Había llovido por la mañana, pero el tiempo cambió. La capa de nubes grises que estaba suspendida sobre la isla dio paso a un cielo límpido que anunciaba que la helada se acercaba.
Albert caminaba medio a ciegas, presa de la desesperación. «¡Te avergüenzas de mí!», le había gritado Klara. No, no se avergonzaba de ella. Se avergonzaba de sí mismo. Tenía que marcharse, caminar hasta aclarar las ideas, tomar una determinación inequívoca, un sí o un no, y aceptarla. Sin embargo, lo sabía: él quería el sí, pero no podía. Podía el no, pero no quería. No se trataba de que querer es poder. En este caso había voluntad, pero faltaba la energía. Era demasiado viejo. Tenían razón las máscaras aquella embarazosa noche de Carnaval. Por eso se puso a propinar golpes. Porque tenían razón. Carecía de las fuerzas necesarias para acometer un cambio tan grande en su vida.
Lo comprendió con terca amargura, con una cólera impotente que no podía dirigir más que contra sí mismo.
Se encaminó hacia la playa. Una figura apareció a lo lejos. Cuando se acercó, vio que era Herman, y se preparó para un enfrentamiento. Había adivinado quién era la novia la noche en que lo humillaron y le pegaron en su propia casa.
Pese al frío, Herman sólo llevaba puesta una camisa, abierta hasta el cinturón, de donde sobresalía colgando la barriga peluda, que no había disminuido tras los muchos meses de buena vida en el hotel Ærø. Estaba colorado por el frío, y miraba fijamente frente a sí con ojos vidriosos. Pasó junto a Albert sin verlo. Caminaba como si se dirigiera a un destino remoto, más allá de las casas de la ciudad, y estuviera dispuesto a atravesar todas las paredes que se interpusiesen.
Albert continuó camino de Hale, aliviado por haber evitado el enfrentamiento. En aquel momento estaba enfrascado en sí mismo y en sus dudas. Quería irse lejos de la ciudad, donde sólo hubiera cielo y mar, con la esperanza de que llegase alguna respuesta.
—Ja —se burló de sí mismo—. La única respuesta sería quedarse allí para siempre.
Se fue alejando con la esperanza medio inconsciente de encontrar en la estrecha banda de arena un limbo donde ya nadie le exigiera una toma de postura.
La arena húmeda dificultaba la marcha. Al cabo de un trecho empezaron a aparecer guijarros abandonados por las olas, y siguió caminando con paso inseguro hasta que alcanzó la cumbre frondosa de la lengua de arena, entre cuya vegetación serpenteaban los senderos pisoteados. Entonces llegó al lugar donde la lengua trazaba un ángulo como la articulación del codo en un brazo. El agua se veía densa, viscosa, como si esperase la llegada del hielo para empezar a cristalizarse. Entre la lengua y el malecón había islotes cubiertos de juncos y espadañas, y entre ellos un fondo fangoso que tiraba hacia abajo. El malecón estaba entre él y la ciudad. Se veían los mástiles de los barcos amarrados para el invierno. Más allá se alzaban los tejados de tejas rojas y la reciente torre de cobre de la iglesia.
Estaba mirando fijamente la ciudad, que se abría en una panorámica a lo largo de la costa, como si fuera a encontrar allí una solución al dilema que lo atormentaba, cuando de pronto se dio cuenta de que estaba atascado. Imprudente de él, se había alejado de la lengua de arena y sea encontraba en la orilla de uno de los islotes cubiertos de juncos.
El fondo fangoso tiraba de él. Él también tiró, primero con una pierna, después con la otra, y estuvo a punto de perder el equilibrio. En vano. Fue como si despertara de pronto. Sintió el agua helada colarse dentro de las botas. Incrédulo, bajó la vista hacia sus pies. Después lanzó una sonora y forzada carcajada, como queriendo exhibir su propia ridiculez. Contrajo los músculos de la pierna derecha y volvió a tirar. El pie izquierdo se hundió más aún al desplazar todo el peso hacia él. No se trataba de arenas movedizas. No iba a ser tragado hasta el fondo. Sólo estaba atascado. No era nada. Tenía que probar otra vez. Se inclinó para tirar de las botas, pero estuvo a punto de caer. Era un hombre corpulento vestido con un grueso abrigo de invierno, y hacía mucho que había perdido la agilidad. Sentía una indecisión creciente, pero se negaba con terquedad a aceptar que se hallaba en una situación peligrosa. En una situación ridícula, sí; pero no peligrosa. ¿Y si se lanzaba sobre los juncos de enfrente? ¿Encontraría tierra firme para poder sacar los pies de las botas? Pero ignoraba qué se escondía tras los tupidos juncos. Tal vez crecieran sobre el agua y el mismo fondo fangoso en el que en ese momento estaba atrapado, y en tal caso no haría sino empeorar su situación.
El sol se acercaba al horizonte, y junto con la oscuridad llegaría la helada. No sintió pánico ante la idea. Seguía sintiéndose un tonto que en un momento de descuido se había metido en una situación embarazosa que pronto sería un penoso recuerdo. Lo más que tendría que pagar por su mala cabeza sería un resfriado. Entonces notó el frío helado trepar por sus piernas. Tiritó durante un instante. Se puso a cruzar los brazos vigorosamente para entrar en calor, pero tuvo que desistir por el cansancio, y dejó caer sin fuerza los brazos a los lados del cuerpo. No podía quedarse de pie allí. Tenía que pensar algo. Volvió a contraer los músculos de las piernas, pero sin resultado. El fondo fangoso no cedía.
Las sombras ya eran alargadas. Los topes de los mástiles y las jarcias proyectaban una telaraña sobre los juncos. La torre de la iglesia crecía, atravesaba la lengua de arena y llegaba hasta el agua, a sus espaldas. Estaba como quien dice sobre los tejados de la ciudad. Después, el sol se escondió tras una casa y lo absorbió la forma oscura de la ciudad. Aunque ésta estaba muy cerca, para el caso podría haberse hallado en otro planeta.
De repente lo sorprendió el hecho de que durante muchos años había visto el malecón desde dentro, donde se alzaba como un muro protector. Ahora lo estaba viendo desde fuera. Ya no protegía. Lo que hacía era excluirlo.
Miró alrededor. La oscuridad parecía extenderse desde la tierra y el propio mar, y recordó la descripción que se hace en La Odisea de la tierra crepuscular de los muertos, donde toda alegría está congelada: era allí adonde había llegado. Sintió la congelación como una aspereza en la piel. Pronto atacaría sus miembros. Por primera vez pensó en la posibilidad de morir.
Aparecieron las estrellas, y el fango se heló entre sus pies. Estaba como atrapado en un bloque de hielo. Alzó la vista y divisó la estrella Polar. Pensó en Klara Friis. En el último instante, antes de que la vejez se cerrara sobre él, había tendido la mano hacia la juventud. Pero para un anciano la juventud era algo tan remoto como esa estrella en una noche de invierno. Ahora tenía la certeza. Se había acabado. Su vida iba a terminar muy pronto, y de forma tan imprevista como naufragar en una tormenta que surge de repente.
No sentía nada por el frío, y seguía paralizado en el fango, como si hubiera decidido morir de pie. Pensó en Knud Erik, y una sensación de calor lo invadió. Era el corazón, aportando sus últimos recursos.
Después el frío avanzó y empezó a bloquear la sangre que corría por sus venas.
•
No sabemos si pasó realmente así. No sabemos qué pensó e hizo Albert en sus últimas horas. No estábamos allí. Sólo tenemos los apuntes que nos dejó, junto con la herencia, que supuso el principio del fin de nuestra ciudad. Hemos contado su historia, y cada uno de nosotros ha añadido algo de su propia cosecha. Mil ideas, deseos y observaciones conforman la imagen que tenemos de él. Es alguien singular, pero nuestro, aunque no siempre fue como nosotros.
Hemos partido en grupo hacia Hale. Hemos buscado el lugar donde murió Albert. Hemos plantado nuestras botas en el fango. Hemos tratado de salir del fondo succionador. Algunos han dicho que estaba atascado. Otros que no, que podía haberse liberado. O que podría haber dado un salto para salir de la trampa que le habían tendido el fango y el frío. Un abrigo empapado y unos pantalones calados no son nada a cambio de evitar la muerte. Hasta una pulmonía es mejor que un final así, repentino, y él era fuerte.
No sabemos nada, y cada cual tiene su opinión. Todos buscamos algo de nosotros en él. Algunos prefieren condenarlo. Otros lo ven por encima de toda mezquindad. Todos tenemos nuestras ideas acerca de Albert. Allí adonde iba, lo seguíamos. Lo observábamos por la ventana y por los espejos exteriores. Sus palabras iban de boca en boca, no siempre con buenas intenciones, y puede que no siempre fueran palabras que él había pronunciado, pero se las atribuíamos porque nos parecía apropiado o posible que lo hubiera hecho.
Hemos hurgado en su vida una y otra vez, como hurgamos en las vidas de los demás en nuestras conversaciones a veces susurradas, a veces a gritos. Albert era un monumento que habíamos esculpido y erigido entre todos.
Creíamos saberlo todo de él. Pero las cosas no son así. Al fin y al cabo, nadie conoce a los demás.
Lo encontraron al día siguiente.
Nevó toda la noche, y por la mañana unos chicos aparecieron en el malecón. Medio remando, medio empujando un bote, atravesaron el hielo que acababa de formarse hasta el Horno de Cal, y se arriesgaron a recibir una soberana zurra por parte de sus padres o quienes los hubieran sorprendido en aquel peligroso acto de desobediencia. Cuando unos chicos transgreden todas las reglas que rigen en el mar, cada uno de nosotros tiene los derechos y obligaciones de un padre.
Pero se libraron de la zurra.
Lo vieron desde lo alto de los bloques del malecón, cubiertos de nieve, donde estaban saltando como cabras.
—¡Un muñeco de nieve! —gritó uno de ellos, un chico llamado Anton—. ¿Quién habrá hecho un muñeco de nieve aquí?
Atravesaron corriendo los rígidos juncos que en medio de la helada entrechocaban como un bosque de cuchillas de acero, pasaron por el fango duro como la piedra y por los charcos y calas que la marea había dejado, totalmente congelados.
Allí estaba.
Jamás lo olvidaron. Raras veces se ve un espectáculo así. Según algunos, nunca.
Albert estaba erguido, muerto entre nuestra ciudad y el mar, congelado y sin poder moverse dentro de las botas de Laurids.