El asesino de gaviotas

—¿Dónde enterró Albert a James Cook?

Anton tenía grandes planes. Se había convertido en jefe de la Banda del Norte, pero no estaba satisfecho. Hasta donde alcanzaba la memoria, siempre había habido dos bandas y sólo dos, que se repartían la ciudad: la Banda del Norte y la Banda del Sur. Pero los chicos de Niels Juelsgade y Tordenskjoldsgade habían empezado a formar sus propias bandas. Aún no se habían escindido de la Banda del Sur, pero Kristian Stærk, de Lærkegade, sí. Tenía un apellido adecuado[7], y bautizó a su banda con el nombre de los Fuertes.

Anton observaba los acontecimientos con inquietud. Quería ser el iniciador en todo, y ahora temía quedar rezagado, como decía él.

Convenció a Knud Erik de que robase las botas de Albert, que se guardaban en el desván de su casa, esperando a que alguien se animara a construir el museo para el que estaban destinadas por testamento.

Su idea era que la banda tenía que llevar el nombre de Albert y componerse solamente de quienes estuvieran dispuestos a jurar que morirían con las botas puestas. Primero se las probó, pero las botas, pesadas y bastante deterioradas, le iban grandes.

A pesar de todo, le parecieron interesantes. Se las pondría cuando los nuevos miembros de la banda, que iba a llevar el nombre de Albert, prestasen juramento. Tendrían que arrodillarse y besar la punta de las botas.

Knud Erik y Vilhjelm objetaron que nunca lograría que un chico de verdad hiciera eso, y en su banda necesitaba chicos de verdad si quería que sirviera para algo. También ellos se negaron a hacerlo.

Aquella súbita obstinación los sorprendió incluso a ellos.

Al final Anton tuvo que ceder, y decidieron de común acuerdo que los nuevos miembros, en vez de besar las botas, se las calzaran al prestar juramento. Era más digno. Hasta Anton se dio cuenta de ello. El núcleo de la banda sería la cabeza de James Cook. Constituiría un secreto capaz de cohesionar el grupo de chicos.

Sólo había un problema. Que la cabeza de James Cook estaba en el fondo del mar.

Helmer, que vivía en Skovgyden y pertenecía a la Banda del Norte, consiguió que su abuelo le prestara su barca de pesca. Iban siete a bordo, pero sólo Vilhjelm y Knud Erik estaban entre los iniciados. Anton dijo a los demás que irían a la Poza Oscura a bucear en busca de un tesoro. Describió la caja de madera en la que estaba metida la cabeza de James Cook. No contó lo que había en su interior, sino que se limitó a decir que no era para gente de poco nervio.

Tordenskjold iba en la bancada junto a él y nos miraba con sus brillantes e insondables ojos de gaviota. De vez en cuando alzaba el vuelo, se elevaba hasta el cielo azul y después bajaba en picado sin previo aviso. Volvía a la barca y se posaba de nuevo en la bancada. Echaba hacia atrás la cabeza de pico afilado y su garganta se movía. Estaba tragando un pez y no nos hacía caso.

—Muy bien, Tordenskjold —le dijo Anton, quien hablaba con su gaviota como si ésta fuese un perro.

—El tesoro ¿tiene que ver con los ingleses? —preguntó Olav, un chico grande y fuerte, con flequillo.

—De alguna manera —respondió Anton—. No diré más.

Knud Erik y Vilhjelm se miraron.

En la Poza Oscura empezaron a bucear. Era un día despejado de principios de junio. No había olas. El agua estaba transparente, pero el fondo quedaba oculto tras un velo ondulante de color verde y azul oscuro. Uno tras otro desaparecieron en la profundidad, donde con cada metro que bajaban se hacía más imposible ver nada. El fondo los recibió como una sombra impenetrable. Los recorría un escalofrío cuando las algas les acariciaban la tripa y el pecho, como si al mar le hubiesen crecido unos dedos largos y suaves que se extendían hacia ellos, tanteando. Una colonia de medusas les hacía compañía. De pronto, una platija salió de su escondite. No se veía ningún tesoro. Remaron de un lado para otro mientras el frío entumecía sus miembros por momentos. El que más aguantaba era Anton, a quien le temblaban los labios cada vez que subía a la superficie.

Tordenskjold había echado a volar y desde lo alto, colgada del cielo azul, parecía vigilarlos.

Era una misión imposible, y no comprendían cómo habían podido pensar que encontrarían la cabeza de James Cook en el fondo del mar. Al final perdieron no sólo la paciencia, sino también el aliento y el calor corporal. Aunque brillaba el sol, el agua aún retenía la gelidez del invierno.

El único que no tiritaba de frío era Helmer. Iba en la bancada de popa y se rascaba el hombro, que había empezado a despellejarse. Mientras tanto, contemplaba, escéptico, el agua.

—Es mi barca —dijo. Le parecía que ya había aportado lo suficiente.

—¡Miedoso! —le gritaron.

Aquello fue una afrenta a su virilidad, y se arrojó desde el estay del trinquete. Cuando se dio cuenta de lo fría que estaba el agua, se olvidó por completo de salvar su honor. Se agarró al estay para volver a subir a la barca, pero el peso inesperado hizo que la embarción vacía volcara.

Nadie fue presa del pánico ni trató de subir a la barca volcada. Era demasiado pesada para darle la vuelta, de modo que la empujaron y arrastraron hacia Birkholm, para allí darle la vuelta y achicar el agua donde hubiera poca profundidad.

Knud Erik y Vilhjelm se quedaron para recoger la ropa, que flotaba en el agua como un tapiz de algas formado por camisas, jerséis y zuecos que cabeceaban. Algunas cosas las pusieron a secar colgadas de las pértigas que señalizaban el canal; el resto lo llevaron hasta la orilla. Anton fue el único que siguió buceando en busca de la cabeza de James Cook. Estaban tumbados desnudos en la arena de Birkholm intentando entrar en calor cuando lo vieron regresar a la playa. Nadaba de espalda. En una mano llevaba algo. Parecía que estuviera rescatando a un ahogado.

—¡Ha encontrado el tesoro! ¡Ha encontrado el tesoro! —gritó Helmer, entusiasmado.

Knud Erik y Vilhjelm se miraron. ¿Era posible que fuese la cabeza de James Cook?

Anton caminaba fatigosamente por la playa. Tenía la cara azulada y sus dientes castañeteaban sin parar, de modo que durante unos minutos fue incapaz de decir nada. Estaba en cuclillas y jadeaba como si hubiera tragado mucha agua, mientras apretaba fuertemente el tesoro contra su regazo. Intercambió una rápida mirada con Knud Erik y negó con la cabeza. A continuación se levantó y extendió los brazos, triunfante. Seguía tiritando, sin embargo ahora una amplia sonrisa iluminaba su rostro.

—¡Mirad lo que he encontrado! —exclamó.

Todos miraron el objeto que sujetaba en las manos. Al principio no podían ver de qué se trataba.

—¡Es un muerto! —gritó Helmer.

Los demás también se dieron cuenta de ello. Anton sujetaba un cráneo entre las manos. Era de color verdusco por la estancia en el agua, y estaba cubierto de algas que, mojadas, semejaban la cabellera de un ahogado. Le faltaba la mandíbula inferior. Donde debían estar los ojos había dos agujeros que los observaban con la mirada insondable de los muertos. Los dientes de la mandíbula superior reían con expresión malévola, como si aquella calavera previese el destino que los aguardaba cuando también ellos acabaran por convertirse en tristes despojos humanos.

—No —dijo Anton—, no es un hombre muerto. Es algo mucho mejor. Es un hombre asesinado. —Bajó los brazos para que todos viesen bien el cráneo—. Mirad.

Formaron un corro en torno a él. Anton hizo girar la calavera del hombre asesinado para que pudieran apreciarla desde todos los ángulos. Tenía un gran agujero en la nuca.

—Es un hombre de la Edad de Piedra —aventuró Knud Erik—. Le han dado un hachazo en la cabeza.

—No es un hombre de la Edad de Piedra —repuso Anton. Hizo una pausa para aumentar la emoción, mientras los miraba uno a uno—. Yo sé quién es —añadió.

—¿Quién? —preguntaron a coro.

—No voy a decirlo todavía; pero esto era el tesoro que os había pedido que buscarais.

Knud Erik y Vilhjelm sabían perfectamente que Anton mentía. No habían dado con la cabeza de James Cook. En su lugar habían encontrado otra cosa, y Anton siempre se las arreglaba para usar lo inesperado en provecho propio.

—Tenéis que poner la mano sobre el cráneo del hombre asesinado —dijo— y jurar que lo mantendréis en secreto. Si no, nunca os diré quién es.

Todos pusieron las manos sobre la calavera. Las algas que crecían en ella eran repugnantes al tacto, y los chicos se estremecieron.

—Jurad —dijo Anton.

Juraron a coro que jamás desvelarían el secreto.

—Ahora di quién es.

—Luego —repuso Anton, haciendo un movimiento de rechazo con la mano, como si les pidiera que no se emocionasen demasiado.

Fueron remando hasta las pértigas y recogieron el resto de la ropa. El sol y el viento la habían secado, pero a nadie se le ocurrió rescatar los zuecos cuando Helmer hizo que la barca volcara. Se los había llevado la corriente.

Vilhjelm no encontraba sus pantalones, y empezó a tartamudear más que nunca.

—Dale los tuyos —dijo Anton a Knud Erik—. Así tu madre se enfadará de verdad.

Ésa seguía siendo la receta de Anton para la libertad: conseguir que los padres se enfadaran todo lo posible.

La gente se quedaba mirando cuando los chicos, descalzos y sin pantalones, atravesaron las calles. Sabían que recibirían una paliza cuando llegasen a casa.

Pero a ellos no les importaba. Todo les traía sin cuidado el día que encontraron al hombre asesinado. Tenían un secreto, y un secreto significaba poder.

Un par de días más tarde Anton se dirigió a Kristian Stærk y le propuso que entre los dos fundaran una nueva banda que, en su opinión, sería la más poderosa de la ciudad. Lo dijo solamente para hacerle la pelota al jefe de los Fuertes. Había llevado de ayudantes a Knud Erik y Vilhjelm. Su tarea más importante consistía en sujetar una caja de madera donde había depositado la calavera del hombre asesinado, que le pareció un medio convincente para las difíciles negociaciones que se avecinaban.

El gran problema de Anton cuando estaba frente a Kristian Stærk era su edad y poca estatura. Kristian tenía quince años y era mucho mayor, ancho de hombros, y tenía un grueso cuello sobre el que había una cabeza asombrosamente pequeña en relación con el resto del cuerpo. Tenía las orejas grandes y prominentes, y Anton dijo una vez que su cabeza había desarrollado alas porque estaba pensando en marcharse volando para encontrar un cuerpo más adecuado. Nadie decía esa clase de cosas cuando Kristian Stærk podía oírlo, porque le encantaba repartir «mordiscos de caballo», que consistía en apretarte con fuerza los bíceps, y «muñequeras francesas», un tormento consistente en retorcerle las muñecas a alguien con la mano mojada.

Estaba de aprendiz con Samuelsen, el ferretero de Kongegade, y nadie entendía por qué seguía pegándose con las bandas de la ciudad. A Kristian Stærk ninguna persona mayor lo tenía por nada especial, pero todos los chicos de la ciudad lo temían, y tal vez ésa fuese la causa de que siguiera comportándose de manera tan infantil. Prefería la compañía de gente más pequeña y débil que él.

En el caso de Anton ocurría lo contrario. A los mayores, sobre todo a las madres, no les gustaba demasiado un chico que de un solo tiro había dejado sin luz a medio Marstal. Pero los chicos de la ciudad lo admiraban. A Anton, por su parte, le daba igual que la gente fuera más alta o más baja que él, porque se consideraba el más astuto de todos.

Kristian Stærk recibió a Anton mejor de lo que éste había esperado. Anton tenía su reputación, pero sabía que su argumento más sólido en las negociaciones que iban a seguir era el contenido de la caja de madera que sus dos ayudantes, Knud Erik y Vilhjelm, transportaban. Insistió en que el nombre de la banda tenía que ser la Banda de Albert. Había ampliado el ritual de iniciación. Los futuros miembros no sólo tendrían que ponerse las botas de Albert y prestar juramento, sino poner la mano en la calavera del hombre asesinado. Había retirado la mayor parte de las algas, y el cráneo estaba reluciente con su gran agujero en la nuca. Anton había decidido que el nombre del asesinado debía ser un secreto para todos menos para los jefes de la banda, que iban a ser dos: Kristian Stærk y él.

Pidió a Knud Erik que abriera la caja. Con expresión ceremoniosa cogió el cráneo y lo ofreció a Kristian Stærk, que lo tomó en sus manos mientras movía las prominentes orejas. Nos dimos cuenta de que temía al hombre asesinado, pero también de que su taimado cerebro de niño, que se ocultaba en el cuerpo de un adulto, estaba funcionando a pleno rendimiento. La cabeza apelaba de manera irresistible a su fantasía, e intuyó que tendría el mismo efecto en cuantos eran como él. El que tuviese la cabeza tendría también la banda más grande y poderosa. Asintió en silencio, en señal de que aceptaba las condiciones de Anton.

—No es un hombre de la Edad de Piedra al que han pegado un hachazo —dijo Anton.

Indicó a Kristian que se agachara hasta que sus cabezas estuvieron frente a frente. Entonces le susurró al oído el nombre del asesinado. Acto seguido se miraron a los ojos para sellar el pacto que acababan de hacer.

La primera tarea que esperaba a la nueva banda era conseguir armas y equipo para los nuevos reclutas. El Hombre Margarina, que vendía desde su caballo mantequilla y margarina a los viandantes, nos regaló tapas de los barriles usados. Les pusimos correas y se convirtieron en escudos. Kristian Stærk demostró su utilidad consiguiendo bambú de la ferretería de Samuelsen, con el que hicimos arcos. Los tallos de las flores servían de flechas; no eran gran cosa, aunque podían dejar un moratón si su punta plana te daba en medio de la frente. Tratamos de afilarlas con un cuchillo, pero la madera no era lo suficientemente dura. A Anton se le ocurrió atar a la punta de las flechas agujas para reparar velas. Entonces no sólo golpeaban. Se hincaban en la carne y allí se quedaban; y había algunos que después de una pelea parecían erizos, sobre todo en verano, cuando la aguja no atravesaba la ropa sino que encontraba acceso directo a la piel desnuda.

Menuda fue aquélla. Ahora era peligroso, y peligroso tenía que ser. Teníamos un nombre que nos comprometía, y estábamos unidos por la calavera de un hombre asesinado. Sólo merecía la pena pelearse cuando había un peligro real de muerte.

Nos guiábamos por ciertas reglas. Todos los miembros de la banda debían contar por lo menos diez años. Knud Erik y Vilhjelm acababan de cumplirlos, pero otros de su edad no lograron entrar. Sólo los duros pasaban la prueba de admisión. Había que echarse al agua en el puerto con una piedra grande en las manos y dejarse hundir hasta el fondo. Una vez allí había que pasar bajo la quilla de un barco y salir por el otro lado. Si soltabas la piedra en el fondo ya podías despedirte de la Banda de Albert. Muchos adultos no eran capaces de hacer lo que nosotros; pero la prueba, lejos de asustar a los chicos, atrajo a gran número de nuevos reclutas. Todos teníamos ganas de mostrar nuestras habilidades. Caminábamos fatigosamente en la oscuridad verde botella con los carrillos hinchados y los ojos que se nos salían de las órbitas por falta de aire, mientras la quilla del barco, cubierta de algas, mejillones y percebes ondulantes, se arqueaba sobre nosotros como un cachalote cubierto de vegetación. Subíamos desde el fondo de cieno igual que una burbuja a punto de reventar. Tan pronto como llenábamos de aire los pulmones, soltábamos un grito de triunfo y luchábamos por no volver a hundirnos con la piedra, que en el momento en que la levantábamos del agua perdía su ligereza.

¿Pensamos alguna vez que habíamos estado donde tantos de nuestros padres habían terminado? Juramos que moriríamos con las botas puestas. Pero eso también le pasa al que se ahoga.

Conseguimos miembros de todas las calles de la ciudad, también de la parte sur, que siempre había sido territorio de la Banda del Sur, pero, naturalmente, tuvimos que despedirnos también de algunos de los antiguos miembros de la Banda del Norte. Lo más importante era pasar la prueba. Entonces daba igual de qué barrio eras. Había un núcleo duro de la Banda del Sur que no quería rendirse, y nos vino bien. Porque necesitábamos a alguien con quien pegarnos. Arremetíamos contra ellos y casi siempre los hacíamos retroceder. Algunas veces nos peleábamos a borde de balsas en el puerto, o embestíamos unos contra otros en botes robados. Casi siempre nos reuníamos en un terreno de Vestergade al que los mayores nunca iban. No queríamos que nos molestara nadie mientras nos hacíamos arañazos y heridas, poníamos ojos a la funerala y abríamos brechas en las cabezas.

Hasta que le ocurrió aquello tan horrible a Kristian Stærk, Henry Levinsen era el único que había resultado herido de verdad a lo largo de nuestras peleas. Se rompió la nariz cuando Kristian Stærk asestó un golpe con un palo a un tiesto de cobre que el otro había usado a modo de casco y se lo empotró hasta las orejas. Groth, el fontanero de Nygade, tuvo que recortar el tiesto de cobre, y a Henry Levinsen la nariz le quedó torcida para siempre.

Los mayores nos llamaban picaninis. Significaba «niños» en una lengua que no era inglés, alemán ni francés, sino que se hablaba en un lugar muy lejano, y así es como nos hacía sentir la palabra, como extraños, nativos salvajes de una isla desconocida.

Si nos hubiéramos fijado, seguro que habríamos reparado en que había muchos entre nosotros que en algún momento, estando en la calle o en el patio de la escuela, se echaban a llorar de repente porque pensaban en un padre que habían perdido en un naufragio o en la guerra, siempre la misma muerte por ahogamiento, tras la cual nunca había entierro.

Nosotros no nos molestábamos en pensar en esas cosas, aunque debía de existir una razón para que pegáramos más fuerte que otros cuando nos peleábamos y no nos importase que respondieran, por mucho daño que hiciese. Nos pegábamos igual que un herrero golpea el hierro candente. Nos pegábamos para forjarnos.

Anton afirmaba que el hombre asesinado se presentaba todas las noches bajo su ventana y le gritaba, con voz cavernosa, que le devolviese su cabeza. No le creíamos. ¿Cómo iba a gritar cuando su cabeza estaba en el desván, junto a Anton?

¿Acaso no nos habíamos fijado en que le faltaba la mandíbula inferior?, nos decía Anton. De ahí era de donde salía la voz. Nos enseñó las huellas dejadas en las hileras de patatas.

Nosotros creíamos que las había hecho él.

Anton suspiraba y decía que eso de que sus amigos no le creyesen era una carga que tendría que llevar encima, aunque poseía una información grave e importante. No sólo sabía quién era el asesinado. Conocía también al asesino. Nos dirigió una mirada que nos provocó un escalofrío.

No creíamos todo lo que nos contaba, pero sabía perfectamente cómo asustarnos.

Ignorábamos que una noche iba a haber de verdad un hombre en la huerta llamando a Anton.

No era el muerto, reclamando su cabeza.

Era el asesino. Y era Kristian Stærk quien lo había enviado.

Todo empezó cuando Anton vio que manejaba menos dinero de lo habitual y tuvo que reducir el número de cigarrillos Woodbine, que le daban esa voz de hombre que lo hacía parecer mucho mayor de lo que era. Dijo que le pasaba algo a la «gruñona», que era como llamaba a la escopeta de perdigones de su primo, porque de pronto empezó a abatir en los campos menos gorriones de lo que solía. La posibilidad de que la población de gorriones estuviera extinguiéndose la rechazaba por absurda. La única explicación era la escopeta.

Por eso quiso someter a la gruñona a una prueba definitiva, y decidió abatir un pájaro realmente grande, el mayor que había en Marstal. Fue una decisión que, a nuestro juicio, mostraba realmente la talla de Anton, pero que al mismo tiempo nos dejaba pensativos, incluso tristes. Era un pájaro querido por todos los habitantes de la ciudad. Incluso tenía su propio nombre. También tenían nombre, como es natural, los abundantes guacamayos, cacatúas, cotorras, estorninos negros y canarios que los marinos habían ido llevando a Marstal a lo largo de los años. Pero los loros estaban enjaulados y mendigaban terrones de azúcar, y eso los hacía diferentes. El propio Anton tenía a Tordenskjold, la gaviota semiamaestrada. Pero el pájaro que iba a matar era un pájaro libre y orgulloso que todos los años volaba distancias tan largas como las que recorrían los marinos. Estábamos orgullosos de que hubiese decidido anidar en nuestra ciudad.

Era la cigüeña del techo de la casa de Goldstein. La llamábamos Frede, y había elegido un lugar extraño para vivir. Las cigüeñas prefieren las alturas, pero la casa de Goldstein, que estaba en una punta de Markgade, era de paredes entramadas encaladas de amarillo y con un tejado bajo de tejas rojas que parecía deslizarse sobre las paredes alabeadas. Abraham Goldstein, un hombre apacible de barba blanca y ojos hundidos, era zapatero. Nunca miraba a los demás, y había una razón para ello. Se decía de él que echaba el mal de ojo. El patrón que pasaba por su lado camino de su barco, preparado para zarpar, aplazaba la partida hasta el día siguiente. Algunos lo vieron en la plaza Mayor una mañana de primavera temprano llamando a los gorriones para que se le acercaran. Éstos se posaban en sus manos, a lo largo de los brazos extendidos y sobre sus hombros inclinados. También se posaban en su sombrero.

Otros decían que aquello eran puros desatinos, y que Goldstein era un hombre absolutamente normal a quien había que juzgar por su habilidad para poner medias suelas a un par de botas. Y en ese aspecto nadie tenía razón para quejarse.

El domingo por la tarde fuimos a la casa de Goldstein; corría el mes de julio y el calor había animado a todos a ir a la playa, y por eso pensábamos que Anton podría matar el pájaro sin testigos. Había en todo aquello algo infinitamente triste. En cualquier caso, teníamos que verlo, aunque estábamos seguros de que, en el momento en que la cigüeña desplegara sus alas blancas y negras por última vez y cayera, con las patas rojas en el aire, desde el gran montón de ramas que constituía su nido, cerraríamos los ojos. Teníamos la vaga sensación de que los grandes hombres y los sucesos absurdos y trágicos iban juntos, y eso era lo que nos pasaba con Anton. No nos cabía duda de que estaba destinado a algo grande, y de que ocurriría en nuestra presencia.

Anton levantó la escopeta y entornó un ojo. Permaneció así largo rato, como si no estuviera seguro de su puntería, y nos pareció que le temblaba un poco la mano. Miramos la cigüeña. La entendíamos bien. Nos despedimos de ella y pensamos que Anton debía de estar haciendo lo mismo. Entonces apretó el gatillo.

Como si cumpliéramos una orden, todos cerramos los ojos. Después del tiro se produjo un silencio absoluto. Estábamos convencidos de que habrían oído el estruendo hasta en Halen. De pronto oímos jurar a Anton. Abrimos los ojos y dirigimos la mirada hacia el caballete del tejado. La cigüeña seguía impasible en su nido, como si se hubiera dormido.

¿Acaso las cigüeñas se quedaban de pie cuando les pegaban un tiro? Era como si el disparo, en lugar de transformar a la orgullosa Frede en un lastimoso montón de plumas y zancos rojos, la hubiera disecado.

Al cabo de un rato caímos en la cuenta del porqué de la inmovilidad de la cigüeña.

Anton había fallado el tiro.

Con un movimiento furioso volvió a cargar la escopeta y disparó de nuevo. Siguió disparando hasta que se le agotaron los perdigones. La cigüeña no se movía. Cualquiera diría que estaba sorda; pero, lo estuviese o no, una cosa era segura: a pesar del cañoneo de Anton con la gruñona, Frede no había sufrido ni un rasguño.

De pronto, la puerta de la casa de Goldstein se abrió con brusquedad y apareció un hombre en el vano. En vez del cuerpo menudo y envejecido del carpintero, divisamos a un gigante que tenía que agacharse para pasar por la diminuta puerta. Iba vestido con un mono azul con peto. Debajo, el torso bronceado estaba desnudo, y pudimos ver sus enormes brazos y los tatuajes que, rojos y azules, se enroscaban sobre sus músculos. Era el yerno de Goldstein, Bjørn Karlsen, que trabajaba de aparejador de buques en el astillero de barcos de acero. Estaba durmiendo la siesta, y los disparos de Anton lo habían despertado.

—Pero ¿qué imbecilidad…? —gritó, agitando un puño amenazador—. ¿Qué demonios haces disparando a la cigüeña?

Anton no parecía oírlo. Tenía la gruñona en las manos y en su mirada había tal expresión de odio, que todos confiamos en que nunca nos mirase así. Queríamos escaparnos de allí, pero nos parecía que no podíamos abandonar a Anton en aquel momento, de modo que nos contentamos con retroceder un par de pasos.

Estaba completamente solo cuando Bjørn Karlsen cruzó la calle en dos zancadas y lo agarró del cuello. Tiró de la pechera de su camisa hasta que los pies de Anton se separaron del suelo, como si fuera un simple mocoso, y puede que lo fuera para el furioso aparejador de casi dos metros de estatura. Por supuesto, para nosotros Anton era todo lo contrario, pero en aquel momento nos dimos cuenta de que podía haber maneras diferentes de verlo.

Bjørn Karlsen se fue con Anton por Markgade. Por el camino lo interrogó acerca de la gruñona.

—¿Es tuya? —le preguntó.

Anton respondió que sí, sin más. No tenía ganas de explicar que era de su primo; además, ya no importaba.

—Ahora verás lo que hacemos con los de tu calaña —masculló el aparejador.

Cruzó la plaza Mayor sin soltar a Anton. No entendíamos que éste no dijese nada. Nunca se dejaba impresionar por nadie, y jamás habíamos visto una persona mayor que no se achantara ante su descaro. Ahora todo parecía darle igual. Una extraña e indiferente curiosidad fue creciendo dentro de nosotros. Podríamos haber dado gritos de ánimo o cubierto a Bjørn Karlsen de insultos. Pero permanecíamos callados.

Bjørn Karlsen continuó por Prinsegade y siguió por Havnegade hasta llegar al embarcadero de vapores. No nos cruzamos con nadie por el camino. La ciudad estaba completamente desierta, y pensamos que era como el escenario de un teatro esperando un gran suceso trágico. Era posible que ese día presenciásemos la caída de Anton.

El aparejador se detuvo al borde del muelle.

—Ahora vas a ver para qué vale una puta escopeta —dijo.

Le quitó la gruñona y la estrelló con fuerza contra el atracadero. La culata de madera se rompió. Anton no abrió la boca. Siguió mirando el suelo, como había hecho todo el tiempo. Bjørn Karlsen arrojó la escopeta destrozada en medio de la dársena. El arma cayó con un breve plaf. Después desapareció bajo la superficie. Karlsen seguía sujetando con fuerza a Anton de la pechera de la camisa. A continuación lo agarró de los pantalones y con un tremendo impulso lo arrojó en la misma dirección que la gruñona.

Cuando Anton volvió a subir al muelle, hizo como si nada, aunque chorreaba agua. Nos miró con los ojos entornados.

—Ya nos hemos librado de la puta escopeta —dijo.

Se trataba de algo que quería demostrar, tal vez a nosotros, pero sobre todo a sí mismo. Tenía que ver con la buena puntería, y desconocíamos el motivo. Nadie entendía cómo Anton, que siempre había acertado a un gorrión a gran distancia o a una liebre en fuga, había fallado con una cigüeña que estaba quieta. Debió de ser por la gruñona.

Mientras fuera por la escopeta, la reputación de Anton quedaba intacta. Comprendíamos el razonamiento, pero éramos incapaces de ver más allá.

Se le ocurrió que tenía que disparar a una manzana sobre la cabeza de alguien. Quería ser como Guillermo Tell y usar arco y flecha. Había que hacerlo un día sin viento, claro. No fallaría. El arco y las flechas constituían un arma antiquísima, y todo dependía del arquero, y no como con la puta escopeta que estaba en el fondo del puerto, que era donde tenía que estar debido a algún fallo técnico. La cabeza la tenía que poner Kristian Stærk. No podía ser de otra forma. A Anton le parecía indigno ordenar a sus súbditos tareas muy peligrosas sin correr también él un riesgo. Anton y Kristian Stærk razonaban de forma parecida. Al primero le bastó con insinuar lo que quería para que Kristian se apuntara. Movió las orejas, como siempre que tenía miedo. Pero no podía decir que no. Si lo hacía estaría acabado.

Sopesamos las posibilidades. ¿Y si Kristian Stærk se acobardaba en el último instante? ¿Y si a Anton le fallaba la puntería una vez más?

Y amaneció el día en que Anton y Kristian Stærk tenían que superar su prueba. Fuimos al terreno de Vestergade, donde tantas veces habíamos librado grandes batallas contra la Banda del Sur. Nos encontramos con Henry Levinsen, que estaba con el resto de su banda y su nueva nariz torcida, que para entonces ya se había curado. Igual que nosotros, habían ido a presenciar lo que podía suponer tanto el triunfo como la derrota de Anton. Seríamos en total unos cincuenta chicos.

Acababa de llover y la tierra negra se pegaba a las suelas.

Kristian Stærk se ubicó en medio del terreno, y Knud Erik trató de colocarle la manzana encima de la cabeza, pero se caía una y otra vez. No habíamos hecho ningún ensayo general, y la mayoría lo consideró una mala señal. Kristian tuvo que disponer su cabello largo y grasiento en forma de cojín sobre su diminuta cabeza para poder colocar la manzana encima. No paraba de mover las orejas. Pensamos en el chiste que solía contar Anton acerca de él, según el cual aquellas orejas parecían alas preparándose para huir volando con la cabeza. Si tal cosa hubiese sido posible, no cabía duda de que eso era, precisamente, lo que habrían hecho las orejas de Kristian Stærk en aquel momento.

Anton se puso frente a él y se miraron fijamente, como dos duelistas. Después Anton empezó a caminar hacia atrás, y siguió haciéndolo mientras entornaba los ojos como si se concentrara. Retrocedió tanto, que no tenía la menor posibilidad de acertar a la manzana. Dudábamos incluso de que el arco pudiera disparar a esa distancia.

Knud Erik le gritó que se detuviera y que volviese a avanzar.

Anton se negaba, y discutimos un buen rato hasta que accedió a ponerse a quince pasos de Kristian, que entretanto estaba tan confuso que la manzana se le volvió a caer.

Por fin estuvo todo preparado. Anton colocó la flecha y tensó el arco. Entornó tanto los ojos que parecía que iba a intentar acertar con éstos cerrados.

Muchos de nosotros pensábamos que ocurriría lo mismo que con la cigüeña. Anton estaba perdiendo habilidades.

Esta vez, sin embargo, Anton no falló el tiro. Lo que pasa es que no le dio a la manzana. Le dio a Kristian Stærk.

Apenas habíamos oído el sonido de la cuerda tensa del arco disparar la flecha, cuando Kristian Stærk se inclinó soltando un chillido y se llevó las manos a la cara. La manzana cayó al suelo, intacta, pero ninguno de nosotros se fijó en eso. Veíamos que la flecha estaba clavada, pero las manos nos impedían ver dónde. Entonces Kristian se irguió y se puso a gritar al cielo, como si hubiese perdido la razón. Sonaba siniestro, porque era casi un hombre hecho y derecho. Echó la cabeza hacia atrás para poder gritar más fuerte. La flecha lo siguió parte del camino antes de caer al suelo. La punta estaba roja.

Vilhjelm fue el primero en acercarse a Kristian. Llevaba un pañuelo en la mano.

Anton permanecía inmóvil. Era como si tuviera que digerir su derrota antes de darse cuenta de que la flecha se había clavado en Kristian Stærk. Posteriormente hablábamos a menudo de qué había sido peor para él, el daño ocasionado a su reputación por haber herrado el tiro o la herida que le hizo a Kristian.

Después, despertó de repente. Fue corriendo hacia Kristian, pero se detuvo a un par de metros de él.

—Hay que llevarlo a donde el doctor Kroman —dijo con un tono que logró que fuera totalmente calmo.

Seguía siendo nuestro jefe, y enseguida nos tranquilizamos, aunque algunos de los más pequeños gritaban, asustados al ver que el pañuelo de Vilhjelm enrojecía por momentos.

Anton se dirigió a Kristian, que continuaba con el rostro entre las manos, gritando.

—Déjame ver dónde te he dado —dijo, apartando el pelo de la frente de Kristian.

—¡No me toques! —chilló éste.

De todas formas apartó las manos de la cara, y vimos que la sangre procedía de su ojo derecho. Estaba totalmente ensangrentado.

Anton tomó a Kristian de la mano igual que hizo cuando a Henry Levinsen le empotraron hasta las orejas aquel casco hecho con un tiesto, y seguramente Henry se habría acordado de aquel día si hubiera seguido allí, pero hacía tiempo que la Banda del Sur se había largado.

—Diremos que se le ha metido una rama en el ojo —afirmó dirigiendo al grupo que lo rodeaba la misma mirada dominante de siempre.

Después desfilamos por la ciudad hasta la casa del doctor Kroman, mientras Kristian seguía gritando, y decíamos lo mismo a cuantos nos encontrábamos:

—Se le ha metido una rama en el ojo.

No nos parecía que estuviésemos encubriendo a Anton. Nos encubríamos a nosotros mismos. Lo que había ocurrido para que el ojo de Kristian sangrase no era asunto de los mayores. El ojo era asunto del doctor Kroman, el único que podía arreglarlo. Dejamos el destino de Kristian en sus manos.

Lo que no sabíamos era que el destino de Kristian no era el único que iba a decidirse aquel día en la consulta del doctor. También el de Anton iba a decidirse allí. Pronto íbamos a perderlo para siempre como jefe.

Cuando llegamos a la consulta del doctor Kroman éramos un grupo considerable, de unas veinte o treinta personas, además de la Banda de Albert. No era hora de consulta, así que aporreamos la puerta mientras llamábamos a gritos al doctor. Kroman abrió. Rápidamente cogió a Kristian Stærk del hombro y lo condujo al interior. Kristian se calló enseguida, como si supiese que estaba en buenas manos, o tal vez sólo quisiera hacerse el duro delante del doctor.

Los demás tratamos de entrar en la consulta.

—Pero ¿qué hacéis? —dijo Kroman—. Vamos, largo de aquí.

Sólo pudieron entrar Anton, Vilhjelm y Knud Erik.

Mientras observaba a Kristian, el doctor preguntó qué había pasado.

—Se le ha metido una rama en el ojo —respondió Anton.

—¿Tú no sabes responder? —dijo el doctor dirigiéndose a Kristian Stærk.

—Se me ha metido una rama en el ojo —repitió Kristian, y en ese momento pensamos que era un gran tipo.

Mientras tanto, el doctor Kroman lo había tumbado en una camilla y estaba lavando la sangre de su cara. Tomó con cuidado el párpado y abrió totalmente el ojo. Desviamos la mirada. No teníamos ganas de verlo.

—Doctor Kroman —dijo Kristian con tono sosegado—, ¿cree que volveré a ver con ese ojo?

—Voy a ser sincero contigo —respondió el doctor—. Ese ojo ya no vale para nada.

—¿Tendré que llevar un ojo de cristal? —Kristian seguía hablando con calma, como si la información que acababan de darle no tuviera ninguna importancia.

Nuestro respeto por él aumentó todavía más.

—No hace falta —contestó Kroman.

—Menos mal —dijo Kristian—, porque prefiero llevar un parche.

Cuando después hablamos de ello, nos dimos cuenta de lo que se traía Kristian entre manos. Era consciente de que Anton estaba acabado, y ahora veía abrirse otra posibilidad. Sería el jefe absoluto de la Banda de Albert. Llevaría un parche en el ojo y la cabeza del hombre asesinado pasaría a ser suya, así como el secreto acerca de su asesino. Pero lo único que vimos en la consulta del doctor Kroman fue que Kristian Stærk hacía por fin honor a su apellido. Nuestra admiración por su modo de recibir el duro golpe asestado por la fatalidad no tenía límites.

Habíamos olvidado por completo que Anton estaba presente.

Pero el doctor Kroman no.

—Me da la impresión de que cada vez que a alguien le pasa algo no andas tú lejos —dijo, dirigiendo una mirada escrutadora a Anton—. ¿No fuiste tú quien vino con Henry Levinsen cuando se le quedó la cabeza encajada en un tiesto?

—Sí —respondió Anton—, en efecto; pero no fui yo quien lo hizo.

—Entonces, ¿tampoco fuiste tú quien intentó matar a la cigüeña? —inquirió Kroman.

Anton no contestó. Miraba fijamente frente a sí, como si tuviera la mente en otro lugar y no prestase la menor atención. Volvió a entornar los ojos de aquella manera tan irritante que le habíamos visto últimamente, como si todavía siguiera apuntando con la gruñona.

—Y con esto, ¿tampoco tienes nada que ver?

—Se le ha metido una rama en el ojo —dijo Knud Erik.

—Se me ha metido una rama en el ojo —repitió Kristian, que continuaba tumbado en la camilla.

—Ha sido culpa mía —soltó Anton de pronto—. Le he disparado yo.

No podíamos creer lo que oíamos. La historia de la rama la había inventado Anton, y ahora iba y revelaba cómo había pasado realmente lo del ojo de Kristian.

—He disparado una flecha —añadió—. No quería clavársela en el ojo. He apuntado a una manzana que tenía sobre la cabeza. Pero de todas formas es culpa mía. He sido yo quien ha disparado.

Miró al doctor Kroman a los ojos mientras pronunciaba su confesión.

Un momento antes nos habíamos olvidado de él. Ahora recordábamos quién era, y sabíamos que, pasara lo que pasase, siempre sería nuestro jefe. Sólo había un Anton; quizá no fuese el mejor arquero del mundo, pero nadie podía sustutuirlo, ni siquiera Kristian Stærk, tres años mayor y con un parche en el ojo.

El doctor Kroman no dijo nada. Esperábamos que lo regañara, como habían hecho siempre los maestros de la escuela, que le dijera que era un chico malo, un mal ejemplo, un golfo y un delincuente compulsivo, y que después le echase en cara su comportamiento irresponsable, incluso tal vez que lo amenazase con meterlo en un reformatorio o en la cárcel. Pero el doctor era un hombre sobrio. Sabía del cuerpo y de sus funciones, y se atenía a lo que sabía. Nos pidió que nos fuéramos, para ocuparse del ojo de Kristian en paz.

Nos dirigimos a la puerta.

—Un momento, Guillermo Tell —dijo Kroman—. Pasa por la consulta mañana. Hay algo que quiero comprobar.

—Puede que sea por mi cerebro —dijo Anton después—. Igual quiere investigar si hay en Marstal alguien más tonto que yo.

Estaba hecho un guiñapo. No había nada que decir. Había sido su culpa. Fue él quien destrozó el ojo de Kristian Stærk. Aunque mentimos cuando nos pidió que lo hiciéramos, nos dábamos perfecta cuenta de que había hecho algo tan grave que de nada valía pedir perdón.

La siguiente vez que vimos a Anton, llevaba gafas.

Su rostro, que siempre transmitía decisión, se veía pálido e indefenso tras la montura de concha marrón oscuro que parecía clavarlo al suelo. Tenía el aspecto de querer desaparecer, y si había algún mensaje en su mirada tras el cristal de las gafas, era éste: «Por favor, haced como si no me hubierais visto».

Las gafas significaban no sólo que estaba acabado como jefe de la Banda de Albert, sino que estaba acabado en general. Un día se habría convertido en marino. Ése era el propósito de su vida, porque ¿qué otra cosa podía hacer? Pero un marino no puede andar con gafas. Está sencillamente prohibido. Tiene que tener la vista de un águila. Puede cansársele al envejecer, pero, si es miope de joven, está acabado. No puede ni empezar.

Todo se acabó, y no sólo los planes de Anton. Claro que ser marino en realidad no constituía un plan, sino más bien el propósito de la naturaleza con él, la inevitable culminación de su desarrollo. Cada año que pasaba era más alto, más corpulento, más fuerte, y todos esos cambios, que ningún poder terreno podía detener, un día tendrían como resultado que pisaría la cubierta de un barco y se quedaría allí el resto de sus días. Las gafas eran un adiós a Schipper Straat de Amberes, a Paradise Street de Liverpool, a Tiger Bay de Cardiff, al Vieux Carré de Nueva Orleans, a Barbary Coast de San Francisco y a la calle Trinquete de Valparaíso, era un adiós al Amer Picon, a la absenta y al Pernod. Era como si alguien hubiese tomado sus instintos y los hubiera pataleado uno a uno hasta hacerlos trizas.

Para eso el doctor Kroman podría haberle dicho que nunca llegaría a hacerse un hombre. Un Anton con gafas ya no era Anton.

De pronto entendimos por qué andaba siempre con los ojos entornados y no había conseguido acertar a la cigüeña. No fue por culpa de la gruñona. Fue porque a Anton le pasaba algo. No era quien creíamos que era.

Por extraño que parezca, nos daba más pena Anton que Kristian Stærk. Tal vez se debiera a que todos admirábamos a Anton, mientras que a nadie le gustaba Kristian, con sus orejas vibrantes y la mano larga con los que eran más pequeños que él.

La vida de Kristian no cambió por haber perdido un ojo. Continuó de aprendiz de ferretero. Pero para Anton todo se volvió diferente.

Al principio los maestros de la escuela se tomaron las gafas literalmente y creyeron que Anton había empezado a interesarse por los libros, incluso que se había vuelto una rata de biblioteca. Pero pronto se dieron cuenta de que continuaba siendo tan calamitoso como siempre. La única diferencia era que ahora, antes de darle un sopapo, le pedían que se quitase las gafas.

Para nosotros los cristales de aquellas gafas eran como dos puertas cerradas con llave. Anton se ocultaba tras ellas y nos dejaba fuera. Cedió la jefatura de la Banda de Albert a Kristian Stærk, pero pronto se comprobó que a Kristian no le servía de gran cosa el poder recién adquirido. La única ventaja que tenía respecto de los demás era su fuerza, pero eso se debía exclusivamente a la diferencia de edad. Aparte de eso, no había nada que supiera hacer mejor que nosotros, y no sabía hacer absolutamente nada que Anton no hiciese mucho mejor. No tenía ninguna idea interesante para consolidar nuestra posición entre las bandas de la ciudad y, ante los golpes que nos asestaba la Banda del Sur, consciente de nuestra debilidad tras la pérdida de Anton, no sabía defenderse como es debido para que volvieran a respetarnos. Kristian Stærk se mostraba desconcertado y falto de ideas. Estaba hecho un mandón, nos apretaba los bíceps con fuerza y nos hacía las muñequeras francesas para esconder una angustia que de todas formas no podía ocultar, porque el movimiento de las orejas la ponía en evidencia una y otra vez.

Que llevara un parche en el ojo y tuviese un aspecto terrible no contribuyó a mejorar las cosas. Las mejoró todavía menos el que Anton se negara a entregarle las botas de Albert y la cabeza del hombre asesinado. Sin ellas, Kristian no podía llevar a cabo el ritual de iniciación de la Banda de Albert, y le faltaba imaginación para inventar otro.

Cuando Kristian tuvo que renunciar a las botas y a la calavera, todos nos dimos cuenta de que la Banda de Albert había perdido su alma. Ésta había sido Anton, y Kristian Stærk nunca había sido más que la prolongación del brazo de Anton. Ahora era un brazo sin cabeza, y todo se acabó.

La banda se deshizo y se crearon otras. Pero nunca volvió a ser lo mismo. No mentimos si decimos que cuando Anton se puso gafas Marstal se volvió un lugar más pacífico. Solía encerrarse en el desván en Møllevejen. Cuando en la escuela estudiamos al general Napoleón, que fue enviado a Santa Elena, siempre pensábamos en Anton. Sin embargo, encontrábamos el destino de Anton más triste que el de Napoleón, ya que éste fue el culpable de su derrota al perder la última y decisiva batalla, mientras que Anton no había perdido nada. Sencillamente se había vuelto miope.

Kristian se alejó por completo de la banda, y ya no necesitaba pegar a chicos más pequeños que él para demostrar su valía. Ahora se ocupaba de su puesto de aprendiz en la tienda de Samuelsen. Pensaba que se había hecho mayor. Lo mismo creía el ferretero, quien observó que el primer efecto de la conversión de Kristian Stærk a la vida adulta fue que la desaparición de existencias de bambú, de donde se había surtido Kristian para fabricar sus armas, cesaba de golpe.

Kristian creía que las cuentas entre él y Anton se habían saldado de manera amistosa. Anton pidió perdón y Kristian dijo que casi le daba pena el pobrecito miope que tenía que andar con aquellas gafas tan feas. Pero cuando Anton se negó a entregar la calavera, advirtió que existían multitud de razones para guardarle rencor. Para empezar, naturalmente, estaba lo del ojo. Además, Anton siempre lo ponía en ridículo y trataba de maniobrar a sus espaldas. Era culpa suya que Kristian hubiera perdido el control sobre la Banda de Albert, una posición de poder que echaba de menos siempre que se veía con un bambú en la mano. Pero tampoco se le podía pedir más a su conversión a la vida adulta. La suma de todas esas razones tuvo un resultado. El resultado fue la venganza, y, malvado como era, eligió la más astuta y horrible que alguien pueda imaginar.

Anton le había confiado la identidad del hombre asesinado, y si se sabía quién era la víctima, entonces automáticamente podía deducirse quién lo había matado. Kristian decidió desvelar al asesino que Anton tenía pruebas de su culpabilidad.

Un día en que Herman entró en la ferretería para comprar un metro plegable, en un momento en que estaban a solas, Kristian se lo dijo, aunque tal vez no eligiera la manera más diplomática, lo que puede deberse en parte al miedo que tenía, que hacía que sus orejas se movieran más que nunca.

—Anton Hansen Hay sabe que fuiste tú quien mató a Jepsen. Tiene su cabeza como prueba, con un agujero grande en la nuca.

Si Herman hubiese sido más tonto de lo que era, habría cogido a Kristian Stærk de la pechera y lo habría zarandeado de lo lindo mientras trataba de sonsacarle dónde había escondido Anton la cabeza. En su lugar, representó cautamente el papel de inocente, y asestó a Kristian un sopapo que lo arrojó sobre los cajones de herramientas.

—¿De qué puñetas me estás acusando, muchacho? —gritó, enfadado.

Samuelsen salió corriendo de la trastienda.

—¿Qué pasa aquí? —parecía asustado. Como la mayoría, también él temía a Herman.

—Intento educar a tu aprendiz —repuso éste con calma.

Se volvió y salió de la tienda sin haber comprado el metro plegable. Kristian se frotó la mejilla dolorida, que estaba completamente roja, mientras trataba de ocultar una sonrisa. Sus orejas se habían calmado.

Había visto temblar las manos de Herman, y sabía que había puesto algo en marcha.

Anton intentó hacernos creer que el hombre asesinado se le aparecía todas las noches entre las hileras de patatas pidiendo su cabeza a gritos, pero nunca lo creímos. Pues aquella noche su mentira se hizo realidad. En la oscuridad de la huerta había una figura negra encorvada, pidiendo con una voz a medio camino entre el susurro y el grito ronco, que se le entregara una cabeza, no la suya, sino la de su víctima.

Anton, que estaba profundamente dormido, creyó al principio que se encontraba en la escuela o delante de su padre, porque en ambas situaciones empleaban su nombre y apellidos a la hora de echarle un rapapolvo, y el hombre del patatal empleó en aquel momento su nombre y apellidos para atraer su atención.

—Anton Hansen Hay —oyó desde su ventana.

A Anton le costó algo de tiempo despertar, y tardó más aún en enterarse de dónde procedía la voz. Miró por la ventana, pero no lograba ver a quien estaba abajo. Llevaba tiempo sin pensar en la cabeza del hombre asesinado, y al principio no entendió a qué se refería el otro. Nunca había creído su propia historia sobre el fantasma que lo perseguía por las noches. Por eso, al principio tampoco sintió miedo. Además, vio que a la figura negra de la huerta no le faltaba la cabeza.

Pero después despertó del todo, y, aunque el hombre que estaba bajo su ventana no se identificó, enseguida cayó en la cuenta de quién era. Entonces sintió miedo, más miedo del que habría sentido por ningún fantasma, más miedo que nunca en su vida, lo que ciertamente no era mucho decir. Si Herman había podido matar a su padrastro, también podría matarlo a él. No le supondría ningún problema.

Cuando sus razonamientos llegaron a ese punto, Anton cerró de golpe la ventana y bajó las escaleras para comprobar que todas las puertas de la casa estaban cerradas con llave. No era el caso, pero por suerte las llaves estaban en las cerraduras, y las fue cerrando febrilmente, una tras otra, antes de regresar corriendo a su cuarto y esconderse bajo la cama.

Pasado un rato, debajo de la ventana se hizo el silencio. Anton estaba demasiado agotado para volver a meterse en la cama. Su último pensamiento antes de caer dormido en el suelo fue que por suerte no lo había visto nadie.

El padre de Anton no estaba en casa. Llevaba nueve meses en el mar y aún pasaría al menos un año antes de que volviese. No sabía nada de las gafas de Anton, y éste tenía la certeza de que el día que regresase a casa y viera el cambio en la cara de su hijo, su inevitable saludo de bienvenida contendría la palabra «cegato». No quería confiarse a su padre, igual que no se le ocurría ni en sueños confiarse a su madre ni a ningún otro adulto. Anton era de la opinión de que un chico tenía que resolver sus propios problemas sin esperar ayuda de nadie, y menos aún de los mayores, que eran los enemigos naturales de los niños. Si tenían que elegir entre creer a un niño o creer a uno de los suyos, los mayores jamás creerían al niño, y menos todavía al Terror de Marstal, que había clavado una flecha en el ojo a Kristian Stærk y llevaba mucho tiempo guardando en su cuarto la calavera de un hombre asesinado, pese a conocer la identidad del mismo, y a que podía haber contribuido al esclarecimiento de un crimen. Por cierto, esto último siempre trajo sin cuidado a Anton. Por él, Herman podía andar libre por la calle cuanto quisiera. De repente se dio cuenta de lo frívolos que habían sido sus pensamientos; pero no veía salida al aprieto en que se encontraba.

A la mañana siguiente descubrió a Tordenskjold muerta en su jaula. Le habían retorcido el pescuezo. Las alas estaban rotas y casi arrancadas del cuerpo, como si alguien dotado de una fuerza extraordinaria hubiese perdido el control de sí mismo en un ataque de furia desenfrenada. Ante ese espectáculo empezaron a temblarle las manos, y pasó un buen rato hasta que pudo recuperarse lo suficiente para enterrar la gaviota muerta.

Al llegar la noche recorrió la casa echando la llave a todas las puertas.

—¿Ahora te ha dado por cerrar las puertas? —dijo su madre—. Estás muy raro últimamente.

Ella ya había advertido el cambio operado en Anton, pero no sabía si debía alegrarse por ello. No le preguntó si le había pasado algo. Todo lo relativo a la vida de Anton le resultaba tan lejano, tan misterioso y desconocido, que a veces se sorprendía preguntándose si realmente había dado a luz a aquel niño a quien todos en el pueblo llamaban el Terror de Marstal. Preguntarle si le ocurría algo era como preguntarle quién era realmente, y sabía por amarga experiencia que la única respuesta que obtendría sería un encogimiento de hombros.

—¿Tenemos un orinal? —preguntó Anton.

—¿Estás enfermo?

—Sí —contestó Anton.

—No estarás inventándote algo para no ir a la escuela mañana, ¿verdad?

—No te preocupes, iré. Vamos, dame el orinal.

La madre le entregó el orinal con una mirada extraña. Una vez arriba, en su cuarto, Anton vació cuanto tenía en las tripas, que no era poco, porque llevaba todo el día aguantándose. Cuando Herman regresó aquella noche y empezó a llamarlo, le arrojó encima el contenido del orinal.

Funcionó. Herman no volvió, pero la victoria no mejoró el humor de Anton. Empezó a llevar navaja y dejó de comer. Por la noche dormía con las botas de Albert puestas. No sabía por qué, pero se sentía más seguro con ellas que sin ellas. Tal vez se preparara para morir. Tras la montura de concha, sus rasgos se hicieron duros y su rostro se encogió, y mientras que antes las gafas le daban un aire aniñado, ahora lo hacían parecer un viejo. Le salieron ojeras. En otro tiempo solía tener la cabeza cubierta de cardenales, cortes y chichones, incluso los ojos a la funerala, que viraban al púrpura para acabar finalmente en el amarillo. En un chico, todas esas cosas constituían señales de buena salud. Pero las ojeras, no. Era como si la muerte lo hubiese marcado igual que el guarda forestal marca con tiza un árbol que hay que talar en el bosque.

Su madre estaba seriamente preocupada por él, y esta vez no podía amenazar con castigos cuando su padre regresara.

—Déjame en paz —le espetaba Anton cada vez que ella se le acercaba.

Siempre estaba jugando con su navaja. Tenía planes para matar a Herman, pero no sabía por dónde empezar. Era más rápido que Herman y podía huir de él fácilmente, pero ¿de qué iba a valerle? Porque no podía quitar la vida a un hombre escapándose de él.

Cada vez salía menos, y siempre miraba por encima del hombro al ir y volver de la escuela. Antes tenía un grupo que hacía piña con él. Ahora estaba solo.

Pasados unos días volvió a oír la voz llamándolo bajo la ventana. Las cosas habían llegado tan lejos, que cerraba con llave todas las puertas de la casa también de día, y cuando oyó su nombre mientras los rayos oblicuos del sol de la tarde atravesaban la ventana del desván, se alegró de haberlo hecho. Después se dio cuenta de que la voz sólo pronunciaba su nombre de pila. No era la habitual voz ronca, susurrante, que trataba de reprimir su tremenda fuerza y pese a ello la revelaba, sino una voz de chico como la suya, así que se atrevió a acercarse a la ventana y mirar fuera. Abajo estaba Knud Erik.

—¿Eres tú? —preguntó Anton, como un idiota.

Knud Erik dijo algo que llevaba tiempo queriendo decir. A pesar de haber probado cómo sonaba, siempre le parecía equivocado y penosamente, casi desesperadamente, afeminado. Pero tenía que decirlo. No sabía dónde proyectar su necesidad errante de dar ayuda y consuelo, ya que tanto su madre como él habían cambiado y su hermana pequeña no podía serlo todo para él.

—Te echo de menos —dijo.

Sabía de antemano lo patético que iba a sonar. Él era el pequeño, Anton el mayor, y era natural que el pequeño echara de menos al mayor. Pero eso ¿qué le importaba al mayor? Los mayores siempre se bastaban solos. No tenían la menor necesidad de los pequeños.

Por eso Knud Erik se conmovió, incluso se asustó, al ver la reacción de Anton.

Anton se echó a llorar.

Él no era como el resto de la gente, y por eso tampoco lloraba como los demás. Su llanto estaba lleno de repulsión. Sonaba como si una marta escondida debajo de su camisa lo estuviera desollando vivo y lo obligase a expresar un dolor físico terrible. Mientras lloraba, su rostro parecía manifestar el deseo de mortificarse para detener ese llanto antinatural que brotaba contra su voluntad. Se tapaba la boca con las manos y los sollozos se escapaban entre sus dedos. Con sus lágrimas expulsaba a Herman, expulsaba el miedo y la soledad, y cualquiera diría que expulsaba también la filosofía según la cual sólo vivía para sí mismo y no necesitaba a los demás. Pero no lo hizo. Cuando finalmente recuperó el uso del habla, su voz sonó neutra, aunque sus ojos, tras los cristales de las gafas, estaban enrojecidos por el llanto.

—¿Qué diablos quieres? —preguntó.

Knud Erik ya sentía la derrota. Porque lo había dicho, y le había costado muchísimo; de hecho, había puesto en juego su todavía frágil virilidad. Te echo de menos. ¿Tan difícil de entender era? ¿Qué tenía que decir, si no? ¿Quiero ayudarte, ser algo para ti, echarte una mano? No habría valido para nada.

Knud Erik no abrió la boca. No sólo se había quedado sin palabras, sino que también le faltaba el ánimo necesario para pronunciarlas. No sabía qué decir, y fue su mutismo lo que lo salvó. Como Knud Erik no decía nada, Anton logró calmarse por fin y le pidió que subiera al desván.

No pudo contenerse más, y reveló toda la historia. Knud Erik era demasiado pequeño para haber oído hablar de la desaparición de Jepsen en el trayecto entre Marstal y Rudkøbing, de modo que Anton tuvo que explicársela. La historia ya era bastante terrible, pero la manera en que Anton la contó impresionó todavía más a Knud Erik. Sabía que cada pausa ocultaba un sollozo, que Anton a duras penas podía contener. La marta seguía abriéndose paso en sus entrañas, y pronto provocaría que gritase de nuevo.

—Ha matado a Tordenskjold —dijo.

Aquello conmocionó a Knud Erik. A Holger Jepsen no lo conocía, pero a Tordenskjold sí. En muchas ocasiones había dado de comer a la gaviota pescado y gorriones que estaban demasiado deteriorados para que Anton pudiera vendérselos otra vez al campesino de Midtmarken. El pánico empezaba a apoderarse de él.

—Seguro que me mata a mí también.

Anton cerró los ojos, como si esperase recibir el golpe mortal en cualquier momento.

—¿Por qué no le das la calavera, sin más?

—No puedo. —Por un instante apareció la obstinación de siempre. Después volvió el desánimo—. No hay nada que hacer. De todas formas va a matarme.

—Tonterías —espetó Knud Erik aparentando más valentía de la que poseía—. Pero está claro que ha sido Kristian quien le ha dicho a Herman lo de la calavera. Era el único, aparte de ti, que sabía de quién era.

Anton enrojeció de ira.

—Voy a matar a Kristian —masculló—. Con Herman no puedo, pero con Kristian sí.

—Ya le has sacado un ojo de un flechazo. ¿No crees que es suficiente? —Knud Erik estaba cada vez más sorprendido consigo mismo. Jamás creyó que pudiera hablar así a Anton. Pero Anton ya no era el de antes, y él tampoco—. Tengo una idea —añadió.

Cuando unos días más tarde Herman salió del Café Weber, había dos chicos en la acera de enfrente mirándolo fijamente. Fue hacia Kirkestræde, y ellos siguieron el mismo camino por la acera opuesta. Al principio pensó que debía de ser casualidad, pero cuando dobló la esquina para ir hacia el sur, ellos hicieron lo propio. No los conocía. Se detuvo y se volvió. Era para que supiesen que se había dado cuenta. También ellos se detuvieron, tal como había esperado. Pero seguían mirándolo fijamente. Golpeó el adoquinado con el pie. Ellos se sobresaltaron y retrocedieron un paso. Cuando llegó al final de Kirkestræde, desaparecieron. Pero había otros dos en Snaregade, y cuando siguió en dirección al puerto, fueron tras él, dirigiéndole todo el tiempo aquella mirada firme y enigmática.

—¿Tengo monos en la cara o qué? —les dijo con un rugido—. ¿Qué miráis?

No respondieron. Observó que se ponían tensos, seguramente porque se asustaron. Pero no se marcharon. Tampoco le gritaron, y eso lo desconcertaba aún más. Sin embargo, no era cuestión de echar a correr tras ellos. Era grande y pesado, y ellos más ligeros de piernas que él. Tuvo que dominarse y hacer como si no existiesen.

Estaba acostumbrado a que lo mirasen en Marstal. Era una persona cuya vida no tenía secretos para los demás. No era algo que desease, pero sabía sacar provecho de ello. Poseía un dominio, quizá no sobre la mente, pero al menos sobre los desvaríos de la mente, sobre la fantasía. Estaba hecho de la misma materia que los chismes y el miedo, y en su caso ambas cosas se mezclaban. Se alegraban cuando caía, como cayó cuando Henckel tuvo que ir a la cárcel, el astillero de barcos de acero fue a la bancarrota y él lo perdió todo. Pero sólo se alegraban porque le temían. Aquella vez pensaron que estaba acabado. Pero nunca estaba acabado. Siempre volvía. Sabía qué expresaban las miradas de la gente: odio, miedo, malicia, envidia, atracción; y la mente de Herman se alimentaba de todo ello.

Sin embargo, no comprendía la mirada de aquellos chicos. Se quedaban esperándolo delante de la pensión de Tværgade donde solía alojarse cuando estaba en Marstal. Podía entrar en una tienda y volver a salir, podía dar un paseo por el puerto, podía esconderse en el Café Weber, pero siempre estaban fuera esperándolo, y cada vez necesitaba más escondites. En él se abrió una puerta a algo desconocido. Aquella vez había hecho algo a bordo del De Tvende Søstre. A veces se sentía fortalecido por el recuerdo. Otras, lo rehuía. En aquel momento sentía terror al pensar en la revelación y en el castigo que podía acarrear, y comprendía instintivamente que en las miradas insondables de aquellos niños había una fuerza contra la que no podía luchar. Creyó que lograría asustar al maldito Anton. Pero todos los chicos de la ciudad eran sus cómplices, cientos de ellos, todo el tiempo caras nuevas, un tribunal popular imprevisible cuya acusación conocía, pero cuyas reglas o veredicto ignoraba. Las miradas fijas lo perseguían a todas partes, incluida la oscuridad en torno a su cama, y más allá, hasta el interior de sus sueños, como una demencia que amenazara con desbordar su juicio. Tampoco podía matarlos a todos, pese a que sus puños, como en los viejos tiempos, empezaban a abrirse y cerrarse instintivamente, como si algo en su interior estuviera preparado para actuar. Bebía más que de costumbre y se peleaba más a menudo en el Café Weber. Para que sus puños tuvieran algo que hacer mientras tanto.

La ginebra no le sabía a nada; el bálsamo de Riga perdía su efecto curativo, por el que había sido elogiado durante siglos por los marinos de Marstal; el whisky, la medicina de medicinas, no le producía más efecto que el agua. Las manos empezaban a temblarle cuando se llevaba un vaso a los labios. Rehuía cualquier compañía y bebía solo.

Un día se dio por vencido y se dirigió al transbordador con el petate al hombro decidido a partir rumbo a Copenhague a buscar trabajo en la oficina de enrolamiento de Jepsen. También eso lo sabían, como si pudieran leer sus pensamientos. No se tomó la molestia de contarlos, pero había por lo menos veinte o treinta chicos en el muelle, como si formasen una especie de comité de despedida.

Con su habitual silencio insondable lo siguieron con la mirada cuando subió a bordo del transbordador. No fue enseguida al salón para fumar un cigarrillo, como tenía por costumbre, mientras observaba aquella ciudad que aborrecía y a la que no obstante estaba tan inexplicablemente unido. Se quedó en la oscuridad de la cubierta de vehículos, rodeado de carros de caballos y camiones, en medio del olor a aceite de motor y excrementos, hasta que estuvo seguro de que ya no lo veían desde tierra.

Tuvo que dominar el temblor de las manos cuando al fin subió al salón y encendió el primer cigarrillo de la travesía.

La idea se le había ocurrido a Knud Erik de forma muy simple. Se preguntó qué era lo más desagradable que podía ocurrírsele, y supuso que Herman reaccionaría igual. Una paliza estaba descartada, era impensable, y además no estaba seguro de que Herman fuese a poner objeciones a una pelea, ni aun cuando llevase la peor parte. Había una experiencia que se le había quedado grabada a fuego en el alma. Era el recuerdo de la mirada que le dirigía su madre tras la muerte de su padre. No podía decir que fuera de reproche. Había en ella, sencillamente, un escrutinio silencioso que lo seguía a todas partes formulándole una pregunta que no podía responder.

¿Qué quería su madre?

Knud Erik se encogía bajo el peso de una mirada que parecía poner un signo de interrogación a cuanto hacía, sin proponerle alternativa. Eso era: que alguien te mirase y que todo el tiempo tuvieras que preguntarte por el propósito de su mirada y saber que ninguna respuesta aliviaría jamás aquella carga.

Simplemente imaginó que podría traspasar aquella carga a Herman, y que la abstracta acusación de la mirada haría que hasta aquel asesino endurecido y sin escrúpulos que había cometido un crimen siendo chico se derrumbara.

Herman jamás sabría qué había ocurrido. Eso era lo mejor de todo, porque, naturalmente, Knud Erik nunca confió a los chicos que azuzaba para que participasen en la persecución de Herman cuál era el verdadero motivo de ésta. Iniciarlos en el secreto del asesinato de Holger Jepsen era demasiado peligroso. Seguramente querrían saber quién era Jepsen, y después irían como tontos a preguntar a un adulto, y entonces se armaría una buena. No, hizo algo completamente diferente. Los llevó al huerto de la casa de Anton y desenterró a Tordenskjold en su presencia. Les enseñó el cuello flácido, los ojos sin vida, el pico abierto, las plumas, que habían perdido su brillo, y las alas rotas. El cuerpo estaba lleno de gusanos.

—Mirad lo que ha hecho Herman —dijo.

Desearon ver al asesino de gaviotas transformado en una masa sanguinolenta a sus pies. Había que triturar sus huesos hasta convertirlos en fosfatina, despellejarlo y colgarlo de un árbol, arrastrar sus entrañas por las calles. Knud Erik les propuso algo mucho mejor. Iban a ser testigos de su humillación. Iban a ver sus manos temblar de espanto.

La mirada que había seguido por todas partes al tétrico asesino no era otra cosa que la imitación de la mirada seria de una madre.

No, Herman jamás llegaría a saber qué era lo que lo había expulsado de la ciudad. De lo que lo acusábamos no era del asesinato de un hombre.

Era el asesinato de una gaviota.

Las gafas de montura de concha continuaban en la cara de Anton, quien seguía sin tener ningún futuro. El Extranjero no había vuelto a casa, no iba a llegar hasta el verano, y entretanto estaba su confirmación. Sin consultar con su madre, Anton se dirigió a su maestra, la señorita Katballe, y le dijo que, pasados ya siete años, dejaba la escuela. Ella respondió que era el mejor día de su vida. Con inesperada cortesía, Anton hizo una reverencia y dijo «gracias, lo mismo digo».

Se confirmó y renunció en público a Satanás, a sus pompas y a sus acciones. No sabía si el Infierno era el dolor que producía el fuego o el roer de los gusanos. Lo único que sabía era que ya se encontraba en él, porque el Infierno era una vida vivida lejos del mar y de todo cuanto éste proporcionaba. Nunca sabría si las chicas francesas eran más vivarachas que las demás, y si las chicas portuguesas olían realmente a ajo, o qué era el ajo. Se hallaba a los pies del retablo del pintor de marinas, que representaba a Jesús salvando a sus discípulos de la furia de la tormenta. Él no quería que lo salvaran del mar, sino acceder a él.

Cuando el pastor Abildgaard le puso la mano en la cabeza, Anton cerró con fuerza los ojos detrás de las gafas. Estaba en el Infierno, y aun así no deseaba estar en el Cielo. Se sentía como un andrajoso.

Regnar volvió a casa y miró a su hijo.

—¿Cómo diablos…? —dijo—. ¿Aún no te has embarcado? Pues yo ya te he comprado un petate.

Anton no respondió. Esperaba la burla.

—¡Ahí va, si llevas gafas! —exclamó su padre—. De tal palo, tal astilla. Maldita sea, soy tan miope que no veo más allá de mi barriga. Lo que pasa es que nadie se ha dado cuenta. —Soltó una carcajada.

—No puedes ser marino si llevas gafas —dijo Anton con el tono con que se explican las cosas a los niños.

—No —dijo su padre, imperturbable—, si quieres echar a perder tu vida a bordo de una carraca de goleta, no puedes llevar gafas. Pero tú vas a ser un marino de verdad. Vas a navegar en un vapor como jefe de máquinas. Ahí nadie te preguntará si llevas gafas.

Anton empezó de aprendiz con Hans Baldrian Ulriksen, que era el herrero de Ommel. Aprendió a diferenciar entre el martillo de espigar, el martillo de aplanar, el martillo puntero, la tajadera y el martillo de herrar. Sabía cuándo necesitaba un caballo una herradura de barra y cuándo una herradura talonada. Manejaba la cuchilla, la legra, la lima y la escofina con la misma familiaridad con que había tenido en sus manos la cabeza del hombre asesinado y las botas de Albert. Lo llamaban el Amigo de los Caballos. Se fabricó su propia bicicleta, a fin de recorrer todas las tardes los tres kilómetros que lo separaban de Marstal para acudir a la escuela técnica. Se echó novia, que era pelirroja como él. Se llamaba Marie y ella misma se cortaba el pelo todas las semanas, porque no quería llevarlo largo. La vio dejar sangrando por la nariz a un chico porque se había burlado de su pelo rojo, y Anton se dirigió caballerosamente a ella para explicarle que no había cerrado bien el puño al pegar. El dedo gordo no tenía que estar dentro de la mano cerrada, sino fuera.

Marie era una chica con tacto. Cuando se burlaba del desagradable Jens Estrella, que vivía en la plaza Mayor, arrojaba como los demás ladrillos contra la puerta de su casa. Pero ella solía envolver el ladrillo en una hoja de ruibarbo, para no rayar la puerta.

Anton hizo un descubrimiento. Cuando terminaba de herrar un caballo sentía el mismo extraño murmullo en su interior que había conocido cuando, siendo jefe de la Banda de Albert, abandonaba el campo de batalla con los miembros deshechos y heridas sangrantes en el cuero cabelludo y otros lugares donde le habían dado con un dardo, una flecha o un garrote. Entonces, en la oscuridad sin cartografiar de su cabeza, sentía como si una gran vela se hinchara por el viento y se desplegara con un chasquido.

Cuando se puso gafas pensó que nunca volvería a experimentar la sensación de triunfo que le proporcionaba la certeza de su poder sobre los demás. Ahora el poder sobre los demás pasaba a ser poder sobre las cosas. La sensación de triunfo que experimentaba cuando veía el resultado de su trabajo era de otra clase. Se sentía como un conservador del mundo.

—La precisión es el alma de la mecánica, y quien domina la mecánica domina mucho más que eso —decía el herrero, que era un hombre instruido, muy dado a expresarse en términos filosóficos.

Anton había encontrado un rumbo, y navegaba tras él.

Un día les tocó a Knud Erik y a Vilhjelm ir a la iglesia a confirmarse. Abrieron la boca y se quedaron mirando a los modelos de barcos de casco negro colgados del techo. Lo que colgaba allí era su futuro. Cantaron, como lo habían hecho generaciones antes que ellos, el antiguo salmo dedicado a la gente marinera, que el pastor Abildgaard, fiel a la tradición, les había enseñado; hablaba de la fragilidad de las planchas de madera del casco, de la fuerza de Dios y de la indefensión del marino.

El mar feroz será nuestra tumba
si no sigues con nosotros.
Cuando se va la tormenta y embiste la ola
y el rayo juega en derredor,
si estás a bordo di una palabra
para que el viento se calme.

Knud Erik miró de reojo a Vilhjelm. Creía que no abriría la boca. Como no la abrió mientras se preparaban para la confirmación. Pero ahora también él se puso a cantar. No tartamudeaba. Cantaba con los demás, y era como si el salmo lo ayudase a superar los obstáculos de las palabras. Vilhjelm no parecía darse cuenta, pero Knud Erik lo oyó, y cambió de parecer respecto al valor de cantar salmos en la iglesia.

No obstante, no se obró ningún milagro divino. Volviendo de la iglesia a casa, Vilhjelm siguió tartamudeando exactamente igual que antes.

Nosotros no lo sabíamos, pero éramos los últimos. Nuestros hijos no iban a cantar salmos en esa iglesia, ni estarían en la cubierta de una goleta a merced de los caprichos del viento. Iban a viajar a todos los rincones del mundo, pero ya no lo harían impulsados por una vela.

Todo sucedía por última vez. Por última vez se izaron las velas. Por última vez el puerto estuvo lleno de barcos, y, como era la última vez, fue tal como había predicho Frederik Isaksen: sólo nos quedaron las peores travesías, las costas más inhóspitas, los mares más agitados.

Pero éramos jóvenes. No lo sabíamos. Para nosotros todo sucedía por primera vez.