timonel sin pronunciar palabra y se hacía cargo de la rueda del timón. Ordenaba que despejaran el puente. Quería estar solo cuando trataba de evitar las luces de socorro meciéndose en el agua a lo lejos, pero también cuando embestía contra ellas, porque no podía ser de otra forma. Era el capitán. Él marcaba el rumbo. La responsabilidad era suya.

Protegía a sus hombres. Deseaba ahorrarles aquello. Si querían, podían culparlo a él.

No sabía qué pensaban. Nunca hablaba con ellos del tema.

Cuando todo había pasado, iba a su camarote y abría la botella de whisky. Después bebía hasta perder la conciencia. Era su forma de hacer penitencia, porque sabía que no existía ninguna posibilidad de penitencia. Había hecho algo irreparable. Había perdido su derecho a ser feliz en el puente. Cualquier pensamiento acerca del sentido de su vida palidecía hasta desaparecer. Se veía desde fuera, y ya no veía nada. Su alma estaba desintegrada, pulverizada en el molinillo de la guerra.

Se aislaba. Nunca iba al comedor. Tampoco tenía trato con el primer ni el segundo oficial. Ya ni siquiera hablaba con los compañeros de la infancia de Marstal. Tomaba las comidas en solitario y sólo abría la boca para dar órdenes.

Nadie trataba de arrancarlo de su soledad. Nadie le hacía una observación jocosa ni le preguntaba por nada que no tuviera que ver con el quehacer cotidiano del barco. No obstante, lo ayudaban. Lo ayudaban a mantener su soledad, como si supieran que el precio que estaba pagando lo pagaba también por ellos.

Quizá otros lo hubiesen considerado frialdad por parte de la tripulación, como si correspondieran a la reserva de su capitán con reserva, incluso con ingratitud. Pero se trataba de lo contrario. Una palmada en el hombro, una palabra amable o una mirada comprensiva, y se habría desmoronado.

Ellos lo mantenían en pie. Lo protegían para que él pudiera protegerlos desde su aislamiento.

Necesitaban un capitán, y le daban la posibilidad de serlo.

Querido Knud Erik:

Te escribo para contarte un sueño que he tenido esta noche.

Estaba en la playa mirando el mar, como solía hacer de niña. Sentía la misma mezcla de miedo al mar y deseo de navegar que solía sentir entonces. De pronto el agua empezaba a retirarse. Se oía el murmullo de las piedras de la playa al ser arrastradas con el reflujo. El agua se quedaba lisa, como si un fuerte viento pasara por encima. Aquello duraba mucho, y al final lo único que se veía hasta el horizonte era el desnudo fondo del mar.

Si supieras cómo he anhelado ese instante. Ya sabes cuánto odio el mar, por lo mucho que nos ha quitado, pero no tenía ninguna sensación de triunfo, pese a que era mi deseo más íntimo, que al fin se hacía realidad.

En su lugar, se apoderaba de mí un presentimiento de algo terrible.

Oía un fragor. A lo lejos se alzaba una pared de agua y espuma blanca que se acercaba con rapidez. Yo no intentaba huir, aunque sabía que sería arrastrada enseguida.

No había adónde huir.

¿Qué he hecho? Pero ¿qué he hecho?

Ésa era la pregunta que sonaba en mi interior como un grito cuando desperté.

Puede que pienses que suena descabellado, pero siento una culpa terrible cuando ando por la calle. Veo a chicos y chicas, veo a la gente de compras, veo a las mujeres —y hay muchas mujeres—, veo a los viejos. Pero veo poquísimos hombres, y creo que soy yo quien los ha alejado al hacer imposible la navegación en Marstal.

Esta ciudad no acostumbra contar a los ausentes. Pero yo sí los cuento. Habrá unos quinientos o seiscientos hombres que ya no están entre nosotros: hijos, padres, hermanos. Estáis al otro lado de ese muro que ha construido la guerra en torno a Dinamarca y que se llama bloqueo. Navegáis al servicio de los aliados, y sólo el desenlace de la guerra va a decidir si algún día volveréis a casa. Pero ni siquiera la victoria garantiza que vayáis a sobrevivir.

La gran ola de mi pesadilla se nos viene encima, y soy yo quien la ha provocado.

Quería arrancar al marino del corazón de los hombres, y he logrado lo contrario de lo que quería. Como apenas quedaban ya barcos en Marstal, os habéis enrolado en otras partes. Habéis navegado más lejos. Pasáis en casa aún menos tiempo que antes. Ahora estáis lejos por tiempo indefinido, algunos de vosotros —me temo que muchos— para siempre. La única prueba que tenemos de que seguís vivos son las cartas que recibimos muy de tarde en tarde. Cuando no recibimos carta tenemos que adivinar la causa.

Querido Knud Erik, una vez te dije que para mí estabas muerto, y eso es lo peor que puede hacer una madre contra sí misma. Sé poquísimo de ti, sólo lo que oigo a otros, y callan en mi presencia. Tengo la impresión de que me ven como algo antinatural. No sé si me han perdonado lo que le he hecho a esta ciudad. No sé si se dan cuenta de que era yo quien estaba detrás de todo; pero nadie me ha perdonado que te repudiara, y me he vuelto más solitaria de lo que era antes.

No leerás esta carta. No voy a enviarla. Te la daré cuando termine la guerra y vuelvas a casa.

Lo único que pido es que entonces la leas.

Tu madre.

Knud Erik no bajó a tierra en Nueva York. La tierra firme le daba más miedo que el mar. Tenía el presentimiento de que si ponía los pies en el muelle no volvería a subir por la pasarela. Y sería un abandono. Se colocaría fuera de la guerra. Pero también el que estaba en la guerra abandonaba. Las luces rojas se lo habían enseñado.

Ésa era la alternativa que ofrecía la guerra entre dos clases de abandono.

A solas en el puente, cumplía con su deber, su deber con los aliados, con la guerra y la inminente victoria, con el convoy y la carga. Pero no estaba cumpliendo con su deber con las personas que le gritaban pidiendo ayuda. Le parecía que todos gritaban su nombre.

Vilhjelm fue al Upper East Side para visitar a Isaksen y a Kristina. Knud Erik estuvo tentado de acompañarlo, pues no los veía desde la confirmación de Klara y la cena posterior. Pero lo pensó mejor y negó con la cabeza. Prefería la soledad del camarote. Allí estaba como en un refugio antiaéreo.

Había hombres que, cuando empezaban a fallarles los nervios, se dedicaban a contar mujeres. Era como si pensar en las conquistas que habían hecho en puertos extraños tuviera un efecto vigorizante. Mujeres en un platillo, muertos en el otro. Había cierto equilibrio.

Knud Erik podría haber desembarcado en Nueva York para hacer su aportación al equilibrio. Tenía treinta y un años y estaba soltero. No era demasiado tarde, pero tampoco demasiado pronto, como solía decirse. Tenía un desasosiego interno y había conocido a muchas mujeres. No era ninguna insaciabilidad producto de la inmadurez la que lo impedía hacer una elección definitiva. Había en él una indecisión, una vacilación que surgía de algo sin resolver en su interior. Pero no sabía qué era. Aún pensaba en miss Sophie, la chiflada que lo trastornó cuando sólo tenía quince años. Pero no podía ser ésa la causa, maldita sea. Apenas la había conocido, y su comportamiento, que al principio él había encontrado misterioso y atractivo, no había sido más que afectación juvenil. Y sin embargo parecía que le había echado una maldición al desaparecer bruscamente de la faz de la tierra, y esa desaparición que podía significar cualquier cosa, tanto muerte como aventura, estableció un fuerte vínculo con él. No era a ella a quien buscaba en los bares de los barrios portuarios ni entre las chicas juiciosas de Marstal. Pero le faltaba algo, y cada vez que tendía la mano para alcanzarlo, desaparecía.

En Marstal tuvo sólo una novia, Karin Weber, que acabó por romper con él. «Estás siempre raro y ausente», le dijo, y no se refería a la habitual ausencia del marino. Él ya lo sabía.

Algo en su interior ansiaba terriblemente una familia. Necesitaba una persona a la que echar de menos. Necesitaba un contrapeso a las atrocidades que cometía la guerra con él, y no podía encontrarlo en los bares de la ciudad marítima. Era un barco sin amarres.

Se encerraba en el camarote de capitán igual que un monje en su celda. Pero en su soledad no había nada edificante. Contaba las luces rojas. Contaba y contaba hasta destrozarse el alma. Su sueño de la vida que podía haber tenido se desmoronaba como el castillo de arena de un niño bajo el despiadado sol del desierto.

En Liverpool desertó. Escapaba del sentido del deber.

El mismo whisky que lo ayudaba a mantener el equilibrio podía también hacer que lo perdiera.

En Liverpool lo perdió.

Afeitarse a diario se convirtió en un esfuerzo. ¿Cómo se afeita uno sin mirarse en el espejo?

El afeitado constituía el último bastión antes de su decadencia definitiva. Sabía que era la ley tácita que se aplicaba a los prisioneros de guerra en los campos de internamiento alemanes. Así era como se sentía: como un prisionero de la guerra. Había caído en manos del enemigo, y el enemigo estaba en su interior.

En el último viaje habían transportado munición entre la carga. Ser alcanzados supondría la aniquilación instantánea. No sobreviviría ningún hombre con la luz roja de socorro encendida, suplicante. Si el Nimbus desapareciese en medio de una gigantesca llamarada, no quedaría siquiera una gorra de capitán. Se sorprendió soñando con el alivio que supondría la muerte. Pero ningún torpedo los alcanzó, ninguna bomba atravesó la cubierta y se abrió paso hasta la bodega.

El Nimbus era un barco afortunado. Seguía su rumbo constante entre los que se ahogaban, y Knud Erik maldecía la suerte que tenían.

La radio del barco captaba la emisora de la fuerza aérea inglesa, y cuando se acercaban a la costa de Inglaterra después de atravesar el Atlántico, se reunían en el puente para oír las conversaciones entre el mando aéreo y los pilotos de la RAF. Oían la frase Good luck and good hunting, y ésa era la señal de inicio de la transmisión radiofónica de una batalla a vida o muerte. Gritaban y animaban a su equipo. Maldecían al enemigo, a quien no podían oír, pero sí ver, porque a veces las batallas se desarrollaban en lo alto, por encima de sus cabezas. Apretaban los puños. Las venas de la frente se les hinchaban. Animaban a los pilotos, que gritaban para avisarse o para expresar alegría y a veces caían acribillados en su asiento. Eran hombres que se sacrificaban por ellos, y aun así todos querían cambiar de sitio, canjear su eterna posición de espera en cubierta por el peligroso asiento del piloto. En aquel momento no había ni uno de ellos que no deseara matar. Ansiaban ser la causa de la muerte de otros en lugar de estar siempre esperando la propia. Estaban tan excitados que, si les hubieran puesto un revólver en la mano, habrían tenido que dominarse para no matarse entre ellos como perros.

Knud Erik no soñaba con el contacto de un gatillo. Tan sólo deseaba ser el blanco de la bala. A él podrían haberle disparado. De buena gana los habría animado a hacerlo.

Interceptó a Wally cuando bajaba la pasarela con una maleta en la mano. Lo había oído fanfarronear acerca de su contenido, que había conseguido en Nueva York: medias de nailon, sujetadores de raso color salmón, bragas con encajes.

Knud Erik tuvo que controlarse para no tropezar.

—Llévame contigo —dijo con voz pastosa—. Quiero ver qué puedes comprar con esa ropa interior.

Era una súplica, pero hizo que sonara como una orden, la orden que ningún capitán debía dar si deseaba conservar el respeto de su tripulación: enséñame el camino del vicio, seamos compañeros de envilecimiento.

Había salido de su celda para suicidarse sin recurrir al revólver.

Anton y Vilhjelm no estaban presentes, de lo contrario lo habrían impedido. Wally no tenía ni la edad ni la experiencia para ello. Knud Erik advirtió una expresión de inseguridad en la mirada del joven, pero sabía que no se atrevería a poner reparos.

Aye, aye, captain —dijo Wally, sin más.

Absalon estaba junto a él.

—Pero capitán… —empezó.

Knud Erik supo, por el tono, que era el principio de una protesta. Y es que iba a desertar. Los muelles de Liverpool se hallaban bajo un bombardeo constante. Tenían que cambiar de sitio sin parar. En una situación así, el capitán no podía largarse de pronto. Constituía un abandono imperdonable. Bien, entonces tendría que considerarlo un abandono más.

Levantó la mano, defensivo.

—Vilhjelm se encarga de todo.

Absalon desvió la mirada.

Lo siguieron a distancia camino de la estación de tren, entre hileras de casas destruidas por los bombardeos, donde hombres y mujeres enflaquecidos recuperaban lo que podían entre los escombros. No había ninguna enemistad en el distanciamiento de sus subordinados. Él era el capitán. Sencillamente trataban de mantener vivo en Knud Erik el último resto de dignidad.

En una ocasión le había dicho a Wally que no era su buddy. Ahora estaba tratando de serlo. Notó extenderse el veneno de su desprecio hacia sí mismo, y confió en morir a causa de él.

En el tren a Londres se quedó dormido.

Wally lo despertó cuando el tren paró en el andén. Miró desconcertado a su alrededor. La travesía entre Nueva York e Inglaterra era siempre como un viaje en el tiempo. Los americanos se encontraban en un nicho temporal, en un estado prebélico permanente, con los cuerpos bien alimentados y rostros rubicundos rebosantes de frívola salud. Los ingleses, en cambio, parecían fotografías amarillentas. Tenían la piel pálida, descolorida, y el rostro borroso, como recuerdos de un viejo álbum de fotos olvidado en un desván polvoriento. Vegetaban en un país de sombras creado por un racionamiento cada vez más severo.

Acababan de salir del edificio de la estación cuando sonó la alarma aérea. Era de noche y una densa oscuridad reinaba en las calles. Se detuvieron, desconcertados. Vieron a gente correr, y los siguieron en la misma dirección. Distinguieron una lámpara que emitía un débil fulgor rojo. Era la entrada de un refugio antiaéreo. Knud Erik no pudo pasar por alto la ironía. En el mar, una luz roja significaba una vida más con la que cargar sobre su conciencia. Allí, representaba la liberación. Por un instante deseó quedarse fuera a esperar la lluvia de bombas.

Absalon, que había advertido su vacilación, lo cogió del brazo y tiró de él.

—¡Por aquí, capitán!

Knut Erik dejó que las piernas lo guiaran y fue tras ellos.

No había ninguna luz en el refugio antiaéreo. Estaban apretados los unos contra los otros, rodeados de una oscuridad absoluta. Oyó voces susurrantes, una tos, un niño llorando. Había perdido el contacto con Wally y Absalon. Era un alivio estar rodeado de gente desconocida. Había un fuerte olor a cuerpos sin lavar y ropa enmohecida. Una batería antiaérea instalada sobre el búnker empezó a disparar e hizo que el aire se estremeciera. Entonces empezaron a caer las bombas. Del techo se desprendían trozos de encalado y polvo. Era como si la muerte tuviese manos y tocara a tientas sus rostros antes de llevárselos. Oyó jadeos y gemidos. Alguien lloraba incontrolablemente, y otra persona lo consolaba con voz monótona, hasta que el tono se quebró y exclamó con histeria:

Shut up, for Christ’s sake!

Leave her alone —intervino otra voz.

Sólo la oscuridad evitó que estallara una pelea.

I want to go home, please —rogaba un niño.

Una niña pequeña llamó a gritos a su madre, y una voz de anciana respondió con un padrenuestro.

Una bomba cayó cerca e hizo temblar el suelo. Por un instante, Knud Erik pensó que el refugio antiaéreo iba a desmoronarse sobre ellos. Se hizo el silencio, como si la misma muerte los hubiera hecho callar.

Entonces notó que una mano se posaba en la suya. Era una mano de mujer, fina y menuda, le pareció, pero de palmas endurecidas, las de una mujer que trabajaba con ellas. La acarició, para sosegarla. Una cabeza se apoyó en su hombro. Estaba abrazado a una mujer desconocida en la oscuridad. Cayó otra bomba cerca, y las paredes de cemento volvieron a estremecerse por la presión. Alguien se puso a gritar histérico, después alguien más, hasta que la oscuridad trepidó por el griterío espantoso a medida que los encerrados cedían al poder irresistible de la histeria colectiva. Las bombas caían rítmicamente, como un acompañamiento de tambores.

La mujer lo agarró por la nuca y lo besó ávidamente en la boca mientras su mano le abría presurosa la bragueta. Él metió a su vez una mano bajo su abrigo y notó el contorno de un seno. Después, la ardiente entrepierna de la mujer lo atenazó. El griterío se alzaba como un muro en torno a ellos. Los bombazos dictaban el ritmo de sus embates. Hicieron el amor con pasión ciega y brutal, pero Knud Erik sintió cuánta ternura desinteresada había en el suave y anónimo cuerpo de la mujer que tenía debajo. Le daba el calor de la vida, y él le correspondía, hasta que sus gritos se mezclaron en la cacofonía de voces angustiadas.

Por un instante se libró de las luces rojas.

Pasadas varias horas, la batería antiaérea situada sobre el refugio se calló. Volvieron a sonar las sirenas. La alarma aérea había terminado y se abrió la puerta de salida a la calle oscura. Sería de madrugada.

La perdió cuando el gentío buscó la salida. Tal vez la dejara marchar a propósito, y probablemente ella hizo lo mismo. Allí fuera todo ardía. Al vacilante resplandor buscó entre los rostros. ¿Era ésa, aquélla o la de más allá? Podía ser la joven con un pañuelo en la cabeza y la mirada fija en el suelo. Pero también podía ser una mujer de mediana edad y rostro endurecido con el carmín corrido, que trataba de recomponer ayudada por el fulgor de las casas que ardían. No quería saberlo. Tanto él como la desconocida habían encontrado lo que buscaban. Un rostro y un nombre no habrían sido más que un epílogo innecesario.

Se quedó tres días en Londres.

Hizo el amor en un patio trasero, en el lavabo de un pub, en camas de hotel, hizo el amor con acompañamiento de bombas e hizo el amor sin otro acompañamiento que su propia respiración jadeante y la de su acompañante ocasional, hasta llegar a un lugar donde el silencio y la oscuridad se fundían y lo llevaban con ellos. Bebió con hombres e hizo el amor con mujeres que se sentían como él. Cuando caían las bombas no sabían si pronto pasarían a engrosar las cifras de muertos, que crecían sin cesar, si sus lugares de trabajo se habrían convertido en montañas de cascotes o si sus familias habrían sucumbido bajo las casas derrumbadas. Era tal su pánico, que las pérdidas que aún no habían sufrido ya los carcomían. Cada segundo era un renacer, cada beso un aplazamiento, cada respiración jadeante una declaración de amor a la vida que abrazaban en el cuerpo de una persona desconocida; y la embriaguez, la embriaguez permanente que Knud Erik buscaba y encontraba, constituía un regalo, porque, igual que una bala en el cerebro, tomaba cuanto él era, su rostro, su nombre y su historia, para finalmente liberar el hambre de su cuerpo. Durante tres días no vivió más que para satisfacer sus brutales instintos.

La última noche reunieron lo que sobraba de las maletas de muchos marinos, ropa interior, medias de nailon, café, cigarrillos y dólares, sobre todo dólares. Se comportaron como yankis y pagaron una noche en una suite que ocupaba toda una planta del hotel. Las chicas se las procuraron ellos mismos, dieron generosas propinas a los camareros, el recepcionista llevaba la contabilidad para saber cuándo se terminaba el dinero. Y pasaron una noche más de bombardeos comiendo y bebiendo, bailando y follando. Wally se encargaba del gramófono. Bailaron a los sones de Lena Horne mientras trasegaban cerveza, whisky, ginebra y coñac.

A las once sonó la alarma aérea.

Los camareros aporrearon la puerta y les gritaron que bajaran al sótano.

—Propongo que nos quedemos aquí —dijo Knud Erik. Su tono de mando había desaparecido. No era un capitán, sino un buddy entre buddies.

Aye, aye, mi capitán —dijo Wally. Hizo un saludo militar y se sirvió otro coñac.

Apagaron las luces y descorrieron las cortinas. Los focos antiaéreos se movían de un lado para otro en el cielo nocturno. Cayeron las primeras bombas, al principio lejos, después más cerca. Sonaba como un batería que pone a prueba su instrumento antes del gran solo. El edificio temblaba. Se metieron debajo de las camas. Ya sabían que los colchones no los protegerían. El contacto entre dos cuerpos, sí. Los instintos tomaron el control: follar los volvía intocables.

Las bombas caían cada vez más cerca. Una luz azul violácea parpadeaba al otro lado de las ventanas. El resplandor de las llamas se reflejaba en el techo. Cada vez que la sensatez trataba de hacer llegar a sus cerebros embotados el mensaje de que ya no podían esperar, que tenían que bajar al sótano, ellos estrechaban más aún a su pareja y arremetían con mayor ímpetu, mientras el deseo y el terror se alimentaban mutuamente y se reforzaban en el éxtasis. Después se derrumbaron, agotados, los miembros se relajaron, abrieron los brazos y cayeron en un agradable sopor momentáneo, como si la noche hubiera pasado y ya estuviesen a salvo.

Pero la noche continuaba. Las bombas no querían dejarlos en paz. El miedo volvió a despertar, y junto con él su inevitable acompañante, su cómplice, su amigo y enemigo: el deseo.

Entonces se oyó una voz procedente de la oscuridad bajo la cama.

Change? ¿Quién quiere cambiar?

Y empezaron a arrastrarse, atravesando el suelo reptando como anguilas, hacia nuevos nidos de amor, sin probar, donde esperaban otros brazos, bocas ávidas, regazos desbordantes, mientras los bombarderos alemanes tocaban los timbales en los tejados de Londres.

Por fin se hizo el silencio. Salieron a rastras de debajo de las camas, corrieron las cortinas y se tumbaron apretados en las camas intactas.

Habían ganado.

Knud Erik estaba presente cuando el Mary Luckenbach saltó por los aires.

Navegaban en convoy al norte del Círculo Polar Ártico, camino de Rusia con provisiones para el Ejército Rojo, cuando sucedió. Hacía buen tiempo y había buena visibilidad.

Los que estaban en el puente permanecieron en silencio ante el espectáculo. Ya habían visto petroleros que recibían de lleno un impacto y cuyas llamas se elevaban doscientos metros. Pero nunca habían visto nada como aquello.

Tampoco Knud Erik. Sin embargo, la causa de su silencio no era el pavor.

Era el alivio.

Estaban a media milla a popa del barco cuando se produjo la explosión.

El Junkers alemán se hallaba a sólo trescientos metros del Mary Luckenbach en el momento en que soltó sus torpedos. Volaba tan bajo sobre el agua, que parecía que fuera a hacer cabrillas sobre las olas. Después pasó rugiendo por encima de la cubierta, donde fue abatido por un cañón. De uno de los motores empezaron a salir llamas.

Los torpedos alcanzaron su objetivo.

Donde un momento antes había estado el Mary Luckenbach, en el siguiente no había nada, y el silencio que siguió fue igual de pavoroso que la explosión que lo precedió. Una nube de humo negro se expandió hacia el cielo con majestuosa lentitud. No se veía fuego alguno. No había restos flotando en el mar. Era como si el humo denso tuviese por sí solo la capacidad de levantar en el aire y hacer desaparecer miles de toneladas de acero y munición.

El humo no se detuvo hasta que llegó a la capa de nubes, varios kilómetros más arriba. Después se extendió lentamente hasta cubrir la mitad del cielo. Una nevada negra de carbonilla cayó en silencio sobre el mar, como si la explosión fuera el resultado de una erupción volcánica y no de la guerra en la que se encontraban.

No iba a haber ninguna luz roja.

Era lo único que pensaba. Medio centenar de personas habían sido aniquiladas delante de sus ojos. Vio por los prismáticos al artillero encogerse tras el cañón antiaéreo. Vio a un camarero negro caminando tranquilamente por la cubierta con una bandeja en la mano. Ahora no estaban, y sólo sentía alivio. Se encontraba a salvo. No su miserable vida, por la que ya no albergaba la menor estima, sino su maltrecha conciencia.

Llegaban en oleadas de treinta o cuarenta aviones, a una altura de sólo seis o siete metros sobre el agua, un enjambre negro sobre el mar gris. Llevaban sirenas y silbatos montados en las alas, que emitían un ulular terrorífico, pensados para enloquecer al contrario y paralizar su iniciativa. Sus cañones de veinte milímetros disparaban sin cesar, balas trazadoras blancas y rojas salpicaban la cubierta mientras los aviones soltaban los torpedos uno a uno. Los artilleros inexpertos eran presa del pánico y disparaban indiscriminadamente. Sus balas atravesaban los botes salvavidas y las cabinas de los barcos de alrededor.

Temblando de odio, había que admirar el valor de los pilotos alemanes. Con una determinación suicida atravesaban un muro de fuego cada vez más intenso a medida que los destructores de escolta ajustaban sus cañones de cuatro pulgadas.

El Wacosta y el Empire Stevenson fueron alcanzados, y tras ellos el Macbeth y el Oregonian.

Todo sucedió en cinco minutos. Un Heinkel se vio obligado a amerizar en medio del convoy. El avión seguía flotando y la tripulación trepó a una de las alas. Levantaron las manos en señal de rendición. Ya no eran enemigos. Sin su avión no eran más que personas indefensas. Miraban a un lado y a otro, como queriendo atraer la atención de alguno de los marineros que se apiñaban en la borda de los barcos que pasaban. Después bajaron la cabeza. Esperaban la sentencia.

Se oyó un disparo. Uno de los hombres se llevó la mano al hombro y dio media vuelta antes de caer arrodillado sobre el ala. Recibió otro impacto. Cayó hacia delante y quedó tendido con medio cuerpo en el agua. Los otros tres miembros de la tripulación echaron a correr por el ala, aterrados, como si quisieran ponerse a cubierto. Uno de ellos trató de arrastrarse hasta la cabina. Recibió un tiro en la espalda y se derrumbó sobre el ala, de donde cayó rodando al agua. Los dos supervivientes se hincaron de rodillas y juntaron las manos, suplicantes.

Habían comprendido lo ocurrido. La transformación no se había producido. No se habían convertido en personas. Seguían siendo el enemigo, y la prueba pendía sobre sus cabezas como la nube negra que había sido el Mary Luckenbach. El Oregonian no estaba lejos, escorado, hundiéndose poco a poco después de que tres torpedos lo alcanzaran por la banda de estribor. La mitad de la tripulación tuvo la suerte de ahogarse. El resto fueron rescatados por el St. Kenan, donde vomitaron petróleo, y sus miembros presentaban congelaciones que probablemente terminarían en amputaciones.

Había en ello un eco de las noches en que la tripulación del Nimbus sintonizaba con la longitud de onda de la emisora de la RAF y cada uno de ellos deseaba tener frente a sí a un alemán contra quien vaciar el revólver. Por fin tenían el enemigo a la vista, no una máquina de guerra, sino personas vivas, vulnerables, a quienes podían hacer daño y de quienes podían vengarse. Por fin había una oportunidad de enderezar el enorme desequilibrio que soportaban sus vidas.

Knud Erik había estado en el otro lado, deseando ser el objetivo de las balas. Ahora sentía el mismo deseo de matar que los demás, súbito y profundo.

El desequilibrio era mayor en él que en otros.

Vio a los dos hombres arrodillados en el ala del avión abatido. Vio a los marineros, apiñados a cientos en las bordas de los barcos que pasaban por delante de ellos, algunos con fusiles en las manos, mientras los artilleros permanecían en sus puestos detrás de los cañones. Disparaban como si estuvieran en una barraca de feria, con el corazón alegre. Seguramente pensaban que volvían a ser hombres, porque la vida de un hombre no puede reducirse a resistir y aguantar. Estaban reaccionando.

Las balas agitaban el agua en torno al avión abatido. Otro piloto fue alcanzado. Cayó hacia atrás, como barrido por una mano formidable que quisiera demostrar la sinrazón de su vida y de sus rezos por conservarla. El disparo debía de proceder de uno de los cañones de grueso calibre. El piloto cayó al agua y desapareció de inmediato.

El último de los supervivientes se derrumbó. Apoyó las manos en los muslos y se inclinó, exponiendo la nuca, como si esperase el tiro de gracia.

Se hizo el silencio. Los hombres bajaron los fusiles. El momento adquirió solemnidad. Era como si aguantaran la respiración antes de llevar a cabo el fusilamiento. Lentamente cayeron en la cuenta de lo que habían hecho. Su sed de sangre se había satisfecho antes de aniquilar al enemigo.

Knud Erik apartó al artillero de un empellón. No tenía experiencia como tirador. La ráfaga trazó una larga y espumeante línea sobre el agua antes de alcanzar el ala del avión. Después, dio en el blanco.

Había matado a una persona, y Knud Erik se vino abajo.

Se desplomó sollozando sobre el cañón, sin hacer caso del metal recalentado que le quemaba las palmas de las manos.

Habían llegado al norte de la isla de Bjørnø, en el paralelo 74, cuando recibieron la orden del almirantazgo británico: dispersarse. Knud Erik sabía, por la reunión de Hvalfiorður, en Islandia, que había sido el punto de partida del convoy, y de todos los convoyes en los que había navegado, que esa orden sólo podía interpretarse como una sentencia de muerte. Existían muchas reglas cuando se navegaba en convoy, pero la más importante de todas era la de permanecer juntos. Sólo juntos podréis lograrlo. Separados estáis perdidos, sois presa fácil de los submarinos, sin nadie que os proteja, sin nadie que os recoja en caso de que os hundan.

Cuántas veces habría oído la tripulación del Nimbus aquella orden desde el megáfono de un destructor que pasaba cerca de ellos cuando, a pesar de los esfuerzos de Anton en la sala de máquinas, quedaban rezagados. Stragglers will be sunk, los rezagados serán hundidos. Sabían que no se trataba de un aviso, sino de una sentencia, un adiós que no iba acompañado de las habituales despedidas con alentadoras promesas de verse pronto.

Sólo sabían una cosa: que la carga tenía que llegar a su destino, y que los tanques, vehículos y munición que abarrotaban su bodega, tras largos rodeos, terminarían en otros frentes, más lejanos, donde la prueba de fuerza entre alemanes y rusos decidiría el desenlace de la guerra y, en última instancia, sus propios destinos. Lo sabían, pero sin ninguna seguridad de que realmente fuera a ocurrir así. Lo que ellos veían era el mar, los Junkers y Heinkel atacantes, las estelas de los torpedos, barcos que explotaban y se hundían, hombres que luchaban por su vida en el agua helada.

Su esfuerzo en la guerra era importante. Constituía una cuestión de fe. Pero, en el momento en que recibieron la orden de abandonar sus posiciones en el convoy y abrirse camino hasta Molotovsk cada uno por su lado, comprendieron que sólo había sido cuestión de fe. Y la habían perdido. En su lugar surgían conjeturas acerca de la causa de aquella siniestra orden, y, como siempre que una situación es incierta y la presión grande, las piezas encajaron y tomaron la forma de una sospecha. Corría un rumor que había seguido a cada uno de los convoyes que habían navegado a Rusia, y el rumor seguía al convoy con la misma fatalidad con que el humo sigue a la chimenea, la estela a la hélice y el torpedo a la valiosa carga: no eran más que cebo.

En uno de los fiordos noruegos esperaba al acecho el acorazado alemán Tirpitz, de cuarenta y cinco mil toneladas. Era el mayor acorazado del mundo, un peligro para cualquier cosa que se moviera en el Atlántico Norte y un símbolo del sueño nazi de dominar el mundo. Y tal vez el mayor valor del acorazado fuese simbólico. Muy raras veces se atrevía a salir de su escondite entre las protectoras paredes montañosas de los fiordos para lanzar un ataque. Lo que hacía era esperar, como el lobo Fenrir, encadenado, y amenazar con un Ragnarok que nunca llegaba. Pero estaban convencidos de que era lo que ocurriría: el lobo Fenrir rompería sus cadenas y ellos serían el cebo.

Sabían, por su dura experiencia, que había surcado sus rostros y les había provocado innumerables congelaciones, que desde el momento en que se ordenó a los treinta y seis barcos del convoy que rompiesen la formación y siguieran cada cual por su lado hasta Murmansk y los puertos del Mar Blanco, Molotovsk y Arjángelsk, los alemanes ya no necesitarían la impresionante potencia de fuego de los cañones de quince pulgadas del Tirpitz para poner fin a lo que había sido un convoy. De ello podían encargarse fácilmente los submarinos. Los treinta y seis barcos del convoy tenían que continuar navegando sin los destructores y corbetas británicos que los habían acompañado hasta entonces. Estaban indefensos.

Pero aún había más. Sus propios protectores los habían atraído a una emboscada.

Advirtieron con amargura su falta de importancia. Eran prescindibles.

Pero ¿lo era su carga? En Hvalfiorður les habían dicho que los barcos que componían el convoy transportaban doscientos noventa y siete aviones, quinientos noventa y cuatro tanques, cuatro mil doscientos cuarenta y seis vehículos militares y ciento cincuenta mil toneladas de munición y explosivos para Rusia. ¿Había que sacrificar todo aquello a fin de que los oficiales navales británicos pudieran fanfarronear de haber enviado el Tirpitz al fondo del mar?

No lo entendían. No entendían nada de aquella guerra, únicamente que si querían sobrevivir no podían confiar más que en sí mismos. Ni siquiera los dejaban conservar el último honor del soldado: que, a pesar de todo, su sacrificio no habría sido vano. Si se iban a pique, desaparecerían sin dejar rastro, como si nunca hubiesen existido.

Surgió en ellos el resentimiento. No era un resentimiento contra el enemigo, sino tanto contra éste como contra los amigos, como si ya no les quedaran fuerzas para distinguir.

Para Knud Erik la orden supuso una liberación. Ya no tendría que preocuparse por los que se ahogaban. Ahora sólo se trataba de él y su tripulación. Por fin podría asumir el cinismo que aparece siempre que una crisis de conciencia dura lo suficiente. Estaban solos en medio del mar, y así es como quería estar él. Solo y sin luces rojas.

Cambió de rumbo y viró hacia el norte, en dirección a Hope Island, navegando tan cerca del hielo como aconsejaba la prudencia. Una densa niebla helada se extendía por toda la zona. Ordenó a sus hombres que pintaran el barco de blanco. Permanecieron fondeados un par de días. Apagaron las calderas, para que el humo de las chimeneas no los delatara. La banquisa crujía contra las bandas. Las planchas de acero del barco cedían con un chirrido amenazante que a ratos se convertía en un agudo sonido atiplado que recordaba a un chillido. El Nimbus era un barco afortunado, pero esta vez el casco, bajo la presión de la banquisa, advertía que la suerte podía acabarse.

Knud Erik pensaba en el Kristina, en la vez que se quedó atrapado en el hielo. Las enormes tablas fueron más manejables aquella vez. No tenían que mostrar su fuerza, como el acero. Se dejaron presionar por el hielo, hasta que el peso que amenazaba con destrozar el barco lo levantó.

Knud Erik no hizo caso de los chirridos del acero. Mejor el hielo que los submarinos. Era como si soñara con dejar que el Nimbus se congelase hasta que el mundo se descongelara y las armas callasen. Durante toda su vida como marino había luchado contra el mar. Ahora buscaba el temible hielo cual si de un amigo se tratase.

Encendió la radio y la tripulación se sentó alrededor, como hacían cuando escuchaban las emisoras de la RAF. Desde el éter no llegaban más que gritos de auxilio, un S.O.S. tras otro, y cada grito de auxilio era como una esquela. Apenas pasaban unos minutos entre un ataque y el hundimiento del barco. Nadie iba a ayudarlos. Fueron hundiéndose uno a uno en el mar helado. El Carlton, el Daniel Morgan, el Honomu, el Washington, el Paulus Potter. Contaron veinte barcos. No había donde esconderse, ni siquiera allí, entre la niebla helada del fin del mundo.

Se liberaron del hielo y siguieron bordeando la banquisa hacia el este. Continuaron al norte del paralelo 75 hasta llegar a Nueva Zembla, desde donde continuaron hacia el sur, rumbo al Mar Blanco. En medio del mar abierto encontraron cuatro botes salvavidas. Eran los supervivientes del Washington y del Paulus Potter. Ambos buques fueron hundidos por una formación de Junkers 88 cuyas tripulaciones los sobrevolaron cuando bajaban a los botes y saludaron alegremente, mientras un cámara los filmaba para los noticiarios alemanes. No devolvieron el saludo.

El capitán Richter, del Washington, subió a bordo. Pidió permiso para consultar una carta marina. Tras permanecer un rato inclinado sobre la carta, preguntó si podían prestarle una brújula.

Sus hombres seguían en los botes salvavidas.

—¿Para qué queréis una brújula? —preguntó Knud Erik—. Os subiremos a bordo.

Richter negó con la cabeza.

—Preferimos seguir navegando por nuestra cuenta.

—¿En un simple bote? La costa más cercana está a cuatrocientas millas.

—Nos gustaría llegar con vida —dijo Richter, mirándolo con calma.

Knud Erik creyó por un instante que el capitán estaba conmocionado por el ataque.

—Precisamente a eso me refiero —dijo con el tono que se emplea para convencer a un niño terco—. No podemos ofreceros literas, pero ya encontraremos un sitio caliente para que durmáis. Tenemos provisiones suficientes, y con este tiempo navegamos a nueve nudos. Llegaremos dentro de un par de días.

—Te das cuenta de lo que le ha pasado al resto del convoy, ¿verdad? —dijo Richter con la misma calma de antes.

Knud Erik asintió en silencio.

—Un bote salvavidas es el lugar más seguro —continuó Richter—. Los alemanes no malgastarán su pólvora en un puñado de hombres en un bote. Van por los barcos. A vosotros también os alcanzarán. Agradezco el ofrecimiento, pero preferimos arreglárnoslas solos.

Richter bajó la escala con la brújula. Sus hombres cruzaban los brazos rítmicamente para entrar en calor. Si levantaba viento, el agua los salpicaría y se convertiría en una coraza de hielo.

Aun así, preferían los botes de salvamento.

Los hombres empezaron a remar y Knud Erik ordenó avante a toda máquina. Se quedó en el puente, mirando un buen rato a los botes, cada vez más pequeños.

Al día siguiente apareció en el horizonte un Junkers solitario enfilando hacia ellos. Sus ametralladoras empezaron a tabletear ya desde lejos, y los artilleros de cubierta respondieron. La timonera recibió varios impactos, pero ninguno de los hombres de cubierta resultó herido. Entonces el Junkers soltó la bomba. El avión volaba tan bajo que casi colisionó con el mástil. La bomba explotó en el agua, cerca de estribor, no lo bastante para abrir el costado, pero sí lo suficiente para que la detonación levantara el Nimbus del agua y después lo dejara caer con una violencia que hizo que reventara una tubería de vapor en la sala de máquinas y el motor se detuviera. Ya no podían maniobrar.

El Junkers giró en redondo y volvió ululando. Sus ametralladoras disparaban sin parar. La timonera resultó acribillada otra vez y todos se echaron al suelo. Sólo el artillero de cubierta seguía de pie. Esperaron la explosión que señalaría que el Nimbus había recibido el impacto mortal. El barco iba cargado con tanques Valentine, camiones y TNT británicos. Si recibían el impacto de una bomba no habría tiempo de bajar a los botes. Todos lo sabían.

—¡Venga, joder! —se oyó jurar Knud Erik.

El artillero seguía disparando como si sus manos estuvieran agarrotadas. Detrás del tableteo de la ametralladora oyeron el ruido del motor del avión alejarse. ¿Habría decidido el piloto perdonarles la vida? Siguieron tumbados, sin poder creer que hubiera pasado el peligro. Al poco volvería a oírse el estruendo de los motores del avión y todo habría acabado. El silencio persistió. Se dieron cuenta de que la ametralladora del ala del puente se había callado.

—Ya se va —dijo el artillero.

Aún temblaban al ponerse en pie.

El Junkers era un puntito en el horizonte.

El piloto debía de estar volviendo de una incursión cuando los vio. Sólo le quedaba una bomba y decidió aprovechar la oportunidad.

El Nimbus había vuelto a demostrar que era un barco con suerte.

Querido Knud Erik:

Aprieta a un hombre contra el fango y fíjate en lo que hace bajo tu bota. ¿Lucha por levantarse? ¿Grita por la injusticia que está sufriendo? No, permanece tumbado, orgulloso de las patadas que es capaz de aguantar. Su virilidad descansa en su estúpido aguante.

¿Qué hace un hombre así cuando le sumergen la cabeza bajo el agua? ¿Lucha por subir a la superficie?

No, su orgullo descansa en su capacidad para aguantar la respiración.

Dejasteis que las olas os barrieran, visteis la amurada embestida, los mástiles caer por la borda, el barco hacer una última zambullida de la que no podría volver a la superficie. Aguantasteis la respiración durante diez años, durante veinte, cien años. En la década de 1890 teníais trescientos cuarenta barcos; en 1925 os quedaban ciento veinte; diez años después, la mitad. ¿Qué fue de ellos? ¿Qué fue del Uranus, del Svalen, del Smart, del Star, del Kronen, del Laura, del Frem, del Saturn, del Ami, del Danmark, del Eliezer, del Ane Marie, del Felix, del Gertrud, del Industri y del Harriet? Desaparecieron sin dejar rastro, despedazados por el hielo, tras colisionar contra arrastreros y vapores, naufragaron, terminaron convertidos en restos flotantes, depositados en Sandø, en Bonavista, en la bahía de Waterville, en Suns Rock.

¿Sabías que de cada cuatro barcos que hacían la ruta de Terranova uno nunca volvía?

¿Qué hacía falta para que lo dejarais? ¿Fletes cada vez más baratos? Pero los fletes se abarataron, en diez años hasta la mitad. Vosotros sencillamente bajabais la paga y dabais una comida aún peor que antes, apretabais los dientes. Hacíais prácticas de aguantar la respiración bajo el agua.

Navegasteis hasta donde ningún otro osaba o quería. Fuisteis los últimos.

Ya no teníais cronómetros marinos a bordo, no os llegaba para tanto. No podíais determinar vuestra longitud, y cuando un vapor pasaba cerca de vosotros teníais que izar la bandera de señales y preguntar dónde estabais.

Eso, ¿dónde estabais?

Desesperada,

Tu madre

Wally fue el primero en verlo.

Se encontraban en el puente supervisando la descarga cuando se volvió hacia los demás.

—¿No os dais cuenta de lo maravilloso que es este sitio? —dijo con entusiasmo.

Tiritaban envueltos en sus trencas, mientras contemplaban Molotovsk. En el puerto había barcos medio hundidos, destrozados. En el muelle se alzaban grandes montones de gravilla que habían sido almacenes. Más allá, en el paisaje llano y rocoso, se extendían una serie de edificios parecidos a barracones, muchos de ellos manchados de hollín y cubiertos de lonas. Era verano, y aunque el sol estaba en el cielo las veinticuatro horas, no contribuía a suavizar la temperatura. La luz constante más bien les daba la sensación de que no tenían párpados y se encontraban en un mundo en el que el sueño había sido abolido. Era como si en el interior de sus cabezas se desarrollara una maraña gris, un acechante estado de torpeza motivado por el paisaje gris y rocoso, por la luz y porque sabían que estaban condenadamente lejos de toda civilización.

—Id por la camisa de fuerza —dijo Anton con tono malhumorado—. El chico se ha vuelto loco. Cree que está en Nueva York.

—Esto es mejor que Nueva York. Que el jefe de máquinas se haya quedado ciego como un topo ahí abajo, en medio de la oscuridad, no significa que todos vayáis a estarlo.

Finalmente cayeron en la cuenta, y después no entendían cómo no había sido lo primero que vieron al arribar a Molotovsk.

No había ningún hombre en el muelle. Eran las mujeres quienes se encargaban de la descarga y ajustaban el aparejo en torno a las cajas de munición de la bodega. Eran mujeres quienes, armadas de metralletas, patrullaban el muelle, donde prisioneros alemanes, flacos y mal vestidos, de pie en la plataforma de los camiones, preparaban las cajas para su transporte posterior. Eran mujeres quienes estaban al volante, esperando para llevar la carga hasta el frente.

—Fíjate qué trasero —dijo Helge, señalando con el dedo.

No es que hubiera mucho que ver. Las mujeres llevaban botas de fieltro y grandes y holgados monos que difuminaban las formas de sus cuerpos. Apenas podían adivinarse las dimensiones de lo que escondían aquellos trajes de abundantes pliegues, si eran flacas o corpulentas. Unas pocas eran jóvenes, la mayoría parecía haber superado la treintena, pero era difícil calcular su edad. Sus rostros eran anchos y su piel, de un malsano color gris. Su cabello estaba oculto bajo gorras o kepis, sólo unas pocas llevaban pañuelo.

Hacía tres meses que los hombres no bajaban a tierra, y la visión de las mujeres en la bodega y la cubierta despertó en ellos el ingrediente más importante de su deseo: la fantasía. De modo que se pusieron a fantasear sobre la parte de la anatomía femenina que cada cual prefería, mientras con la mirada despojaban a las mujeres de sus uniformes y ropa de faena basta y sucia, en la disparatada esperanza de que debajo, igual que una mariposa dentro de su crisálida, hubiera una chica de calendario.

Knud Erik iba vestido con su uniforme de capitán, que casi nunca usaba. Era cosa sabida que los comunistas sólo respetaban los uniformes, y que por eso era conveniente presentar un aspecto lo más oficial posible si quería conseguirse algo en las negociaciones con las autoridades soviéticas. Divisó a una soldado que lo miraba fijamente. Pensó que se debería al uniforme. Sus miradas se cruzaron y él la sostuvo. Era delgada, llevaba el cabello, rubio ceniza, recogido muy tirante en la nuca y tendría más o menos su edad, aunque era difícil de calcular. No sabía por qué le había sostenido la mirada. Se trataba de un acto reflejo que no había podido dominar, aunque se daba cuenta de que podía considerarse una provocación. La soldado no bajó la vista, sino que siguió mirándolo a los ojos. Era una prueba de fuerza. Knud Erik no podía entenderlo de otra forma, aunque no tenía ni idea de cuál era el objetivo.

De pronto, un gran estruendo lo sacó de su concentración. Una caja de munición había caído del aparejo al muelle y se había abierto. Uno de los prisioneros alemanes se puso de inmediato a revolver en ella. Debía de pensar que la caja contenía algo comestible, y buscaba algo que calmara su hambre por un momento. Dos estibadoras lo agarraron y se lo llevaron. Luchó por liberarse, pero enseguida desistió y dejó que lo arrastrasen por el muelle sin oponer resistencia. La descarga se había detenido.

La soldado que un momento antes había mirado fijamente a Knud Erik gritó una orden y las estibadoras soltaron al prisionero. La soldado avanzó hacia él, quitó el seguro de la metralleta que llevaba colgada del hombro y disparó a bocajarro. Permaneció con la vista baja, como para asegurarse de que no quedaba vida en el cuerpo flaco que yacía a sus pies. Después alzó la vista y volvieron a mirarse a los ojos. Esta vez no cabía duda del significado de esa mirada. Estaba desafiándolo.

Durante el día siempre estaba sobrio. Cuando aquella noche, solo en su camarote, su cerebro se dejó embotar lentamente por el whisky, no tuvo ninguna duda de la clase de persona a la que había conocido. Era un ángel de la muerte. Se había presentado para adueñarse de él, y, de una manera repugnante a la que se veía incapaz de resistirse, aquel impulso disparatado lo llenaba de deseo, y por primera vez desde las noches de bombardeo en Londres notó una erección.

La ciudad estaba a un par de kilómetros del puerto y consistía en unas pocas casas de madera apiñadas en torno a una plaza. Unos cientos de metros más allá empezaba el páramo, y los caminos, que irradiaban desde la plaza como los radios de una rueda, no llevaban a ninguna parte.

Había un International Club, adonde solían ir por las noches. Lo primero que veían al llegar era un oso mal disecado, de aspecto magro, alzado sobre sus patas traseras con la boca abierta, en la que destacaba una hilera de dientes amarillentos. Los colmillos estaban cascados, o quizá rotos a propósito, como si alguien temiera que el oso pudiera resucitar de repente y atacar a los clientes del club.

Tras una mesa en un rincón había un hombre calvo vestido con camisa blanca y tirantes rojos, sentado junto a una caja para el dinero. A su lado había una muleta. En el escenario, montado con tablas sin desbastar, un acordeonista se había acomodado en una silla; también él era incapaz de moverse sin apoyarse en una muleta. Ambos hombres debían de rondar la cincuentena, y llevaban una sarta de medallas en la pechera de la camisa. Eran los únicos hombres que vio la tripulación del Nimbus en el club.

Para entonces ya se habían hecho una idea de la magnitud de la pérdida sufrida por su convoy. Doce barcos de los treinta y seis habían llegado a su destino, y la mayoría se habían dirigido a Murmansk o Arjángelsk; el Nimbus era el único barco del convoy que había en Molotovsk, y eso significaba que, en una ciudad habitada sólo por mujeres, no tenían competencia. Veían a otros hombres por la calle, pero eran, igual que el cajero y el músico del International Club, lisiados o ancianos de pelo blanco.

Había pocos niños. Se les acercaban para pedirles cigarrillos o chocolate. Sus rostros extrañamente maduros se iluminaban con una sonrisa seductora.

Fuck you, Jack! —decían.

Era un saludo que habían aprendido de los marineros ingleses.

Fuck you, Jack! —correspondía Wally, y les regalaba un pitillo.

La cerveza del club sabía a cebolla, de modo que preferían el vodka ruso, que era tan fuerte como el aguarrás. De los sofás de felpa roja que, junto con las mesas sin mantel, constituían el mobiliario del local, se levantaba una nube de polvo cada vez que alguien se sentaba. También el suelo estaba sucio, y Anton decía que cuando las mujeres han tenido una metralleta en la mano ya no quieren andar con el cepillo de fregar.

La tripulación del Nimbus se sentaba en un extremo del club, y las mujeres en el otro. Se habían quitado la ropa de faena y ahora iban con unos vestidos que parecían batas recosidas. Llevaban el cabello recogido, pero sus rostros anchos con forma de corazón estaban igual de descoloridos que a la luz del día. No tenían cosméticos.

Corría el rumor de que todas eran espías, y que se juntaban con marinos extranjeros para sonsacarles los secretos. Pero eso las hacía aún más interesantes; además, los tripulantes del Nimbus no tenían secretos.

—Que vengan, que vengan —decía Wally—. No me importa que me espíen.

Cruzó a grandes zancadas la pista de baile en dirección a las damas y sacó una barra de labios del bolsillo. Ellas lo miraron con ojos radiantes y rieron sofocadamente. Le dio la barra de labios a una rubia grande con un vestido azul pálido, quien al punto empezó a pintar los labios de la que tenía más cerca. El carmín fue cambiando de manos, y las bocas rojas se volvieron hacia él con una sonrisa colectiva. Wally dibujó un beso con los labios y otra oleada de risas sofocadas recorrió a las mujeres.

Wally subió al escenario, donde el acordeonista aún no había empezado a entretener la velada, y le dio un par de cigarrillos. El músico se los puso tras la oreja y comenzó a tocar. Cuando dejaba salir el aire del acordeón, éste emitía un sonido lastimero. Después surgió un ritmo pesado, que iba marcando con los pies.

Wally volvió a donde las mujeres e invitó a una con una reverencia. Ella se levantó de un salto sorprendentemente ágil y lo condujo hasta el centro de la pista de baile, donde le puso la mano en el hombro. Él correspondió colocando la mano en su grueso talle. La mujer era mayor que él y no vaciló en dirigirlo para enseñarle aquel baile desconocido. Cuando terminó la pieza, le hizo una reverencia y regresó a su mesa.

—Joder, no le has sacado mucho provecho.

Era Anton. Wally se volvió hacia él.

—Esto no es más que las negociaciones preliminares. Primero les enseño una pequeña muestra del género. Después hay que darles tiempo a que se decidan.

—No debes de confiar mucho en ti mismo cuando tienes que comprarlas.

Helge lo miraba, burlón. Se oyeron voces de protesta de los demás.

—¡No seas hipócrita! —exclamó Absalon—. Todos lo hacemos a veces. Tú, con esa cara de patata que tienes, no conseguirías nada si no dejaras un par de billetes sobre la cómoda.

Los demás rieron.

—Son como nosotros —dijo Wally, con una ternura inusual en la voz—. Tienen sus necesidades. Igual que nosotros. Seguramente podríamos conseguir gratis estos chochos comunistas. Pero tampoco cuesta tanto agasajarlas un poco. La verdad, no tienen pinta de pasarlo muy bien.

Knud Erik no participaba en la conversación. Estaba sentado solo y su mirada escrutaba a las mujeres del otro extremo de la estancia. ¿Se encontraría su ángel de la muerte entre ellas? No estaba seguro de poder reconocerla sin uniforme. Fue el espectáculo sorprendente de una metralleta en manos de una mujer lo que atrajo su atención. Se habían mirado a los ojos, y Knud Erik sintió el extraño convencimiento de que si ella se presentaba allí esa noche trataría de captar su mirada otra vez. No le hacía falta buscarla. Ella lo encontraría.

De todas formas, siguió escrutando los rostros, uno a uno. La mayoría eran toscos, gastados. El cansancio infinito, cercano a la renuncia, que había en ellos inspiraba ternura en Knut Erik, pero lo que él buscaba no era una persona y sus problemas. Era el abandono en su forma más extrema.

Durante tres noches acudieron allí sin que notara esa inquietud que siempre provoca sentir la mirada escrutadora de otra persona. Había otras que lo miraban. Iba vestido con el uniforme de capitán para que a ella le fuera más fácil reconocerlo, pero los galones dorados de las mangas y la gorra atraían miradas diferentes de la que buscaba. Había una mujer joven con un vestido verde cuyo tono se parecía mucho al de sus ojos, que no cesaban de mirarlo fijamente. Él desvió la vista, sin reaccionar ante el evidente interés de ella.

El baile se estaba animando. Hombres y mujeres intercambiaban sus puestos en las mesas. La barrera entre las rusas y los marineros extranjeros había caído. Wally, el muchacho experimentado con un enorme apetito por las mujeres, era siempre el centro de atención.

Knud Erik se quedó en el sofá de felpa rojo sin salir a la pista de baile.

Aquella misma noche, Molotovsk sufrió un ataque aéreo. Los Junkers alemanes tenían como objetivo las instalaciones portuarias. El sol de medianoche brillaba en el horizonte cuando sonó la alarma aérea. El Nimbus era el único barco que había en el puerto, un objetivo evidente. Medio borrachos, salieron disparados al muelle y corrieron desconcertados de aquí para allá. No había ningún refugio antiaéreo en la zona, y caían ya las primeras bombas. Las baterías antiaéreas situadas en torno al puerto respondieron con furia. También estaban atendidas por mujeres.

Algo más lejos divisaron unos tubos de cemento que podían protegerlos de las bombas. Los tubos tenían el diámetro suficiente para estar de pie dentro de ellos. Uno de los almacenes ya bombardeados recibió un impacto. Un camión explotó algo más allá. Se oyeron fuertes golpes sobre el tubo de cemento, y se asustaron. Eran las balas de grueso calibre de las baterías antiaéreas, que sin haber encontrado su objetivo volvían a caer en forma de pesada lluvia de metal. Después oyeron el sonido ululante de un Junkers que entraba en barrena, seguido de un estruendo sordo. Podía tratarse de una bomba, pero también del avión que, tras ser alcanzado, se estrellaba contra el suelo.

Las baterías antiaéreas continuaron disparando. A la luz del camión incendiado vieron un paracaídas desplegado que descendía lentamente con el piloto colgando flojo de las cuerdas. El paracaídas llegó al suelo y se plegó sobre él. El piloto no salió, y nada se movía bajo la tela delgada.

Cuando al rato sonó la sirena que señalaba el fin de la alarma aérea, el Nimbus seguía en el muelle, donde lo habían dejado. Al parecer, no había recibido ningún impacto, pero el cráter abierto en el muelle revelaba que se había librado por los pelos.

Un impulso hizo que Knud Erik se dirigiera hacia el paracaidista. Anton lo acompañó. Levantó la tela y tiró de ella hasta que vieron la cara del piloto. Sus ojos azules estaban dilatados y tenía la boca abierta, como si se mostrase sorprendido por su propia muerte. Yacía en medio de un charco rojo oscuro de entrañas. La parte inferior del cuerpo y las piernas estaban enredadas formando un ángulo extraño con el resto, y descubrieron que estaba casi desgarrado por la mitad. No podía tratarse de una herida recibida al ser alcanzado el avión. De ser así, no habría conseguido saltar de la cabina. Las mujeres que atendían las baterías antiaéreas habían hecho tiro al blanco con él mientras descendía en paracaídas, y los enormes cartuchos destinados a abatir aviones lo habían despedazado. Manchas oscuras impregnaban la tela del paracaídas. Se había posado en tierra mientras de sus entrañas colgantes llovía sangre.

Permanecieron inmóviles ante el espectáculo.

—No vale la pena, patrón —dijo Anton por fin.

Knud Erik levantó la mirada. Anton nunca lo había llamado patrón. Le pareció que era la primera vez en meses que un ser humano se dirigía a él.

—¿A qué te refieres?

—Sé en qué estás pensando. No vale la pena que trates de encontrar algún sentido a nada de lo que veas en esta guerra. Tampoco vale la pena que te eches la culpa. El único remedio es olvidar. Olvida lo que has hecho, olvida lo que han hecho otros. Si quieres vivir, tienes que olvidar.

—No puedo.

—No te queda otro remedio. A todos nos pasa lo mismo. Pero hablar de ello no mejora las cosas. Las empeora. Un día la guerra terminará. Entonces volverás a ser el que eras.

—No lo creo.

—Tenemos que creerlo —dijo Anton—. Si no, no sé qué va a ser de nosotros. —Puso una mano en el hombro de Knud Erik y lo sacudió suavemente—. Venga, patrón. Es hora de ir al catre.

La noche siguiente volvió a verla. Estaba en el muelle con su uniforme y la metralleta colgada del hombro. Una vez más sintió su mirada fija en él antes de alzar la vista y divisarla. Era como una relación secreta entre ellos, una especie de sensibilidad compartida hacia la presencia del otro, que los unía con un vínculo cuya naturaleza no acertaba a discernir. A su mirada nunca la seguía una sonrisa o un gesto que pudiera desvelar qué se proponía realmente. También él se contenía. Sólo sus miradas se buscaban, y en aquel rostro rígido que reflejaba la inaccesibilidad de la soldado no había señal alguna de que se tratara de otra cosa que una prueba de fuerza, cuyo desenlace sería que uno cayera finalmente de rodillas ante el otro en señal de rendición.

Acudió a su mente una idea que despertó en él un terror repentino: que la soldado iba a volver a fusilar a otro de los prisioneros alemanes que trabajaban en el puerto, y que lo haría por él, como si el cadáver fuera un eslabón de su relación secreta, que se hacía más sólida con cada día que pasaba. Para su alivio, no ocurrió nada.

La descarga se realizaba con gran lentitud, y comprendieron que pasarían meses antes de que pudieran zarpar. La mayoría de los miembros de la tripulación se habían buscado una amiguita. Todas las mujeres llevaban los labios pintados. Algunas llevaban también una línea negra en los párpados, y en los descansos del baile continuaban cogiéndolos de la mano.

Pasaron otros siete días hasta que ella apareció en el International Club.

Knud Erik quedó decepcionado al verla. Fue su mirada la que, como de costumbre, le provocó un cosquilleo de desazón en la nuca. Sin eso no la habría reconocido. El recio cabello rubio ceniza estaba peinado con raya a un lado y caía en un pesado mechón sobre la frente. Se había pintado los labios como las demás y tenía la mirada clavada en él. Estaba sentada, sola, a una mesa, y las demás parecían guardar las distancias. Knud Erik se levantó de inmediato y se dirigió a ella para invitarla a bailar. Los demás, tanto hombres como mujeres, lo miraban. Era la primera vez que el capitán del Nimbus pisaba la pista de baile.

Ella llevaba una camisa blanca recién planchada. Su piel era pálida, sus ojos y su cabello casi incoloros. Tenía surcos en torno a la boca y debía de mediar la treintena. La vida había dejado su marca impresa en ella, pero no por ello había perdido su atractivo.

La decepción de Knud Erik no se debía al aspecto que ella presentaba. Se había quitado el uniforme y dejado la metralleta. Era una mujer como las demás. Ya no era su ángel de la muerte, y de pronto comprendió que se había equivocado. Ella lo miró como mira una mujer a un hombre. No había otra cosa en su mirada. Pero él estaba tan afectado por toda la destrucción que veía alrededor, y de la que también participaba, que sus reacciones normales habían desaparecido. Lo único que buscaba era un olvido de sí mismo tan intenso que no podía distinguirse del deseo de morir.

La rodeó con el brazo, y ella se apretó contra él. Era buena bailarina y estuvieron en la pista durante mucho rato. No despegaba los ojos de él, y Knud Erik vio el deseo en su mirada. Buscaba lo que él pensaba que había dejado de ser: un ser humano. Ella quería su ternura, sus caricias. Pero Knud Erik no tenía nada para dar a nadie, aparte de un apetito brutal e insistente que sólo buscaba su propia satisfacción.

¿Cómo podía esperar tal cosa ella, que había matado a una persona indefensa delante de sus ojos y formaba parte del horror que lo rodeaba? ¿Cómo podía ella experimentar ternura, amor, anhelos, cómo podía enamorarse? ¿Veía acaso en Knud Erik algo que éste no veía? ¿Creía que podía encontrar en él la liberación, y que una noche él le devolvería todo lo que había perdido para siempre cuando mató a otro ser humano?

¿De dónde procedía ese optimismo?

¿O acaso estaba tan embrutecida que podía vivir a la vez en dos mundos separados, el del crimen y el del amor? Knud Erik no era capaz. Lo sabía con certeza, pero su cuerpo reaccionó cuando sintió la proximidad de ella, como si a una parte de él le quedara una esperanza que creía haber perdido.

Varias horas más tarde salieron juntos del club. No habían intercambiado palabra. Knud Erik no se había tomado la molestia, como los demás miembros de la tripulación, de aprender un par de términos que suavizaran el ambiente. Sí, no, gracias, buenos días, buenas noches, adiós, tú guapa, nosotros hacer amor, yo nunca olvidar. Ella había tratado de cruzar unas palabras con él, pero Knud Erik siempre negaba con la cabeza.

Fuera seguía habiendo luz, esa luz latente, mortecina pero intensa que llena las noches de verano al norte del Círculo Polar Ártico. La mujer apoyó la cabeza sobre su hombro. Lo único que sabía de ella era su nombre, aunque en realidad habría preferido no conocer ni ese dato elemental. Se llamaba Irina. Knud Erik estuvo pensando si correspondería a Irene en danés. Nunca había conocido a una chica de ese nombre, pero siempre había pensado que encarnaba el refinamiento y la fragilidad femeninos. Ahora caminaba junto a una asesina impasible que se llamaba así.

Se dirigieron hacia los barracones tiznados de hollín, que estaban cubiertos de lonas en vez de tejados. Supuso que debía de ser un cuartel, pero no había puestos de guardia ni barreras. Había oído una historia acerca de un marino al que una chica había hecho entrar en un barracón así. Se habían tumbado en una cama, en una gran estancia oscura, y acababa de bajarse los pantalones cuando de pronto se encendió la luz. Tenía una intensa erección. Haciendo corro alrededor, un grupo de mujeres lo observaba.

El barracón resultó estar vacío. Se detuvieron frente a un cuartito cuya puerta estaba cerrada con candado. Irina sacó una llave y lo abrió. Después corrió una cortina oscura y encendió una lámpara de petróleo. No había más que una cama y una mesa. En la mesa había una fotografía, que Knud Erik supuso que sería de ella. Aparecía en un claro entre árboles, acompañada de un hombre de uniforme y una niña de unos cinco años. La luz centelleaba en el suelo del bosque, y ellos sonreían al fotógrafo. Cada uno cogía una mano de la niña. El soldado, que se había quitado la gorra, había pasado un brazo por los hombros de Irina. Ella llevaba una camisa blanca igual a la que vestía esa noche.

¿Dónde estaban ahora? El hombre, en el frente, o muerto. Y la niña, sólo Dios sabía dónde. Desde luego, en Molotovsk no estaba. Tal vez la hubiesen evacuado a un lugar más seguro en el interior del vasto país.

Irina volvió la cabeza cuando vio que la mirada de él se detenía en la fotografía, y con ese gesto Knud Erik supo que tanto el hombre como la niña habían muerto. Ella se tumbó en la cama y se quedó esperándolo. Él se tumbó a su lado y la rodeó con un brazo. Apoyó una mano en su pecho. Qué suave y cálida parecía su piel. Él no deseaba más que esa suavidad y ese calor. Era más una necesidad que un deseo lo que lo apremiaba, animal, pero sin brutalidad. Tocar un trozo de piel viva, que respira, no quería más que eso, a pesar de que aquel calor procedía de una mujer que estaba acostumbrada a matar y era capaz de hacerlo sin pestañear.

¿Qué pensaría cuando lo miró después de haber disparado su metralleta? ¿Buscaría perdón, comprensión? ¿Se preguntaría a sí misma, y quizá también a él, si seguía considerándola un ser humano?

Sentía bajo su palma el calor de aquella piel, su infinita, entregada suavidad, y apoyó su mejilla en el pecho desnudo de ella, como el náufrago que, en cuanto sale del agua helada, apoya la mejilla en la orilla de la playa y abraza la tierra salvadora. Deseaba estar siempre así, no volver a moverse, sencillamente encontrarse en un continente de cálida y desnuda piel femenina extendiéndose sin fin en todas direcciones.

Entonces, ella se echó a llorar. Lo estrujaba contra sí, le acariciaba el cabello, pronunciaba su nombre con tono de súplica, sólo su nombre, y lo repetía una y otra vez. Estaba ahogándose, igual que él. Knud Erik se contrajo. Dos que se están ahogando no pueden salvarse mutuamente. Lo único que consiguen es arrastrarse el uno al otro al fondo.

Knud Erik se liberó del abrazo. No podía. Siempre había estado solo, también cuando había tenido la mejilla apoyada en el pecho desnudo de Irina. Y estaba condenado a estar solo. Buscaba un ángel de la muerte, y encontró un ser humano, y eso era lo que no podía soportar.

Se levantó y cruzó corriendo el barracón vacío, donde sus pisadas resonaron como si todos los soldados que una vez habían habitado el edificio y ahora estaban muertos hubiesen regresado por un instante.

Fueron en busca de Knud Erik poco después del mediodía. Siempre que lo llamaban a alguna reunión con las autoridades soviéticas se sentía así. Le parecía que iban en su busca. Llegaron la soldado y la intérprete. Esta última también vestía uniforme, pero era joven y tenía una seguridad en sí misma que revelaba que se consideraba una representante de algo grande. El estado soviético hablaba en sus frases, siempre pronunciadas con tono de mando y en un inglés que era mejor que el de él.

Llevaba un ligero trazo de sombra de ojos cuya procedencia Knud Erik no podía imaginar. Nunca la había visto en el club, y estaba seguro de que no tenía trato con ninguno de los marinos que arribaban a Molotovsk. A veces pensaba que, si había algo de verdad en el rumor que corría entre los hombres de que algunas mujeres eran espías, entonces ella tenía que serlo.

Generalmente las reuniones giraban en torno a la carga. Detalles que no coincidían daban pie a discusiones interminables, y siempre se dirigía a esas reuniones con el mismo ánimo resignado. Sabía que tendría que malgastar el día con la molesta burocracia, mientras lo obligaban a oír insultantes observaciones sobre la insuficiente aportación de los aliados al esfuerzo de guerra.

Una sola vez lo aguardaba una sorpresa. Le entregaron un sobre lleno de cheques para los miembros de la tripulación. Era una sobrepaga de guerra que daban los rusos, cien dólares a cada uno, firmados personalmente por Josef Stalin.

—Ni se os ocurra ir a un banco para cobrar los cien dólares —dijo Wally en cuanto tuvo el cheque en la mano.

—A lo mejor son falsos y nos detienen —dijo Helge.

—Un amigo mío que se llama Stan tenía un cheque de éstos y entró en un banco del Upper East Side para cobrar sus cien dólares de Papá Stalin. El cajero miraba y remiraba el cheque. «Un momento», le dijo, y lo llevó al cuarto piso, al despacho del director, que también observó el papel como si no hubiera visto un cheque en su vida. Mi amigo pensaba, igual que Helge, que había un problema. «Te doy doscientos dólares por él», dice el director del banco. «¿Qué?», responde mi amigo. No entendía nada. «Vale, vale», dice el director, «trescientos dólares».

—No entiendo nada —dijo Helge.

—Era por la firma. La firma personal de Stalin. Vale mucho más que los cheques.

Esta vez la reunión no guardaba ninguna relación con el contenido de la carga.

La intérprete le comunicó que tenía que ir al hospital.

—No estoy enfermo —dijo Knud Erik con sarcasmo. Estaba seguro de que se trataba de una equivocación.

—No se trata de usted —dijo la intérprete con el tono de quien disfruta poniendo a alguien en su lugar—. Se trata de un paciente que queremos que lleve con usted a Inglaterra.

—El Nimbus no es un barco hospital.

—El paciente ya está curado. Puede cuidar de sí mismo. No podemos tenerlo más tiempo aquí.

—¿Puede trabajar a bordo?

—Depende del trabajo que le dé. Por cierto, es danés como usted.

Knud Erik nunca le había dicho que fuera danés. Estaba bien informada.

—Vamos allá —dijo con aspereza.

Esperaba que el hospital de Molotovsk se encontrara cerca del puerto. Pero estaba algo lejos de la ciudad, siguiendo uno de los caminos que creía que se perdían en el páramo. Era un edificio de madera, largo y bajo, y no había ninguna señal que indicara que tras las paredes de tablas sin pintar había un hospital. Una mujer corpulenta vestida con un delantal sucio había transformado el suelo en un lodazal en el que removía el cepillo en un esfuerzo inútil por hacer como si fregara. Sus pies emitían un sonoro chapoteo cuando continuaron por un pasillo largo y oscuro, lleno de camas y pacientes que, a juzgar por los sonidos que emitían, debían de estar moribundos.

En una sala donde apenas podía meterse una cama más, junto a la ventana había una figura hundida sentada en una silla de ruedas con respaldo alto. Aparentemente dormía, pero al oír el saludo de la intérprete abrió los ojos y miró somnoliento alrededor. Estaba envuelto en una manta que ocultaba la mayor parte de su cuerpo, pero Knud Erik vio que le faltaba el brazo izquierdo. Tenía la cara hinchada y encendida.

Según las informaciones que había recibido Knud Erik, el hombre llevaba cuatro meses en el hospital, de modo que concluyó que el vivo color de aquella cara no se debía a un exceso de baños de sol. Estaban en Rusia. Y el vodka correría en abundancia también en los hospitales.

Una sonrisa falsa agrietó su rostro al ver a Knud Erik, que llevaba puesto el uniforme de capitán. Estaba ansioso por causar buena impresión, y Knud Erik lo comprendía. Deseaba con toda su alma abandonar aquel páramo de Molotovsk y volver a la civilización, por muy bombardeada que estuviera.

—Me han dicho que eres danés —dijo el hombre con voz cascada, como si llevara mucho tiempo sin hablar.

Knud Erik asintió con la cabeza. Tendió la mano y dijo su nombre. El otro estrechó la mano que le ofrecía con entusiasmo, pero después pareció vacilar un instante, como si dudara entre decir su nombre verdadero o uno falso. Finalmente, lo dijo.

Knud Erik se volvió hacia la intérprete, que estaba detrás de ellos con una sonrisa benévola en la boca normalmente rígida, como si quisiera felicitar a dos familiares por su reencuentro tras muchos años de separación.

—Haga lo que quiera con esta bestia. Por mí, como si lo baja al sótano y le pega. O puede enviarlo a Siberia, o a donde puñetas envíen aquí, en Rusia, a las personas indeseables. Pero hay un sitio adonde no va a ir: a bordo de mi barco.

Salió decidido de la sala del hospital sin mirar atrás. Atravesó chapoteando el pasillo adonde la mujer de la limpieza había trasladado sus ejercicios con su aparentemente inagotable cubo de agua.

—¡Capitán Friis! —gritó detrás de él la intérprete, y una vez más Knud Erik tuvo que admirar su perfecta pronunciación, incluso al decir su apellido danés.

Salió del hospital y volvió paseando hacia Molotovsk. Había avanzado un buen trecho y entreveía ya las casas bajas de madera de la ciudad cuando lo interceptó un coche. La intérprete salió a la carretera. Knud Erik se dio cuenta por primera vez de que la mujer llevaba una pistolera negra al cinto.

—Creo que no comprende la gravedad de esto, capitán Friis. Le he dado una orden. No tiene otra opción.

—Fusíleme si quiere —dijo Knud Erik con calma, señalando la pistolera con un movimiento de la cabeza—. Y después nombre a ese monstruo ciudadano de honor del estado soviético. Me da igual. Pero no va a subir a bordo de mi barco.

—Tenga cuidado con lo que dice, capitán —dijo la intérprete, y a continuación dio media vuelta y se metió en el coche, que regresó al hospital.

Knud Erik subió a bordo del Nimbus y dio la orden de zarpar de inmediato.

El primer oficial le dirigió una mirada de resignación.

—No podemos, capitán. Antes tenemos que encender las calderas. Y nos faltan un montón de papeles. Nos obligarían a volver.

—¡Maldita sea!

Knud Erik se puso a patear el puente de un lado a otro, mientras esperaba con impaciencia lo inevitable.

No había pasado más de media hora cuando llegó un camión y se detuvo en el muelle frente al Nimbus. En la plataforma iba un hombre en una silla de ruedas de respaldo alto. Llevaba un petate en el regazo. La intérprete salió de la cabina del conductor. La tripulación se apiñó en la borda para observar al hombre, que levantó su único brazo y los saludó.

—¡Hola, amigos! —gritó, jovial.

La intérprete ordenó a dos marineros que bajaran al hombre junto con la silla de ruedas y lo subieran por la pasarela. Cuando lo dejaron en la cubierta, la intérprete hizo un irónico saludo militar a Knud Erik.

—Es todo suyo, capitán.

—Lo arrojaré por la borda en cuanto salgamos del puerto.

—Eso es asunto suyo, capitán —dijo la intérprete, y subió al camión, que arrancó y se alejó del puerto.

El hombre de la silla de ruedas permanecía a la expectativa. Knud Erik se puso a su lado y se volvió hacia la tripulación, que hacía corro en la cubierta y miraba con curiosidad al recién llegado.

—Quiero presentaros a nuestro pasajero —dijo—. Se llama Herman Frandsen.

Vilhjelm y Anton lo miraron horrorizados. Hacía dieciocho años que no lo veían. Herman había cambiado, tenía un aspecto ajado, desmejorado, y había que oír su nombre para reconocerlo.

—Varios de los que estamos aquí lo conocemos. Pero no por nada bueno. Es un criminal asesino y violador, y si alguno de vosotros lo empuja por la borda sin querer, la recompensa será una botella de whisky.

Herman miraba frente a sí, sin que al parecer lo afectasen las palabras que acababa de oír acerca de él.

—Mientras tanto, habrá que buscarte algo que hacer —dijo Knud Erik—. Ya has descansado suficiente. Levántate.

—No puedo.

Con el brazo que le quedaba, Herman apartó lentamente la manta. Las perneras de su pantalón estaban vacías de rodilla para abajo. No sólo había perdido un brazo. También le habían amputado las piernas.

Al zarpar de Molotovsk no arrojaron a Herman por la borda.

Tampoco había nadie que quisiera hacer ningún esfuerzo por ganarse la botella de whisky que Knud Erik había prometido a quien ayudara a Herman a dirigirse a un lugar de descanso bien merecido en el fondo del mar.

—Me queda lo más importante —dijo Herman, dirigiéndose a los que estaban sentados junto a él en el comedor—. La mano derecha, el mejor amigo del marino en las guardias interminables. Y todavía estoy en condiciones de empinar el codo. ¿Qué más puede desear un hombre?

«La pajillera», llamaba Herman a la mano que le quedaba.

Shake hands —dijo, extendiendo la manaza después de haberle puesto nombre y todo—. Me la he lavado. —Hizo que el tatuaje del brazo se moviera—. El viejo león todavía ruge.

Se pusieron en fila para saludarlo.

Herman pasaba la mayor parte del día en el comedor. Ayudaba cuando había que servir la comida. Ponía la mesa y después la recogía. Podía hacerlo con su único brazo. Era una ocupación humillante, pero no parecía molestarle. Siempre había alguien que daba vueltas con él por cubierta cuando el tiempo lo permitía. Alguien, Knud Erik no sabía quién, había montado un aparejo a fin de izarlo al puente. Un día lo encontró sentado en una silla alta frente a la rueda del timón, que maniobraba con su única manaza.

Había dado órdenes estrictas de que a Herman no le proporcionaran alcohol, y sabía que la razón de la orden era un deseo secreto de hacerle la vida insoportable. Pese a ello, una y otra vez lo encontraba claramente bebido. En algún lugar a bordo había un almacén secreto de vodka, y de él se valía la tripulación para aprovisionarlo. Lo trataban como si, en lugar de un asesino, fuera una mascota.

A bordo del Nimbus había tres personas que no estarían vivas si hubiera dependido de Herman: Vilhjelm, Anton y el propio Knud Erik. La vida de la señorita Kristina habría corrido por otros derroteros, más felices, sin él. Ivar seguiría estando entre los vivos. También Jepsen. A saber cuánta gente habría matado desde entonces por considerarlas un obstáculo.

Y pese a todo allí estaba, tranquilo, indiferente, campechano y comunicativo, haciéndose popular entre la tripulación, como si no fuese un monstruo que tan sólo había dejado de ser peligroso porque le habían cortado las extremidades. Los jóvenes, sobre todo, parecían fascinados por él. El grumete, cuando llevó el café al puente, lo describió como un hombre muy interesante que había tenido un montón de experiencias.

—Es bueno contando historias —dijo Duncan, que tenía diecisiete años y era de Newcastle.

—¿Te ha contado también cómo le hundió el cráneo de un golpe a su padrastro, dejando el cerebro a la vista? Y ni siquiera tenía los años que tienes tú ahora.

Miró de reojo al chico para comprobar si sus palabras causaban algún efecto en él. No fue el caso. El muchacho miraba al frente, y en su mirada había obstinación. Tenía su propia opinión sobre Herman, y no sería el capitán quien se la hicera cambiar.

Knud Erik sabía perfectamente por qué ocurría aquello. Antes de la guerra todos habrían retrocedido horrorizados ante Herman si hubieran conocido la verdad sobre él. Habrían evitado su compañía y le habrían mostrado su desprecio si hubieran tenido el valor. Pero la guerra había destruido sus defensas. Habían visto demasiadas cosas, y quizá habían participado en demasiadas cosas. ¿Por qué iba el grumete a tomar en serio las advertencias del capitán, cuando unos meses antes lo había visto tirotear a un piloto que había hecho un aterrizaje de emergencia y estaba arrodillado, suplicando que no lo mataran? ¿Qué diferencia había entre él y Herman?

La guerra los hacía igualaba, y Knud Erik solamente esperaba que lo que había hecho nunca llegara a oídos de Herman. Se imaginaba su mirada.

—No te creía capaz —diría Herman, morbosamente contento al ver a otro dar rienda suelta a lo peor de sí.

Herman estaba preparado para la guerra. Era la clase de persona que se sentía a gusto en ella. Tenía la habilidad que Anton sostenía que hay que poseer para sobrevivir. Podía olvidar. Apenas era un ser humano ya. Aquel brutal montón de músculos estaba reducido a un pedazo de carne desvalido, y aun así no se rendía. No se aferraba al pasado, sino que se adaptaba a lo que había. En su día había tenido cuatro extremidades. Era una clase de vida. Ahora le quedaba una. Era otra clase de vida, pero vida, al fin y al cabo. Era como la lombriz de tierra, que se puede cortar por la mitad sin dañarla; de hecho, era un precursor: en la guerra todos tenían que ser como él o sucumbir.

—Ha participado en la batalla de Guadalcanal, en el Pacífico, señor —dijo el grumete, que seguía junto a él.

—¿Te ha dicho eso?

—Sí, señor. Su barco fue hundido, y estuvo una hora en el agua luchando contra un tiburón. Dice que hay que darles un puñetazo en la nariz o en el ojo. Son sus puntos débiles. Pero el tiburón volvía una y otra vez. Tienen la piel como papel de lija, y allí donde te toca te queda un buen rasponazo.

—¿Así que lo dejó fuera de combate en el tercer asalto y sólo recibió un rasponazo? —dijo Knud Erik sin poder controlar el sarcasmo de su voz.

—No, señor —respondió el grumete.

El candor de su voz hizo que Knud Erik se avergonzara.

—Mataron al tiburón a tiros desde un barco que acudió en su ayuda. Se llevó un pedazo de sus piernas y algo de su antebrazo.

—¿Te ha enseñado acaso las cicatrices?

—No, señor. Dice que estaban en los pedazos que le amputaron.

—O sea, que no fue el tiburón el que se llevó su brazo y sus piernas.

—No, señor. Eso fue después. Por las congelaciones.

El núcleo de la tripulación provenía de Marstal. Lo formaban el propio Knud Erik, Anton, Vilhjelm y Helge. Después estaba Wally, que era medio siamés, y Absalon, que, aunque había crecido en Stubbekøbing, bien podría tener sus raíces en las Antillas, de cuando todavía quedaban un par de islas en manos danesas. Ésos eran los daneses que había en el Nimbus. El resto eran de todas partes. Había dos noruegos, un español, un italiano, los artilleros eran ingleses, igual que el grumete, dos indios, un chino, tres americanos y un canadiense. Era una Babel navegando, en guerra contra un dios que quería pulverizar la torre.

¿Qué era lo que los mantenía unidos?

Era él, el capitán. Era un centro frágil, desgastado por su conflicto interno, pero encarnaba las órdenes que se daban en el barco, y que tenían que obedecer si querían llegar a puerto sanos y salvos.

¿Pensaban alguna vez en por qué navegaban? ¿Era el deber, el convencimiento, o algo más profundo lo que siempre los empujaba a la zona de peligro?

Al principio de la guerra pensaba que era la misma moral que hacía que la tripulación de un barco se mantuviera unida y sus miembros se ayudaran unos a otros si algo iba mal la que también hacía que se alistaran para ir a la guerra. Ya no pensaba así. Pero ninguna nueva idea había reemplazado la vieja.

A veces le daba la razón a Anton. Era el silencio lo que mantenía el barco unido. Si empezaran a hablar de lo que bullía en su interior, sólo atizarían la locura de los demás, y todo se vendría abajo.

Era un alto el fuego que sabía que no iba a durar mucho.

—¿Qué te ha contado ahora?

Nunca bajaba al comedor, de modo que siempre interrogaba a Duncan cuando le llevaba el café al puente. Empleaba la excusa de que, siendo el capitán, tenía que estar al corriente de lo que sucedía a bordo.

—Ha hablado de la vez que los torpedearon y tuvieron que bajar a los botes salvavidas. El agua estaba tan clara como la ginebra. Vio las dos rayas rojas y blancas de los torpedos antes de que impactaran. El cocinero había bajado un hacha al bote y empezó a dar hachazos en la borda. «¿Qué coño haces, cocinero?», preguntó el capitán. «Estoy haciendo muescas para que podamos saber cuántos días llevamos a bordo». «Como sigas así no van a ser muchos, joder».

Duncan se calló y miró a Knud Erik. Era evidente que esperaba alguna reacción como la que se había producido en el comedor, donde el auditorio había estallado en carcajadas al oír la historia de Herman.

Knud Erik no pestañeó. Bebió un sorbo del café caliente.

—¿Qué más ha contado?

—Pues que al cabo de un par de días vieron un corcho flotando a la deriva. No divisaban tierra por ninguna parte. Pero pese a ello se alegraron enormemente, porque el corcho debía de indicar que había alguna costa cerca. Pasadas unas horas llegó otro corcho a la deriva. Seguían sin ver tierra firme, y empezaron a pensar que era extraño ver tantos corchos flotando en el mar. Así fue como se dieron cuenta de que dos de los tripulantes tenían un depósito de whisky oculto en la proa y estaban vaciando botella tras botella sin que se enterasen los demás. Fue entonces cuando Herman tuvo las congelaciones.

—¿Qué ocurrió?

—Verá, señor. Empezaron a pelear por el whisky. Y a él lo empujaron al agua. Herman dice que tardaron más de la cuenta en subirlo a bordo.

Herman convertía todas las tragedias de la guerra, la suya incluida, en un chiste. Con lo que contaba se acercaba a lo innombrable tanto como se podía sin pronunciar las palabras en voz alta. Por eso lo escuchaban.

Cuando le pusieron el apodo de Old Funny, Knud Erik se dio cuenta de que ya no era el silencio lo que mantenía a la tripulación unida.

Era Herman.

Herman sabía beber científicamente. Era la última historia procedente del comedor. A Old Funny le habían extirpado en una operación un montón de visceras sobrantes, y ahora tenía dentro sitio de sobra. Era como estibar una carga para dejar el máximo de espacio. Había que seguir un método, y el método que encontró él se basaba en hechos científicos.

Si había que ser sincero, no veían que bebiera de manera diferente de otros. Sencillamente, tragaba, y la única diferencia era que, cuando los demás caían redondos, Old Funny podía seguir. Ésa era la prueba de que bebía científicamente, sostenía: nunca necesitaba parar. En eso tenían que darle la razón. Cuando se retiraban uno a uno a los camarotes para ir al catre, él se quedaba en el comedor y seguía bebiendo.

Una sola vez había encontrado Old Funny la horma de su zapato.

Era un joven oficial del Ejército de Salvación que había subido a bordo en Bristol para convertir a la tripulación a la fe de Nuestro Señor Jesucristo. Old Funny le propuso una apuesta. Si el misionero lograba emborracharlo, se haría creyente. Si, por el contrario, era él quien ganaba, el joven del Ejército de Salvación tendría que abandonar su uniforme para el resto de su vida.

—No se trataba solamente de quién bebía más —relató Old Funny—. Era una prueba de fuerza entre la fe y la ciencia. Él tenía su Jesús, yo tenía mi método. Pero el muy jodido me ganó. A las cuatro de la mañana caí borracho. Joder, aún no entiendo cómo pudo ocurrir.

—Entonces, ¿ahora eres creyente?

—Soy un hombre de palabra —dijo Old Funny—. Creo en Nuestro Señor Jesucristo y renuncio a Satanás, a sus pompas y a sus obras. Nuestro Señor cuida de mí. Es culpa suya que aún me quede la pajillera. —Depositó el vaso en la mesa y se santiguó. El muñón izquierdo se movió, como si quisiera participar en la broma.

—Pero sigues bebiendo —objetó Wally.

—Sólo cuando voy a comulgar, y soy un feligrés asiduo. Además, creo que se lo debo al tipo del Ejército de Salvación. Veréis…

Miró alrededor, y comprendieron que la historia aún no había terminado.

—Cuando logró que cayera borracho y supo que había ganado, se levantó y arrojó la chaqueta al suelo. «¡Se acabó el Ejército de Salvación!», gritó. Nadie lo entendía. Pero después nos lo explicó. «Me he dado cuenta nada más vaciar el primer vaso. Me gusta beber. No he ganado porque me ayudara el Señor. He ganado ¡porque me gustaba mucho!».

Los que estaban sentados a la mesa del comedor prorrumpieron en carcajadas. Old Funny disfrutó de los aplausos un rato mientras observaba el líquido transparente de su vaso. Después se lo llevó a los labios y se bebió el vodka de un trago.

—Brindo por Jesús —dijo, y soltó un eructo.

Los barcos que estaban en Murmansk y Arjángelsk se les unieron, y un total de ocho mercantes pusieron rumbo a Islandia. Los custodiaban un destructor y dos arrastreros reconvertidos, provistos ambos de cargas de profundidad. No era mucha protección, pero aparte del lastre volvían de vacío, y el almirantazgo británico debió de juzgar que los alemanes no malgastarían munición en barcos que no transportaban material bélico. Los alemanes, sin embargo, no eran del mismo parecer, como pronto comprobarían.

Era ya octubre, el borde del hielo polar se había desplazado hacia el sur. Se acercaban tanto como se atrevían, pero aun así estaban a tiro de los bombarderos alemanes que salían de las bases aéreas del norte de Noruega. Las tormentas de otoño les brindaron una ayuda inesperada. Hacía mal tiempo casi siempre, y cuando había viento y tormenta los aviones no despegaban. A los submarinos, una tormenta en el mar de Barents les daba igual.

Wally estaba de vigía en proa. En el transcurso de una hora dio tres falsas alarmas de torpedo.

—Es por la espuma de las olas —decía para disculparse.

—Son los nervios —repuso Anton, que había subido de la sala de máquinas al puente para quejarse de todas las veces que le habían ordenado que retrocediese o parara en seco, total para nada.

Knud Erik permaneció un rato pensativo.

—Más vale que te releve alguien —dijo al cabo.

—Me vuelvo loco ahí arriba, completamente solo y sin nadie con quien hablar —dijo Wally, dirigiéndole una mirada de agradecimiento.

Knud Erik bajó al comedor. Herman estaba, como siempre, sentado a la mesa, entreteniendo al personal. Sólo estaban Duncan y Helge, que preparaba la cena. Helge se había acostumbrado a Herman y lo llamaba Old Funny, como el resto de la tripulación. A veces solían hablar de Marstal.

Knud Erik no le dirigía la palabra a Herman desde que éste había llegado a bordo.

—Ya va siendo hora de que hagas algo de provecho —le dijo sin saludarlo.

Ordenó que lo vistieran con un jersey de lana gruesa, una trenca y el impermeable antes de ponerle un gorro y varias bufandas de lana. En la mano llevaba una manopla. Cubrieron la parte baja del cuerpo con mantas y una lona. Después ordenó que lo amarraran a la silla de ruedas.

Herman se dejaba hacer, indiferente.

—Me siento como un bebé al que van a sacar de paseo.

Ni siquiera preguntó qué trabajo quería encargarle el capitán.

—Espero que te mueras de frío —le dijo Knud Erik.

Dos hombres remolcaron a Herman hasta la proa, donde ataron la silla para que el violento balanceo del barco no lo derribara. El Nimbus no embestía tanto contra las olas como para hundir toda la proa bajo el agua, pero la cubierta de proa estaba continuamente salpicada de agua helada. Knud Erik observaba desde el puente la figura compacta que parecía ocupar toda la proa. El círculo se había cerrado. Una vez Herman había enviado a Ivar al bauprés. Ahora él lo exponía a una situación igual de peligrosa.

Lo vio doblar el brazo y llevarse algo a la boca. Alguien se las había arreglado para pasarle una botella de vodka.

No había duda, Old Funny era uno de los suyos.

Pasadas un par de horas Herman levantó el brazo. Un torpedo se dirigía hacia ellos.

Knud Erik ordenó atrás toda, y Anton reaccionó de inmediato en la sala de máquinas. Knud Erik tuvo el tiempo justo para pensar que era extraño que en aquel momento ambos confiaran incondicionalmente en el hombre que había puesto sus vidas en peligro. Después divisó la estela de espuma justo delante de la proa. El aviso de Herman había llegado en el último momento.

El torpedo continuó rumbo a uno de los barcos del convoy, el petrolero Hopemount. Apareció otra estela de espuma paralela a la primera. Los torpedos alcanzaron el Hopemount en el centro, con diez segundos de diferencia. El buque se partió por la mitad. Las dos mitades quedaron a la deriva en direcciones opuestas en medio del violento oleaje, y la parte delantera empezó a hundirse enseguida. En torno al barco destrozado, el mar estaba lleno de hombres que, con chaleco salvavidas o sin él, luchaban por mantenerse a flote en el agua helada.

El Nimbus seguía atrás toda. Ahora eran el último barco del convoy. Se acercó un arrastrero. Knud Erik esperaba que fuese para recoger a los supervivientes. Si arrojaban cargas de profundidad, eso supondría la muerte cierta para los hombres que había en el agua.

En la parte de popa del Hopemount, que aún permanecía a flote, apareció una forma semidesnuda en la cubierta. El marino había conseguido abrocharse el chaleco salvavidas a pesar de su inmensa barriga, pero tenía las piernas desnudas. Trepó a la borda y se arrojó al agua. Knud Erik lo vio emerger de nuevo y dar fuertes brazadas para evitar la succión de la popa inclinada que, con el agua entrando a mares, se preparaba para hundirse hasta el fondo. La luz de socorro del chaleco brillaba, roja, en medio de las olas grises.

Lo había visto muchas veces, y sabía lo que significaba: era un abandono más, un pedazo más de su humanidad ya naufragada que iría al fondo.

Fue en ese momento cuando perdió la serenidad.

Hizo a un lado al timonel, a la vez que ordenaba avante toda y hacía girar con fuerza la rueda del timón a babor. Se acercaron rápidamente a la parte de popa del Hopemount, que se hundía. Knud Erik seguía con la mirada fija en el hombre que se debatía entre las olas.

El hombre echó la cabeza hacia atrás y miró al cielo encapotado, como si luchara por respirar. Una ola pesada lo levantó y después lo ocultó. Cuando volvió a ser visible parecía que gritaba. El estruendo de las máquinas impedía que Knud Erik lo oyese. Después, el agua que lo rodeaba se tiñó de rojo.

Por un instante Knud Erik pensó que el arrastrero había empezado a lanzar cargas de profundidad, y que el marino saldría disparado del agua con el tórax reventado, pero no ocurrió nada. ¿Lo habría atacado un tiburón? No era probable. ¿Tal vez estaba herido cuando saltó al agua?

Habían pasado unos minutos. El marino se encontraba muy cerca. Pero se le agotaba el tiempo. Nadie podía sobrevivir mucho tiempo en el agua helada.

Knud Erik ordenó parar y se precipitó al puente gritando. Trepó a la barandilla y se quedó un rato de pie, balanceándose; podía caer tanto a un lado como al otro.

Después saltó.

Cuando más tarde intentaba explicárselo a sí mismo, pensaba que lo había hecho para infundir algo de equilibrio a su vida. Pero en el momento en que saltó no pensó en nada en absoluto. Saltó idel mismo modo en que uno se frota el ojo con el dedo cuando siente una molestia. Había visto una luz de socorro, y aquello le molestaba condenadamente.

Rompió la regla básica de la navegación en convoy: que un barco nunca debe detenerse para recoger a los supervivientes. La finalidad de la regla era impedir no sólo que fueran blanco fácil de los submarinos atacantes, sino también que los barcos que venían detrás colisionaran con ellos. Había numerosos ejemplos de que una sola desviación del rumbo podía ocasionar choques en cadena, a menudo con consecuencias fatales para las embarcaciones implicadas.

El Nimbus iba el último del convoy, de modo que nadie podía embestir contra ellos. En el momento en que Knud Erik saltó del ala del puente al agua sólo puso en peligro la vida de su tripulación. Era una acción como todas las que se realizan en la guerra: reforzaba una moral, pero transgrediendo otra. Era a la vez correcto y terriblemente equivocado.

El agua fría lo golpeó como una patada en la cabeza. Notó enseguida cómo penetraba el frío por la ropa mojada. Sacó jadeando la cabeza del agua y miró frenético alrededor, ya medio dominado por el pánico. No veía al marino que se ahogaba. Entonces una ola lo levantó y pudo divisarlo. Dio unas brazadas hacia él, y el violento ejercicio hizo que su sangre circulara más rápido. El hombre seguía con la boca abierta. Entonces oyó un grito, cargado de dolor y éxtasis a la vez. La luz del chaleco salvavidas proyectaba su resplandor rojo sobre el rostro. Vio con sorpresa que no se trataba de un hombre, sino de una mujer de cabello negro corto y ojos rasgados de aspecto oriental. Tenía los ojos en blanco, y de no haber sido por el grito la habría dado por muerta.

Se acercó hasta ella. Los ojos volvieron a su lugar, pero la mirada seguía extrañamente ausente, como si estuviera concentrada en algo que sucedía en su interior. Knud Erik pensó que seguramente se debía a la conmoción sufrida. Empezó a arrastrarla hacia el barco. Había que darse prisa. El frío paralizador iba adueñándose de su cuerpo. Pronto tendría que rendirse, y no contaba con chaleco salvavidas para mantenerse a flote.

La mayoría de los tripulantes estaban en la borda animándolo a gritos, como si fuera un corredor que se acercase a la meta. Habían colgado una escala por la banda. Absalon se hallaba en el último peldaño; con una mano cogía la escala, mientras les extendía la otra. Estaba empapado por el fuerte oleaje. Alguien arrojó un cabo. Knud Erik lo agarró y se dejó arrastrar hacia la escala, Absalon lo cogió de la mano y tiró de él. La otra mano la tenía bajo el brazo de la mujer, que al parecer seguía sin enterarse de lo que sucedía. Entonces fue cuando Knud Erik cayó en la cuenta de que había dejado de gritar. Ahora asomaba a sus labios una sonrisa ensimismada.

Tiró de ella y la sacó del agua. El vientre desnudo quedó a la vista, y vio que le colgaban las entrañas. Era la presencia de la muerte lo que había vuelto su mirada tan ausente. La agonía debía de estar avanzada, puesto que ya no gritaba.

Trató de echársela sobre el hombro, pero algo estorbaba. Volvió a bajar la vista. La mujer llevaba algo entre los brazos. Entonces advirtió que no eran sus entrañas lo que colgaba de la herida abierta de su vientre, sino un cordón umbilical. Tenía en sus brazos a un niño, un hatillo humano arrugado, tiznado de rojo, que había traído al mundo bajo el agua.

El parto debía de haber empezado incluso antes de que torpedearan el Hopemount. En el mar helado, donde el frío sólo le concedería un par de minutos, la mujer había luchado no sólo por su vida, sino también por la del bebé.

Knud Erik rodeó los muslos de la mujer. Después la izó hacia Absalon. Desde la borda, innumerables manos se tendieron hacia ellos.

En aquel momento oyó el sordo retumbar submarino de las cargas de profundidad, seguido del ruido de agua cayendo con fuerza. Cerró los ojos y supo que la mujer que tenía en sus brazos era la única superviviente del Hopemount.

Querido Knud Erik:

Ayer noche bombardearon Hamburgo y todo el cielo estaba iluminado por el resplandor de las llamas. Dicen que el fuego se alzaba varios kilómetros hacia el cielo, y que el asfalto de las calles se derritió. Estuvo retumbando toda la noche, como si fuera aquí, en la isla, donde caían las bombas. Ha habido corrimientos de tierra en los acantilados de Voderup. No había ocurrido desde 1849, cuando el Christian VIII saltó por los aires en el fiordo de Eckernförde, y eso que Hamburgo está mucho más lejos.

En Halen encontraron a un piloto americano ahogado en su paracaídas. Los alemanes ordenaron que lo enterraran a las seis de la mañana. Sería para evitar incidentes, pero todos nos reunimos en el cementerio con un rastrillo y una regadera en la mano, y dijimos que en Marstal era costumbre limpiar las tumbas familiares temprano por la mañana. Creo que los soldados alemanes no se lo creyeron.

Por lo demás, los alemanes que hay en la isla son tranquilos y considerados.

En Marstal todo es apacible. La muerte viene del mar, como siempre.

Los pescadores temen apresar algún cadáver a la deriva en sus redes, y nadie come anguila este verano, aunque están más gordas que de costumbre.

En los patios traseros todos tienen cerdos, aunque está prohibido. Marstal debía de ser así hace cien años, cuando aún había establos en medio de la ciudad. Pero hacia el sur todo arde, y oímos el ruido de los bombarderos día y noche.

Hay pocos alumnos inscritos en la Escuela Naval, pero los que están atraen la atención de las muchas mujeres de la ciudad, que llevan más de dos años sin ver a sus hombres. No las juzgo. Hay escasez de todo, también de amor. Yo hace tiempo que me he acostumbrado, pero no todas son como yo, y cuanto más envejezco, más comprensiva me vuelvo. Me he perdido tantas cosas… En parte por mi culpa, en parte no. Tenía una gran misión. Quería dar a las mujeres la posibilidad de amar. A día de hoy creo que he perdido. Algo sí que hice, pero no por mí. Al contrario: a ti te repudié, y a Edith, que ahora vive en Aarhus, la veo en muy pocas ocasiones.

Antes pensaba que cuando una mujer conocía a un hombre, perdía no sólo su virginidad, sino también sus sueños. Cuando tiene un hijo varón, recibe la recompensa por la virginidad perdida, pero vuelve a perder sus sueños.

Quería muchísimas cosas para ti. Tú querías otra, y entonces yo, decepcionada, retiré mi amor. Nunca aprendí a amar incondicionalmente. Me parecía que la vida no me daba nada, y entonces decidí que tenía que tomarlo por mí misma, pero la vida no estaba dispuesta a hacer un trato conmigo. A lo mejor es lo más que puede lograrse, amar sin exigir nada a cambio. No lo sé. Parece que no soy capaz de distinguir. Mucho de eso que se llama amor es para mí sólo resignación y amarga obligación.

Pienso en ti todos los días,

Tu madre.

Todos los colectivos tienen sus propios mitos. Lo mismo ocurría en los barcos que hacían la ruta de los convoyes a Rusia, y las historias rayaban en lo antinatural. Te hacían escuchar y te quedabas fascinado a la vez, y además, al contrario de la mayoría de las historias buenas, eran ciertas.

Una de ellas se refería a Moses Huntington.

Moses Huntington era negro, de Alabama, bailarín de claqué y marinero. Tenía una voz profunda y melódica, con la que acompañaba su baile. Pero no era su habilidad como bailarín de claqué o cantante lo que hacía de Moses Huntington un mito e impulsaba a los hombres que lo conocían a pedirle un autógrafo.

Era el Mary Luckenbach.

Knud Erik había visto por los prismáticos a Moses cruzando la cubierta del Mary Luckenbach con una cafetera. Eso fue un momento. En el momento siguiente el Mary Luckenbach ya no existía. En su lugar una nube de humo negro refulgente se alzaba hacia el cielo, donde varios kilómetros más arriba se ensanchaba y empezaba a llover carbonilla negra, como si fuera una erupción volcánica lo que había hundido el barco, y no un torpedo.

El Mary Luckenbach había desaparecido. Pero Moses Huntington seguía allí.

Apareció media milla más allá del convoy, donde lo recogió del agua el destructor británico HMS Onslaught. Nadie podía explicar cómo era posible, tampoco el propio Moses. Su supervivencia era antinatural. Pero allí estaba. Seguía viviendo, bailando claqué y navegando.

Los hombres que oían la historia de Moses Huntington alzaban la cabeza y volvían a creer que había vida tras la guerra.

Después estaba el capitán Stein y su tripulación de chinos a bordo del Empire Starlight. El Empire Starlight era el barco más bombardeado de la historia. Desde el 4 de abril de 1942 hasta el 16 de junio el barco fue atacado casi a diario por los bombarderos alemanes, Messerschmitt, Focke-Wulff, Junkers 88, de todo, a veces hasta siete veces al día. El Empire Starlight recibía impacto tras impacto. Estaba fondeado frente a Murmansk, y la tripulación podría haber desembarcado si hubieran querido. Pero no quisieron. El Empire Starlight era su barco, y se resistían a darlo por perdido. Cada vez que recibía un bombazo, reparaban lo que podía repararse. Izaron a bordo a supervivientes de otros barcos. Abatieron cuatro bombarderos enemigos. Que vengan, ésa era su actitud. No eran más que un grupo de chinos con un capitán americano, pero no se rindieron.

Los últimos días los pasaron en tierra. El Empire Starlight estaba tan destrozado que ya no cabían a bordo. Pero continuaron volviendo a remo para seguir poniendo parches a aquel barco que cada día que pasaba era más suyo.

No querían rendirse.

Ocurría como con Moses Huntington. No parecía posible. Era antinatural. Pero era posible, y cualquiera que oyera la historia apretaba los dientes y alzaba la cabeza.

Y después estaba Harald Dienteazul.

El chico que nació en el mar rebosante de submarinos, torpedos, cargas de profundidad y marinos ahogados, el mar en que todos se iban al fondo, pero del que sólo él salió; donde la vida terminaba, pero donde empezó la suya.

Todos creían que estaba muerto cuando lo izaron a cubierta, y de pronto se hizo el silencio. Pero no lo estaba. Knud Erik cortó el cordón umbilical y lo envolvieron en mantas, pero pensaban que al cabo de un par de días sería devuelto al mar del que acababa de salir. Sin embargo, no fue así.

Fueron los daneses del Nimbus quienes lo bautizaron Harald Dienteazul. Ahora que había ya a bordo un Valdemar y un Absalon[8], ¿por qué no tener también un Harald Dienteazul? Los daneses eran minoría a bordo, de modo que al final, naturalmente, se quedó con el nombre Bluetooth.

Fue con ese nombre con el que se convirtió en mito. Igual que Moses Huntington y el Empire Starlight. Tenía en común con ellos haber vivido mucho más tiempo del que podía esperarse. En su caso, desde el primer aliento.

Su madre no puso objeciones al nombre cuando se recuperó. Lo hizo rápido. Las madres primerizas son seres resistentes. Por cierto, también era danesa, aunque no lo parecía. Su madre y su abuela eran de Groenlandia, y al fin y al cabo los esquimales eran también daneses. Su abuela era k’ivitok, una estrafalaria que caminaba sola por el hielo del interior sin querer mezclarse con otras personas. Pero de todas formas lo hizo, y bastante a fondo. Él era danés y artista pintor, un hombre entrado en años que nunca consiguió ver a su hija. Después, la hija se casó con un canadiense llamado Smith.

Estaban sentados en semicírculo alrededor de ella. Yacía en el camarote del capitán, como no podía ser menos. Pero el huésped de honor era Harald Dienteazul. Estaba dormido junto al pecho de su madre, como si nada extraordinario, aparte de nacer, le hubiera ocurrido recientemente.

Fue en este punto de la narración cuando Knud Erik se inclinó hacia delante y miró de cerca a la madre de Harald Dienteazul.

—Miss Sophie —dijo, vacilante.

—Hace mucho que nadie me llama así. Y, por cierto, soy soltera; pero eso no viene a cuento. Aún conservo el apellido de mi padre, Sophie Smith; sí, soy yo.

—¿Little Bay? —preguntó Knud Erik.

No era porque quisiese estar seguro. Sencillamente, no sabía qué otra cosa decir.

—Sí, Knud Erik, te reconozco. No hace falta que te presentes. Me llamaste zorra cuando nos despedimos. Sigues siendo el mismo chico guapo. Estás más alto. Claro que entonces aún estabas creciendo. Y tus ojos… no son exactamente iguales.

—Creía que habías muerto cuando desapareciste.

—Sí, supongo que te debo una disculpa. Estaba fuera de mis casillas. Quería ver mundo, y me largué con un marino. Pronto se cansó de mí, y yo de él. Entonces decidí embarcarme. Era la camarera jefe del Hopemount. —Los miró—. ¿Dónde están los demás?

—Eres la única superviviente.

Sophie bajó la mirada hacia Harald Dienteazul y acarició su rostro con el dedo. Una lágrima se deslizó por su mejilla.

—Ha sido Knud Erik quien… —dijo Anton.

Sophie miró a Knud Erik.

—Una vez predije que ibas a ahogarte. Fue sólo por hacerme la interesante. Ahora, en cambio, me has salvado.

—Todavía estoy a tiempo de hacerlo —dijo Knud Erik—. Me refiero a ahogarme.

Sophie no dijo quién era el padre de Harald Dienteazul, y tampoco parecía que le diera excesiva importancia. No era uno de los marinos muertos del Hopemount, como creían al principio, y tenían la impresión de que el niño era el fruto de alguno de los muchos encuentros imprevisibles que tanto abundaban en tiempos de guerra. Les aseguró que no había planeado dar a luz en alta mar durante una navegación en convoy en la ruta más peligrosa que había en aquella guerra. Había calculado estar de regreso en Inglaterra antes de cumplir fechas, pero el Hopemount permaneció cinco meses en Murmansk, y, puesta a elegir entre un hospital ruso y el mar, prefería este último.

Echaba una mano a Duncan y a Helge en el comedor. Un fogonero fabricó una cuna para Harald Dienteazul. Herman seguía allí como de costumbre, y si no lo enviaban a proa para hacer de vigía o estaba empinando el codo, trasegando vodka según sus métodos caseros, científicos, empleaba la pajillera para acunar plácidamente a Harald Dienteazul. Old Funny y Bluetooth, la fea efigie de la guerra y la pequeña semilla de vida germinando obstinada y esperanzada, eran el centro de atención del barco.

El Nimbus zarpó rumbo a Islandia, y de allí a Halifax. Desde Halifax retornaron a Liverpool. Celebraron las navidades en el Atlántico.

Old Funny contaba sus historias. En cuanto a Bluetooth, lo único que le exigía la tripulación por el momento era que estuviese presente. Y allí solía estar, con pis y caca en los pañales, que habían improvisado con paños de cocina y trapos de fregar, soltando eructos y haciendo gárgaras, chasqueando la lengua, babeando y llorando. Pronto se le irritó el trasero, después fueron espasmos intestinales, pero la mayoría eran buenos momentos en los que sus ojos exploraban el comedor como si fuera el universo cuyos secretos quería aprender. Veinte hombres lo miraban fijamente, igual que si estuvieran en el cine. Lo tocaban y le acariciaban la barbilla, le ofrecían los dedos para que los mordisqueara, y movían las orejas para hacerlo reír. Se ofrecían a cambiarle los pañales, a cuidar de él y a dar consejos sobre su alimentación, y entre todos poseían una pericia que Sophie, que conocía sus propias limitaciones, debía admitir que superaba la suya. Desde luego, era ella quien había dado a luz a Bluetooth, pero carecía de experiencia, y si alguien tenía un consejo que ofrecer, ella lo aceptaba con gusto.

—Es todo un desimantador —solía decir Anton de Bluetooth.

El desimantador era un cable eléctrico que recorría el perímetro del barco a la altura de la línea de flotación. Cambiaba el magnetismo del barco, para que el Nimbus no atrajera las minas magnéticas. Así era Bluetooth. No sólo los mantenía unidos, sino que los protegía, quizá, sobre todo, de sí mismos. Fue como si echaran raíces allí, en medio del balanceo del mar.

Tus raíces no estaban en tu niñez. Era tu hijo quien te unía a la tierra. Tu hogar estaba donde estaba tu hijo. Knud Erik cayó de pronto en la cuenta.

Era a Bluetooth a quien se sentía unido. No a Sophie.

Se habían encontrado dos veces en la vida, ambas por casualidad, pero dos casualidades no significaban nada. La primera vez no fue más que un enamoramiento de juventud, inmaduro; para Sophie ni siquiera eso, simplemente un juego frívolo con un chico impresionable. La propia Sophie lo reconoció cuando hablaron de ello. Apenas había llegado a conocerla. Lo único que lo había unido a ella era lo frustrante de su embarazosa despedida y su desaparición repentina.

Knud Erik ya no se sentía atraído por ella. Pero es que no se sentía atraído por ninguna mujer. Ése era el problema. Se sentía atraído por el momento de éxtasis entre el retumbar de las bombas, nada más. Prefería hacer el amor a oscuras, y sólo deseaba ver un rostro en el brillo fosforescente de una bomba que detonaba cerca. Sospechaba que, en el fondo, Sophie era como él, y que también Bluetooth había sido concebido entre el fragor de las explosiones durante un bombardeo aéreo en alguna parte.

Algo los unía, pero no era un deseo naciente, sino los minutos helados y agónicos que habían pasado en el agua tras saltar al mar para salvarla. En el fondo debía de querer salvarse a sí mismo, y ella no fue más que el motivo casual.

Hablaban mucho, y eso supuso un vuelco en la vida de Knud Erik. Sophie dejó de alojarse en el camarote del capitán. Helge le dejó el suyo y se mudó al del segundo oficial. Aunque ella ya no dormía allí, la soledad del camarote del capitán había terminado. Ella era un par de años mayor que Knud Erik, experimentada y desilusionada a la vez. Había hecho realidad con creces el sueño de su juventud, pero mientras tanto se había ido desligando de él, sin que nuevos sueños ocuparan su lugar. Había visto mundo. Él sabía recitar las ciudades portuarias de un tirón, y ella le respondía como un marino a otro. Ése era el tono que empleaban.

Había una línea que Knud Erik nunca traspasaba, y tampoco lo intentaba. Jamás buscó a la mujer que había en ella, y tal vez por eso ella lo aceptaba. En otro tiempo, Sophie se había escondido tras el ampuloso lenguaje literario de una chica leída y demasiado soñadora. Ahora poseía las maneras de un marino curtido. Era un mundo que él conocía y donde se sentía a gusto. No necesitaba explorar lo que había detrás. No tenía fuerzas, ni valor. El consejo de Anton seguía siendo válido: lo mejor era olvidar.

No deseaba conocer bien a ningún ser humano, porque temía que lo que encontrara pudiese resultar devastador.

Metió en el armario la botella de whisky y no volvió a sacarla. Venció la repugnancia que le producía Herman y empezó a acudir al comedor. Era Bluetooth quien lo atraía. Aunque el niño no era suyo, tampoco habría llegado al mundo sin su ayuda. Fue él quien estuvo en el gran umbral entre la vida y la muerte y arrastró al recién nacido al lado bueno. No, no sabía si se había salvado a sí mismo. Pero sabía que había salvado a Bluetooth, y eso era más importante. No tenía hijos, y de pronto le pareció su mayor carencia. Aunque Bluetooth no era suyo, Knud Erik se había ganado el derecho sobre él con su salto mortal a las olas heladas.

Fue una casualidad que volviera a encontrar a miss Sophie. Pero no fue una casualidad que salvara a Bluetooth.

La vida lo había señalado y lo había utilizado.

En la mesa del comedor, Anton habló de un hombre llamado Laurids, que casi cien años antes había participado en la batalla del fiordo de Eckernförde y estaba en la cubierta de un barco cuando éste saltó por los aires. Le ocurrió poco más o menos como a Moses Huntington. Volvió a caer de pie.

Habló de un maestro llamado Isager, cuyos alumnos trataron de quemarlo vivo en su casa; de Albert, que buscó por todo el Pacífico a su padre desaparecido y al final volvió a casa con la cabeza reducida de James Cook.

Knud Erik, que también había oído la historia, e incluso había sido la fuente de información de Anton para parte de ella, lo interrumpió. Había cosas que él sabía mejor. Continuó el relato y habló de la Primera Guerra Mundial y de las visiones de Albert. Pero Anton dijo que no había sucedido exactamente como lo estaba contando, y Knud Erik comprendió que Anton, cuando consiguió las botas de Albert, también se había llevado sus notas y las había leído.

Anton relató cómo había encontrado muerto a Albert, y después ambos hablaron de la banda a la que pusieron el nombre del difunto capitán. Vilhjelm mencionó el descubrimiento de la calavera de Jepsen. Knud Erik miró al hombre que la tripulación llamaba Old Funny, para ver el efecto que le producía la historia.

«Va a cambiar de tema, va a negarlo todo», pensó.

Herman permaneció un momento mirando frente a sí.

—Vilhjelm está hablando de mí —dijo, pensativo, como si fuera la primera vez que oía hablar del asesinato de su padrastro—. Maté a mi padrastro. Era un estorbo para mí. Yo era joven. Y muy impaciente.

Empezó a contar que con quince años gobernó en solitario una goleta con sobrejuanete hasta Marstal, como si el crimen sólo fuera un preludio y hubiese que pasar a la parte más interesante de la historia.

La tripulación lo miraba fijamente. Estaban atrapados en la historia, emocionados. Era Old Funny, el narrador nato. ¿Que se trataba de un peligroso asesino? De acuerdo. De modo que el capitán tenía razón, después de todo. Pero no había más que mirarlo para darse cuenta de que ya había recibido su castigo.

Knud Erik advirtió que el lastimoso estado de Herman, manco y sin piernas, era una solicitud de gracia que sería aceptada en cualquier momento. No necesitaba mendigar la compasión de sus oyentes. Éstos se la otorgaban sin más. En otro tiempo, Old Funny había sido un hombre. Podía matar a otros. Pero ¿qué era ahora?

Anton, Knud Erik y Vilhjelm se miraron. No habían esperado la confesión, y querían profundizar en ella. Sin embargo, el relato estaba en marcha, los oyentes querían saber más.

—¿Qué ocurrió entonces? —preguntaron, y Anton tuvo que contar lo de Kristian Stærk y el asesinato de Tordenskjold.

—¿Es verdad que hiciste eso? —preguntó Wally, dirigiendo a Old Funny una mirada acusadora.

Knud Erik no pudo ocultar el tono de triunfo de su voz al contar cómo expulsaron a Old Funny de la ciudad, por el simple método de mirarlo fijamente; y la mayoría de los miembros de la banda ni siquiera sabían que era un asesino, creían que sólo se trataba del que había matado una gaviota.

Old Funny se puso serio, como si se arrepintiera de su huida, muchos años antes. Después le guiñó un ojo a Knud Erik y se echó a reír.

—Ahí me pillasteis —dijo.

A continuación se puso a hablar de la Bolsa de Copenhague y de Henckel, y de cómo perdió el dinero que había heredado y esperado durante tantos años. Era una persona que había pasado sus vicisitudes.

Vilhjelm habló del naufragio del Ane Marie y del Sermonario del marino, que seguía sabiendo de memoria. Podían ponerlo a prueba, si querían.

—Así que habéis estado antes en el hielo, ya sabéis cómo es —dijo uno de los artilleros ingleses—. Para vosotros fue como un ensayo general de navegar en convoy.

—Los de Marstal sois el copón —dijo un canadiense—. Metéis la nariz en todo y habéis estado en todas partes.

El relato siguió hasta la señorita Kristina e Ivar, y fue Knud Erik quien habló, con un tono de voz cada vez más abiertamente condenatorio.

Old Funny se defendió.

—No reconozco nada —dijo—, porque no fue un asesinato. Algunos podrían haber aguantado, otros no. Lo puse a prueba, sencillamente, y asunto terminado.

Miró alrededor, y varios del corro asintieron en silencio.

—¿Y la señorita Kristina? —inquirió Knud Erik.

Sí, fue una estupidez. No tenía reparos en admitirlo. Hizo un gesto con la pajillera, como si al fin y al cabo no se tratase más que de una nimiedad.

—¡Has destrozado vidas! —exclamó Knud Erik, enfadado.

Sí, era verdad. Herman no dijo: «Miradme ahora». Pero su cuerpo lo hizo por él, y fue suficiente. Todo aquello pertenecía al pasado. Ya no podía esperarse de él maldad alguna.

Knud Erik se levantó y se marchó.

Pero la historia continuó. Nada podía detenerla ya.

Old Funny habló de su noche en Setúbal. ¿Era una fanfarronada o era cierto? No resultaba fácil saberlo. Desde luego, había sido el mismísimo demonio. Era lo que podía leerse en las miradas de los reunidos.

La historia se expandió en todas las direcciones, y volvió a contraerse, hasta que se estableció como una especie de anillo protector en torno al Nimbus.

Bluetooth estaba despierto en la cuna y paseaba sus ojos telescópicos de un rostro a otro. Como de costumbre, exploraba el universo, y tenía el aspecto de entenderlo todo.

Se convirtieron en un nosotros sentados a la mesa del comedor, de mala gana y a disgusto. En adelante serían un nosotros, una comunidad como la que necesita un barco, y hasta Knud Erik tuvo que admitirlo.

Cuando llegaron a Liverpool, Herman pidió audiencia al capitán. Se desarrolló en la misma cubierta donde una vez anunció su llegada y mostró las perneras vacías. No venía a despedirse. Quería solicitar permiso para quedarse a bordo del Nimbus. Al fin y al cabo eran compatriotas, de la misma ciudad. Pensaba que podía hacer un buen servicio en el comedor y como vigía. Quería recordar que en una ocasión había salvado el barco de ser torpedeado.

Knud Erik negó con la cabeza.

Fue como si Herman se resquebrajara ante la negativa de Knud Erik. Era la primera vez que éste lo veía.

—Mírame —dijo—. Me meterán en una residencia.

—En mi opinión, deberían meterte en la cárcel.

—¿Qué va a ser de mí?

Herman bajó la vista. Tenía un aspecto penoso, pero ello no hacía sino despertar la furia de Knud Erik.

—Que yo sepa, se puede colgar a un hombre aunque sea manco y le falten las piernas.

La tripulación estaba algo más lejos, murmurando. Por el cuerpo encogido de Old Funny sabían cómo iban las negociaciones. Absalon se acercó a ellos.

—Capitán, hemos hecho una recogida de firmas —dijo, y le extendió un papel.

Knud Erik deslizó la mirada por la lista. La tripulación pedía colectivamente que Old Funny se quedara a bordo. Los únicos que no habían firmado eran Anton y Vilhjelm. Faltaba también Sophie. No querría mezclarse. Claro que tampoco era miembro de la tripulación.

—Tengo que pensarlo.

Llamó a Anton y a Vilhjelm al camarote del capitán.

—Si permito que se quede a bordo ¿os desenrolaréis?

Ambos negaron con la cabeza.

—Nos quedaremos —dijo Anton—. El Nimbus es un buen barco, y creo que en parte se debe a Herman, aunque me cuesta admitirlo. Sabíamos que te negarías, y sólo queríamos mostrarte que estamos de tu lado. Odio a ese cerdo, pero a veces hay que sobreponerse a los propios sentimientos.

Knud Erik guardó silencio por un momento.

All right, dejaré que se quede —dijo al cabo—. Por el barco.

La tripulación festejó la decisión llevándose a Old Funny a dar una vuelta por la ciudad. A la mañana siguiente estaba en su lugar habitual del comedor con los ojos enrojecidos y la tez más colorada que de costumbre.

—Llegará un día —dijo con tono solemne, como si estuviera leyendo la Biblia— en que todas las mujeres del mundo estarán tumbadas en la cuneta pidiendo una polla, y entonces no habrá que darles ni un centímetro.

—¿Qué pasa? —dijo Knud Erik—. ¿No había ninguna que quisiera acostarse contigo?

Fue Knud Erik quien le pidió a Sophie que se quedara.

—Me alegro de que me lo pidas —dijo—, iba a preguntarte si podía quedarme.

—Puedes seguir en el comedor. Ya he hablado de ello con Helge.

Permanecieron un rato callados. Knud Erik se sentía aliviado, pero no sabía cómo expresar su alegría por la decisión.

—La tripulación estará contenta —dijo en su lugar—. Todos adoran a Bluetooth.

—Tal vez sea una irresponsabilidad navegar así con un niño en medio de la guerra. Pero, si desembarcara, tendría que trabajar todo el día en una fábrica de munición y apenas lo vería. Sólo tiene dos meses. Se me haría insoportable.

—Hay bombas por todas partes —dijo Knud Erik. Se dio cuenta de que estaban hablando de Bluetooth como hablaría un matrimonio de su hijo.

—No sé qué haría si no pudiera navegar —dijo Sophie—. Es mi vida. No sé vivir de otra manera.

Knud Erik sabía a qué se refería. También él había elegido ser marino, pero en un momento el mar lo eligió a él, y la elección no admitía marcha atrás. Él y Sophie parecían muy diferentes cuando se conocieron, pero después sus vidas habían transcurrido en paralelo. Aun así, había algo que lo retenía, y percibía lo mismo en ella. No era impotente, pero en algún lugar de su alma existía una especie de impotencia. Buscaba olvidarse de sí mismo en un momento de éxtasis. Era todo cuanto era capaz de hacer. Le resultaba imposible mirar un rostro y hacer el amor a la vez.

—Me parezco a mi abuela —dijo Sophie—. Era una chiflada que no podía estar con otra gente. No sabía adaptarse. Había en ella demasiado instinto independiente, y la expulsaron al páramo. Ella tenía el hielo. Yo, el mar. Pero creo que en el fondo es lo mismo.

—Ahora tienes un hijo. No te queda más remedio que adaptarte. Bluetooth sólo te tiene a ti.

—Nos tiene a nosotros —puntualizó Sophie.

Knud Erik no sabía si al decir «nosotros» se refería a él o a la tripulación del barco, de la que ella había pasado a formar parte. Quiso preguntar, pero no se atrevió, porque tenía miedo de echarlo todo a perder.

Fue ella quien rompió un silencio cada vez más embarazoso.

—Ya sé quién es el padre de Bluetooth —dijo—. No es, como la mayoría de vosotros debéis de creer, ningún marino al que conocí en un puerto cualquiera. Sé su nombre, su dirección, he estado con sus padres y sus amigos. Estábamos prometidos e íbamos a casarnos.

—¿Qué ocurrió?

—Ocurrió que se parecía a James Stewart, ya sabes, el artista de cine americano que mide uno noventa y tiene cara de niño.

—Entonces, es guapo.

—Sí, es tan damn nice que no sé si llorar o vomitar. En cualquier caso, opté por lo segundo. Era simpático, bueno, digno de confianza, me quería, tenía un floreciente despacho de abogados en Nueva York, plenty money, plenty everything, íbamos a vivir en Vermont, nuestros hijos crecerían en el campo, la guerra sería algo tan lejano que, aunque arrojaran la mayor bomba del mundo, ni siquiera la oiríamos.

—¿Y no aguantabas eso?

—Sí, sí, era lo que más deseaba. Pero estoy comprometida con otro. ¿Cómo se llama el hombrecillo ese, el Enano Saltarín? Ningún príncipe puede rescatarme. Por un instante pensé que James Stewart sería capaz de hacerlo. Pero en realidad prefiero estar con el Enano Saltarín. ¿Sabes qué llegué a odiar de mi novio, tan James Stewart? Su maldita inocencia. Terminé considerándolo un falsario. Salíamos a comer. Brindábamos con una copa en la mano. Planificábamos nuestro futuro. Era como si la guerra no existiese. Estábamos muy a gusto a nuestra manera, con elegancia y buen tono, y después íbamos a casa y dormíamos en nuestras camas mullidas, y así íbamos a seguir hasta que muriésemos. No lo aguantaba. En lugar de brindar con él, una noche le arrojé a la cara el contenido de la copa. No era su culpa. No puede remediar no haber visto nunca a cien hombres ahogándose ante sus ojos o un barco saltando por los aires. En realidad, debo de ser yo quien tiene un problema. Pero su inocencia me parecía una ofensa. —Abarcó el camarote con un gesto de la mano—. No es que esto me encante. Ni siquiera soy capaz de explicar por qué estoy aquí. No me adapto a ningún sitio. Sí: a éste. O mejor dicho… —De pronto sonrió, aliviada, como si su monólogo la hubiese llevado finalmente a la palabra liberadora—. Es la k’ivitok que hay en mí.

La confianza entre ellos fue creciendo, pero también existía una distancia que no disminuía. Knud Erik pensaba que Sophie tenía razón. Era la guerra. Ambos la llevaban en su interior. Hasta que la guerra terminase no podría surgir nada entre ellos. Pero ¿cuándo iba a terminar? ¿Seguirían con vida cuando ocurriese? Knud Erik quería tener un hijo con Sophie. Había en él un impulso ciego, pero ¿cuánto tiempo podían esperar? Ella era un par de años mayor, tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años. ¿Hasta cuándo una mujer estaba en condiciones de dar a luz?

Se resignó. Pensó en Bluetooth. Era hijo suyo, y de toda la tripulación.

Pasaron las navidades al norte de Irlanda. En Halifax, Wally había subido a bordo con un abeto al hombro. Lo amarró fuerte en la proa, y no empezó a perder agujas hasta que por navidades lo colocaron en el comedor. Helge había conseguido en alguna parte una bolsa de avellanas. Tocaban a cuatro por cabeza. Las habían envuelto en papel crepé de color rosa, y tuvieron que conformarse con eso. Pero bajo el abeto había un montón de paquetes, todos para Bluetooth, aunque éste era demasiado pequeño y no entendía nada. Sophie los abrió por él. En su interior estaba el mundo que no conocería hasta que la guerra terminase. Había vacas y caballos, cerdos y ovejas, un elefante y dos jirafas. La mayoría estaban tallados a navaja por quienes se los regalaban y después cuidadosamente pintados con los colores disponibles. Los colores eran, como el mundo en que los había encerrado la guerra, negro, gris y blanco.

Bluetooth cogió las vacas, los caballos y el elefante, se los llevó uno a uno a la boca y los mordisqueó.

Cuando Sophie desembarcó una noche con la tripulación en Liverpool, Bluetooth tenía poco más o menos un año. Dormía en el dormitorio de los marineros con Wally, su buddy particular, que se había ofrecido voluntario para cuidar de él.

Knud Erik no sabía qué buscaba ella. ¿Se trataba de algo que no podían darse mutuamente, sino que tenía que encontrar entre extraños?

Siempre desembarcaba solo. Había metido la botella de whisky en el armario y no había vuelto a sacarla. Pero no podía renunciar a las noches en tierra. Coincidieron en un pub de Court Street. Ella llevaba un vestido rojo y los labios pintados, y Knud Erik recordó la primera vez que la visitó en la casa de su padre, en Little Bay. Los dos desviaron la mirada como de común acuerdo e hicieron como que no se habían visto.

Knud Erik volvió inmediatamente al barco y se acostó. Media hora más tarde se abrió la puerta del camarote y un olor inusual a perfume llenó el reducido espacio.

¿No había cerrado con llave a propósito?

—No podemos seguir así —dijo Sophie, y empezó a desvestirse en la oscuridad.

—He matado a un hombre —dijo él—. Estaba de rodillas, suplicándome que no lo matara, y le disparé.

Sophie se acostó junto a él en la litera. Tomó su cabeza entre las manos. Knud Erik apenas podía distinguir sus rasgos al débil resplandor de la claraboya.

—Knud Erik mío —dijo ella, y su voz estaba enronquecida por una ternura que él nunca le había oído.

Knud Erik se liberó del abrazo y se puso de pie.

—Necesito luz —dijo. Encendió la lámpara eléctrica y volvió a acostarse junto a ella—. Las luces rojas de socorro.

No sabía por qué lo había dicho. Eran las palabras prohibidas, el recuerdo proscrito que tenía que mantener alejado si quería sobrevivir. Pero algo en su interior le exigía que las pronunciase si quería hacer el amor.

—No hay uno solo entre nosotros que no piense en ellos —dijo Sophie.

—Pasaba por encima de ellos con el barco.

—Todos pasábamos por encima con el barco.

Knud Erik deslizó la mano por su cara, y notó que su mejilla estaba mojada.

La atrajo hacia sí y la miró a los ojos.

Los rodeaba un silencio absoluto. No sonaban alarmas aéreas, no había bombas cayendo, ni olas que barrían la cubierta, ni el estruendo de barcos de munición explotando. Sólo se oía el sonido de una dinamo funcionando en el fondo del barco.

Siguió estrechándola contra sí.

—Sophie mía —dijo.

En agosto de 1943 los daneses se rebelaron y montaron barricadas en Copenhague y otras ciudades. El gobierno dejó de colaborar con las fuerzas de ocupación alemanas y dimitió. Los oficiales de la flota hundieron sus propios barcos, que terminaron en el fondo de la dársena de Copenhague.

La bandera danesa pudo volver a ondear en un barco al servicio de los aliados. Pero se habían acostumbrado a The Red Duster, la bandera de la marina mercante inglesa, de modo que siguieron con ella. Además, había a bordo representantes de tantas naciones como miembros de la tripulación, y los pocos daneses constituían un grupo variopinto.

¿Y Bluetooth? Había nacido en el Atlántico, y era su ciudadano de honor.

Eran una Babel marina en guerra contra Nuestro Señor.

—Podríamos dejar un pañal de Bluetooth ondeando en el mástil —propuso Absalon.

—¿Limpio o sucio? —preguntó Wally. Era el mejor del Nimbus a la hora de cambiar pañales.

Fregaban la cubierta y lavaban los mamparos. Había limpieza allí, al estilo de los barcos de vela, como en el viejo Dannevang, que en paz descanse. Todo aquello era por Bluetooth.

Podían bajar a tierra y estar en un bar. Se acabaron los tiempos en que los llamaban medio alemanes y los mejores amigos de Adolf. Cuando la gente del mar oía que navegaban en el Nimbus, preguntaban enseguida: «¿Cómo le va a Bluetooth?»

Bien, gracias. Bluetooth perdió el pelo y volvió a crecerle, negro como el de su madre. El primer diente le dolió un poco. Y aprendió a dar los primeros pasos en la cubierta de un barco. Debía de pensar que el mundo estaba hecho de rampas —arriba, abajo, arriba, abajo—, y se quedaba decepcionado cuando la tierra bajo sus pies era estable. De vez en cuando se caía y se daba un golpe. Entonces era hora de que su madre, o alguno de sus muchos padres, lo cogiera en brazos. Buena lo esperaba cuando tuviera que aprender a decir «papá» en todos aquellos idiomas. ¿Mareado? ¿Bluetooth? ¡Jamás! No había nadie menos propenso al mareo en toda la flota mercante aliada.

El Nimbus era un barco con suerte.

Hasta un día de la primavera de 1945.

Iban rumbo a Southend. Por primera vez en cuatro años atravesaron el mar del Norte. Aún había submarinos, pero estaban muy distanciados entre sí, y las noticias de hundimientos eran cada vez más escasas. Serían las diez de la noche. El mar estaba en calma. Aún quedaba algo de luz por el noroeste; el verano se acercaba. Al final los encontró aquel torpedo que llevaban esperando todos los años que habían navegado al servicio de los aliados. La guerra les envió un beso de despedida como recordatorio de que no podía confiarse en ella, ni siquiera cuando el final parecía tan cercano.

El torpedo los alcanzó por la escotilla número tres, y el Nimbus empezó a hacer agua de inmediato. Los botes salvavidas, tanto a babor como a estribor, estaban intactos, colgando de los pescantes. Los fogoneros subieron con sus camisetas sudadas. Los que estaban libres de guardia también iban en ropa interior. Knud Erik les riñó; les había ordendo que durmiesen con la ropa puesta por si los torpedeaban, pero ya nadie lo tomaba en serio. Hubo una época en que dormían con el chaleco salvavidas puesto. Ahora apenas recordaban cuándo habían oído por última vez el ruido de un Stuka bajando en picado. Y los submarinos… pero ¿quedaban submarinos?

Tres minutos más tarde, todos estaban en los botes, alejándose. El Nimbus navegaba a toda máquina por el mar en calma cuando el torpedo lo alcanzó, y siguió a la misma velocidad mientras la proa se hundía cada vez más, de forma que parecía que el buque resbalaba por un deslizadero que llevaba al fondo del mar. Cuando el agua llegó al nivel de cubierta se oyó un estruendo procedente de la sala de máquinas, y una columna de humo y vapor se alzó hacia el despejado cielo primaveral, donde habían empezado a aparecer las primeras estrellas. El Nimbus siguió su rumbo hacia el fondo. Lo último que vieron fue el espejo de popa con el nombre del barco y el puerto, Svendborg. A continuación, desapareció. Apenas se levantó alguna ola que perturbara el espejo del mar.

—No está —dijo Bluetooth.

Estaba sentado en el regazo de su madre, envuelto con una manta de la que sólo sobresalía su cabeza. Se sorbió los mocos, como si se hubiera acatarrado en el frío aire nocturno. Después, se echó a llorar.

—Llora sin miedo, chaval. Qué carajo, tienes derecho. —Era Old Funny, sentado como en un trono en la silla de ruedas en medio del bote salvavidas. Miró alrededor, como si se hubiera convertido en portavoz del niño—. El chaval se ha quedado sin el hogar de su infancia, joder.

En silencio, dejaron que aquellas palabras calaran en su interior. Herman estaba en lo cierto. Bluetooth tenía dos años y siete meses. No había conocido otra cosa que el Nimbus, y éste ya no existía. También para ellos había sido una especie de hogar. Pocos creían la historia de que el Nimbus era un barco afortunado, pero paulatinamente una creencia fue reemplazada por otra. Era su fuerza de voluntad, el cuidado que ponían en el mantenimiento del barco, y sobre todo su amor hacia Bluetooth, lo que lo había defendido de torpedos y bombas.

De pronto sentían que su fuerza de voluntad flaqueaba. La guerra había terminado para ellos en aquel momento, no porque la hubieran ganado, sino porque no aguantaban más. No hubo ningún triunfo en el momento. Apenas sabían si eran ganadores o perdedores. Eran supervivientes y querían salir de aquello. Hacían equilibrios en el filo de una navaja entre la resignación y el alivio, y cuando oyeron la voz del capitán, fue como si hablara por todos ellos.

—Creo que tenemos que volver a casa —dijo Knud Erik.

A casa, se dice fácil; la tripulación tenía más casas que rincones el mundo.

—Por lo que veo —prosiguió—, estamos en algún lugar a medio camino entre Inglaterra y Alemania. Los que se sientan en casa en Inglaterra, que remen en esa dirección. —Señaló hacia el oeste—. Y el resto…

—¿El resto? —lo interrumpió Old Funny.

—¿Qué estás diciendo? Joder, no hay ningún alemán a bordo, ¿verdad?

—No vamos a Alemania. Vamos a casa.

—¿A Dinamarca? —preguntó Sophie.

—A Marstal.

Se distribuyeron en dos botes salvavidas. Old Funny se quedó en el de Knud Erik. Por lo visto, esta vez no tenía ganas de desaparecer sin despedirse. Ahora quería regresar a casa. Anton, Vilhjelm y Helge también. Knud Erik miró por un momento a Sophie. Ésta asintió en silencio. Wally y Absalon tenían curiosidad por conocer aquel pueblecito que parecía ser el ombligo del mundo, de modo que ¿por qué no?

Dividieron las provisiones entre los dos botes. Había tres jerséis de lana y tres impermeables en cada uno de los botes salvavidas. Se los dieron a los fogoneros, que estaban helados. Los botes se mecieron juntos mientras sus tripulantes se daban la mano por encima de la borda. Bluetooth fue de brazo en brazo y todos lo estrecharon contra su cuerpo. Estaba inquieto, no entendía qué estaba ocurriendo. Acababa de decir adiós al hogar de su infancia. Ahora tenía que despedirse también de más de la mitad de quienes lo habían habitado. Gritó llamando a su madre, como si fuera el último punto de apoyo que le quedaba en el mundo.

Empezaron a remar. Old Funny exigió que lo bajaran de la silla de ruedas y lo pusieran en una bancada para que echara una mano. Tiraba bien del remo con su único brazo, pero le costaba mantener el equilibrio, de modo que Absalon tuvo que acercarse y sujetarlo con el hombro.

El otro bote pronto desapareció de la vista en la oscuridad creciente.

Querido Knud Erik:

La vez que creí que te habías ahogado hice algo en lo que no he querido pensar desde entonces.

Vi claramente cómo era yo misma por dentro, y eso nunca es agradable.

Era una tarde que caminaba sin rumbo por el cementerio, cuando de pronto me encontré ante una sepultura en la parte noroeste. Es donde yace Albert. Nunca me he ocupado de su lápida, a pesar de que fue mi benefactor.

El enterrador, el viejo Thiesen, estaba brocha en mano pintando la barandilla de hierro forjado en torno a la sepultura. Ya había escardado las malas hierbas, y era evidente que la descuidada sepultura estaba, gracias a sus manos diligentes, convirtiéndose en un monumento a uno de los mayores armadores de la ciudad.

Era como si todo mi interior, mi angustia, mi pena y mi incertidumbre, lo todavía oculto y solitario de mi vida, los autorreproches, la pesada responsabilidad, la misión casi monstruosa que me había impuesto… era como si todo aquello se reuniera en un gran arrebato, un desenfrenado ataque de furia que no estaba causado por ninguna ofensa concreta, sino que más bien tomaba su impulso de la sensación de impotencia que me ha perseguido toda la vida. Cogí el bote de pintura y lo arrojé sobre el pilar de mármol gris y agrietado donde estaban grabadas las fechas del nacimiento y la muerte de Albert.

Grité una y otra vez las mismas cuatro palabras. Quería que sonaran condenatorias, incluso apocalípticas, pero imagino que en cualquiera que las oyese debieron de despertar la compasión más profunda, pues mi locura era evidente.

«¡Todo tiene que desaparecer! ¡Todo tiene que desaparecer!»

Estaba desvelando mi plan, pero por suerte sólo Thiesen me oyó. Las palabras las entendería, pero no el significado que encerraban.

El enterrador conocía bien mi historia. Sabía que había pasado muchos días en la más dolorosa incertidumbre acerca de tu destino. Me cogió las manos. Parecía hacerlo más por protegerme que por impedir que cometiera mayores destrozos.

«Cálmese, señora Friis. Todo se arreglará. Está usted fuera de sí, no parece la misma», me dijo con tono tranquilizador.

Lo más terrible es que era precisamente eso en aquel momento. Era más yo misma de lo que había sido nunca y de lo que sería jamás. Las palabras surgieron directamente de mi corazón: fuera con todo. Era el objetivo de mi vida lo que acababa de desvelar sin querer.

Fuera con todo.

Por fin lo había dicho.

Me dejé caer agotada sobre la hierba a los pies de Thiesen.

«Lo siento», dije cuando me ayudó a ponerme en pie. «Estaba fuera de mí».

Confirmé su impresión equivocada. Le di la razón. Me vi obligada a hacerlo, si quería seguir viviendo entre personas.

«Sí, estoy fuera de mí», repetí.

Todo tiene que desaparecer. Todo ha desaparecido ahora, y sé que nunca quise realmente que ocurriera así. Camino por las calles de esta ciudad, que parece golpeada por una maldición, tan vacía de esa mitad de la población que constituyen los hombres. Y veo cada vez más mujeres con esa expresión en los ojos que dice que hace tanto tiempo que no reciben cartas del otro lado del bloqueo, que al final han perdido la esperanza.

En nuestra ciudad no acostumbramos llevar la cuenta de los muertos. Pero sé que han desaparecido muchos más de los que perdió jamás Marstal en la ruta de Terranova y en la guerra anterior. A los ahogados les pasa lo de siempre: no tienen tierra donde descansar.

Todos los días voy al cementerio a poner flores y coronas en las pocas tumbas que tenemos. Soy yo quien se ocupa de la sepultura de Albert.

Te ruego de nuevo que me perdones por haberte expulsado una vez al mundo de los muertos.

Tu madre.

Tardaron tres días en llegar a la costa. La alcanzaron al alba. El cielo estaba nublado. La orla rosada que cubría la costa avisaba de la llegada del sol. El mar había permanecido en calma durante el viaje. Era una interminable playa de arena detrás de la cual se alzaban dunas de arena. Maniobraron para atravesar la rompiente. Absalon y Wally saltaron al agua a fin de empujar el bote. Después levantaron a Old Funny y lo colocaron en la silla de ruedas. No era fácil empujarla por la arena. Bluetooth corría al lado. Necesitaba estirar las piernas tras la prolongada inactividad. Llevaba en la mano su perro de felpa, Capi Ruf, que según él había nacido en el mar. Para ambos iba a empezar una nueva vida. Se acabó el columpio de las olas. Ahora estaban en la aburrida tierra firme, y allí se quedarían, al menos durante un tiempo.

—¿Dónde están las casas? —preguntó el niño. Nunca había visto una playa. El mundo que conocía se componía de mar e instalaciones portuarias destrozadas.

Sin embargo, algo seguía siendo igual. Miró alrededor. Allí estaba papá Absalon, allí estaba papá Wally, su buddy personal, allí estaban papá Knud Erik, papá Anton y papá Vilhjelm. Old Funny iba en su silla de ruedas, como siempre, y después venía mamá.

Pronto encontraron una carretera que los alejó de la playa. No había tráfico. Knud Erik llevaba una desgastada maleta de cuero en la mano.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó Wally.

—Dinero.

—¿Tienes marcos alemanes? —Wally lo miró sorprendido.

—Tengo una moneda mejor: cigarrillos.

—Eres un hombre previsor —terció Sophie.

—A veces —dijo Knud Erik—. Sólo a veces.

No sabían dónde estaba el frente, si delante o detrás, si los alemanes seguían fuertes o si ya los habían arrollado. Los rusos se hallaban lejos. Fue allí donde se produjo el avance americano. Habían desembarcado en algún lugar de la bahía de Helgoland, en la costa alemana. Ahora tenían que cruzar por tierra hasta el Báltico. Sólo podían hacer el último trecho hasta Marstal por mar.

Durante las primeras horas no distinguieron rastro alguno de la guerra. La carretera atravesaba un paisaje de terrenos llanos en los que se veían granjas desperdigadas. Seguía estando desierta. Bluetooth se cansó de saltar y retozar y trepó al regazo de Old Funny, que como por arte de magia había hecho aparecer una botella de ron de algún escondite bajo la manta. Una vez Wally aseguró que la silla de ruedas disponía de un doble fondo en el que guardar las provisiones de bebidas.

Mediada la mañana llegaron a un pueblo. De una chimenea salía humo. Knud Erik avanzó por el sendero de entrada y llamó a la puerta. Nadie salió a abrir, pero vio que una cara lo miraba fijamente tras las cortinas de una ventana. En la carretera aparecieron los primeros cráteres de bombas. Estaban llenos de agua que reflejaba el cielo azul de primavera. Pronto tuvieron que empezar a sortear cráteres y camiones calcinados. Se acercaban a una ciudad, y aparecieron varias personas en la carretera. Soldados sin afeitar con uniformes sucios vagaban despreocupados y sin rumbo. Resultaba difícil saber si huían o les habían encomendado una misión en la que hacía tiempo que habían perdido la fe. Pasaban traqueteando carros de caballos con torres de muebles y colchones apilados en el remolque. Tras ellos iban personas de rostros apagados. Caminaban de un modo mecánico, como si fueran presos encadenados entre sí. Otros tiraban de carretillas y carretas. Nadie hablaba con nadie. Todos hundían la mirada en el suelo y parecían inmersos en mudo ensimismamiento.

Look a horsey! —exclamó Bluetooth en su inglés infantil, señalando con el dedo.

Lo hicieron callar, no porque temieran que los distinguiesen del grupo cada vez mayor, sino porque su alegre exclamación sonaba frívola ante el cortejo fúnebre que constituía el silencioso tráfico de la carretera. Enseguida se dieron cuenta de que se parecían a los demás. Un hombre en una silla de ruedas con un bebé en el regazo, una mujer, un grupo de hombres, caminando: aparentemente un grupo, unido por la casualidad, en fuga. Las carreteras de media Europa estaban llenas de personajes como ellos. Habían perdido un hogar, y andaban a la busca de otro que la guerra aún no hubiera destrozado; pero, a diferencia de la mayoría, ellos tenían un objetivo y una esperanza, y eso era lo que debían ocultar. Tenían que retraer sus miradas y bajar la voz para no parecer contentos.

Descubrieron una cosa: que nadie miraba a los demás ni la destrucción que los rodeaba. Lo único que veían era la punta de sus zapatos, como si en el mundo no existiera más que aquel avanzar a ciegas que los llevaba de un montón de ruinas a otro. Knud Erik había temido que el color de piel de Absalon fuera a descubrirlos, pero nadie se fijaba en ellos. Los alemanes se miraban a sí mismos y a sus vidas y sueños destruidos. Sólo si los refugiados del Nimbus hubieran empezado a mirar alrededor con curiosidad, sólo si hubiese asomado un poco de vida a sus ojos, se habrían distinguido de los demás y llamado su atención.

Entraron en una ciudad. La mayor parte estaba destrozada por las bombas, pero ya habían visto ruinas en Liverpool, Londres, Bristol y Hull. Las fachadas de algunos edificios de cuatro o cinco pisos aún se mantenían en pie, y los huecos de las ventanas, detrás de las cuales no había nada, estaban rodeados de paredes tiznadas de hollín. En otros sitios las fachadas se habían desmoronado y los tabiques divisorios entre un piso y otro quedaban a la vista. Vislumbraron habitaciones que debían de haber sido dormitorios y cocinas, y esperaban ver en cualquier momento a la gente que los rodeaba en la calle volver a las casas semiderruidas con tablas claveteadas en vez de puertas y empezar una nueva vida de sombras que se correspondiera con sus semblantes apagados y sus miradas bajas.

Bluetooth estaba acostumbrado a las ruinas. Pensaba que era normal que las casas estuviesen calcinadas. Sin embargo, no era el tétrico paisaje de ruinas lo que atraía su atención, sino un gran pájaro blanco posado en lo alto de un campanario bombardeado.

—Mirad —dijo—, ahí está Frede.

Esta vez lo dijo en danés. Alternaba a voluntad los dos idiomas. Le habían hablado de la cigüeña del tejado de Goldstein, en Marstal. Pero no le habían hablado de Anton y su intento de asesinato. Y ahora creía estar viéndola.

—No, no es Frede. Es una cigüeña igual que Frede —dijo Knud Erik, y no pudo evitar reír.

Un hombre que pasaba se quedó mirándolo, como si su risa fuese una especie de delito de alta traición y hubiera maldecido a Hitler en voz alta.

La cigüeña alzó el vuelo y sus alas batieron pesadas a lo largo de la calle. Caminaron tras ella. Cuando llegaron a la estación de tren, estaba posada en el tejado destruido, como si quisiera mostrarles el camino.

Los charcos de agua del suelo de piedra daban fe de que había llovido recientemente. Había gente por todas partes. Se habían acomodado entre los cascotes, como si éstos fuesen bancos y sillas puestos a su disposición gracias a la previsión de las autoridades. La mayoría debían de ser personas sin hogar, y no parecían dirigirse a ningún sitio concreto. ¿Adónde iban a ir? ¿Hasta la siguiente estación acribillada?

En un rincón repartían café y pan. Un cartel anunciaba que más tarde se les daría sopa. Aunque estaban hambrientos, no se atrevían a ponerse a la cola, por miedo a que los descubrieran. Knud Erik se paseaba con un paquete de cigarrillos y volvía al rato con un pan, un salchichón y una botella de agua. Bluetooth hincaba el diente, complacido. Los demás masticaban a conciencia. No sabían cuándo volverían a comer.

Pasaron la noche en el vestíbulo de la estación, y a la mañana siguiente subieron a un tren que se dirigía a Bremen. Allí harían trasbordo para Hamburgo. No tenían billetes. Una vez más, fueron los cigarrillos de Knud Erik los que solucionaron el problema. Los andenes estaban rebosantes, pero ellos usaban a Old Funny de rompeolas. La gente se apartaba a su paso. Probablemente pensaban que era un pobre inválido de guerra. Sólo le faltaba la cruz gamada en el pecho.

En medio del andén había una mujer con un abrigo de invierno que le iba demasiado holgado. No parecía que fuera a ninguna parte. Estaba allí, sencillamente. Su rostro, pálido, consumido, cubierto a medias por un pañuelo que llevaba atado en torno a la barbilla, mostraba la expresión más desesperada que Knud Erik había visto en su vida. No estaba ensimismada como los demás. De hecho, no estaba allí en absoluto. Sus ojos estaban más vacíos de lo que habrían estado si los hubiera puesto en blanco. La muchedumbre ajetreada y ciega la empujaba en todas las direcciones, y de pronto la maleta que llevaba se abrió, y un niño pequeño cayó al suelo. Knud Erik lo vio con toda claridad. Era un niño quemado, encogido y casi irreconocible, como una momia, resecado por el fuego que, también había corroído la razón de la madre. Un hombre la empujó, con la mirada puesta en los vagones. Después, sin fijarse en dónde ponía el pie, avanzó sobre el cadáver que yacía ante él. Knud Erik desvió la mirada.

—Mira —dijo Bluetooth—, a la señora se le ha caído una muñeca negra.

Horas más tarde se acercaban a Hamburgo. Durante casi media hora no vieron más que una extensión de ruinas. Creían que sabían lo que podían hacer las bombas a una ciudad, pero se dieron cuenta de que lo que habían visto hasta entonces no era nada. Ninguna fachada quedaba en pie, arañada y tiznada por los montones de grava y ladrillos. Ya no se adivinaban las calles. La destrucción era tan generalizada que les costaba creer que hubiesen sido personas las que la habían producido. Pero tampoco parecía una catástrofe natural. En tal caso, habría quedado algo en pie, habría dominado el azar en cierta medida. No, en aquella destrucción se adivinaba algo tan sistemático que parecía que detrás había otra forma de existencia completamente diferente, que no era ni humana ni natural, un ser cuyo elemento no era el agua o el aire, sino el fuego y la aniquilación total.

Por primera vez en los casi seis años que había durado la guerra, sintieron que habían estado en su periferia. Hicieron como el resto de los pasajeros del tren abarrotado: se retrajeron y bajaron la vista al suelo. No soportaban el espectáculo. Lo inconcebible del alcance de la destrucción hacía que sus pensamientos se rindieran, y también sus ojos. Sabían que si seguían allí mucho más tiempo terminarían como las personas que los rodeaban, y perderían toda esperanza.

Hasta Bluetooth miraba hacia otra parte mientras toqueteaba un botón de su abrigo. No preguntó nada, y Knud Erik pensó que se debía a que era lo bastante inteligente para no querer oír la respuesta.

El 3 de mayo a las cuatro y media de la mañana robaron un remolcador en el puerto de Neustadt. Habían planeado llegar hasta Kiel, pero tenían que aprovechar las ocasiones de transporte que se presentaban. El último de los cartones de cigarrillos de Knud Erik les había asegurado pasaje en la plataforma cubierta de un camión que iba a Neustadt. El puerto estaba desierto cuando recorrieron el muelle en busca de un barco adecuado para su objetivo. Bluetooth, hecho un ovillo como un cachorro, dormía en el regazo de Old Funny. Fue Anton quien se decidió por el remolcador, que se llamaba Odysseus. Cuando bajaron a la cubierta, Bluetooth despertó. Iba en brazos de su madre, pero exigió de inmediato que lo bajase al suelo. Se desperezó y bostezó. Después, sus ojos comenzaron su interminable búsqueda de novedades en el universo.

—Mirad —dijo, señalando hacia el cielo.

Todos echaron la cabeza hacia atrás y miraron.

A gran altura volaba un pájaro que batía lentamente las alas en dirección noroeste.

—Es la cigüeña —dijo Bluetooth, contento—. Es Frede.

—Joder, estoy empezando a creerlo yo también —murmuró Anton—. Parece que también ella vuelve a casa, a Marstal.

Al atravesar la bahía de Lübeck pasaron junto a tres barcos de pasajeros, el Deutschland, el Cap Arcona y el Thielka. No vieron tripulantes en el puente ni en las cubiertas. Temían que se descubriera el robo y alguien intentase darles caza. Cuando estuvieron a cierta distancia de los barcos, avanzaron a toda máquina. Habían pensado en navegar al norte de Fehmarn. Ese rumbo los adentraría bastante en el Báltico, casi hasta Gedser, antes de poder cambiar el curso hacia el oeste y después continuar por el sur de Langeland. Era un rodeo, pero no se atrevían a acercarse demasiado a la costa alemana.

A primera hora de la tarde un estruendo sordo se extendió por el mar. Después, siguieron otros, y por un instante fue como si la bóveda celeste vibrara sobre sus cabezas. Del fondo de la bahía se elevaban columnas de humo, y dedujeron que debían de estar atacando Neustadt, o tal vez fueran los barcos que habían visto fondeados antes los que recibían los impactos. A medida que avanzaba el día comprendieron que su temor a navegar cerca de la costa alemana era infundado. A ningún barco se le habría ocurrido, ni en sueños, perseguirlos. Los alemanes debían de haber perdido el control sobre el Báltico, y en su lugar patrullaban los bombarderos Hawker Typhoon. Oían una y otra vez los débiles ecos de bombas que explotaban a mucha distancia, en el mar.

Había un intenso tráfico de embarcaciones, pero la mayoría procedían de la parte oriental de la bahía de Lübeck, donde avanzaban las tropas rusas. Había barcos de todas clases: pesqueros, cargueros, pequeñas embarcaciones a motor y barcos de recreo, barcas de pesca y botes de remo con mástiles y velas aparejados de cualquier manera. Las columnas de humo ocupaban todo el horizonte. Veían sin cesar restos de barcos, y estuvieron a punto de colisionar contra un grupo de cadáveres carbonizados que se mecían cabeza abajo en el agua. De lejos pensaron que eran algas, pero advirtieron su error a tiempo para cambiar el rumbo. Entre los ahogados había mujeres y niños. Ninguno de ellos llevaba chaleco salvavidas, y se dieron cuenta de que eran refugiados como ellos.

«¿Es que nunca acabará?», pensó Knud Erik.

La euforia por haber escapado los abandonó, y comprendieron que tendrían que seguir contando con la suerte si querían llegar con vida al otro lado del Báltico. Navegaban en un barco alemán, y nada podía impedir que el siguiente Hawker Typhoon que pasase por encima dejara caer su carga mortal. Llevaban cinco años sin ver una bandera danesa. De pronto desearon tener una. Pero, probablemente, ni siquiera la bandera los ayudase. Era como si el mar se volviera del revés y regurgitara los miles de personas que a lo largo de los siglos habían terminado en su fondo. El mar por el que navegaban era el mar de los ahogados, y sentían que tenían algo en común con ellos.

Knud Erik iba al timón. Les ordenó que se pusieran los chalecos salvavidas. No había suficientes para todos. Miró a Herman, que estaba en su silla de ruedas. Después se encogió resignadamente de hombros. El capitán Boyer había muerto por haber dado su chaleco salvavidas a un fogonero que había olvidado el suyo en la sala de máquinas. Knud Erik entregó su chaleco salvavidas a Wally y le indicó que se lo pusiera a Herman. Si los hundían, daría su vida por un hombre al que despreciaba, pero no tenía elección. Era algo que la guerra le había enseñado. Tal vez los aliados lucharan para que la justicia prevaleciese, pero en la vida no había justicia. Él era el capitán, y tenía una responsabilidad con su tripulación. El sentido del deber era lo único que le quedaba si no quería abandonarse al sinsentido.

—¿No vas a ponerte el chaleco salvavidas? —preguntó Sophie, que no había reparado en la mirada que Knud Erik había dirigido a Herman.

Knud Erik le quitó importancia con una sonrisa.

—El capitán es siempre el último en abandonar el barco, y es también el último en ponerse el chaleco salvavidas.

—Eres un auténtico Odiseo —dijo ella, sonriendo a su vez—. Además, eres tan afortunado que llevas tu Penélope a bordo.

—Los marinos no debemos compararnos a Odiseo —dijo él—. Somos más bien la tripulación de Odiseo.

—¿Por qué lo dices?

—¿Has leído la historia?

—No exactamente —respondió ella, encogiéndose de hombros.

—Pues es bastante deprimente. Odiseo es el capitán. Vive una aventura fantástica. Pero no logra que ninguno de sus hombres regrese vivo a casa. Es el papel que representamos los marinos en esta guerra. Somos la tripulación de Odiseo.

Ella lo miró.

—Tendrás que arrimar el hombro, capitán Odiseo —dijo—. Da la casualidad de que esta marinera está embarazada.

Navegaron toda la noche a media máquina y con las luces apagadas. Se encontraban muy cerca del objetivo, y era como si la proximidad de Marstal aumentara su temor a no llegar. Hasta entonces habían vivido en la dimensión temporal en que deben de vivir cuantos depositan su confianza en la siempre inconstante fortuna: el momento. Ahora se atrevían de nuevo a creer que tenían un futuro, y de inmediato los invadía el miedo a perder la vida. Volvía la vieja angustia de los tiempos de los convoyes. El cielo sobre sus cabezas y el mar bajo sus pies se llenaron otra vez de amenazas ocultas.

Había calma chicha. La superficie del mar parecía seda de un azul oscuro, y en la luminosa noche primaveral no se veían nubes. En el aire se notaba una suavidad que anunciaba el verano, y si no hubiera sido por el olor a carbón y a maroma embreada del remolcador, habrían percibido el aroma de los manzanos en flor, tierra adentro. Pero el agua estaba fría. Aún conservaba el invierno en su interior, y su frialdad era lo único en lo que podían pensar. Era como si aún navegaran en el Ártico. Volvieron a vigilar en busca de las líneas espumosas que delataban al torpedo, en busca de las luces rojas de socorro que habían anunciado su propio fracaso moral y quizá volvieran a hacerlo. Estaban a la escucha de una palada, de un grito de auxilio. Hacían su eterno ensayo general de muerte fría. La primavera les daba la bienvenida, pero el recuerdo del invierno de cinco años que habían sufrido se negaba a dejarlos.

Detrás, en la bahía que habían abandonado por la mañana, ocho mil presos aliados de campos de concentración murieron abrasados cuando los barcos de pasajeros donde los transportaban fueron bombardeados. Otros diez mil que huían se ahogaron en el mar. Ellos no lo sabían. Habían visto barcos hundirse, pero nunca uno de refugiados con diez mil pasajeros encerrados en él. No habían oído el griterío colectivo que se levanta cuando el agua lo invade todo de golpe y el barco se va a pique, el grito siguiente al último rezo pidiendo ayuda, cuando los que siguen con vida comprenden la amarga verdad de que salvación no es más que una palabra. No, no sabían nada. No habían oído aquel clamor enorme, y sin embargo lo llevaban en su interior.

Pasaron toda la noche en cubierta. No se atrevían a bajar a los camarotes. Estaban envueltos en mantas que habían encontrado en el barco. No durmieron, sino que permanecieron con la mirada inquieta, aguzando el oído.

Tampoco Bluetooth durmió. Estaba callado, observando las estrellas, que habían empezado a palidecer.

Fue el primero en oír el profundo batir de alas.

—La cigüeña —dijo, sin más.

Miraron hacia el cielo. Volaba a baja altura, justo sobre sus cabezas, todavía con rumbo noroeste. A la luz temprana de la mañana divisaron a lo lejos el faro de Kjeldsnor. Se acercaban al cabo sur de Langeland.

Ærø apareció a última hora de la tarde. Llevaban casi todo el día bordeando la costa de Langeland. El Odysseus navegaba a media máquina. Anton estaba ahorrando el carbón, pues quedaba muy poco. Vieron la Duna de Ristinge, hacia el norte. Después venía el mar abierto, en el extremo oeste estaba la Revuelta y los acantilados de Vejsnæs. En medio de todo se alzaban los tejados rojos de Marstal. Sobre ellos se erguía la torre de la iglesia, de color cardenillo, con su enorme reloj. Los escasos mástiles del puerto parecían los restos de una empalizada que se hubiera construido tiempo atrás para proteger la ciudad, pero que una fuerza desconocida había arrasado. A aquella distancia no divisaban el promontorio ni el malecón, que rodeaba la ciudad como un brazo incapaz ya de ampararla.

Frente al puerto se levantaban enormes masas de humo negro en el aire silencioso. Al acercarse vieron llamaradas. Eran dos vapores fondeados en la Poza del Trébol, envueltos en llamas. La muerte había llegado antes que ellos. Knud Erik estaba convencido de que el peligro habría pasado en el momento en que vieran aparecer los tejados de Marstal. Ahora se abatía sobre él un cansancio cercano a la resignación, y pensó que, si hubiera sido un nadador que trataba de llegar a tierra, se habría rendido en aquel preciso instante.

Estaban a la altura de los vapores cuando oyeron el ulular de un cazabombardero lanzándose en picado. Alzaron la vista y divisaron un Hawker Typhoon que se dirigía hacia ellos. De una de sus alas brotó un destello, y salió disparado un cohete seguido por un reguero de humo blanco.

Después se oyó un estruendo y el barco entero sufrió una violenta sacudida.

No corrían buenos tiempos para los niños. Todos los días aparecían cadáveres de ahogados en la playa y en los islotes que rodeaban la ciudad, y eran los niños quienes los encontraban. Iban siempre en busca de una persona mayor, pero era demasiado tarde. Habían tenido tiempo de mirar las caras medio desintegradas, medio devoradas de los muertos, y después hacían muchísimas preguntas que nos costaba responder.

La mañana del 4 de mayo, temprano, un transbordador entró en el puerto. Venía de Alemania y estaba lleno de refugiados. Había pocos hombres a bordo, y los que había eran soldados con los brazos o las piernas cubiertos de vendajes manchados de sangre. El resto eran mujeres y niños. Los niños no decían nada. Se limitaban a mirar fijamente al frente. Estaban pálidos, y sus delgados cuellos sobresalían de unos abrigos de invierno que parecían quedarles grandes, como si hubieran crecido en sentido opuesto al natural y hubiesen encogido dentro de la ropa. Debían de llevar tiempo sin comer nada decente. Pero lo que más nos impresionó fueron sus miradas. No veían nada, y pensamos que se debía a que habían visto demasiado. La cabeza de un niño puede fácilmente llenarse en tal medida de visiones horribles, que al final ya nada le entra. Entonces los ojos se declaran en huelga y quedan vacíos.

Les dimos pan y té. Tenían aspecto de necesitar comida caliente. Los tratamos bien, aunque no se puede decir que fueran bien recibidos.

Hacia las once de la mañana embarrancaron dos vapores alemanes cuando trataban de enfilar el canal del sur. Los cazabombarderos ingleses habían sobrevolado la isla varias veces durante los últimos días, y los veíamos con frecuencia sobre el mar. Aparecieron dos de ellos. Dispararon sus cohetes, y los dos vapores empezaron a arder. Tenían montadas ametralladoras tanto a proa como a popa, y respondieron al fuego. Los aviones ingleses volvían una y otra vez. Uno de los vapores recibió más impactos, y pronto estuvo envuelto en llamas.

Hasta que cesaron los disparos no nos atrevimos a acercarnos a los barcos para ayudar a los supervivientes. El agua estaba llena de gente, muchos presentaban quemaduras o heridas de metralla. Gritaban y gemían cuando los subíamos a bordo, pero no podíamos dejarlos flotar sin más en el agua helada. Era un espectáculo terrible. Tenían quemado el cabello. Estaban negros de carbonilla, y la carne sanguinolenta asomaba allí donde el fuego había destruido la piel. A muchos de ellos no les quedaba ni la ropa. Habíamos llevado mantas, sin embargo de nada valía envolver en ellas a aquellos pobres muertos de frío, pues la lana se pegaría a la carne llagada. Apenas nos atrevíamos a tocarlos cuando los ayudábamos a desembarcar en el muelle.

Había también muchos muertos. Los dejamos en el agua. Los supervivientes eran más importantes.

Los heridos fueron trasladados al hospital de Ærøskøbing; a los demás los alojamos en la casa que llamamos la Logia, en Vestergade. Después fuimos a recoger a los muertos. Eran bastantes. Los dejamos en el muelle junto al embarcadero de vapores, a la entrada al puerto. Desembarcamos en total veinte cadáveres. Los dispusimos en una larga hilera, cubiertos con mantas. A uno de ellos le faltaba la cabeza, y en cierto modo resultaba el menos tétrico de todos, porque no tenía un rostro al que mirar ni ojos que hubiera que cerrar, ni una boca abierta, petrificada en un grito mudo, que lo acompañaría hasta la tumba.

Varios cientos de personas se habían congregado en el puerto para contemplar los vapores en llamas. Uno de ellos estaba calcinado casi por completo, pero seguía humeando. La mitad de otro estaba ardiendo. A bordo iba un grupo de soldados alemanes borrachos retozando en la cubierta de proa con un grupo de mujeres medio desvestidas. El miedo a la muerte y el alcohol habían hecho que perdieran toda inhibición.

Al caer la tarde los ingleses volvieron y reanudaron el bombardeo de los dos vapores. El puerto estaba para entonces lleno de gente. Todos habíamos acudido a ver el triste espectáculo que tenía lugar en el agua. Muchos de nosotros habíamos perdido marido, hermanos e hijos en aquella guerra, y bien podríamos haber pensado que los alemanes estaban recibiendo su merecido. Pero no lo hicimos. Habíamos estado innumerables veces, nosotros, nuestros padres o nuestros abuelos, a bordo de un barco a punto de hundirse o arder, y sabíamos lo que era. Un barco que se hunde es un barco que se hunde. Da igual quién sufra las consecuencias.

Apareció un remolcador en el canal del sur. Habíamos estado tan concentrados en los vapores en llamas, que no lo habíamos advertido. El paraje es difícil para quien no conoce esas aguas, pero el piloto maniobró con habilidad, hasta que uno de los aviones ingleses voló bajo por encima del barco y disparó sus cohetes. Siguió una explosión que pudimos oír desde tierra. La embarcación recibió un impacto, y de inmediato fue pasto de las llamas.

Más tarde, Gunnar Jakobsen, que estaba allí con su barca, siempre diría que pocas veces en su vida había visto un grupo más variopinto. Había entre ellos negros y chinos. También un hombre en una silla de ruedas. Lo arrojaron al agua antes de saltar los demás. No tenía brazos ni piernas, pero se mantenía a flote gracias al chaleco salvavidas. También apareció en el agua una mujer con un niño. Había allí medio mundo flotando. La sorpresa de Gunnar fue aún mayor cuando los izó a bordo y tanto el negro como el chino se pusieron a hablar en danés, mientras los demás se dirigían a él en el dialecto de Marstal.

—¿No eres Gunnar Jakobsen? —preguntó uno de ellos.

Gunnar Jakobsen entornó los ojos, no porque fuera corto de vista, sino porque necesitaba reflexionar.

—Me cago en la mar —dijo finalmente—, pero si eres Knud Erik Friis.

Después reconoció a Helge Fabricius y a Vilhjelm. El hombre sin brazos ni piernas guardaba silencio, y nadie se molestó en presentarlo.

—Anton —dijo Knud Erik de pronto, y miró desconcertado alrededor—. ¿Dónde está Anton?

—¿Te refieres al Terror de Marstal? —preguntó Gunnar Jakobsen.

—Aquí no está —dijo Vilhjelm.

Tampoco estaba en el agua. El Odysseus se escoraba, y las llamas se elevaban hacia el cielo. Nadie que estuviese en el barco podía seguir con vida.

Permanecieron un rato oteando el agua y llamando a Anton a gritos.

Los aviones atacaban una y otra vez a los vapores, como si antes de terminar la guerra tuvieran que deshacerse de todas sus existencias de bombas y cohetes.

En la barca de Gunnar Jakobsen estaban a punto de darse por vencidos y poner rumbo al puerto cuando el Odysseus recibió otro impacto directo. Esta vez debió de dar bajo la línea de flotación, porque el remolcador volcó y empezó a hundirse. Gunnar Jakobsen quedó paralizado ante el espectáculo. Apagó el motor, como si pensara que debía al remolcador un minuto de silencio mientras luchaba contra la muerte. Un momento más tarde, el barco había desaparecido. Gunnar Jakobsen volvió a poner el motor en marcha y se dirigió al lugar a toda máquina. Al principio no podían ver qué era. Después se dieron cuenta de que se trataba de los restos horriblemente calcinados de algo que había sido una persona. Distinguieron una espalda y una cabeza. Anton estaba desnudo y no tenía pelo en la cabeza. Le faltaba el chaleco salvavidas, y si quedaba algo de él no había modo de saber qué era Anton y qué el chaleco, pues su espalda estaba tan negra como el carbón.

Sophie le tapó los ojos a Bluetooth. Knud Erik metió las manos en el agua para subir al bote el cadáver carbonizado. No pensó en lo que hacía. No podía dejarlo allí, sencillamente. Pero en el momento en que lo levantó se desprendió un brazo. Knud Erik soltó el cuerpo, horrorizado, y cuando el cadáver cayó al agua fue como si lo que en otro tiempo había sido la carne del cuerpo de Anton se separase de los huesos, que al punto empezaron a hundirse.

El motor traqueteaba violentamente.

Gunnar Jakobsen quería llegar a tierra lo antes posible.

Ninguno de los rescatados del Odysseus emitía sonido alguno. Sus ojos tenían la misma expresión que Gunnar Jakobsen había visto en los niños alemanes y que deseó no ver jamás en los suyos. No sabía sobre la guerra mucho más que lo que había leído en los periódicos. Había oído el fragor procedente del sur, cuando los ingleses bombardeaban, y había visto llamear el horizonte cuando las bombardeadas eran Hamburgo y Kiel. De pronto había aprendido más que en los últimos cinco años, y experimentaría lo mismo cada vez que, durante los meses siguientes, se encontrara con alguien que había pasado la guerra más allá de las fronteras de Dinamarca. Les pasaba algo, pero Gunnar no lograba explicar el qué. No se trataba de nada que dijeran, porque no decían nada, como si meditasen sobre un gran secreto que de todas formas no valía la pena contárselo a los demás. Formaban una lúgubre comunidad en la que nadie podía entrar y de la que ellos no podían salir.

El niño lloraba. No había visto nada, pero presentía lo que había sucedido.

—¿No vamos a ver más a Anton? —preguntó.

—No —respondió la mujer que Gunnar Jakobsen suponía debía de ser la madre del niño—. Anton ha muerto. No va a volver.

A Gunnar Jakobsen le pareció una manera brutal de decirlo, y él desde luego jamás habría sido tan directo con sus hijos. No obstante, había algo en él que comprendía la respuesta directa de la mujer. A los niños de la guerra se les decía la verdad.

Por encima de ellos volaba una cigüeña. Se acercó a uno de los vapores en llamas y por un instante pareció desaparecer entre el humo. Después apareció ilesa en el otro lado. Siguió hacia la ciudad, y cuando llegó al extremo de Markgade plegó las alas y se preparó para posarse en el nido del tejado de la casa de Goldstein.

Gunnar Jakobsen atracó en el embarcadero de vapores. Era donde más gente había, y a pesar de estar conmocionado por la visión del cadáver de Anton, sentía que había vuelto con una historia fantástica que merecía un público numeroso. Estaba trayendo a casa a los primeros marstaleses que regresaban de la guerra tras más de cinco años de ausencia.

Gunnar Jakobsen no había pensado que los muertos seguían allí, y ayudaron al hombretón sin piernas a subir al muelle y lo colocaron en medio de los cadáveres cubiertos. Lo miramos con curiosidad, y de pronto Kristian Stærk dijo en voz alta:

—Pero ¡si es Herman!

La inquietud nos invadió a medida que se extendía la noticia, y los que no sabían quién era Herman recibieron explicaciones en términos no precisamente elogiosos. Herman llevaba veinte años sin aparecer por Marstal, pero la mención de su nombre todavía bastaba para llenar de repugnancia a quienes conocíamos los sucesos del Kristina. Parecía extrañamente perdido en medio de los cadáveres, y con sus muñones semejaba una morsa varada que agitase las aletas, pero su desamparo no hacía merma en nuestro desprecio hacia él.

—Ayudadme a levantarme —pidió.

Permanecimos quietos, observándolo. Nadie tenía ganas de tocarlo, y allí se quedó, mientras se formaba un charco de agua bajo su ropa mojada y el corpachón empezaba a temblar de frío.

Había un hombre gritando en Kongensgade. Se acercó corriendo a nosotros, agitando los brazos y gritando unas palabras que no entendíamos debido a la distancia.

Inmediatamente empezó a repicar la campana de la iglesia con un ritmo frenético y entrecortado desconocido para nosotros. Era como si alguien buscase la melodía adecuada para un acontecimiento que nunca se había producido en la historia de la ciudad, ni entierro ni boda, ni misa, ni salida y ocaso del sol.

Sin embargo, de alguna manera, nos dimos cuenta de que había ocurrido algo importante, mucho más importante que los vapores que ardían frente al puerto y la repentina aparición de Herman.

Finalmente entendimos los gritos.

—¡Los alemanes se han rendido! ¡Los alemanes se han rendido!

Miramos a Herman y a Knud Erik, a Helge y a los demás, cuyos nombres aún no conocíamos, miramos a la mujer y al niño, y comprendimos que sólo eran los primeros. Muy pronto el mar devolvería a los muertos.

Los levantamos y los llevamos a hombros por las calles. Ni siquiera olvidamos a Herman en el charco que se había formado bajo su ropa empapada. Encontramos una carreta y lo subimos a ella. Desfilamos entre vítores por Kongensgade, salimos por Kirkestræde, bajamos por Møllergade, continuamos por Havnegade, subimos por Buegade, atravesamos Tværgade y bajamos por Prinsegade, donde Klara Friis estaba, como siempre, en el mirador, observando el mar con el semblante pálido.

Volvimos por Havnegade, y a medida que avanzábamos se unía más gente. Apareció un acordeón aquí, una trompeta allá, un contrabajo, una tuba, una armónica, un tambor, un violín, mezclábamos Kong Kristian con Whisky, Johnny, Hay un bello país con What Shall We Do With The Drunken Sailor. Había whisky y cerveza, ron y más cerveza, bálsamo de Riga y ginebra holandesa. Lo habíamos guardado todo para ese día, que siempre supimos que llegaría. En las ventanas se encendieron las luces. En las calles, las cortinas oscuras que se empleaban durante los toques de queda ardían con un seco crepitar.

Volvimos al embarcadero de vapores, donde los muertos nos esperaban en fila. Bebimos y bailamos entre los cadáveres hasta casi tropezar con ellos. Así tenía que ser. Los muertos habían ido amontonándose a lo largo de toda nuestra vida, los ahogados y desaparecidos, los que durante siglos no habían recibido sepultura. Habían permanecido lejos, incluso del cementerio, y corroído nuestras vidas con una añoranza insatisfecha. Ahora se levantaban y nos tomaban de la mano. Bailamos formando un gran corro, en medio del cual se encontraba Herman, brindando; había dejado de tiritar y estaba encendido por la borrachera, con una botella ya medio vacía en la mano. Cantaba con una voz ronca por el uso, la borrachera y la maldad, por la impaciencia, la codicia y el apetito vital exhausto.

Shave him and bash him,
Duck him and splash him,
Torture him and smash him
And don’t let him go[9]!

Había un hombretón, un chino, un esquimal, un niño que no conocíamos, y allí estaba Kristian Stærk, y Henry Levinsen, el de la nariz torcida, y el doctor Kroman, y Helmer, y Marie, que había aprendido a apretar el puño para pegar, pero aún no sabía que había enviudado ese mismo día; se lo iba a comunicar Vilhjelm. Estaban el padre y la madre de Vilhjelm, ambos sordos, pero con una sonrisa en los labios; estaban las viudas Boye, Johanne, Ellen y Emma, y esa noche no vacilaron en tomarnos de la mano y bailar con nosotros; allí estaba su pariente lejano Daniel Boye, y Klara Friis llegó corriendo por Havnegade y rompió el corro hasta que encontró a Knud Erik, y éste la saludó con una leve inclinación de la cabeza; y el niño cuyo nombre desconocíamos se dirigió a ella y le dijo —Knud Erik debía de habérselo enseñado—: «Abuela». Y el niño la cogió de la mano y la arrastró al baile, y nuestro baile era como un árbol que crecía y crecía. Iban añadiéndose más y más círculos anuales.

Allí estaba Teodor Bager con la mano en el corazón, como siempre, y Henning, en otros tiempos el mozo más guapo del Hydra, con su cabello rubio y el mechón cayéndole sobre la frente, que Knud Erik heredaría, y la incansable Anna Egidia, y sus siete hijos muertos, también ellos unidos por la danza junto con la hija aún viva, y el pastor Abildgaard, quien antes de morir encontró por fin una parroquia rural donde encajaba mejor que entre nosotros, nos miraba tras sus gafas de montura metálica y avanzaba con paso inseguro vestido con su sotana. Después venía Albert, con la barba cubierta de escarcha y la cabeza de James Cook bajo el brazo, y luego Lorentz, resoplando, pero nadie iba a impedirle que participase en el baile, y Hans Jørgen, que se hundió con el Incomparable, y Niels Peter, y hasta Isager y su gruesa esposa, que llevaba a Karo en brazos, y sus hijos, Johan y Josef, el de la mano de negro, y tras ellos Sofus el Campesino. Después venían el Pequeño Clausen, Ejnar y Kresten, el desgraciado con el agujero de la mejilla siempre supurando, y Laurids, como un gigante con sus enormes botas de marino. Y tras ellos fueron apareciendo otros, y finalmente Anton, que sonreía enseñando los dientes amarillos por el tabaco en su rostro carbonizado, y a continuación las tripulaciones del Astræa y el Hydra, del Freden, del H.B. Linnemann, del Uranus, del Svalen, del Smart, del Star, del Kronen, del Laura, del Frem, del Saturn, del Ami, del Danmark, del Eliezer, del Felix, del Gertrud, del Industri, del Harriet, del Erindring, todos los ahogados. Y allí, en el círculo más externo, con los rostros medio ocultos en las brumas de la incertidumbre, bailaban todos cuantos habían navegado en barcos extranjeros y llevaban ausentes los cinco años que había durado la guerra.

Muchísimos de ellos habían muerto. No sabíamos cuántos.

Al día siguiente los contaríamos. Y en los años sucesivos los lloraríamos, como hemos hecho siempre.

Pero esa noche bailamos con los ahogados, y ellos éramos nosotros.