Durante los meses posteriores a la muerte de Albert, la expresión del rostro de Klara parecía indicar que su cerebro había dejado de funcionar. Se quedaba sentada en la sala de Snaregade mirando fijamente frente a sí con ojos ausentes. Así la veíamos cuando al pasar echábamos un vistazo a la sala iluminada, cuyas cortinas había olvidado correr.
Al principio pensamos que era por el duelo.
Iba a pasar mucho tiempo hasta que nos diéramos cuenta de qué motivó que Klara se sumiera en una introspección que fácilmente podía confundirse con la parálisis mental que provoca el duelo.
Porque a veces ocurre que la vida se convierte de pronto en un mar de posibilidades, tantas que la simple idea de tener que elegir puede paralizar por completo a una persona. ¿Era eso lo que le daba vértigo? ¿Una infinitud de posibilidades, una marea ascendente de libertad en la que una persona normal que no estuviera acostumbrada a elegir podía ahogarse?
Un día alquiló un coche de caballos para ir en busca de sus muebles. Después llamó a Edith y a Knud Erik y paseó con ellos de la mano por Prinsegade, donde con una llave que sacó del monedero abrió la puerta de la casa vacía de Albert Madsen. Mandó que llevaran sus muebles al desván. Los de Albert se quedaron donde estaban. Klara se sentaba en el sofá de Albert y dormía en su cama, como si fuera huésped en la vida de otro. El ama de llaves se despidió por propia iniciativa.
En el mirador que daba a la calle, continuó mirando fijamente al frente.
Klara Friis, viuda de un marino y de origen humilde, heredó una casa señorial, una agencia marítima y una flota de barcos. De golpe estaba entre los mayores armadores de la ciudad. Con el último ardor de la juventud en las mejillas, extendió la mano hacia el premio gordo y lo ganó.
Albert no se casó con Klara Friis mientras vivía, pero en la muerte se portó bien con ella.
Enseguida nos pusimos a discutir cuánto dinero podía tener.
No entendíamos que lo más interesante de la herencia de Albert no era la cantidad de dinero, sino el poder que otorgaba. Fue en aquellos meses en que Klara permanecía inmóvil en el mirador cuando se decidieron nuestros destinos.
Lo primero que hizo cuando terminó de pensar fue dirigirse a la casa de la viuda del pintor de marinas. Anna Egidia, que era buena conocedora de las personas, había sabido ver el desaliento de Knud Erik, huérfano de padre, y comprendió que aquel niño necesitaba un hombre maduro en el que apoyarse. Así fue como Klara Friis conoció a Albert, y ahora quería corresponderla. Comunicó a la viuda que con sumo gusto la ayudaría en su infatigable trabajo de asistencia. Y ofreció más que eso. Sentada en la sala de altas ventanas y muchos cuadros en las paredes, trazó sus planes para fundar un día un orfanato en Marstal.
—No debe ser un orfanato como los demás —dijo—. En éste los niños tendrán que sentirse queridos, no como alguien que estorba o a lo sumo se le permite vivir porque es útil. No, los niños han de sentir que tienen derecho a estar en la tierra por méritos propios. En él los más repudiados tienen que sentirse aceptados.
Su voz se estremecía extrañamente al decir aquellas palabras que deberían haber estado llenas de luz y energía, puesto que se trataba de planes que en el futuro iban a mejorar la vida incluso de los desheredados.
La viuda de Rasmussen la miró largo y tendido.
—Usted ha conocido un orfanato por dentro, ¿verdad? —dijo con voz dulce.
Klara Friis asintió con la cabeza y rompió a llorar. Pues era su historia, lo indecible de ella, eso que ni siquiera había podido contar a Albert en su momento más íntimo, cuando él comprendió el secreto que existía tras la muñeca Karla, que desapareció entre las negras masas de agua de la marea crecida.
Se había criado en el orfanato de Ryslinge, en Fionia. Después fueron a recogerla. Fueron a recogerla, se limitaba a decir, ahora que finalmente surgía el momento de la confidencia ante la mirada maternal de la viuda. No la adoptaron, no fue ésa la expresión que empleó, porque no había ningún sentimiento paterno, ninguna solicitud cuando con cinco años la recogió un granjero de Birkholm que necesitaba unos brazos más, unos brazos, no una persona, que no le costase mucho ni en salario, ni en comida ni en sentimientos.
Rió con amargura.
No, en cuestión de sentimientos ella salía gratis, porque el amor era un lujo reservado a todos menos a la niña huérfana.
Había tenido el mar ante sus ojos todos los días. Era la frontera de la isla, el muro en torno a su recluida existencia, pero también la oportunidad de escapar. No soñaba con un príncipe a lomos de un caballo blanco, sino con un príncipe bajo blancas velas, y lo veía llegar todas las primaveras. Bajo cientos de velas pasaban junto a la isla y volvían a desaparecer. Procedían de Marstal, y la ciudad se convirtió en el objeto de sus anhelos.
Y sí, un día el mar fue a su encuentro, pero llegó en forma de marea crecida, como un apocalipsis. No le trajo ningún príncipe azul, y además se llevó a Karla.
Ahora por fin tenía los medios. Ahora podía meter la mano en el agua y salvar a Karla.
—¿Quiere saber cómo conocí a Henning? —preguntó.
Las confidencias se sucedían y, antes de que la viuda respondiera, continuó.
—Lo conocí una noche de invierno sobre el mar helado.
—¿En el hielo? —La viuda parecía desconcertada.
—Yo era muy joven. Sólo tenía dieciséis años. Quería ir al baile de la isla de Langeland.
El mar llevaba días helado, como si la plana isla estuviera en edad de crecer y luchara por fundirse con las islas adyacentes. Un sábado por la noche bañado por la luna, en que la nieve cristalizada iluminaba el camino al mundo, las ansias de viajar tiraron de ella de forma irresistible. Pidió prestado un vestido de baile a una de las chicas de la granja, pues ella no tenía, cogió una bicicleta y empezó a pedalear sobre el hielo rumbo a la isla de Langeland. No era una fugitiva. Pedaleaba mirando las casas iluminadas de la lejana isla y sólo buscaba la felicidad del instante.
Por entonces aún mantenía vivo el sueño.
Sin embargo, no llegó lejos, porque topó con el agua negra. Le cerraba el camino un canal recientemente abierto por el A.L.B., un transbordador entre Svendborg y Marstal que con su casco de acero macizo pintado de negro funcionaba también como rompehielos. De lo alto de la chimenea brotaban pavesas. Un estremecimiento sacudía el aire y el hielo bajo sus pies. Tras el transbordador navegaba por el canal el Hydra, de vuelta a casa con las velas desplegadas para aprovechar la mínima brisa en la noche gélida.
La tripulación se apiñó en la borda. No habían esperado precisamente ver en medio del hielo a una chica vestida para un baile.
—¿Adónde vas? —le preguntaron a voz en cuello.
—Al baile, a Langeland —respondió Klara.
En su lugar, la invitaron al baile de Marstal y la izaron por la borda con bicicleta incluida.
—Vaya cara de frío tienes —dijo Henning.
Era el más guapo de todos. Y sí, debajo del vestido sus piernas desnudas estaban heladas. Él la bajó al dormitorio para que su cuerpo entrara en calor en la litera superior, y así fue como se hizo suya, con labios amoratados y temblorosos, y la cistitis acechando en el triste pedazo de hielo en que se había convertido su vientre desprotegido. No quedó embarazada enseguida. Knud Erik vino más tarde. Igual que el hábito de beber de Henning, sus visitas a la taberna y los viajes interminables.
Un año, Henning volvió a casa con un macaco.
—El macaco es el más impío de los animales —dijo—; hijo, nieto y biznieto de la injusticia.
Se lo había dicho un árabe.
—¿Y para qué lo quiero? —preguntó ella.
—Puedes mirarlo cuando me eches de menos —respondió Henning con tono de desdén. Así eran las cosas entre ellos.
—Lo peor de un marino no es que se lleva tu virtud. Lo peor es que se lleva tus sueños —dijo Klara a la viuda del pintor de marinas.
El Hydra ya había desaparecido, y con él Henning.
—Marstal tiene que ser un buen sitio donde crecer —continuó—. No un sitio donde a los chicos se los educa para que sean pasto de los peces y a las chicas para ser viudas.
—¿Cree realmente que puede arrancar al marino que hay en todos los hombres de Marstal? —preguntó la viuda.
—Sí, lo creo. Dispongo de los medios. Sé cómo hay que hacerlo.
Una nueva testarudez había aparecido en la voz de Klara Friis, y la obstinación desfiguró su rostro.
La viuda Rasmussen se preguntaba si la mente de la joven habría sufrido algún daño, bien porque la aflicción la había dejado deshecha, bien porque el dinero abundante se le había subido a la cabeza.
Se apresuró a reconducir la conversación al orfanato, y comprobó, aliviada, que Klara Friis volvía a ser sensata y práctica.
Klara nunca mencionó la parte más importante de su plan.
•
El ingeniero Henckel fue a la quiebra el mismo día en que murió Albert.
En una asamblea general de la sociedad anónima Astilleros de Kalundborg, en la que era dueño del noventa y nueve por ciento de las acciones, decidió, ante la sorpresa general, liquidar su propia sociedad. A continuación se supo que el astillero debía al Banco de Kalundborg doce millones. El banco se hundió y las fichas de dominó empezaron a caer. La última fueron los Astillero de Barcos de Acero de Marstal, que se derrumbaron, cumpliéndose la profecía anunciada mucho antes por Raahauge, el trabajador del astillero: «Esto no va a durar nada».
Y no duró nada. Todo se perdió. Se había invertido casi un millón en el astillero. Cuando salió a subasta se vendió por treinta y cinco mil coronas. Egeskov sobreviviría, le quedaba el hotel. Pero Herman había apostado la casa de Skippergade y el De Tvende Søstre, y se quedó sin nada, salvo la deuda.
Hubo juicios. Edvard Henckel y el director del Banco de Kalundborg fueron detenidos. No había nadie que entendiese la contabilidad. Henckel era demasiado listo para ellos. Desde luego, era un genio, sólo que olvidó las leyes del país y se puso al otro lado. Lo admitió todo sin rodeos. Había sido un irresponsable, un inconsciente. Pero lo había hecho con las mejores intenciones.
Podíamos imaginarlo. Levantándose del banquillo de los acusados, ancho e imponente, con su sombrero de ala ancha y los faldones del abrigo ondeando, como si hubiera colado consigo en la sala de audiencias el viento fresco del espíritu emprendedor que lo acompañaba siempre. Sus ojos inyectados en sangre irradiarían energía y sus brazos harían gestos amplios mientras reconocía todos sus errores, como si estuviera invitando al juez, a los periodistas, al abogado defensor y al fiscal a una ronda de champán.
A todo esto, no era ingeniero. Resultó que el título, como el resto de su vida, era selfmade. Ahora iría a la cárcel. Recibió la sentencia de tres años con la frente alta. No se dejó avasallar. Él avanzaba por la vida a zancadas, lleno de grandes planes para sí y para los demás. Si tenía que pasar por una celda, encerrado bajo llave, sólo sería durante una temporada. Después saldría, y entonces íbamos a ver.
Ya no acudíamos al hotel Ærø. Dejamos las camisas blancas en casa. Volvimos a ponérnoslas sólo para bodas, confirmaciones y funerales. Regresamos al Café Weber y su cerveza floja, a la que tuvimos que volver a acostumbrarnos. No nos alegramos cuando oímos la sentencia de cárcel. Ni siquiera podíamos estar enfadados de verdad con Henckel. En efecto, nos había estafado, pero para que haya una estafa hacen falta dos, y no teníamos más que usar mejor la cabeza. No lo considerábamos mala persona. Su entusiasmo y espíritu emprendedor eran auténticos. Su problema consistía, sencillamente, en que tenía demasiadas ideas y ni él mismo podía ordenarlas, hasta que irremediablemente se enmarañaban unas con otras, y así fue como perdió el control. Pero el hombre estaba dispuesto a poner algo en juego. Eso lo respetábamos. Tampoco nosotros hacíamos otra cosa. Había algo en el ingeniero Henckel que reconocíamos. No eran sus engaños. Era su empuje.
Brindamos por él igual que habríamos brindado por un barco que se había hundido con toda la tripulación.
Herman se dio una vuelta por las oficinas de las navieras en busca de trabajo. Habíamos esperado que huyera de todo aquello, como hizo cuando Hans Jepsen lo puso en su sitio y no quiso emplearlo como marinero en el De Tvende Søstre. Aquella vez volvió convertido en un gran hombre. No era sólo fanfarronada; durante un breve periodo también tuvo dinero, después lo perdió todo y terminó donde había empezado. Lo habían engañado. Pero no fue el único. A muchos de nosotros también nos engañaron. En cierto modo, estábamos en el mismo barco.
No habíamos esperado que Herman quedase apocado por su derrota. No era propio de él, un hombre terco y orgulloso. Habíamos pensado que huiría de la humillación y no volvería hasta después, cuando tuviese dinero en el bolsillo y pudiera comportarse con la chulería que al fin y al cabo era su naturaleza. En cambio, se quedó en la ciudad que había sido testigo de su derrota y quiso enrolarse en el Albatros. No podíamos dejar de pensar que había aprendido la lección y comprendido que la vida no pensaba tratarlo de forma diferente de como trataba a todo el mundo, y que por eso era conveniente un poco de modestia.
Por lo demás, seguía siendo el mismo: agresivo e imprevisible.
Sabía desenvolverse en una cubierta, y no le fue difícil enrolarse.
Tras la primera travesía volvió a casa como un héroe, aunque la guerra había terminado hacía tiempo. Había cumplido con su deber por Dinamarca en una tasca de Nyborg, junto con otros dos paisanos enrolados en el Albatros, Ingolf Thomsen y Lennart Krull.
Se sentaba en el Café Weber y se explayaba sobre su hazaña. Ingolf y Lennart asentían en silencio. De vez en cuando intercalaban alguna observación, que en su mayoría consistía en decir sí, claro, o así es, cuando Herman les dirigía una mirada imperativa.
De modo que estaba un día en una tasca de Nyborg con otros marinos. Y en una de ésas entablaron conversación con un mecánico de coches, de nombre Ravn, un hombrecillo rechoncho con la nariz en forma de patata cubierta de espinillas y las manos manchadas de grasa de motor. Cuando oyó que eran marinos de Marstal, sacó la cartera y les enseñó una fotografía de una goleta envuelta en llamas.
Miraron bien la fotografía y advirtieron que se trataba del Hydra, desaparecido sin dejar rastro en el Atlántico en septiembre de 1917. Seis muertos, el capitán era de Marstal, lo mismo que el marinero Henning Friis, que dejó una viuda, Klara, y su hijo Knud Erik. Desaparecidos sin dejar rastro. Lo que significaba que nadie los había visto desde entonces, y que no había ningún cadáver que rescatar y enterrar, ni siquiera un salvavidas con el nombre del barco, nada de nada.
Ravn era de Sønderborg. Había hecho el servicio militar durante la guerra del lado alemán y había servido en un submarino. Cuando hundían un barco, se hacían fotografías de éste y se entregaba una copia a la tripulación. En casa tenía un álbum lleno de esas fotos.
—Tengo la fotografía aquí —dijo Herman—. ¿Queréis verla?
La puso sobre la mesa y se volvió para pedir otra ronda.
Reconocimos el Hydra de inmediato. Sentimos como un suspiro interior al ver el barco ardiendo. En la fotografía en blanco y negro percibíamos un eco de otros naufragios que habíamos vivido.
—Bueno —añadió Herman—, desde luego a Ravn se le ha acabado eso de andar fanfarroneando por haber hundido barcos daneses.
—Puede que fuéramos demasiado duros con él —apuntó Lennart, y advertimos inseguridad en su voz.
—Fue una pelea limpia. Ravn no tenía más que haber devuelto el golpe. No hay razón para arrepentirse. —Herman parecía un clérigo dando la absolución—. Se llevó lo que se merecía —agregó—. Pegué por los muertos. Pegué por el Hydra.
Herman fue a ver a Klara Friis para contarle la historia de Ravn. Seguramente esperaba sacar provecho de ella.
—Pegué por Henning —dijo esta vez.
Fue Klara quien abrió la puerta.
—¿Qué quieres? —preguntó sin pizca de cortesía cuando vio a Herman frente a ella. La última vez que la visitó no fue para nada bueno.
—Tengo noticias de Henning —repuso Herman.
Ella guardó silencio mientras él contaba su historia. Había palidecido al oír a Herman decir que tenía noticias de su marido. Se puso roja cuando se sentó frente a ella y alardeó de haber apaleado al hombre que había hundido el Hydra. Cuando finalmente afirmó que lo había apaleado por Henning, Klara volvió a palidecer, y su boca se convirtió en una línea delgada mientras lo miraba fijamente con los ojos entornados.
Era difícil saber cómo interpretar aquella expresión, y por un momento Herman quedó desconcertado.
—¿Tal vez no le gustan las peleas? —De repente había empezado a hablarle de usted.
Klara continuó sin pronunciar palabra. Herman se movía inquieto en la silla, arrepentido de haberla visitado.
Fue ella quien rompió el silencio.
—Quiero que me acompañe usted a Copenhague —dijo.
Entretanto, Klara Friis había contratado a una sirvienta, que en su ausencia tenía que ocuparse también de los niños. Había estado en la tienda de I.C. Jensen encargando alfombras nuevas. Al carpintero Rosenbæk le pidió consejo acerca del tamaño de una nueva cama adecuada a su condición de viuda. Estaba llena de energía, pero nadie sabía lo que quería, aparte de organizarse la vida conforme a su nueva situación económica.
No desveló nada a Herman cuando estaban en el transbordador. No trató de congraciarse con él, ni él había esperado que lo hiciese. Había despertado su curiosidad, pero abrigaba esperanzas sobre lo que ocultaba el viaje a Copenhague. En la mirada de Klara no se detectaba promesa alguna. Si viajaba con ella era por satisfacer su curiosidad. Era un hombre al acecho de las posibilidades de la vida, y allí existía, tal vez, una posibilidad, aunque no hubiera sabido decir de qué clase.
—Usted conoce a los que manejan dinero en Copenhague —le dijo Klara.
Seguía hablándole de usted, y Herman lo prefería. Establecía entre ambos un tono de negocios, y a él le interesaban los negocios.
—Quiero que me ponga en contacto con ellos.
Se quedó mirándola. ¿Era tonta, o, sencillamente, ingenua perdida? ¿Estaba pidiendo a gritos que la engañaran? No tenía ni idea de cómo era la mente de Klara Friis, pero no había razón para suponer que tuviera pocas luces. Quizá en realidad sólo quisiera ponerlo a prueba.
Decidió ser franco con ella, lo que implicaba que por un instante tendría que ser franco consigo mismo.
—¿Se refiere al ingeniero Henckel? Bueno, pero si era un estafador… ¿Es que no sabe que está en la cárcel?
—Sí, lo sé. Pero debe de haber conocido a otros, aparte de Henckel. Usted solía frecuentar la Bolsa. Tengo que hablar con alguien que entienda de asuntos de dinero.
—¿Se refiere a gente como el Gamberro o La Acera Rodante? Me temo que es la misma clase de gente que Henckel. No espere nada bueno de ellos si aprecia su dinero.
—No es posible que todos sean unos estafadores.
—Puede que no, pero para los que somos gente normal es difícil de distinguir.
Herman miró sus manazas. Por un momento oyó su propia voz. Había en ella modestia. No estaba acostumbrado a hablar de ese modo. Hablaba de su propia derrota. Había en lo que decía un tono de franqueza, incluso de remordimiento, que ya no intentaba disimular. Era un soñador que se arrepentía y había aprendido de sus errores.
—Ahora he aprendido —admitió—. Me engañaron como a un niño. ¿Por qué no deja el dinero donde está, sin más? Está bien colocado.
—Usted no lo entiende —dijo ella—. Quiero hacer otra cosa.
Cuando llegaron a la Estación Central de Copenhague, la decisión la abandonó. Lo tomó del brazo como un niño que busca la mano de su padre, temeroso de perderse en la multitud. Él se había percatado ya cuando subieron al tren en Korsør. Klara enderezó el cuello al subir al estribo, pero la recorrió una especie de estremecimiento, un pavor animal que era incapaz de dominar. Iba sentada rígida frente a él y evitaba mirar por la ventana. Sólo después de Slagelse abandonó su rigidez hipnótica y se puso a contemplar el paisaje, pero pronto tuvo que cerrar los ojos. Nunca había visto otra cosa que las planas extensiones de prados de Birkholm. Para ella, la ciudad era Marstal, pero era una ciudad que con su plaza, su iglesia y su calle Mayor habría cabido fácilmente bajo las bóvedas de la Estación Central, donde las voces de los incontables viajeros se fundían en una algarabía.
El primer lugar al que la llevó fue la Bolsa. Eligió a propósito un momento al final de la tarde, cuando las cotizaciones del día ya estaban cerradas y en el espacioso vestíbulo había comenzado el enorme circo llamado «operaciones tras el cierre». Su objetivo era bastante simple: asustarla. Descubrió en su fuero interno un instinto protector que, si se hubiera preocupado por su vida interior, habría denominado desinteresado. No había razón para que a Klara la estafaran como lo habían estafado a él. Y si no conseguía que abandonase los vagos planes que con tanta decisión parecía dispuesta a llevar a cabo, al menos podía aprovecharse del poder disuasorio del ejemplo.
En medio del vestíbulo se había habilitado un espacio con postes y cuerdas, muy parecido a un ring de boxeo. Dentro estaban los corredores de Bolsa, gritando sus ofertas y quitándose la palabra unos a otros.
Procedente del extremo opuesto del vestíbulo se acercó a ellos un hombre con un extraño andar bamboleante. El gentío se hacía a un lado para dejarlo pasar, a fin de no colisionar contra el empuje de sus hombros. Se parecía a un marino tratando de mantener el equilibrio en un barco en medio de la tormenta, pero los colegas, que nunca habían estado en la cubierta de un barco, lo llamaban La Acera Rodante.
Cuando divisó a Herman se llevó la mano al sombrero hongo. Eran viejos conocidos. Herman le devolvió el saludo con una sonrisa complaciente, que hizo que de inmediato pusiera rumbo a ellos.
—Ajax Hammerfeldt —dijo, tomando con galantería la mano de Klara y dándole un beso con los labios en punta.
Ella se sobresaltó por lo inusual del saludo. Después bajó la mirada y se ruborizó. Olvidó por completo presentarse.
Herman lo hizo por ella, y añadió:
—La señora Friis ha heredado una gran fortuna. Necesita que la aconsejen bien.
—Entonces ha dado en el clavo, querida señora Friis —dijo La Acera Rodante, volviendo a quitarse el sombrero, como si de pronto la viuda empezara a interesarlo. Dirigió una mirada rápida a Herman para asegurarse su conformidad para lo que venía.
Herman permaneció impasible, y el otro lo tomó como una aprobación tácita.
—La industria naval está teniendo un fuerte desarrollo —dijo—. ¿Ha oído hablar la señora de los barcos sin chimenea?
Klara negó con la cabeza, abrumada.
—El vapor es el sucesor del barco de vela. Pero el barco sin chimenea va a ser el sucesor del vapor. Es el futuro, y usted tiene la posibilidad de estar entre los primeros que inviertan su dinero en ello. Usted es joven… —agregó, dirigiéndole una mirada lisonjera, y después, con un tono que dejaba entrever que ahora venía su argumento decisivo—: y el futuro es de los jóvenes.
Herman los miraba alternativamente. No podía dejar de admirar a La Acera Rodante. Conocía su oficio, pese a que su oficio era el del engaño, esa mezcla sutil de verdad y mentira. ¡El barco sin chimenea! Parecía un cuento chino, pero era la pura verdad. El barco de motor diesel Selandia había sido botado por B&W unos años antes. Y aquel barco era sin duda el sucesor del vapor movido a carbón. Herman esperó a que La Acera Rodante continuara. Primero la verdad. Ahora le tocaba a la mentira.
—Los Astilleros de Kalundborg —dijo La Acera Rodante—. Ahí es donde van a botarse los barcos del futuro. Acaban de ponerse acciones a la venta. Cuando termine el día se habrán agotado. Se trata de actuar enseguida, ¿verdad, marinero?
Guiñó un ojo a Herman, a quien aún consideraba cómplice.
El rostro de Klara expresaba desconcierto, como si no pudiese creer lo que acababa de oír.
—¡Los Astilleros de Kalundborg! ¿No pertenecían al ingeniero Henckel? Pero ¡si está en la cárcel! —Miró con expresión de súplica a Herman, que asintió en silencio.
—Sí —respondió—, es cierto.
Ambos se volvieron hacia La Acera Rodante, pero el pregonero infalible de riquezas futuras ya había desaparecido entre la multitud vociferante.
Klara Friis había aprendido la lección.
Pasaron el puente de la Bolsa y continuaron por el canal de Slotsholm. El muelle bullía de vida. Los barcos finlandeses con aparejos de barcas y bergantines estaban amarrados con su carga de madera aromática del golfo de Botnia, y la descarga iba a toda marcha. Herman la miró de soslayo. El desasosiego había vuelto a su rostro. Él sólo quería que aprendiese, pero el espectáculo la había desanimado, y no era lo que él deseaba, aunque no dejaba de preguntarse cuál era el objetivo de su espíritu emprendedor. ¿Qué querría Klara?
Cruzaron la plaza por la esquina de Holbergsgade y Niels Juelsgade. Klara miró la gran estatua de bronce del héroe marino, que tenía un brazo extendido, como si dirigiera el tráfico.
—Es Niels Juel —dijo Herman.
—¿El mismo que el de Marstal?
Debía de pensar en Niels Juelsgade. Marstal era su medida para todo. Tal vez creía que la estatua tenía el nombre de una calle de su pequeña aldea. En Marstal no había estatuas, sólo la piedra conmemorativa que Albert Madsen había erigido a la unidad. Ahora podía comparar las dos y tener una impresión realista de la falta de categoría de su benefactor. Esto era el mundo de verdad. Aquí no sacaban una vieja piedra del mar y la ponían de pie con un par de versos esculpidos en el granito. Aquí se pensaba y se creaba a lo grande.
De pronto Herman tuvo una idea. Señaló un edificio que había en la esquina, de aspecto exótico y ventanas altas y delgadas con ojivas orientales. El tejado era como una pesada tapadera que desbordara hacia la calle. Unos escalones conducían a una enorme puerta de madera encajada en los gruesos muros. Aquella casa parecía dar la espalda al resto de la ciudad.
Compañía del Lejano Oriente, ponía en una placa de latón junto a la puerta.
—Aquí vive un hombre que puede aconsejarla.
Klara lo miró, inquisitiva. Después volvió la cabeza y observó con aire escéptico el edificio de color arena.
—¿Quién es? —preguntó.
—Es un hombre normal y corriente. Se llama Markussen. Antes era marinero. Ahora trata con el rey. Algunos dicen que manda más que el rey. Él puede ayudarla.
Cruzaron la plaza hacia la casa de la esquina. Se detuvieron frente a la entrada. Klara miró la fachada.
—Es una casa grande —dijo.
—Las casas que tiene en Vladivostok y en Bangkok son igual de grandes.
—¿Realmente cree que debo entrar? —preguntó Klara.
Él asintió con la cabeza, dándole ánimo. Ya se había arrepentido de su idea.
Se le había ocurrido de repente. Al salir de la Bolsa se sentía generoso. Después vio que el desánimo se extendía por el rostro de Klara, y quiso hacer algo que le devolviese el buen humor.
La generosidad era un sentimiento nuevo y desconocido para él. En el fondo le gustaba, y tenía ganas de bañarse un rato más al sol del altruismo. Pero aquello era demasiado disparatado. Si antes había quedado decepcionada, su decepción no iba sino a aumentar con el rechazo que la esperaba a continuación. Maldijo para sus adentros. ¡Que se fuera todo al carajo! No debería haberla acompañado en aquella misión fallida a Copenhague, pero por un instante había tenido la debilidad de ceder a la tentación de hacerse el importante a los ojos de otra persona.
—La esperaré aquí —dijo, sonriendo para animarla.
«No va a durar mucho», pensó, pero se lo guardó para sí.
Klara entró por la enorme puerta. Al cabo de un rato seguía sin volver. Herman se puso a caminar por la acera, ora en una dirección, ora en la otra. ¿Por qué no la echaban?
Subió los escalones y abrió la pesada puerta. Un hombre de uniforme se acercó a él y le preguntó qué quería. Herman se sintió confuso, no sabía qué responder. Miró más allá del guardia pero no logró verla en el espacioso vestíbulo. El hombre de uniforme volvió a preguntarle qué quería. Herman se encogió de hombros y bajó los escalones.
Klara salió una hora más tarde.
—Tengo que volver a reunirme esta noche con el consejero de estado —dijo.
Herman la miró con expresión interrogativa.
—O sea, con Markussen —aclaró ella—. Me ha dado buenos consejos. —Hizo una pausa y añadió—: Quisiera agradecerte la ayuda que me has prestado.
Herman no comprendía nada. El tono de Klara había cambiado. Estaba tuteándolo. Cuando lo trataba de usted, él lo tomaba como una señal de respeto. Pero después de reunirse con Markussen, para ella Herman había descendido al nivel de un criado.
Buscó en el bolso y sacó su cartera.
—Me alegro mucho de que me hayas puesto en contacto con Markussen —dijo—. Quiero darte algo por las molestias.
Sacó de la cartera un billete de cien coronas. El primer impulso de Herman fue rechazar el dinero. ¿Por quién lo había tomado? ¿Creía acaso que no tenía orgullo? Después cambió de parecer. La verdad era que le había hecho un favor. Además, había desperdiciado su tiempo. Y cien coronas eran mucho dinero. Necesitaba agarrarse una buena. Y revolcarse con una mujer. Una tras otra, fueron surgiendo las buenas razones para aceptar el dinero, hasta que el platillo donde había colocado su valioso orgullo fue perdiendo peso y subiendo. Se metió el billete en el bolsillo interno de la chaqueta sin dar las gracias.
—Bueno, ¿y en qué has quedado con Markussen? —preguntó con un forzado tono casual.
—El consejero de estado me ha dicho que nuestra conversación debía ser confidencial. —Klara Friis pronunció la última palabra lenta y cuidadosamente, como si quisiera asegurarse de que Herman la entendía. A todas luces, la palabra «confidencial» también era nueva para ella. Después sonrió.
Era la primera vez que Herman la veía sonreír.
Entró en el edificio, que resultaba tan antipático por dentro como por fuera. Acababa de oír que la pesada puerta se cerraba a sus espaldas cuando un hombre de uniforme avanzó hacia ella con intención de decirle que se había equivocado y había entrado por la puerta principal en lugar de hacerlo por la del servicio. Klara se dio cuenta enseguida de que nunca llegaría más allá.
Un hombrecillo con sombrero de seda negra en la mano avanzó hacia ella y le preguntó con tono cortés en qué podía servirla.
Era Markussen.
Klara estaba terriblemente confusa. Mencionó el nombre de Albert, su herencia, y vio que en el rostro del hombrecillo la cortesía cedía paso a la impaciencia. Era delgado. Las cejas y el bien cuidado bigote eran blancos. Tenía rasgos marcados, la nariz prominente y una mandíbula firme, pero su rostro enjuto daba fe de que la vejez había empezado a manifestarse. Su mirada se hizo inquisitiva. El guardia de la puerta volvió a acercarse, como si sólo esperase una señal para expulsarla del edificio.
Lo peor era que Klara no podía detener su nerviosa verborrea y marcharse. Así, al menos habría mantenido algo de su dignidad. Pero se enmarañaba cada vez más en su historia, que en realidad no era ninguna historia, sólo informaciones que llegaban atropelladamente. En el fondo no tenía nada que proponer. Sólo necesitaba a alguien que la escuchase.
De pronto la mirada de él cambió. Más tarde, Klara nunca pudo describirse a sí misma la expresión que afloró a los ojos del hombrecillo, aunque muchas veces lo intentó, porque le parecía que en aquella mirada estaba la clave para llegar a Markussen y a muchas más cosas. ¿Una curiosidad encendida de repente? Sí, algo de eso había. ¿Oscuridad, dolor, añoranza, arrepentimiento? Tal vez.
Sea lo que fuera, la mirada impaciente de Markussen se desvaneció de golpe. Se inclinó hacia ella y la miró a los ojos con una intensidad que la asustó. Se quedó callada.
«¿Qué he dicho? —pensó—. ¿Por qué me mira así?»
La tomó de la mano.
—Venga —dijo sencillamente.
Subieron en ascensor a su despacho del tercer piso. Era el primer ascensor en el que Klara montaba en su vida. Cuando el suelo trepidó bajo sus pies, también su mano se estremeció en la de él.
Markussen dijo a una secretaria que cancelara por teléfono una reunión a la que se disponía a acudir. Seguía tomándola de la mano. Era como si temiese que, si aflojaba por un instante la presión, Klara desapareciera.
Con un gesto la invitó a entrar en el despacho.
—Que no nos molesten —indicó a la secretaria.
Después invitó a Klara a ocupar una silla y se sentó frente a ella, al otro lado de un escritorio grande de madera oscura. Klara vio por la ventana la estatua de Niels Juel.
—Las casualidades tienen una fuerza singular —dijo Markussen, acariciándose el bigote—. Me ha buscado usted por razones que me parecen bastante poco claras, y he estado a punto de rogarle que se marchara. Sin embargo, en realidad nosotros dos tenemos en común mucho más de lo que usted imagina.
—Es por algo que he dicho —murmuró Klara, bajando la mirada.
—Ya lo creo que es por algo que ha dicho, pero tal vez no sepa usted qué ha sido.
Klara negó con la cabeza. Volvió a sentir sus limitaciones.
—Tiene usted unos papeles que desea enseñarme, ¿verdad? Pues empecemos por ahí —añadió él, y tendió la mano.
Ella abrió obediente su voluminoso bolso de hule y le entregó el sobre que contenía el testamento con sus correspondientes títulos de propiedad y valores.
Markussen estuvo un buen rato inclinado sobre los papeles. De vez en cuando levantaba la vista y dirigía a Klara una mirada apreciativa. Ésta permanecía en silencio. Finalmente, dejó los papeles encima del escritorio.
—Era lo que imaginaba —dijo—. La naviera no es sino la punta del iceberg. La fortuna de verdad está invertida en el sudeste asiático y en fábricas de Shanghai. Es usted rica, señora Friis; no tan rica como yo, pero aun así muy rica. Sus propiedades en Asia suponen una especie de empresa gemela de la mía. No es tan extraño como puede parecer. De hecho, es la misma persona la que ha creado ambas fortunas.
Klara lo miró desconcertada.
—Usted misma ha pronunciado su nombre —prosiguió él—. Me refiero a Cheng Sumei. Entiendo que era la amante de Albert Madsen. En otro tiempo fue también la mía. Era una mujer generosa con sus hombres.
Cruzó las manos sobre el escritorio. Estuvo un rato pensativo. Su mirada se oscureció.
—Llevaba muchos años sin saber nada de ella —dijo. Se recuperó y la observó con una nueva energía en la mirada—. Y ahora hábleme de sus planes.
Klara se los expuso. Nunca había hablado de ellos con nadie y no estaba segura de qué efecto tendrían en otros oídos. Por un instante rompió la soledad en que había vivido encerrada durante tantos y tantos meses.
Cuando su locuacidad finalmente se agotó, Markussen permaneció callado un buen rato.
—¿Ha oído hablar del rey persa Jerjes? —preguntó por fin—. Fue Jerjes quien tuvo la idea de castigar al mar porque se levantó una tormenta inesperada que golpeó a su flota y la hizo añicos antes de una batalla decisiva contra los griegos. El método que eligió fue bastante inusual. Hizo que azotaran al mar con cadenas de hierro. Señora Friis, es usted una sucesora moderna de Jerjes.
La miró para comprobar el efecto de sus palabras. Ella no reaccionó. Sus palabras no le habían causado ninguna impresión.
—Pero espero que comprenda que sus planes van a tener consecuencias demoledoras para su pequeña ciudad.
—Es justo lo contrario —dijo ella con energía—. Voy a salvar la ciudad.
•
Aquella noche cenó con Markussen en la suite del hotel D’Angleterre que él siempre tenía a su disposición. La utilizaba para establecer relaciones comerciales y para las reuniones importantes. Aquella noche estaba reservada para la historia de Cheng Sumei.
—Las mujeres —dijo Markussen— se consideran a sí mismas conciliadoras. Son siempre diplomáticas, no por naturaleza, sino por necesidad. Las mujeres deben tener manos ágiles. También Cheng Sumei las tenía, pero sólo hasta que encontraban su objetivo. Entonces sus manos se volvían inflexibles como el acero.
Mientras él hablaba, Klara supo instintivamente que lo que Markussen estaba a punto de contarle nunca se lo había confiado a otra persona. A ella le sucedía lo mismo. Sólo podía abrir su corazón a un desconocido.
Se necesitaban mutuamente.
Markussen conoció a Cheng Sumei en Shanghai. Estaba tratando de introducirse en el mercado chino, pero las cosas no marchaban bien. Le faltaba experiencia y no estaba preparado para hacer frente a las pérdidas que siempre aguardan al principiante.
La historia de Cheng Sumei era inusual, al menos para oídos daneses, pero nada extraordinario para la clase de mujeres con que tropezaban los extranjeros en una ciudad como Shanghai. Quedó huérfana muy pronto, y sobrevivía en la calle como vendedora de flores. No vendía únicamente flores, y no fue en la calle donde la encontró él. La había adoptado un acomodado hombre de negocios judío de Bagdad, un tal Silas Hardoon, que prácticamente coleccionaba infelices niños de la calle, a quienes daba un hogar, educación y estudios, en los que además de la ética confuciana aprendían inglés y hebreo. Murió joven y dejó en testamento cierta cantidad para cada uno de sus doce hijos adoptados. Gracias a aquel dinero, Cheng Sumei pudo hacerse con una participación en el conocido bar Saint Anna Ballroom. Allí la encontró Markussen en una fiesta. Ella se acercó a él, que evidentemente se sentía fuera de lugar.
Observó que era bonita, pero fue su inteligencia lo que lo atrajo, no los rasgos perfectos de su rostro.
Nunca hablaban de nada que no fuera negocios.
—Es que no sé hablar de otra cosa —dijo Markussen con coquetería.
Klara Friis se dio cuenta de que era una frase que empleaba con frecuencia.
Había llegado a China para, como se decía entonces, estar presente cuando se repartiera la tarta. Pero algunos ya se habían llevado trozos antes que él: ingleses, franceses, americanos… hasta los noruegos estaban en mejor posición que el solitario danés sin contactos.
Le fue bien, considerando las circunstancias. Se estableció en el centro de negocios, alquiló barcos para hacer rutas de cabotaje, construyó almacenes y fundó un astillero. Pero los beneficios brillaban por su ausencia.
—Llena los almacenes —le dijo Cheng Sumei.
Él la miró asombrado. ¿Con qué? ¿Con más mercancías que no podría vender?
Ella negó con la cabeza, riendo.
—En el papel, lao-yeh. Llena los almacenes, pero sólo en la contabilidad.
—¿Y si se descubre que he falsificado la contabilidad?
—Llena tu consejo de administración de hombres importantes, de la flor y nata de la sociedad. Así no te descubrirán. That is the Shanghai way, lao-yeh.
Cuando pasó la crisis, ella propuso que trasladara las actividades de la naviera a Port Arthur. Era allí, y no en Shanghai, donde tenía su cuartel general el expansionismo ruso en China.
—Pero viene una guerra…
Markussen estaba bien orientado en política (no le quedaba otro remedio) y había oído decir a Plehve, ministro del Interior ruso, que no eran los diplomáticos sino las bayonetas las que iban a engrandecer a su país. Japón tenía los mismos planes que Rusia. La cuestión de quién iba a ganar el derecho a saquear el indefenso gigante chino se decidiría por las armas, y él no tenía la menor duda de quién iba a ganar.
—En efecto —dijo Cheng Sumei—. Pero tras la guerra vendrá una época de la que podrás sacar provecho.
La guerra llegó. Port Arthur fue sitiada. Siguiendo el consejo de Cheng Sumei, Markussen aguantó, en lugar de llevar a su personal a casa y vender el negocio como hicieron tantos otros. ¿Podría soportar la pérdida si tomaban la ciudad? La recompensa llegó de forma inesperada. Cuando cayó la ciudad, las tropas y los refugiados rusos fueron evacuados en los barcos de su naviera, y les cobró bien. Fueron sus barcos los que transportaron material de guerra a los apurados rusos cuando la flota japonesa bloqueó Vladivostok y hacían falta barcos de aspecto neutral a fin de cambiar de carga en alta mar para que sus cargamentos pudieran llegar a las fortificaciones rusas de Nikolajevsk, junto a la desembocadura del río Amur.
—¿Has aprendido la lección? —le preguntó Cheng Sumei, quien, como siempre, formulaba las nociones que deseaba transmitirle en forma de acertijos burlones.
Una vez más, Markussen la miró sin comprender.
—Escucha a tu sampan girlie —continuó ella—. Lo has conseguido en Port Arthur por la misma razón por la que no lo conseguiste en Shanghai, lao-yeh.
»No lo conseguiste en Shanghai porque las grandes potencias ya se habían repartido el pastel entre ellas. No había sitio para un pequeño danés. Un hombre de negocios inglés, francés o americano siempre puede apoyar sus exigencias con cañoneras. El danés no puede, y por eso hay lugares en el mundo donde precisamente él es bienvenido, porque nadie teme que en la estela de sus barcos mercantes haya buques de guerra. Siendo danés, sólo tienes la agilidad de tus manos. Y tienes que usarlas, porque hay muchos lugares en el mundo donde el invitado que extiende las manos sin que haya en ellas ningún arma es el preferido. Un hombre de un país pequeño y débil es casi un apátrida. Tu bandera ondea, sencillamente. No verán el símbolo de los cruzados cristianos, una cruz blanca sobre fondo rojo. Sólo verán un trapo blanco. Cúbrete con el manto blanco de la inocencia, lao-yeh.
Markussen no se ofendió. No era ningún patriota. Su patria eran sus libros de contabilidad, aunque estuviesen manipulados, y comprendió que el consejo era bueno.
Utilizó su ciudadanía danesa para señalar lo inofensivo que era antes de actuar. Llegó a tener las manos ágiles de una mujer.
—¿Por qué os separasteis? —preguntó Klara.
La confianza hacía que se tutearan, sin que ninguno de los dos le diese importancia.
—Un día te lo contaré. Pero ahora no. Te he contado la historia porque quiero que aprendas algo de ella; no de mí, sino de lo que ocurre cuando una mujer lleva un negocio. Tengo tres hijos, pero sólo mi hija se parece a mí. Mis dos hijos varones son unos auténticos inútiles. Si les dejara los negocios, significaría la ruina inmediata. Mi hija posee talento, pero tiene su sexo en contra. Tendré que poner un hombre de paja y hacer de ella la verdadera directora de todo el negocio. No cosechará ningún reconocimiento por su aportación. Ésa será su tragedia. Deberá actuar mediante la impostura, y ésa será su fuerza. Tú tienes que hacer lo mismo. De ahora en adelante serás una impostora.
•
Klara Friis tuvo un aliado inesperado.
Fue la muerte.
La gripe española llegó a Marstal y, como en todas partes, causó estragos. La gripe no era como el mar, que sólo se llevaba a los hombres. La gripe española se llevaba a cualquiera a quien se acercase. Era indulgente, dejaba morir a sus víctimas en la cama, y después había una tumba que visitar.
El pastor Abildgaard hacía sus rondas, hablaba con los allegados y leía el responso en el entierro. La gripe no lo asustaba tanto como lo había hecho la guerra. En el cementerio aparecieron nuevas tumbas que se visitaban los domingos por la tarde. Los desconsolados familiares hablaban en voz baja con los muertos. De vez en cuando se oía que alguien se sorbía las lágrimas, pero si alzaban la mirada y veían al vecino en la tumba de enfrente, entablaban enseguida una animada conversación sobre la actualidad. Los niños olvidaban sus modales y correteaban dando gritos por los senderos recientemente rastrillados, hasta que alguien los mandaba callar.
Era duro para los allegados. Pero así era la vida. Teníamos que agachar la cabeza y aceptarlo. Nadie se rebelaba ni reprendía a los poderes divinos o terrenales.
—Tirando. Hay que seguir adelante —respondíamos cada vez que nos encontrábamos y preguntábamos qué tal estábamos.
La gripe española no diferenciaba entre ricos y pobres. Aun así, parecía tener una ojeriza especial por los descendientes de Sofus el Campesino. Llevaba muchos años muerto, pero la naviera continuó en manos de la familia Boye. Al año siguiente de la bancarrota de Henckel inauguraron un nuevo astillero de barcos de acero en la parte norte del puerto. Cada vez que oíamos los martillos remachadores incrustar los remaches al rojo en un gigantesco casco de acero, pensábamos lo mismo: «Todavía somos capaces». Fue una familia de nuestra ciudad la que creó el astillero. Mientras en aquellos años todo lo demás parecía fugaz y perecedero, lo que nosotros creamos siguió en pie, exactamente igual que el malecón que protegía el puerto y siempre lo haría.
Poul Victor Boye, sin embargo, no siguió de pie. Era alto y apuesto, y tenía una barba rizada que le bajaba hasta el pecho. Carpintero naval e ingeniero naval de carrera, creador y jefe del astillero, era igual de hábil en la oficina y en el atracadero, donde siempre estaba dispuesto a echar una mano si andaban retrasados con un pedido. La gripe le insufló su aliento enfermo, y su luz se apagó.
Un mes más tarde, sus dos hermanas, Emma y Johanne, también se despidieron de sus maridos. Estaban al frente de la naviera, eran hombres sólidos y sensatos que durante la guerra se mantuvieron en el precario equilibrio entre el beneficio y la pérdida, perdieron hombres y barcos, pero nunca dinero, y ahora pensaban que había llegado la hora de dar el gran salto de la navegación a vela a la navegación a vapor.
La gripe no era de la misma opinión.
En tres ocasiones recorrió media ciudad tras un ataúd camino del cementerio. Abrían la comitiva unas muchachas que esparcían flores sobre los adoquines, como para preparar el camino al Paraíso. Los que en lugar de morir en el mar lo hacían en casa merecían que se les rindiesen honores. Era una antigua costumbre que seguíamos manteniendo. Detrás iba el féretro, tirado por un caballo negro.
Los enterraron con dos semanas de diferencia. Uno tras otro.
La primera vez no lo esperábamos; pero la tercera lo supimos: los que habíamos enterrado eran algo más que hombres.
—Ahora sólo quedan marineros —dijo el cantero Petersen rascándose la nuca con la gorra, que raras veces abandonaba su cabeza—. Acabamos de enterrar al capitán y a los primeros oficiales.
Al cantero Petersen lo llamábamos también el Coleccionista de Cadáveres, porque siempre tallaba en madera a los muertos recientes. Bajo la visera de la gorra sus ojos no perdían detalle, y era a nosotros a quienes medía, no como un empresario de funeraria, pero casi. Apenas habían enterrado a alguien, aparecía una pequeña figura en una estantería del taller del Coleccionista de Cadáveres. Trabajaba frente al cementerio. Y es que resultaba tan práctico para quienes querían encargar una lápida como para él, que de ese modo no tenía que transportar lejos la piedra pulida con su cruz, sus palomas, ángeles y anclas. El taller del Coleccionista de Cadáveres era un cementerio en miniatura que se alzaba justo frente al de verdad, pero con la diferencia de que allí podían verse los muertos. El Coleccionista de Cadáveres no quería regalar sus figuras a los deudos, y cuando le preguntaban por qué no hacía tallas de los vivos, siempre respondía que no quería ofender a nadie. Sus figuritas de madera se parecían a los modelos, pero eran algo rústicas. Una nariz grande se volvía mayor, una espalda encorvada se inclinaba más aún, las piernas zambas parecían sugerir que su dueño tenía un barril invisible entre las rodillas. Casi todos los muertos habían tenido apodos, y a sus apodos se parecían cuando el Coleccionista de Cadáveres los inmortalizaba tras su defunción. Sonreía con aire de disculpa y explicaba que las extremidades tal vez algo exageradas de sus figuras se debían a su falta de talento, y no a la malicia.
—Tened paciencia conmigo —decía—. No sé hacerlo mejor.
El Coleccionista de Cadáveres tuvo trabajo a causa de la gripe. Pasaba el día esculpiendo y puliendo sus piedras. Por la noche se sentaba pipa en boca y tallaba la madera. Cada vez había más figuras en su estantería.
—¿Quién va a gobernar ahora la nave? —dijo al patrón Ludvigsen, llamado el Comandante, que había ido a encargar una lápida para su esposa.
El Coleccionista de Cadáveres se respondió a sí mismo.
—Las mujeres. Espera y verás. O mira a Klara Friis. No olvides lo que te digo. Las mujeres van a hacerse cargo de todo.
Ludvigsen negó con la cabeza.
—Bah, las mujeres no entienden de esas cosas.
—Yo no he dicho que entendieran. Sólo he dicho que ahora van a tomar las riendas.
•
Knud Erik lloraba por las noches, y lloraba solo.
No podía llorar delante de su madre, pues era su hombrecito, y un hombre, sea grande o pequeño, no llora delante de una mujer. Estaba preparado para el llanto de su madre cuando murió Albert. Iba a ser su consuelo, el hombre a su lado ahora que otro más había fallecido. Su deber era compartir las preocupaciones y el duelo de su madre. Eso podía hacerlo. Estaba preparado para ello, y aquellos ojos de bordes enrojecidos y aquella cara triste le aseguraban siempre que era indispensable para ella, el único que la entendía y escuchaba con atención.
Un día que Klara estaba una vez más mirando fijamente frente a sí, Knud Erik le puso la mano en el brazo.
—Mamá, ¿estás triste? —le preguntó. Había cierta invitación en su voz. Mamá podía confiarse a su hombrecito.
El llanto de su madre era para él un peso bajo el que casi se desvanecía. Pero no podía vivir sin él. Con aquel peso sobre los hombros era alguien. Sin él, no sabía si su madre lo veía.
—No, no estoy triste —respondió Klara—. Déjame un rato. Estoy pensando.
Knud Erik se puso a jugar con Edith.
—¿Dónde está papá? ¿Dónde está el señor? —preguntó Edith.
Preguntaba por preguntar. «Papá» sólo era una palabra para ella. Debía de pensar que se trataba de su nombre. Al fin y al cabo, no era más que una niña.
Knud Erik ya no sabía quién era para su madre. Klara correspondió a la oferta de consuelo de su hijo con una mirada fija y vacía que hasta entonces él no le había visto. El pacto entre los dos estaba roto, y Knud Erik dejó de ser el hombrecito de su madre. Pero entonces, ¿qué era?
Knud Erik aprendió desde muy pequeño que el mundo podía desaparecer y después reaparecer sin más. Una persiana se desenrollaba, y todo se oscurecía y desaparecía. Después se enrollaba con un chasquido y el mundo regresaba. La luminosa lona azul del día daba paso a la noche insondable, para volver después.
Perder suponía que la cortina no subía de nuevo. Perder era una noche sin fin.
Su padre había desaparecido en la noche, pero durante mucho tiempo Knud Erik continuó esperando que la cortina tras la que había desaparecido volviera a enrollarse con un chasquido. Oteaba el horizonte buscando un cordel del que tirar con energía para que la cortina subiese y asomara su padre, el padre cuyo rostro se había disuelto ya en la neblina y que una y otra vez tenía que evocar, inseguro de si era el mismo rostro que había recordado en la ocasión anterior. Sólo quedaba aquella palabra. Padre. Una vez tuvo uno, y guardaba en su interior esa certeza como un agujero en la mente, una mancha blanca en el lienzo de sus recuerdos.
Ahora tenía que superar la pérdida de Albert.
Recordaba a Albert por lo bueno que había sido con él. Porque eran camaradas, amigos, Albert lo era todo, el mundo entero a la vez, y lo rodeaba con unos brazos tan fuertes que ningún mal podía ocurrirle. Sabía que el anciano lo había querido, aunque nunca se lo dijera.
Después de muerto, Albert iba a ayudarlo una última vez.
Anton era pelirrojo, y en su cuerpo nervudo, salpicado de pecas de color castaño, había tanta belicosidad que hasta los chicos que eran bastante mayores que él le abrían paso, respetuosos. Tenía una gaviota medio amaestrada a la que llamaba Tordenskjold. La gaviota se había resignado a que la metiera en una jaula remendada de mimbre que había en el jardín de los padres de Anton. Si alguien quería estar a buenas con él, el salvoconducto era un arenque, destinado al pico voraz de Tordenskjold. La gaviota era un polluelo cuando Anton la encontró en la Punta de Langholm, adonde iba remando todas las primaveras para robar huevos de los nidos, que después vendía al panadero Tønnesen, quien los metía en el bizcocho y en las pastas, motivo por el cual siempre lo llamaban el Panadero de Gaviotas.
A Anton, por su parte, lo llamaban el Terror de Marstal. Se ganó el apodo cuando de un perdigonazo destrozó el aislante de porcelana de una farola, a consecuencia de lo cual media ciudad quedó a oscuras. La escopeta de aire comprimido, que había pedido prestada a un primo, la utilizaba sobre todo para matar gorriones para un granjero de Midtmarken, que le daba cuatro céntimos por pieza. El granjero echaba los pájaros al estercolero, de donde Anton volvía a recogerlos para venderlos de nuevo. Era capaz de vender el mismo pájaro hasta cuatro o cinco veces al cándido granjero, que con el tiempo se hizo una idea exagerada del tamaño de la bandada de gorriones que asolaba sus sembrados.
Anton era de Møllevejen, en la parte norte de la ciudad, mientras que Knud Erik, que vivía en Prinsegade, pertenecía a la parte sur. Entre los dos barrios había una frontera que a los ojos del chico era tan importante como los frentes de la recientemente terminada guerra mundial. Había dos bandas, enfrentadas en una guerra sin cuartel: la Banda del Sur y la Banda del Norte. Así pues, a Knud Erik y Anton les correspondían bandas enemigas. Knud Erik, que tanto en el patio de la escuela como cuando volvía a casa al terminar las clases cavilaba en soledad, de hecho no pertenecía a ninguna banda, mientras que Anton era un miembro respetado de la del Norte.
Un día de primavera en que el viento azotaba las crestas de las olas más allá del malecón, Anton alcanzó a Knud Erik volviendo de la escuela. Éste conocía la reputación del otro y, en un movimiento de autodefensa, alzó los hombros hasta las orejas. Como no le gustaban las peleas, no sabía que una excesiva actitud de rechazo podía, precisamente, provocar la pelea que tanto deseaba evitar.
—Fui yo quien encontró al capitán Madsen —dijo Anton.
Knud Erik se encogió más aún. De repente deseó que el otro se limitara a pegarle.
—Sólo quiero decirte que creo que era un tío increíble —añadió Anton—. Morir con las botas puestas. De pie. Así quiero morir yo también.
Knud Erik no sabía qué decir, pero la tensión que sentía desapareció.
—Tú lo conocías. Era como un abuelo para ti, ¿verdad? —No había ningún tono burlón en la voz de Anton.
—Sí —respondió Knud Erik, con voz todavía vacilante—. ¿Qué aspecto tenía? —preguntó a continuación.
Quería saber si Albert había sufrido en las últimas horas. ¿Se le notaba algo en la cara? Pero se trataba de una pregunta absurda para un chico.
—Tenía escarcha en la barba y el pelo; bueno, en toda la cabeza. Tenía un aspecto magnífico —dijo Anton.
Knud Erik hizo acopio de valor.
—Y por lo demás, ¿cómo estaba?
—¿Cómo iba a estar? Tenía una pinta normal. Estaba muerto.
Caminaron un trecho juntos, en silencio. Las nubes se apiñaban sobre sus cabezas y adquirieron un tono más oscuro. Fueron por Markgade y cruzaron la plaza Mayor. Knud Erik pronto llegaría a casa, y era posible que Anton no volviese a dirigirle la palabra. Quería ganarse la amistad del chico mayor y su mirada se volvió ausente mientras rebuscaba en su cerebro para encontrar algo interesante que decir.
Entonces tuvo una idea.
—¿Has visto alguna vez una cabeza reducida? —preguntó.
Knud Erik ya no tenía a un hombre adulto en su vida. Pero ahora tenía a Anton, que poseía su propia sabiduría de la vida, acumulada en sus innumerables encontronazos con los adultos. Conocía su mundo, del mismo modo en que un espía de un ejército rebelde conoce el campamento enemigo: para poder conquistarlo mejor.
Un día, después de la escuela, Anton acompañó a Knud Erik a su casa de Prinsegade. Mientras duró la visita se comportó casi como un observador que pretendiera conocer mejor a su oponente.
Los recibió la sirvienta que se ocupaba de la casa. Vestía un delantal almidonado y llevaba el cabello recogido. Anton la miró de arriba abajo con aire de entendido, como si sopesase invitarla a salir esa misma noche. Ella miró los pies del joven y le pidió con tono severo que antes de entrar en la sala se quitara los zuecos.
Ante Klara Friis, Anton se comportó de manera ejemplar. Respondió educadamente a todas las preguntas sobre su padre y su madre y sobre las notas de la escuela. No mencionó que era él quien firmaba todos los meses las notas, cuya existencia su madre ignoraba. Klara se quedó impresionada ante aquel alumno modelo cuya amistad había ganado su hijo y que sin duda era un buen ejemplo para él. Lo único que no le gustaba de Anton era su mirada inquieta que vagaba sin parar por la sala, como si estuviera registrando todos los objetos que había. Sus piernas se balanceaban inquietas debajo de la mesa. Tenía que hacer auténticos esfuerzos para estar tan tranquilo como lo exigía la etiqueta cuando uno se encontraba en presencia de una madre.
Klara le preguntó por sus planes para el futuro. Quizá fuese una pregunta extraña para un chico de sólo once años, pero le faltaban dos o tres para confirmarse y dejar la escuela, de modo que no le pareció improbable que hubiera pensado sobre la cuestión.
—Voy a embarcarme —respondió Anton con un tono que no expresaba ni entusiasmo ni lo contrario; a lo sumo, asombro porque a alguien se le ocurriera interrogarlo al respecto.
—Knud Erik no va a ser marino —dijo Klara.
Había una intención en sus palabras. Quería distanciar a Knud Erik de sus amigos. Que supieran a quién tenían entre ellos: un chico destinado a algo diferente.
Anton miró alternativamente a Klara y a Knud Erik. Una vez más, era como si estuviese haciendo inventario de cuanto había en la sala. Klara reparó en aquella mirada. No supo cómo interpretarla, pero la inquietó.
—Es una mandona —dijo Anton a Knud Erik la siguiente vez que se vieron.
Lo dijo como un entrenador de boxeo que evalúa a un adversario. Vio desamparo en el rostro de Knud Erik, y le echó una mano al hombro.
—Todas son unas mandonas —añadió con tono consolador—. Seguro que quiere meterte en alguna agencia marítima. Vas a pasar el día con un cuello duro y cara seria. Menuda faena.
—Pues sí, menuda faena. —Knud Erik pronunció aquellas palabras vacilando. Acababa de degustar una de las expresiones favoritas de Anton.
—Hay una manera segura de evitar eso —dijo Anton—. Sólo tienes que sacar malas notas.
Sacar malas notas era más difícil de lo que podría pensarse. Resultaba infinitamente tentador levantar el dedo cuando sabía la respuesta. Porque estudiaba las lecciones en casa. Era una especie de instinto. Quería ser un buen chico.
Hasta entonces Knud Erik había sido de los del montón en clase. Ahora se quedaba rezagado a propósito. Su reputación entre los amigos no resultó dañada. Pero siempre había que temer el castigo. En la escuela predominaban las maestras solteras. Unas eran gordas, otras flacas, pero todas les pegaban, arañaban, pellizcaban y zarandeaban con una energía que nadie habría pensado que poseyeran. La señorita Junckersen tiraba de las orejas; la señorita Lærke, del pelo; la señorita Reimer pegaba con el revés de la mano. La señorita Katballe ponía a los desobedientes en sus rodillas y les daba unos azotes, y el endurecido Anton era el único que no la temía. Su cara se ponía púrpura de furia cuando pegaba, y nos daba más miedo el color de su rostro y los resoplidos que salían de su boca junto con saliva, que sus golpes.
Pero con el maestro Kruse no había nada que hacer. Era hombre y tenía brazos fuertes. Ponía a los vagos colgando de una ventana del segundo piso y los amenazaba con dejarlos caer. Nadie podía curtirse frente al vertiginoso pavor que provocaba el vacío. En sus clases, todas sus preguntas eran respondidas por un bosque de dedos alzados.
Knud Erik estudiaba las lecciones en casa y mantenía la boca cerrada en la escuela. No se sentía a gusto, pero depositaba su confianza en el consejo de Anton, y esperaba una recompensa más allá, después de la larga espera de la escuela.
Junto a él se sentaba Vilhjelm, que era tartamudo. Los maestros perdían la paciencia con él, y entonces él perdía la paciencia consigo mismo y arrojaba la toalla antes de terminar de pronunciar las palabras. Knud Erik le siseaba la respuesta correcta, o se la escribía en un papel. Vilhjelm se convirtió en su muñeco de ventrílocuo. Las habilidades que se negaba a mostrar ante los maestros podía canalizarlas por medio de Vilhjelm, su sustituto. Con el tiempo se hicieron amigos.
Vilhjelm empezó a llevar a casa mejores notas que antes. Las de Knud Erik fueron a peor.
Su madre lo miró, acusadora.
—¿Qué te pasa en la escuela? —preguntó con un tono en el que Knud Erik percibió preocupación, un brote de pánico y cólera.
Fue la cólera la que se impuso. Ahora su madre era otra, y él se sentía agradecido por la transformación. Si hubiera seguido estando tan cerca del llanto como solía, él habría perdido su firmeza. Entonces tendría que haber vuelto a ser su ayudante y su consuelo. Ahora le reñía, y él hacía como en la escuela y se endurecía. Formaba parte del regimiento de mujeres mandonas que tenía que tolerar antes de escapar hacia la libertad.
—Eres un chico extraño —le dijo.
Las palabras le escocieron. Sintió que su madre lo rechazaba. Por un instante le entraron ganas de arrojarse a sus brazos y pedirle perdón. Y es que una parte de él quería reconciliarse con ella para que así cada uno recuperase su antiguo papel y él pudiera ser su chico grande y ella su pobrecita madre, que lo necesitaba profundamente. Pero Klara ya no estaba desamparada, y su enfado lo ayudaba a responder con la misma moneda y a mantenerse firme.
Anton era reservado con Vilhjelm. No solía tratar con los debiluchos en el patio de la escuela, y su interés por Knud Erik se debía sobre todo a su relación con el difunto Albert, que a los ojos de Anton se hacía cada vez más imponente a medida que Knud Erik contaba sus andanzas. Anton había oído hablar de naufragios y aventuras en puertos remotos. Esa clase de relatos eran el pan nuestro de cada día en la infancia de cualquier niño; pero de las cabezas reducidas no había oído hablar.
¿Qué era el tartamudo de Vilhjelm, casi incapaz de terminar una frase, comparado con semejantes maravillas?
No, Vilhjelm no tenía habilidad para hablar. Pero sí la tenía en su cuerpo. Un día de invierno que estaban trepando a los barcos amarrados en el puerto, de pronto subió por las jarcias. Siguió subiendo hasta llegar a lo más alto del mástil, a la barnizada cabeza, que abordó a veinticinco metros de altura. Allí se puso boca abajo y extendió los brazos y las piernas, como si volara. No habían visto nada parecido desde que en verano los visitó el circo Dannebrog, y aquello no tenía veinticinco metros de altura.
Nadie del grupo se atrevió a imitarlo. Los más valientes llegaban hasta la cabeza del mástil, pero después dudaban y retrocedían. También Anton tuvo que izar la bandera blanca. Algunos habrían esperado que el Terror de Marstal se encogiese despectivamente de hombros y dijera que aquello no era nada. Lo que no se atrevía a hacer no merecía la pena.
Pero Anton no era así. Hizo justo lo contrario.
—Jo, qué valiente —dijo—. Yo no me atrevería ni borracho.
Dio a Vilhjelm una palmada aprobatoria en el hombro, y lo colmó de felicidad. Ya era uno de ellos.
Vilhjelm sabía contar historias. Lo que pasaba era que le llevaba su tiempo, y nosotros no lo teníamos. Pero en una ocasión sí que lo escuchamos. Nos contó cómo una vez estuvo a punto de morir y sólo la casualidad lo salvó.
Era una mañana de domingo, bastante temprano. Fue con su padre a la dársena de los botes a reparar la lancha. Su padre era arenero, y también sordo, y era la sordera la que daba emoción a la historia, porque en realidad no se trataba más que de la caída al agua que nos ha tocado a muchos de nosotros. Haber estado bajo la superficie investigando las profundidades, antes incluso de aprender a nadar, formaba parte de la trayectoria vital de un chico de verdad.
Vilhjelm tendría tres o cuatro años, y su padre le daba instrucciones con un tono tan pausado que parecía tener que pensar cada palabra antes de pronunciarla para estar seguro de lo que decía.
—Siéntate —le indicó—. Quédate ahí quieto, y si quieres algo, tírame de la ropa.
Dio la espalda a Vilhjelm y se dispuso a reparar las tablas de la cubierta. El niño estaba mirando el agua mansa y límpida, y aún podía describir la impresión que le produjo aquella vez. Las piedras que sustentaban el atracadero estaban verdes y resbaladizas; era como un país de las maravillas de colores cambiantes cuando los rayos de sol hacían su incursión a través del agua, llena de estrellas de mar, cangrejos errantes y gambas, quietas con sus antenas oscilantes.
Vilhjelm se inclinó, impulsado por su afán descubridor, y de pronto cayó de cabeza en el país de las maravillas. Eso nos ha pasado a la mayoría de nosotros, pero nadie, excepto Vilhjelm, tenía un padre sordo para cuidarlo y saber distinguir entre la salvación y la muerte por ahogamiento.
Vilhjelm subió a la superficie como un corcho y se agarró a la borda. Hizo pie en una de las piedras del fondo, pero resbaló y se quedó flotando con las piernas ingrávidas hundidas en la profundidad verde oscuro. Una corriente helada lo agarró y quiso arrastrarlo bajo la lancha.
Los zuecos ya se habían escapado y flotaban en torno a él como un par de botes de salvamento alrededor de un barco que se hunde. La ropa mojada, que justo antes había sido parte integrante de él, parecía una funda extraña. Sólo veía la espalda de su padre, y fue como si todo el mundo se reuniera en esa espalda maciza vestida de azul y se desentendiese de él.
Gritó, desesperado, pero su padre no oía nada. Volvió a gritar, y su grito retumbó en el puerto desierto.
—¡Socorro! ¡Papá!
Y ya no pudo más. Sus dedos soltaron su presa y se hundió en el agua. Pataleaba, mordía y pegaba, como si estuviese luchando contra una fiera salvaje, pero sólo era el agua suave, tierna, que extendía su edredón por encima de su cabeza, como si fuera hora de dormir y el agua le diera las buenas noches.
Y entonces… entonces llegó el gran brazo de su padre. El brazo se hundió en su busca, el enorme brazo, aquel brazo capaz de llegar, si era preciso, hasta las profundidades del mar, hasta la muerte, y devolverlo a la superficie.
—Justo, justo —dijo.
Sabíamos que no estaba tartamudeando. Había sido, realmente, justo, justo.
—Y te dieron una zurra, ¿verdad? —preguntó Anton, en cuya casa solía ser así.
Pero a Vilhjelm no le dieron una zurra, ni en ésa ni en otras ocasiones, y entendimos la razón la primera vez que vimos a su padre. Parecía un abuelo, y no sólo debido a su sordera, sino también al pelo gris. Vilhjelm era un hijo tardío, y se comportaba con sus padres como nosotros con nuestros abuelos. Era amable y entregado, y entre ellos hablaban en voz baja, como si el problema de la familia no fuese la sordera, sino más bien una hipersensibilidad a los ruidos. Por una extraña casualidad, la madre de Vilhjelm también era sorda.
No hace falta decir que en aquella familia no se hablaba mucho. Cuando los padres finalmente decían algo, empleaban un tono serio y profundo, como si estuvieran formulando una humilde súplica. Eso sí, se tocaban constantemente. Se agarraban de la mano, se pasaban la mano por el pelo y las mejillas sin cesar, y no sólo Vilhjelm era objeto de caricias. También él acariciaba de continuo a sus padres. En aquella familia nadie pegaba a nadie.
Por eso Vilhjelm, cuando estuvo a punto de ahogarse, recibió de su padre algo diferente de una zurra. Comprendimos el qué cuando dio una respuesta muy extraña a una pregunta que le formuló Anton.
—¿Qué crees que sería lo peor de ahogarse?
Era asombroso cuánto sabía Anton acerca del mundo más allá de Marstal, y en su opinión lo peor de ahogarse eran todas las experiencias que iba a perderse. Sabía decir de corrido los nombres de los barrios de putas más famosos del mundo, y no era precisamente en las clases de geografía de la escuela de Vestergade donde había oído hablar del pasillo de Oluf Samson en Flensburg, de Schiedamsche Dijk en Rotterdam, Schipper Straat en Amberes, Paradise Street en Liverpool, Tiger Bay en Cardiff, el Vieux Carré en Nueva Orleans, Barbary Coast en San Francisco o la calle Trinquete en Valparaíso. Eran las cosas de que se hablaba en el Café Weber. Y, con un aire de experto que no correspondía a un chico de su edad, nos aseguraba que las chicas francesas eran las mejores, mientras que las portuguesas eran demasiado insistentes, y además olían a ajo. Si preguntábamos qué era el ajo, levantaba los ojos hacia el cielo, como si fuéramos realmente imbéciles. También conocía los nombres de un montón de clases diferentes de bebidas alcohólicas que estaba deseando probar alguna vez. El Amer Picon, la absenta, el Pernod, decía, eso sí que pegaba fuerte. Pero, en cuanto a la cerveza, siempre tomaría una Carlsberg, estuviera donde estuviese. La cerveza belga, que muchos elogiaban, era una especie de pis flojo.
—Podéis nombrar todos los barrios de putas del mundo —dijo— y todas las marcas de bebidas, y después podéis contarlas y sumarlas, y así llegaréis a un número que muestra, matemáticamente, por qué ahogarse es una terrible estupidez.
Knud Erik respondió que lo peor de ahogarse habría sido que nunca volvería a ver a su madre. Lo dijo medio por obligación, porque pensaba que era lo que correspondía, pero también porque había en él un deseo no realizado.
Vilhjelm dijo que lo peor habría sido que su madre y su padre se entristecerían.
—Eso significa que no vives para ti, sino para tu madre y tu padre —dijo Anton.
Nos explicó que había llegado a esa conclusión. Si eras obediente, bueno, cortés, bien educado o cumplías con tus obligaciones, significaba que no vivías para ti mismo sino para los demás.
—Por eso no soy ninguna de esas cosas —añadió—. Porque vivo para mí mismo.
Cuando Vilhjelm colgaba empapado y pataleando en el extremo del brazo de su padre, lo miró a los ojos, y lo que encontró en su mirada no fue cólera ni miedo. Fue tristeza. No sabía de qué clase de tristeza se trataba ni cuál era su causa, pero lo primero que pensó fue que tenía que procurar que su padre no volviera a estar triste. Sabía por instinto cómo ayudarlo: atrayendo sobre sí la menor atención posible. Lo mejor habría sido ser invisible. Lo siguiente mejor era pasar todo lo inadvertido que pudiese, y por eso se volvió un niño callado y responsable. Tal vez fuese la razón de su tartamudeo. Tenía que esforzarse tanto para no llamar la atención que nunca llegaba a arrancar.
Anton vivía para sí mismo, y cuando Vilhjelm se tumbó en la cabeza del mástil, a veinticinco metros de altura, y extendió los brazos y las piernas, por un instante hizo lo mismo que Anton: olvidó ser invisible.
Anton también tenía un padre y una madre, claro, pero por lo que contaba era como si no los tuviese. A su madre, que se llamaba Gudrun, podía hacerle creer cualquier cosa. Cuando se dio cuenta de que su hijo la había engañado con las notas, que firmaba siempre él, se echó a llorar y dijo que esperase a que volviera su padre a casa, que entonces se iba a enterar, aunque ella era lo bastante robusta para ocuparse personalmente del asunto. Su padre le pegó con la mano floja. Cuando volvía a casa, tenía otras cosas que hacer que castigar a sus hijos por faltas antiguas, olvidadas hacía tiempo. Sabía pegar fuerte, pero tenía que ser «al contado», como solía decir, y no algo ahorrado en la cartilla.
—¡La cartilla[5]! ¿Lo has pillado? —preguntó Anton y soltó una carcajada que a Vilhjelm le pareció tonta.
Aproximadamente en el mismo momento de su vida en que Vilhjelm vio tristeza en los ojos de su padre, Anton hizo un descubrimiento de parecida importancia trascendental en relación con su padre, Regnar, que se apellidaba Hay. Anton también se apellidaba Hay, por supuesto, pero su primer apellido era Hansen, el de soltera de su madre.
Cuando tenía cuatro años, su padre, que acababa de volver a casa tras una ausencia de varios años en el mar, lo sentó sobre su regazo. Antes le había dado un par de bofetadas para cumplir, como siempre, la petición de su madre de que castigara a los niños por fechorías cometidas durante sus años de ausencia. No le había pegado fuerte, y por eso no creía que hubiese pasado nada serio entre él y Anton. Le preguntó con voz amable por su nombre. Simplemente querría que Anton pronunciara su nombre como señal de que se había restablecido la armonía entre ellos, aunque, naturalmente, también podría entenderse en el sentido de que Regnar quería asegurarse de haber pegado al culpable. Sea como sea, habría cumplido con su deber de padre, y así podría salir de casa para ir al Café Weber.
—Anton Hansen Hay —dijo Anton.
—¿Qué demonios dices? —gritó su padre, con la cara roja como un tomate.
Empezó a sacudir a Anton, que se bamboleaba hacia atrás y hacia delante sobre la rodilla en la que un momento antes lo habían colocado en señal de reconciliación entre padre e hijo. Después, su padre lo arrojó el suelo de madera barnizada. Anton, aturdido, dio un buen resbalón y fue a parar debajo de la mesa, donde se enredó en un revoltijo de patas de sillas.
—Parece mentira —dijo al contar la historia—. El muy idiota no tenía ni idea de cómo se llamaba su hijo.
A Anton lo bautizaron mientras su padre estaba en alta mar, y Regnar nunca se tomó la molestia de leer la partida de bautismo ni preguntar por la ceremonia. No había esperado de su esposa que le pusiera de primer apellido su apellido de soltera, pues Regnar nunca le había ocultado que no soportaba a su familia. En la gruesa y pacífica madre de Anton no había ni pizca de rebeldía. Era tan transigente con su marido como lo era con su propia familia. Deseaba complacer a todos, y así fue como su familia se interpuso entre Anton y su padre por medio de un apellido. Ahora el nombre y los apellidos de Anton parecían la receta para una pelea familiar.
A Anton le daba igual. Él no se casaba con nadie. Su padre lo calificaba de imbécil. La mayoría de nosotros llamamos a nuestros padres «el viejo», y hay en ello cierto respeto. Así llama al capitán la tripulación de un barco. Pero en Anton no había el menor respeto. Apodaba a su padre «el Extranjero».
Las cosas no iban tan mal entre ellos como para que el Extranjero dejara de ser la fuente de la mayor parte de los conocimientos que Anton poseía sobre el mundo; no porque confiara a su hijo sus visitas a burdeles en el extranjero, sino porque le dejaba estar presente cuando los marinos que acababan de volver a casa fanfarroneaban en el Café Weber.
En el fondo, Anton quería ser como su padre. Pero nadie le oyó jamás decir nada bueno sobre Regnar. Así fue desde el día en que éste lo arrojó bajo la mesa sólo por tener mal el apellido.
En ese momento empezó a vivir para sí mismo.
•
En la naviera de Boye quedaban las viudas. Estaban paralizadas no sólo por el dolor de la pérdida repentina de sus maridos, sino también a causa de la falta de costumbre ante la titánica tarea que las esperaba. El futuro de Marstal estaba en sus manos. Sólo ellas tenían capital suficiente para acometer el cambio de barcos de vela a vapores, y eso era lo que exigían los tiempos. La época de los barcos de vela había terminado. Sus maridos lo habían entendido, y ahora les tocaba a ellas hacer realidad las visiones de aquéllos a los que la muerte les arrebató a tan temprana edad. La naviera poseía ya cinco vapores: Enigheden, Energi, Fremtiden, Maalet y Dynamik, nombres que constituían por sí mismos un auténtico programa[6].
En teoría, las viudas sabían lo que había que hacer. En la práctica, no. Acudían en grupo todos los días a la naviera a que les sirvieran café al tiempo que les enseñaban los documentos correspondientes a la jornada. Mientras masticaban dulces caseros que habían preparado, se dedicaban a meditar sobre las ofertas de fletes, los costes de mantenimiento y tripulaciones, consideraciones sobre compras y ventas. Todo el mundo parecía reclamar su atención. Cada información, cada cifra, cada signo de interrogación constituía un reto insuperable. Nadie las vio jamás taparse los oídos, pero era como si lo hicieran. Daban vueltas y más vueltas a cada decisión, hasta que ya era demasiado tarde para tomarla. Los Enigheden, Energi, Fremtiden, Maalet y Dynamik, que estaban construidos para transportar grandes cargas a través del mar, pasaban la mayor parte del tiempo amarrados en el puerto, no sólo a consecuencia de las circunstancias desfavorables y la mala coyuntura, sino también debido a la confusión de sus dueñas.
Ellen, la mayor, era la viuda de Poul Victor, y tan alta e imponente como él. Sin embargo, la firmeza que debió de poseer alguna vez la había depositado en su emprendedor marido, que no se la devolvió cuando se fue a la tumba. Emma y Johanne, las dos hermanas, eran más seguras de sí mismas, auténticas matriarcas en su propio hogar, pero fuera de él estaban en territorio desconocido. Miraban de reojo a Ellen, esperando que aportara eficacia, y Ellen miraba de reojo al cementerio, de donde no llegaba la menor señal.
Poseían varios terrenos en la ciudad, y empezaron a venderlos. Fue Klara Friis quien se los compró. Desde su casa acechaba a las tres viudas igual que un buitre acecha a un desgraciado animal que está a punto de caer desvanecido de sed y agotamiento, y con la compra de los tres terrenos arrambló con el primer bocado de carne.
Los terrenos estaban en Havnegade: el primero, en la esquina con Sølvgade, el segundo en la esquina con Strandstræde, mientras que el tercero era un descampado rodeado de una alambrada que se extendía al final de Havnegade, donde terminaba la ciudad. Era allí donde Sofus el Campesino llevaba a pacer sus ovejas, tras el alambrado, y había también gallinas y cerdos, todo ello provisiones para su flota de barcos, que era cada vez mayor. Aquello había pasado hacía tiempo. El terreno estaba ahora en barbecho, y la compra les pareció a todos razonable, igual que en el caso de los otros terrenos sin aprovechar. Allí podía construirse.
Klara Friis, sin embargo, no hizo nada. Las ortigas seguían creciendo en los tres terrenos. Los manzanos y perales plantados por Sofus el Campesino tenían que entregar su fruto a los pájaros y a los ladronzuelos. Marstal no salía de su asombro. ¿Qué quería aquella mujer?
Preguntamos, pero no lo suficiente, porque en tal caso habríamos sospechado qué nos esperaba.
Klara Friis no había cambiado externamente. Seguía vistiéndose con modestia, como si no fuera consciente de su nueva situación, y por eso causó buena impresión a las tres viudas, que consideraban el espíritu ahorrador una virtud. No había en ellas afectación alguna, y tampoco la miraban por encima del hombro, a pesar de que eran bastante más ricas que Klara, que acababa de adquirir su riqueza. Durante varias generaciones estuvieron rodeadas de sirvientes, pero no obstante participaban en las tareas domésticas. Los dulces los preparaban ellas. Todos los años, por Navidad, hacían una hornada generosa. Con el tiempo, las galletas se ponían tan duras como las que constituían la dieta diaria en los barcos de la naviera, con la única diferencia de que, cuando se golpeaba con fuerza uno de aquellos dulces contra la mesa, no salían gusanos.
Sofus el Campesino había sido un hombre sencillo, del pueblo, y así fueron sus hijos y nietos. No constituían ninguna casta aparte. Como todos los demás, pertenecían a la ciudad. Sabían que el dinero procedía de las fatigas de los marinos. No había ni uno que no hubiera tenido que empezar desde abajo en la dura jerarquía de a bordo, antes de terminar en la agencia marítima o en la dirección de la naviera. Cada palabra que se pronunciaba en las reuniones diarias de la empresa era para ellos producto de la realidad vivida. Pero, para sus viudas, ese mundo nuevo en el que entraron de repente constituía un campo de batalla en el que palabras y conceptos desconocidos silbaban junto a sus oídos como si fueran proyectiles letales.
A veces Klara Friis les daba un buen consejo o mostraba una súbita energía que las asombraba. Su naturaleza bondadosa hacía que considerasen a la joven viuda un ser desamparado que necesitaba su ayuda. Se quedaban igual de desconcertadas cada vez que ocurría lo contrario y era ella quien las sacaba de un apuro. Como no creían mucho en el talento de las mujeres para los negocios, su ingenuidad las inducía a pensar que los buenos consejos los había sacado de la nada.
Claro que no podían saber que Klara Friis estaba estudiando por correspondencia para consignataria, armadora y muchas más cosas. Los recursos que le proporcionó la muerte de Albert despertaron cual varita mágica su cerebro aletargado, que estaba, por lo demás, anclado en una angustia que no se debía solamente a ciertas vivencias violentas de su infancia, sino también a su posición en el mundo, la cual, en general, la impulsaba menos a utilizar la cabeza que las manos.
Volvía a haber un hombre en su vida, pero esta vez no tendría que emplear, de pura desesperación, ninguno de sus ya gastados recursos femeninos. A Markussen, al contrario que al desgraciado Albert, no le interesaban ni los besos ni las caricias ni lo que pudiera venir después. Era el nombre de Cheng Sumei lo que los unía, y también la misión que hizo que la curiosidad de Markussen, ya en el otoño de su vida, volviera a despertar por última vez: ayudar a Jerjes a encontrar los medios adecuados para castigar al mar.
Se escribían con frecuencia y hablaban a menudo por teléfono. De vez en cuando Klara Friis viajaba a Copenhague. Ya sabía arreglárselas sola y no necesitaba la compañía de Herman ni de nadie.
—A ti no te interesa hacerte cargo de una naviera al borde de la bancarrota —dijo Markussen—. Y lo del astillero puede corregirse fácilmente. Dales buenos consejos, pero no demasiado buenos. Que no ganen confianza en sí mismas. Tienes que reforzar en ellas la sensación de que tras una decisión equivocada acecha la catástrofe. Cuéntales lo peligroso que es el mundo.
Se lo escribió en un folio. No todo era fácil de recordar. Klara Friis logró el apoyo que necesitaba.
Pero fue ella quien marcó el rumbo.
Las tres viudas estaban totalmente equivocadas respecto de Klara Friis. Sobreestimaban su carácter y subestimaban su talento. Pensaban que al ayudarlas no lo hacía con segundas intenciones, pero se equivocaban. Creían que sus buenos consejos, a menudo asombrosos, eran simples golpes de suerte, y también en eso se equivocaban. En el fondo creían que eran ellas las que le hacían un favor al escucharla. Le ofrecían su compañía y un poco de atención, ¿y no era eso lo que necesitaba una joven en su situación, afectada por una pérdida terrible y sola con dos niños?
Llegaban con pan casero para que lo llevase a casa.
—Pobrecita —le decía Johanne, dándole una palmada en la mejilla.
Se reconocían en Klara. Era mujer y, en consecuencia, por definición estaba tan desamparada como ellas en cuanto a los asuntos del gran mundo.
Dudaron durante mucho tiempo, pero finalmente empezaron a comprender. Para salir del atolladero al que las había llevado su viudez, les hacía falta lo que ha hecho falta siempre a las mujeres cuando han tenido que sobrevivir en la jungla: un hombre.
Y el hombre llegó. Se llamaba Frederik Isaksen. Había sido cónsul danés en Casablanca y empleado en una acreditada agencia marítima francesa. Había empezado con Møller en Svendborg. Después estuvo con la Lloyd en Londres. Lo recomendó un grupo de patrones de la naviera que atracaban regularmente en Casablanca. Era un hombre competente y con amplitud de miras, les había dicho el Comandante, elegido portavoz de los patrones.
—Pero ¿atiende bien a su trabajo? ¿Se puede hablar con él? —quiso saber Ellen.
—¿No será demasiado impulsivo? —intervino Johanne, angustiada, cuando el Comandante mencionó lo de la amplitud de miras.
—Sí, ya he oído hablar de él —dijo Markussen por teléfono—. Me vendría bien alguien como Isaksen. Es un hombre con espíritu emprendedor. No iría a Marstal si pensara que es una aldea de provincias. Ha visto una posibilidad. El viejo Boye debió de hacerlo mejor de lo que creíamos. Capital ahorrado, ninguna deuda. Un hombre con energía puede convertirlo en algo grande. De modo que Isaksen tal vez obstaculice tus planes.
Isaksen fue contratado por recomendación de los patrones y llegó un día de verano, a mediados de agosto. Prescindiendo del complejo sistema de tren combinado con transbordador, que hacía tan complicado el viaje desde la capital hasta Marstal, llegó directamente con el paquebote, que solía llevar pasajeros de condición más humilde. Estaba en cubierta, largando las amarras con naturalidad a los que esperaban en el muelle; después saltó a tierra y saludó agitando el sombrero de paja de ala ancha, como si quisiera decir hola a toda la ciudad.
Iba vestido con un traje de lino blanco. Llevaba en el ojal un clavel recién cortado, y bajo el sombrero de paja su piel se veía tan bronceada como la de un marino, ¿o era quizá su tono natural? Sus ojos eran pardos, y unas tupidas pestañas le conferían un aspecto plácido y enigmático a la vez.
No cabía duda de que se trataba de un hombre de mundo, y cuando se quitó el sombrero le devolvimos el saludo. No teníamos nada en contra de los hombres de mundo. También nosotros lo éramos, y no necesitábamos que la gente se rebajara y avergonzase para complacernos. Podían fanfarronear, siempre que tuvieran algo de que fanfarronear.
Isaksen lo tenía, y tuvo cada vez más a medida que pasaban los días. El patrón del paquebote, Asmus Nikolajsen, estuvo charlando con él durante toda la travesía, y le pareció un hombre directo y conocedor que preguntaba con curiosidad por todo; así que aquel desconocido, cuyo aspecto era ciertamente algo más exótico de lo habitual, pronto sabía más que él sobre la actividad del paquebote. Era evidente que Isaksen estaba familiarizado con los barcos, y aunque de vez en cuando echaba una mano experta, siempre cuidaba hábilmente de no manchar su elegante traje, cosa que hizo aumentar la estima de Nikolajsen, pues los marinos aprecian la limpieza.
Naturalmente, la gran pregunta era: ¿podría Isaksen hablar con las viudas?
Primero habló con nosotros. Daba una vuelta por el puerto y se sentaba en un banco con los viejos patrones. Llamaba a la puerta de las agencias marítimas, entraba en la oficina, saludaba con el sombrero y comunicaba, antes que nada, que no venía como un competidor a espiar al enemigo, sino porque le parecía que esa ciudad era una comunidad. Sólo si se mantenía unida y dejaba de lado las mezquindades, si, en pocas palabras, se atrevía a pensar a lo grande, conseguiría superar los retos del futuro.
Era como volver a oír a Albert en su discurso de la piedra conmemorativa. Hacía pocos años de aquello, pero parecía que hubiera ocurrido varias generaciones antes, y comprendimos que aquel día de 1913 en el puerto había terminado una época, sin que ninguno de nosotros se diera cuenta.
Las palabras de Isaksen hechizaban: lograba que viésemos las cosas desde fuera. Gracias a los barcos de propiedad compartida habíamos avanzado mucho. Atrás quedaban los tiempos de los pequeños inversores. Hacía falta capital en grandes cantidades, bastante mayores, en cualquier caso, que las que podía aportar una sirvienta, un monaguillo o incluso un patrón competente. Hacían falta inversiones, y las grandes inversiones suponían mucho dinero. Pero el capital ya estaba en la ciudad. Sólo se trataba de emplearlo.
—Propongo que el capital de la ciudad se reúna en unas pocas manos. Es la única forma de conservar la navegación y su control en Marstal.
¿Qué estaba insinuando? Algunos pensaban que recordaba demasiado a los proyectos de Henckel, que nos había prometido medio mundo y después se había llevado el dinero de nuestros bolsillos. Sin embargo, saltaba a la vista que en el caso de Isaksen era todo lo contrario. No quería nuestro dinero, sino ser nuestra brújula. Quería marcar el rumbo, de una naviera y de toda una ciudad.
Sólo en un lugar encontró hostilidad. Fue en la reunión con Klara Friis. Se había preparado, y no se sorprendió al encontrar al frente de una de las navieras de más renombre de la ciudad a una mujer joven vestida con modestia. Tenía noticias de Albert Madsen y de su alianza con la viuda de El Havre, sabía que las tres últimas grandes barcas del país, las bellas Suzanne, Germaine y Claudia, estaban matriculadas en Prinsegade. Sólo había una cosa que no consideró mientras se preparaba: sondear el corazón de Klara Friis y su caja fuerte. No tenía ni idea de la fortuna que aquella mujer poseía, y sobre todo no conocía los planes que había trazado para la misma. Ella sólo se habría alegrado si se hubiera presentado como un Gengis Kan para devastar la ciudad. Pero llegó como Alejandro Magno para fundar una ciudad más, y por eso lo recibió como a un enemigo.
Isaksen quería construir un nuevo Marstal sobre las ruinas de la navegación a vela que en otra época había hecho florecer la ciudad. Lo que nos ofrecía no era el final de nada, sino una nueva pujanza. No iba a oírse ningún canto de cisne, sino un saludo de bienvenida a los nuevos tiempos.
Removió algo en nuestro interior. Años atrás habíamos visto llegar el progreso mucho antes que la mayoría, y nos pusimos en pie para darle la bienvenida. Isaksen nos pedía que ahora hiciéramos lo mismo.
Klara Friis había meditado mucho sobre qué ropa ponerse cuando recibiera a Frederik Isaksen. Al final decidió presentarse con su aspecto modesto habitual y no mostrarse llamativa de ninguna manera, no hacer alarde de su riqueza o su recientemente adquirida determinación, y no dar una impresión seductora. Además, para ese papel le faltaban las nociones necesarias, no porque estuviese marchita, sino porque no tenía una buena opinión de sí misma en lo relativo a su aspecto físico. Le parecía más seguro desempeñar el papel que tan bien conoció durante tantos años; y tan bien lo conocía que terminó creyendo que ella era así, un ser modesto y humilde que no se permitía otra expresión de sentimientos que una amargura apenas formulada sobre el modo injusto en que la había tratado la vida. Tenía que actuar, si no directamente como una estúpida, al menos como alguien paralizado por la angustia y la incapacidad para comprender el vasto mundo por el que transitaban los hombres; algo parecido a la situación de impotencia que pedía a las tres viudas que nunca abandonaran.
Ante todo lo que le decía Isaksen adoptaba la misma expresión, una sonrisa vacilante, mecánica, y un gesto de asentimiento cuyo significado era inmediatamente desmentido por la vacuidad de su mirada, que indicaba a las claras que no entendía nada de lo dicho, sino que simplemente reaccionaba con la indulgencia y la humilde sumisión tan características de su sexo.
Isaksen, sin embargo, no se rindió. Empezó a cambiar sus formulaciones. Hizo sus imágenes más sencillas y comprensibles. Incluso habló de la insegura vida del marino, y quiso convencerla de que, en la situación que proponía, la familia tendría su lugar y liberaría a quien se quedara en casa de la continua angustia por el destino de los hombres.
—Piense en lo que puede hacer una gran naviera bien gestionada en favor de las condiciones de los marinos. Permisos fijos, seguridad a bordo. No va a haber ninguna penuria que obligue, como ahora, a los pequeños patrones a correr riesgos innecesarios en un mar peligroso.
Buscó la mirada de ella con sus ojos pardos, coronados por las tupidas pestañas en las que reparaba Klara por primera vez. El tono de voz de Isaksen se volvió insistente. No estaba satisfecho con la mirada inexpresiva que recibía como reacción a sus palabras. Klara sintió la tentación de ceder, y de inmediato se vio dominada por un espanto que conocía demasiado bien. Visualizó el agua oscura de la noche de tormenta, que se elevaba en busca del tejado donde se encontraba, vio a Karla, que desapareció en el agua, el caballete del tejado, que le apretaba la entrepierna, como si estuviera subida a un caballo de madera, el castigo reservado a los campesinos rebeldes, según decían los libros de historia. Su frente se cubrió de un sudor frío.
Palideció y tuvo que levantarse y pedirle a Isaksen que se fuera, disculpándose, con voz débil, por un repentino dolor de cabeza.
Isaksen salió con el entrecejo fruncido. Le parecía que lo que había presenciado era una extraña mezcla de algo fingido y pese a ello auténtico, pero se sentía incapaz de entender el propósito de aquel teatro. No comprendía que en la figura de aquella mujer, que recordaba a una sirvienta apocada, acababa de conocer a su principal oponente.
En las pausas entre sus visitas a las navieras de la ciudad, Isaksen trataba de convencer a las tres viudas. Empleaba con ellas un lenguaje que creía que entendían. Hablaba de economía doméstica, de compras, gastos, cuentas, sirvientes. Hablaba del mar y de los barcos con metáforas del gobierno de la casa, porque sabía que todas eran hábiles administrando el hogar, e intentaba que comprendieran que en ese aspecto no existía ninguna diferencia fundamental entre una empresa naviera y el trabajo que conocían por propia experiencia diaria.
El efecto fue el que había esperado. Las viudas se calmaron. Ya no oían las balas silbando junto a sus oídos. Él hizo lo que le habían pedido. Las sacó del campo de batalla. Las libró de la responsabilidad.
•
Isaksen reunió a los dueños y al personal de la naviera junto con los patrones y primeros oficiales que estaban en tierra en aquel momento. Invitó también a sus cónyuges. Era lo bastante listo para darse cuenta de que las esposas constituían un factor importante en lo relativo no sólo a los asuntos domésticos, sino también a los del mar. Reservó el salón principal del hotel Ærø. De la pared colgaban platos azules de porcelana real, banderas danesas y cuadros de barcos de la ciudad. Hizo servir un menú de dos platos y postre. Proporcionó a la cocina del hotel una receta de sopa bouillabaisse, que sabía que varios de los patrones conocerían por sus viajes por el Mediterráneo. De segundo plato eligió el tradicional asado de buey. Entre el primer y segundo plato pronunció su discurso.
Era un discurso acerca del futuro.
Nos habló de sus experiencias en Casablanca, la ciudad portuaria donde trabajaba hasta que lo llamaron de Marstal porque muchos patrones de allí lo habían conocido y, al parecer, les había causado buena impresión, y quería aprovechar la ocasión para agradecérselo. Pero sentía melancolía cada vez que veía un barco de Marstal zarpar de Casablanca, porque siempre temía que fuese la última vez. Y no estaba pensando en la posibilidad de que el barco naufragase en el camino de vuelta, pese a que esa trágica contingencia siempre estaba presente. No, él pensaba en una posibilidad completamente distinta y mucho más sorprendente: a saber, que el barco fuera a esfumarse y nadie volviera a verlo. Por extraño que pudiera sonar a los oídos de su respetable auditorio, ese destino resultaba más probable que cualquier naufragio; de hecho, era tan cierto para los barcos de Marstal como que el sol se pone esta noche y mañana vuelve a levantarse, cosa que, dijo, «os parecerá extraño que diga».
Estaba seguro de captar toda la atención de su boquiabierto público. Ninguno de nosotros tenía ni idea de adónde quería ir a parar con su extraña afirmación.
—Pero escuchadme —continuó—: también yo puedo explicaros mis extrañas predicciones. Más aún, puedo daros el remedio para que no se cumplan. La causa de mi desaliento cuando veo una goleta de Marstal zarpar de la bahía de Casablanca…
En ese punto bajó la mirada, de manera que sus largas pestañas se desplegaron sobre sus bronceadas mejillas y se hicieron visibles hasta para quienes estaban sentados al otro extremo de la alargada mesa, y a consecuencia de ello el pecho de más de una esposa de marino se hinchó de forma inusual, como si le faltase el aire.
—La causa de mi desaliento —continuó, repitiendo las efectistas palabras, y adoptó de pronto un tono muy prosaico— es que sé que las autoridades francesas de Casablanca tienen planes de construir un puerto. Todos comprendéis lo que eso significa.
Volvió a hacer una pausa, pero en lugar de bajar la vista miró inquisitivamente a cada uno de nosotros, como para recordarnos una información que sabíamos que poseíamos, pero que en ese momento tal vez estaba olvidada o reprimida. Alguna mujer correspondió a su mirada con un centelleo en los ojos, como si creyera haber recibido una invitación, mientras muchos de los patrones bajaban la vista, como si comprendieran demasiado bien que hacía tiempo que deberían haber dicho, o al menos pensado, las palabras que sabían que venían a continuación.
Isaksen reanudó su discurso, y sus palabras cayeron como latigazos.
—Significa que las goletas de Marstal jamás volverán a conseguir un flete a Casablanca. La única razón de que los vapores no se hayan acercado a los puertos más importantes de la costa norteafricana ha sido la falta de instalaciones portuarias adecuadas. Ahora vienen los vapores, con mayor capacidad de carga y más velocidad. Su arribada puede predecirse con exactitud. La brújula señala el rumbo, el vapor lo sigue sin desvíos ni retrasos. Y no hablo solamente de Casablanca. —El tono de su voz iba en aumento. Había en ella algo de apocalíptico—. Hay que recordar también los fletes a los puertos del canal de la Mancha, donde las mareas sólo permitían la entrada de los barcos de vela. En adelante serán los ferrocarriles los que se encarguen del transporte. Pienso asimismo en Rio Grande, en Brasil, y en la laguna de Maracaibo, en Venezuela. En ambos lugares, la escasa profundidad de la zona de bancos de arena sólo os dejaba pasar a vosotros. Ahora también van a retirar ese obstáculo a los vapores.
Con cada puerto que mencionaba, los patrones y primeros oficiales daban un respingo, como si los hubiera amenazado con el puño y no supieran cómo defenderse.
—El mar ha sido vuestra América —prosiguió—. Pero ahora América os cierra las fronteras. Cada vez se necesitarán menos vuestros servicios. Los fletes van a esfumarse, y eso significa que también vuestros barcos lo harán. Más os vale venderlos. Pero pensadlo bien. ¿Quién va a comprarlos? Lo que les espera es el desguace, la pira funeraria de una época, la vuestra, convertida en humo, que finalmente se disuelve en el aire. Sin embargo, no todo está perdido.
La voz de Isaksen adoptó el tono consolador de un clérigo cuando después de describir el Infierno sugiere la alternativa del Cielo para quien se convierte.
—Aún quedan lugares adonde nadie más va, puertos donde no se puede dragar, o donde no merece la pena, o donde las corrientes marinas, los escollos y las frecuentes tormentas conspiran eternamente para impedir el acceso de vapores. Terranova —el tono consolador desapareció de golpe—, la costa más inhóspita del mundo, las aguas más peligrosas de la tierra. Allí todavía será bienvenida la goleta de Marstal para llevarse el apestoso bacalao salado. Los destinos y fletes que nadie quiera serán para vosotros. Dependeréis de los restos del mercado mundial. Os convertiréis en los parias de los siete mares, una especie de barrenderos. Os convertiréis en las sobras.
Creíamos que iba a animarnos, pero aquello terminó casi como el responso de un funeral. Se produjo un silencio de muerte en torno a la mesa. Ellen Boye bajó la mirada. Sus mejillas estaban de un rojo encendido. Emma y Johanne la miraron en busca de apoyo, pero su rostro contraído les produjo una impresión tan penosa que estuvieron a punto de echarse a llorar.
Después Isaksen volvió a tomar la palabra. En realidad, no la había cedido en ningún momento. Pero la pausa que hizo para acentuar el dramatismo parecía un punto final. ¿Qué podía venir tras una sentencia tan demoledora?
—Marstal tiene un gran futuro por delante —dijo, y volvimos a levantar la cabeza con atención, esta vez conscientes de que no éramos más que marionetas en sus manos, y de que en lugar de cuerdas empleaba con gran habilidad sus palabras artificiosas—. Y tiene un gran futuro por delante porque tiene un gran pasado —añadió—. Pero una cosa no siempre garantiza la otra. La tradición puede ser también una carga. Creemos que porque un método haya funcionado una vez va a funcionar siempre. Así que nos anclamos en el pasado y no avanzamos con los demás. Pero con Marstal es diferente. Creasteis vuestro propio tipo de barco, que lleva el nombre de vuestra ciudad, el casco con el espejo de popa en forma de corazón y la proa redonda y roma. Experimentasteis hasta encontrar lo que mejor se adaptaba a vuestro objetivo. Vuestra tradición es el espíritu emprendedor. Puede que penséis que es una expresión fea, y sí que lo es en boca de un campesino, porque una persona emprendedora es una persona que no está arraigada, y por eso se dice de ella que le falta estabilidad, porque no hace lo que hizo su padre antes que él. Pero pensad en la expresión como los marinos que sois. El espíritu emprendedor es la capacidad de aprovechar el momento adecuado, cuando el viento y la corriente os acompañan, y levar anclas y zarpar. Habréis oído hablar del inglés Darwin y de su conocida teoría acerca de the survival of the fittest, y quizá alguien os haya hecho creer que the fittest significa el más fuerte, y que en el sentido de Darwin quiere decir que sólo sobrevive el más fuerte. Sin embargo, él no se refiere a eso. The fittest significa «el más emprendedor», y ésos sois vosotros. Habéis creado vuestra ciudad igual que navegáis: habéis aprendido a avanzar en todos los órdenes de la vida. Esa destreza la llevaréis con vosotros, pero los barcos en cuyas cubiertas la habéis adquirido tenéis que abandonarlos antes de que se hundan. Aunque la época de las embarcaciones de vela pasó hace tiempo, la de los marinos acaba de empezar. Creedme, una ciudad que ha sido hogar de marinos durante generaciones posee un capital sin igual en un mundo en que hay que transportarlo todo, porque los continentes se acercan. En adelante sólo tendréis que aplicar vuestra destreza en la cubierta de un barco que se estremece por las vibraciones de las potentes máquinas que operan debajo.
Nos explicó las mismas ideas que había expuesto previamente al resto de las agencias marítimas de la ciudad. Pero fue un paso más allá. Nos confió los secretos acerca del futuro de la naviera que había ocultado a los demás. Preveía que con el tiempo ésta se uniría a las otras navieras de la ciudad, hasta que no quedara más que una gran naviera que contara no sólo con abundante capital, sino, sobre todo, con experiencia, experiencia acumulada a lo largo de siglos, la combinación de voluntad de sobrevivir, inventiva, obstinación y amplitud de miras que fueron la base sobre la que se erigió el malecón, se adquirió el telégrafo, se construyó una de las mayores flotas mercantes e, incluso ahora, en una época de recesión para la ciudad, hacía que nunca cediéramos en la lucha por encontrar nuevos rincones olvidados en el planeta a los que poder navegar con nuestros barcos, que llevaban tiempo obsoletos.
Isaksen empezó a contar con los dedos: voluntad de sobrevivir, inventiva, obstinación, amplitud de miras y, en especial, capacidad de unir fuerzas para acometer empresas irrealizables para cada una de ellas por separado. Eran cinco dedos, toda la mano. Era la mano del espíritu emprendedor, que siempre aprovechaba la ocasión en cuanto se presentaba.
—Es la mejor mano que existe —dijo—, porque con ella podéis moldear el futuro como queráis, y eso es lo que tenéis que hacer. La naviera tiene ya un astillero. Es importante, pues se trata de controlar todos los eslabones de la navegación, desde la construcción del buque hasta los fletes. Pero hay que reconvertir el astillero por completo, no sólo para barcos de acero, sino para barcos de vapor y motor. Así lograremos controlar el precio de cada uno de los barcos que botemos a nombre de la naviera. También en eso existe una condición previa. En la ciudad no faltan trabajadores navales hábiles y experimentados. Se necesitarán para el aumento de tonelaje. Hay que dragar los canales que conducen al puerto a fin de que los nuevos barcos puedan pasar. Debemos construir nuestro propio canal de Suez, que atraviese las aguas poco profundas del archipiélago del sur de Fionia y lleve al mar abierto del Báltico. Respecto a las provisiones, tendremos que montar nuestro propio almacén, que abastezca no sólo a nuestros barcos, sino también a otros. Algún día tendremos que introducirnos también en el eslabón de las materias primas. Seremos dueños de minas de carbón, y en el futuro de campos petrolíferos, pues el barco de motor es el sucesor del barco de vapor. Así nos aseguraremos el suministro de combustible para la flota a precios estables.
No sólo teníamos que navegar, sino también que dirigir a medio mundo, y Marstal era el centro de todo.
Es lo que nos contó Isaksen.
Cuando por fin terminó, teníamos las mejillas encendidas, estábamos agotados, aturdidos y animados como se puede estar después de subir a un tiovivo. Nos pusimos en pie y aplaudimos, tanto consignatarios, oficinistas, patrones y primeros oficiales, como sus excitadas esposas. Hasta Ellen, Emma y Johanne se levantaron y aplaudieron. No necesitaron ni mirarse de reojo antes, como tenían por costumbre. La vacilación, que era su defensa contra toda decisión importante, había desaparecido. Junto con los demás, se levantaron de sus asientos como empujadas por un resorte.
Había tal fuerza en el entusiasmo de Isaksen, que nos transmitió una especie de ingravidez. Si hubiera seguido hablando, al final habríamos salido volando por las ventanas del hotel Ærø.
•
Isaksen consultó la brújula y marcó el rumbo. Explicó con bellas palabras nuestras habilidades para navegar por la vida, incluso ante las mayores dificultades; pero olvidó algo importante en el arte de navegar: no miras sólo la brújula, también miras el aparejo, lees las señales de las nubes, observas la dirección del viento, la corriente y los colores del mar, buscas una súbita rompiente que puede anunciar un escollo. Tal vez no sea así con un barco de vapor, pero desde luego que lo es en el barco de vela, y en ese sentido el barco de vela está más cerca de la vida que el de vapor: no basta con saber adónde quieres ir, porque la vida, igual que la ruta del barco de vela, no consiste prácticamente más que en rodeos, causados bien por la calma chicha, bien por la tormenta.
Podríamos discutir hasta la saciedad si fue Klara Friis la causante del fracaso de Isaksen o si fueron los dulces los culpables de que le fueran mal las cosas. Lo cierto es que había lagunas en su conocimiento del sexo femenino. Creía que una mujer paralizada por la inquietud necesitaba que la liberase un hombre lleno de energía. Así veía a las tres viudas, a la naviera, a toda la ciudad, como si fuese una novia y él, el novio. Iba a liberarnos de la parálisis en que nos encontrábamos. Pero hay veces en que un huracán de energía como el que encarnaba Isaksen puede tener el efecto opuesto, y hacer que aumente la inquietud de las mujeres.
Con las tres viudas sucedió que, cuando sus maridos sufrieron una muerte repentina y absurda en el transcurso de tres semanas, por la puerta principal salió la mujer de marino, y con ella desapareció la poca paciencia y perseverancia que habían poseído. Por la puerta trasera, entretanto, entró la campesina que hay en la médula de toda mujer, independientemente del tiempo que haga que su familia ha abandonado el campo: desconfiada, ahorradora, obstinada, resignada frente al destino, que a lo largo de la vida la condena a una pasividad cavilosa, meditabunda.
Al principio Isaksen no entendía nada. Él creía que podría contar con las viudas. ¿No se habían puesto en pie para aplaudir junto con los empleados de la naviera? Bien es verdad que había oído rumores acerca de su indecisión. Los patrones con quienes había tratado en Casablanca jamás ocultaron que eran «complicadas», «difíciles de tratar»; no obstante, todos llegaron a la conclusión de que «sólo les hacía falta una mano firme», y que él era el hombre indicado.
Las había considerado el menor de sus retos. Ahora resultaba que eran su mayor obstáculo. Se sentaban con sus dulces duros, que mojaban en el café y después masticaban durante una eternidad. Como si fueran castores, controlaban con las paletas la dureza de las pastas, y eso es lo que eran, unos castores construyendo diques en torno a las ideas fluidas que él les presentaba y evitando que llegaran a ninguna parte.
De pura impaciencia, Isaksen se presentó en una reunión con una bolsa de dulces recién horneados del panadero Tønnesen de Kirkestræde, pero también en eso le salió el tiro por la culata. Emma y Johanne cruzaron sus miradas. Isaksen rechazaba su repostería casera. Era un derrochador. Y además, dulces del Panadero de Gaviotas. ¿Creía acaso que no sabían que Tønnesen compraba huevos de gaviota a los chicos de la localidad, que los recogían en los islotes más allá del puerto? ¡Qué desfachatez!
Los dulces fueron una catástrofe diplomática. Después, Isaksen percibió más señales.
—Es demasiado inseguro —dijo Ellen Boye cuando él les propuso construir un nuevo barco de vapor en el astillero de barcos de acero.
Les explicó que el mercado de fletes estaba recuperándose precisamente entonces, y que las inversiones no tardarían en amortizarse.
—¿No es demasiado arriesgado? —preguntó Emma tras una larga pausa en la que reanudaron el mordisqueo de dulces.
Isaksen se dio cuenta de que no era una pregunta, sino una negativa. Con voz firme declaró que, si querían hacer honor a la confianza que habían mostrado al contratarlo, tendrían que dejarle las manos libres.
—Pero si ya tiene las manos completamente libres —dijo Ellen con tono imperioso—. Lo que pasa es que vivimos tiempos de inseguridad.
—He de tener plenos poderes.
¿Plenos poderes? Las tres mujeres se miraron sin comprender. Otra vez estaban en terreno resbaladizo. ¿Acaso no se fiaba de ellas?
—Klara Friis dice que…
—¿Klara Friis?
Isaksen despertó del sopor que cada vez con mayor frecuencia se apoderaba de él cuando se encontraba en compañía de las tres viudas.
—¿Qué dice Klara Friis?
Intuyó de pronto una relación.
No quedó claro qué les había dicho Klara Friis. Pero algo les había dicho, y advirtió que las había impresionado. Palabras como «inseguridad» y «riesgo» parecían ser sus preferidas. Klara alimentaba a la campesina que llevaban dentro. Con sus palabras nutría la desconfianza de las viudas y las reafirmaba en la sencilla filosofía vital de que una ya sabía lo que tenía, pero no lo que iba a depararle el futuro, y que por eso era mejor quedarse con lo conocido.
—Pero esa filosofía no se tiene en pie… —dijo Isaksen, desesperado—. Quien se queda con lo conocido también lo pierde. Así son los tiempos que corren. Sólo quien se atreva a salir a lo desconocido podrá lograr algo.
—No lo entiendo —repuso Ellen—. Nosotras no hemos dicho nada de eso.
Isaksen comprendió que había estado hablando consigo mismo, y que por un instante las había dejado escuchar el diálogo interior que constantemente mantenía con ellas, y mediante el cual trataba de convencerlas de que por fin le dejaran hacer aquello para lo que lo habían contratado.
Se levantó y se disculpó por una molestia repentina. Necesitaba tomar aire fresco. Sabía que estaban mirándolo, y que tan pronto como saliera empezaría una conversación mucho más animada, que no querían que oyera.
Caminó por Havnegade y dobló en Prinsegade. Llamó a la puerta de Klara Friis. Una sirvienta con delantal almidonado lo condujo a la sala. Klara Friis se levantó del sofá, e Isaksen percibió en su mirada algo más que simple sorpresa. También había alarma. Era como si la hubiese sorprendido in fraganti siendo diferente de la persona por quien se hacía pasar.
—¿Qué quiere? —se le escapó a Klara.
Isaksen vio que la viuda luchaba en vano por dar a su rostro la expresión de inofensiva estupidez que le había mostrado en su primera visita. Lo que reflejaba era vigilancia, un dispositivo de alarma que confirmó su sospecha e hizo que fuera directo al grano.
—Quiero saber por qué se opone a mí —dijo Isaksen—. No comprendo sus motivos. ¿Es que nos considera sus rivales? Usted, como armadora, debería estar también interesada en lo mejor para la ciudad.
Se dirigía a ella como a un igual, esperando impresionarla y hacer que dejara de lado su misterioso juego.
—Habla usted como si fuera el alcalde —dijo Klara—. Pero ya tenemos uno.
Lo miró con obstinación. La máscara había caído. «Algo es algo —pensó Isaksen—; así me libro de las habituales indirectas, ese modo especial que tienen las mujeres de ejercer su poder haciendo alarde de no entender las cosas».
—Un alcalde no tiene mucho poder. Pero yo sí, si se me deja hacer mi trabajo. Usted también lo tiene. Por lo que sé, ha heredado usted la naviera, que dirige personalmente, y además con mano segura.
—Me limito a ocuparme de mis asuntos —dijo Klara—. Usted debería hacer lo mismo.
«Vaya —pensó Isaksen—. Ya estamos de nuevo donde habíamos empezado: la simpleza como última defensa cuando la batalla no puede librarse abiertamente».
—Lo intento —replicó—, pero cada vez que trato de que las viudas den el visto bueno a una de mis propuestas, oigo lo mismo. Tiempos demasiado inseguros. Hay demasiado riesgo. Alguien dice que sería prudente esperar. Y siempre aparece el mismo nombre. El suyo.
Advirtió que la viuda se estaba enfadando. Pensó en los terrenos que había comprado en Havnegade, de los que nadie sacaba provecho. En su lugar podría haberse creado un puerto vivo, rebosante de espíritu emprendedor. Los terrenos parecían arrasados por un incendio de ideas reducidas a cenizas antes de materializarse.
—Paso todos los días por los terrenos que ha comprado, y me parece una vergüenza dejar que sigan inactivos. Puede que sea una imagen excelente de los planes que tiene. Ha pensado usted dejar en barbecho toda la ciudad. Pero le diré una cosa, señora Friis… —Sintió que la irritación almacenada durante meses se apoderaba de él—. A lo que usted llama ocuparse de sus asuntos yo lo llamo descuidar a otros, a toda una ciudad, su historia y sus tradiciones.
—¡Odio el mar!
Fue una exclamación espontánea. Si él hubiese prestado la debida atención, habría comprendido que era una confesión inesperada y habría aprovechado la ocasión. Tal vez hubiera un modo de llegar hasta ella. Pero Isaksen había montado en cólera. No tenía la menor duda de que se encontraba frente a la causante de todos sus engorros y de su fracaso, el primero y, esperaba, único en su carrera, que se dibujaba cada vez con mayor claridad.
—Vaya observación más extraña —dijo con tono áspero—. Es como oír declarar a un campesino que odia la tierra. Si ése es el caso, lo único que puedo decirle es que se encuentra en el lugar equivocado en el momento equivocado.
—No, al contrario, me encuentro en el lugar adecuado en el momento adecuado.
Klara estaba tan enfadada como él. Sin embargo, Isaksen percibió en su voz algo más que mera indignación. Oyó su propia oportunidad echada a perder. Oyó la amargura de quien se siente rechazado. No había prestado la atención necesaria, y entonces, en el último momento, trató de corregir su error adoptando un tono conciliador.
—Si he dirigido contra usted acusaciones injustas, lo siento —dijo—; pero ¿no deberíamos tratar de hablar sensatamente? Creo que tenemos mucho en común.
—Le ruego que se marche —dijo Klara con voz firme.
Isaksen se despidió con un breve movimiento de cabeza, se volvió y abandonó la sala. Hasta que estuvo de nuevo en la calle no reparó en que en ningún momento lo había invitado a tomar asiento. Su encontronazo se había producido mientras estaban de pie frente a frente. «No tiene educación», pensó.
Isaksen volvió a casa de las viudas para exponer su exigencia de plenos poderes, a fin de hacer finalmente realidad sus planes tanto para el astillero como para la naviera.
—Les advierto que mi exigencia de plenos poderes es un ultimátum —les dijo.
Le preguntaron qué significaba la palabra «ultimátum». El ambiente entre ellos estaba enrareciéndose tanto que cada vez se valía más del lenguaje jurídico, frío y formal, en vez de su reconocido talento persuasivo. Les explicó que ultimátum significaba que, si no conseguía lo que quería, tendría que presentar su dimisión y buscar trabajo en otra parte.
—¡Cielos! ¿No se encuentra a gusto aquí?
Isaksen respondió que sí, que se encontraba a gusto allí, y que no, que no se encontraba tan a gusto. Apreciaba mucho la ciudad. Pensaba que la naviera poseía un potencial enorme y prometedor, pero lo saboteaban a diario en el trabajo. La cólera se apoderó nuevamente de él.
—Tengo entendido que prefieren escuchar a Klara Friis. Pero les advierto que ella no desea nada bueno para la naviera.
Ellen lo miró, estupefacta, e Isaksen supo que había perdido.
—Klara Friis, pobrecilla. Si supiera usted lo que ha tenido que pasar. ¡Mira que hablar así de ella!
La sentencia estaba dictada. Isaksen lo leyó en sus rostros: era una persona mala. Había cumplido con su deber. Ahora podía irse. O, mejor dicho: no lo había hecho, no había cumplido con su deber, y eso era lo que le dolía tanto. Vio una oportunidad y no dejaron que la aprovechara. Su propia máxima, resolver un problema de la mejor manera posible, había sido puesta en entredicho. Había fallado. Había defraudado a la naviera, a la ciudad y a sí mismo. Su talento persuasivo no había bastado. Su perspicacia psicológica se había quedado corta. A él, que era el único que conocía el rumbo correcto, no lo habían dejado llevar el timón y guiar el barco, y toda la culpa era suya. No era de los que necesitan un chivo expiatorio, aunque la ciudad parecía ofrecerle varios.
Al día siguiente escribió su carta de dimisión.
Cuando Isaksen se marchó de la ciudad cogió el transbordador como cualquier otro viajero.
La sentencia que pesaba sobre él era que no encajaba.
Sin embargo, no todos la compartían. Los había que pensaban que la apocalíptica profecía que hizo en el discurso de su toma de posesión durante el banquete del hotel Ærø iba a cumplirse. El único que podría haberlo evitado se había ido. Frederik Isaksen no fue el único que nos dio la espalda cuando subió al transbordador. También nos la dio el mundo.
En el muelle había una representación de patrones y primeros oficiales. Todos estaban presentes cuando pronunció su gran discurso en el hotel Ærø.
El Comandante se separó del grupo y se acercó a él. Había sido el más ferviente apoyo de Isaksen. No pondría los pies ni soñando en un vapor, pero se preciaba de ser un hombre con amplitud de miras.
Era un día de otoño y llovía intensamente. Isaksen llevaba un paraguas en la mano. Soplaba un fuerte viento del oeste, y las hombreras de su abrigo de algodón estaban oscureciéndose.
—Me fastidia que haya tenido que terminar así —dijo el Comandante.
—No deben compadecerme —repuso Isaksen con una sonrisa animada, como si no fuera él sino el Comandante quien necesitaba consuelo—. Soy el único culpable de que haya salido como ha salido. Debería haber sabido escuchar.
El Comandante no estaba seguro de haber entendido a qué se refería Isaksen.
—Malditas brujas —se limitó a mascullar.
—No les reprochen nada —dijo Isaksen—. Es una posición inusual para las mujeres. Hacen lo que creen que es lo mejor.
El transbordador hizo sonar la sirena. Era la hora de zarpar.
—¿Adónde irá ahora? —preguntó el Comandante, que había preparado un pequeño discurso, pero se le había olvidado.
—A Nueva York. Møller va a abrir otra oficina. Visítenme si pasan por allí. Siempre habrá trabajo para alguien de Marstal.
Isaksen estrechó la mano del Comandante. Después se despidió de los hombres, uno a uno. Se oyeron gritos en el transbordador. Levantó el paraguas y saludó agitando el sombrero. A continuación subió por la pasarela y desapareció.
Ya nadie podía evitar que nos convirtiéramos en lo que Isaksen había predicho en su discurso: las sobras.