El marino

El primer oficial a bordo del Activ no soportaba la debilidad, y cuando pegaba nunca lo hacía de manera mecánica. Pegaba donde más dolía, y con el puño cerrado. Sin embargo, Anker Pinnerup no era un hombre fuerte. Pronto cumpliría cincuenta años, de modo que se acercaba a la edad en que un marino regresa a tierra para quedarse. Estaba marcado por el reuma y la bebida; era como un matón sin músculos.

A Pinnerup lo llamaban el Viejo, un apodo que a bordo de un barco solía estar reservado al capitán, en honor a sus conocimientos y experiencia. En el caso de Pinnerup, no se empleaba en sentido amistoso, sino que apuntaba a las señales visibles de su incipiente decadencia. En medio de su barba gris sobresalía una afilada barbilla bien afeitada, como la proa erguida de un barco que se hunde en un mar de porquería y decadencia. La barbilla lisa era la única señal de su preocupación por la higiene personal. Bajo la gorra mugrienta había un par de mechas de pelo de color indefinible pegadas al grasiento cuero cabelludo. En la boca, medio escondida entre la barba, llevaba siempre una pipa de espuma de mar que, aun cuando estaba rota, se sostenía gracias a un par de astillas de madera sujetas con cordel. A sus espaldas, los marineros cuchicheaban que su chaqueta y sus pantalones parecían una colcha de retazos por la cantidad de remiendos que tenían.

En una ocasión en que Knud Erik iba a dejar la taza y el platillo en el balde de fregar tras servirle café por primera vez, Pinnerup le soltó un gancho a la mandíbula dando un rugido. La taza de café y el platillo eran objetos personales suyos. Nadie podía tocarlos. Y, como para mostrar lo cuidadoso que era con sus propiedades, escupió en la taza y empezó a limpiarla con su dedo pulgar mugriento. También empezó a jurar.

—Maldito puerco, mameluco, mocoso de mierda, mal rayo te parta.

Cuando le tocaba guardia de mañana, lo que ocurría cada dos días, y tenía que despertar a Knud Erik, se presentaba en el dormitorio de la tripulación con un zurriago en la mano. Se detenía un momento para reunir fuerzas, y a continuación azotaba al chico dormido. Apuntaba a la cabeza, pero la estrechez de la litera inferior hacía imposible acertar de lleno o pegar con fuerza. Knud Erik se despertaba con el primer zurriagazo y rodaba contra el mamparo. Después buscaba los pies de la litera, adonde el primer oficial no llegaba. No decía ni mu. Algo en su interior sabía que dar rienda suelta a su terror representaría una derrota que le costaría superar.

Después, el grumete empezó a presentarse siempre un par de minutos antes de que llegase el primer oficial. Se llamaba Olav, y Knud Erik lo conocía de la Banda de Albert. Olav lo zarandeaba por el hombro.

—Hora de levantarse —susurraba.

Entonces Knud Erik amontonaba la almohada y el edredón para que en la penumbra pareciera su cuerpo dormido. El primer oficial pegaba y pegaba como siempre. Cuando se dio cuenta del engaño, fue como si se derrumbara. Dejó caer el zurriago a un lado del cuerpo y permaneció en el vano de la puerta temblando como si tuviese fiebre alta.

—Por las barbas del diablo —dijo entre dientes—, un día te voy a zurrar con la barra del cabrestante.

Después subió veloz la escala que llevaba a cubierta.

En el turno de noche, el primer oficial siempre despertaba a Knud Erik si estaba al timón. Había que preparar café, o le ordenaba que saliera a la intemperie bajo un aguacero para acortar una vela. El mar bullía a sus pies. Pese a la oscuridad, divisaba la espuma allá abajo. En sus mejillas, las frías gotas de lluvia se mezclaban con las lágrimas. No eran lágrimas de impotencia o autocompasión, sino de furia y terquedad.

Al principio del primer viaje se echaba a llorar con la cabeza hundida en la almohada. Lloraba por su padre muerto y su madre distante, de cuya frialdad creía ser el culpable, lloraba por sí mismo y por su vaga sensación de no dar la talla, inseguro de la decisión que tomó de ser marino, que tan cara le estaba resultando. Pero no podía echarse atrás. Sería una derrota inadmisible.

El primer oficial usaba el sueño contra él. Podían pasar días y días sin que le dejara pegar ojo. Continuamente lo llamaba a gritos, incluso cuando era noche cerrada, y tenía que subir a las jarcias en calzoncillos. Sabía, por lo que le contaban los demás, que eso le pasaba por ser el pequeño. Los juanetes, a veinticinco metros de altura, eran el puesto de trabajo de los inexpertos. Los marineros no aparecían por allí. Te mandaban subir al palo mayor para arriar las velas laterales, dando bandazos en los marchapiés, con una mano agarrada a los guardamozos y la otra a la vela; daba igual que supieras hacerlo o no, que sufrieras de vértigo o que simplemente fueras un idiota desmañado y un peligro para ti mismo. Había que subir, y después confiar en poder bajar.

Jugar en las jarcias de las embarcaciones en el puerto de Marstal había sido una especie de escuela preparatoria, pero, maldita sea, ahora había mar gruesa y bramaba el viento. Todos consideraban natural que quien subía bajase vivo. Nadie parecía darse cuenta de que lo que caminaba por cubierta era un superviviente.

Había estado colgado allá arriba, viendo la estrecha cubierta desde una altura enorme, aterrorizado como nunca en su vida, con los músculos tan agarrotados que creía que las manos iban a soltarse por sí solas, sencillamente para liberarse de la tensión. Tenía tanto miedo que gritaba. Pero nadie lo oía; y era ese grito en el vacío lo que lo salvaba y devolvía la energía a sus miembros, lo que daba a sus manos y a su cabeza aturdida la serenidad y fuerza que lo ayudaban a bajar.

Para Knud Erik, el primer oficial personificaba la despiadada ley del barco. Y detrás del primer oficial venía el mar. Pinnerup era como éste, peligroso y feroz. Si no te encallecías, te hundías. Entonces dejó de preocuparse por las injusticias. Dejó de considerar ofensas los golpes y los insultos. En su lugar, se dejó embargar por una sensación que nunca había conocido. Odiaba al primer oficial. Odiaba el barco. Odiaba el mar. Era el odio lo que lo mantenía en pie cuando en la oscuridad de la noche hacía equilibrios sobre la cubierta inclinada con la cafetera en la mano y el líquido hirviendo escaldaba sus manos sin previo aviso. Era el odio lo que hacía que aguantara las ampollas del cuello y las muñecas, donde la lana mojada rozaba continuamente, y la piel expuesta respondía con grandes ampollas llenas de líquido. Era el odio lo que le permitía soportar sin quejarse que el primer oficial lo agarrara del cuello o le torciese la muñeca precisamente donde más le dolían las ampollas, a punto de reventar.

Creció y aprendió en el odio.

Era duro hacerse hombre. Pero lo conseguiría. Se volvió terco, tonto y duro. Su cabeza y su cuerpo entero se convirtieron en un mazo. Se dio cuenta de que, si quería entrar en la vida, tendría que echar abajo la puerta de entrada.

El patrón del Activ se llamaba Hans Boutrop y era de Søndergade. Era un tipo rechoncho y jovial, cuyo considerable talle no podía deberse al libro de cocina preferido de los barcos de Marstal, en cuya portada estaba escrita la palabra «ahorro» en mayúsculas. Enseñó a Knud Erik a hacer sopa. Según él, la receta recordaba a la de tocino, pero con la diferencia fundamental de que no había tocino en ella. Lo único que proporcionaba algo de sabor eran las abundantes cantidades de azúcar moreno y vinagre que añadía al agua hirviendo junto con un poco de galleta.

Los domingos, si estaban en puerto, había estofado de buey. El plato de los domingos tenía su propio puchero con una tapadera de madera que estaba negra de puro vieja. Con ese plato ocurría igual que con el resto de los platos de carne: el tiempo de cocción era, invariablemente, tres horas.

Raramente había postre. Cuando la había, era un flan que dejaban cuajar en tazas de café y después servían en un plato, donde quedaba temblando como una pequeña cúpula que encajaba justo en el hueco de una mano. Los marineros los llamaban «tetas de monja». A la fibrosa carne en conserva procedente de Argentina la llamaban «hilo de cable», a la cecina, «culo de indio», y el salchichón siempre fue «carretera de Roskilde».

Knud Erik se mareaba con frecuencia a causa del olor a comida y el aire cargado, así que tenía que abrir la puerta de la cocina y devolvía en la cubierta. Cuando había tormenta, ésta solía estar barrida por las olas, de manera que nadie reparaba en los restos de comida que acababa de vomitar. Cuando no estaba mareado comía con apetito, y se asombraba una y otra vez de que fuese él el cocinero.

El dormitorio de proa de la tripulación era tan pequeño que sólo cabían dos hombres vistiéndose a la vez. Bajo el suelo estaba el carbón para el horno de la cocina, y detrás de la escala el cajón de las patatas, que al empezar a pudrirse despedían un penetrante olor a mierda en fermentación. También de la caja de cadenas, donde se guardaba la cadena del ancla, llegaba un olor extraño, debido al fango seco y las algas viejas que habían quedado colgadas al levar el ancla y no habían logrado apartar a escobazos.

Pero el cajón del cordaje desprendía el agradable y penetrante olor del alquitrán de lignito.

La tripulación hacía sus necesidades en un barril de cerveza serrado por la mitad. El borde era una anilla de hierro sin desbastar que raspaba las nalgas. Cuando había tempestad y las olas barrían la cubierta, a veces Knud Erik caía al suelo arrastrando el barril. Cuando hacía buen tiempo, trepaba al bauprés y cagaba sobre la espuma que se formaba a proa. Era casi como hacerlo en la taza de porcelana de Prinsegade y después tirar de la cadena.

El agua dulce sólo era para beber, lo que significaba que nunca se lavaba. La cubierta estaba más limpia que él. Una vez por semana, en compañía del grumete, tenía que arrodillarse a fregarla con sosa de Marstal, es decir, un ladrillo con el que frotaban y frotaban sobre una capa de arena mojada.

El padre de Vilhjelm le dio como regalo de despedida dos parches de cuero con ligaduras.

—Es para las manos —le dijo con su habitual parquedad.

No le dio ninguna explicación más.

Sin embargo, cuando el Activ cargó en Egernsund un flete de ladrillos para Copenhague, Knud Erik cayó en la cuenta de cuál era el propósito del padre de Vilhjelm al hacerle aquel regalo. Fue Pinnerup quien se lo enseñó. Le ató los parches de cuero a las manos y le dio una bofetada para animarlo.

Aun así, a Knud Erik le pareció que había en él algo de solícito.

Los ladrillos se izaban a bordo desde el muelle. Había una cadena que llegaba hasta el primer oficial, que estaba en la bodega y los pasaba a los estibadores. Llegaban volando por el aire de unos brazos a otros, no de uno en uno, sino en paquetes de cuatro. Cada paquete pesaba unos diez o quince kilos, y casi derribaban a Knud Erik cuando aterrizaban en sus manos extendidas. Si no hubiera sido por los parches de cuero, se habría desollado la piel.

La solicitud del primer oficial no era desinteresada. De nada le servía un cocinero con las manos destrozadas.

Knud Erik se detuvo un rato, jadeando, antes de dar un par de pasos vacilantes hacia el estibador que lo seguía en la cadena.

—Oye, compañero —dijo el trabajador—, no rompas la cadena. Tus brazos no podrán soportarlo. Tienes que mantener los ladrillos en movimiento. Si no, se hacen demasiado pesados.

Enseñó a Knud Erik el giro que tenía que imprimir a su cuerpo antes de lanzar la carga al siguiente. Knud Erik mantuvo la cadena, pero cada vez que un paquete pasaba por sus manos era como si sus brazos se descoyuntaran. Siguió allí, con los miembros pesados como el plomo, boqueando en busca de aire, pero no se rindió. Invocaba su obstinación, ese ímpetu que no había sabido que poseyera, y que no procedía de sus débiles músculos de muchacho, sino de un lugar desconocido, como si fuese algo que llevaba muchos años guardado.

De vez en cuando el estibador lo miraba.

—Te las arreglas bien —dijo, pero sus palabras de ánimo se contradecían con lo que expresaba su mirada. Era un hombre mayor y sudaba profusamente, pero conocía la rutina. Pronto se olvidó de Knud Erik. Había un trabajo que terminar.

Desde la bodega se oía la voz áspera de Pinnerup cada vez que la entrega de paquetes se detenía.

—¿Otra vez ese maldito crío?

En Copenhague, la tripulación del Activ tuvo que ayudar también en la descarga. Estaban amarrados en el canal de Frederiksholm, con sus altos muelles de granito. Era un trabajo duro, y el primer oficial se mantuvo a distancia. Estaba sentado en la escotilla, mirando a Knud Erik, que perdía el ritmo una y otra vez. Allí no sólo había que mantener la cadena de pesados paquetes de ladrillos. También había que lanzarlos hacia arriba, y tenía que agacharse mucho para tomar impulso.

—Condenado holgazán sin sangre, marinero de agua dulce —dijo Pinnerup, sacando de la boca la maltrecha pipa de espuma de mar para escupir en la cubierta.

Knud Erik apenas lo oía. Estaba acostumbrado al trato.

Uno de los estibadores dejó el paquete. Después se dirigió al primer oficial.

—Esto no vamos a tolerarlo —dijo, señalando con el dedo a Knud Erik—. Es demasiado pesado para un chico como él. Sustitúyelo para que descanse un poco.

Pinnerup rió y tiró de la gorra hacia abajo.

—¿Aquí mandas tú o qué?

—No —dijo el estibador—, pero aquí descargo yo. ¿O prefieres hacerlo todo tú? —Se volvió hacia sus compañeros de trabajo y añadió—: Aquí hay uno que cree que no nos necesita.

Saltaron al muelle y se sentaron en el borde. Uno de ellos sacó un cigarrillo y lo encendió, para después irlo pasando a los demás. No miraban a Pinnerup, y empezaron a hablar entre ellos, mientras balanceaban las piernas con despreocupación.

Knud Erik estaba desconcertado. Acababa de ocurrir algo que no entendía. Inesperadamente, los estibadores se habían puesto de su parte. No trabajaban en el barco. No conocían su jerarquía ni las luchas invisibles a vida o muerte. Al parecer, seguían su propia ley y tenían su propia dinámica.

—¿Cuándo termina el descanso? —preguntó Pinnerup, sarcástico.

—En cuanto saques las manos de los bolsillos —respondió uno de los estibadores.

Los demás rieron en señal de aprobación.

Pinnerup se desinfló. Allí no era nada.

De pronto Knud Erik cayó en la cuenta. Un ridículo hombre mugriento vestido poco menos que con harapos, con una pipa rota en la boca y la barbilla perfectamente rasurada sobresaliendo de una barba parecida a la pelambre de un orangután canoso… Había aprendido a resistir a Pinnerup, pero aun así el primer oficial llenaba su campo visual, igual que una fuerza de la naturaleza o una tempestad. Ahora lo veía con la misma perspectiva que la del tope del mástil: un hombrecillo, una hormiga en la cubierta de un barco. Lo vio con los ojos de los estibadores.

Trepó al muelle y tomó asiento junto a los demás. Se puso a balancear las piernas como ellos.

Fue la señal para Pinnerup. Se levantó y se dirigió a Knud Erik. Los estibadores se enderezaron, atentos. Uno de ellos arrojó la colilla de un capirotazo. Aterrizó a los pies de Pinnerup. Después el estibador saltó a cubierta y se paró frente a él.

El rostro de Pinnerup se puso tenso.

—Venga, ¿a qué esperáis? —dijo, recogiendo de la cubierta un paquete de ladrillos.

Los estibadores se miraron entre ellos, guiñando un ojo. Uno le dio una palmada en el hombro a Knud Erik y le ofreció un cigarrillo. Después volvieron a sus puestos y reemprendieron la tarea.

Knud Erik se quedó sentado en el borde del muelle. Era el primer cigarrillo de su vida. Inhaló el humo sin toser. Se miró la mano que lo sostenía. Había una herida larga y dolorosa en cada dedo. Las llamaban «fístulas de marino». El agua de mar y los rígidos cordajes hacían que la piel más blanda que hay entre los dedos se agrietara.

—Mea encima —le dijo Boutrup una vez—. Limpia la herida. Después pon encima un pedazo de lana. Ayuda a cerrar las grietas.

Knud Erik, a quien el sol le daba de lleno en la cara, se sintió poseído por un súbito bienestar.

Cuando se desenroló del Activ su madre se interesó por su pluma estilográfica. Se la había regalado por su confirmación, para que escribiese a casa.

—Parece que no te ha servido de mucho —dijo Klara.

También le habían regalado una almohada, un juego de edredones con sus fundas, así como ochenta y cinco coronas. Las botas con suela de madera valían cuarenta y cinco, aunque duraban toda la vida, como le dijo el zapatero. El impermeable lo compró en la tienda de Lohse, en Havnegade, donde asimismo adquirió una navaja con mango de hueso. Un colchón de algas secas valía dos coronas, y compró también un cofre de marino de color verde y tapa lisa. La ropa de faena consistía en un jersey y pantalones de molesquín. Así fue como se equipó, gastando hasta el último céntimo de las ochenta y cinco coronas.

Durante los quince meses que estuvo fuera escribió a su madre en dos ocasiones. En ambas cartas ponía lo mismo: «Querida madre: estoy bien».

No pudo escribirle acerca de la vez que estuvo dudando si había hecho la elección correcta al embarcarse. Habría sido como darle la razón cuando decía que la vida del marino era ruda y miserable. Tampoco pudo escribirle acerca de cuando venció sus dudas, porque eso significaba que su decisión había resultado la acertada. Quería ser marino.

Se escondía en sus cartas. Entre el «querida» del principio y el saludo cariñoso del final no había más que mutismo.

Klara comprendió que había crecido. Pero comprendió más que eso. Con cada centímetro que crecía se apartaba de ella. Su terquedad y desobediencia se habían acentuado. Los rasgos de su padre se hacían cada vez más evidentes en su rostro. Tenía el mismo cabello rubio rizado y la misma barbilla recia, pero sus ojos pardos eran los de su madre, y cuando ésta lo observaba en algún momento de descuido, le parecía que algo de él seguía perteneciéndole. Si había en Knud Erik un mínimo de sensatez, más tarde o más temprano se cansaría de la vida de marino.

Era inútil decir nada o tratar de presionarlo. En su lugar, durante los meses que pasó en casa esperando su siguiente embarque le sirvió sus platos favoritos. Surgió entre ellos un afecto repentino, y Klara advirtió que su hijo lo interpretaba mal. Knud Erik creyó que su madre al final había aceptado su decisión. Le enseñó las cicatrices de fístulas y ampollas y le habló del repugnante Pinnerup. Estaba exhibiendo su recientemente adquirida condición de marinero experimentado.

—¡Entonces has aprendido la lección! —exclamó Klara, indignada al ver lo que había hecho el mar con su hijo. Las palabras se le escaparon antes de que tuviese tiempo de pensarlas. Percibió la desesperación en su voz.

Knud Erik la miró y no dijo nada. Se refugió en la reserva. Ella lo leyó en su mirada: no entiendes nada.

No, no entendía nada. Se percató de su impotencia. El afecto que había surgido brevemente entre ellos desapareció. Volvieron a alejarse, y las comidas que hacían en común transcurrían en silencio.

Su precioso hijo, que tenía los mismos ojos pardos que ella, pero nada más.

Aquel otoño Klara compró a las viudas los vapores Enigheden, Energi, Fremtiden, Maalet y Dynamik.

La operación nos pilló desprevenidos. Actuó de forma enérgica y decidida, pero nunca creímos que tuviera el capital necesario. Aunque no sabíamos exactamente de cuánto se trataba, debían de ser varios millones. Durante mucho tiempo no hablamos de otra cosa. Klara adquirió un carácter enigmático del que antes carecía. Supimos que se traía algo entre manos. Pero no sabíamos el qué.

Las viudas nunca encontraron un sustituto de Isaksen. Hubo varias peticiones para el puesto de director de la empresa, pero ninguno de ellos era adecuado, y los patrones de la naviera negaban con la cabeza. El rumor sobre la causa de la dimisión de Isaksen se había extendido por todas partes. Los hipotéticos aspirantes capacitados no enviaban solicitudes, y la naviera estaba prácticamente inactiva.

Pero un día aparecería tal vez un hombre que tuviera la energía necesaria para enfrentarse a las viudas y enderezar el rumbo vacilante. Entonces la ciudad volvería a prosperar. Klara no quería correr ese riesgo.

—No tienes por qué molestarte, querida —dijo Ellen cuando Klara, tras largas consultas a Markussen, presentó su oferta. Era como si creyera que, sencillamente, quería corresponder por los dulces que tantas veces le habían servido junto con el café.

—No faltaba más —dijo Klara, haciendo que sonara como si la enorme suma de la compra fuera una manifestación de amabilidad.

Se daba cuenta de lo disparatadas que sonaban las palabras de las viudas. Es posible que también ellas se dieran cuenta. El caso es que Ellen se puso extrañamente pálida. A Emma y Johanne les aparecieron manchas rojas en las mejillas. Se miraban de soslayo, y Klara comprendió que su sí sería consecuencia de la habitual indecisión.

No se aprovechó de ellas. No les pagó ni demasiado ni demasiado poco por los barcos, habida cuenta de la adversa situación del mercado mundial. No buscaba el beneficio.

Fueron las fístulas las que le hicieron comprar aquellos vapores. Al ver las cicatrices que las fístulas y ampollas habían dejado en los pobres dedos, en las muñecas y en el cuello de Knud Erik, se indignó. Acudieron a su mente los esclavos africanos que eran arrastrados encadenados a través del enorme continente antes de ser conducidos a los barcos, y después vendidos. Debían de tener cicatrices parecidas allí donde el hierro sin desbastar roía la piel desnuda, expuesta. Porque era lo que quería ella. Quería liberar a los esclavos. Iba a liberar a Knud Erik de las cadenas impuestas por una virilidad demencial y mal entendida. Apenas habían regresado a casa los marinos, destrozados por su eterna pelea con el mar, cuando volvían a embarcarse y pedían más, como si no tuvieran suficiente con los azotes que caían sobre ellos de todas partes, la tempestad, las olas, el frío, la mala alimentación, la pésima higiene, el tono rudo, la violencia que siempre se descargaba sobre los débiles. Eso tenía que acabar.

Un par de días más tarde, Knud Erik le comunicó que se había enrolado en un barco.

Ya se encargaría él de preparar el petate y el cofre.

El Kristina era una goleta con juanete de ciento cincuenta toneladas. El capitán, Teodor Bager, era un hombre flaco de rostro angustiado y hundido, en el que los elementos no lograban hacer mella. Fuera verano o invierno, se hallara en el hemisferio norte o en el sur, siempre estaba igual de pálido. Se decía de él que estaba enfermo del corazón y debería quedarse en tierra, pero que era demasiado ahorrador para tomar la decisión.

Bager tenía una gran pasión en la vida: una hija de dieciocho años, Kristina, cuyo nombre puso al barco.

La tripulación constaba de cinco hombres.

Knud Erik tenía quince años y se consideraba marinero de primera porque había ascendido de la cocina a cubierta, de grumete. Hacía tiempo que conocía los rumbos. Dominaba también el ayuste de gaza y el empalme corto, y sabía asimismo coser un aparejo. Sabía caminar por los estays, girar de banda y navegar de bolina.

Ocupaba su lugar en la cocina un chico delgado que, lívido, mantenía el fuego mientras luchaba contra el mareo. Tenía catorce años, los mismos que había tenido Knud Erik hacía ya una eternidad. Era Helmer, el que tenía miedo al agua, que en una ocasión se agarró al estay de trinquete e hizo volcar la barca de su abuelo. El primer oficial del Kristina era un hombre mayor, Hermod Dreymann, también de Marstal.

Los dos marineros, Rikard y Algot, eran de Copenhague y estaban acostumbrados a largas travesías. Procedían de familias que no tenían tradición marinera, y Knud Erik lo veía por el equipo que llevaban. Carecían de arcón de marino y ropa de cama. Aparte de la indispensable bolsa de velero con su cuerno de vaca lleno de sebo y agujas de coser velas, pasador, punzón y guantes de velero, no poseían más que un petate con una manta y una caja de puros con los útiles para el afeitado. Su ropa de calle parecía ropa de faena: un par de pantalones azules con peto y un jersey de lana del mismo color.

Rikard tenía tatuada en el brazo derecho una sirena desnuda que sostenía en la mano la bandera danesa. Ambos fumaban sus cigarrillos insertados en una pipa con base plana, de manera que podían dejarlas sobre la mesa cuando no había un cenicero cerca.

Reinaba en el Kristina un ambiente jovial, diferente del que solía haber en el Activ, pero el viejo acosador de Knud Erik seguía acompañándolo. Cada vez que tenía que combatir el cansancio por la noche, solo al timón, mientras enormes olas colmadas de hielo se alzaban sobre el barco, pensaba en Pinnerup. Oía sus juramentos en el viento ululante. Veía su rostro en las blancas crestas espumosas de las olas. Notaba sus manos despiadadas apretándole las ampollas cuando el cansancio trataba de estrangularlo, y lo envolvía una sensación de triunfo al saber que lo había derrotado. Aún podía odiar el mar con obstinación infantil, pero ya no lo temía.

Había visto cómo bajaban los humos al primer oficial. Había estado sentado en el canal de Frederiksholm, dejando colgar las piernas con estudiada despreocupación, sin saber exactamente qué era lo que había aprendido cuando vio al primer oficial ceder en su encontronazo con los estibadores. Ahora caía en la cuenta. Había cosas que sólo podían aprenderse a las malas, pero no era necesario humillar a alguien simplemente por ser novato y carecer de experiencia. El experimentado podía también echar una mano al inexperto. Por eso ayudaba a Helmer en la cocina cuando estaba a punto de rendirse a causa del cansancio y el mareo.

—Mira —le dijo en una ocasión—, te sale el pan demasiado crudo, y la gente se queja continuamente. El problema está en la fermentación. Y es que la levadura normal no funciona. —Cogió un par de patatas grandes y le pidió a Helmer que las pelara y después las cortara en trozos pequeños—. Tráeme una botella —pidió, continuando su lección.

Había que meter los trozos de patata en la botella hasta tres cuartos de la altura, y llenar el resto con agua. Tapó la botella con un corcho y lo ató bien prieto con cordel.

—Ahora hay que dejarla en un sitio templado, y dentro de un par de días tendrás levadura. Después hay que filtrar el contenido y mezclarlo con la masa. Pero cuidado: la botella no tiene que pasar demasiado tiempo cerrada, porque corres el riesgo de que el corcho rompa el cordel y salte dando un estampido.

Helmer lo miraba como si acabara de explicarle un truco de magia.

En eso consistía ser un adulto, pensó Knud Erik. En que te mirasen así.

El Kristina hacía la ruta de Terranova. No era lo que había soñado Knud Erik, pero no había otra cosa, y además el viaje por el gélido Atlántico Norte constituía otra prueba de hombría. Zarparon de Oskarshamn, en Suecia, hacia Ørebakke, en Islandia, con un cargamento de madera. Había veintidós días de viaje hasta Islandia. En el camino volvió a marearse, lo que abrió grietas en su certeza de ser un marinero de primera. Pasaron catorce días descargando.

Después el Kristina zarpó hacia Little Bay, en Terranova, con una carga de arena negra de mar. Corría el mes de noviembre. Tras una semana de navegación entraron en un denso banco de niebla. Al mediodía despejaba y se quedaba como un muro en el horizonte mientras el sol brillaba nítido en el resto de la bóveda celeste. A continuación volvía la niebla y las velas adquirían un tono gris oscuro a causa de la humedad, y caían pesadas gotas sobre la cubierta. Ora veían el cielo, ora no veían ni el penol del botalón del contrafoque.

Cuando al tercer día de niebla Knud Erik acababa de tomar el relevo al timón, volvió a despejar. A un lado vio altas montañas cubiertas de hielo. Para su sorpresa, éste no era blanco, sino azul, lila y de un verdemar casi transparente. Una de ellas se alzaba como un gigantesco cuadrado en vertical con aristas en ángulo recto y cumbre lisa. La montaña parecía modelada por manos humanas. Le pareció tan antinatural que sintió desasosiego. Nunca había visto otra cosa que las costas escandinavas, bajas y aplanadas por la erosión, tan distintas de aquel mundo salvaje y caótico de hielo y nieve.

—¡Groenlandia a sotavento! ¡Tenemos Groenlandia a sotavento! —gritó, y percibió el espanto en su voz.

El patrón y el primer oficial subieron corriendo del camarote. Bager miró fijamente el enorme y arrollador paisaje de montañas.

—No es Groenlandia —dijo—. Es un iceberg.

Señaló el horizonte en derredor. También a barlovento aparecieron icebergs, en una formación tan diseminada que cualquier ilusión de costa continuada se truncó. Después volvió la niebla, y quedaron nuevamente aislados en la cubierta del barco.

El patrón miraba al frente, preocupado. Su semblante hundido parecía más pálido que de costumbre.

—Estamos en las manos de Dios —dijo.

El banco de niebla los acompañó durante catorce días. Soplaba poco viento, y las velas mojadas colgaban casi siempre flojas. Las grandes ondulaciones del Atlántico, sin apenas crestas, pasaban lentamente bajo el frágil casco del Kristina. El agua brillaba como el aceite, como si en medio del frío húmedo se espesara y convirtiera en hielo. El silencio en torno a ellos era absoluto, y Knud Erik pensó al principio que la niebla amortiguaba todos los sonidos, igual que impedía la visión. Después se dio cuenta de que se trataba de la tripulación, que andaba cuchicheando en la niebla. Era como si los icebergs invisibles que rodeaban el Kristina fuesen espíritus malignos ante los que se intentaba pasar inadvertidos. El silencio los enervaba, pero no se atrevían a romperlo. Knud Erik se preguntó si Nuestro Señor podría verlos en medio de aquella niebla densa y protegerlos, como esperaba el patrón.

Cuando por fin la niebla se disipó y vieron mar sin hielo alrededor, echaron a gritar. Podrían haber gritado tres hurras, pero no lo hicieron. Fue un gritar por gritar, sencillamente querían oír el sonido de sus voces. Habían estado encerrados en el silencio, aislados unos de otros, y ahora volvían a estar juntos. Ningún iceberg acechaba ya. Ahora podían gritar.

Un día más tarde avistaron la costa de Terranova. Habían pasado veinticuatro días desde que zarparon de Islandia.

Cuando arribaron a Little Bay, Knud Erik llevó al patrón a tierra. Tenía que hablar con consignatarios y con las autoridades portuarias, y le dijo al muchacho que esperase. Cuando volvió, su rostro tenía una expresión extraña. Knud Erik preparó los remos y puso rumbo hacia el Kristina.

—Pues sí, Knud Erik —le dijo Bager con un tono de confianza al que no estaba acostumbrado; el patrón solamente se dirigía a él para darle órdenes—. El Ane Marie no ha llegado.

El Ane Marie era una goleta de Marstal que había zarpado de Islandia ocho días antes que el Kristina. El patrón suspiró y miró al mar.

—O sea, que seguramente ha desaparecido. Debe de haber chocado con algún iceberg. —Siguió mirando al mar y no dijo nada más el resto del trayecto.

Vilhjelm: fue el primero en quien pensó Knud Erik al oír las palabras del patrón. Vilhjelm estaba a bordo del Ane Marie. Se miró las manos, que apretaron los remos a tal punto que los nudillos se pusieron blancos. Dio una palada tremenda, como para sacudirse el agarrotamiento, y estuvo a punto de caer de la bancada.

—Rema con más cuidado —le advirtió Bager.

Su voz sonó ausente, casi dulce.

Por la noche, Knud Erik estaba tumbado en su litera, llorando la muerte de Vilhjelm. ¿Habría subido a la superficie por segunda vez? ¿O se habría hundido hasta el fondo, arrastrado por las botas de madera y el pesado impermeable? ¿Qué habría sido lo último que vio? ¿Burbujas en el agua? ¿O el rígido caos de los icebergs? Recordó el iceberg cuadrado de aspecto antinatural que había visto el primer día de navegación entre hielos, y el desasosiego que le provocó. ¿Sería el mismo iceberg con el que había chocado el Ane Marie? ¿Qué había pensado Vilhjelm? ¿Gritaría pidiendo auxilio? Pero ¿cómo iba a pedir auxilio? Nadie podía ayudarlos en medio del Atlántico Norte.

Pensó en los preparativos para la confirmación, en el final de su infancia, cuando se sentaban todos los domingos en la iglesia bajo los modelos de barco colgados del techo con recios cables, que simbolizaban la salvación cristiana. Solía mirar el retablo, donde Jesús, con un movimiento de la mano, aplacaba la tormenta en el lago de Genesaret. Se unía al canto de antiguos salmos que habían sido escritos pensando en los marinos, y que por eso tenían que aprender de memoria los aspirantes.

Acompáñanos, ten piedad y líbranos de todo mal;
ordena que viento y elementos nos sean propicios,
¡haz que la travesía llegue a buen puerto!

Así solían cantar. ¿Cantaría Vilhjelm los últimos minutos antes de que el barco se hundiera? ¿O le habría pasado igual que le ocurría muchas veces a Knud Erik delante del retablo con su cuadro de Jesús en el lago de Genesaret: que lo asaltaba la duda?

¿Dónde había estado Nuestro Señor cuando el Hydra desapareció sin dejar rastro con su padre a bordo? ¿Quizá Nuestro Señor era como el padre de Vilhjelm? ¿Quizá estaba de espaldas y no oía nada cuando verdaderamente importaba?

Porque quién volvía a casa era cuestión de azar. No veía ninguna lógica en ello, y pensó que Vilhjelm seguramente había sentido eso cuando se hundió por última vez: como si Nuestro Señor estuviera sordo y no lo hubiese oído.

Había que limpiar la bodega para dejarla preparada para el bacalao salado. Se pasaron cinco días fregando y baldeando. Después cubrieron el suelo con una capa gruesa de ramas de pino. Encima pusieron corteza de abedul. Los lados de la bodega, llamados forros, también los revistieron de corteza, que sujetaban con clavos. Había un olor fresco y penetrante, un aroma inesperado a monte y bosque. Era como una cabaña construida en el fondo del barco. El bacalao era un huésped distinguido, y su alojamiento estaba preparado, a la espera.

Todas las mañanas ocurría un suceso que rompía por un instante la monótona rutina de la carga. Un bote pasaba muy cerca del Kristina al atravesar el puerto. Iba a los remos una joven de cabello negro y corto que dejaba su cuello al descubierto. Estaba bronceada, tenía labios carnosos, ojos rasgados y pobladas cejas. Remaba igual que un hombre, con paladas largas y tenaces, y avanzaba con rapidez. Siempre echaba un vistazo al Kristina. La tripulación se apiñaba a lo largo de la borda para observarla. Ella los miraba como si buscase una determinada cara conocida.

Un par de días más tarde, Knud Erik se convenció de que lo miraba a él. Sus miradas se cruzaron, y él se ruborizó y tuvo que bajar la vista.

Rikard y Algot hablaron de ella más tarde. Vestía un jersey holgado y pantalones de molesquín, de manera que era difícil decir gran cosa sobre su cuerpo. Desde luego, era delgada, eso saltaba a la vista, y aquello no hacía sino disparar sus conjeturas.

En cuanto a sus ojos oscuros y aspecto oriental, estaban seguros de que era una descendiente de la escala del chumino.

—Es la escala por la que trepan las putas de Bangkok cuando abordan los barcos —explicó Rikard.

Knud Erik no dijo nada. Cavilaba sobre la mirada que había cruzado con la chica, y se ruborizaba cada vez que revivía en sus pensamientos la mirada de ella posándose en él.

Pero sobre todo pensaba en Vilhjelm. Por la noche no podía dormir, y de día su recuerdo le rondaba constantemente la cabeza.

Al día siguiente, Dreymann saludó a la chica con la mano. Ella le devolvió el saludo, y la situación se distendió. Siempre iba al mismo sitio, hasta detrás de unas rocas, donde desaparecía. Un par de horas después volvía a aparecer, pero entonces no se acercaba al barco ni miraba hacia él. Solía mirar al frente y remaba con fuerza.

También la cuestión de adónde iba y qué hacía era motivo de discusiones. Rikard dio una chupada a la pipa y dijo que tendría un amante al que visitaba. Dreymann lo descartó, era un disparate.

—Mírala, hombre —dijo—, no tendrá más de dieciséis o diecisiete años.

Rikard respondió que en Terranova empezaban temprano, y sonó como si quisiera que le preguntaran cómo sabía tanto sobre las chicas de Terranova.

Dreymann opinaba que la chica iba a clases de piano.

—¿En las rocas? —preguntó Rikard con tono burlón.

Al menos sabían quién era. Era la hija de mister Smith, un hombre alto y fornido que siempre andaba con pantalones bombachos de golf y medias de tela escocesa. Vivían en una enorme villa de madera pintada de verde situada en una pequeña colina más allá de la ciudad. Mister Smith era el exportador del bacalao salado, lo que los llevaba a pensar que debía de ser el hombre más poderoso de Little Bay.

De tanto en cuanto subía a bordo, pero nunca hablaba con nadie, aparte de Bager. A veces echaba una mirada a Knud Erik, pero no decía nada.

Un día, después de una de sus visitas al camarote del capitán, mister Smith abandonó el Kristina, como acostumbraba, sin dirigir palabra a la tripulación. Bager subió a cubierta justo después y se dirigió a Knud Erik. Tenía las manos cruzadas en la espalda. Después se inclinó hacia delante y habló en voz baja, como si temiera que alguien pudiera oírlo.

—A miss Smith le gustaría que la visitaras. Mañana a las cuatro. Tendrás permiso para bajar a tierra.

Knud Erik no dijo nada.

Bager se inclinó aún más hacia delante.

—¿Has entendido lo que te he dicho? Vendrá a buscarte una persona de la oficina de mister Smith.

Knud Erik asintió en silencio.

—Bien —dijo el patrón, y se alejó. De pronto se detuvo, como si hubiera olvidado comunicar un mensaje—. Cuidado con esa chica.

Dirigió a Knud Erik una mirada de advertencia. Después giró sobre sus talones y se alejó con paso vivo, como si hubiera pasado un trámite embarazoso.

Los demás no se percataron de lo ocurrido, de modo que nadie hizo ningún comentario. Knud Erik se había quedado completamente sin ideas. Las chicas no le daban miedo. Había cuidado muchas veces de su hermana pequeña. Pero hasta que Anton puso sus ojos en Marie no se había dado cuenta de que una chica podía ser algo más que una amiga. No comprendía qué quería la chica, y temía que el interés de ella pudiera en cierto modo etiquetarlo de «blando». Eso lo separaría de los demás, y si había algo que no deseaba era hacer rancho aparte.

Al día siguiente fueron a buscar a Knud Erik algo antes de las cuatro. Rikard y Algot lo miraron boquiabiertos y lo interpelaron a gritos. Su acompañante hizo caso omiso de él durante el trayecto hasta la villa pintada de verde, como si el asunto le pareciera embarazoso y quisiera implicarse lo menos posible. Cuando llegaron al edificio, dejó a Knud Erik sin decir palabra.

Knud Erik subió a la terraza y llamó con cautela a la puerta. Una señora mayor con un anticuado vestido de lana largo abrió y lo condujo a través de una amplia antesala hasta una sala contigua. Todavía no habían cruzado palabra. La mujer cerró la puerta y salió, dejando a Knud Erik solo. En una mesita con mantel estaba puesta la mesa para el té. Junto a las tazas y una tetera de plata había una fuente de porcelana con pastelillos. Permaneció junto a la puerta, dudando si sentarse o no en una de las sillas tapizadas. Como seguía sin aparecer nadie, se puso a caminar. Cogió distraídamente un dulce de la fuente.

En ese momento se abrió la puerta tras él. Se volvió, aturdido, y escondió la mano que sujetaba el pastelillo detrás de la espalda. Era la chica del bote.

Ya no iba vestida con jersey y pantalones de hombre, sino que llevaba un vestido, cosa que de inmediato lo inquietó. También lo desazonó su rostro, cuyos rasgos le parecieron mucho más marcados que antes. Hasta entonces sólo la había visto a distancia. Ahora la veía de cerca por primera vez, pero no era solamente su cercanía la que explicaba la transformación de su rostro. El contorno de sus ojos era más oscuro, y su boca grande ardía de carmín, lo que hacía que pareciera todavía mayor.

Knud Erik bajó la mirada, como si la impresión fuera demasiado violenta.

Ella se le acercó y entonces se dio cuenta de que era más alta que él. Claro, también era mayor.

La chica extendió una mano.

—Miss Sophie —dijo.

—Knud Erik Friis —dijo él, dudando si tenía que haber dicho señor antes de su nombre, o si la denominación estaba reservada a hombres como su padre, el poderoso mister Smith.

Sit down, please —dijo la chica, haciendo un gesto de invitación con la mano.

Knud Erik se sentó. Seguía escondiendo la mano con el pastelillo detrás de la espalda. Era embarazoso estar con una mano detrás de la espalda, de modo que soltó el dulce antes de sentarse. Justo después notó que crujía bajo su peso. Se sintió tan avergonzado que no podía concentrarse en miss Sophie, que seguía hablándole. Para empezar, no entendía palabra. Aquello era absurdo. Estaba sentado sobre un pastelillo, tomando té con una chica que era más alta que él y cuyo rostro tenía unos colores extrañamente acentuados, mientras surgían de su boca palabras incomprensibles y esperaba que él le respondiera.

Knud Erik miraba fijamente el té color ámbar, que no le gustaba, y de vez en cuando asentía en silencio con fingida seriedad. Le parecía que ésa debía ser su contribución a la charla. No sabía qué otra cosa hacer.

De pronto, la chica rió a carcajadas.

—Asientes con la cabeza, sin más. Pero no entiendes nada de lo que te digo.

Knud Erik la miró, sorprendido.

—Sí, hablo danés.

Seguía riendo con su gran boca.

—Mi madre era danesa. Pero hace mucho que murió.

Dijo la última frase con tono frívolo, como si no atribuyera gran importancia a la pérdida de su madre. Se inclinó hacia él.

—¿Eres tímido?

—Claro que no.

Ella había puesto el dedo en la llaga, y no se dio cuenta de que su aire bravucón hizo desaparecer su timidez. Estaba furioso. La chica había hecho que se sintiera como un niño pequeño. En el barco se sentía un hombre, y quería que su recién adquirida categoría le fuera reconocida también allí. Además, entendía el danés. Volvió a sentirse en terreno seguro. Sencillamente, tenía que tratar a miss Sophie igual que a Marie.

—Debes de saber que hablamos de ti en el Kristina —dijo—. Los demás no comprenden qué haces. Algunos creen que vas a clases de piano. Pero hay uno que dice que tienes un amante a quien visitas todos los días en las rocas.

Miss Sophie lo miró, burlona.

—Un amante. Pues sí, puede que lo tenga. Y tú ¿qué dices?

Knud Erik no dijo nada.

—No —dijo miss Sophie—, no tengo ningún amante en las rocas. Tengo un lugar de ensueño. ¿Sabes qué es un lugar de ensueño?

Knud Erik negó con la cabeza.

—Es un lugar donde sueñas. Hay una estrecha playa de arena algo más allá del puerto. Suelo quedarme allí, mirando el mar. Y me pongo a soñar. Con los vapores de pasajeros, con aviones y zepelines, con grandes ciudades, con calles llenas de coches y escaparates de tiendas a lo largo de las aceras, con salas de cine y restaurantes.

La enumeración la dejó sin aliento, como si fuera un anhelo largamente acumulado que al final se liberase.

—¿Tú no tienes sueños?

—Sí —respondió Knud Erik—, yo sueño con doblar el cabo de Hornos.

—¿El cabo de Hornos? —Miss Sophie rió, sorprendida—. Claro, eres marino. Pero ¿por qué precisamente el cabo de Hornos? Allí hace frío, siempre hay tormenta y los barcos se van a pique.

—Es posible —dijo Knud Erik—, pero no eres un marino de verdad hasta que has doblado el cabo de Hornos.

—¿Quién lo dice?

—Todo el mundo lo sabe.

—¿Tienes miedo de ahogarte? —preguntó miss Sophie.

Knud Erik vaciló un instante. Aquella chica desconocida de cara a la vez extraña y bonita ¿iba a hacer que lo contara todo?

—Sí —dijo con franqueza—, tengo mucho miedo de ahogarme.

—¿Alguna vez has estado a punto?

Miss Sophie le dirigió una mirada intensa desde el interior de los pozos de mina que rodeaban sus ojos.

—Sí, una vez.

—¿Cómo ocurrió?

Knud Erik no tenía ganas de responder.

—Mi mejor amigo acaba de ahogarse —prefirió decir—. Se ha hundido con el Ane Marie, que venía rumbo a aquí.

Ella bajó la mirada. Fue como si tuviera que concentrarse un momento. Cuando volvió a mirarlo, sonrió animosa.

—Tú también te ahogarás algún día.

Lo dijo con un tono completamente trivial, como si estuviera anunciando que al cabo de un momento iba a servirse la cena.

Knud Erik pensó de inmediato que había dicho una tontería. ¿Qué creía? ¿Que podía predecir el futuro?

Volvió a sentir la mirada de ella. Lo miraba escrutadora, como si quisiera averiguar el efecto de sus palabras.

Knud Erik desvió la mirada. La confianza entre ambos se había roto. La tristeza por la muerte de Vilhjelm volvió a adueñarse de él, y se puso furioso.

—¿Estás echándome una maldición?

—¿Has estado alguna vez en una ciudad grande? —preguntó la chica, y Knud Erik percibió cierta inseguridad en su voz.

—He estado en Copenhague.

—Ésa no es una ciudad verdaderamente grande. ¿Nunca sueñas con Londres y París, con Shanghai y Nueva York?

Knud Erik negó con la cabeza.

—Yo sueño con el cabo de Hornos —dijo, obstinado.

—Qué lástima. Entonces no podremos escaparnos juntos. Porque al frío y húmedo cabo de Hornos no pienso ir. Uf, qué aburrido eres.

Echó a reír. Después se inclinó hacia delante y tomó la cara de Knud Erik entre sus manos.

—Pero de todas formas te daré un beso antes de que te vayas.

Lo miró a los ojos. Por un momento, Knud Erik pensó en liberarse de la situación, pero después se dio cuenta de que sería una chiquillada oponerse. Tenía que soportarlo como el hombre en que se había convertido los últimos meses. Sostuvo su mirada, y en aquel momento le sucedió algo extraño. Fue como si lo atravesara un escalofrío no causado por el miedo, sino por otra cosa que desconocía. Un ligero estremecimiento recorrió su cuerpo como presagio de algo grande y placentero. Cerró los ojos para recibir el beso y ser transportado a un lugar adonde sabía que ningún barco podía llevarlo.

Notó los labios de ella, su blanda carnosidad, apretados contra los suyos, con una sensación algo pegajosa que le hizo desear que nunca se separaran. Sus manos, que habían estado en el brazo de la silla, se deslizaron por la espalda de ella con un chisporroteo eléctrico. Después llegó al cuello desnudo bajo el pelo corto y acarició con cuidado su delicada redondez. Abrió ligeramente la boca. Deseó que ella hiciera lo mismo, para que sus alientos se encontrasen y pudiera hacer que el aire de ella entrara en sus pulmones y respirar algo que era de ella. Era como ahogarse. Pero en el agua no podía respirar. Ahora se abría a otro elemento que también iba a llenarlo. Notó que ella lo seguía y separaba ligeramente los labios. Respiraban por la boca del otro e inspiraban aire de los pulmones del otro. Besaba a miss Sophie, besaba al mundo, y éste le devolvía el beso, y se llenaba de su dulce aliento.

Entonces ella se separó de él y se llevó la mano al escote del vestido mientras reía.

—Desde luego, sabes besar.

Le ofreció una servilleta de la mesa.

—Bueno, más vale que te limpies el carmín.

Knud Erik levantó la mano, a la defensiva, como si quisieran quitarle algo valioso.

—Venga.

La chica volvió a reír. Le puso la mano en el hombro y le limpió la boca con la servilleta.

—No puedes salir de la casa de mister Smith con la cara llena de carmín.

Lo miró como evaluándolo.

—¿Nunca te han dicho lo guapo que eres?

Su voz era burlona. Se levantó y lo tomó de la mano. Después lo acompañó a la puerta del vestíbulo.

—Nos despedimos aquí.

—¿Volveremos a vernos? —preguntó Knud Erik, y comprendió al instante que con la pregunta se había descubierto.

Ella le dio la mano y le guiñó un ojo.

—Buen viaje al cabo de Hornos.

Al día siguiente la chica no apareció. Knud Erik pasó la tarde acercándose continuamente a la borda para mirar al puerto. El desasosiego no lo había abandonado desde que salió de la casa de miss Sophie. No pensaba que pudiera ser enamoramiento. Era algo diferente, como cuando el Kristina se escoraba de improviso y había que agarrarse a algo para no caer en la cubierta inclinada.

Pensaba en ella con irritación, más aún, con enfado y con fuertes ansias de venganza. Lo había humillado, limpiándole la boca con una servilleta como si se tratara de un niño. Apenas era capaz de pensar en el beso que le había dado. La palabra «beso» no podía abarcar todos los sentimientos contrapuestos que el recuerdo provocaba en él. Se había sentido a la vez muy pequeño y muy grande, en medio de una expansión interminable. El beso había sembrado en él una añoranza que le dolía, un escozor en su amor propio.

Los demás repararon en su nerviosismo.

—¿Miras a algo concreto? —le preguntó Dreymann.

Los marineros rieron, también Helmer, aquel mocoso. Lo habían abrumado a preguntas cuando volvió de su visita, pero él las respondió con sobriedad y reserva.

—¿Cómo es la chica? —preguntó Rikard, haciendo contonearse a la sirena desnuda de su brazo.

—Bastante simpática —dijo simplemente—. Hemos tomado té y comido pastas.

—¿No habéis hecho nada más?

Lo miraban al rostro, evaluándolo.

—Mira qué ojos castaños más bonitos.

Rikard le hacía muecas.

—¿Sabes por qué tienes los ojos castaños?

Knud Erik negó con la cabeza, impotente. Sabía que podía esperar alguna grosería.

—Es porque de pequeño te dieron tantos azotes en el culo, que la mierda salía por el otro lado.

Estaban burlándose de él, y era por culpa de ella.

Y encima ¡no aparecía!

Pasaron los días, uno tras otro, todos iguales, mientras la carga del bacalao seguía bajo la misma capa inalterable de nubes grises, y ella no aparecía. Knud Erik continuaba en su cubierta inclinada, sin poder quitársela de la cabeza.

Los otros lo pinchaban. Sentía cómo se ruborizaba cada vez que caía alguna indirecta.

La llamaban «la novia de Knud Erik».

—¿Te ha besado hoy? —preguntaba Rikard.

O lo peor de todo:

—¿No será que se ha cansado ya de ti?

El nivel del bacalao había llegado casi al borde de la bodega. Después zarparían rumbo a Portugal. Nunca volvería a ver a miss Sophie.

Desesperado, decidió hacer algo inaudito. Tendría que ir a su gran villa pintada de verde. Se quedaría frente a la puerta, en la terraza, y miraría a otra parte cuando ella abriera. Incluso tal vez escupiría al suelo. Cualquier cosa para que ella viera con claridad que no significaba nada, y que él tenía su propio mundo, en el que ella no podía influir.

Llegó la víspera de zarpar, y estaban haciendo los preparativos. Knud Erik no tenía ni idea de cómo podría verla. Su inquietud se había transformado en pánico. Era como si una catástrofe fuera a abatirse sobre su mundo si no la veía por última vez. Saltó por encima de la borda al muelle y echó a correr hacia la villa verde. Oyó a Dreymann gritar a sus espaldas, pero no se volvió.

Aunque la villa se veía desde el Kristina, era un trayecto largo para hacerlo corriendo, y la mayor parte era cuesta arriba. Cuando llegó estaba sin aliento. Pero no vaciló ante la enorme puerta de la casa. La golpeó con fuerza. Tuvo que apoyar las manos en los muslos mientras trataba de recuperar el aliento.

Estaba en esa posición cuando la puerta se abrió.

No era miss Sophie quien estaba frente a él, como había imaginado todo el tiempo, mientras con las mejillas ardiendo fantaseaba sobre aquel encuentro, que iba a ser el último e iba a devolverle la libertad. Era la señora mayor que lo condujo al interior de la casa en su primera visita.

Lo miró con aire de interrogación, como si esperase que trajera un mensaje importante para el dueño de la casa, el poderoso mister Smith.

—Miss Sophie —dijo Knud Erik, jadeando, incapaz aún de erguirse y respirar con normalidad tras la prolongada carrera.

La mujer negó con la cabeza y dijo unas palabras en inglés, de las que él solamente captó las dos últimas.

… not here.

Fue su movimiento de cabeza lo que le dio la clave para comprender las palabras, y si no hubiera sido por el deplorable estado en que se encontraba, seguramente se habría abalanzado sobre ella, como si la considerase responsable de la ausencia del deseado objeto de su ambigua añoranza.

—¿Dónde? —gimió entre dientes, aún sin aliento.

La mujer lo miró con desaprobación y pareció sopesar si debía dignarse responder a aquel chico desesperado.

—Saint John’s —dijo, dirigiéndole una mirada en la que le pareció ver tanto maldad como compasión, por difícil que parezca.

Saint John’s. Fue como un mazazo. Era la mayor ciudad de Terranova, puerto de escala frecuente para las goletas de Marstal. Eso lo sabía.

Y también sabía que el Kristina no se dirigía allí.

Miss Sophie se había marchado. Eso explicaba que no hubiera aparecido a diario con el bote. Estaba en otro lugar de esta tierra inmensa, y nunca volverían a verse.

Lo que comenzó de manera ambigua, señalando varias direcciones a la vez, había terminado.

Bager estaba esperándolo.

—¿Qué te pasa, chaval? —dijo, dando a Knud Erik un manotazo en el pescuezo.

—¿A qué distancia está St. John’s? —preguntó Knud Erik sin hacer caso del manotazo.

—¿Te has vuelto loco? —exclamó el patrón, arreándole otra vez—. A ciento ochenta millas. Pero no vamos a ir a St. John’s a corretear tras unas faldas. Vamos a Setúbal con bacalao para los católicos.

Los manotazos no eran fuertes, eran más guantazos que golpes. En la voz de Bager se había colado un tono campechano. Parecía divertirse.

—Estás chiflado —dijo—. ¿Ahora eres tú quien marca el rumbo? Ya se lo dije a mister Smith. Controle más a esa chica, le dije. Vuelve locos a los hombres. ¡Niña mimada!

El barómetro había bajado cuando a la mañana siguiente zarparon de Little Bay y atravesaron la bahía de Notre-Dame. Los chaparrones iban y venían, pero el mar estaba en calma. Al atardecer divisaron el faro de Fogo. Tenían que seguir la costa hasta St. John’s antes de salir al Atlántico.

Por la noche el viento del sudeste trajo una tormenta, y empezaron a derivar hacia la costa rocosa. Durante el día, Knud Erik había observado a través de la lluvia los altos acantilados negros. Ahora se aproximaban, invisibles en la oscuridad impenetrable de la noche, y sólo el lejano tronar de la rompiente avisaba de su cercanía. Los que no estaban de guardia fueron despertados y recibieron órdenes de ponerse el impermeable para poder subir a cubierta al menor aviso.

El haz de luz del faro del cabo Bonavista se deslizaba sobre el mar embravecido, y por un momento hizo que las velas desplegadas sobre sus cabezas lucieran espectrales, antes de volver a iluminar el manto ondeante de la lluvia cayendo pesadamente. Estaban cerca de la costa y acortaron las velas hasta navegar sólo con el trinquete. El Kristina perdió impulso y se quedó quieto, cabeceando entre las olas espumosas mientras luchaba contra la tormenta.

La ráfaga de luz del faro iba y venía como una estrella que se hubiera acercado al mar y ora era tragada por una ola, ora volvía a liberarse. Las nubes asomaban desde la oscuridad como vientres de grandes tiburones persiguiéndose allá en lo alto, bajo la bóveda celeste. Se anunciaba el alba y el faro se apagó. Pero la tormenta continuó.

El patrón golpeteó el barómetro con el dedo.

—Esto va para largo —dijo con tono lúgubre, llevándose la mano al corazón, como si temiera por su capacidad de aguante.

Knud Erik jamás lo habría creído. Pero uno puede llegar a aburrirse hasta entumecerse en medio del peligro de muerte. La tempestad continuaba, día tras día. Golpeaba sin cesar el casco del Kristina, ululaba entre las jarcias, tiraba de la rueda del timón y los mantenía en perpetua tensión, en un estado de alarma que, no obstante, llevaba a un aturdimiento de los nervios, a una sensación interminable de vacío.

La cubierta sufría constantemente el ataque de las olas. Era como si sólo el espejo de popa y la proa siguieran flotando, como dos restos desgajados de un naufragio, que alguna inexplicable ley natural mantenía a exactamente la misma distancia uno de otro en medio del caos de olas rompiendo y espuma bullente.

Miró las nubes bajas persiguiéndose unas a otras, las olas en desfile interminable hacia la costa, que alzaba inmutable su negra barrera amenazante y no era tierra y salvación, sino el final de su vida si se acercaban demasiado, y no pensó en nada en absoluto.

La tormenta continuó, pero el Kristina aguantó, e incluso el miedo a morir ahogado fue engullido por la falta de acontecimientos y el dolor constante de las ampollas, que se extendían como cráteres por sus brazos y en torno al cuello; y si las heridas abiertas no se infectaban, se debía únicamente a que siempre estaba empapado de desinfectante agua salada.

Pasaron treinta días cabeceando en el mar. A veces la costa oscura se hundía hacia el horizonte hasta terminar siendo una raya de lápiz entre el cielo y la tierra; después volvía a crecer y se alzaba sobre ellos como un yunque contra el que el martillo del mar iba a aplastar el frágil casco del Kristina en cualquier momento.

Al final, que la costa estuviera cerca o lejos no tenía importancia. Los negros acantilados no suponían ni salvación ni amenaza. Ni siquiera eran tierra firme. Eran parte de la monotonía, tan reales o irreales como los nimbos cargados de lluvia que pendían sobre sus cabezas. Los días y las noches iban y venían.

Cuando no tenía guardia en pleno día, andaba a tientas por la proa, aturdido, mientras se aferraba al cordaje que habían tensado en las jarcias para tener donde agarrarse cuando cruzaban la cubierta inundada. El agua le llegaba hasta la cintura cuando una ola golpeaba directamente en el centro del barco, y sentía la corriente en las piernas, mientras la espuma bullía en torno a él. Se sentía como un equilibrista que había perdido el apoyo del pie y colgaba de los brazos en una cuerda tendida entre dos puntos del cielo. Era como si no estuviera en un barco, sino avanzando colgado de una cuerda sobre el mar vacío.

Después llegó al dormitorio y bajó aturdido por la escala hasta la oscura estancia maloliente, donde el suelo estaba inundado y la estufa apagada por miedo al monóxido de carbono. Se metió en la litera sin desvestirse. ¿Para qué? ¿Cómo iba a secarla? Estaba llena de salitre, y la sal atraía toda la humedad y los salpicones de espuma. Se acurrucó como un bebé, y el sueño lo envolvió y guardó bajo su abrazo protector hasta que una mano lo sacudió, y entonces salió tambaleándose de la litera, sin terminar de despertar. Las botas chapoteaban en el agua del suelo, después escala arriba, a la oscuridad o a la luz grisácea, hacía tiempo que no se diferenciaban. No era más que un servidor del barco, su instrumento ciego en la batalla contra la tempestad. Ya no pensaba en sobrevivir, sólo en las velas que había que acortar o arriar, o en el cordaje que había que afianzar.

Finalmente el viento amainó. El mar se movía entre pesadas ondulaciones, pero el viento no ululaba ya entre las jarcias, y la aciaga espuma desapareció de las olas. El sol atravesó la capa de nubes, los vientres de tiburón de lo alto habían desaparecido. El litoral negro volvió a convertirse en tierra firme, un lugar al que podía llegarse, la realización de un sueño imposible: tierra firme bajo los pies, una idea asombrosa a la que costaba acostumbrarse después de treinta días en medio de la convulsión del mar embravecido.

Aparecieron enfrente dos montañas negras de paredes verticales. En medio de ellas había una abertura.

—El Agujero Negro —dijo Bager, más pálido que nunca—, la entrada a St. John’s.

Se volvió hacia Knud Erik, que iba al timón.

—Así que vas a conseguir lo que querías. —Rió—. Atracaremos en St. John’s para abastecernos de víveres.

No había olvidado a miss Sophie. Se había olvidado de sí mismo, y la monotonía de la tormenta la había engullido como a todo lo demás. La chica volvió con las palabras del patrón y el espectáculo de la abertura entre las escarpadas paredes de los montes. Para él estar con ella era más importante que nunca. Ahora tenía otra oportunidad, y de pronto pensó que no era accidental. Todo volvía a adquirir sentido, y el sentido apuntaba en una dirección: hacia miss Sophie.

Olvidó las ampollas y la ropa mojada. La tensión que había soportado su cuerpo durante treinta días y hacía que le doliera más que cualquier esfuerzo corporal, lo abandonó. Entonces fue cuando notó que la tormenta había pasado, pero otra tormenta empezaba a formarse inmediatamente en su interior. Notó que el maldito rubor volvía con las palabras del patrón. Un viento impaciente azuzaba su circulación sanguínea, haciendo que su corazón latiera con más fuerza.

Bager cogió la rueda del timón y atravesaron el Agujero Negro. Detrás se abría la estrecha dársena del puerto de St. John’s, repleto de pesqueros, goletas y pequeños vapores. Las casas de madera trepaban por los acantilados. Los edificios del puerto, dispuestos en hileras prietas, con los frontones mirando al mar, eran almacenes y comercios proveedores de buques. Los muelles rebosaban de gente y coches de caballos. El ruido de la calle se mezclaba con los chillidos de las gaviotas, y el hedor del pescado y del aceite de pescado era penetrante.

St. John’s no era una gran ciudad, se dio cuenta enseguida. Copenhague era mayor, pero los muelles a lo largo del canal de Frederiksholm parecían vacíos en comparación con la vida que se desplegaba ante sus ojos. Había imaginado que St. John’s sería una versión algo mayor de Little Bay. En algún lugar de las afueras de la ciudad, mister Smith tendría una casa parecida a la que poseía en Little Bay, y Knud Erik subiría paseando hasta allí, llamaría a la puerta y volvería a encontrarse con miss Sophie. Pero había perdido el ánimo. Allí jamás la encontraría. Seguramente allí no habría un mister Smith, sino cien, y —la idea lo dejó casi paralizado— tal vez no habría una miss Sophie, sino cien.

Encendieron la estufa del dormitorio de la tripulación. Después secaron la ropa y se bañaron resoplando en un balde de agua caliente antes de sacar ropa limpia de los petates. Pasaron un rato sentados en torno a la mesa del centro del dormitorio, con aspecto de estar allí de adorno. Uno tras otro empezaron a cabecear.

—Carajo, me siento como un pollo deshuesado. No me queda un hueso sano en el cuerpo —dijo Rikard.

A la mañana siguiente el patrón anunció que por la noche tendrían permiso para bajar a tierra. Salieron en grupo, incluso dejaron que Helmer los acompañara. La tormenta había sido su bautizo. Gracias a sus puntuales suministros de café lo habían admitido en el grupo. Pusieron rumbo a Water Street, justo detrás de los muelles.

Dreymann guiñó un ojo a Knud Erik.

—Seguro que ahí encuentras a miss Sophie.

Entraron en una taberna y pidieron cerveza. Estaba llena de mujeres, y una de ellas se acercó a su mesa. Tenía la cara maquillada y les sonreía con una gran boca roja.

Algot rodeó con el brazo su voluminoso talle.

—Llévate a ésta en su lugar —dijo a Knud Erik—, conseguirás más por tu dinero que con esa flaca de miss Sophie. ¿Verdad que sí, Sally, o como puñetas te llames?

Julia —dijo la mujer—, my name is Julia.

Estaba acostumbrada a los marineros escandinavos y entendía un poco lo que se decía.

Se inclinó insinuante hacia Knud Erik, envuelta en un olor a sudor y perfume. Al mirarla de cerca, vio que en su cara empolvada se habían abierto grietas que descubrían las arrugas que había debajo. Hizo el gesto de besarlo, y él se volvió instintivamente. Después lo agarró por la nuca e intentó acercar la cara del chico a su pecho semidesnudo.

Such a pretty boy shouldn’t sleep alone.

Él se liberó con una sacudida y le dio la espalda. Los demás rieron ruidosamente. Dio un trago a la botella de cerveza para ocultar su timidez. La cerveza era amarga y dejó una sensación astringente en su boca. Menos mal que estaba de espaldas y nadie vio su mueca. Tomó otro trago con la esperanza de que la segunda vez supiera mejor. No le supo mejor. ¿Tenía que beber aquello?

Se volvió hacia los demás. La mujer estaba sentada en el regazo de Algot con una botella junto a la boca. Los otros estaban ocupados en alguna discusión.

—Esto no es nada, espera a Setúbal —decía Rikard.

—¡Setúbal! —dijo Algot torciendo la boca—. Ni hablar, Martinica. Allí bailan desnudas sobre la mesa.

—Sí, y te pegan la sífilis —repuso Rikard—. Teníamos un contramaestre que pasó una noche con una de esas chicas y tres meses después murió de sífilis. Me cago en la mar, fue el polvo más caro del mundo. Así que guárdate para ti esas negras.

—Aprovechad a hablar ahora, muchachos —dijo Dreymann con tono indulgente—. En Inglaterra recogeremos a la hija del patrón. Y cuando la señorita Kristina esté a bordo, más vale que andéis con cuidado con lo que sale de vuestra boca.

Knud Erik miró a Helmer, que estaba callado con la botella de cerveza en la mano. Tampoco él había logrado beber mucho.

—¿No se puede beber otra cosa aquí? —preguntó Knud Erik, tratando de dar a su voz un tono cosmopolita.

—¿Quieres un refresco o qué? —gritó Rikard, riéndose de su ocurrencia.

Gin —dijo la mujer—, give him some gin.

Dreymann escrutó con la mirada a Knud Erik.

—Cuidado con la ginebra —dijo—, es tan fuerte como nuestro aguardiente.

—¡Chorradas! —gritó Algot—. Parece agua, sabe a agua y hace el mismo efecto que el agua, cojones.

Empujó un vaso con un líquido transparente hacia Knud Erik.

—De un trago.

Aliviado por haberse librado del amargor de la cerveza, Knud Erik tomó un buen trago. Los demás lo miraron expectantes. Sabía fuerte, pero sin mordiente. Tomó otro trago, tanteando. La ginebra llenó su boca de una agradable suavidad, pero en vez de bajar por la garganta, le parecía que corría en dirección opuesta y que abría surcos en el interior de su cráneo. Era como si le acariciaran la cabeza por dentro.

Algot movió la cabeza en señal de aprobación. La mujer le sonrió y adelantó los labios como para besarlo. Después se volvió para concentrarse en Algot, que le había metido una mano por debajo de la falda.

Knud Erik miró a los demás y sintió un hormigueo agradable en el cerebro. Había en su interior una alegría que sólo esperaba a liberarse. Rió mirando a Helmer, que le devolvió la sonrisa, agradecido por la atención.

—Deberías probar la ginebra —dijo con aire de experto—, es mucho mejor que la cerveza.

Helmer negó con la cabeza.

—No tengo sed.

—Ya, pero no se trata de tener sed. ¡Se trata de emborracharse!

Helmer negó con la cabeza.

Knud Erik no se dejó desanimar.

—A la mierda, da igual. ¡Salud!

Alzó su vaso y se vio a sí mismo en un gran espejo con marco dorado. Un mechón rubio caía sobre su frente. Sus ojos eran castaños. Como los de su madre. Puede que fuera realmente un pretty boy.

El mundo se había puesto en marcha, pero, al contrario que en la cubierta ladeada, sus movimientos eran imprevisibles. El suelo buscaba todo el tiempo planos sorprendentes para inclinarse, y aunque pronto se dio cuenta de que la silla era el mejor sitio, tenía que estar continuamente de pie, caminando inseguro de un lado para otro. Sentía una alegría a la que sus compañeros de mesa no podían dar cabida. Tenía que ver a los que bailaban, balancearse un poco al son de la música, apoyarse en una mesa, abrir los brazos. De vez en cuando una mano femenina tanteaba la pechera de su camisa o acariciaba su trasero. Pero su mirada les decía enseguida que aquella noche tenía otra cosa en mente; entonces volvían a meterse entre la masa apretada de gente, meneando las caderas como despedida.

Él se dejaba empujar y apretar. Era la presión de quienes lo rodeaban la que impedía que cayera de bruces. Y de pronto, en medio del delicioso hormigueo de la ginebra en su corteza cerebral, lo sacudió la idea de que miss Sophie estaba en alguna parte esperándolo. Sólo tenía que salir por la puerta, seguro que la encontraría. Sus empujones tomaron una dirección. Se abrió paso hasta la puerta y salió a Water Street.

No tenía ni idea de lo tarde que era, pero la calle seguía estando atiborrada de gente. La mayoría eran hombres que se tambaleaban pesadamente por la acera o en medio de la calle, donde los caballos y los coches trataban de esquivarlos entre relinchos y bocinazos. Pero también había algunas mujeres que lanzaban miradas inquisitivas con ojos ribeteados de negro.

Llegó al extremo de Water Street. Se habían abierto claros en la muchedumbre. Retrocedió un trecho y torció por una calle lateral. Divisó la nuca de ella en la esquina de Duckworth Street. Caminaba dándole la espalda algo más adelante, vestida con un abrigo largo de invierno. De la parte inferior sobresalían unos pies calzados con botas. Llevaba un bolso en la mano. Con todo lo demás podía equivocarse, pero no con aquella nuca desnuda, expuesta, que emergía bronceada del cuello de pieles del abrigo. ¡Era ella!

Se puso a seguirla, pero de repente la perdió de vista. Estuvo un rato atrapado entre la multitud de la acera y lo empujaron contra una mujer voluminosa, que, para esquivarlo, dio un paso en la misma dirección que él. Volvieron a chocar, y Knud Erik sintió en la cara el fuerte aliento a alcohol de la mujer. Después salió a la calle. Un cochero lo maldijo, agitando el zurriago. Knud Erik echó a correr por el arroyo. Llegó al cruce con King’s Road y divisó el cuello de la chica al otro lado de la calle. Poco después volvió a perderla de vista, pero estaba seguro de seguir la pista adecuada. Dejó de correr. Era parte del juego. No quería alcanzarla demasiado pronto.

Tenían que repetir su beso. ¿Y después? Nada. El beso era suficiente. Volver a meter el aire de los pulmones de ella en los suyos.

Correteó de nuevo sólo para notar la seguridad con que pisaba la acera. Sentía una vaga ingravidez en todo el cuerpo. Jamás había confiado en sí mismo como en aquel momento.

La calle ante él estaba desierta. Signal Hill Road empezaba su lenta ascensión por el promontorio cuya cima coronaba Cabot Tower. Vio la silueta negra de la fortaleza con la banda sinuosa de la Vía Láctea al fondo. En aquel momento le pareció que el cielo estrellado se movía a la vez que él, como una reluciente bandada de aves atravesando la noche en su migración otoñal.

La divisó tras subir un buen trecho: una figura negra con el camino cubierto de escarcha al fondo. Se deslizaba cuesta arriba, como si tirasen de ella con una cuerda invisible.

Knud Erik echó a correr otra vez, perdió el aliento y tuvo que detenerse un rato para recuperarlo antes de reanudar su carrera. Pasó junto a un lago y unos árboles. Todo estaba plateado por la escarcha, que brillaba como las estrellas en lo alto del despejado cielo helado. Abajo vio el bosque negro de mástiles y las tabernas iluminadas de Water Street.

La chica había llegado a lo alto de Cabot Tower cuando la alcanzó. Seguía dándole la espalda y miraba al Atlántico, que se extendía desde el puerto en todas las direcciones, como una superficie mate negra que absorbía la luz. Knud Erik estuvo un rato mirando absorto su inmensa extensión.

—Sophie —la llamó.

De pronto se sintió inseguro. Ella se volvió. No se apreciaba el menor asombro en su rostro.

—Dime, Knud Erik —se limitó a decir.

Sus labios estaban negros bajo el débil resplandor de las estrellas.

—¿Qué quieres?

La borrachera le devolvió el valor. Abrió los brazos y se dispuso a abrazarla.

—¿Estás borracho? ¿Has estado en los bares de Water Street?

La miró, ofendido.

—No estoy borracho. Sólo quiero darte un beso.

La sonrisa volvió a aparecer en el rostro de Knud Erik. Ya había olvidado la ofensa. Se encontraba en un estado en el que sólo tenía sentido la alegre canción de su cabeza.

La asió y la abrazó con fuerza inesperada. Se inclinó hacia delante y encontró sus labios. Ella no se movió. Él había cerrado los ojos, pero volvió a abrirlos. Sophie miraba fijamente al frente y no parecía verlo. Knud Erik posó suavemente sus labios en los de ella, con la esperanza de que la magia del primer beso volviera a producirse; pero no ocurrió nada.

Después la chica lo alejó de un empujón.

—¡Lárgate! —dijo—. ¿Me oyes? Déjame en paz.

Knud Erik se quedó con la boca abierta, como si no comprendiera lo que le había dicho.

—¡Déjame en paz!

Esta vez gritó, y sus ojos adquirieron un brillo húmedo. Pisoteó la tierra helada con la bota.

—¡Deja de seguirme como un perro!

Knud Erik fue presa de un furor repentino tan intenso como su enamoramiento anterior.

—¡No me llames perro! —gritó.

La agarró por los hombros y empezó a zarandearla. Era más alta que él, pero él tenía más fuerza. La cabeza de la chica se movía atrás y adelante, pero sus ojos seguían mirándolo con obstinación.

—¡Perro! —volvió a decir.

La soltó enseguida. Respiraba pesadamente, irritado.

—¡Zorra!

Lanzó un escupitajo entre las botas de la chica.

A continuación, giró sobre sus talones y echó a correr Signal Hill abajo.

—¡Knud Erik! —lo llamó la chica.

Pero él no se detuvo. Estuvo a punto de caerse varias veces en su furiosa carrera sobre la tierra helada, pero todavía estaba borracho y se sentía maravillosamente ligero de piernas. El frío lo abofeteaba sin descanso.

Llegó a los pies de la colina y vio ante sí una ciudad transformada. Las tabernas del puerto estaban cerradas. El denso gentío que abarrotaba las aceras de Water Street había desaparecido. Una delgada capa de escarcha cubría la calle, recalcando con su brillo frío el silencio antinatural que se había abatido sobre el antes tan bullicioso puerto. También el bosque de mástiles de los muelles se había transformado en ceniza blanca y sólo esperaba un mínimo soplo de viento para caer pulverizado.

Encontró el Kristina y bajó tambaleándose al dormitorio, donde la borrachera lo venció. Mareado, se tumbó en la litera, y sus ojos se cerraron inmediatamente.

A la mañana siguiente lo despertaron los juramentos de Rikard.

—¿Dónde te habías metido, chaval? No puedes largarte así, sin más.

Pero su sonrisa le decía que habían estado demasiado borrachos para preocuparse seriamente por él. Recordó el torbellino de gente que había en la taberna. De la persecución de miss Sophie por St. John’s solamente quedaban restos de recuerdos. Lo mismo pasaba con el encuentro de Signal Hill, que parecía haber transcurrido al otro lado de la puerta que separa sueño y realidad.

La sensación de rechazo aún le escocía. Recordaba vagamente que de pronto se había abierto un abismo, pero no lograba encontrar la causa de aquella sensación de mareo.

Seguía dándole vueltas a la cabeza, pero no llegaba a ninguna parte.

Llegó el frío. Hacía diez grados bajo cero, y en el agua del puerto estaba formándose ya una delgada membrana de hielo.

Por la tarde se le acercó el patrón. Esperaba un rapapolvo, pero Bager le pidió que lo acompañara a la ciudad al día siguiente.

—Busca un saco limpio —le dijo—. Mañana iremos a la carnicería de Queen’s Road a comprar carne fresca.

Cuando al día siguiente paseaban por la ciudad, vieron gente por la calle, hablando en pequeños grupos. En la calle reinaba un ambiente extrañamente tenso, una fluctuante inquietud que hacía que los atareados transeúntes se detuvieran de repente y se pusieran a hablar con gente que no conocían y a continuación se separasen, para justo después ser atraídos hacia el siguiente grupo de gente hablando exaltadamente.

Bager, que sabía algo de inglés, preguntó al carnicero qué ocurría. El carnicero era un hombre gigantesco que, vestido con un delantal de caucho con manchas de sangre, se abría camino a machetazos entre montañas de carne roja sobre una tabla de madera desgastada por los fregados. Se tomó su tiempo para responder. De vez en cuando soltaba el machete y abría los brazos, sacudiendo la cabeza surcada de venillas. Después reanudaba su ataque a la carne sanguinolenta. El machete se hundía profundamente en la madera.

Knud Erik no entendía las palabras, pero oyó el nombre de mister Smith.

Bager frunció el entrecejo y miró de reojo a Knud Erik.

—Lo sabía —murmuró—. Siempre lo he dicho. Esa chica va a acabar mal. Pero sí que es triste.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Knud Erik cuando salieron de la carnicería.

Bager no respondió, sino que apretó el paso, de forma que pronto le tomó la delantera. No hablaron en todo el camino hasta el puerto, y el patrón siguió manteniendo la distancia que los separaba.

La sangre se filtraba por el saco, dejando grandes manchas oscuras en la lona gris. A Knud Erik le pareció que la gente los miraba, y se le ocurrió que podía parecer un asesino atravesando la ciudad a plena luz del día con los restos de su víctima.

Cuando subieron a bordo, Bager le pidió que lo acompañara al camarote.

—Siéntate —dijo, tomando asiento ante él. Se inclinó hacia delante y juntó las manos sobre la mesa.

—Miss Sophie… —empezó a decir. Se calló, miró a la mesa y emitió un profundo suspiro—. Miss Sophie… —repitió— ha desaparecido.

Dio un fuerte puñetazo en la mesa.

—¡Mierda puta!

Knud Erik no dijo nada. No es que sus ojos se oscurecieran, pero la noche sombría se adueñó de su mente. Veía todo con total nitidez, pero su cabeza estaba vacía de ideas.

—Lleva dos días desaparecida. Nadie sabe dónde puede estar. Accidente, crimen… personalmente, creo que se ha escapado con algún marinero. Esa chica está trastornada. Sí, ya sé que no debería decirlo, pero no estaba bien de la cabeza. Su madre murió, ya te lo contaría, y mister Smith estaba demasiado atareado con otras cosas para ocuparse debidamente de ella. Hacía lo que le daba la gana, y eso nunca es bueno para una chica en esa edad. Todas esas tonterías de invitar a tomar té a los grumetes de los barcos, vestirse como una dama y trastornarlos. Sí, no fuiste el único.

Bager miró a Knud Erik a los ojos.

—Santo cielo, te enamoraste de ella. Sí, es un reproche que me hago. No debería haberte dejado ir. Pero mister Smith es nuestro fletador, no es fácil decirle que no, y pensé que era algo inocente. Y mira qué ha pasado.

Knud Erik no dijo nada. Sabía qué le había ocurrido durante la borrachera. Pero ¿lo sabía realmente? Vio la figura delgada de miss Sophie vestida con un abrigo subiendo por Signal Hill, donde la silueta oscura de Cabot Tower se recortaba sobre la Vía Láctea. Vio su rostro y sus labios, que parecían negros a la pálida luz de las estrellas, y encontró finalmente el origen de la sensación de impotencia por el desplante, sensación que le había escocido durante los últimos días. Recordó su furiosa carrera colina abajo y la ciudad callada, cubierta del sudario de escarcha. Había dejado a miss Sophie allí arriba, bajo las estrellas frías. ¿Era culpa suya lo que había ocurrido después porque se había marchado? Pero fue ella quien le dijo que se fuera. Pisoteó el suelo y lo llamó perro.

Todo aquello le parecía un sueño. ¿Podía confiar en su memoria? ¿Y si había ocurrido algo totalmente diferente? ¿Le había pegado? De pronto se sintió inseguro y su mirada se hizo ausente.

—Lo siento —dijo el patrón.

Volvió a posar la mirada en la mesa, parecía hablar consigo mismo.

—Siento que llegaras a conocerla. Sé que ha sido por mi culpa.

Alzó la vista y percibió la mirada introvertida de Knud Erik.

—Oye, chaval, ¿estás escuchando lo que te digo?

Cuando subió a cubierta se dio cuenta enseguida de que los demás estaban al corriente. La historia debía de haber viajado de la ciudad al puerto y después a los barcos. Lo miraban serios sin decir nada. Sólo la boca de Rikard estaba tensa, como queriendo reprimir un arsenal de comentarios maliciosos.

¿Qué pensaban de él? ¿Sospechaban de él por algo? Si conocieran la verdad acerca de su noche en Signal Hill, ¿qué pensarían?

¿Y qué pensaba él?

¿Uno siempre sabía lo que había hecho estando borracho?

Con esa pregunta su mente se embrollaba. No tenía ninguna experiencia de emborracharse, y sabía poquísimo de sí mismo. Era como si algo funesto le hubiera sucedido aquella noche en Signal Hill.

No era sólo la incertidumbre lo que le impedía decir algo. El episodio lo afectaba demasiado. No podía hablar de él sin revelar su derrota. Necesitaba desesperadamente confiarse a alguien y arrojar un poco de luz sobre los incidentes de Signal Hill, pero el instinto de supervivencia le impedía hablar. Los demás se le echarían encima enseguida. Ya lo sabía.

Aquel día se metió en la litera sin haber cruzado palabra con nadie.

La temperatura alcanzaba todos los días los doce o catorce grados bajo cero. Por la mañana la cubierta estaba nevada. Una bola de nieve atravesó silbando el aire y se pulverizó al topar con las jarcias. Pronto dio comienzo una batalla de bolas de nieve entre los barcos, que estaban amarrados muy cerca unos de otros en la estrecha dársena de St. John’s.

Knud Erik no participó. Se quedó con las manos en los bolsillos de los pantalones de molesquín, tiritando de frío.

Zarparon a los cuatro días de que empezara a helar. Un remolcador los ayudó a salir del Agujero Negro. Soplaba un viento frío del norte y los acompañaba la corriente polar. Navegaban por un hielo denso y grumoso, pero aun así avanzaban a buena velocidad. Hacia las once de la mañana el patrón ordenó a Knud Erik que subiera al palo del trinquete para otear el mar abierto. El joven trepó por las jarcias hasta llegar a la verga del juanete. Veía las velas debajo, rígidas por el hielo. Hacia el sur el hielo se extendía hasta donde abarcaba la vista. La enorme extensión ininterrumpida, que refulgía de blancura bajo el sol, le provocó una vaga náusea que no lo abandonó tras bajar a cubierta.

Había carne guisada para cenar, pero Knud Erik recordó la tabla de madera y el saco donde la carne de desangraba lentamente, dejando grandes manchas oscuras. No podía comer nada, pero no quería dejar su plato intacto. Se llevó un pedazo de carne a la boca y notó que se le quedaba pegada al paladar. Después se precipitó hacia cubierta y vomitó por la borda.

Al final del segundo día divisaron mar abierto entre el hielo grumoso. El viento arreciaba y el agua empezó a agitarse. La temperatura seguía siendo baja, y el Kristina comenzó a cubrirse de hielo. En el transcurso de la noche y el día siguiente, el barco se vio atrapado en una gruesa coraza de hielo. Las drizas eran masas congeladas. De la amurada colgaba una pared inclinada de hielo, y en la cubierta principal éste tenía treinta centímetros de espesor. El bauprés era un bloque compacto de hielo que llegaba hasta la punta.

El barco, cargado hasta los topes, se hundió más aún en el agua al aumentar su peso en varias toneladas. La proa estaba peligrosamente hundida en el agua. La cubierta se hallaba al mismo nivel que el agua al otro lado de las amuradas heladas. Las velas parecían cada vez más unas pesadas tablas que por razones inescrutables alguien había izado al mástil.

Era como si se encontraran a bordo de un bloque de hielo enorme que un escultor luchara afanosamente por tallar en forma de barco. Pero el hielo no quería. Era testarudo y boicoteaba sus planes constantemente, porque hacía que todo a cuanto aquél había dado forma volviera a su deformidad original. Las jarcias, las amuradas, el bauprés, todo cuanto presta a un barco su identidad y permite que venza al mar, se convertía en cuadrados y palos; ya no eran cordajes y madera bellamente torneada, sino bloques en las manos torpes de un niño; ya no era un barco, ni siquiera una imitación de un barco, sino una condena a muerte que llevaba la firma del frío, cuando la carga adicional del hielo se llevó los últimos restos de navegabilidad del Kristina y lo transformó en un peso muerto de hielo y bacalao salado a punto de hundirse, que pronto se iría a pique.

La suerte de la tripulación dependía del resultado de aquella lucha contra el hielo. Lo sabían. Abrieron el cofre de herramientas y cogieron un mazo cada uno. Después atacaron el palacio de hielo que crecía en torno a ellos. Éste resonaba jovial cuando se soltaba de las jarcias y drizas y aterrizaba en cubierta. Pero la propia cubierta se resistía a todos sus esfuerzos. Golpearon con los mazos hasta quedar bañados en sudor y con la cara roja, llegando tal vez a abrir alguna grieta que otra. El hielo se quedó donde estaba. De la amurada seguía colgando aquella bandeja inclinada. Al bauprés no podían ni acercarse. Atreverse con su base helada ya era peligroso.

Al principio estaban animados y se gritaban entre sí. Después callaron. Finalmente cesaron también los mazazos. Bager fue el primero en parar. Se llevó la mano al pecho y sus ojos se pusieron vidriosos mientras jadeaba en busca de aire. A continuación le llegó el turno a Dreymann. Permanecieron sentados donde estaban, exhaustos, encerrado cada uno en su propia soledad, como si estuvieran convirtiéndose en parte del témpano de hielo que crecía en torno a ellos, cada vez más pesado.

Del bigote de Dreymann colgaban carámbanos. Tenía escarcha en las cejas y bajo las fosas nasales. En las mejillas de Rikard y Algot, que llevaban una barba de días, el hielo se extendía en forma de polvo blanco que daba a sus rostros un cadavérico tono blanquecino.

¿Se congelarían también las pestañas y ya no podrían abrir los ojos? ¿Sería tal vez el último gesto del frío con ellos, que la muerte cerrara sus ojos para que no murieran congelados con la mirada vidriosa fija en la capa gris del cielo?

Fue el mismo hielo que los amenazaba con la muerte el que les trajo la salvación. Volvieron a entrar en aguas llenas de hielo. Esta vez no era hielo grumoso, sino una compacta capa de hielo que en pocas horas se cerró en torno a ellos y empujó el pesado casco del Kristina hasta dejarlo a media altura sobre el agua. En esta ocasión, el peligro de hundirse quedaba descartado. Las pesadas planchas de madera chirriaban bajo la presión del hielo. Si el barco hubiera sido de acero, el casco no habría aguantado la presión creciente y habrían perecido. Habían conseguido una prórroga, mientras el hielo jugaba con ellos.

Habían estado tan ocupados en su lucha por sobrevivir, que no otearon el horizonte. Cuando alzaron la vista divisaron a lo lejos un barco que, como ellos, estaba atrapado en el hielo. Era una goleta bastante maltrecha, con el palo mayor tronchado y las jarcias colgando.

Dreymann fue en busca de unos prismáticos y los dirigió hacia el barco siniestrado. Estuvo un rato callado, tratando de leer el nombre de la proa del barco.

—¿Qué diablos…? ¡Si es el Ane Marie!

—¿Hay alguien a bordo?

La voz de Bager sonó esperanzada. Knud Erik estaba a su lado. Su corazón latía desbocado. Pensaba en Vilhjelm.

—No veo a nadie.

—Déjame a mí.

Bager cogió los prismáticos con un movimiento impaciente y se puso a explorar el hielo.

—¿Estoy de la chaveta o qué? —exclamó—. Los pingüinos viven en el Polo Sur, ¿no?

—Sí —dijo Dreymann—. Los pingüinos viven en el Polo Sur. Por estos pagos no hay pingüinos.

—Ya decía yo… Pues llámame loco, si quieres, pero hay un pingüino imperial frente al Ane Marie.

Nos turnamos con los prismáticos. Era verdad. Había un pingüino imperial bamboleándose en el blanco páramo helado frente a la goleta destrozada.

—Viene hacia aquí —dijo Knud Erik.

Se apiñaron junto a la borda. El pingüino imperial se acercó lentamente con ese caminar singular que tienen los pingüinos, medio a rastras y bamboleándose, como si tirase de una carga pesada sobre el hielo.

—Vas a llevarte una decepción, pequeño pingüino —dijo Dreymann—. Lo poco que tenemos de comer es para nosotros. No conseguirás ni una migaja.

Knud Erik estaba callado. Entornó los ojos y parecía no oír lo que decían los demás.

—No es un pingüino —afirmó.

Dreymann volvió a llevarse los prismáticos a los ojos.

—El chaval tiene razón. Desde luego, si es un pingüino es un ejemplar viejo.

Se rascó bajo la gorra.

—Sabe Dios lo que es.

—Los pingüinos tienen el pecho blanco —dijo Algot. Sus conocimientos procedían del Zoo de Copenhague.

—¡Es un hombre! —exclamó Knud Erik.

De un salto salvó la borda y aterrizó con un ruido sordo en la superficie de hielo a sus pies. Después echó a correr hacia el extraño ser que continuaba impasible su marcha dificultosa en dirección al barco. Bager le gritó que volviera, pero Knud Erik no le hizo caso. Corría como un loco. Ahora veía que el hombre que al principio tomaban por un pingüino llevaba un abrigo de invierno hasta los pies que ocultaba totalmente sus piernas. Debía de tener varias capas de ropa debajo, porque apenas podía abotonar el abrigo. Las mangas sobresalían a los lados como si fueran aletas. Un pañuelo le envolvía la cabeza, y llevaba una gorra demasiado grande encasquetada por encima del gorro forrado de lana, de forma que la visera de la gorra casi ocultaba su rostro. La visera era lo que de lejos les había parecido un pico.

Knud Erik estaba ya cerca, y la persona del abrigo trató de saludar moviendo los brazos arriba y abajo, lo que hizo patente una vez más el parecido con las aletas de un pingüino.

Se quedaron frente a frente. No podía verle la cara entre tanta ropa. El otro estaba inmóvil, como si tuviera una llave a la espalda y esperase que alguien le diera cuerda. Knud Erik le quitó la gorra con mano temblorosa, no sabía si debido a la impaciencia o por temor a lo que iba a encontrar bajo las capas de ropa. Asomó una carita de mejillas chupadas y ojos hundidos. La piel estaba surcada de venillas por el frío y tenía grandes sabañones. En la barbilla crecía un delgado tapiz de pelusa, no una barba prieta y viril, pero sí lo suficiente para poder llamarlo barba, y sobre ella había escarcha, igual que sobre todo lo que estaba aún vivo.

—Knud Erik —dijo la carita—. Te ha salido barba.

Los ojos de Knud Erik se llenaron de lágrimas, y rompió a llorar con tanta violencia que hasta él se sorprendió.

Vilhjelm sonrió con cuidado. Tenía los labios llenos de grietas. Después puso los ojos en blanco y su figura de pingüino cayó desvanecida sobre el hielo.

Knud Erik oyó a Rikard y Algot acercándose a sus espaldas. Finalmente lo habían alcanzado.

Se encontraban en el camarote de Bager mirando al hombrecillo que yacía en la litera, envuelto en mantas y edredones. Vilhjelm dormía plácidamente, con su rostro hundido descansando en la funda de almohada blanca. Estaban esperando a que despertara.

Rikard y Algot habían estado en el Ane Marie. Encontraron al patrón Ejvind Hansen y al primer oficial Peter Eriksen, ambos de Marstal, tumbados en sus respectivos camarotes. Todo parecía indicar que la muerte por congelación les había llegado mientras dormían. No había rastro de los marineros, y supusieron que las olas los habían arrojado por la borda antes de que el barco se quedara aprisionado en el hielo. La tormenta había despejado la cubierta, llevándose el palo del trinquete y el palo mayor. La tripulación había tratado de aparejar un mástil de emergencia amarrando la vela de abanico a lo que quedaba del palo del trinquete. Debajo del hielo que envolvía la cubierta del barco medio volcado se hallaban las jarcias, perchas y velas enredadas unas con otras. Los restos de naufragio estaban congelados a lo largo de las bandas.

Al terminar su relato, Rikard y Algot se quedaron callados. Tiritaban continuamente, como si tuvieran frío, a pesar de que el estrecho camarote se hallaba bien caldeado.

Habían quitado toda la ropa al desvanecido Vilhjelm. Contaron cuatro capas. Debía de ser el más pequeño a bordo, de otro modo habría sido imposible superponer tantas capas de ropa.

—¿Cómo haría para cagar? —preguntó Algot.

—No creo que su mayor problema fuera cagar. Sería más bien tener algo que llevarse a la boca.

Dreymann señaló el cuerpo quebrantado del chico, cuyos huesos prominentes hablaban por sí solos.

—Joder, quitarle la ropa ha sido como abrir una lata de sardinas y darte cuenta de que en el interior no hay más que un montón de espinas.

Restregaron su cuerpo con ron. Después le pusieron ropa limpia, lo cubrieron con una manta y lo tumbaron en la litera. Se turnaban para velarlo. Estuvo dormido un día y medio. Knud Erik lo acompañaba todo el tiempo, y Bager le dejaba hacer. Rikard y Algot habían ido a dormir a proa. Bager y Dreymann dormían a turnos en el camarote del primer oficial. Se habían roto todas las reglas. El frío los había unido, y la silueta destrozada del Ane Marie con el cielo gris al fondo les recordaba el destino que los aguardaba si la suerte no los acompañaba.

Vilhjelm abrió los ojos en medio de la noche. La única luz del camarote procedía de la lámpara de petróleo atornillada al mamparo.

—Tengo hambre —fue lo único que dijo. Tenía voz de niño pequeño.

Bager, que estaba dormitando al lado de Knud Erik, se levantó de golpe del sofá.

—Demonios —dijo medio dormido—. El hijo del arenero se ha despertado.

Fue tambaleándose hasta la litera con una botella de ron. Puso una mano en la nuca de Vilhjelm y le acercó la botella a los labios.

—Venga, chaval, toma un trago. Te espabilará.

Vilhjelm bebió, pero empezó a resoplar en cuanto el sabor acre del ron sin rebajar llenó su boca.

Bager se enderezó.

—¡Dreymann! —soltó un rugido que se oyó por toda la popa—. El chaval se ha despertado. Cenaremos asado de buey.

El primer oficial entró en el camarote.

—A la orden, mi capitán.

Estaba en posición de firmes y fingía un saludo militar.

—Dreymann va a hacerte un asado de domingo que nunca olvidarás.

Guiñó un ojo a Vilhjelm, que le dirigió una pálida sonrisa.

—Pero creo que antes tendremos que dar al chico un par de galletas, capitán.

Bager fue en busca de una caja de galletas y ofreció un par a Vilhjelm. Éste las masticó con las mandíbulas agarrotadas, como si el movimiento ya no le fuera familiar.

Los tres lo observaban como si nunca hubieran visto a nadie comer.

—¿Qué comías? —preguntó Knud Erik.

Vilhjelm había vivido a base de galleta de marino hasta que unos días antes se agotaron. Una ola traicionera barrió la cubierta, llevándose la cocina y las provisiones. El pinche de cocina estaba muerto para entonces. El bote salvavidas se soltó durante la tormenta, y en su furioso barrido por la cubierta lo aplastó contra la amurada. No sabía qué había sido de los marineros. Suponía que el oleaje los había arrojado por la borda. Por lo demás, no tenía conciencia del tiempo y no sabía cuánto llevaba el Ane Marie atrapado en el hielo.

Hablaba con voz muy tenue, haciendo largas pausas entre frase y frase. No sonaba en absoluto como Vilhjelm.

—Las galletas eran horribles —dijo—. Estaban congeladas y tenía que dejarlas en la boca mucho tiempo hasta que se descongelaban. Tenía miedo de que los gusanos pasearan por mi boca al volver a calentarse. Pero estaban muertos por el frío. Así que me los comí también.

—Ya puedes agradecer a los gusanos que estés vivo —observó con sequedad Dreymann.

Knud Erik miró fijamente a Vilhjelm. Se había dado cuenta de por qué el chico extenuado de la litera del patrón no parecía su amigo de la infancia de Marstal.

—¡Ya no tartamudeas! —exclamó.

—¿De verdad?

Rikard y Algot habían llegado. Todos miraban a Vilhjelm como si fuera lo más maravilloso que habían visto en su vida. Aquel chico no sólo sabía masticar una galleta, sino que también hablaba sin problemas.

—Lo que hay que oír —dijo Dreymann—. Si uno está en silencio el tiempo suficiente, el tartamudeo desaparece.

—No he estado callado —dijo Vilhjelm con su nueva voz.

—¿Y con quién hablabas, si puede saberse?

—Leía en voz alta el Sermonario del marino. Varias horas cada día. Caminaba arriba y abajo por la cubierta. Los demás habían muerto. Todo estaba en silencio.

—¡Helmer! —bramó Bager—. ¿Dónde se ha metido ese condenado crío? Hay que meter el asado en el horno.

Se volvieron hacia Vilhjelm.

Tenía la cabeza ladeada y los ojos cerrados. Había vuelto a dormirse.

Rikard y Algot fueron en busca de los cadáveres del primer oficial y del capitán del Ane Marie. Los transportaron por el hielo sobre varias tablas y los depositaron en la cubierta. Dreymann los envolvió con una lona. Estaban tumbados de espaldas, boca arriba, esperando a que el hielo se agrietara para que los enterraran en el mar. El capitán Hansen fue en su tiempo corpulento. El frío y el hambre no habían logrado acabar del todo con su corpachón. Seguía abultando bajo la lona. Seguramente la edad y la decrepitud hicieron que se rindiera. Estaba a finales de la cincuentena; demasiado viejo para el Atlántico Norte.

El primer oficial, Peter Eriksen, de veintisiete años, no era gran cosa al lado de su patrón. Dejaba mujer y dos hijas pequeñas en Marstal. Estaban sumidos en la incertidumbre. ¿Por qué había sucumbido Peter mientras Vilhjelm sobrevivía? El primer oficial del Ane Marie yacía sobre la cubierta como un gran interrogante sin respuesta. Knud Erik miró los contornos de su rostro, que se dibujaban débilmente bajo la lona, y pensó en su padre.

Bager miraba a menudo a los muertos con aire meditabundo. Había conocido bien al patrón Hansen y se hacía preguntas parecidas a las que se formulaba Knud Erik. Los dos barcos habían zarpado de Islandia con una semana de diferencia. Podría haber sido él quien yaciera allí. Tenía en la mano el Sermonario del marino. De vez en cuando leía algo. Vilhjelm se lo había regalado, y debía de estar ensayando el rito del entierro marino.

Vilhjelm se recuperó lo suficiente para salir de la litera y caminar por cubierta. Pidió que le dejaran ayudar en la cocina. De momento había provisiones suficientes, y cuando los dos amigos reencontrados necesitaban estar a solas, decían a Helmer que fuera a descansar al dormitorio de proa. El pinche se marchaba a regañadientes. La cocina era, aparte del camarote del patrón, el cuarto mejor caldeado del barco. Además, estaba seguro de que en cuanto saliera los dos chicos empezarían a hacerse confidencias, y tenía el apetito de los jóvenes por las vivencias de los más experimentados.

Sin embargo, no hablaban mucho de los días que Vilhjelm había pasado solo en el Ane Marie. Cada vez que Knud Erik le preguntaba por ellos, su amigo enmudecía, y Knud Erik temía que empezase a tartamudear de nuevo.

Vilhjelm, deseoso de cambiar de tema, advirtió que había algo que atormentaba a Knud Erik, e hizo que le contara su encuentro con miss Sophie. Pues eso era lo que lo agobiaba, no el rechazo, no el doloroso desdén de su voz aquella noche en Signal Hill, cuando le pidió que dejara de seguirla como un perro. La incertidumbre acerca de su destino y la participación que pudiera haber tenido él en su desaparición no dejaban de perseguirlo como una vaga culpa que lo corroía.

Vilhjelm leyó sus pensamientos.

—Crees que todo tiene que ver contigo —adivinó con su nueva voz fluida cuando Knud Erik dejó de hablar—. Ésa está loca. No hay más.

—Pero… —empezó Knud Erik.

—Ya sé qué vas a decir. Que no recuerdas lo que pasó aquella noche, y entonces crees que a lo mejor hiciste algo malo. Pero eso son tonterías. Se ha largado con otro.

No es que Vilhjelm fuera más listo que Knud Erik; simplemente era más libre. Él no se había enamorado de miss Sophie. Veía las cosas desde fuera, por eso podía juzgar mejor lo ocurrido.

Knud Erik pareció aliviado.

Llegados a ese punto, Vilhjelm procedió a hacerle preguntas concretas sobre el beso y sus efectos.

—Nunca me ha pasado —dijo con aire reflexivo cuando su curiosidad finalmente se vio saciada.

—Ya te tocará.

Los papeles habían cambiado. Knud Erik se sintió de pronto el experimentado.

—Pero me ha faltado poco para perdérmelo.

Fue lo más cerca que estuvo Vilhjelm de admitir que había estado en peligro de muerte.

Esperaron a que el hielo se agrietara. La corriente se dirigía hacia el sur. Para poder despedirse de sus compañeros de viaje muertos tenía que llegar la liberación, y con ella el mar abierto. Empezó a llover de las jarcias. Grandes carámbanos se despegaban y caían con estruendo sobre la cubierta. Las velas habían estado demasiado rígidas para arriarlas. Ahora el agua fluía de ellas y lo empapaba todo, como si el Kristina, igual que una isla, tuviera su propio clima.

Un viento repentino anunció que el hielo se rompía. Después cayó un chaparrón. Se pusieron los impermeables.

Una gran grieta atravesó el hielo cerca del casco, y después otra. Había llegado el momento de enterrar a los muertos.

Bager estaba en su camarote y no quería salir. Murmuró desde el otro lado de la puerta que se sentía mal y que lo dejaran en paz.

Dreymann entró en busca del Sermonario del marino, en cuyas últimas páginas estaba el ritual del entierro. Colocaron con dificultad sobre la borda las tablas de cierre de las escotillas con los cadáveres encima, de forma que estaban como sobre una rampa y podían deslizarse por la banda hasta el agua. Formaban un grupo desconsolado con los suestes en la mano.

Dreymann sacó el libro. Estaba escrito con caracteres góticos, y entornó los ojos. La lluvia corría por sus mejillas.

—Joder —masculló—. Soy demasiado viejo, no puedo leer la letra pequeña. ¿Por qué no lo hace alguno de los jóvenes? —añadió, resuelto a dar el Sermonario del marino a Rikard o a Algot.

—Déjame a mí —dijo Vilhjelm—. Aunque me lo sé de memoria.

Dreymann lo miró.

—No irás a decirme que has estado en el Ane Marie leyendo en voz alta el ritual del entierro marino, ¿verdad?

—Sí —respondió Vilhjelm—. Me sé el Sermonario del marino de memoria. —Sin esperar a la reacción de Dreymann, empezó a recitar—: «Nuestro Señor Jesucristo dice: llegará el día en que todos los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y tendrán que avanzar: los que han hecho el bien, a la resurrección de la vida, pero los que han obrado mal irán a la resurrección del Juicio Final».

Helmer dio un paso adelante. Sujetaba una pala de mano con ceniza del horno de la cocina. Tendría que hacer las veces de la tierra que había que echar sobre los cadáveres antes de entregarlos al mar.

—Del polvo vienes —dijo Vilhjelm con su nueva voz, a la que Knud Erik no se acostumbraba.

Helmer esparció la ceniza sobre los muertos. La lluvia arreciaba. La ceniza se disolvió y se desperdigó sobre la lona gris formando una gran mancha.

—En polvo te convertirás —continuó Vilhjelm.

Otra palada. La ceniza cayó en otro lugar esta vez, y la lona se ensuciaba por momentos.

—Y del polvo resucitarás.

Rikard y Algot avanzaron hacia las tablas de cierre de las escotillas y las levantaron una a una. El bulto cubierto de lona que contenía los restos del patrón Hansen cayó vertical al agua y desapareció con un chapoteo amortiguado por la lluvia. Detrás fue Peter Eriksen.

El mar se veía negro bajo las nubes tormentosas que habían empezado a juntarse. El hielo que los rodeaba emitía un fulgor amarillento. Después se rompió en innumerables trozos que se elevaban de canto y entrechocaban, como si el mar al fin hubiera perdido la paciencia con la carga que lo habían obligado a llevar y sacudiera agitado su enorme espalda. A lo lejos, el Ane Marie se escoró lentamente y se puso de lado. El hielo había elevado el casco del barco naufragado. Ahora el mar lo liberaba del abrazo del hielo al fundirse y lo devolvía para que, tras la obligada pausa, pudiera completar su obra devastadora.

Dreymann les ordenó que subieran a los topes. Los nimbos parecían un gran puño de granito listo para golpear. La liberación del hielo llegó, pero en forma de una nueva amenaza para su supervivencia. Tomaron rizos, y al final navegaron sólo con el trinquete y una cangreja toscamente arrizada. Les cayó encima granizo y el mar empezó a bullir. Las olas se levantaban por todas partes. En la cresta de espuma se veían trozos de hielo, y cuando rompían sobre cubierta arremetían contra cuanto estuviera de pie emitiendo un ruido sordo y crujidos que daban la impresión de que había un coro de diablos aullando en el aparejo, acompañados del sonido sordo e irregular de un tambor.

Contaban cada vez que tenían que cruzar la cubierta. Después de tres olas fuertes solían venir varias más pequeñas, y entonces atravesaban corriendo la cubierta inundada para llegar al dormitorio de la tripulación.

Bager seguía en su camarote. Dreymann hizo la primera guardia con Knud Erik. A Rikard y Algot los enviaron a proa para que durmieran un poco. En la cocina, Helmer se agarraba a lo que podía, como un mono en las ramas de un árbol. Ya había mostrado sus habilidades para tener café preparado aunque el barco estuviera panza arriba. Dreymann ordenó a Vilhjelm que fuera a su camarote.

—¿Qué fuerza tiene el viento? —preguntó Knud Erik.

Estaba aferrado a la rueda del timón junto a Dreymann, que guardaba el equilibrio con habilidad sobre la cubierta fuertemente inclinada.

Ora se elevaba la popa sobre una montaña de agua mientras la proa se hundía en las olas espumosas; ora se elevaba la proa hasta parecer que todo el barco apuntaba a un punto lejano en lo alto del cielo. Cada vez que ocurría, Knud Erik sentía un vértigo horrible en el estómago. Era como si el mar, que tantas veces los había acosado, exigiera la revancha definitiva.

Ya había aprendido que en una tormenta en el Atlántico Norte los conocimientos marítimos eran sumamente útiles, pero no bastaban. Nadie podía defenderse de una ola traicionera que barriese la cubierta y arramblara con los mástiles. La fortuna lo decidía todo. Algunos lo llaman Providencia, otros Nuestro Señor, pero Nuestro Señor tenía en común con la fortuna, en lo que al Atlántico Norte se refiere, que su intervención era siempre azarosa. Peter Eriksen y el patrón Hansen, cuyos cadáveres acababan de arrojar al mar, probablemente no eran ni mejores ni peores que otros que atravesaban con éxito las peores tormentas. De nada valía especular. Tampoco valía de nada rezar una oración. Rezar podía, a lo sumo, atenuar el desasosiego interno. Knud Erik no creía que rezar pudiera tener la menor influencia en que el barco llegara seguro a destino. Entendía lo que había hecho Vilhjelm cuando, solo a bordo del Ane Marie, leía en voz alta el Sermonario del marino. Era su tartamudeo interior, no físico, lo que había querido curar, el tartamudeo del alma que amenazaba su voluntad de sobrevivir. Sin embargo, Knud Erik no tenía la habilidad de Vilhjelm para dejar que la palabra de Dios influyera en él.

—¿Qué fuerza tiene el viento? —volvió a preguntar.

—Huracán —respondió Dreymann.

Arribaron al puerto de Newcastle diez días más tarde. Bager había vuelto a salir de su camarote, arisco y ensimismado. El miedo que asomaba en sus ojos no tenía nada que ver con huracanes.

Junto con Dreymann hizo una evaluación de los daños sufridos. Habían perdido el bote auxiliar. La puerta del camarote estaba destrozada, la brazola del palo de mesana había reventado, dos barriles de agua se habían ido por la borda, un pico de cangreja estaba roto, la vela en jirones, ciento noventa pies de amurada abollados, la plancha con el nombre a estribor de la popa, rota. Otro tanto la plancha del farol de estribor.

Había que reparar los daños. Pero no era ése el único motivo para atracar en Newcastle. Se esperaba que embarcara Kristina, la hija de Bager. Los acompañaría hasta Setúbal. Se dirigía al calor y al soleado Portugal.

Knud Erik sacó su pluma y escribió una carta a su madre. Le dijo que diera recuerdos a todos y describió el buen tiempo que los había acompañado en su travesía del Atlántico.

No había razón para inquietarla aún más.

También escribió que se alegraba ante la perspectiva de viajar a Portugal.

Después reconocería que, de haber sabido lo que lo esperaba, se habría desembarcado en Newcastle.

Herman había contado la historia antes, y siempre había tenido éxito. Ahora se la había contado a la señorita Kristina, y el efecto había sido el contrario. Había algo en la historia que la asustaba. Para eso la contaba. Pero había algo en ella que la asustaba demasiado, y entonces se levantó y bajó al camarote. Con ese ligero contoneo de caderas. ¡Joder, cómo lo trastornaba!

A las mujeres nunca había que darles lo que pedían. Preferían estar ante una puerta cerrada suplicando y llorando. No había que ser simpático con ellas aunque a uno le apeteciera. Eso era lo que lo hacía tan condenadamente difícil. Había que asustarlas un poquito. Ni demasiado, ni demasiado poco. Si era demasiado, les entraba miedo y no lograbas lo que querías. Si era demasiado poco, te usaban de felpudo para secar sus preciosos piececitos. Se necesitaba experiencia para encontrar la dosis adecuada. Había que tantear el terreno.

A las mujeres les gustaban los hombres que las hacían reír; pero amaban al hombre que las hacía llorar. Sólo respetaban lo que no entendían. Era una cuestión de respeto. Él había visto suficiente mundo para saber que no era el amor lo que hacía soportable la vida a un hombre. Era el respeto, y en el respeto hay siempre un poco de miedo.

Knud Erik y Vilhjelm estaban sentados en la escotilla oyendo a Herman contar la historia de Ravn, el mecánico de coches que navegó en un submarino alemán durante la guerra hundiendo barcos daneses, y que una noche recibió su merecido en un portal de Nyborg.

La señorita Kristina escuchó con interés hasta que llegó el castigo del portal. Entonces se levantó y se marchó sin decir palabra.

Más tarde Herman se dedicó a instruir a Knud Erik y a Vilhjelm sobre la naturaleza difícil, y en el fondo incomprensible, de las mujeres. Se rieron de sus observaciones, pero mantuvieron todo el tiempo esa expresión vigilante en los ojos que nunca los abandonaba cuando Herman andaba cerca.

Al subir a bordo les dirigió una mirada escrutadora, como si intentara recordar algo. Los dos desviaron la vista. Después, ya no pensó en ello.

—Ahí viene el Asesino de Gaviotas —dijo Vilhjelm cuando vio a Herman subir al Kristina.

En Newcastle todo había salido mal. Dreymann recibió un telegrama de casa informándole que su esposa estaba gravemente enferma y tal vez no le quedara mucho.

—No me gusta abandonar mi puesto antes de tiempo —dijo—. Tengo cuatro hijos. En mi ausencia, tres de ellos fueron bautizados, dos han hecho la confirmación y uno se ha casado. No soporto la idea de que Gertrud vaya a estirar la pata sin que esté yo a su lado para cogerla de la mano.

Rikard y Algot se desenrolaron, y no ocultaron la razón. Estaban hartos de los barcos de Marstal, que no hacían más que encontrar tormenta tras tormenta, y si la alternativa era trabajar de empleados de funeraria, entonces preferían ir de aprendices a una empresa de pompas fúnebres.

Así que, por ellos, que el Kristina se las arreglara como pudiera, y buen viaje.

Cargaron con las bolsas de velero y los petates medio vacíos y se llevaron a la boca las pipas de fumar cigarrillos.

Bager ofreció a Knud Erik navegar de marinero de segunda. No había completado el tiempo de navegación necesario para ello, pero sabía hacer la mayor parte de las cosas, y ya aprendería a zurcir velas, que era una de las obligaciones del marinero. Sin embargo, que no pensase que iba a subirle la paga.

—Y yo, ¿qué? —preguntó Vilhjelm, que había acordado con Knud Erik que no volverían a separarse.

Bager meditó largamente y al fin dijo:

—Te saldrá la comida gratis.

De modo que hacía falta un primer oficial. No había ninguno disponible, pero Herman, que había reñido con el patrón del Uranus, buscaba por casualidad trabajo en Newcastle. Tenía experiencia y había pasado mucho tiempo en el mar, aunque no había obtenido el título. No acababa de decidirse a entrar en la Escuela de Navegación. Bager le ofreció el puesto.

Herman exigió la misma paga que un primer oficial. Bager hizo sus cálculos. Se había ahorrado ya la paga de dos marineros. Había un poco de sobra.

—No tienes los papeles en regla —dijo—. De hecho, te estoy haciendo un honor. Pero te daré veinticinco coronas más que tu paga de marinero.

—Cuarenta —dijo Herman.

Quedaron en treinta y cinco.

En realidad, era Bager quien no tenía los papeles en regla. El señor Mattheson, de la oficina de enrolamiento de Waterloo Street, se lo comunicó. Sin embargo, estaban dispuestos a hacer la vista gorda con Herman. Al fin y al cabo eran ellos quienes no podían conseguir un primer oficial para el Kristina, y no pondrían reparos a un hombre que conocía su oficio. Pero no podía tener a dos chicos por ahí y hacerlos pasar por marineros. Tenía que contratar por lo menos a un marinero de verdad. De lo contrario, lo denunciarían.

Así fue como embarcó Ivar.

El Kristina acababa de zarpar de Newcastle cuando se produjo el primer enfrentamiento.

Knud Erik y Vilhjelm se sintieron de inmediato atraídos por Ivar. Subió a bordo vestido con su ropa de calle, camisa con gemelos franceses, cuello blanco, corbata de seda, que había comprado en Buenos Aires, y un traje hecho a medida de lana escocesa con chaqueta cruzada. Ivar era un hombre de mundo. No hacía falta que hablara de todos los lugares donde había estado, desde Sudamérica hasta Shanghai. Se le notaba. Había acumulado experiencia en barcos de vapor. Se enrolaba en un barco de vela por simple curiosidad. Era hijo de un capitán de Hellerup. Aún no había decidido si el mar era lo suyo. Alto y fornido, tenía un pelo fuerte negro azulado y se desenvolvía con una seguridad en sí mismo que atestiguaba que había salido vencedor de más de una pelea.

Ivar tenía talento para la mecánica. Llevaba un aparato de radio que él mismo había fabricado, y lo montaba y desmontaba a su gusto. Cuando estaban en tierra lo ponía en la escotilla y colocaba la antena en las jarcias.

—Eso jamás funcionará —dijo Herman la primera vez que lo vio montar el aparato.

Menuda tontería. Pues claro que funcionó. Se oían retazos de voces desconocidas procedentes de otros lugares del globo. Había música de baile, que normalmente sólo se oía en los espectáculos de variedades de los puertos del canal de la Mancha.

Ni siquiera Herman podía resistirse cuando Ivar montaba la radio. Éste alzaba la mirada de la radio y le sonreía.

—Vaya, si tenemos también al primer oficial —decía.

Herman giraba sobre sus talones y se marchaba.

Echaban a reír cuando veían que no los oía.

Knud Erik y Vilhjelm se referían a Herman siempre como el Asesino de Gaviotas, aunque hacía tiempo que Vilhjelm conocía la envergadura de los crímenes de Herman. Un día que Ivar los oyó hablar de él, les preguntó por el extraño apodo. Ellos le quitaron importancia. No era más que un apodo: ¿acaso el oficial no parecía capaz de retorcer el pescuezo a una gaviota con sus manos?

Ivar se encogió de hombros. En aquella explicación había algo que no casaba, pero no preguntó más.

Después se arrepintieron de no haberle contado la verdad. Porque sabían lo que había hecho Herman. Habían tenido en las manos la cabeza de su víctima, y si le habían puesto aquel apodo inocente era para mitigar el horror que sentían siempre en su presencia.

Por eso buscaban la compañía de Ivar. Sabían que necesitaban un protector.

Ivar no llevaba mucho tiempo a bordo cuando empezó a expresar su indignación por la comida. La cena, en especial, le parecía del todo escasa. Dos veces por semana, los miércoles y sábados, se les entregaba un queso, un salchichón, una lata de paté y una lata de sardinas. De eso tenían que vivir cuatro hombres. El resultado era, inevitablemente, siempre el mismo: despachaban la mayor parte del fiambre la primera noche y después tenían que vivir de pan de centeno el resto de la semana.

—No es culpa mía —se disculpaba Helmer con gesto de impotencia.

Ivar, en nombre de la tripulación, fue a quejarse al capitán de que las raciones eran demasiado pequeñas. Al decir tripulación se refería a los tres chicos con quienes compartía dormitorio.

Cuando Ivar se presentó, la señorita Kristina estaba en el camarote. Era alta y delgada, tenía una abundante melena de color castaño, y el carácter desenvuelto y enérgico que caracterizaba a la mayoría de las chicas de Marstal. Formaba parte de la educación. Sabían que algún día serían reinas absolutas de su casa. Kristina tenía hoyuelos, y un lunar junto a la ventana derecha de la nariz que siempre hacía pensar que acababa de maquillarse.

Al principio Bager guardó silencio. Se limitó a mirar de soslayo a su hija, como si quisiera preguntarle qué opinaba. Estaba claramente atrapado entre su tacañería y el anhelo de causarle una buena impresión.

—Estos marineros de barco a vapor… —gruñó Herman.

También estaba presente, y se sentía portavoz del capitán.

—Conozco la ley marinera —dijo Ivar con calma—, y no se nos está dando la comida a la que tenemos derecho. En lo sucesivo exijo presenciar el reparto de raciones. —Se volvió sonriente hacia la señorita Kristina—. ¿Cree, tal vez, que es raro insistir por unos gramos de comida, señorita?

La chica negó con la cabeza y correspondió a la sonrisa, indiferente a la tensión que reinaba en el camarote.

Herman los examinó alternativamente con mirada acechante. Era evidente lo que pensaba: Ivar trataba de influir en el capitán por medio de su hija.

—No crea que nos asusta trabajar, señorita. Trabajamos de firme, pero la mayoría de nosotros aún no hemos cumplido los veinte, no tiene más que mirar al pinche y a los dos grumetes, sólo tienen quince años, están creciendo todavía. Y trabajamos todo el día a la intemperie. Seguramente ya se habrá dado cuenta de que el aire marino abre el apetito.

Herman carraspeó, amenazador. Había quedado paralizado por la verborrea de Ivar y trataba de ganar tiempo.

Ivar ni siquiera lo miró. Siguió sonriendo a la señorita Kristina, que correspondía a su sonrisa como si realmente existiese entre ellos un vínculo secreto.

Bager parecía no darse cuenta de nada. Entonces se puso a hablar, y lo que dijo resultó tan inusual que todos sacaron la conclusión de que a bordo del Kristina iba a pasar algo.

—Cinco panes y dos peces —dijo con un tono que pretendía ser firme pero que sonó extrañamente distraído, como si tuviera la mente en otra parte.

—¿Perdón…? —Ivar se esforzó por mostrarse cortés—. Creo que no le he entendido.

Bager alzó la voz.

—He dicho que cinco panes y dos peces. Es todo lo que necesitó Jesucristo Nuestro Señor para dar de comer a cinco mil personas. ¿Y a vosotros no os basta con un queso, un salchichón, una lata de paté y una lata de sardinas, a pesar de ser sólo cuatro?

—Esto no es una historia de la Biblia. Estamos a bordo del Kristina de Marstal, y la ley marítima dice…

—¿Reniegas del Señor tu Dios? —dijo Bager con tono severo, mirando acusador a Ivar—. ¿Cómo es posible que, después de que Dios te haya traído al mundo, vestido y sustentado durante tantos días, dudes de que pueda o quiera exigirte más?

Hasta el locuaz Ivar se quedó mudo ante aquella verborrea, tan inusual en su por lo demás taciturno patrón.

Miró con aire interrogador a Kristina, que levantó las manos, desconcertada. De un patrón de Marstal podían esperarse muchas cosas. Podía ser duro e intransigente, absurdo en sus exigencias, a veces injusto. Y sobre todo podía ser tacaño. La sobriedad era el requisito de su supervivencia. Pero nadie lo había oído nunca basar sus exigencias en monsergas religiosas, y desde luego jamás en términos tan nebulosos como aquéllos.

Herman tuvo que contenerse para no estallar en carcajadas. Aquello prometía ser divertido.

—Yo hablo de la ley marítima —dijo Ivar con voz firme.

La señorita Kristina se inclinó hacia Bager y puso su mano sobre la de él.

—Sé razonable, papá. No va a causarte ningún perjuicio dar algo más de comida a la tripulación.

Bager se llevó la mano al pecho. Era como si estuviese viviendo alguna crisis interna.

—Como quieras —dijo con voz apagada. Se hundió en la silla y siguió con la mano en el pecho.

—Papá, ¿te encuentras bien? —preguntó la señorita Kristina, preocupada.

En el dormitorio de la tripulación, Ivar relató lo sucedido. Miró a Knud Erik.

—Eres el que más ha navegado con él. ¿Es siempre así?

—Tacaño, sí —dijo Knud Erik—. Pero ¿hablar como el pastor Abildgaard?

Negó con la cabeza.

—Intenta repetir lo que ha dicho —pidió Vilhjelm.

—Era eso de la Biblia, lo de los cinco panes y los dos peces. —Ivar hurgó en la memoria—. Me ha preguntado cómo podía dudar del Señor, que nos ha vestido y mantenido.

—Eso es del Sermonario del marino —explicó Vilhjelm—. El séptimo domingo después de la Santísima Trinidad. Un sermón para los pobres y para los ricos. Capellán marino Jonas Dahl, de Bergen. Bager se lo ha aprendido de memoria. Deben de irle mal las cosas.

A veces la señorita Kristina invitaba a toda la tripulación a filloas, o recorría la cubierta con la cafetera en la mano. En la cocina, Helmer resplandecía. Ella solía entrar para ayudarlo a preparar la comida. El lugar era tan estrecho que tenían que estar muy cerca el uno del otro. El crujido de la tela del vestido y la cercanía femenina lo embriagaban. La señorita Kristina le alababa sus habilidades y él hacía un esfuerzo especial. Todos lo hacían. Estaba bien tener una mujer a bordo.

La señorita Kristina se sentaba a menudo junto al timonel en busca de conversación para entretenerse, mientras él miraba con un ojo a las jarcias y con el otro a ella.

Una noche, cerca ya de la costa de Portugal, estaba paseando con Ivar por la cubierta a la luz de la luna.

Herman se hallaba en la borda tratando de escuchar su conversación, que discurría en voz demasiado baja para distinguir las palabras. La señorita Kristina le había dado la espalda cuando contó la historia de Ravn en Nyborg. Pero no era en absoluto reservada. Sólo con él mantenía las distancias.

Tras el incidente de las provisiones, Herman comprendió que sus acciones cotizaban menos que nunca.

Percibía la cercanía de la señorita Kristina como si algo venenoso e infinitamente dulce a la vez se le mezclara en la sangre. En su interior competían entre sí una desgana y una tensión colosal. Se sentía al mismo tiempo débil y furioso. Apretaba los puños como si se dispusiese a pelear, pero lo que más deseaba era abrazar y ser abrazado.

El Kristina hacía bordadas contra el viento sur que siempre soplaba a lo largo de la costa de Portugal. Cuando le tocaba guardia a Ivar, ella se sentaba junto a la rueda del timón. Herman se acercaba, rígido e inabordable, completamente metido en su papel de primer oficial.

—No hay que molestar al timonel —decía con aspereza, y permanecía con las manos cruzadas a la espalda hasta que ella se levantaba y se iba.

Sí, la joven tenía que ceder; pero Herman no sabía si se trataba de una victoria o de una derrota. Porque no lograba acercarse a ella. Pensaba en ambos como «la pareja». Y era en lo que parecían estar convirtiéndose.

Una tarde la monotonía se vio rota por un grupo de delfines.

—¡Delfines! —gritó el timonel.

La tripulación preparó los arpones. Ivar llevaba la voz cantante. Saltó al bauprés y arrojó el arpón al agua en el momento en que el barco se zambullía y el animal saltarín se encontraba a corta distancia. El delfín se retorció cuando Ivar tiró del cordel. Después, Knud Erik le enroscó un cabo en la cola.

Herman desapareció en el camarote y buscó algo en su litera. Subió a bordo con un revólver en la mano. La tripulación hacía corro en torno al delfín, que movía con espasmos el terso y elegante cuerpo, mientras golpeaba acompasadamente la cubierta con su vigorosa cola. La sangre manaba de la herida formando una corriente viscosa sobre las planchas de la cubierta. La señorita Kristina estaba a cierta distancia, tapándose la boca con las manos. Alguien tenía que asestar el golpe mortal y liberar al tembloroso animal.

—¡Apartaos! —exclamó Herman.

Se volvieron hacia él. Apuntaba con el revólver haciendo un círculo que abarcaba a los tres hombres, como si no hubiera decidido aún cuál de ellos iba a ser su blanco. Retrocedieron un paso. Herman avanzó hacia el delfín y apuntó cuidadosamente antes de apretar dos veces el gatillo. El enorme ojo explotó en medio de un chorro sangre. El delfín dio un coletazo más y después se quedó quieto.

Herman alzó la mirada y vio que la señorita Kristina estaba muy cerca de Ivar. Ambos lo miraban fijamente. Les sonrió. Después se echó el revólver al cinto y volvió al camarote.

Se sentó en el borde de la litera. La sonrisa seguía en su rostro. Había sido un momento puro. Nadie sabía que tuviera un revólver. Los había sorprendido al aparecer con él en la mano, y había visto miedo en sus ojos. Al principio todos miraban al delfín. Después, había sido su turno. Había mostrado su autoridad. Así tenía que ser.

Una mañana temprano el viento amainó. Avanzaban lentamente. Al mediodía avistaron la costa de Setúbal. En lo alto de unos acantilados escarpados se veían grandes villas pintadas de blanco, y una exuberante vegetación colgaba como un velo del borde de las rocas. Después de que arriaran las velas, la señorita Kristina recorrió la cubierta ofreciendo a la tripulación un vaso de vino. Era una vieja costumbre.

Miró largamente a Ivar. Cuando llegó a donde Herman volvió parcialmente la cabeza, como si deseara seguir con el próximo de la fila.

En el puerto ya había amarrada una goleta de Marstal. Durante los días siguientes llegaron más, y pronto constituyeron una auténtica flota. Estaban el Ørnen, el Galathea y el Atlantic, veteranos todos ellos de la ruta de Terranova. Venían para cargar sal con destino a Terranova, y luego volverían a cruzar el Atlántico con la bodega llena de bacalao salado.

Por lo demás, allí había pescado de sobra. El puerto rebosaba de barcos sardineros, y las sardinas eran tan grandes como arenques. Los pescadores llevaban el torso desnudo. Eran pequeños y nervudos, y bajo la piel bronceada se apreciaban claramente los músculos marcados. Gritaban y saludaban con la mano. Cuando vieron a la señorita Kristina, sus dientes blancos relucieron bajo sus oscuros bigotes. Ella les devolvió el saludo y ellos levantaron en el aire las cestas llenas de peces brillantes, como si quisieran ofrecérselos a modo de entusiasta homenaje a las de su sexo, que raras veces se dejaban ver en la cubierta de un barco.

Bager fue llevado a tierra firme para hacer acopio de provisiones, pero regresó con las manos vacías. No podían conseguirse ni patatas ni pan. Setúbal estaba paralizada por una huelga, ¿o se trataba de un lockout? Resultaba difícil de saber; pero, desde luego, era una especie de revolución. Había toque de queda a partir de las nueve de la noche, y quien fuese sorprendido en la calle después de anochecer sería fusilado.

—¿Por qué hay una revolución? —preguntó la señorita Kristina con los ojos brillantes por la emoción.

Su padre se encogió de hombros.

—Estarán hambrientos —respondió—. Aquí los pobres son muy pobres.

—Pero eso es horrible —dijo la señorita Kristina—, pobre gente.

—No se lo tome tan a pecho —intervino Herman—. Es lo normal. Aquí se vive en estado de revolución. Gritan y se matan entre ellos. Después hay que cambiarlo todo, y la siguiente vez que vienes está todo como antes. Es su temperamento. No son capaces de dominarlo. Pero ¿arreglar los problemas? Ni hablar.

La palabra «revolución» circulaba por la cubierta. Todos tenían que saborearla. Era como una fruta exótica, de un sabor extraño y excitante. La revolución era algo propio de allí, del sur. Ahora podían volver a casa y decir que la habían visto. Aunque, en realidad, no había nada que ver. Los pescadores de sardinas parecieron al principio no verse afectados por la revolución —si de eso se trataba—, y todos los días volvían al puerto con las bodegas de sus barcos repletas. Después, la huelga arraigó, y corrió el rumor de que también las fábricas conserveras pararían.

Los días siguientes los pescadores no zarparon, y se hizo el silencio en torno al Kristina. Atracaron el Nauta y el Rosenhjem. Se organizó un pequeño Marstal flotante, y había mucho movimiento entre los barcos. Se hacían visitas y se bebía café. La señorita Kristina dejó sus paseos con Ivar para estar con los patrones, que conocían a su padre y solían visitarlos en su casa de Marstal. Salió con ellos a ver la ciudad, donde, pese a la revuelta, reinaba la calma. Fue ella quien se puso a los remos para conducirlos a tierra. Sí, era una auténtica hija de patrón.

Volvió con un ramo de rosas que le había regalado el jardinero de un parque. Después describió animada un gran café en la plaza Mayor de la ciudad, donde tocaba una banda militar.

—Es agradable oír de nuevo una orquesta de viento —dijo.

Herman se encogió de hombros. Seguramente así era como hablaba una dama de mundo, pero no recordaba que ninguna orquesta de viento diese conciertos en Marstal. También había ido al cine, y una orquesta de cuerdas ponía fondo musical a la película; eran por lo menos veinte hombres, afirmó con entusiasmo.

Varios de los marineros de Marstal tenían consigo sus instrumentos, y reunieron dos acordeones, tres armónicas y un violín. Cuando no estaban de guardia se convertían en toda una orquesta. Tocaban y cantaban. Ivar tenía buena voz, pero fue sobre todo su radio lo que lo hizo popular entre las demás tripulaciones. En el Kristina estaban orgullosos de él. Era uno de los suyos, y ningún otro barco tenía a nadie como Ivar. Hacía girar el botón de la radio y llegaban voces de todo el mundo, y también música, el fado portugués. Ivar conocía el término y les habló de aquella música melancólica. En la radio sonaban asimismo músicas aún más extrañas. Música árabe, de una emisora de Casablanca. Pero ahí incluso Ivar tenía que darse por vencido. No sabía cómo se llamaba aquello.

Los patrones salían del camarote, donde habían estado con su ginebra y su bálsamo de Riga. No podían resistirse a la radio. La señorita Kristina andaba con la cafetera en la mano, preguntando si alguien quería comer filloas, y se oía de inmediato el alegre sí de los reunidos.

En Setúbal, Herman estaba con los suyos. Eran marineros, y de Marstal. En un portal de Nyborg había golpeado a un hombre, y después dijo que lo había hecho en nombre de Marstal. Pero ahora se sentía fuera, y no se debía solamente a los celos. Puede que ni siquiera fuese por eso. Era más bien que ya no sabía dónde se hallaba su sitio. Sólo se sentía realmente a gusto cuando mandaba y estaba rodeado de respeto y temor.

En la potencia imprevisible del viento y del oleaje había un desorden con el que se sentía identificado. Lo notaba en el momento en que bajaba a tierra firme. Allí la vida recuperaba sus dimensiones liliputienses, y él caminaba de aquí para allá como un gigante torpe y sin hogar que no podía trasponer las puertas que se abrían a otros.

Impregnaba la noche una suavidad, una feminidad procedente del aire cálido meridional, de la calma chicha que invitaba a las estrellas a reflejarse en el agua, del silencio enigmático de la ciudad cercana. La sensualidad lo invadía todo, la música y las voces, los patrones, que rompían sus costumbres y se mezclaban con la tripulación, y el olor a filloas que salía de la cocina.

Se hallaba con los suyos, pero se sentía un extraño entre ellos.

Sintió un escozor repentino, una sensación espantosa de no estar entero, de estar lisiado. En un momento de pavor se vio a sí mismo desde fuera y vio a un monstruo. Le entraron ganas de esconderse, de huir de un mundo con el que no podía, como si cayera en la cuenta de que caminaba por un sendero que no llevaba a ninguna parte. No le apetecía beber ni pelearse.

Tenía que salir de allí.

Fue al camarote en busca de su revólver. Después trepó por la borda y bajó al bote auxiliar, que estaba amarrado a la banda. Dio un empujón y empezó a alejarse a paladas lentas.

¿Adónde quería ir? No lo sabía. Permaneció indeciso a los remos. El puerto estaba vacío. No había ninguna luz encendida, y el silencio de la ciudad desierta parecía haber caído del cielo nocturno, como si en el momento en que entraba en vigor el toque de queda el gran vacío del universo la hubiera absorbido.

Entonces comprendió qué quería. Quería caminar por las calles oscuras. Se trataba de su territorio, de una zona prohibida donde, si eras sorprendido, podía costarte la vida.

Antes la tormenta bramaba en su interior. Ahora la marea remitía en sus venas. Llegó el reflujo, y con él un silencio espantoso.

Remó pausadamente hacia el muelle más cercano. Intentaba que las paladas fuesen lo más silenciosas posible. Sólo se percibía un débil chapoteo que la densa oscuridad absorbía enseguida. La música y las voces que llegaban del Kristina se oían tan lejanas que parecían proceder de otro mundo, un mundo que Herman había abandonado y al que nunca podría volver.

No pensaba en el futuro inmediato. No sabía qué lo esperaba en las calles desiertas, y tampoco le importaba. Lo atraía un imán, y él obedecía pasivamente. Aquél era su lugar, el foco magnético de silencio, muerte y frío metal. Notaba el peso del revólver en el bolsillo, y estaba preparado.

Amarró el bote y subió al muelle. No había luna. Aun así, la ciudad no había desaparecido totalmente en la oscuridad. Aquí y allá manaba luz de una ventana abierta o entre las rendijas de unas contraventanas. Oyó voces, después las notas de un piano, un sonido tenue que parecía protestar contra el silencio para después ser absorbido por éste.

Se encontraba entre dos hileras de casas y echó la cabeza hacia atrás. Vio la Vía Láctea, que discurría paralela a la calle, un sendero de gravilla celestial lleno de guijarros resplandecientes que atravesaba la noche desierta. Recordó la primera vez que la vio. Era un niño solo en la noche. Estaba en la playa y miró al cielo, rebosante de impacientes expectativas. Pero ahora había dado la espalda a todo. Estaba solo con la Vía Láctea y un revólver.

¿Deseaba sobrevivir a aquella noche? ¿Era una prueba que se había impuesto a sí mismo, o quería, tal vez, otra cosa? No lo sabía. Su conocimiento del lenguaje de las estrellas no le permitía ir más allá.

Se hallaba en medio de la calle y miró hacia arriba. Las paredes blancas de las casas emitían un brillo azulado, como si reflejaran el fulgor de las estrellas. Los portales y portalones palpitaban, negros. ¿Era prudente estar en medio de la calzada?

De pronto sintió que remitía su peculiar embriaguez, que no había provocado ningún licor sino la soledad bajo el cielo nocturno. Corrió a la acera y se apretujó contra la pared de una casa. Pero allí también podían verlo, una masa negra apretada contra la azulada y refulgente pared.

No había ido allí para esconderse. Se puso en medio de la acera y echó a andar.

De pronto oyó pasos. Se detuvo. Sonaban acompasados. ¿Era una persona que se acercaba o varias? Aguzó el oído. Desde luego, no era un grupo, pensó. ¿Tal vez fueran sólo dos? ¿Una patrulla nocturna? ¿Quién si no iba a andar por la calle después del anochecer en una ciudad donde imperaba el toque de queda? Miró hacia atrás y después hacia delante. La calle era ancha. Distinguía las copas de las palmeras, que daban sombra a la luz de las estrellas. Debía de encontrarse en un bulevar. Tenía que buscar en las estrechas y retorcidas callejuelas, donde era más fácil escapar. Se detuvo, indeciso. Después sacó la pistola y giró lentamente sobre sus talones. Oscuridad, nada más que oscuridad. Aún oía los pasos. Seguían siendo acompasados. ¿Se estaban acercando o alejando?

Avanzó, vacilante. Volvió a adelantar la pistola. Si tropezaba con quienes fueran, iba a ser él o ellos. Eso estaba claro.

Los pasos continuaron.

Sí, no cabía duda de que se aproximaban, pero no acertaba a saber de dónde procedían. Podía estar acercándose a ellos o distanciándose.

Reanudó la marcha. Llevaba un rato caminando cuando los divisó. Se hallaban justo delante de él, a sólo tres o cuatro metros, como si lo esperaran. Paró en seco.

Uno de ellos gritó.

El grito quedó ahogado por una explosión ensordecedora. Herman miró frente a sí para averiguar la causa de la explosión y vio su propio revólver en la mano. Era él quien había disparado.

Sin tiempo para comprobar si había dado en el blanco, echó a correr. No se oían tras él ni pasos ni tiros. Estuvo a punto de detenerse para mirar atrás, pero la sangre bombeaba en su cuerpo y la huida tenía su propia inercia. Sentía la mente completamente clara. Sólo las piernas se movían de forma automática, como si tuviesen voluntad propia.

Dobló una esquina y siguió corriendo un poco más. Después recuperó el control sobre sus músculos. Se detuvo y se apretó contra una pared, mientras escuchaba en el silencio de la noche. Al principio no oyó nada. Después, a lo lejos, el ruido de gente que corría. Procedían de una dirección, después de otra. Se oyó un disparo, luego varios en rápida sucesión, hasta que los tiros se fundieron en un largo tableteo que debía de proceder de una ametralladora. Ahora se oían también gritos de órdenes y taconeo de botas, como si un ejército se hubiera puesto en movimiento. En algún lugar arrancó el motor de un coche.

Era él quien había roto el silencio con su disparo, y fue como si éste hubiese hecho explotar una mina, y la mina fuese toda la ciudad.

La ciudad a oscuras y sus disparos lo envolvían por completo. Las detonaciones aumentaron en intensidad, y después siguió un silencio expectante. ¿Quién disparaba a quién? ¿Era el ejército, disparando a los huelguistas, o éstos respondiendo? ¿O quizá, simplemente, el caos? ¿Era eso la revolución? ¿Fieras arrastrándose en la oscuridad, extendiendo sibilantes sus garras las unas contra las otras para después retirarse a las sombras? ¿O la revolución era otra cosa, la rebelión de los revólveres, que por la noche se adueñaban de sus propietarios y entablaban una conversación con la sangre, la llamaban, la tentaban, y poco a poco se extendía por las calles de la ciudad igual que una inundación?

¿Se disparaban entre ellos para celebrar que ya no existían el bien y el mal, ni el orden ni lo contrario, sino, sencillamente, vida indómita, una ciudad de piedra salpicada por el propio símbolo de la vida, la sangre?

Echó a correr de nuevo. Aunque respiraba con dificultad, no se detuvo. Su pesado cuerpo atravesaba las calles como un rinoceronte en estampida. De alguna parte le dispararon. Oyó que la bala se incrustaba en la pared a su espalda. En otro sitio sorprendió a dos hombres ocultándose en un portalón. Disparó al interior del portal y continuó su desenfrenada carrera. ¿Quiénes eran? ¿Les había dado?

Le tenía sin cuidado.

Vio un pelotón de soldados acercarse en formación y encontró un portal protector, pero en cuanto pasaron de largo salió de nuevo. Se volvió en medio de la carrera y disparó un tiro en dirección a ellos.

Alguien había hecho una barricada que atravesaba la calle. Unas sombras se movían detrás. La oscuridad era demasiado densa para ver lo que ocurría, pero él lo sabía por instinto. Era la revolución, la rebelión de los revólveres, que estaban allí para sangrarse mutuamente. Existía una fraternidad entre los soldados y los rebeldes. Las ganas de matar los unían.

Lo llamaron a gritos. Respondió con su chapurreado español de marinero. Lo invitaron a unirse a ellos en la barricada. Le dieron palmadas en el hombro, y cuando les enseñó su revólver lo llamaron compañero, palabra que entendía y que le parecía tan ingenua como ellos mismos. No le importaba la causa que defendían. Necesitaban una coartada para disparar sus armas. Él no.

Estaban disparando contra la barricada. Los rebeldes respondieron en la oscuridad. Vio los fogonazos de los revólveres. Notó algo caliente en la mejilla. ¿Lo habían alcanzado? El hombre que estaba a su lado cayó desvanecido sobre su hombro. Su cabeza quedó quieta un instante, como si se hubiera dormido. La manga de la camisa de Herman se empapaba de sangre. El herido se deslizó lentamente hasta el suelo.

El tiroteo arreció. Los fogonazos de las armas se reavivaron como fuegos artificiales en el extremo opuesto de la calle. El estruendo era ensordecedor y, a la vez, embriagador.

Sintió que un ardor seco e intenso atravesaba su piel, como si su corazón estallara en llamas. ¡Estaba vivo!

Los disparos se acercaron. Los soldados se lanzaron al asalto. Los hombres que lo rodeaban abandonaron la barricada. Los oyó largarse en medio de la oscuridad y también él se alejó emprendiendo una furiosa carrera. Oyó reír a alguien. Era él mismo. Después vio una figura extendida en el suelo, ante él. Saltó por encima de ella. Alguien lo cogió del brazo, tiró de él por una calle lateral y lo metió en un portalón. Treparon un muro, y después otro. Herman murmuró un gracias, aunque realmente no le importaba. Su cuerpo le gritaba, extasiado, dando fe de su inmortalidad. Aún llevaba el revólver en la mano.

Era como si siempre hubiese estado en esa ciudad sumida en la oscuridad, y todo cuanto le había ocurrido antes le pareció trivial. Lo percibió de repente. Esa noche había sido liberado. En las calles desiertas, donde los fogonazos de las armas hacían de farolas y corría la sangre por el arroyo, podía caminar sin sentirse incompleto. Sencillamente, existía. Era su sangre, su cuerpo, sus instintos y reflejos. Era su revólver, y por medio de él estaba unido a todos los que, como él, deambulaban por la noche armados. Estaba unido a todos los hombres, a la vida y a la muerte.

Desde las colinas que se alzaban tras la ciudad una bola enorme y roja parecía rodar por el bulevar en su dirección. Era el sol, que empezaba a salir. Los colores se encendían en torno a él, al principio como un leve fulgor, después con mayor intensidad. Herman recibió el amanecer con una mezcla de decepción y alivio. Era como si la luz del sol hiciese limpieza en el caos de la noche y devolviera las casas, y al cabo de poco también a las personas, a sus lugares.

Se miró de arriba abajo. La camisa tenía manchas de sangre. Se la arrancó y la arrojó al suelo. Notó en la mano el peso del revólver. Vaciló un momento. Después lo dejó caer y siguió adelante.

Llegó a una gran plaza. Las mesas y sillas estaban volcadas. Hombres de uniforme se llevaban los cadáveres. Pronto lavarían las baldosas para borrar toda huella de sangre. El día regresaba.

Cruzó la plaza pausadamente. Un soldado le gritó y se acercó a él. Otros dos lo siguieron. Lo miraron de arriba abajo. Iba con el torso desnudo, olía a sudor rancio, y su rostro, bajo el cabello rubio y corto, estaba enrojecido por el viento, la bebida y el sol. ¿Qué era? ¿Un marinero que en la excitación del momento se había olvidado del tiempo, del lugar y del toque de queda?

Apestaba.

Pensaron que era a ropa de cama y mujer. Lo veía en sus caras. Les sonrió. Le devolvieron la sonrisa. El soldado más alto señaló su mejilla. Herman se llevó la mano allí y notó una costra de sangre donde una bala lo había rozado.

Mujer —dijo.

Mujer —repitieron, entre risas.

Uno de ellos imitó con la mano un gato enseñando las uñas.

Les había disparado por la noche y ellos le habían disparado a su vez, igual que sombras que dispararan contra sombras. Ahora solamente eran hombres a primera hora del amanecer. Dejaron que se marchara.

Bajó al puerto y encontró el bote. Después soltó el amarre y, remando lentamente, emprendió el camino de vuelta al Kristina.

Al día siguiente Herman estuvo callado. La tripulación lo miraba de reojo. Se habían percatado de su ausencia, pero no decían nada. De vez en cuando esbozaba una extraña sonrisa que no iba dirigida a nadie, y que no habían visto hasta entonces. Se miraron entre ellos con ojos vigilantes.

¿Qué vendría tras el silencio?

Ivar dirigió una mirada evaluadora a la maciza espalda de Herman. Bager era el único que parecía no enterarse de nada.

Herman advirtió el modo en que lo miraban. ¿Qué pensarían de él? ¿Qué creerían que había estado haciendo en Setúbal durante el toque de queda? ¿Pensarían acaso que se había ido de putas, sin más? Entonces, ¿por qué no le preguntaban? ¿Temían la respuesta?

La huelga había acabado. El Kristina atracó en el muelle. Un par de gabarras se colocaron a su vera y los estibadores se afanaron en descargar el bacalao. Bager estaba en la ciudad comprando provisiones, y había llevado consigo a la señorita Kristina, que regresó animada y contó que el proveedor de buques los había invitado a comer. Habían comido pescado con aceitunas fritas.

—Pero, imaginaos, todas las ventanas del restaurante estaban hechas trizas. ¿Habrá habido una revolución esta noche?

Herman sonrió, pero no dijo nada. Los demás lo observaron con expresión escrutadora.

Él miró a su vez a los hombres de a bordo. Miró a los estibadores que trajinaban en la bodega y en el muelle. Vio a los pescadores remar mar adentro con los botes vacíos. Los vio volver con las redes repletas. Vio a los soldados con la bayoneta calada. A los habitantes de Setúbal. Su mirada abarcaba en una panorámica el mundo entero. Le pareció que el tiempo se había detenido y que él, rodeado de silencio, había desentrañado todos los enigmas de la Tierra.

¿Fue en ese momento cuando tuvo la ominosa certeza de que la señorita Kristina sería suya?

El Kristina estaba listo para levar anclas, y zarparon de Setúbal. Los dos primeros días tuvieron viento sur en popa. Después vino la calma chicha. El trinquete y la gavia permanecían aparejados. No había nadie al timón. Olas gastadas surcaban el mar. El agua llegaba hasta las amuradas. Desde su posición en el cénit, el sol del mediodía consumía los colores tanto del mar como del cielo, hasta que todo se fundía en una neblina blanca de calor. El Kristina se elevaba y descendía al compás de la respiración pausada del mar. Era como si el mundo hubiese caído en un sopor profundo. Caminaban como sonámbulos y respiraban al compás de las olas.

La señorita Kristina estaba en cubierta, bordando. Nadie hablaba. Bager se sentó junto a su hija con el Sermonario del marino. No decían nada, y tampoco parecía que necesitaran hablar para sentirse cercanos. El patrón volvió una página de su libro, miró distraídamente el mar y siguió leyendo. Ella atendía a su bordado. Estaba bronceada y se había soltado el cabello. Helmer servía café.

Eran los últimos días de calor, antes de que se acercaran al Cantábrico.

Al día siguiente continuó la calma. Hacia las siete de la tarde se levantó brisa, y Knud Erik e Ivar subieron a desplegar las velas. Durante la noche el viento arreció. La señorita Kristina apareció en cubierta por la mañana y una ola le dio en plena cara. Se secó el agua salada del rostro y rió en dirección a Ivar, que estaba a la rueda del timón. Después dirigió una mirada experta a las velas. Durante la noche habían acortado las cangrejas y de las velas cuadradas sólo quedaban el sobrejuanete de proa y el juanete de proa alto. El contrafoque estaba tenso y pronto habría que arriarlo.

—Los trapos están a punto de reventar —dijo entre risas, con la cara mojada.

Se había puesto las botas de su padre y un impermeable de hule que le iba grande. Llevaba el cabello cubierto con un pañuelo. Se le había empapado. Lo escurrió y lo metió en el bolsillo del impermeable. Su densa cabellera de color castaño se arremolinaba por el viento.

El Kristina adelantó dos pequeños pesqueros que se dirigían al sur. La hija del patrón se situó junto a Ivar y los siguió con la mirada. Las dos embarcaciones cabeceaban sacudidas con violencia por las olas, después desaparecían en el seno de una, pero enseguida volvían a surgir en la cresta de la siguiente. La señorita Kristina continuó observándolos, como si buscara una referencia. De pronto contrajo el rostro, se llevó una mano a la boca y corrió hacia la borda. Ivar, discreto, desvió la mirada.

La muchacha regresó a su lado.

—Creo que voy a bajar al camarote —dijo.

Ivar asintió en silencio.

A mediodía el viento cambió de dirección. El viento y la corriente empujaban en sentidos opuestos, y el Kristina cabeceaba violentamente entre las olas. La proa se hundía una y otra vez en el mar.

Herman se puso al timón.

—Hay que arriar el contrafoque —dijo a Ivar.

Éste lo miró y preguntó:

—¿Quieres que suba al bauprés?

—¿Eres tonto o qué?

—¿Ves tú lo mismo que yo? —dijo Ivar, desafiándolo abiertamente.

—Veo que hay que arriar el contrafoque.

—Yo veo que el bauprés está la mitad del tiempo bajo el agua.

—¿Qué pasa? ¿Te da miedo un chapuzón? —Herman no hacía nada por ocultar su desprecio.

—Si no pones proa al viento para aminorar la velocidad, no pienso ir allí.

Se miraron.

—¿Estás dándome órdenes?

—Tú eres primer oficial y yo marinero. Sólo te animo a que hagas lo que haría cualquiera que sepa un poco de navegación. Si no, el contrafoque se quedará donde está.

Herman desvió la mirada. Sabía que Ivar estaba en lo cierto. Sería una irresponsabilidad enviar a un hombre al bauprés cuando la proa se hundía de aquel modo. Aflojó la presión sobre la rueda del timón y la embarcación se puso proa al viento. La señorita Kristina regresó entonces a cubierta. Se llevó una mano a la boca como si fuera a hacer otra ofrenda al mar. Después, se fijó en los dos hombres, que estaban frente a frente. Miró a uno y a otro, sin apartar la mano de su boca.

Ivar cruzó la cubierta. El Kristina ya no cabeceaba. El contrafoque tremolaba al viento. El bauprés, chorreando agua, apuntaba hacia el cielo encapotado de un color gris pizarra. Ivar se subió al bauprés y empezó a recoger el contrafoque.

Herman miró a aquella figura alta que se erguía tan segura sobre el resbaladizo bauprés, agarrado al contrafoque con el agua espumeante a sus pies.

El tiempo pareció detenerse.

No era solamente la fuerza de un hombre lo que hacía fuerte a Herman. Era también su conocimiento de las debilidades de los demás. Despreciaba a Ivar desde el momento en que lo conoció, pero con un desprecio extraño, indefinido, sin motivo concreto. ¿Tenía Ivar un punto débil? ¿Era capaz de aguantar la presión en una situación crítica?

Notó la rueda del timón en sus manos, el modo en que aquel eterno brazo secular entre el timonel y el mar empujaba y tiraba. Tenía que hacerla girar constantemente para mantener la velocidad. Entonces vaciló durante un instante. El viento volvió a hinchar las velas con un ruido semejante a un estallido. La proa se levantó hacia el cielo desde la cresta de una ola que rompía, y el barco cayó, cayó y cayó, atravesando el aire hasta impactar con la superficie del mar, formando un surtidor de espuma a cada banda. El Kristina se abrió paso entre el mar igual que un cuchillo, y toda la proa se hundió como si hubiera puesto rumbo al fondo.

Transcurrió una eternidad, como si el sol se hubiese desviado de su órbita hacia un centro de gravedad invisible de algún lugar remoto de la galaxia, pero todo sucedió tan rápido que nadie llegó a reaccionar. La señorita Kristina seguía sin apartar la mano de su boca, y con los ojos como platos. El barco volvió a elevarse lentamente. A popa, el agua espumeante barrió la cubierta. El bauprés apuntó al cielo, triunfante. Ivar colgaba aún de él. Estaba aferrado igual que una cría de mono, con la cara blanca.

Aun en ese breve instante, Herman vio que estaba paralizado. Era el momento de lanzarse sobre el castillo de proa. Si la delantera del barco volvía a hundirse, Ivar no saldría vivo. Ése era su momento, igual que Herman había tenido el suyo en Setúbal.

Sin embargo, Ivar siguió allí, con los músculos y la voluntad agarrotados. Se aferraba con los dedos al bauprés como si, aterrado, se tomara a sí mismo por un animal que podía clavar las garras en la dura madera y no soltarse.

En un momento de inspiración repentina, Herman hizo bocina con las manos y exclamó:

—¡Salta, marinero! ¡Salta, cojones!

No sabía si lo hacía para sacarlo de su agarrotamiento o para burlarse de él.

El barco volvió a hundirse de proa. Cuando emergió, Ivar ya no estaba. El desierto bauprés apuntó a las nubes, como si fuera allí donde había desaparecido, y no bajo la espumosa superficie del agua.

Herman hizo girar la rueda del timón y puso la embarcación contra el viento. La proa detuvo su viaje hacia el cielo.

Todo sucedió muy deprisa. La señorita Kristina se precipitó hacia él.

—¡Cerdo! —gritó, casi sin aliento—. Ya he visto lo que has…

La náusea hizo presa en ella y vomitó sobre el pecho de Herman. Estaba contraída por los retortijones. Esta vez el vómito cayó en la cubierta. Cuando se enderezó, jadeante, los blanquecinos restos de vómito se deslizaban por su cuello.

Lo miraba con los ojos desorbitados y una expresión demencial en el semblante. Un rosario de insultos brotó de sus labios.

—¡Eres un cerdo, un monstruo, eres repugnante, eres… eres…! —Su arrebato terminó en un repentino tartamudeo, que dio paso a un llanto entrecortado.

La señorita Kristina había visto lo ocurrido y era hija de un patrón de barco, de modo que sabía lo suficiente para comprender el significado de lo que acababa de presenciar. Había visto a Herman volver a cambiar el rumbo, y sabía lo que eso significaba cuando había un hombre en el bauprés.

Y era cierto, Herman no podía negar lo que había hecho. Aun así, siempre mantuvo que ella se equivocaba. No fue él quien se llevó la vida de Ivar, sino el mar. Fue el mar quien venció a Ivar, porque a éste le faltó valor en el momento decisivo. El mar se lo llevó porque no estaba en su elemento. Él, Herman, sólo había sido el instrumento.

Había, sin embargo, otro testigo. Era Helmer, que se encontraba en la cargadera cuando Ivar trató de arriar el contrafoque. Pero no entendió nada de lo que vio, y si hubiera pensado que había entendido algo, Herman disponía de medios para cerrarle la boca. Nadie podía acusarlo de nada. Y existía una buena razón para ello: no había hecho nada.

—¡Hombre al agua! —gritó.

Los chillidos cesaron. La señorita Kristina recuperó la calma. Después arrancó una boya de salvamento y la arrojó al agua para marcar el lugar donde había desaparecido Ivar. Knud Erik y Vilhjelm subieron del dormitorio.

—¿Quién? ¿Quién? —gritaron, confusos.

—¡Ivar! —respondió Helmer, con un deje de pánico en la voz.

Herman le indicó que subiera a las jarcias para ver si Ivar aparecía. Después ordenó hacer girar la verga de la vela cuadrada. La señorita Kristina estaba de nuevo junto a la borda, vomitando.

«Esta vez ha sido por el susto», pensó Herman.

Bager salió corriendo de su camarote. Herman le explicó en pocas palabras lo ocurrido. Hizo que su voz sonara apagada y sobria.

—Ivar se ha caído del bauprés. Estaba arriando el contrafoque.

—¿Cómo ha podido suceder? ¿No ibas proa al viento?

—Por supuesto; pero de pronto ha desaparecido. —Herman se encogió de hombros, con lo cual daba a entender que el accidente había ocurrido por culpa de Ivar.

Knud Erik y Vilhjelm estaban arriando el bote al agua. Bager corrió a dirigir la maniobra. Después también él saltó al bote. Herman vio a la señorita Kristina trepar por la borda. Saltó y desapareció por la banda.

Justo después asomó el bote. En la proa iba la señorita Kristina, con el cabello al viento, guardando el equilibrio como alguien acostumbrado al mar. En su barbilla quedaban restos de vómito. Bager estaba hundido en la bancada de popa. Knud Erik y Vilhjelm iban a los remos.

Herman permaneció a la rueda del timón. La sensación de que la suerte del barco dependía de él lo desbordaba.

Remaban en círculos, indecisos; en un instante en la cresta de una ola, y al siguiente desaparecían. El viento arrastraba al Kristina, y lo mismo sucedía con la boya de salvamento. ¿Hasta qué punto sabían dónde había desaparecido Ivar? El mar no ofrecía referencias. Se deslizaban cada vez más lejos, hasta que el bote no fue más que una cáscara de nuez pintada de blanco en medio del paisaje de olas cambiante que en un momento dado se alzaban y después seguían debilitadas a la caza del lejano horizonte.

Después dio la impresión de que allí, a lo lejos, sucedía algo. Las diminutas figuras del bote se levantaron y agitaron los brazos. Se inclinaron hacia delante. Parecían estar manipulando algo. ¿Lo habrían encontrado?

Herman gritó a Helmer, que estaba subido a las jarcias.

—¿Ves algo?

—¡Creo que lo tienen!

Helmer agitó un brazo, como si estuviera preparándose para dar la bienvenida a Ivar al mundo de los vivos.

No está claro qué ocurrió después. Las figuras se inclinaron más aún, a tal punto que casi desaparecían por la borda. El bote se meció peligrosamente por el repentino desequilibrio. Después volvieron a erguirse. Sólo una de las figuras siguió encogida.

Herman volvió a gritar a Helmer.

—¿Qué sucede ahora? ¿Lo tienen?

Mientras esperaba respuesta, no sintió miedo ni lo contrario. Si Ivar se salvaba, pues se salvaba. La vida continuaba, independientemente de lo que ocurriera allá en el agua. Herman estaba tranquilo y apenas le importaba.

—Creo… —Helmer vaciló y entornó los ojos—. Creo que han vuelto a perderlo; al menos, no lo veo.

Seguían proa al viento. Las velas restallaban en la tempestad.

El bote empezó a describir círculos. Siguió un rato así hasta que puso rumbo de vuelta hacia el barco. Bager fue el primero en subir a bordo. Se tocaba el pecho y estaba pálido. Lo seguía la señorita Kristina. Tenía el rostro hundido en el hombro de su padre y temblaba de la cabeza a los pies. Lloraba entre sonoros sollozos. Bager la abrazó con fuerza. Después, con un brazo rodeándole los hombros, la acompañó hacia el camarote mientras con la otra mano seguía apretándose el pecho. Su boca no era más que una línea en su rostro atormentado.

Herman llamó a Knud Erik.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Lo hemos encontrado. Estaba flotando, medio ahogado, y tenía una mirada extraña.

—¿Extraña?

—Sí, no sé cómo llamarla. Parecía que no fuera él. Como si se hubiera vuelto loco. Agitaba los pies y las manos cuando hemos intentado izarlo a bordo. No podíamos agarrarlo bien por los sobacos. Y en ese momento hemos empezado a tirar… y eso, entonces ha sucedido.

—¿Qué ha sucedido?

—Pues que su impermeable debe de haberse soltado. Y él se ha deslizado fuera. De pronto nos hemos encontrado con las mangas vacías. —Knud Erik hizo una pausa; le costaba continuar—. Se ha hundido. No hemos vuelto a verlo. Pero lo teníamos. Le hemos visto la cara. Estaba más cerca de él de lo que estoy de ti ahora. Estaba salvado. Y entonces… —Se calló y dirigió una extraña mirada a Herman—. Pero eso era lo que querías… ¿verdad? —Negó con la cabeza y se volvió.

Herman permaneció un buen rato mirándolo. Después, un sonoro chasquido atrajo su atención. Era el contrafoque, que colgaba suelto en medio de la tormenta. Gritó hacia la cubierta.

—Todavía hay que arriar un contrafoque. ¿Algún voluntario?

Helmer colgaba de las jarcias. Herman le ordenó que bajase y le dijo que se ocupara de la cena. Había un barco que gobernar y la vida seguía adelante.

Se puso a cavilar acerca de las palabras de Knud Erik y la extraña mirada que le había dirigido. De pronto le pareció que el chico lo sabía todo sobre él. Recordó la advertencia de Kristian Stærk en relación con Anton Hansen Hay, que había encontrado la calavera de su padrastro. Y es que el chico podía saber algo. Aquellos jodidos críos no dejaron de mirarlo hasta hacerle sentirse incómodo, y al final tuvo que marcharse de la ciudad. Pero nunca se descubrió nada. El incidente debía de estar olvidado.

Comió con los tres chicos. El ambiente era agobiante, y permanecieron en silencio. Tenía que acordarse de volver a darles las antiguas raciones. Ahora no estaba Ivar para defender sus intereses.

—¿Alguien tiene algo que decir? —preguntó al fin.

Helmer se encogió y se concentró en la comida. Herman miró a Knud Erik y a Vilhjelm, que negaron con la cabeza.

—Hoy hemos perdido a un compañero —dijo—. Ha pasado antes y volverá a pasar. Son cosas que ocurren en el mar. Hay marineros buenos y los hay que no son tan buenos… —Dejó la última frase como suspendida en el aire.

—Ivar era un buen marinero —afirmó Knud Erik.

Herman se contuvo. Tenía ganas de largarle una al chico.

—Ha sido el mar —dijo, quitando hierro—. Cuando el mar muestra su lado malo, no hay nada que hacer. —Sus palabras le parecieron vacuas incluso a él—. Pero habíais conseguido agarrar a Ivar. ¿Qué ha ocurrido? ¿Le ha entrado el pánico?

Knud Erik negó con la cabeza, reacio a responder.

Herman sabía que había encontrado el punto débil. Porque habían dado con Ivar. Estaba vivo. Podían haberlo salvado. Él mismo lo había impedido. Un buen marinero, ya. ¿Acaso un buen marinero se comportaba así cuando su vida estaba en peligro? Tal vez Knud Erik sospechara que detrás del accidente estaba él, pero el chico había sido testigo de la cobardía de Ivar, y eso hacía perder firmeza a su acusación.

Repitió la pregunta.

—¿Le ha entrado el pánico?

Todos permanecieron en silencio, de modo que no necesitó respuesta.

Helmer se levantó para llevar café al camarote de Bager.

Knud Erik alzó la vista. Había una peligrosa obstinación en su mirada.

—Voy a contárselo todo al patrón —anunció.

—¿Contarle el qué? Estabas dormido en la litera —dijo Herman con tono sosegado.

—Vilhjelm lo sabe también. Vamos a decírselo a Bager.

—¡La vieja historia! —exclamó Herman entre risas—. Todo Marstal lleva quince años hablando de que maté a Jepsen. —Abrió los brazos, sin parar de reír—. ¡Y mirad! ¡Todavía sigo aquí!

Helmer volvió con los platos del camarote del patrón. Ni Bager ni la señorita Kristina habían tocado la comida.

—El patrón quiere hablar contigo —dijo.

Herman se puso de pie. En la cubierta aspiró profundamente. Debía concentrarse y dirigir bien sus fuerzas. No tenía ni idea de qué iba a decir. Confió en su instinto de supervivencia. Había llegado la hora de ponerlo a prueba. Vio a la señorita Kristina al timón con Vilhjelm. Estaría a solas con Bager. Probablemente sería lo mejor.

Abrió la puerta del camarote y cruzó el umbral. Había estado allí antes, pero era como si lo viese por primera vez. Su mirada se deslizó por las fotografías familiares, cuyos marcos estaban atornillados al mamparo, en lugar de colgar de un clavo. Encima de un sofá tapizado de cuero había una estantería repleta de libros. Finalmente, miró al patrón. Bager parecía haber sufrido una transformación espectacular en poco tiempo. Seguía teniendo una mano en el pecho, mientras la otra se aferraba a la mesa, como si estuviera a punto de resbalar sofá abajo y tan sólo el contacto con la mesa lo mantuviera en su sitio. Había palidecido más aún, y sus ojos estaban profundamente hundidos en su rostro. Tenía el pelo ralo mojado, y la frente perlada de sudor. Guiñaba los ojos en señal de nerviosismo.

Herman permaneció junto a la puerta. Se puso erguido y habló con un tono tan formal como pudo. En cuanto a fuerza de voluntad, era más fuerte que Bager. Nunca lo había dudado, pero en aquel momento era más evidente que nunca. No obstante, el capitán era su superior. Herman tenía que impresionar e intimidar, pero no tenía que parecer que quisiera saltarse la jerarquía a la que estaba sujeto, por mucho que despreciara a su representante. Él no era ningún amotinado.

—¿Quería hablar conmigo? —dijo.

Bager bajó la mirada hacia la mesa, como si hubiera olvidado lo que tenía que decir y buscase la respuesta en las vetas de la madera barnizada. A continuación aflojó su presa sobre el canto de la mesa y deslizó la mano por la superficie. De pronto dio un fuerte puñetazo sobre el tablero. Debía de ser una señal para sí mismo, un modo de anunciar que iba a dar comienzo a la conversación. Después alzó los ojos y clavó la mirada en Herman.

Los guiños nerviosos no cedían.

—Una grave acusación ha sido formulada contra usted —dijo, y calló, como si esperase una reacción de Herman.

Éste lo miró, expectante.

«Sería divertido que ahora se pusiera a recitar del Sermonario del marino», pensó.

Bager desvió la mirada y al cabo de un momento, con evidente esfuerzo, volvió a fijarla en Herman.

—Alguien… —Vacilaba, buscando la palabra adecuada—. Alguien… alguien de cuya palabra no tengo razón para dudar, afirma que usted ha puesto a propósito en peligro la vida de Ivar cuando estaba en el bauprés arriando el contrafoque.

Se calló, agotado, y esperó una respuesta. Herman no reaccionó, sino que continuó tranquilamente en la misma posición. Bager se secó la frente con un pañuelo. Su cabello, ralo y empapado, quedó alborotado y de punta. Su rostro indeciso tenía un parecido cómico con un gran signo de interrogación.

Herman seguía sin decir nada, y fue Bager quien una vez más tuvo que romper el silencio.

—Usted iba al timón, y en el momento en que Ivar estaba subido al bauprés ha cambiado de rumbo, de forma que la embarcación se ha hundido de proa.

Herman avanzó un paso. Bager se sobresaltó.

—¿Quién lo dice?

—Eso a usted no le importa —respondió Bager—. Por cierto, que no es usted el que hace las preguntas, sino yo. ¡No olvide cuál es su sitio!

Bager volvió a enjugarse la frente. Por un instante pareció estar escuchando algo que ocurría en un lugar completamente diferente, y a Herman se le ocurrió que no era la situación lo que lo asustaba, sino otra cosa.

—No sólo ha actuado usted de forma irresponsable y contra toda prudencia marinera —continuó Bager—, sino que todo parece indicar que ha desviado el rumbo a propósito.

—¿Trata de insinuar algo? —Herman ya no pudo contenerse. Advirtió que tenía ambas manos apoyadas en la mesa mientras se inclinaba amenazador hacia el capitán.

Éste apretaba la mano sobre el pecho. Respiraba entrecortadamente y había desistido de secarse el sudor de la frente. Su pelo seguía de punta. Pero su voz era sosegada.

—No lo insinúo, no, lo digo directamente: usted ha matado a Ivar.

Se detuvo para recuperar el aliento. Su respiración era jadeante y entrecortada. Herman estaba como congelado, y apoyaba todo el peso del cuerpo sobre la mesa.

Bager recuperó el aliento.

—Será interrogado por las autoridades marítimas de Copenhague, y puede estar seguro de que allí aflorará la verdad.

—Se trata de la señorita Kristina, ¿no es cierto? ¡Es ella quien le ha colado esa mentira! Condenada zorra. A Ivar le ha entrado el pánico. Por eso se ha ahogado. Era un flojo. De los que no valen en el mar. Eso es todo. No hay más que decir sobre la cuestión.

A Herman, cuya cara estaba peligrosamente cerca de la del capitán, le costó reprimir el impulso de agarrarlo y estrellarlo contra el mamparo.

Bager le clavaba la mirada, que sin embargo parecía ausente. El sudor resbalaba por su frente pálida. Su rostro volvió a adoptar la expresión de que estuviera escuchando algo que llegara de muy lejos y no fuera consciente de la presencia de Herman.

—¿Escucha lo que le estoy diciendo? —rugió Herman—. ¡Lo que pasa es que esa zorra estaba loca por él!

Ya le daba igual qué decía. Había perdido la cabeza, pero controlaba sus manos, si bien a costa de un esfuerzo que hacía que todo su cuerpo se estremeciera. Aquel mamarracho ¿no se daba cuenta de que estaba jugando con fuego? ¿Cuánto podía soportar un hombre?

—¿Me acusa de ser un asesino? —vociferó, y notó una liberación al decir las palabras en voz alta. Se sintió moralmente superior y recuperó el control sobre sí mismo.

El rostro del capitán continuaba inmutable. Su mirada seguía concentrada en un punto muy lejano, y la expresión de escucha se había intensificado. De pronto aspiró profundamente. Se le escapó un hipo, tal vez incluso el comienzo de un eructo. A continuación, los músculos de su cara se tensaron. Abrió desmesuradamente los ojos y su mandíbula inferior cayó. Después se desplomó hacia delante. Su cabeza golpeó la mesa entre las manos de Herman.

Éste dio un salto hacia atrás. Se quedó mirando el pelo del capitán, cuyos delgados mechones le cruzaban la coronilla. El cuero cabelludo estaba gris, como la tierra reseca. Extendió la mano y le tomó el pulso. No tenía. Después subió la escala y salió a cubierta.

Vilhjelm llevaba el timón. Knud Erik estaba a su lado. No veía a la señorita Kristina por ninguna parte. Seguramente estaría en la cocina con Helmer.

Se dirigió a los dos chicos.

—¿Tenéis algo contra los cadáveres?

Lo miraron sin comprender. Hizo un gesto a Knud Erik.

—Tú, ven conmigo.

Volvió con el chico al camarote de Bager. Knud Erik se puso tenso cuando divisó el cuerpo recostado sobre la mesa.

—¿Qué ha pasado?

—¿Tú qué crees?

—¿Está muerto?

—Le he tomado el pulso, y no tiene. Así que supongo que sí.

Knud Erik se echó a temblar.

—Tenemos que tumbarlo en la litera.

Herman cogió a Bager de las axilas y lo sacó del sofá de lado. Knud Erik lo agarró de las piernas. Depositaron con cuidado el magro cuerpo en la litera. Los ojos seguían desmesuradamente abiertos. También tenía la boca abierta. Herman cerró los párpados del muerto y colocó la mandíbula en su sitio.

—Ha sido un accidente.

Sintió sobre sí la mirada de Knud Erik y se la sostuvo, desafiante. El muchacho bajó la vista.

—Las desgracias nunca vienen solas —añadió, como si no diese demasiada importancia al asunto.

No decía más que banalidades. Aquellos tópicos de filosofía barata eran absurdos. No obstante, había algo tranquilizador en sus palabras, casi como si quisiera consolar no sólo a Knud Erik, sino también a sí mismo. La muerte de Bager lo había asustado. Era como si alguien le hubiera gritado de pronto ¡buuu…! a la cara. Iba a echar de menos al viejo. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que la muerte de Bager podía resultarle provechosa. Se libraría de un montón de acusaciones desagradables.

—Tengo que hablar con la señorita Kristina —dijo, y subió la escala.

Knud Erik lo siguió. Herman abrió la puerta de la cocina. La muchacha estaba acurrucada en el pequeño banco. Helmer se hallaba de pie, de espaldas junto al fogón. Ella lo miró. Su semblante estaba pálido, con los ojos enrojecidos por el llanto. Tenía el cabello alisado por el salitre, pegado a la cabeza en guedejas desordenadas.

—Señorita Kristina —dijo—, he de hablar con usted. Se trata de su padre.

—¿Mi padre? —preguntó ella, sin comprender.

—Vayamos fuera.

Se hizo a un lado para que ella pudiera salir de la cocina. La señorita Kristina obedeció sin hacer más preguntas. Sus movimientos recordaban los de un sonámbulo. Herman la siguió hasta la borda a sotavento. Se encontraban frente a frente, bien agarrados mientras el barco se alzaba y se hundía en el mar bravo. Herman no sabía qué iba a suceder, pero notó lo tenso que estaba. ¿Se desmoronaría la señorita Kristina, o lanzaría, furiosa, nuevas acusaciones contra él? ¿Lo acusaría tal vez de haber matado también a su padre? Herman volvió a sentir la inseguridad que siempre lo dominaba en presencia de aquella muchacha, pero ahora mil veces superior. ¿Sería capaz de controlar la situación?

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, imprimió un tono sobrio a su voz.

—Señorita Kristina —se oyó decir a sí mismo—, lamento muchísimo tener que ser el encargado de transmitirle la triste noticia, pero su padre acaba de fallecer. Le ha dado un ataque al corazón.

No la miró a la cara mientras lo decía. Bajó la vista, lo que podría interpretarse como señal de su condolencia y respeto por su dolor. Pero Herman sabía que su mirada baja se debía a la inseguridad. Percibía que había perdido la partida, y que algo terrible iba a estallar en su rostro, una reacción de acontecimientos en cadena que lo arrastraría a su perdición.

Había pronunciado las palabras, y esperó la reacción de ella. No sucedió nada. Herman no podía soportar la espera, y alzó la mirada. Ella continuaba frente a él. La expresión de su rostro seguía inmutable, como si no hubiera oído lo que acababa de decirle.

Lo que ocurrió después lo cogió completamente desprevenido. La chica avanzó un paso y bajó la cabeza. Apoyó la frente en el hombro de Herman y empezó a sollozar. Durante unos segundos Herman se quedó paralizado, con los brazos colgando a los lados. Después la abrazó mientras se mecía lentamente al compás de los movimientos del barco, para que no perdieran el equilibrio y cayeran sobre la cubierta mojada. Todos los manantiales de su interior se abrieron a la vez. La inseguridad que había sentido momentos antes se transformó en una sensación de triunfo que subía y subía en su fuero interno, con la fuerza de un géiser en erupción.

Permanecieron así un rato. Él podría haber continuado eternamente. Notaba la fuerza de la señorita Kristina, la suave presión de su frente en el hombro. Le acarició el pelo, mojado y enmarañado, mientras susurraba absurdas palabras de consuelo. De repente se había creado un vínculo entre ellos, y Herman no tenía ni idea de cómo se había producido. Sin embargo, existía. Lo sintió con una fuerza enorme, y respondió con un estallido de repentina solicitud. Era como tener a un bebé en brazos.

—Venga —dijo—. Tiene que ver a su padre. —La acompañó hasta el camarote y abrió la puerta—. Creo que es mejor que se quede un rato a solas con él —añadió.

Después fue al timón a relevar a Vilhjelm.

Ordenó desplegar varias velas. Navegaba rápido. La embarcación se inclinaba por la presión del viento hasta que la borda se ponía al nivel del agua. Vio inquietud en los ojos de los chicos, pero ninguno de ellos decía nada. Los llamó.

—Bager ha muerto. Ahora soy el capitán.

Y volvió a quedarse solo a la rueda del timón. Notaba la fuerza del mar pasar por la rueda hasta sus manos. La solicitud que había sentido hacia la señorita Kristina se asentó en él hasta convertirse en seguridad. Ella era suya. Era algo irrevocable.

Herman pensó en el hombre muerto del camarote. Lo que más le apetecía era envolver el cadáver en una lona y echarlo por la borda sin demasiadas ceremonias. Pero se daba cuenta de que era imposible. Saint Malo no era el puerto más cercano, pero si el viento continuaba y él mantenía la velocidad podrían llegar en dos días. El cadáver de Bager no debía permanecer en el camarote, por supuesto. La señorita Kristina no podía dormir en compañía de su padre muerto. El dormitorio de la tripulación era una posibilidad. Ahora había una litera libre.

No pudo evitar sonreír. Así aprenderían aquellos dos mocosos. Que durmieran en compañía de un cadáver.

Herman siguió al timón el resto del día. No quería estar en ninguna otra parte. El barco era suyo. Surcaba el mar con un capitán muerto y una mujer esperándolo en el camarote. Tarareó para sí la vieja canción sobre el marinero borracho que termina en la litera con la hija del capitán.

Sí, era un sueño. Put him in the bed to the captn’s daughter. Y ahora, para él, se había hecho realidad.

Al caer la noche llevó un plato de sopa a la señorita Kristina. El camarote estaba a oscuras. Raspó una cerilla y encendió la lámpara de petróleo atornillada al mamparo.

—Tiene que comer —dijo, tendiéndole el plato.

Ella se llevó la cuchara a los labios, obediente. Herman esperó en silencio a que terminara. Cuando lo hizo, se llevó el plato a la cocina.

A medianoche continuaba al timón. Llevaba tres guardias seguidas. Empezaba la guardia de media. Agarrotó el timón, cruzó la cubierta y bajó al dormitorio de la tripulación. Una vez allí, despertó a Vilhjelm. El chico se levantó, tambaleándose. Había dormido con la ropa puesta. Llevaba en la mano una navaja, seguramente un regalo de confirmación. Knud Erik saltó de la otra litera al suelo. También él iba armado.

El Kristina seguía navegando con fuerza contra el viento, y el dormitorio resonaba cuando la proa embestía contra una ola. Herman miró las navajas y negó con la cabeza.

—Bonitos cortaplumas —dijo con tono jovial—. Metéoslos en el bolsillo; si no, podría pensar que queréis amotinaros.

Observó que con cada palabra que pronunciaba se sobresaltaban aún más. Estaban a punto de llorar de terror.

Dio el rumbo a Vilhjelm y volvió a cubierta. La cruzó y probó a abrir la puerta del camarote del capitán. No estaba cerrada con llave, y enseguida se encontró en medio de la penumbra, sobre el suelo inclinado. Aguzó el oído. No percibió la respiración de la señorita Kristina, pero sabía que había llegado el momento de actuar. Era una certeza que se había desarrollado en su interior, allí arriba, entre la oscuridad y la tormenta.

Extendió la mano a tientas. Alcanzó el edredón y tocó su cabello. Debía de estar dándole la espalda. Aquella espalda con la que tanto había soñado. Le acarició el pelo, áspero por el salitre. Ella no reaccionó. Debía de estar dormida. Su mano continuó explorando por la nuca, que estaba caliente y era suave al tacto. Su gran mano se cerró en torno a ella. Notó las frágiles vértebras y la ternura lo invadió. Seguía sin haber reacción alguna. No la oía respirar, y tuvo que contener las ganas de tomarle el pulso. ¿Seguía dormida? ¿Contenía la respiración por el miedo? No, estaba seguro. Lo estaba esperando. Se lo decía el cuerpo. Echó el edredón a un lado. Después cogió su camisón y lo levantó hasta la altura de los hombros.

Dudó un instante.

«No la conozco —pensó—; tal vez sea más fuerte que yo».

Fue presa de un miedo repentino. Después se desabrochó los pantalones y se tumbó en la litera junto a ella. No dijo nada. Se sentía incómodo con la ropa puesta. Debería haberse desvestido, pero ya era demasiado tarde. Le echó un brazo por encima y se apretó contra ella. El jersey de lana debía de rascar su piel desnuda. Pensó que en aquel momento estaba aprovechándose de su indefensión, en lugar de protegerla. Con el mero contacto tuvo una erección; pero la oleada de ardor se retiró para dar paso a un frío prosaísmo. Se vio a sí mismo desde fuera, y la contemplación lo hizo vacilar. Su erección no cedía. Era como la de un animal. Se limitaba a reaccionar ante el calor de otro cuerpo y a buscar a ciegas una liberación. Seguía viéndose desde fuera. Un hombretón desmañado que con las botas de marino puestas se revolcaba con una mujer indefensa en una litera estrecha.

De pronto, ella se movió. Murmuró algo, adormilada, y trató de volverse en la litera. Instintivamente, Herman aumentó la presa sobre su cuello y apretó su cara contra la almohada. Ella gritó, pero el grito fue ahogado por la almohada. Se puso tensa y agitó los brazos.

Emitió un suspiro cuando él la penetró, pero sólo era aire que salía, como si algo se hubiese desplazado en su interior. A Herman le pareció un suspiro carente de sentimiento, el sonido de los pulmones al vaciarse, como en un moribundo que al fin exhala su último aliento tras un rato largo de inconsciencia. Permaneció completamente quieta, como si hubiese sido una lanza lo que la había atravesado.

Herman se detuvo un instante, para comprobar si ella continuaba respirando. Después eyaculó, en una especie de rendición involuntaria que, de improviso, hizo que sintiese que acababa de dar un paso hacia un abismo y de pronto se precipitaba en la oscuridad. Sus caderas siguieron estremeciéndose hasta mucho después. Ella continuaba inmóvil. Herman la atrajo hacia sí con fuerza. Un enjambre de palabras atravesó su cerebro. Quería decir algo, pero de su boca no salía nada. Para él, ella era la señorita Kristina; pero no podía llamarla así en ese momento. En medio de sus cavilaciones, el sueño lo venció.

Despertó, y habrían pasado quizá sólo unos segundos cuando de repente ella se zafó de su brazo. Consiguió sentarse antes de que Herman pudiera reaccionar, y le dio una patada. Él cayó de la estrecha litera y aterrizó pesadamente en el suelo. Se puso en pie e intentó abrocharse los pantalones. Tenía la entrepierna mojada.

Ella no paraba de gritar.

Herman no sentía más que desagrado por el griterío incontrolable que llenaba el estrecho camarote y con una presión casi física lo empujaba hacia la puerta.

Salió a cubierta con paso vacilante. El viento había arreciado y las velas estaban hinchadas. Se quedó un rato mirando al mar. Las crestas espumosas brillaban en la oscuridad. Lo único que se oía era el ulular del viento en el cordaje y los golpes sordos de las olas al barrer la cubierta. Fue a relevar a Vilhjelm al timón. Decidió dejar las velas puestas, aunque era consciente del peligro que suponía navegar tan rápido. Una pesada lluvia le golpeaba el rostro.

No era de los que sopesan los pros y los contras de las opciones. Estaba completamente vacío de ideas y dio la bienvenida al vacío, igual que había hecho antes con el sueño.

Cuando al llegar la siguiente guardia les pidió que lo relevaran, se negaron.

—¿Queréis que naufraguemos? —les preguntó.

No respondieron. Sencillamente lo apuntaron con sus ridículos regalos de confirmación, que tomaban por armas mortales. El viento había amainado. El barco navegaba sin sobresaltos. Había vuelto a agarrotar la rueda del timón y se dirigió a zancadas al camarote del capitán. Ellos se le adelantaron corriendo y se plantaron frente a la puerta, con las navajas aún en la mano. La señorita Kristina debía de habérselo contado todo. Ahora se creían sus protectores. Él había transgredido su inmaduro sentido de la justicia, y eso era lo peor, porque el sentido de la justicia volvía a las personas salvajes y chifladas. Les infundía valor y las despojaba de cualquier cautela, incluso del instinto de supervivencia.

—Si das un paso más, te matamos —le advirtió Knud Erik con voz temblorosa.

Helmer sollozaba en voz alta, pero asía la navaja con fuerza. Estaban cegados por el pavor, y en su ceguera sólo tenían un asidero, sus navajas, y a Herman no le cabía la menor duda de que eran capaces de clavárselas como única cura contra el terror que despertaba en ellos. Aquellos chicos eran imprevisibles, y ésa constituía la razón de que de pronto se hubieran vuelto peligrosos para él.

Se dio cuenta de que sus vagos planes, fueran los que fuesen, no iban a cumplirse. La señorita Kristina estaba perdida para él. Se hallaba solo con tres chicos que, llevados por el pánico, eran capaces de hacer cualquier cosa y les daba igual morir o vivir. Podría romperles la columna vertebral, pero ¿de qué le serviría?

Lo invadió una sensación de asco. Era hora de continuar y hacer lo que hacía siempre cuando todas las salidas se cerraban: enseñar al mundo que a él le traía sin cuidado, y dejarlo todo. Su vida era como las inconstantes olas del océano: se alzaba y se desplomaba a la vez.

Volvió al timón. En adelante, se trataría de una prueba de resistencia. Dejaría de dormir. Al este se extendía la costa atlántica francesa, con unas rompientes que en mal tiempo, como en ese momento, podían suponer el hundimiento para una goleta, sobre todo si no contaba con oficiales diestros.

Durante el día, cambió de rumbo.