Monsieur Clubin, el práctico de Royan, fue el primero en reparar en que la goleta de tres palos que se mecía entre las olas frente a Pointe de Grave corría peligro de zozobrar. Al principio no estaba seguro de si había alguien a bordo, pero, después de observar la embarcación un rato con los prismáticos, llegó a la conclusión de que una voluntad desesperada luchaba por mantener el barco alejado de la peligrosa playa. No habían emitido ninguna señal de socorro, pero con el sentido del deber que lo había caracterizado durante sus treinta años de práctico en Royan, de todas formas monsieur Clubin hizo que lo condujeran hasta el barco.
A bordo del Kristina de Marstal encontró a tres chicos y una joven, que le produjeron una impresión confusa. Durante la estancia en Royan que siguió, la joven no pronunció palabra. En el dormitorio de la tripulación yacía el cadáver del capitán. No había rastro del primer oficial ni de los marineros. Faltaban los botes salvavidas.
La declaración de los chicos, tal como hicieron constar primero ante las autoridades portuarias y después ante la policía de Royan, decía que el primer oficial había matado a un marinero y después al capitán, y que a continuación había asaltado a la hija de éste. No daban más detalles de lo que querían decir con «asaltar», y la joven se negaba a abrir la boca.
Además, declararon que el primer oficial había cometido un crimen en su ciudad natal, de donde también ellos eran oriundos, crimen por el que nunca había sido castigado. Se había marchado del barco aquella mañana temprano, antes de que subiera a bordo monsieur Clubin, y usó el bote salvavidas para huir.
Tras un interrogatorio exhaustivo, la policía no encontró razón para presentar cargos contra el primer oficial desaparecido. En el cadáver del capitán no había rastro de violencia, y la consiguiente autopsia reveló que había muerto a consecuencia de una insuficiencia cardiaca. Las circunstancias que rodearon la muerte del marinero no quedaron lo suficientemente aclaradas para presentar cargos, y su muerte se atribuyó, también en la audiencia marítima posterior de Copenhague, a esa clase de accidentes fortuitos que se producen en un barco, aunque había que reconocer que la desaparición del primer oficial podía dar lugar a sospechas de otro tipo. Pero ninguna de ellas podía probarse.
Al fin y al cabo, era la falta de juicio del capitán, al contratar a un hombre de mala reputación sin los necesarios papeles de primer oficial, lo que había desencadenado la desgraciada reacción en cadena que terminó con el Kristina de Marstal a la deriva frente a Pointe de Grave.
Tampoco el alegado «asalto» a la joven fue causa de presentación de cargo alguno. Y ello se debía, sobre todo, al obstinado y prolongado silencio de la supuesta víctima, así como a la falta de detalles en la descripción que los chicos hicieron del hecho.
El capitán fue enterrado en el cementerio local. Como el diario regional La Dépêche de l’Ouest había cubierto la noticia de la desafortunada embarcación, le navire maudit, muchos curiosos acudieron al entierro.
También se vio en el cortejo fúnebre la figura compacta de monsieur Clubin, pero en su caso fue el sentido del deber lo que lo hizo presentarse. Al fin y al cabo, era quien había socorrido el barco y lo había llevado a la seguridad del puerto. Además, se había hecho cargo de los jóvenes miembros de la tripulación, que para él no eran más que unos niños. Les dio la bienvenida en su casa, y madame Clubin dispuso una habitación para la joven, igual que se ocupó de que fuera adecuadamente vestida al entierro, con un sombrero negro y su correspondiente velo.
La joven la dejaba hacer, como si se viera reducida a ser una muñeca en las manos de la servicial esposa del práctico. No expresaba agradecimiento alguno. Tampoco se veía ninguna señal de pesar en la pálida y rígida máscara que tras su llegada a Royan mostraba al mundo. Madame Clubin tenía bastante experiencia para no fijarse en lo externo, y no trataba de instigar un sentimiento u otro en su joven y afligida huésped. Pero, en lo relativo a las comidas, se mostraba inflexible. Madame Clubin era del País Vasco francés, y, con una voz que no admitía réplica, ordenaba a su huésped que terminara los platos de ttoro, garbure, camot y couston que le colocaba delante. La joven obedecía sin dar las gracias ni comentar si le había gustado. Pero lo comía todo, y madame Clubin le decía a su marido, como tantas otras veces, que la vida le había enseñado que lo único que necesitaba la gente desdichada eran cuidados maternales y buena comida.
Uno de los chicos recibió órdenes de la naviera de quedarse a bordo del Kristina, donde esperó la llegada de otra tripulación. Los otros dos abandonaron Royan junto con la joven, que mantuvo su mutismo hasta el final.
Cuando la señorita Kristina subió al tren, sus dos acompañantes le llevaron las maletas y las bolsas con una actitud fraternal conmovedora. Ella no cargaba más que con un petate, que por lo que se decía había pertenecido al marinero ahogado.
•
Cuando Klara Friis llegó a su casa, Kristina estaba esperando en la sala. Klara conocía la historia de la muchacha. Todos la conocíamos. Vilhjelm y Helmer dijeron que Herman la había «asaltado», pero cada cual podía pensar lo que quisiera. Aunque todos estábamos de acuerdo en que Herman se había propasado con ella. Cada vez que los chicos pronunciaban la palabra «asalto», asentíamos en silencio, sabedores, cosa que debía de irritarlos bastante. Claro que sabían lo que había ocurrido, los chicos suelen saber esas cosas. Habían elegido con cuidado la palabra. Querían protegerla.
Llamábamos a Kristina Bager «la pobrecita», pero Klara fue la primera que advirtió que era pobrecita en más de un sentido.
Kristina se levantó del sofá y se quedó mirándola. No dijo nada. No había pronunciado palabra desde su llegada a casa. Después se señaló el vientre con una mano, mientras con la otra trazaba un arco en el aire a la altura del mismo. Klara comprendió el lenguaje de signos de la muda, y tanto su corazón como sus ojos se desbordaron inmediatamente de compasión. La pobrecita se sentía tan desamparada… No sólo la habían violado, sino que, además, había quedado preñada del hijo del violador. Peor no podía ser, y Klara no veía de qué modo podía ayudar el dinero en semejante situación. Porque creía que la joven había acudido a ella por dinero.
Cogió a la joven de la mano y le pidió que la siguiera. Fueron a casa de la viuda Rasmussen. Anna Egidia acomodó a Kristina en el sofá. Sirvió café y puso la bandeja de pastas caseras delante de ella, mientras emitía un murmullo que, al igual que su acogedor y trivial proceder hacia la desgraciada huésped, tenía el objetivo de sosegarla; un ritual que Klara había observado a menudo y que siempre parecía tener éxito. Anna Egidia puso la mano sobre el vientre de la chica y lo acarició, y como si su contacto hubiera activado algún mecanismo interno de la muchacha, Kristina abrió la boca y empezó a hablar por primera vez en semanas.
—Quiero ir a América —dijo.
Las dos mujeres se miraron.
—No quiero tener el niño aquí, en Marstal —añadió—, y tampoco quiero que me envíen fuera para tener un parto clandestino y después entregar al niño en adopción. Quiero ir a América en busca de una nueva vida para mí y para mi niño.
—¿Niño? —dijo Klara, desconcertada.
Pero Anna Egidia, que sabía más que Klara de las cosas del corazón, no le preguntó qué le hacía creer que iba a tener un chico. Percibió la ternura de su voz al hablar del hijo que llevaba en el vientre y comprendió de inmediato que debía de tener otra causa que la violación.
—O sea, que no es el padre del niño, ¿verdad? —preguntó.
Kristina negó con la cabeza. Una repentina felicidad iluminó su rostro, para dar paso al dolor que había ocultado tras su mutismo y su rostro tenso. Se echó a llorar, y las dos mujeres se sentaron a su lado y la abrazaron.
El padre, explicó, era Ivar, un marinero a quien había entregado su corazón y algo más, es decir, el compañero natural del corazón, la virginidad, que en un momento así, de amor verdadero, no es nada que merezca la pena guardar. Y es que Ivar era el hombre más maravilloso, el más guapo, el más inteligente que había conocido en su vida, y en nada podía compararse con el cerdo despiadado de Herman, el monstruo que había asesinado al hombre más bueno del mundo.
—Mi marido —dijo—; era mi queridísimo marido. Íbamos a casarnos. Lo sé. Para mí no había nadie más en el mundo.
Se daban cuenta de que cuando Kristina afirmaba que Ivar era el padre de su hijo no hablaba de un hecho, sino de una esperanza.
—América no es mala idea —dijo Klara.
Anna Egidia asintió en silencio. Una de sus hijas había estado allí durante la guerra.
Anna Egidia habló con la madre de Kristina. Klara consiguió el billete para el barco que iba a América y se encargó de que en Nueva York la esperase alguien. Ahora sólo quedaba aguardar a que el niño naciese. ¿A quién se parecería cuando asomara la cabeza al mundo? Su rostro llevaría estampada la marca del crimen, o bien sería una prueba de amor.
Una exultante madre primeriza, radiante de felicidad, estaba al teléfono en Nueva York.
—Si hubiera sido chico, se habría llamado Ivar —dijo Kristina—. Como ha sido una niña, tendrá que llamarse Klara. ¿Hace falta añadir algo más?
Una carita, demasiado pequeña todavía para sonreír, pero que ya daba testimonio de su origen, le confirmó que nunca era demasiado tarde para que el amor venciese. La naturaleza había entregado su regalo y el verdadero padre lo había firmado. Ivar había enviado su último saludo desde el más allá materializado en una barbilla firme, una nariz recta, una frente despejada, cejas oscuras y cabello negro.
Klara participaba de su júbilo. Era como si Kristina hubiese engañado al destino. No obstante, algo dentro de Klara lloraba, como si hubieran vuelto a abandonarla. Cuando somos infelices anhelamos la compañía de personas que se sientan como nosotros, la agridulce confirmación de que no sufrimos por falta de fortuna o por haber tomado las decisiones equivocadas, sino porque es ley de vida. Le pareció que su destino se hacía más difícil de sobrellevar después de aquel día.
Su propio hijo había estado en el barco desafortunado, solo con una persona que nadie en Marstal dudaba ya que fuera un asesino. Knud Erik podría haber muerto, y ella habría vivido su muerte como había vivido todas las demás de su existencia, la de Henning y la de Albert, como un rechazo amargo por parte de la vida. Nadie quería saber nada de ella. Le daban la espalda, entraban en la oscuridad, se hundían hasta el fondo o se iban a navegar, y esto último era igual que morir.
Helmer y Vilhjelm habían llegado a casa con Kristina. Vilhjelm estaba aún desmejorado tras la dura travesía del Atlántico. Helmer sollozó cuando volvió a estar frente a sus padres. Ahora trabajaba de aprendiz de tendero con Minor Jørgensen.
—¿Y Knud Erik?
Se había quedado en Royan cuidando del barco hasta que consiguiesen otra tripulación. Klara suponía que así se lo habían ordenado. Se dirigió al armador, el hermano del difunto capitán Bager, Herluf Bager. Ella lo había imaginado como una reunión entre armadores, de hombre a hombre. Ésas eran las palabras que se dijo a sí misma antes de entrar en el despacho de la naviera.
—Naturalmente, me doy cuenta de que el chico lo ha pasado muy mal —dijo Bager, quien después de levantarse para darle la bienvenida había vuelto a sentarse en su silla tapizada de cuero y parecía haberse fundido con ella, ofreciendo una imagen de impasible y (Klara no pudo dejar de observar) masculina autoridad—. Pero alguien tenía que quedarse cuidando del barco —añadió.
—¡Si sólo tiene quince años! —exclamó.
—Es un chico fuerte. No he oído más que alabanzas de él. Naturalmente, puede desenrolarse, aunque eso no nos facilitará las cosas. Sin embargo, no ha expresado ningún deseo en ese sentido.
La midió con la mirada, y Klara comprendió al instante que, si él no quería satisfacer su deseo de enviar a Knud Erik a casa, se debía a una circunstancia que ella no había comprendido desde el principio. Aquélla no era una reunión entre armadores. Era una reunión entre un hombre y una mujer; y una madre preocupada no sabía nada de navegación.
Klara dio una patada al suelo y salió sin despedirse. Que contara la anécdota, si quería. Su impotencia la enfurecía. ¿Quién se creía que era aquel gordito autocomplaciente? Podía arruinarlo sin esfuerzo, aplastarlo bajo el tacón con el que había pateado el suelo.
Después se calmó. La exasperación dio paso a la serenidad. No era tan extraño que no consiguiese hacer entrar en razón a Knud Erik. Toda la ciudad persistía en el error de que en el mar había futuro, cuando lo único que había era embrutecimiento y la gélida muerte del ahogado.
•
Llegó un día en que creyó que Knud Erik había muerto.
Cuando resultó que estaba vivo, decidió que había llegado la hora de que ella misma lo matase.
Tenía veinte años cuando, con su habitual parquedad de palabras, le comunicó que se había enrolado en el København. La enorme embarcación de tres palos desapareció unos meses después en el trayecto entre Buenos Aires y Melburne. La buscaron por todas partes: en Tristán de Acuña, en las islas del Príncipe Eduardo y en las islas de Nueva Ámsterdam. No encontraron nada, ni una plancha con el nombre, ni un bote de salvamento volcado ni un salvavidas.
Cuando se dio a conocer la lista de los sesenta y cuatro miembros de la tripulación desaparecidos, Knud Erik no estaba en ella. Había zarpado en uno de sus propios barcos, el Claudia. Se lo había pedido muchas veces, pero ella siempre se había negado. Esta vez no controló las listas de la tripulación, y el capitán embarcó a Knud Erik de tapadillo.
En los terribles días y noches en que lo creía hundido con el København, recordó una y otra vez la última conversación que habían mantenido. Él le preguntó si podía enrolarse en el Claudia. Fue una de las pocas veces en que Knud Erik se le confió, y ella lo rechazó. Y ahora estaba muerto. Con su intransigencia, Klara lo había enviado a la muerte.
—¿Sabes —le dijo Knud Erik— que las embarcaciones de tres palos que heredaste de Albert son los últimos grandes barcos de vela del mundo?
No sólo eran los últimos, sino también los más hermosos, el canto de cisne de toda una época. Atravesaban el Atlántico con el alisio del nordeste hasta las Indias Orientales en busca de maderas tintóreas, con las delgadas velas de verano desplegadas. Todo marinero debería experimentar al menos una vez en la vida estar bajo el cálido sol y las blancas torres de velamen con el viento alisio en popa, sentarse en el penol de la verga mayor a veinte metros de altura y sentirse el dueño del mundo.
A Knud Erik se le iluminaron los ojos. Hablaba a su madre con toda el alma.
Ya era un hombre. Alto, pero en absoluto larguirucho, musculoso, de porte erguido. Su madre veía en él a Henning. Siempre lo había visto. Pero ahora percibía algo más, una fuerza y un carácter mayores.
—No —se limitó a decir.
No sabía si había muerto en realidad, puesto que no aparecía en la lista de fallecidos tras el naufragio del København. ¿Dónde estaba, entonces? Pasó por el taller del Coleccionista de Cadáveres. No se atrevió a mirar al interior. ¿Y si en ese momento estuviera haciendo una talla de su hijo ahogado?
Había noches en que deambulaba inquieta por las habitaciones, lamentándose a gritos de su soledad y de la pérdida de la que se sentía tan culpable. En su habitación, Edith se cubría la cabeza con la almohada. También lloraba por el hermano al que creía ahogado. Pero temía a su madre cuando la oía entregarse al dolor de forma tan descontrolada.
Los que pasaban por delante de su casa no tomaban por loca a Klara. Sabemos dónde está la frontera entre el dolor y la locura, y que a veces no queda otra salida que gritar.
Entonces llegó una carta de Knud Erik con matasellos de Haití. A Klara le temblaban las manos. Pasó un buen rato antes de que se decidiese a abrirla. Creía que se trataba de una carta procedente del más allá, que era el propio diablo quien la había escrito para burlarse de ella por su presunción, por haber pensado que podía evitar que el mar se llevara a su hijo.
De la carta se deducía que Knud Erik no sabía nada del naufragio del København, y por eso tampoco tenía ni idea de lo que Klara había sufrido. Escribía sólo para pedir perdón. Había mentido al decirle que se había enrolado en el København. Llevaba muchos meses navegando en el Claudia. Terminaba con la frase habitual, que a Klara la enfurecía, porque sabía cuántas reticencias ocultaba: «Estoy bien».
La respuesta de ella fue inmediata. El remordimiento de las noches en blanco había desaparecido. Vendió el barco, segando así la hierba bajo los pies de su hijo. Cuando el Claudia arribó a St. Louis du Rhône, había vendido la embarcación de tres palos a Gustaf Erikson, de Mariehamn, en las islas Åland. El resto corrió pronto su misma suerte.
Casi había borrado todo vestigio de navegación en Marstal. Después decidió también matar a su hijo. En realidad, era su temor constante a perder a Knud Erik lo que pretendía matar.
Durante unos meses terribles lo había creído muerto, y se había culpado por ello. Y de pronto resultaba que no había sido más que una mentira. Knud Erik volvió a Marstal para pasar el examen de primer oficial en la Escuela Naval. Klara lo vio desde el mirador cuando fue a visitarla, y ordenó a la sirvienta que lo echara.
—Dile que está muerto —dijo.
—No pienso decirle eso —respondió la sirvienta.
—¡Hazlo! —gritó Klara, perdiendo el control.
La sirvienta fue a abrir. En lugar de quedarse en el vano de la puerta y comunicarle el mensaje de Klara, avanzó hasta el peldaño superior de la escalera de entrada y cerró la puerta tras de sí.
—No quiere verlo —dijo—. No sé qué le pasa. Será mejor que lo intente otro día que esté de mejor humor.
Desde el mirador, Klara observó a su hijo muerto cuando se volvió y echó a andar en dirección al muelle.
¿Era una buena persona o una mala persona? ¿Era una persona que deseaba hacer el bien pero producía sin querer el efecto contrario?
Ésas eran las preguntas que se formulaba Klara en sus noches en blanco, cuando creía que Knud Erik había muerto y se sentía culpable. La duda se apoderaba de ella, y la única manera de acallarla era mantener a Knud Erik totalmente alejado de su vida.
Había hecho construir un orfanato. En la escuela le decían que los niños estaban entre los mejores de la clase y siempre irradiaban confianza en sí mismos. Eso al menos estaba bien. Había regalado a la ciudad una biblioteca, y creado las condiciones financieras para el Museo Naval. Ni siquiera lo hizo en su nombre. Realizó donaciones para el Hogar del Báltico, la gran residencia de ancianos que había al sur, con vistas a los prados que se extendían junto a la playa y a las casetas de baño que había en la larga cola de la isla. Dio dinero para que compraran material para el hospital de la ciudad vecina, Ærøskøbing.
Kristina no era la única chica a la que había ayudado económicamente para que viajase a América. En ocasiones pensaba que debería enviar a todas las mujeres de la ciudad al otro lado del Atlántico, para que los hombres aprendiesen de una vez por todas. Estaba en contacto con los maestros de la escuela, y si una chica mostraba talento para los estudios, intervenía y pagaba su escolarización fuera de la isla. Ése era el futuro que había planeado para Edith. Quería dar autonomía a las mujeres, pero tendrían que poner algo de ellas mismas para crear un contrapeso a la tiranía del mar.
Las calles de Marstal se entrecruzaban, y las que daban al puerto y al mar habían sido siempre las principales. Después vino Kirkestræde con sus tiendas, de donde entraban y salían las mujeres. Era para ellas para quienes quería crear una ciudad nueva sobre las ruinas de la antigua. El orfanato, la residencia de ancianos, la biblioteca, el museo. Mujeres que viajaban fuera de la isla para volver a casa más fuertes y más preparadas; y eso era sólo el principio.
Se trataba de una conspiración secreta, y quien la encabezaba era Klara.
•
—Ahora tienes tu gran oportunidad —dijo Markussen, impasible como siempre—. Guerra en Asia, guerra civil en España, malas cosechas en Europa. Vienen buenos tiempos. Los fletes volverán a subir.
La escudriñó con aquella mirada que Klara nunca sabía interpretar del todo y que hacía que se sintiese confiada e insegura a la vez. Él la cuidaba. No le cabía la menor duda de ello. Ni uno solo de los consejos que le había dado a lo largo de los años había sido malo. Él la había educado, y ella había sido una alumna despierta, y siempre que tomaba una decisión acertada él le dirigía una mirada de reconocimiento que la hacía pensar que aún no había agotado sus posibilidades. Pero en el fondo de su mirada había también una curiosidad distante, y ella se daba cuenta de que si fallaba y se iba a pique apenas lo afectaría. Observaría su caída como si sólo fuese un capítulo más del manual interminable que era la vida para él. Tal vez, incluso, se sintiese enriquecido por los conocimientos que podría reportarle el estudio de su derrota.
Se trataba de un juego de equilibrios. Él era un padre para ella. Klara no había tenido padre y siempre lo había anhelado, pero como nunca había podido mostrar su anhelo a ninguna persona real, desconocía las limitaciones de un padre. Ahora estaba conociéndolas. Desde luego, Markussen era una roca a la que ella podía subirse, pero también un escollo contra el que corría el riesgo de terminar despedazada. Klara aprendió a mantener la distancia, y esa distancia se convirtió en la base de su relación. La distancia era esencial en la naturaleza de su benefactor.
Markussen había envejecido. El reuma lo tenía doblegado y hacía que se encogiese por momentos. Caminaba junto a Klara encorvado y ayudándose de un bastón, dando pasitos cuidadosos como si dudara de la solidez de la tierra a sus pies, y su desamparo despertaba en ella una solicitud maternal que hacía tiempo no sentía. Sin embargo, Klara sabía que debía dominar sus sentimientos. No porque Markussen se ofendiera si se le recordaba su creciente decrepitud, pues él mismo coqueteaba con ella, ya que era lo bastante poderoso para exhibir sus propias debilidades. Lo que contaba era el poder. Klara lo veía con claridad. Markussen estaba rodeado de personas que dependían de él, y su atención y amabilidad las interpretaba como un lógico interés personal. Querían llevarse bien con él, naturalmente. Porque les convenía.
Lo llevó de paseo por Marstal. Pero fue Markussen quien insistió en que caminasen. Su foto nunca aparecía en los periódicos, de modo que nadie lo reconoció. Estaba claro que Klara tenía un invitado distinguido, pero era todo cuanto sabían.
Pasaron por delante de los solares vacíos. Markussen miró las ortigas que crecían tras la cerca embreada, y Klara advirtió que el espectáculo lo hacía pensar. La miró de soslayo y sonrió. Allí podría haber crecido el dinero, en vez de las malas hierbas. Era la fuerza de voluntad de Klara lo que reconocía con aquella sonrisa.
—¿Qué piensan de ti? —preguntó.
—Deben de pensar que soy algo rara. Pero no creo que piensen mal de mí.
—Pues deberían.
Le dirigió una risa cómplice. Veía en Klara a la destructora, la vengadora, una furia justiciera que prefería trabajar en las sombras. Eso era lo que lo atraía. Era el pacto que habían sellado. Él ponía toda su experiencia al servicio de Klara y después la dejaba hacer lo contrario de lo que habría hecho él. Markussen era el constructor, mientras que ella se dedicaba a destruir.
Sin embargo, Markussen no comprendía qué quería ella.
Doblaron hacia el puerto. Amarrado a las estacas embreadas se hallaba el auténtico monumento al esfuerzo de Klara. Fue aquel espectáculo lo que hizo que Markussen repitiese una vez más que era su gran oportunidad.
Allí estaban, con sus enormes cascos pintados de negro y las esbeltas chimeneas, casi tan altas como los pequeños mástiles que llevaban, sólo para las perchas de carga. Dos terceras partes del tonelaje de la ciudad distribuidas entre los cinco vapores: Enigheden, Energi, Fremtiden, Maalet y Dynamik. El resto eran embarcaciones pequeñas, las tres o cuatro últimas goletas de Terranova y los barcos de vela reconvertidos mediante la instalación de un motor, que sólo hacían rutas locales. La esperanza de futuro embarrancada en un escollo. Y el escollo era Klara.
—Mis vapores se quedan donde están —dijo—. No dejaré que vuelvan a zarpar.
Markussen asintió en silencio. Klara Friis era una alumna lista. Ahora intentaba estrangular Marstal. La ciudad necesitaba sobreponerse a la larga crisis que había seguido al crac de 1929 y condenó a la pasividad a buena parte de la flota mercante.
Ella, por el contrario, trataba de que no ocurriese nada.
Los vapores amarrados representaban una época que gracias a Klara había pasado definitivamente.
La gente hablaba de ello. Klara lo sabía. Pero no había mentido al decir que no hablaban mal de ella. Veían los vapores amarrados en el puerto y pensaban que se trataba de una expresión típica de la falta de decisión y capacidad de las mujeres en lo referente a asuntos de hombres. La perdonaban y señalaban la inutilidad de su sexo como causa. Eran indulgentes, casi condescendientes con ella, también las mujeres. Klara Friis no cosechó ningún agradecimiento por lo que hacía por la ciudad, pero sentía en secreto el triunfo que suponía hacer lo más indicado. Se sentía como un rompeolas que protegía la tierra de la fuerza destructora del mar.
Pero cuando una noche estaban tomando la cena que acababa de servirles el ama de llaves, Markussen puso una objeción que por un instante hizo que Klara se sintiese insegura de sus planes.
—¿Y si…? —dijo sonriendo, como si sólo quisiera poner a prueba su inteligencia—. ¿Y si los hombres se hacen a la mar a pesar de todo? Ya no queda ninguna naviera de importancia con sede en Marstal, pero pueden enrolarse fácilmente con navieras de fuera de la isla. No les costará encontrar embarque. Los marstaleses tienen muy buena reputación. Han demostrado su destreza durante siglos.
Por un instante Klara pensó que sonaba como Frederik Isaksen.
—No lo harán —repuso con tono cáustico—. En la Escuela Naval cada vez hay menos alumnos de la ciudad.
—Felicidades —dijo él, levantando la copa—. Entonces, casi has alcanzado tu objetivo.
Klara no pudo evitar percibir el sarcasmo de su voz, pero aun así alzó la copa.
—No me entiendes —dijo.
—Tienes razón. No entiendo tu objetivo. Parece que hagas una cosa y al mismo tiempo justo la contrario. Biblioteca, orfanato, museo, residencia de ancianos… actúas como la benefactora de la ciudad, y a su vez le quitas a ésta la base de su existencia.
—El mar nunca ha sido verdaderamente una base de existencia.
—Yo he construido la mayor empresa del país. Soy armador.
Los dos callaron. Habían alcanzado el punto al que siempre llegaban.
—Tu hijo es marinero —dijo Markussen de pronto.
Klara bajó la mirada.
—Y su padre murió en el mar. No hace falta que me lo recuerdes. Pero ¿es que no comprendes lo que quiero?
—Sí —respondió él—. Quieres lo imposible. Quieres azotar al mar hasta que pida clemencia.
Fue la última vez que se vieron. Klara siempre lo supo. No tenían nada más que decirse. Ella había aprendido lo que debía aprender. Él había dicho lo que quería decir. Markussen erigió un monumento a Cheng Sumei, y pese a que éste sólo existía en la cabeza de Klara, él ya no estaba solo con su historia. Captar su sentido era algo que dejaba para ella. Era evidente que él no lo lograba.
Klara Friis se vio en el lugar de Cheng Sumei. Era, igual que ella, una estafadora que nunca jugaba limpio, y ambas tenían una excusa. La excusa de Cheng Sumei era el amor. Quería hacerse indispensable para un hombre que jamás había sentido que necesitase a alguna persona por sí misma, y entonces construyó un imperio en torno a él. Él no necesitaba su corazón, tampoco su regazo o sus labios. Eso sí, no podía prescindir de su talento para los negocios, de los cínicos métodos aprendidos en una ciudad sin ley. Y ése fue el regalo amoroso de Cheng Sumei.
También Klara tenía un regalo amoroso que hacer. No a un hombre, sino a toda una ciudad. Quería liberarla del mar. Quería devolver a la ciudad sus hijos, a las madres sus niños, a las mujeres sus maridos, a los niños sus padres.
Sí, lo sabía. La noche de la crecida no cesaba. Una y otra vez metía la mano en el agua en busca de Karla. Cada vez que vendía un barco o lo desarmaba, cada vez que Marstal era borrado como sede de un barco más, cada vez que el astillero recibía un pedido menos de uno de los armadores de la ciudad, cada vez que un joven encontraba trabajo en tierra firme, cada vez que se reducía el número de alumnos en la Escuela Naval de Marstal… era como si su mano asiera a Karla allá abajo, en las profundidades oscuras, y la sacara a la superficie.
Veía bajar el nivel de las aguas. Notaba su presión interna aliviarse un instante. Soñaba con un globo terráqueo donde las aguas se retirasen y la tierra surgiera para dar a las personas un hogar donde pudieran estar todos juntos: padre, madre e hijos unidos para siempre.
«Ahora tienes tu gran oportunidad», le dijo Markussen cuando se despidieron por última vez.
Se refería a las guerras de España y Asia. Para él, que miles de personas se mataran unas a otras era una excelente noticia. Así subía el mercado de fletes y los barcos tenían más trabajo que nunca.
Sin embargo, ése no era el caso de los vapores de Klara, no. Permanecían amarrados, con las calderas frías.
Ahora iba a negociar. Iba a aprovechar la oportunidad. Pero no quería enviar sus barcos a que participaran en la orgía de beneficios mientras los ahogados flotaban en su estela.
Volvió a casa, y en la oficina se informó sobre los precios de barcos. Era tal como había esperado. Cuando los fletes se ponían por las nubes, otro tanto hacía el precio de las embarcaciones. Había llegado la hora de vender. Había comprado los vapores a las viudas diez años antes, cuando el mercado de fletes estaba deprimido y todos sufrían pérdidas. Ahora podía vender y obtener una ganancia sustanciosa. Podía imaginar lo que dirían los hombres de los círculos comerciales de la ciudad.
—¡Maldita sea! —exclamaría uno de ellos.
Los demás mostrarían en silencio su aprobación. Serían reacios a admitirlo. No tendrían para Klara más que un juramento. Pero sería en honor a su talento. Habían pensado que su cerebro, como el de todas las mujeres, estaba averiado en lo referente a las ganancias, y que el hecho de que sus barcos estuvieran amarrados sólo era el reflejo de su falta de espíritu emprendedor. Ahora iban a ver que en realidad todo aquello no era más que fríos cálculos.
Otros tendrían otra impresión. Pensarían que desaparecía la fuente de sustento de la ciudad, y estarían más cerca de la verdad.
¿Era más lo que tomaba que lo que daba?
¿Qué iba a quedar de Marstal cuando vendiera sus vapores? Un par de puñados de goletas con motor auxiliar, muchas de ellas desarboladas y convertidas en galeazas reducidas al transporte local del Báltico, tal vez con algún desvío hacia el mar del Norte. El círculo se había cerrado.
La ciudad iba a terminar donde estaba antes de que todo empezara, hacía más de cien años.
El mar saldría perdiendo. Ya nadie iba a sacrificarse a su despiadado señorío.
¿Y quién saldría ganando?
Las mujeres.
¿O tal vez ocurriría lo que había insinuado Markussen? ¿Iban a enrolarse los hombres en navieras de fuera de la isla y tener domicilio fijo en el fin del mundo?
¿Aquello nunca acabaría?