Al día siguiente, la viuda estaba frente a la puerta de Albert acompañada de un niño al que cogía de la mano. Albert se quedó en el vano sin saber qué decir. No se le daba bien calcular la edad de los niños, pero ése debía de rondar los seis o siete años. Tenía el pelo rubio y unas orejas prominentes que el frío de diciembre teñía de un rojo encendido.
—¿No nos invita a entrar, capitán Madsen? —preguntó la viuda, sonriendo.
La víspera, a Albert le había encantado el modo en que aquella sonrisa le iluminaba el rostro, redondeándolo y suavizándolo. Ahora estaba convencido de que era una sonrisa falsa. Se hizo a un lado y los invitó a entrar con un gesto de la mano. Después ayudó a la mujer a quitarse el abrigo. El chico se lo quitó él mismo.
—Saluda al capitán —le dijo la viuda al niño.
El chico tendió la mano e hizo una rígida reverencia.
—¿No vas a decirle al capitán cómo te llamas?
—Knud Erik —dijo el chico, que seguía cohibido, mirando al suelo. Se había quedado quieto en medio de la reverencia.
Había algo en su timidez que conmovió a Albert.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó.
—Seis —contestó el chico, ruborizándose.
—No vamos a quedarnos en el recibidor, hace frío.
Los llevó a la sala y llamó al ama de llaves.
—¿Café?
La viuda asintió con la cabeza.
—Gracias.
—¿Y tú qué quieres?
—No tengo sed —respondió el chico, ruborizándose más aún.
—Pero comerás una galleta, ¿verdad?
El chico negó con la cabeza.
—No, gracias. No tengo hambre. —Se encogió de hombros y procuró hacerse invisible.
Albert cogió una caracola rosada del alféizar.
—¿Habías visto alguna vez una caracola tan grande?
—Tenemos una en casa —dijo el chico.
—¿Y de dónde ha salido?
—La trajo mi padre —repuso Knud Erik, cuyos hombros, delgados y encogidos, semejaban las alas de un pájaro. Se mordió el labio inferior y se quedó mirando la alfombra persa del suelo, como si estuviera sumamente interesado en sus serpenteantes arabescos. Temblaba un poco.
Perplejo, Albert miró a la viuda, que negó con la cabeza en silencio. Se sintió estúpido.
—A lo mejor tengo una cosa que nunca has visto —dijo, para romper el silencio—. Ven.
Cogió al chico de la mano y lo llevó al despacho contiguo. En la ventana había un modelo de madera del Princess. Era grande, de más de un metro de longitud y casi otro tanto de altura. Albert lo tomó en sus brazos y lo llevó con cuidado a la sala, donde lo colocó sobre la alfombra.
—No suelo dejar a nadie jugar con él, pero a ti voy a dejarte, si me prometes ser cuidadoso.
—Se lo prometo.
El ama de llaves llegó con el café, y Albert se sentó frente a la viuda. El chico estaba ocupado examinando el ancla. Después hizo girar con cuidado la rueda del timón. Empujó lentamente el Princess sobre la alfombra. Sujetando el casco con ambas manos, lo balanceó mientras imitaba el ruido de las olas y el susurro del viento entre las jarcias.
Albert no lo perdía de vista. Cuando le pareció que el chico estaba completamente concentrado en su juego, se volvió hacia la viuda.
—Ya le dije que no entendía de niños.
La señora Rasmussen rió.
—Por eso no tiene que preocuparse. Considérelo un miembro más de la tripulación. El más joven. Y actúe como un capitán, como acostumbra.
—¿Por qué iba a querer estar con un viejo como yo?
—Lo querrá. Para él será usted como un dios. Háblele de sus viajes y experiencias, sencillamente, y él escuchará con atención. Y déjese ya de protestas, que no voy a decirle más cumplidos.
Al día siguiente, Albert fue en busca de Knud Erik. Vivía en Snaregade, por el sur, que decimos aquí. Klara Friis estaba embarazada, y no faltaba mucho para que diera a luz. Un chal negro cubría su pesado y abultado cuerpo. Albert no recordaba haberla visto antes, y le extrañó. Marstal era una ciudad pequeña, y aun así ya no la reconocía, pese a llevar tanto tiempo viviendo en ella.
Lo invitó a entrar a tomar café, pero él declinó la oferta. No quería molestar. Además, deseaba terminar pronto con aquello. Seguía pareciéndole que lo habían llevado allí con engaños, y la irritación hacia la viuda Rasmussen no lo abandonaba.
El chico caminaba a su lado en silencio. Bajaron hacia el puerto. Era un día soleado, con un cielo límpido. El chico no llevaba manoplas, y sus manos estaban rojas a causa del frío.
—¿Dónde tienes las manoplas?
—Las he perdido.
Caminaron por Havnegade hasta el embarcadero de vapores, y allí permanecieron en silencio mirando al agua. Durante la noche se había formado una delgada capa de hielo. El sol arrancaba destellos a la escarcha. Albert no sabía qué decir. ¿De qué se hablaba a los niños? Sintió que la irritación crecía de nuevo en su interior.
—Ven —dijo finalmente al chico, que parecía haberse quedado absorto ante el espectáculo del agua helada. Continuaron por el muelle, pasaron por delante del depósito de carbón y bajaron por el embarcadero del Príncipe.
—¿Qué pasa cuando te ahogas? —preguntó el chico.
—Que se te llena la boca de agua y al final no puedes respirar.
—¿Te has ahogado alguna vez?
—No —respondió Albert—. Si te ahogas, te mueres. Y yo estoy aquí.
—Al final ¿se ahogan todos?
—La mayoría no.
—Mi padre se ahogó —dijo el chico, con un tono que parecía dar a entender que esa clase de muerte en cierto modo le daba pie para sentirse orgulloso y ensalzar a su progenitor. Con voz insegura, añadió—: Si te ahogas ¿no vuelves nunca más?
—No vuelves nunca más.
—Mi madre dice que mi padre se ha convertido en un ángel.
—Tienes que atender a lo que dice tu madre.
Albert se sentía cada vez más incómodo con la conversación. Temía que de pronto el chico se echara a llorar, porque entonces no sabría qué hacer, aparte de llevarlo de regreso a casa. Pero eso era imposible. No podía volver con un niño llorando. Sería una derrota igual que perder la carga o que el barco se fuera a pique. Trató de distraer la atención del chico. El puerto estaba lleno de barcos, amarrados los unos junto a los otros. Algunos armadores no habían sacado sus barcos por la guerra, otros habían atracado para pasar el invierno. En aquel momento no se notaba que la época de Marstal como ciudad portuaria estaba terminando.
Albert señaló los barcos.
—¿Quieres ser marino? —preguntó, y al instante se arrepintió de haberlo hecho.
—¿Me ahogaré como mi padre?
—La mayoría de los marinos suelen volver a casa. Entonces se hacen viejos como yo y se mueren en la cama.
—Yo quiero ser marino como mi padre —dijo el chico—, pero no quiero ahogarme y que me coma un pez, y tampoco quiero morir en la cama, que es para dormir. ¿No puedo librarme de morirme?
—No —respondió Albert—. No puedes. Pero aún eres muy pequeño. Te quedan muchos años por vivir. Además, es casi una liberación.
—¿Tú quieres morir?
—No me importa. Ya soy muy viejo. Así que me da igual morirme.
—Entonces, ¿no estás triste?
—No, no estoy triste.
—Mi madre está triste. Llora todo el tiempo. Y yo la consuelo.
—Eres un buen chico —dijo Albert. Señaló el embarcadero—. Mira, un vapor. Cuando seas marino, seguro que te embarcas en uno de ésos.
—¿Los vapores no se hunden? —preguntó el chico.
Albert miró el casco pintado de negro. En la proa estaba escrito Erindring con letras blancas.
—Sí —respondió—, sí que se hunden. —En un sueño había visto que el Erindring se iba a pique—. En el fondo de un vapor siempre hay un fuego ardiendo, y hace tanto calor como en un lavadero cuando se prende fuego bajo la olla de la colada. En el vapor hay hombres que alimentan el fuego. Trabajan en ello día y noche. Nunca ven el sol ni la luna. Sólo suben para comer o dormir. Pero en lo alto de la timonera está el primer oficial agarrado a la rueda del timón, guiando con mano segura la nave por el mar.
—Eso quiero ser yo —dijo el chico.
—Sí, eso has de ser; pero para serlo tienes que prestar atención en la escuela. Si no, no podrás entrar en la Escuela Naval.
Habían dejado atrás la zona de barcos y continuaron un trecho por los astilleros. Los martillazos acompasados resonaban a través de los tabiques de madera pintados de rojo. Pero en el edificio recientemente construido de los Astilleros de Barcos de Acero de Marstal, a la altura de Buegade, reinaba el silencio. El ingeniero Henckel se vanagloriaba en sus visitas de los pedidos que había recibido de Noruega. La producción, sin embargo, aún no había empezado.
El chico parecía absorto. Miró a Albert.
—¿Qué pasa cuando se hunde un vapor?
Albert hurgó en su memoria. Él nunca lo había visto, pero sus sueños le habían mostrado con todo lujo de detalles el espectáculo del Erindring volcando y desapareciendo en la enormidad del mar.
—Se oye un ruido de explosiones procedente del interior del casco —dijo—. El agua helada se cuela en las enormes calderas al rojo vivo. Entonces el vapor escapa por todas las aberturas del barco. Enormes pedazos de carbón salen volando por la chimenea y la claraboya. —Señaló el Erindring—. Por ahí y por ahí. Después el barco vuelca y se queda un momento con la quilla al aire.
—¡Con la quilla al aire! —exclamó el chico. Miró entusiasmado al agua—. Un vapor tan grande… ¡con la quilla al aire!
—Sí —dijo Albert, asombrado por el efecto que estaba teniendo su historia en el niño.
—Cuéntame más —pidió el chico, expectante.
—Entonces el barco empieza a hundirse por la popa. Al final la proa está casi vertical. Lo último que se ve antes de que las olas se cierren sobre el vapor es el nombre.
Albert se calló. El chico tiró de su manga.
—Más.
—No hay más.
El chico lo miró decepcionado. Albert se dio cuenta de que era la primera vez que contaba uno de sus sueños con todo lujo de detalles. Era una puerta cerrada que se había abierto inesperadamente. Para el chico todo aquello era sólo una aventura. Lo advirtió por la luz que se encendió de repente en sus ojos. Podía contárselo todo. Podía incluso confiarle la fuente de su conocimiento, los inexplicables sueños de cada noche, y él lo aceptaría como parte del mismo mundo de aventuras donde no hacía falta explicar nada y a nadie lo catalogaban de raro porque fuera capaz de ver el futuro.
No, no entendía de niños, pero en aquel momento aprendió que la mente infantil no tenía límites. En sus sueños había muchos muertos. Apenas había otra cosa. Pero se daba cuenta de que para el chico la muerte en una historia era una cosa y la muerte en el mundo real, otra. Había hablado de un barco hundido por un submarino, y por otra parte el padre del chico había desaparecido en el mar sin dejar rastro, junto con el resto de la tripulación del Hydra; pero no parecía que el chico estableciera ninguna relación entre ambos hechos.
Albert no sabía qué significado tenía haber contado por primera vez uno de sus sueños, y aun así sabía que era importante.
—No hay más —repitió—, pero el próximo día te contaré otra historia.
—¿Sabes muchas historias?
—Sí, sé muchas historias. Cuando llegue la primavera, te enseñaré a remar. Venga, vamos a casa.
El chico, cuyo semblante estaba encendido a pesar del frío, dio un par de pasos de baile. Después cogió con su helada mano la de Albert, y volvieron juntos por Havnegade.
•
Albert empezó a acudir regularmente a casa de Knud Erik. Anna Egidia no podía seguir haciendo de intermediaria, así que era él quien iba a buscar al chico y lo llevaba de regreso. Podría haber ido y venido él solo; la ciudad no era grande, aunque vivían en extremos opuestos. Pero él sentía que le confiaban al niño. Tenía una responsabilidad, y se atenía a las formas. Llevaba al chico hasta la puerta de su casa y volvía allí en su busca.
La madre, cohibida, enmudecía siempre. Ya había dado a luz, y cada vez que Albert se presentaba tenía al bebé en brazos, como si fuera a protegerla de una presencia que la hacía sentirse insegura. Él declinó su oferta de café la primera vez porque no quería molestar. La segunda vez, aceptó. Temía que ella tomase su negativa por menosprecio.
A bordo de un barco existían diferencias. Existía la proa y existía la popa, y Albert había vivido en los dominios intocables del capitán, que él solía llamar para sí «la isla de la soledad». Pero aquellas diferencias tenían que ver con el rango y la autoridad, y surgían por una necesidad práctica. Nunca las había considerado diferencias de clase. En casa del niño se le abrieron los ojos. El padre de Knud Erik, Henning Friis, había sido marinero. Se casó joven y ya no ascendió. La mayoría esperaba hasta el final de la veintena para contraer matrimonio. Entonces podían permitírselo; habían pasado el examen de primer oficial y tenían participación en un barco. En este caso debió de ser el amor precipitado, o tal vez, sencillamente, la imprudencia.
Albert siempre había pensado que cuando una persona no llegaba lejos en la vida era por su incapacidad personal. Ahora creía intuir algo diferente. Lo veía en la madre del chico y en su mutismo pudoroso. ¿De dónde procedía aquella parálisis en presencia de gente fina? Porque, a los ojos de ella, él era gente fina. «Es demasiado», «no puedo aceptarlo», «no debería haberse molestado». De sus labios no salían más que frases ahogadas. Su mirada se dirigía siempre al suelo o al bebé. Se trataba de un comportamiento enraizado a lo largo de generaciones. Klara Friis era de una estirpe diferente de la de él; no una estirpe de incapaces, sino una que quedaba excluida por mecanismos que Albert apenas comprendía.
Todo estaba limpio y ordenado. En la ventana había geranios y alhelíes; pero los muebles eran un revoltijo de orígenes diversos. En la pared no había cuadros. En su lugar, grandes manchas de humedad hacían que el papel pintado se abarquillara. La limpieza no lograba hacerlas desaparecer. Provenían del interior de las paredes y se debían a la construcción deficiente de la casa. La habían hecho para pobres. Una casa así no es que terminara abandonada a la dejadez, sino que ésta constituía su esencia.
En su interior, en invierno hacía un frío húmedo o parecía un invernadero, y esto si había dinero para el coque. El aliento salía de la boca en forma de nubes blancas, o uno se sentía como en un baño turco, debido a la humedad y el calor, cuando, en su rincón, la estufa se ponía al rojo vivo. Si él llegaba sin anunciar en busca del chico, ocurría lo primero. Si ella le había enviado de antemano una invitación para tomar café, lo segundo. En ambos casos era igual de insalubre y desagradable.
Nunca hablaban de temas serios. El pudor de ella hacía las veces de agradecimiento. Pero jamás lo miraba a los ojos ni decía nada que le saliera del corazón. Siempre había aquel abismo entre ellos.
Cuando el agua se helaba, Albert solía llevar a Knud Erik de paseo por el hielo, entre los barcos que habían quedado aprisionados. Había minúsculas casetas de madera en las que se vendían buñuelos y zumo de saúco caliente. Era un buen negocio, pues mucha gente iba a patinar, y en el límpido aire invernal resonaban sus alegres gritos. Albert enseñó al chico a distinguir los diferentes tipos de barcos. Había pequeñas balandras y galeazas de formas redondeadas y espejo de popa chato. Había muchas clases de goletas, sin aparejo, de dos palos y con juanete. También había brigantinas y grandes bergantines-goleta de tres palos, que eran los que más entusiasmaban al chico, lo cual sin duda tenía que ver con su tamaño. El velamen le parecía un lío enorme, sobre todo ahora que las embarcaciones estaban sin velas y sólo las líneas negras de vergas y jarcias, con el cielo de invierno al fondo, podían desvelar el misterio.
—Es como en la escuela, cuando aprendes a leer. El manejo de las velas es el abecé del marino —decía Albert.
Después contaba una historia. La tomaba de su propia vida, o de sus sueños. El chico no distinguía la diferencia, y al final Albert tampoco. Era como si algo dentro de él se hubiera separado violentamente y ahora volviera a unirse.
De vez en cuando el chico seguía con la mirada a los patinadores, y Albert notaba que sus pensamientos estaban en otro lugar.
—¿Sabes patinar? —le preguntó en una ocasión.
El chico negó con la cabeza.
—Pues eso hay que arreglarlo.
Sus expediciones terminaban siempre en casa de Albert, en Prinsegade. Entonces ponía al chico delante de la estufa. Las botas con suela de madera quedaban en la entrada. El chico se quitaba los calcetines de lana y movía los enrojecidos dedos de los pies al calor de la estufa. Albert colocaba sus botas al lado. En invierno se calzaba las viejas botas de Laurids, porque le permitían ponerse otro par de calcetines de lana. Y allí se quedaban las botas de cuero de media caña y suelas reforzadas con hierro, descansando junto a las de Knud Erik.
El ama de llaves llegaba con chocolate y nata batida. Albert solía estar sentado a la mesa, dibujando. Era un dibujante bueno, minucioso, y en sus imágenes mostraba al detalle las vergas y el velamen de los diversos tipos de barcos. Había gaviotas y un viento considerable. Los barcos estaban algo inclinados para que pudiera verse la cubierta. Tras el timón, un hombre minúsculo fumaba en pipa. Se veía la cocina, brazolas de escotilla y escotillas. Delante del barco, siempre dibujaba una espiral.
—¿Qué es eso? —preguntó un día el chico.
—Un torbellino.
—¿Qué es un torbellino?
—Es un remolino marino que arrastra todo al fondo. El barco va a desaparecer enseguida.
El chico lo miró. A continuación, señaló al hombrecillo que iba al timón.
—El primer oficial salva el barco —dijo—. No tiene más que dirigirlo hacia otro sitio.
—No puede —repuso Albert—. Es demasiado tarde.
El chico miró el dibujo del barco condenado a muerte. Se le humedecieron los ojos.
—¡No es justo! —exclamó.
Con un movimiento rápido cogió el dibujo y empezó a romperlo. Albert se disponía a agarrarlo con fuerza del brazo, pero se controló a tiempo.
—Perdona —dijo.
—Siempre lo dibujas —dijo el chico—. Siempre dibujas eso… —No recordaba la palabra—. Eso de ahí, ¿por qué lo dibujas?
—No lo sé —respondió Albert, y se dio cuenta de que decía la verdad. Nunca había pensado por qué, cada vez que dibujaba un barco, dibujaba también un torbellino delante de la proa. La espiral tiraba del lápiz con una fuerza irresistible. Albert trazaba sus líneas como si obedeciera un mandato que sólo podía oír su lápiz, y no él.
—Es una lástima, con lo bonitos que son los barcos —dijo el chico.
—Sí —reconoció Albert—, es una lástima, con lo bonitos que son los barcos. Pero su época ha pasado. La época de los barcos de vela ya ha pasado.
—Pero si en el puerto hay muchos barcos de vela… —objetó el chico.
—Sí que los hay; pero ya nadie quiere ser marino.
—Yo sí —dijo el chico—. Quiero ser marino. —Se volvió y miró a Albert con obstinación—. Como mi padre.
•
La madre de Knud Erik estaba más relajada. La aflicción desapareció de su rostro, y Albert pensó que era la vida que la llamaba. Su marido había muerto, pero tenía en sus brazos a una criatura viva, y con el paso del tiempo hubo de pasar de un extremo al otro. La criatura, una niña, a quien el pastor Abildgaard bautizó con el nombre de Edith, demandaba mucho, y la pena tuvo que quedar en un segundo plano. Aquello no la hizo más locuaz, pero dejó de dirigir la mirada al suelo.
Fue Knud Erik quien rompió el hielo. Su timidez ante Albert había desaparecido hacía tiempo. Aún se le notaba algún vestigio, cuando su madre estaba cerca, como si ésta y Albert representaran dos mundos tan diferentes que fuese imposible tender un puente entre ambos. Pero con voz sonora y jovial le relataba las numerosas aventuras del día. Al principio su madre le indicaba que callase, pero, como no tenía nada que aportar, al final terminaba dejándolo hablar.
A veces Albert la sorprendía mirándolo de soslayo. Entonces ella bajaba la mirada de inmediato.
Su rostro ya no estaba hinchado, y el cabello había recuperado su brillo. También se ponía sus mejores ropas cuando él iba. Albert pensaba que, una vez más, se debía a la diferencia de clase. Había que ponerse elegante en compañía de la gente fina.
—Ahora que he aprendido a patinar, el capitán va a enseñarme a remar y a nadar. Así no me ahogaré y podré ser marino.
La declaración llegó un día en que estaban en la sala con la preceptiva taza de café.
La voz de la madre se volvió cortante y su rostro se endureció bajo la dulce plenitud de las mejillas.
—¡De eso, ni hablar! ¡No vas a ser marino!
Knud Erik bajó la mirada.
—¡Ve a la cocina!
El chico se marchó con la cabeza gacha. Klara Friis se volvió hacia Albert, que se había puesto de pie.
—Será mejor que me vaya —dijo.
—No, no se vaya —rogó ella. De pronto, en su voz se percibía un tono de angustia.
Albert se detuvo.
—No sea dura con él —dijo.
La mujer se levantó a su vez y se acercó a él.
—No me interprete mal, no quería… —Calló y por un instante pareció desconcertada, sin saber hacia dónde mirar. Se le enrojecieron los ojos.
Albert le puso una mano en el hombro. Ella avanzó un paso y se quedó muy cerca de él. Después apoyó la cabeza en su pecho. Su hombro se estremecía bajo la mano de Albert.
—Perdone —dijo con voz temblorosa.
Albert la oyó tragar saliva, como para reprimir un sollozo a punto de estallar.
—Es que es tan… difícil.
Albert no retiró la mano de su hombro, confiando en que su peso la sosegara. Ella dio rienda suelta a las lágrimas. Albert sentía el calor de su cuerpo. Ella se aferraba con ambas manos a las solapas de su chaqueta, como si temiera que fuese a rechazarla. Él era bastante más alto que ella, que parecía desaparecer por completo entre aquellos hombros macizos. De pronto surgió en Albert una sensación casi olvidada, la de ser un hombre frente a una mujer.
Le dio unas torpes palmadas en la espalda y dijo:
—Vamos, vamos. Siéntese. Tome una taza de café y ya verá…
La cogió suavemente por los hombros y la llevó hasta la silla de la que se había levantado. Ella se inclinó y ocultó el rostro entre las manos. Albert sirvió una taza de café y se la ofreció. En un repentino ataque de ternura, le acarició el pelo. Ella alzó la mirada, pero, en lugar de aceptar la taza que le ofrecía, tomó la mano libre entre las suyas y lo miró con expresión de súplica.
—Knud Erik lo necesita tanto… No sabe usted lo que significa para él… para nosotros. No quisiera…
Se calló, y Albert aprovechó la ocasión para liberar su mano. Se sentó frente a ella.
—Créame, señora Friis, la comprendo —dijo—. Sé lo dura que es su situación, y haré cuanto pueda por ayudarlos.
Las últimas palabras lo sorprendieron. Siempre había establecido una clara diferencia entre el chico y la madre. Él se había comprometido con el chico. Había caído una barrera.
La madre sacó un pañuelo y se enjugó los ojos.
—No es por eso —dijo—, si ya nos arreglamos. Pero es que… —Se interrumpió y volvió a luchar contra el llanto—. Es muy duro… —Las lágrimas brotaron de sus ojos. La mano con que sostenía el pañuelo descansaba en su regazo. Había olvidado que lo tenía allí.
De pronto apareció Knud Erik en la puerta de la cocina.
—¿Qué pasa, mamá? —preguntó, asustado y con los ojos muy abiertos.
Incapaz de hablar, ella le hizo señas con la mano para quitarle importancia a la situación. El chico corrió hacia la mujer, que escondió el rostro en el pecho de su hijo.
—No estés triste, mamá —dijo él, abrazándola.
En su voz había un tono de adulto. Albert se dio cuenta de que cuando estaba con él Knud Erik era un niño, pero que en casa con su madre era un hombre hecho y derecho, con la responsabilidad y obligaciones de un adulto.
—Me voy —dijo en voz baja.
Ni Knud Erik ni su madre levantaron la mirada.
Cuando cerró la puerta tras de sí, oyó la voz del chico.
—Te lo prometo, mamá, te lo prometo. No seré marino.
•
Si hacía mal tiempo para pasear, iban de visita. En los últimos años, Albert se había mostrado extraño y solitario. De pronto empezamos a verlo por todas partes. Un día llamaron a la puerta de Christian Aaberg, y cuando el capitán, que rayaba la cincuentena, abrió, Albert le presentó al chico.
—Es Knud Erik y quiere oír cosas de África.
El chico inclinó la cabeza y le dio la mano, pero ya no se quedaba con la cabeza gacha, como si alguien se hubiera olvidado de darle cuerda. No, siguió con desenvoltura al anfitrión hasta la sala. El capitán habló de la vez que atravesó África, cuando tenía a sus órdenes una tripulación de veintidós negros, en el lago Tanganika.
—¿Quieres ver mi lanza? —preguntó.
Knud Erik asintió en silencio.
En la sala había dos arcones de hierro.
—Han viajado conmigo hasta África y de vuelta a casa —dijo Aaberg.
—¿Los llevabas tú? —preguntó Knud Erik.
Aaberg rió.
—En África los blancos no llevan nada —repuso. Abrió uno de los arcones—. Mira, una lanza. Y un escudo. Sujétamela.
Entregó a Knud Erik la lanza y le enseñó a llevar el escudo.
—Ahora eres un auténtico guerrero africano.
El chico se irguió y levantó el brazo como para lanzarla.
—Aquí no —le advirtió Christian Aaberg—. Esa lanza puede matar a un hombre.
En casa del telegrafista Blach, que había estado en China, había trajes de mandarín y palillos para comer. A casa de Josef Isager no solían ir. Albert pensaba que las manos cortadas no eran para los niños. Visitaban a Emanuel Kroman, que había doblado el cabo de Hornos y sabía conferir un tono tenebroso a su voz cuando imitaba los gemidos del viento contra el aparejo en el mar más peligroso de todos.
—Oía chillar a los pingüinos en la noche negra como la pez —dijo—. Pasamos doscientos días en el mar. El agua se terminó y bebíamos nieve derretida en copas de vino. Cuando llegamos a Valparaíso nos comimos un saco entero de patatas. No esperamos ni a cocerlas. Imagínate el hambre que teníamos.
—¿Las comisteis crudas, de verdad? —preguntó el chico.
En todas las casas que visitaban había arcones llenos de las cosas más extrañas. Había mandíbulas de tiburón, peces erizo y hocicos de pez sierra, una pinza de bogavante del mar de Barents tan grande como una cabeza de caballo, flechas envenenadas, trozos de lava y corales, pieles de antílope de Nubia, cimitarras de África Occidental, un arpón de Tierra de Fuego, calabazas de Río Hash, un bumerán de Australia, fustas de Brasil, pipas de opio, armadillos de La Plata y caimanes disecados.
Cada objeto tenía su anécdota. Cada vez que el chico salía de una de aquellas casas lo hacía con una sensación de vértigo ante la infinitud del mundo. Aún le parecía oír un constante rumor: un tam-tam de cuero del río Calabar, las ánforas de Kefalos, un amuleto indio, una civeta disecada luchando contra una cobra, una pipa de agua turca, un diente de hipopótamo, una máscara de las islas Tonga, una estrella de mar de trece brazos.
—A medio kilómetro en esa dirección —dijo Albert, señalando Prinsegade hacia la plaza Mayor— empieza la tierra de labranza. Ahí viven personas que sólo conocen su tierra. No saben nada del mundo que hay más allá de ella. Se hacen viejos, y cuando vayan a morir habrán visto menos de lo que tú ya has visto.
El chico lo miró y sonrió. Albert notó que la añoranza del chico se extendía en todas las direcciones. Knud Erik no tenía padre, pero Albert, a falta de uno, le ofrecía dos: la ciudad y el mar.
Llegó la primavera, y Albert le enseñó a remar.
—Cómo me gusta este sonido —dijo Knud Erik al sentarse en la bancada y escuchar el gorgoteo del agua al lamer las bandas de tingladillo del bote, hechas de estrechas planchas superpuestas. Ya había oído el sonido desde el muelle. Ahora lo rodeaba por todas partes. Era diferente.
Albert le cogió las manos y se las colocó en los remos.
Albert sabía que estaba animando a Knud Erik, pero ¿a qué otra cosa iba a animarlo sino a hacer lo más natural para un chico de Marstal? No podía ser de otro modo. Sin embargo, a su madre no quería decírselo tan a las claras. Era consciente de lo vulnerable e insegura que se sentía en su nueva existencia de viuda. Tal vez fuera una cobardía por su parte no defender la causa de Knud Erik. Pero pensaba que era demasiado pronto. La vida sería el mejor maestro de Klara Friis. Se había despedido de su marido. Algún día también tendría que despedirse de su hijo, pero no se despediría de un muerto sino de un vivo que iba a embarcar para tentar a la muerte.
Knud Erik vivía dos vidas. Una en casa, donde tenía que prometer a su madre que nunca sería marino. Y otra con Albert, con quien se abandonaba al sueño de ser lo mismo que su padre. El azul del mar y las velas blancas componían la paleta mental del chico. Sería marino. Equivalía a ser hombre. El juramento de hombría era lo que impulsaba a un chico a navegar.
Una mujer ¿por qué se enamoraba de un marino? ¿Porque el marino estaba perdido, atado a algo lejano, inalcanzable, básicamente incomprensible, también para él? ¿Porque se iba? ¿Porque después volvía a casa?
En Marstal, la respuesta era evidente. No había muchos otros hombres de los que enamorarse. La gente humilde de la ciudad ni siquiera se planteaba si un hijo iba a hacerse a la mar o no. Pertenecía al mar desde el momento de su nacimiento. Lo único incierto era el nombre del barco en que se enrolara por primera vez. Ésa era la única elección posible.
Klara Friis era de Birkholm. Se trataba de una pequeña isla por la que pasábamos cuando en primavera zarpábamos y atravesábamos la Poza Oscura rumbo a mar abierto. Albert recordaba los días primaverales de cielo límpido y viento fresco, cuando el hielo se había derretido y cien barcos partían a la vez de Marstal. Era como si toda la ciudad recibiese la primavera con las velas desplegadas, tan blancas como los últimos témpanos de hielo dispersos, que se derretían rápidamente. Parecía que era el sol y no el viento el que hinchaba las velas, su estimulante calor luminoso el que nos propulsaba. Podíamos llenar medio archipiélago con nuestro desfile primaveral. Nos observábamos de cubierta a cubierta, rumbo a cientos de puertos diferentes, pero por un momento unidos. Había en ello un sentimiento de comunidad, que crecía hasta casi convertirse en felicidad.
En las islas que estaban habitadas, los campesinos bajaban a la playa a saludar con la mano cuando pasábamos. Eran unos puntitos cada vez más pequeños en la arena blanca, atados a sus limitadas parcelas, rodeados por el mar infinito, que los invitaba a diario y al que, también a diario, decían que no. Se contentaban con saludar.
¿Sería así como Klara Friis había conocido a su marino? ¿Quería marcharse, y entonces se enamoró de alguien que quería marcharse aún más lejos que ella? ¿Había visto una promesa en las blancas velas, sin darse cuenta de que las velas prometían algo diferente de lo que ella soñaba? Las velas hacían promesas a los hombres, no a las mujeres.
Mientras tomaban café, le pidió que hablara de Birkholm. Ella no había nacido en la isla, y no estaba claro cuándo había llegado su familia allí. Le preguntó por sus padres; sabía que habían muerto, pero no cuándo.
Klara Friis se mordió el labio inferior.
—El maestro era un auténtico terror para los niños —dijo como si se sintiera obligada a informar de su vida en Birkholm y hubiese encontrado un recurso para mantenerlo alejado—. Yo tenía siempre las orejas doloridas. Le encantaba retorcerlas.
Albert asintió con la cabeza. Sabía algo de la situación escolar de Birkholm, que tenía que compartir maestro con la vecina isla de Hjortø. De modo que había clase catorce días seguidos, y después otros catorce de descanso. A los niños no se les transmitía mucho conocimiento, que se diga.
Klara Friis se quedó un rato mirándose las manos. Parecía cavilar. Levantó la mirada, y Albert advirtió una sombra en ella. No era la aflicción de antes, sino otra cosa, algo más profundo, un terror como el de un animal que teme por su vida pero no sabe quién es su enemigo.
—¿Ha estado usted alguna vez en Birkholm? —preguntó.
Él negó con la cabeza.
—He pasado por delante en barco. No hay mucho que ver. La isla es completamente plana.
—Sí, el punto más alto está a dos metros de altura. —Esbozó una sonrisa, como disculpándose. Después, la sombra volvió a su mirada—. Hubo un temporal —añadió, y un escalofrío recorrió su cuerpo—. Nunca lo olvidaré. Tenía ocho años. El agua subía y subía. La isla había desaparecido. No se veía ni rastro de ella. Sólo el mar. Mar por todas partes. Me escondí en el desván. Pero tampoco me atrevía a estar allí. Estaba muy oscuro. Entonces subí a gatas al tejado. Las olas golpeaban la casa. Las salpicaduras de espuma llegaban hasta el tejado. Estaba empapada. Y tenía un frío horrible. —Se estremeció como si aún sintiera el frío.
—¿Qué pasó con sus padres? —preguntó Albert.
Ella se acurrucó mientras hablaba. Su voz se hundía y se hacía medrosa. Era una niña, una niña desvalida y asustada la que se confiaba a él. Y era a aquella niña desvalida a quien él le hablaba. Pero Albert no se daba cuenta. No preguntaba por sus padres, los invocaba. Alguien habría cuidado de ella, ¿no? Quería que apareciese en el relato una mano salvadora, un padre que la sujetara con sus fuertes brazos, una madre que la abrazase y le diera el calor de su cuerpo. Pero ella hablaba como si hubiese estado completamente sola en el tejado durante la inundación.
—¿No había nadie más en el tejado?
—Sí, estaba Karla.
—¿Karla era su hermana?
Le hablaba de usted. Cualquier otro tratamiento habría sido una muestra de desdén. En ese momento, sin embargo, era como hablar de usted a una niña.
—No, Karla era mi muñeca de trapo.
—¿Dónde estaban sus padres?
—Yo estaba sentada en el caballete del tejado, aferrada a la chimenea. Entonces oscureció. No veía nada. Era como si me hubiesen cubierto la cabeza con un saco de carbón. En todo el mundo sólo estábamos Karla y yo. El viento ululaba horriblemente en la chimenea y las olas azotaban la casa como si fuera la borda de un barco. Creí que las paredes iban a derrumbarse. Después debí de dormirme. No dormiría más de un minuto; pero cuando desperté Karla había desaparecido. Seguramente la solté y resbaló por el tejado. La llamé una y otra vez. Pero no volvió. —De pronto sonrió—. Qué tonterías digo. Me hace usted contar las cosas más disparatadas. Debe de parecerle un desatino. Usted ha navegado muchos años, seguro que ha conocido cosas peores.
Él le dirigió una mirada penetrante.
—No, señora Friis, no lo crea. Nunca he vivido nada que pueda compararse con la noche que pasó usted sola en medio de la tempestad.
Ella se ruborizó. Albert había visto el pavor en su semblante. En aquel momento se estableció entre ambos un vínculo que él no pudo romper después. Ella le dio algo valioso. Le comunicó un secreto que tal vez fuera esencial en su personalidad. Sabía aún muy poco de Klara Friis, pero había visto su pavor. Para él era suficiente. Lo obligaba.
—Karla —continuó con tono reflexivo, como si hablara en voz alta consigo mismo—. Es casi el mismo nombre. Como si fuera su hermana melliza.
—Sí —reconoció ella—. Es casi como Klara.
Le dirigió una mirada agradecida. Sabía que él la dejaría en paz. Que no iba a entrometerse. Ya estaba al corriente de Karla y de Klara. No necesitaba saber nada más. Ya no había nada que ella tuviera que mostrar, nada que tuviese que explicar o a lo que responder. Bajo la mirada de él, Klara se convirtió en algo que jamás había sido: una hoja en blanco. Podía comenzar de nuevo.
Albert no volvió a preguntarle por sus padres.
•
Llegó el verano, y la guerra continuaba. Los sueños asaltaban menos a Albert, y ya no le producían el mismo efecto que antes. Tenía a Knud Erik.
—¿Has tenido un sueño? —preguntaba el chico cuando se encontraban.
—Esta noche no —respondía Albert.
—Esta noche no —repetía el chico, decepcionado—. Tienes que empezar a soñar otra vez.
Los sueños de Knud Erik eran retorcidos y extraños, como suelen ser los sueños, pero lo reproducía todo con el mismo tono de alegre sorpresa.
Un sueño fue diferente. Soñó que se ahogaba.
—Gritaba llamando a mi padre, pero él no venía. —Su mirada se hizo inexpresiva. Durante un rato se convirtió en el chico que era cuando Albert lo vio por primera vez, con los hombros encogidos y la cabeza inclinada—. Y me ahogaba —añadió con voz apagada.
Estaban en el bote, uno frente al otro. Albert cogió la cara del chico entre sus manos y lo miró a los ojos.
—No vas a ahogarte. Sólo era un sueño. Si alguna vez estás ahogándote, llámame. Yo acudo siempre.
La tensión de sus hombros remitió. Fue como si un alivio recorriera el cuerpo del chico. Al cabo de un instante lo había olvidado todo. Tiraba de los remos, sin gran destreza aún, pero lleno de empuje. Se le notaba en la mirada.
—¿Adónde tengo que remar hoy?
Estaban en medio de la dársena y vieron al Erindring dejar atrás el embarcadero de vapores. Una columna de humo negro brotaba de la chimenea alta y delgada. Albert miró largo y tendido el vapor. Sabía que no volvería. El arenero de la ciudad, que era sordo, pasó remando a su lado, y el chico lo saludó con la mano.
—No pierdas el ritmo —le dijo Albert.
Aquella noche tuvo su último sueño. Supo que era el último porque empezó igual que el primero, treinta años antes. Oyó la misma voz: «Vas rumbo al peligro».
No se despertó.
No iba a bordo de ningún barco, como la primera vez que oyó la voz del huésped desconocido en su cabeza. Llevaba muchos años sin pisar uno. Podría haber saltado de la cama, correr al balcón y mirar la oscuridad, pero no había ningún naufragio del que tuviera que salvar a nadie. Estaba en tierra firme. Aunque ya no sabía si era un lugar seguro.
Fue un sueño extraño, lleno de escenas estremecedoras, y, como le había ocurrido con los sueños que le informaron del comienzo de la guerra, no lo entendió.
Al día siguiente le contó el sueño al chico.
—Esta noche he tenido un sueño de lo más extraño —empezó.
El chico lo miró expectante.
—Cuéntamelo —dijo con impaciencia, al advertir que el anciano vacilaba.
—He visto un buque espectral —dijo Albert—. He visto muchos buques espectrales, pero eso no era lo raro.
—¿Qué es un buque espectral? —preguntó el chico.
—Es un barco fantasma.
—¿Un barco fantasma?
—Todo el barco era gris. No tenía otro color, sólo ése.
—¿Como un barco de guerra? —preguntó el chico, aunque era demasiado joven para recordar la visita de los torpederos al puerto.
—Sí, como un barco de guerra, pero no era un barco de guerra. Era una fragata, un vapor, tal vez parecido al Erindring, pero completamente gris.
—¿Y qué más?
—Bueno, ahora viene lo más extraño. Era noche cerrada, pero todo estaba iluminado como si fuese de día. En el cielo negro había unas luces muy claras. No estaban quietas como las estrellas, sino que descendían lentamente hacia el agua, y cuando la tocaban se apagaban. Pero constantemente surgían otras. En tierra había edificios ardiendo, pero no eran edificios como los que conocemos. Eran grandes, redondos, y no tenían ventanas. Y las llamas que surgían de ellos eran más altas aún que los propios edificios. Se oían disparos de cañón por todas partes. Era un tronar como no puedes imaginarte. Y aviones. ¿Sabes qué es un avión?
El chico asintió con la cabeza.
—¿Qué hacían los aviones? —preguntó.
—Arrojaban bombas, y los barcos ardían y se hundían.
—¿Era el fin del mundo?
—Puede que sí.
—¿Sabes? —dijo Knud—, es la mejor historia que me has contado.
Albert sonrió. Desvió la mirada y contempló el mar. Había una parte del sueño que había omitido. En la oscuridad no pudo ver el nombre del barco fantasma, pero sabía una cosa con la extraña certeza que sus sueños proféticos le habían enseñado a reconocer: el chico iba a bordo. Estaba allí, en medio del fin del mundo.
•
Albert tenía la sensación de que algo, incluido algo de su vida, se acercaba al final. No era sólo la guerra. Tenía cuentas sin liquidar. La mano del escritorio del pastor Abildgaard seguía hurgando en su memoria. También él custodiaba algo que había sido una persona, y se dio cuenta de que Josef Isager, a quien consideraba un misántropo, había actuado con más moralidad que él, pues había deseado que se enterrara cristianamente la mano que en el pasado había metido en su maleta como si fuera un recuerdo barato y no un miembro brutalmente arrancado a una persona.
Una cabeza cortada en un estuche, ¿acaso era mejor? ¿No debía también él un entierro a James Cook?
Se dirigió a casa de Josef Isager y llamó a la puerta. Oyó ruidos en el interior, pero nadie acudió a abrir. Albert volvió a llamar. El ruido continuaba. Lo amortiguaba la puerta, de modo que era difícil de identificar, pero parecía tratarse de una pelea. Alguien corría, después se oyó un bufido, y el ruido de un cuerpo al golpear pesadamente contra una pared. Albert empujó la puerta, que se abrió enseguida. Se quedó en el pequeño recibidor oscuro y golpeó con fuerza la de la sala.
—¿Hay alguien?
Al otro lado se hizo el silencio. Hizo girar el picaporte. Josef se encontraba en medio de la estancia con un bastón en la mano, dispuesto a golpear. Maren Kirstine estaba subida al sofá, y su actitud era la de una niña sorprendida en un juego prohibido, pero saltaba a la vista que había trepado allí por miedo. Tenía el cabello, que solía llevar recogido con una redecilla, desordenado, y colgaba en mechas grises sobre su rostro desencajado. Se llevó una mano a la boca como para reprimir un chillido.
Josef se volvió hacia la inesperada visita.
—¿Tú también quieres? —gritó, dando un paso hacia Albert con aire amenazador.
Su rostro, con el poblado bigote y la mirada fría y arrogante, parecía tan temible como siempre, pero el cuerpo envejecido estaba encorvado y hundido. Albert le arrancó el bastón y lo partió en dos contra el muslo. Experimentó una leve sensación de triunfo. Aún podía hacerlo.
—Aquí no pegamos a las mujeres —dijo, empujando con una mano a Josef hacia el sofá mientras extendía la otra hacia la paralizada Maren Kirstine.
Ella la asió y bajó resoplando del sofá.
—¿Se ha hecho daño? —le preguntó Albert.
La mujer negó con la cabeza, pero tenía los ojos, cansados y enrojecidos, arrasados en lágrimas. Con paso inseguro y arrastrando los pies entró en la cocina y cerró la puerta. Al ver su espalda encorvada Albert sintió un enfado creciente. Cogió por las solapas a Josef, que estaba tan aturdido que era incapaz de levantarse del sofá, y lo zarandeó.
—¿Pegas a tu propia mujer? —gritó.
Mientras la cabeza se movía hacia atrás y hacia delante, la mirada continuaba igual de gélida, pero Albert percibió lo quebrantado que estaba el antiguo práctico. Si alguna fuerza le quedaba, residía en la voluntad, no en las manos encargadas de ejecutarla.
—¡Ja! —soltó Josef Isager con desprecio—. Joder, estoy demasiado viejo. Cuando la sacudo ni se entera.
Detrás de ellos, la puerta de la cocina se abrió lentamente.
—No sea tan duro con él —le pidió Maren Kirstine con tono lastimero.
Albert soltó a Josef y se enderezó. Permaneció en medio de la estancia, sin saber qué hacer. Josef se derrumbó sobre el sofá. No levantó la mirada. Su semblante parecía apagado, como si al admitir la escasa fuerza de sus músculos hubiera agotado sus últimas energías y ahora se entregara a la vejez sin protestar.
—Siéntese, capitán Madsen. Voy a preparar café —añadió Maren Kirstine con toda calma, como si fuese normal que los invitados, antes de tomar café, zarandeasen y empujaran al anfitrión.
Estuvieron sentados en silencio frente a frente mientras Maren Kirstine se afanaba en la cocina. Por fin ella entró en la sala y puso la mesa. A continuación volvió con el café y un pedazo de bizcocho. Se había peinado y recogido el cabello con la redecilla y se había enjugado las lágrimas, aunque sus ojos continuaban enrojecidos. Tras llenar las tazas, regresó a la cocina.
Josef hundió el bigote en el café y dio un sorbo. Después se metió un trozo de bizcocho en la boca y empezó a masticar, mientras una nube de migajas brotaba de ella.
—¿A qué has venido? —preguntó. Aún le quedaba bizcocho en la boca. Quería mostrar su desprecio hacia el hombre que acababa de ponerlo en su sitio.
—La mano del negro… —dijo Albert.
—¿Qué pasa con la mano? —lo interrumpió Josef.
—¿Por qué se la diste al pastor Abildgaard?
—¿A ti qué te importa? —Josef apretó los labios y siguió masticando. A pesar del bigote, parecía una vieja desdentada que mascullase con sus encías doloridas.
—¿No sabes decir otra cosa?
—Claro que sí, ¡bocazas!
Josef había terminado su trozo de bizcocho, y fue como si al tener la boca desocupada recuperase el don de la palabra. Se levantó de repente y dio un empujón a la mesa; la taza se volcó y su contenido se desparramó por el mantel bordado.
—¡Maren Kirstine! —bramó el hombre a quien habíamos puesto el mote del gran país africano—. ¡Maren Kirstine! ¿Qué demonios es esta aguachirle que has hecho? ¡Quiero un café como Dios manda! —Con la taza en la mano, abrió de golpe la puerta de la cocina y, tras entrar, la cerró a sus espaldas. Se oyó un estrépito cuando arrojó la taza al suelo.
Albert se quedó mirando la puerta. Pareció tomar una determinación. Después se levantó y salió de la casa.
Al día siguiente hundió la cabeza de James Cook en el mar.
La Poza Oscura era un lugar de reposo apropiado para el gran explorador. Allí habían empezado muchísimos viajes por el mundo, cuando la flota de Marstal zarpaba al llegar la primavera. Enterrarlo habría resultado demasiado complicado, y Abildgaard tampoco habría tenido el temple para hacerlo.
Se le ocurrió la idea de invitar a Knud Erik a compartir el último viaje de James Cook. Nunca le había enseñado la cabeza reducida, pues creía que no era apropiado para un niño. Pero ahora dejó de lado tales consideraciones. Había saturado a Knud Erik de relatos espeluznantes sobre barcos que ardían y se hundían, y al chico le encantaban. Seguro que también apreciaría la cabeza de un fantasma.
El verdadero motivo para invitar a Knud Erik a que lo acompañase era, no obstante, que en el camino quería decir un par de cosas a la cabeza reducida y que el chico las escuchase. Creía que la historia de James Cook tenía una moraleja, pero, cuanto más pensaba en ello, más dudaba acerca de cuál era.
En sus dos primeras expediciones, James Cook trató con respeto a los nativos que encontró. Los consideraba sus iguales. Ellos, sin embargo, le correspondieron con desdén. Así que aprendió de sus errores y se convirtió en una persona brutal e insensible. En el fondo, debió de acabar como Josef Isager y los hombres blancos en África.
¿Dónde estaba el equilibrio en la vida de James Cook?
En un barco, correspondía al capitán encontrar el equilibrio; pero un barco distaba de ser el mundo entero, que era mucho mayor. ¿Dónde estaba el equilibrio del mundo?
¿Acaso él lo sabía? ¿Había encontrado algo que podía transmitir a un chico de siete años?
James Cook siempre había vivido bajo una presión enorme. Tenía que mostrar constantemente su valía a sí mismo y a los demás. Pese a ser el mayor cartógrafo del Pacífico, en su vida no había ningún mapa que seguir.
Albert había buscado un padre y no lo había encontrado. Tuvo que abrirse camino solo, y lo mismo le ocurría a Knud Erik. Eso podía decir. Claro que también podía no decir nada. Tal vez fuera lo mismo.
De todas formas, se llevó al chico.
Había metido la bolsa con la cabeza reducida en una caja de madera que llenó de piedras. Así parecería un ataúd. Colocó la caja en la bancada, entre Knud Erik y él.
—Es una sorpresa —dijo al chico—. No lo abriremos hasta haber llegado.
Remaron por turnos, Albert la mayor parte del tiempo. Cada vez que le tocaba remar al chico, ponía todo su afán. Así llegaron a la Poza Oscura y miraron hacia Birkholm.
—Tu madre es de ahí —dijo Albert, señalando la playa—. Ahí estaba un día de primavera cuando vio a tu padre llegar con el barco. Y se enamoró.
Estaba inventándolo. Seguramente Klara Friis no le había contado a nadie su primer encuentro con el padre de Knud Erik, pero al chico no le vendría mal que también en cuestiones sentimentales hubiera imágenes y paisajes.
—¿Ella sabía que él era marino?
Albert asintió con la cabeza.
—Entonces, ¿por qué no puedo serlo yo? —preguntó el chico.
—Un día lo serás. Pero tu madre necesita algo de tiempo. Aún está triste por lo de tu padre.
Knud Erik se quedó un rato callado.
—Quiero ver la sorpresa —dijo al cabo.
Albert abrió la caja y sacó la cabeza reducida. Seguía envuelta en el mismo trapo medio podrido que hacía más de cincuenta años, cuando la heredó del capitán del Flying Scud. Retiró el trapo y dejó expuesta la cabeza.
Knud Erik se quedó mirando la cara oscura, que con sus pliegues y arrugas semejaba una nuez.
—¿Qué es? —inquirió. No había temor en su voz.
—Es la cabeza de un hombre que murió hace muchos años.
—¿Te haces tan pequeño cuando te mueres?
Albert rió y le explicó la técnica para reducir cabezas.
—¿Cómo murió?
—Murió en una playa de Hawái. Luchó por su vida, pero los nativos eran demasiados para él. Al final, sucumbió.
—¿Y entonces lo convirtieron en una cabeza reducida?
Albert asintió en silencio.
Knud Erik permaneció un rato contemplando a James Cook.
—¿Me la das? —preguntó.
—No, tiene que ir al fondo del mar.
—¿Y nunca más volverá a salir?
—No. Fue el mayor explorador del mundo; pero ahora tiene que descansar.
—¿Puedo sujetarla?
Sin esperar respuesta, el muchacho tomó en sus manos la cabeza reducida.
—Al final moriste —dijo dirigiéndose a ella—. Pero antes luchaste. —Dio unas palmadas en el pelo seco y descolorido de James Cook, en reconocimiento a su aportación.
Envolvieron de nuevo la cabeza con el trapo y la metieron en la caja.
—Quiero pronunciar unas palabras —dijo Albert, y rezó un padrenuestro, igual que hizo cuando el capitán del Flying Scud, Jack Lewis, se deslizó por la borda con la camisa ensangrentada y envuelto en un pedazo de lona. No había rezado desde entonces.
La caja se meció un poco en el agua. Después, las piedras la arrastraron hacia el fondo. Un par de burbujas de aire subieron a la superficie, y la caja desapareció en la profundidad azul verdosa.
Albert pensó en las palabras que había dirigido el chico a la cabeza reducida. Knud Erik había sacado su propia moraleja de lo poco que le había contado. Era también una especie de sabiduría, quizá incluso la esencial. «Al final moriste, pero antes luchaste». Si la observaba siempre, no podía irle muy mal. Ya se encargaría la vida de añadir sus propios matices.
Cuando estaban atracando en el embarcadero del Príncipe, el chico se cayó al agua. Quería saltar del bote a la pasarela, pero calculó mal. Albert metió la mano en el agua y lo sacó.
Knud Erik reía.
—¡Otra vez!
—Ahora ya estás bautizado —dijo Albert—. Una vez en la iglesia y una vez en el mar. Ya eres un marino.
—¿He estado a punto de ahogarme? —preguntó el chico con aire trascendental.
—Sí, fanfarronea ahora, pero nunca lo hagas delante de tu madre. Una vez bajo el agua está bien, dos también, pero que no haya una tercera vez. Recuérdalo.
—¿Qué es una tercera vez? —preguntó el chico.
—La tercera vez es el viaje más corto —respondió el anciano—. Es el viaje que lleva a la muerte. Sólo dura dos minutos. Cuando seas marino, enrólate en los viajes más largos. Nunca en los cortos. No lo olvides.
El chico lo miró y asintió con gravedad. No había entendido nada, pero intuyó que lo que había oído era importante.
Albert lo desvistió y puso la ropa a secar en el banco de proa.
—Vamos —dijo—, daremos otro paseo. Así entrarás en calor.
•
—Esto no puede seguir así —decíamos de la guerra—. Tiene que acabar.
Pero no sabíamos nada ni entendíamos de política.
—Pronto acabarán los buenos tiempos —decían los viejos patrones, sentados al sol en los bancos del puerto. Sus rostros arrugados de piel curtida no desvelaban nada. Escondían la mirada bajo las brillantes viseras de sus gorras. No se sabía si era humor patibulario o si realmente hablaban en serio.
También Albert presentía que la guerra terminaría pronto. Su columna de la derecha era casi tan larga como la de la izquierda. Llegó septiembre. El chico empezó a ir a la escuela, pero por las tardes se reunían como siempre. Siete barcos resultaron hundidos. El último en desaparecer fue el vapor Erindring. No hubo más. Albert hizo sus postreras visitas a los allegados. La guerra continuó dos meses, pero en Marstal ya había terminado.
Albert tomó asiento en el puerto junto a los patrones, sentados al sol de septiembre para dar un último calentón a los viejos huesos antes de que llegase el invierno. Los patrones se removieron, inquietos. No estaban acostumbrados a que se sentara con ellos.
—Pues sí, se acabaron los buenos tiempos —dijo, sin ocultar el sarcasmo.
Los patrones volvieron a agitarse.
—Han muerto cuatrocientos cuarenta y siete marinos daneses —continuó; llevaba la contabilidad en orden—. De ellos, cincuenta y tres de Marstal. Más o menos uno de cada nueve ahogados era de aquí. —Hizo una pausa, como para dejar que digeriesen el dato. Después prosiguió con su aritmética—. A pesar de que el número de habitantes de Marstal es sólo una milésima parte del total del país. ¿Y qué sacamos de ese problema de aritmética, señores míos? El resultado… ¿son buenos tiempos? —Se puso de pie y saludó llevándose un dedo al ala del sombrero.
Todos se quedaron mirándolo cuando, blandiendo el bastón, se dirigió hacia Havnegade. Sí, Albert era bueno con las cuentas.
«Cincuenta y tres muertos —pensó Albert, mientras caminaba—. Tal vez esté siendo injusto. Una ciudad olvida pronto. No así una madre, un hermano, una esposa o una hija. Pero una ciudad sí. Una ciudad mira hacia delante».
El ingeniero Henckel seguía viniendo a Marstal. Grande y ancho, con los faldones del abrigo claro ondeando detrás, caminaba a zancadas por Kirkestræde en dirección al hotel Ærø, donde siempre tenía una habitación reservada. Su llegada se festejaba con grandiosos festines regados con champán para inversores y demás interesados, que siempre abundaban. Además del De Tvende Søstre, Herman había vendido la casa de Skippergade. Ahora no tenía casa y se hospedaba en el hotel Ærø, donde rápidamente acumuló una gran deuda que no podía pagar, ya que todo su dinero estaba invertido en los proyectos del ingeniero Henckel. Pero eso no importaba, decía Orla Egeskov, el dueño del hotel, que le fiaba gustosamente, tanto a él como al ingeniero. Egeskov era también inversionista, y sabía que iba a multiplicar por diez lo puesto. Cada botella de champán era una letra de cambio para el futuro, y Herman sólo bebía champán.
Henckel había hecho construir casas para los trabajadores del astillero en el extremo de la Cordelería, donde antes estaba el cobertizo de Anders Nørre. Era un edificio impresionante con dos escaleras, ocho viviendas y tejados de mansarda. No tenía nada que ver con las mezquinas proporciones de las viviendas de la ciudad. Aquélla no era una casa que se ocultaba entre las estrechas callejas buscando el abrigo del viento, sino que se alzaba en medio del campo, con aire por todas partes y vistas al Báltico, como si el ingeniero quisiera desafiar al viento y al mar a la vez. Después de la escuela de Vestergade y el imponente edificio nuevo de correos de Havnegade, construido sobre fundamentos de granito y con adornos de guirnaldas de cemento debajo de cada ventana, el edificio para los trabajadores de Henckel era el más grande de Marstal. Allí iba a vivir gente corriente, en pisos, sin jardín ni su propia puerta a la calle.
—Son el ejército del trabajo —decía el entusiasta Henckel—. Esto es sólo el principio. Llegará un día en que derribaremos la vieja morralla para aprovechar el espacio como es debido.
Además de los astilleros de Marstal, Korsør y Kalundborg, poseía una fábrica de ladrillos.
—Dispongo de ladrillos suficientes para construir una nueva Marstal, si es preciso. No tenéis más que decírmelo.
Después, con los ojos inyectados en sangre y grandes manchas de sudor en la camisa, pagaba una ronda en la barra del hotel Ærø y brindábamos por los nuevos tiempos que avanzaban imparables. Nos habíamos acostumbrado al champán. Las burbujas subían a la superficie y reventaban haciendo cosquillas en los labios. Las burbujas eran interminables, tanto como las ideas del ingeniero.
Herman brindaba también. Ya no andaba remangado, sino que llevaba gemelos en la camisa. Todos habíamos oído hablar de las dos faltas ortográficas de su tatuaje.
Marstal tuvo su primer banco. Hasta entonces sólo habíamos contado con una caja de ahorros. Fue el Banco de Crédito y Comercio de Svendborg el que se estableció. El edificio estaba frente a la oficina de consignatario de Albert, con una gran fachada que daba a Prinsegade. Los anchos escalones de la escalera de granito subían hasta una reluciente puerta de roble con manilla de latón. Parecía la entrada a una fortaleza.
En el Astillero de Barcos de Acero de Marstal se oía de vez en cuando el ruido de una remachadora, pero aún no habían botado ningún barco.
Albert saludó al armador Peter Raahauge cuando éste, terminada la jornada, volvía a casa por Buegade. Raahauge devolvió el saludo llevándose un dedo a la gorra y se detuvo. Albert le preguntó por el trabajo del astillero.
—¿Cuándo vais a botar un barco?
Peter Raahauge depositó la caja de herramientas en el suelo adoquinado y cruzó sus enormes brazos sobre el pecho. Iba remangado, enseñando cuán velludos eran. Adelantó el labio inferior y soltó un resoplido de desdén antes de negar con la cabeza.
—Joder, es una empresa rarísima —dijo—. Si producir una quilla es lo mismo que construir un barco, entonces he construido muchos barcos en mi vida. Aún no he visto ni cuadernas ni chapas.
—¿Cómo puede ser rentable? —preguntó Albert—. Eso es lo que no entiendo.
—Ya, el resto de los mortales tampoco lo entendemos; pero eso es porque no somos tan listos como Henckel. Verá, capitán Madsen… —Raahauge acercó su cabeza a la de Albert. Su voz adquirió un tono de confidencia—. El ingeniero lo tiene organizado de manera que los noruegos pagan el primer plazo en cuanto se ha hecho la quilla. Entonces los invita a champán y les enseña la quilla, y piensan que el barco está prácticamente construido. No saben que el grupo anterior ha contemplado la misma quilla. Siempre enseñamos la misma.
—Y así es como Henckel se embolsa grandes sumas a cambio de barcos que nunca entrega. Pero ¡eso es una estafa! —Albert estaba escandalizado.
—Eso lo ha dicho usted, capitán Madsen, no yo. Pero pronto tendré que buscarme otro empleo, porque éste no va a durar un carajo. —Peter Raahauge se llevó un dedo a la visera de la gorra y se marchó calle arriba.
•
Albert llevaba unos años pescando gambas. Muchos de nosotros lo hacíamos cuando nos quedábamos en tierra. Algunos lo hacían por la penuria. Para Albert constituía un pasatiempo. El archipiélago era el mar de los chicos y los ancianos. Lo había conocido de niño, con todos sus islotes, bahías, puntas, canales, bancos de arena y corrientes invisibles. Lo había explorado acompañado de otros chicos. Ahora regresaba a los lugares familiares. Entre la infancia y la vejez estaban los mares del mundo. Después volvió a las letras más pequeñas de las cartas marinas. Había empezado en los años buenos, previos a la Primera Guerra Mundial, y después, durante el terrible régimen de sus sueños premonitorios, buscaba refugio en la pesca de gambas. Cuando, olvidado de sí mismo, atendía a sus redes, se producía un armisticio bajo las nubes flotantes.
Albert pensaba precisamente en las gambas una noche en que dejó a Knud Erik y su madre y fue paseando por Nygade hasta su casa. Gambas. Se llevaría al chico cuando fuera a atender las redes. Así también aprendería aquello, y siempre podría llevar un cubo de gambas a su madre. Otras podía venderlas en el puerto, y así dispondría de unas monedas en el bolsillo y llevaría algo de dinero a casa como un hombrecito orgulloso. Sería mitad juego, mitad contribución para la apurada viuda, que seguramente no aceptaría otra clase de ayuda. Hasta entonces Albert solía regalar las gambas que le sobraban a quienes acudían a su oficina, o a Lorentz, al otro lado de la calle.
Aquel verano colocó sus redes a lo largo de la costa de Langeland. Empezó en Sorekrogen y después bajó hacia Ristinge. Acostumbraba pescar en las luminosas noches de verano. El agua brillaba como un espejo. Las primeras ascuas del sol se encendían por el nordeste cuando él entraba por la bocana del puerto y el sonido de los remos se extendía sobre el agua.
Le preguntó a Knud Erik si quería acompañarlo.
Habían empezado las vacaciones de verano. Al día siguiente, Knud Erik no tenía que ir a la escuela. Vagaba aburrido durante los largos días ociosos en que el tiempo no invitaba a ir a nadar a la playa. Su madre accedió tras cierta vacilación. Se había establecido un vínculo entre ellos. Albert lo percibía claramente, aunque evitaba reflexionar sobre la naturaleza de dicho vínculo. No obstante, cada vez se miraba más en el espejo, y a veces una sonrisa se abría entre la cerrada barba entrecana. En aquella sonrisa había reconocimiento. Era un viejo conocido a quien saludaba en el espejo, un conocido que llevaba muchos años sin ver: él mismo, de joven.
Iría a buscar al chico al atardecer. Así podría dormir en el sofá de la sala hasta que lo despertara a las tres de la mañana y se encaminaran al puerto. Cuando llegó, Klara se puso a hacer buñuelos. Se trataba de una especialidad local, y los freía en el último momento para que estuvieran calientes a la hora de servir. Albert se quedó en el vano de la puerta observándola mientras ella vertía con mano hábil la pasta sobre la sartén. El calor hacía que se hincharan enseguida y se convertían en buñuelos compactos que, en cuanto se doraban, colocaba sobre papel de estraza para absorber la grasa. Knud Erik estaba a su lado, esperando con impaciencia el primer buñuelo, que de inmediato espolvoreaba con azúcar.
El chico y el anciano no intercambiaron palabra mientras Klara freía los buñuelos, pero no había tensión alguna en aquel silencio. Albert, cruzado de brazos en el hueco de la puerta, se dio cuenta de que en presencia de la joven se sentía como en casa.
Ella se había cubierto el pelo con un pañuelo para protegerlo del humo. Cuando un mechón se soltó y le cayó sobre los ojos, lo retiró con un soplido mientras dirigía a Albert una sonrisa risueña. Él le devolvió la sonrisa.
Klara sirvió con los buñuelos una compota de uva espina, y Albert le preguntó si era casera. Ella asintió con la cabeza. Había arbustos de uva espina en el jardincito trasero. Hasta las casuchas más miserables de la ciudad tenían un jardín, por pequeño que fuese. Había hecho muchos más buñuelos de los que podían comer, y les dio los sobrantes, envueltos en un paño de cocina, junto con un cuenco lleno de compota.
—Por si os entra hambre esta noche —dijo. Se volvió hacia su hijo y le tendió un jersey de lana—. En el mar hace frío.
—No voy a pasar frío —dijo Knud Erik en un tono que revelaba que su recientemente adquirida hombría se sentía ofendida.
—No creas, yo también llevaré un jersey. —Albert puso la mano en el hombro del chico—. Despídete de tu madre.
Klara se quedó en la puerta saludándolos con la mano mientras ellos subían por Kirkestræde.
Cuando el chico despertó, ya clareaba en el horizonte, pero la oscuridad aún reinaba en el cenit, manteniendo vivas las últimas estrellas. Albert le dio una taza de café caliente.
—Con esto te despertarás.
Knud Erik se rascó la cabeza con una mano mientras con la otra cogía la taza.
—Sopla —le indicó el anciano.
El chico sopló, vacilante, y después dio un sorbo. Hizo una mueca. Albert le quitó la taza y añadió una cucharadita de azúcar.
—Ahora estará mejor.
El chico volvió a beber, y una sonrisa de satisfacción iluminó su rostro.
Había dormido sin quitarse la camisa ni los pantalones. Albert le había puesto el jersey de lana. Él ya se había puesto su jersey islandés.
En el embarcadero del Príncipe soltaron amarras y empezaron a remar por la dársena. Knud Erik iba acurrucado en la bancada, temblando de sueño y frío.
Albert le pasó un remo.
—Échame una mano —dijo.
El chico se puso de pie en el banco de popa. Después metió el remo en el agua y empezó a moverlo entre sus manos imprimiéndole un movimiento giratorio que en el agua producía el mismo efecto que una hélice. Era una técnica que le había enseñado Albert, y que en Marstal llamamos «remar con espadilla».
Dejaron atrás el embarcadero de vapores y pusieron rumbo a Ristinge. Knud Erik había entrado en calor, y se deslizaban a buena velocidad sobre el agua brillante como un espejo. Era la única embarcación que zarpaba tan temprano. Una hora más tarde llegaron a Sorekrogen. Las redes estaban llenas de gambas.
—Así habrá también para tu madre —dijo Albert.
Se acomodaron en la bancada para comer los buñuelos. El sol se había despegado del horizonte y había encendido una nube baja y alargada. El resto del cielo estaba despejado.
—Va a hacer día de playa hoy —constató Albert.
—Háblame de la cabeza reducida —pidió Knud Erik.
Unas horas más tarde volvieron a la dársena. El sol había ascendido en el cielo y Albert notaba ya su calor, a pesar de que aún era temprano. Pasaron por delante del embarcadero de vapores y se acercaron al del Príncipe. Knud Erik se colocó en la proa y se dispuso a amarrar el bote con movimientos seguros. Albert llenó un cubo de gambas. Después acompañó al chico a su casa. El muchacho entró corriendo con el cubo en la mano. Albert oyó su voz en el interior.
Klara apareció en la puerta principal.
—Gracias por las gambas, capitán Madsen; pero no se quede ahí, entre.
Se hizo a un lado para dejarlo pasar por el angosto hueco de la puerta. Él trató de meter la tripa, pero no obstante la rozó con el brazo. Estaba familiarizado con la casa y se dirigió hacia el sofá. Klara, que ya había dispuesto una taza para él, entró en la cocina y volvió con la cafetera.
—La pesca de gamba es un buen negocio —dijo Albert—. Knud Erik va a ser un hombre acomodado.
—No podemos aceptar dinero —dijo Klara, y la expresión de su rostro se endureció.
—No es ningún regalo, señora Friis. Ha trabajado de firme y tendrá su parte, faltaría más.
Knud Erik se puso a dar saltos, entusiasmado.
—Ve por el traje de baño y la toalla. Y andando a la playa.
—¿Puedo? ¿Puedo? —dijo el chico mientras seguía saltando.
—Claro que puedes —respondió su madre—. Venga, largo.
Knud Erik entró en la cocina y apareció al cabo de un momento con una toalla enrollada bajo el brazo. Iba a salir como una bala con la mano alzada para despedirse, cuando al llegar al recibidor se detuvo en seco. Se acercó a Albert, le tendió la mano y con una rígida inclinación le dio las gracias. Albert le puso la mano en la cabeza y le revolvió el pelo.
—De nada.
Cuando Knud Erik se hubo ido, le dijo a Klara:
—Es un chico estupendo. Tiene que cuidarlo bien.
—Si ya lo cuida usted por mí.
Ella volvió a sonreír, y él alzó la vista. Sus miradas se cruzaron, y Albert no sabría decir si fue una casualidad. Debería haber mirado a otra parte, pero era como si su voluntad estuviese paralizada. Notó que una sonrisa se extendía incontrolable por su rostro. El rubor fue extendiéndose lentamente por las mejillas de Klara Friis. Tampoco ella era capaz de interrumpir el momento, que se prolongó hasta que pareció pasar de segundos a minutos y después a horas de maravillosa ingravidez. Finalmente Klara bajó la mirada. Albert sintió una vergüenza repentina, como si se hubiese propasado con ella. Tuvo que contenerse para no pedirle perdón, aunque nada había ocurrido.
Se aclaró la voz y dijo:
—Gracias por el café.
Ella lo miró, confusa, como si la hubiera despertado de un sueño. Sus mejillas seguían coloradas.
—¿Se marcha ya?
—Sí, creo que será lo mejor —respondió él, y confió en que el tono de su voz sonase neutro, para que la despedida no se interpretase como una sentencia por la embarazosa situación que acababan de protagonizar.
—Ah —dijo Klara, como si su partida la cogiese desprevenida.
Albert permaneció sentado, a la espera. Ella se miró las manos.
—Bueno, confío en no parecer demasiado insistente, pero ¿quiere usted venir a cenar esta noche? Tenemos las gambas. —Alzó los ojos hacia él.
—Desde luego que me gustaría. Traeré una botella de vino.
—¿Vino? —repitió Klara, y su turbación aumentó.
—¿Acaso no bebe vino?
Klara se pasó una mano por la frente. Después rió tapándose la boca.
—Nunca he probado el vino.
—Pues alguna vez hay que empezar. Y va a ser esta noche.
Al salir de la casa divisó la corpulenta figura de Herman. Llevaba una gorra encasquetada e iba andando a paso rápido hacia el puerto. Éste alzó la vista y dirigió una mirada evaluadora hacia la casa de la que Albert acababa de salir, antes de volver a mirar al anciano y saludarlo llevándose un dedo a la visera, con ademán desenvuelto. Albert devolvió el saludo, pero no cruzaron palabra.
Albert caminaba hacia Kirkestræde mientras pensaba en la mirada que acababa de dirigirle el joven. ¿Lo vigilaba? ¿Sospechaba algo? Después se encogió de hombros. ¿Qué tontería era ésa? No había pasado nada entre él y la madre de Knud Erik. Sin embargo… ¿y la invitación de esa noche? ¿Y el vino? No hacía mucho había tenido en sus brazos a una viuda llorosa; ahora acababan de hablar del vino en un tono frívolo. El modo en que ella se había tapado la boca al reír. ¿Estaría Klara enamorándose de él? ¿O era al revés? ¿Era posible que Albert lo viese todo bajo una luz especial porque se había enamorado de ella?
Negó con la cabeza. El mero pensamiento le parecía inapropiado. No sabía exactamente qué diferencia de edad había entre ellos. Pero era grande. No sólo podía ser su padre, sino también su abuelo.
Albert tenía su vida y sus costumbres, y no deseaba alterarlos. Había visto y oído más de lo necesario. Sus sueños nocturnos lo habían conmovido en lo más profundo. Los había vivido como un punto final atroz y malvado puesto a su vida por un Dios cuya crueldad le repugnaba y que no le inspiraba deseos de creer en él ni de suplicar misericordia. Albert había perdido su fe, que era una fe en las personas. Había terminado en medio de la oscuridad, como un náufrago mortalmente herido en la orilla de los esqueletos del fin del mundo.
Pero entonces, inesperadamente, su vida volvió a empezar. Fue un chico de siete años quien le devolvió la fe. Ahora surgía la madre del chico, y el aliciente de una nueva vida parecía más fuerte que nunca. No podía negar que sentía una euforia especial en presencia de Klara Friis. Knud Erik abrió la primera brecha en el muro de soledad tras el que había vivido. En presencia de Klara, era como si el muro entero se derrumbase.
Desde luego, no era nada apropiado; pero aun así no podía evitar sonreír.
Cuando a última hora de la tarde Albert estaba tomando un baño como preparación para la cena, sintió una especie de punzada en su interior. Alguien menos orgulloso y rudo que él lo habría llamado angustia. Una vez más, sus pensamientos empezaron a revolotear en torno a Klara Friis. Entre la gente abundaba la maledicencia, ¿y qué iban a pensar si de pronto lo veían con una mujer mucho más joven que él? El monstruo de O’Connor pegaba con los puños, pero había otras formas de hacer daño a un hombre. La lengua era tal vez el arma más peligrosa. Cuando se trataba del tribunal de los chismes, no había apelación posible. Allí la ley no significaba nada. No obstante, ¿qué podía importarle a él? Había hecho lo que tenía que hacer en la vida. Se había ganado el respeto de los demás. Había creado una flota de barcos. Su labor había terminado. Él seguía viviendo, pero, en esa vida posterior, ¿no había acaso una nueva libertad?
Salió de la bañera y empezó a secarse. Miró el espejo, empañado por el vapor del baño caliente, y con la toalla abrió un ojo de buey en medio de la superficie mate para poder verse. Raras veces había visto su cuerpo con los ojos de otro. Para él sólo representaba una herramienta de trabajo. La fuerza y el aguante eran sus referencias, estuviese en la cubierta de un barco luchando contra el mar, o tuviera que emplear los músculos para imponer su autoridad a hombres a los que había que poner en su sitio. ¿Cuántas horas era capaz de permanecer despierto cuando una tempestad exigía su presencia constante en cubierta? ¿Cuánta autoridad irradiaba?
En el espejo veía que su caja torácica se había hundido, y que de sus hombros bajaban largas estrías hacia los músculos flojos, incapaces ya de sostener su propio peso. El vello rizado que cubría su pecho había encanecido hacía muchos años. Cuando estaba vestido, su cuerpo parecía tan compacto como siempre.
Una noche de verano hizo el amor con Cheng Sumei en su espaciosa villa de las afueras de El Havre, sin saber que iba a ser la última vez. Fue una noche como muchas otras. Velas de cera, llamas elevándose en la noche sin viento, aroma a incienso. Ella se inclinó sobre él y dejó que le soltase el quimono de seda, que se abrió revelando su cuerpo desnudo, tan blanco como los pétalos de una peonia, con un levísimo toque de algo que no llamaría amarillento, sino más bien de color crema. Su piel era tersa como una figura de jade pulido. Albert no comprendía el misterio —que no relacionaba con Oriente, sino con ella— de que nunca envejeciese. Sólo aparecieron un par de líneas en torno a la boca durante el tiempo que la conoció, para revelar a la mujer madura. Eran como los retoques de un dibujo. Tenían por objeto realzar su belleza.
Cheng Sumei se soltó el cabello y lo dejó caer sobre él. Albert desapareció en la oscuridad de la larga y espesa cabellera negra. Era la invariable ceremonia previa a hacer el amor. Albert cerró los ojos y se entregó a sus manos, que le acariciaban suavemente las mejillas. Después los labios de Cheng Sumei se posaron en los suyos.
A la mañana siguiente ella no despertó. Yacía como la Bella Durmiente, con la negra cabellera desparramada sobre el cojín blanco de seda bordada. Murió como si sencillamente hubiera desviado el rostro y mirado a otra parte, sin envejecer, sin ninguna enfermedad, pero su vida había terminado.
Cheng Sumei se fue. Así es como lo veía él: se había levantado de la cama en medio de la noche y se había marchado, lo había dejado. Observó su cuerpo muerto sobre la sábana, como si fuese un quimono del que se hubiera despojado. Durante mucho tiempo, todas las noches esperó oír el familiar frufrú de la seda cuando ella se desnudaba ante él. Entonces cerraba los ojos, aunque la penumbra imperase ya en la habitación, esperando el contacto de las manos deslizándose por su rostro.
Albert trabajaba de firme durante el día, pero las tareas cotidianas no le ofrecían ninguna oportunidad de distracción o evasión. En el trabajo también habían estado cerca. La acompañaba a la oficina del consignatario. Por la noche recogían los telegramas y periódicos para leerlos en casa. Después debatían sobre tarifas de fletes y los acontecimientos políticos del mundo. Él aprendía de ella. Y ella aprendía de él. Porque Albert conocía el mar de primera mano, y si había problemas con la tripulación o si ésta estaba descontenta con las medidas que adoptaba algún capitán, era él quien decidía. Si se trataba de algún mercado que estuviera abriéndose, lo decidían entre los dos, tras largas deliberaciones. Encontraban una comunidad en la correduría, que a fin de cuentas era el vínculo más fuerte entre ambos.
Todavía recordaba el momento en que se enamoró de Cheng Sumei. Luis Presser lo había invitado a cenar a la villa en que después habría de pasar tantas noches. En la mesa, la contempló embelesado. Tuvo que hacer un esfuerzo para contener su mirada y seguir la conversación, que discurría en inglés. Al cabo de un rato se dio cuenta del hecho sorprendente, casi doloroso, de que no se dirigía a ella ni miraba en su dirección excepto con ojos furtivos. Si Albert sentía algo, era veneración. En la belleza de aquella mujer había algo transparente que a los ojos de él la hacía enigmática, casi sobrenatural. Albert no esperaba que se ocupara de cosas tan profanas como abrir la boca y hablar, y por eso se asustó tanto cuando se dirigió a él, igual que un creyente se asustaría si los labios de la estatua divina ante la que estuviera arrodillado se abrieran de repente y el dios lo saludase con jovialidad.
—Monsieur Madsen, ¿quiere que le hable del momento en que me enamoré de Occidente? —preguntó.
Pronunció su nombre con marcado acento francés, pero su inglés era impecable.
Poseía una mirada vivaz, llena de curiosidad y picardía, como si hubiera adivinado lo tímido que era y quisiera desmitificarse ante él. Albert no había reparado en ello. Sólo había visto sus largas y tupidas pestañas cuando bajaba la mirada, no los ojos que había detrás.
—Fue la primera vez que vi sofocar un incendio —continuó—. En China pensamos que los incendios los provocan los malos espíritus. Cuando una casa se prende fuego, tratamos de asustar a los espíritus. —Hizo una breve pausa teatral para recalcar lo que iba a añadir—. Hacemos ruido. Con tambores y platillos. He visto muchas casas destruidas por el fuego al son de los tambores. Tenemos una cultura de cinco mil años y nunca se nos había ocurrido apagar el fuego con agua.
»Los ingleses organizaron un cuerpo de bomberos voluntarios en Shanghai. Hubo un incendio en una casa frente a donde yo vivía. Se declaró por la noche, y los caballeros ingleses que trabajaban de voluntarios venían de una cena vestidos con sombreros de copa, levita y pecheras blancas almidonadas que enseguida se pusieron negras por el hollín. Empuñaban grandes mangueras y las dirigían hacia las llamas. Cuando el incendio cedió entre chisporroteos y vi que la mayor parte de la casa se había salvado, en ese momento me enamoré de Occidente. ¿Entiende lo que le digo, monsieur Madsen? En el fondo, mi filosofía es sencilla: el fuego se apaga con agua. Por eso vivo aquí, y no en China. —Lo miró y rió.
Él también rió, y asintió en silencio.
—Sí, por mi parte pienso que el agua es para navegar en ella; pero no creo que seamos tan diferentes.
Fue en ese momento cuando su veneración se convirtió en amor. Era una mujer con un sentido práctico de la vida parecido al de él. Su franqueza risueña representaba una liberación. De pronto, a Albert su belleza se le hizo accesible. Cuando Cheng Sumei, a la muerte de su marido, tomó las riendas del negocio y lo hizo progresar, a él no le extrañó en absoluto. Ya había advertido que era capaz de ello.
Cuando estaba con Cheng Sumei no era sólo una persona. Era varias. A un marino siempre le ocurre. Es uno en casa, otro en cubierta, y otro más en un puerto desconocido. Pero nunca es varias personas a la vez. Sus personas interiores están separadas en el tiempo y en el espacio, a grandes distancias. Dentro de él tiene compartimentos estancos, como un barco a prueba de hundimientos. Con Cheng Sumei, sin embargo, Albert podía ser varios a la vez. Era, en primera instancia, lo que consideraba su núcleo, marino y capitán, y a menudo pensaba que los dos, Cheng Sumei y Albert Madsen, eran como dos capitanes del mismo barco, una pareja dispar que no obstante nunca se disputaban la autoridad poniendo en peligro la seguridad del barco.
Pero era también el joven que recordaba de las visitas a burdeles de su juventud. No siempre se trataba de antros miserables. En los burdeles de Bahía o Buenos Aires, un joven marino como él se sentía impresionado ante los palacios de mármol con surtidores y palmeras, sábanas de seda y techos y paredes cubiertos de espejos. Y la chica era un espíritu servicial que existía para satisfacer sus deseos durante una hora sin compromiso; pero, aunque servicial, también era un espíritu superior. Qué confuso, qué tímido y ruborizado, qué profundamente ignorante y a la vez qué agradecido se sentía bajo aquellas manos conocedoras que sabían cosas que él ni siquiera sospechaba de su cuerpo, ese cuerpo magullado, de músculos que sufrían agujetas permanentes, doloridos por la tensión de las jarcias, ese cuerpo cubierto de ampollas y heridas sin curar, siempre en guardia, siempre dispuesto a devolver el golpe por la amarga necesidad de afirmarse a sí mismo.
Nunca se sintió amo y señor de nadie en aquellos burdeles. No acudía a ellos para disfrutar los dudosos privilegios del amo. Se sentía un invitado y, como tal, se comportaba con una cortesía expectante. Sus manos siempre crispadas se relajaban por un momento. Pero no aprendía nada. No salía de allí siendo mejor amante. Cuando se trataba de otras mujeres volvía a ser el mismo hombre torpe, tosco y algo brutal, producto de su inseguridad.
Con Cheng Sumei ocurría como con las visitas juveniles a los burdeles. En el dormitorio ella era su espíritu servicial aunque superior. Albert volvía a ser ese joven. No sabía si era un buen amante. El deseo nunca había sido un inquilino exigente que lograra amueblar su vida a su antojo. En sus noches de guardia no echaba en falta el amor carnal. Echaba en falta una persona.
Terminó de secarse y se pasó la mano por el cabello, que a pesar de la humedad del cuarto de baño había empezado a secarse. Cogió unas tijeras y procedió a recortarse la barba. Examinó su rostro en el espejo y se preguntó qué había despertado en Klara Friis. Su edad y posición transmitían seguridad. Debía de ser lo que ella buscaba. Cuando la escuchó relatar la noche de la crecida en Birkholm leyó el agradecimiento en sus ojos.
Y él, ¿qué buscaba en ella? ¿Se trataba tan sólo de vanidad? Apenas la encontraba guapa. La huella del dolor había desaparecido de su rostro, que antes estaba hinchado y apagado. Se vestía con más esmero. Había recuperado su gracia, y Albert se daba cuenta de que lucía una bonita figura. Pero no era eso lo que lo atraía. Tampoco su personalidad. En el fondo, no la conocía. Apenas hablaba y cuando lo hacía sus palabras llevaban la marca de una modestia que daba fe de una diferencia de clase de la que ambos eran conscientes. Fue algo totalmente impersonal lo que despertó en él el sentimiento que aún dudaba en reconocer como pasión. No, no fue ella. Ni siquiera fue la mujer que llevaba dentro. Fue la juventud, una fuerza natural sumamente elemental que floreció en ella con el verano, un último reflejo de lo que una vez había sido, antes de que los partos y la pobreza empezaran a desgastarla y el dolor se abatiese sobre ella. En cierto sentido fue obra de él. Fue su atención, que al principio no pretendió ser más que amabilidad, la que volvió a despertar a la vida la juventud que ella llevaba dentro.
Al principio era el chico. Después fueron tres a la mesa, y de pronto parecían una familia, la familia que él nunca tuvo, la familia que ella perdió; pero ¿no podían ser una pequeña familia así, sin que Albert y Klara se comportaran como un hombre y una mujer?
Él era un anciano. Se lo recordaba a sí mismo una y otra vez. Los ancianos tenían sus órbitas fijas, como los planetas que giran en torno al sol, pero el sol en torno al cual giraban era uno en proceso de enfriamiento. Liquidó la discusión ahí. Debería seguir su órbita en torno a un sol moribundo. Estaba en medio de la edad de hielo de la vida, y en las laderas aún sin cubrir por la nieve sólo podía crecer el líquen.
Sin embargo, sus manos hablaban otro idioma cuando se anudó los zapatos blancos de lona y se puso un sombrero de paja. Al pasar junto a la mesa se detuvo y cogió una margarita del ramo que el ama de llaves había colocado allí. Ante el espejo de la entrada deslizó una vez más la mano por el pelo, antes de colocar la margarita en el ojal de su chaqueta de verano de tonos claros. Después abrió la puerta y bajó los escalones que conducían a la calle, lleno de esa sensación de triunfo ciego que a veces las personas experimentan cuando se dejan llevar por los sentimientos.
•
Knud Erik estaba allí cuando le abrieron la puerta. Klara Friis se había recogido el pelo, y Albert reparó en que acababa de lavárselo. No estaba al corriente de las modas que se exponían cada temporada en los escaparates de I.C. Jensen, en Kirkestræde, pero por el corte de su vestido, que le llegaba hasta la mitad de la pantorrilla, advirtió que no era nuevo. Debía de ser de su primer año de matrimonio, tal vez anterior, de una época en que también ella había estado llena de expectativas… y juventud.
La mesa estaba puesta para tres, lo cual lo decepcionó y a la vez tranquilizó. En presencia de Knud Erik no podían hacer tonterías; pero aun así Klara Friis se ruborizó al abrir la puerta. Igual que había ocurrido por la mañana, se hizo a un lado para dejarlo pasar e inclinó levemente la cabeza. Su nuca desnuda bajo el pelo recogido parecía tan frágil que Albert tuvo que dominar las ganas de apoyar en ella su mano en un gesto en que el deseo de proteger no podía separarse del de conquistar.
No veía a la pequeña Edith por ninguna parte, y preguntó por ella. Ya había cenado y estaba acostada.
Knud Erik se hallaba junto a su silla cuando su madre los invitó a sentarse. Lo había peinado con agua y llevaba el pelo pegado a la cabeza. Fue el último en atraer la silla hacia sí, y después se sentó en una postura rígida y amanerada, y se quedó mirando al frente. En medio de la mesa había un gran cuenco repleto de gambas recién cocidas. Albert había llevado el vino en una cesta. La botella estaba cubierta con una servilleta de damasco. La sacó y la descorchó, produciendo un pequeño chasquido. Había dudado si llevar también las copas, pues, aunque sabía que ella no tenía, temía que lo considerase una crítica, una forma de recalcar las carencias de su casa y de su vida. Sus costumbres, sin embargo, prevalecieron. No quería beber aquel vino bueno en simples vasos de agua, y sacó sus mejores copas de cristal. Sí, los ancianos y sus órbitas en torno a un sol moribundo. También había llevado el sacacorchos.
Llenó las copas y dirigió una mirada a Knud Erik, que lo observaba todo con atención.
—Casi me olvido de ti —dijo, y volvió a buscar en la cesta para después colocar una botella de refresco frente a él.
—¡Es como una excursión! —exclamó el chico entre risas.
Vio el vaho que cubría la botella y apoyó el dedo en ésta con cuidado.
—Está frío —dijo, extrañado.
Albert brindó con Klara Friis. Ésta sujetaba la copa como si tuviera miedo de que se le cayera. Él la miró un momento por encima del borde de la suya. La mujer se ruborizó y desvió la vista, confusa, desconocedora de los rituales que rodeaban el consumo de vino. Después echó hacia atrás la cabeza y bebió un sorbo, como si aquel líquido de color pajizo fuese una medicina que había que tragar rápido. Hizo una mueca y volvió a ruborizarse.
—Yo también quiero probar —dijo el chico.
—No es para niños.
La madre lo miró con severidad. Albert advirtió que con la reprimenda trataba de ocultar su confusión por aquella cena, tan diferente de cualquier otra en que hubiera participado.
—No soy un niño —protestó Knud Erik—. Ahora gano mi propio dinero.
—Entonces tienes permiso para probar.
Albert le guiñó un ojo a Klara y ofreció su copa al chico, que la cogió con cuidado con ambas manos y se la llevó a los labios con un movimiento dubitativo, como si estuviera ya arrepintiéndose de su audacia.
—Sólo un sorbito —le advirtió su madre.
—Puaj —dijo Knud Erik, contrayendo el rostro—. Sabe agrio.
Albert rió.
—Creo que tu madre piensa lo mismo. —Miró a Klara, que se echó a reír.
—Sí —reconoció ella—. Creo que el vino no está hecho para mí.
—Siempre es así al principio. Después se aprende a apreciarlo.
—Yo no —dijo Knud Erik—. Nunca aprenderé a apreciarlo.
En ese instante Albert deseó que el tiempo se detuviera. Tenía una familia. Estaba sentado con un niño que podría ser su nieto y una mujer que podría ser su hija, y era todo cuanto deseaba. Atrás quedaba la soledad de los años de guerra. Se sentía casi como si perteneciese a un hogar compuesto por algo más que él y sus recuerdos.
Pensó en el baño que había tomado por la tarde y en su amaneramiento frente al espejo. Se había atildado con una chaqueta de verano clara, sombrero de paja y una flor en el ojal. Tal vez quedara en su interior un último rescoldo; pero era como un rescoldo que se reaviva en una hoguera que ha estado encendida toda la noche. No encuentra alimento en la ceniza y pronto vuelve a apagarse. Por un instante había cedido a su vanidad. No era una mujer lo que necesitaba, sino aquello: dos personas para quienes podía ser algo, y que por su mera presencia podían ser algo para él.
Hizo girar la copa cogiéndola por el pie y rió para sí.
—¿De qué se ríe?
—La verdad es que no lo sé; es que me siento tan a gusto aquí… Debo de reír de satisfacción.
—Me alegro de oírlo —dijo Klara, y se puso de pie—. Ahora viene el postre.
Sacó un cuenco de compota de frutos rojos y una jarra de nata líquida. Knud Erik la seguía con platos hondos que iba colocando ante cada silla.
—Veo que eres buen chico y ayudas a tu madre —dijo Albert.
—Sí, es un buen chico. —Klara se sentó y empezó a servir el postre—. Cuando termines de comer puedes salir a jugar —añadió dirigiéndose a su hijo.
Knud Erik engulló la jalea dejando el mantel cubierto de salpicaduras de nata. Su madre frunció el entrecejo, pero no dijo nada. Después, el chico se fue. Ella lo vio marchar y rió.
—Menuda prisa tiene.
—Estamos en verano —observó Albert.
La estancia de techos bajos estaba en penumbra, pero en el exterior la calle resplandecía de luz.
—Gracias por la cena —dijo Albert, retirando la silla—. Bueno, es hora de que me marche a casa.
Ella bajó la cabeza, como si él la hubiera rechazado.
—Quédese un rato más —le rogó, mirándolo—. Si ni siquiera me he bebido el vino, y ha prometido que me enseñaría a apreciarlo. No puede abandonarme ahora. —Hablaba con tono frívolo, como si en ausencia del chico se permitiera un mayor atrevimiento.
Albert le sirvió vino.
—Entonces me quedaré un poco —dijo—. Le propongo que salgamos al jardín a disfrutar el atardecer veraniego. —Se dio cuenta de que la sugerencia la había pillado desprevenida. El pequeño jardín era una mezcla de huerta y macizos de flores; incluso podía considerarse un jardín bien cuidado, pero no era un lugar que Klara enseñara a las visitas o en el que pasase sus ratos libres—. Permítame —añadió, cogiendo dos sillas de respaldo alto barnizadas de oscuro. Las sacó por la cocina y las colocó la una junto a la otra en el jardín.
Klara entró en el dormitorio para echar un vistazo a Edith, que había dormido durante la cena. Poco después regresó y se sentó al lado de Albert. Éste le alcanzó la copa de vino. Brindó, y cuando trató nuevamente de captar la mirada de ella por encima del borde de la copa, Klara lo dejó hacer. La suave luz vespertina camuflaba su palidez y transmitía a su piel una intensa y enigmática incandescencia. Klara sonrió. Por un instante ambos se sintieron cohibidos.
Albert abarcó el jardín con la mirada. Al fondo había matas de grosella y uva espina. Había también patatas y ruibarbos. Un sendero de gravilla conducía a los macizos de flores, rodeados todos ellos de caracolas desteñidas por el sol y el salitre, como era costumbre en casi todos los jardines de Marstal. Cerca de la casa había un pequeño rosal. No había terraza, y las sillas se balanceaban sobre el empedrado irregular de adoquines colocados sobre la tierra. No se veía hierba entre ellos. Se notaba que el jardín estaba cuidado a conciencia.
Desde la calle llegaban voces de niños. En los jardines de los vecinos, las mujeres hablaban en voz baja. Un extraño no habría reparado en la ausencia de voces masculinas, pero Albert sí. El verano era la estación de las mujeres. Con las primeras señales de la primavera, los barcos empezaban a buscar carga, y enseguida zarpaban abandonando la protección que les proporcionaba el malecón. Algunos regresaban en Navidad, pero muchos hombres hacían travesías largas y pasaban años fuera. En su ausencia, eran las mujeres quienes llevaban las riendas en Marstal. Ahora él estaba en medio de aquella vida femenina, aspirando los perfumes del saúco y el verano, sintiéndose, como no se había sentido en años, parte de la vida de la ciudad.
Se inclinó y cogió del suelo una caracola. La llevó a su oído y escuchó el bramido procedente de su interior.
—Escuche —dijo, poniéndosela en la mano—. Ahora han inventado la radio. Cuando yo era niño sólo teníamos las caracolas. Eran nuestra radio.
Klara declinó la invitación y volvió a dejar la caracola en su sitio, junto al macizo de flores. Tenía el semblante serio, como si al cogerla Albert hubiera perturbado la secreta armonía del jardín.
La caracola poseía muchas melodías, una para cada persona que aplicaba el oído a ella. A los jóvenes, les hablaba de tierras extrañas y costas lejanas; a los viejos, de ausencia y pena. Tenía una canción para los jóvenes, otra para los viejos, una para los hombres y otra para las mujeres. La que dirigía a éstas siempre hablaba de lo mismo: pérdida, pérdida, con la misma monotonía del oleaje en la playa. Para ellas aquella melodía no tenía nada de seductor, era pura lamentación.
Se quedaron sentados en el jardín cerca de una hora. El sol desapareció tras un tejado. Una penumbra granulada fue creciendo en torno a las matas de uva espina y grosella, mientras el cielo adquiría tonos cada vez más violetas.
—¡Si ya es hora de que Knud Erik vuelva a casa! —exclamó Klara, y se puso de pie bruscamente. Se había acordado del chico. Era hora de marcharse, pero antes de que Albert se levantara para despedirse, ella desapareció por la puerta de la cocina.
Cuando regresó con el chico, Albert esperaba en la sala. Había aprovechado para meter las sillas y colocarlas en su sitio alrededor de la mesa.
—Me he alargado demasiado —dijo con tono de disculpa.
—Pero ¡si aún no ha tomado café! —Lo llevó hasta la mesa y lo hizo sentar en una de las sillas. Había en sus movimientos una libertad de la que antes carecían—. Ahora espere ahí hasta que lo haya preparado.
Sacó de debajo del sofá sábanas y mantas y preparó el lecho para acostar a Knud Erik. El chico se quitó la ropa y se metió bajo el edredón.
—¿Iremos a pescar mañana temprano? —preguntó.
—No, mañana no —contestó Albert—; pero podemos ir remando a Langholm y bañarnos, si quieres.
No hubo respuesta. Knud Erik ya dormía.
Klara salió de la cocina con una cafetera en la mano.
—Ha sido un día largo. —Se sentó frente a Albert y le sirvió una taza.
La lámpara de la sala todavía estaba sin encender, y en la penumbra la pálida piel del escote relucía. Permanecieron un rato en silencio, mientras la oscuridad crecía en torno a ellos. Albert oyó a Knud Erik respirar en el sofá con el ritmo sereno del sueño. No lejos de allí, un reloj dio las diez con un eco profundo, resonante. En la penumbra creciente apenas percibía los rasgos de Klara, que centelleaban ante sus ojos como si se contrajeran en muecas extrañas.
—Gracias por la velada —dijo, poniéndose de pie.
Ella se sobresaltó, como si la hubieran despertado de repente.
—¿Se marcha ya?
Alzó la mirada, su rostro era una mancha blanca en la penumbra, pero Albert no fue capaz de interpretar su expresión. ¿Estaría bebida? Había vaciado el primer vaso, y él había vuelto a llenarlo. Eso había sido todo, pero las mujeres aguantaban menos que los hombres. Sintió un repentino rechazo hacia la situación y quiso marcharse.
Klara se puso de pie y lo acompañó al recibidor. No encendió la luz y cerró la puerta de la sala tras ellos. El corazón de Albert golpeaba su pecho con la misma fuerza que un recluso pidiendo que lo liberen. Volvió a sentir una aguda punzada dentro de sí. Después se fijó en ella. Las manos de Klara ascendían por su pecho sin reparar en su corazón palpitante, hasta que de pronto le echó los brazos al cuello.
—Tengo que despedirme como Dios manda —murmuró.
Sus labios se deslizaron por el rostro de Albert explorándolo, hasta que encontraron su boca y se apretaron contra ella. Albert notó que su corazón se aceleraba aún más. Una ola oscura creció en su interior y anuló su voluntad. Quería apartarla de sí, pero se sentía incapaz. Klara apoyó su peso en él. Albert percibió la suave presión de sus pechos. Ella se restregó contra él y emitió un sonido lastimero, que podría ser el principio de un acceso de llanto.
—Mamá —se oyó desde la sala.
Klara dio un respingo y contuvo el aliento.
—Mamá, ¿dónde estás?
Klara respiró hondo y se estremeció.
—Estoy aquí, en la entrada —dijo.
—Tienes la voz rara. ¿Te pasa algo?
—No. Vamos, duerme, es tarde.
—¿Qué haces, mamá?
—Despedirme del capitán Madsen.
—Yo también quiero despedirme.
Lo oyeron acercarse. Al cabo de un instante su oscura silueta apareció en el vano de la puerta.
—¿Por qué no está encendida la luz?
Klara encontró el interruptor y lo accionó. Albert pasó la mano por el pelo del chico.
—Buenas noches, muchacho —dijo—. Me parece que es hora de meterse en la cama, como ha dicho tu madre. —Se volvió hacia Klara, pero evitó mirarla a los ojos—. Buenas noches, señora Friis, y gracias por la velada.
Le dio la mano. La palma de ella estaba caliente y sudorosa. De pronto, hasta ese contacto formal le pareció demasiado íntimo. A continuación, cogió el sombrero de paja del perchero y abrió la puerta. Oyó que se cerraba tras de sí y se dirigió hacia el puerto. Estaba demasiado agitado para ir a casa.
Cuando dobló la esquina de Havnegade vio una figura levantarse del banco que ocupaban los patrones, frente a la dársena.
—Buenas noches, capitán Madsen.
Albert saludó brevemente. No tenía ganas de conversación; pero el otro lo alcanzó y caminó junto a él por Havnegade.
—Un poco tarde para pasear.
Albert reconoció la figura maciza de Herman.
—Creo que no tengo por qué rendirle cuentas de mis andanzas —dijo con aspereza.
—Qué elegante va. —Herman no reaccionó ante su tono hostil.
Albert apretó el paso. El otro hizo lo mismo, y con un tono lisonjero cuya falsedad no hacía nada por ocultar, añadió:
—Esta noche tiene usted un aspecto de lo más juvenil.
Albert se detuvo de golpe y se enfrentó a Herman.
—Dígame, ¿qué quiere de mí?
Herman hizo un gesto amplio con las manos.
—¿De usted? ¿A qué se refiere? No quiero nada de usted. Hacerle compañía un rato, sencillamente; pero tal vez prefiera la soledad.
Albert no respondió; giró y continuó por Havnegade. Dejó atrás el varadero y el astillero de barcos de madera.
—¡Que duerma bien! —le gritó Herman—. Seguro que lo necesita después de las fatigas de esta noche.
Albert se puso tenso, y su mano se cerró con fuerza sobre la empuñadura del bastón. Por un instante pensó en volver para dar su merecido a aquel granuja, pero enseguida desechó la idea. Esos tiempos habían pasado hacía mucho. Herman y él eran de estatura y corpulencia parecidas, pero había medio siglo de diferencia entre ellos. Iba a ser una lucha desigual. Él perdería no sólo la pelea, sino también su dignidad, y esa reflexión lo golpeó tan fuerte como si ya estuviera sangrando en el suelo.
Subió los escalones que conducían a su casa y abrió la puerta. No encendió la luz de la sala, y se dejó caer pesadamente sobre el sofá. ¿Cómo podía saber aquel granuja lo que había pasado en la casa de la viuda? ¿Lo espiaba, acaso? ¿O se trataba de simples especulaciones? ¿Era tan evidente lo que estaba pasando? Pero si a él mismo lo había pillado por sorpresa… Lo que él no veía ¿podían verlo los demás?
Sí, había acariciado la idea mientras se preparaba para ir a cenar a casa de la viuda. Eso tenía que reconocerlo. Pero se daba cuenta de que en realidad no lo había querido. Sólo había fantaseado vanidosamente con la posibilidad. Sin embargo, había ocurrido, y de pronto se sentía desnudo. Lo que podía ver Herman podía verlo toda la ciudad. Aquello tenía que acabar. Comprendió qué era lo que había sentido en el recibidor, cuando Klara Friis se le entregó. Era miedo, miedo a alterar su rutina, miedo a los imprevistos de la vida, miedo a que cuanto había dejado atrás como preparación al anochecer de su vida volviese a reclamarlo.
El débil era él. Eso le parecía. Ella era la fuerte, y por la misma razón que Herman, por su juventud.
Un abrazo entre jadeos en un recibidor a oscuras, una pelea en la calle, eran ingredientes de la juventud, no de la vejez, y ¡ay del viejo que se acercara demasiado a la juventud confiando en calentarse a su lumbre! El ridículo era el precio que tendría que pagar.
Los viejos deberían limitarse a su propio sol moribundo. La casa donde había creado su empresa naviera y trabajado de consignatario representaban su sol y su órbita. No debería rebelarse contra la ley de la gravedad de la vejez. Durante la guerra había adquirido fama de raro. Tal vez siguiera teniendo esa fama, y podía soportarlo. Pero no quería que lo tomaran por un payaso. Ir vestido por la calle pero estar desnudo a los ojos de todos constituía una vergüenza que no podía soportar.
Al día siguiente se levantó tarde y no salió de su casa. Al otro, fue remando solo a Sorekrogen, a echar un vistazo a sus redes. Estaban llenas, como de costumbre. Había unos cinco kilos de gambas. Vació las redes en el vivero y se quedó ensimismado viendo saltar a aquellos pequeños crustáceos. Se imaginó a Knud Erik yendo orgulloso a casa de su madre con el cubo lleno de gambas. Después puso el vivero sobre la borda y lo vació en el agua. Las gambas se quedaron quietas un momento, como una nube marrón, y después salieron disparadas en todas las direcciones.
Albert no encontraba sosiego en el mar. Echaba de menos al chico. Pero otra cosa, más fuerte aún, tiraba de él, una presión interior que no hacía sino aumentar porque no quería reconocerla. No fue sólo miedo lo que sintió cuando Klara se restregó contra él en el recibidor. Fue también una excitación sensual que hacía muchos años que no experimentaba. El mero recuerdo de aquella escena en el recibidor le produjo una erección inusual.
Era un anciano sentado en un bote una mañana de verano, teniendo una erección. Se sintió furioso consigo mismo, y a la vez insatisfecho. Era un enfermo en fase crítica. Había que dar tiempo al tiempo, y no había otra cura que la distancia.
•
Pasaron dos semanas. Un día, al volver a casa, se encontró a Klara Friis en su sala. Estaba sentada en el borde del sofá, y en cuanto Albert entró se puso de pie. Llevaba el mismo vestido que aquella noche funesta. Albert adivinó el contorno de su cuerpo bajo el fino paño.
—Me ha abierto la puerta su ama de llaves. Le he dicho que tenía un recado importante.
Albert se quedó en el hueco de la puerta, mirándola con expectación. Ya sabía que su comportamiento era descortés, pero lo retenía el presentimiento de que, si daba un paso más, se dejaría llevar por su impulso, el mismo que se resistía a nombrar en los momentos de inquietud que pasaba en el bote. Ahora se había apoderado de él como lo había hecho aquella noche en el recibidor a oscuras, provocándole miedo y excitación al mismo tiempo.
—Es por Knud Erik —dijo ella—. No entiende que haya dejado de verlo. Todos los días pregunta por usted, pero no se atreve a venir solo. ¿Lo ha abandonado para siempre? —Lo miró a la cara, como si el nombre del chico bastara para que el miedo de Albert se desvaneciera.
—Querida Klara —dijo, acercándose a ella y tomándola de las manos.
Klara lo miró. Sus ojos enrojecieron de pronto.
—También hay algo más —dijo—. ¡Lo echo muchísimo de menos! —Liberó las manos y le lanzó los brazos al cuello mientras apretaba sus labios contra los de él.
La furia se apoderó de Albert. La cogió de la cintura para apartarla, pero sus manos hicieron lo contrario. La estrechó contra sí mientras la besaba con fuerza y sin ternura. Ella se dobló por la cintura y él fue empujándola hacia atrás sobre el sofá. Cayó pesadamente sobre ella e intentó quitarle el vestido con torpeza.
—Espere, espere —dijo Klara.
Se subió el vestido hasta la cintura y se dispuso a recibirlo. El furor de Albert no había cedido. Cuando la penetró con un grito sofocado, la golpeó con fuerza en el rostro. En la excitación del momento, le pareció que le pegaba en defensa propia, en protesta por su juventud y por lo que lo había inducido a hacer. Después cayó gimiendo sobre ella, satisfecho ya, tanto por el golpe como por aquel cuerpo predispuesto que apenas había visto o sentido. Klara se estrechó contra él, sin que pareciera afectada por el golpe, que había dejado su mejilla roja y escocida.
Albert, cuya cabeza descansaba sobre el suave pecho de Klara, sintió con desagrado que en sus brazos era como un niño desvalido. Sabía que había caído en la trampa. Volvería a ella, y volvería a pegarle. Rojo de vergüenza. Se apartó y procedió a arreglarse la ropa. Ella se sentó junto a él y apoyó la cabeza en su hombro. Aún mostraba en el rostro la marca del golpe.
—¿Me quiere? —preguntó—. ¿Me quiere realmente?
—Sí, sí —respondió él con tono de irritación—; pero deje que me arregle la ropa.
Albert no se reconocía. No había ningún triunfo en aquella conquista. En su lugar, lentamente fue apoderándose de él la sensación de que acababa de ocurrir una catástrofe.
Klara se levantó y se acercó al espejo que había sobre una cómoda para arreglarse el pelo. Cuando terminó, se volvió hacia él.
—¿Qué le digo a Knud Erik?
Él se encogió de hombros y desvió la mirada.
—Sabe que he estado aquí —añadió Klara—. Se sentirá muy decepcionado si lo abandona.
—Iré a buscarlo mañana. Después lo llevaré a pescar gambas.
En el recibidor todo volvió a ser formal entre ambos, y al despedirse se dieron la mano. El pequeño hueco oscuro era como un espacio de paso a la ciudad exterior y a sus miradas siempre fisgadoras. Albert se quedó en el vano de la puerta cuando ella salió a la calle. Enfrente, la esposa de Jensen, de la tienda de confección, bajaba los escalones de granito del banco. La saludó con un movimiento de la cabeza. Bajo el ala del sombrero de paja pintado de negro, la señora Jensen dirigió una mirada evaluadora a Klara antes de devolver el saludo con frialdad. Los padecimientos de Albert no habían hecho más que empezar.
Cuando al día siguiente fue en busca de Knud Erik, el chico no estaba en casa. Había salido a comprar leche, pero volvería enseguida, le dijo la madre. La pequeña Edith dormía la siesta. Albert vio con espanto que Klara tenía medio rostro hinchado y la mejilla amarilla y violácea.
—No me mire así —dijo ella. Le cogió la mano y la posó en su mejilla con gesto cariñoso—. No es nada.
Estaba inclinada sobre la mesa de la cocina y extendió las manos hacia él para atraerlo. Él apartó la cara, pero su cuerpo cedió a la invitación. Notó de nuevo su innombrable erección de viejo. Se odió a sí mismo mientras le subía el vestido hasta las caderas. Volvió a penetrarla, pero esta vez perdió la erección y se deslizó afuera. Se había olvidado del chico, y de pronto se acordó y comprendió lo irresponsable de su precipitado apareamiento.
Ella seguía apretándolo contra sí. Albert no le pegó esta vez, pero se liberó del abrazo con un ademán violento. No sabía qué era lo que buscaban el uno en el otro, y lo dijo.
—Esto no va a traer nada bueno.
Klara se limitó a apoyar la cabeza en su pecho, sin pronunciar palabra. Había en ella una entrega sorda y muda que no sólo no encontraba respuesta en Albert, sino que hacía que la furia de éste aumentase.
—¿Me oyes? —insistió él, zarandeándola.
La cabeza de Klara se bamboleaba a uno y otro lado, como si apenas se enterase de lo que ocurría. Después oyeron al chico en la puerta y se separaron rápidamente. Knud Erik llevó el cubo de leche a la cocina y lo puso en la mesa.
A Albert le pareció que el chico estaba tenso, pero pronto se dio cuenta de que era él quien lo estaba. Bajaron al puerto, y no recuperó un tono natural hasta que atravesaron remando la dársena. Pensó que tendría que explicar su larga ausencia, pero el chico no lo interrogó al respecto. Estaba sentado en la bancada, enseñando, con la cara roja por el entusiasmo y el esfuerzo, sus recientemente adquiridas habilidades como remero.
Albert sospechaba que la madre se había valido del anhelo del chico para ir a su casa. Si al menos fuera capaz de mantener separadas las dos cosas, su amor por el chico y su fascinación por la madre… Sin embargo, ella no lo dejaba en paz. ¿Quién había empezado todo? ¿Ella o él? ¿No debería tener la honradez de reconocer que no era Klara, sino algo en su interior lo que no le daba sosiego? ¿Era un deseo lo que de pronto había prendido en él? ¿O más bien el recuerdo de un deseo? Lo que se ofrecía por última vez en la figura de Klara ¿era aquello que en su vida no había llegado a realizar?
Poco importaba qué era. No debía poner en peligro sus lazos con Knud Erik. Aquello tenía que terminar; pero ¿cómo?
Klara y Albert apenas hablaban entre ellos, y menos aún de cuestiones cotidianas, como si se conocieran de tiempo atrás y todo lo importante ya estuviera dicho. Tal vez no tenían mucho que decirse, pensaba Albert. Al principio había familiaridad en el grupo callado que formaban los cuatro cenando, o a la hora del café, pero últimamente había en sus encuentros una impaciencia tensa, eléctrica, mientras esperaban a estar solos, sin el chico.
La pequeña Edith caminaba titubeante por la sala y ya había pronunciado sus primeras palabras. Albert siempre se mostraba cohibido cuando le tiraba de la pernera y le dirigía una mirada expectante. Entonces él se inclinaba y la cogía en brazos. La sentaba en sus rodillas y la mecía de un lado a otro. Su cara estaba rígida, no sabía qué decirle a la niña. Debería haberle cantado «al paso, al paso…», pero permanecía en silencio.
—Papá —dijo Edith un día.
Albert miró a Klara, que sonrió cohibida.
—No sé de dónde lo ha sacado. A mí no me lo ha oído.
El lenguaje ¿brotaba de los niños igual que los dientes de leche? La palabra «papá» ¿era sólo señal de que estaba ampliando su vocabulario?
Albert dejó de mecerla sobre sus rodillas. Se acabó el juego. Dirigió una mirada penetrante a la niña.
—No —dijo—. Papá no: Albert.
Edith se echó a llorar.
Entre ellos no había ninguna intimidad. Nunca pasaban toda una noche juntos, ni siquiera podían quedarse desnudos, agotados tras el acto de amor, en un momento de tierno sosiego. Al contrario, en sus encuentros siempre se comportaban de un modo febril, casi agresivo. Él nunca la tomaba en sus brazos sin que su pecho se transformara en un campo de batalla. Estaba lleno de resentimiento, pero la atracción era más fuerte, y a consecuencia de ello siempre la tomaba con una brutalidad de la que después se arrepentía. Cuando Klara gemía ante sus arremetidas, Albert no sabía si era placer o dolor lo que experimentaba. Cuando él terminaba emitía un sonido como si lo hubiesen golpeado en el estómago.
Ya no le pegaba, pero en su fuero interno sabía que sólo era porque su primer golpe había dejado en su rostro un testimonio visible para toda la ciudad. Sólo el miedo a la opinión pública le daba fuerzas para contener su mano cuando le sobrevenía la necesidad de maltratarla. Ah, sí, también su miembro erecto podía tener el mismo efecto que un golpe y utilizarse para dañarla, pero en eso lo traicionaba la edad: ya no aguantaba tanto como antes.
Hacían el amor como dos personas que estuvieran unidas a otros y sólo pudieran encontrarse de manera ilegal, brevemente y entre jadeos. Y así era en la realidad: ambos estaban casados con otros: él con su vejez, ella con su juventud. El puente donde deberían encontrarse se agrietaba en el instante en que lo pisaban. Albert no se entendía a sí mismo, no la entendía a ella, y sabía que, de haberle preguntado por sus sentimientos hacia él, no habría obtenido respuesta.
Aquello no terminó. Knud Erik volvió a la escuela, y el otoño lluvioso los obligó a quedarse en tierra. Entonces tuvieron que dedicarse a otras cosas. El chico acudía regularmente a la casa de Prinsegade por la tarde. Hacían los deberes mientras afuera anochecía. Albert iba a Snaregade, pero Klara nunca visitaba su casa. Se convirtió en una ley tácita. Nadie habló de ello, pero se daba por supuesto. Albert podía entrar en el mundo de Klara, pero ella no podía entrar en el de él.
Albert dejó de visitar a la viuda del pintor de marinas. Era un síntoma seguro de que se sentía avergonzado. ¿Estaba al corriente la ciudad de lo que sucedía? Tenía la certeza de que sí. No podía apuntar a nada concreto, pero encontraba señales por todas partes. La mirada de un transeúnte, una conversación en un banco que se interrumpía a su paso, el saludo de un comerciante, donde la reserva sustituía de pronto a la familiaridad…
A veces tropezaba con Herman. Tras su primer encontronazo, el joven ya no le dirigía la palabra. Se limitaba a llevarse el dedo al sombrero con gesto irónico, o reía de modo grosero, como si fuesen dos conjurados. Albert no le hacía caso, pero le inquietaba que sus encuentros se produjeran con tanta frecuencia cuando iba o volvía de Snaregade. ¿Acaso aquel holgazán no tenía nada mejor que hacer que espiarlo?
Por la noche lo veíamos sentado en el mirador que daba a Prinsegade, con un libro entre las manos, tratando de leer. La mayor parte del tiempo, sin embargo, se limitaba a mirar al frente.
¿En qué pensaría? Era viejo, y aun así no había encontrado la paz.
¿Se había dado cuenta de que la sabiduría no era necesariamente el resultado natural de una larga vida?
Si había algo que unía a Albert y Klara era su dedicación a Knud Erik. Aunque él no había tenido hijos, ella confiaba ciegamente en lo que pensaba del chico.
Klara no era como la mayoría de las mujeres de Marstal. Cuando el marido se encontraba embarcado, estaban obligadas a desempeñar tanto el papel de madre como el de padre. No les quedaba otro remedio. Si se sentían inseguras, lo ocultaban tras una actitud autoritaria, casi inflexible. Durante muchos meses al año, a veces durante años, realizaban un ensayo general de la viudez.
Klara Friis estaba gozando del privilegio, para una mujer de Marstal, de tener un hombre en casa, y en medio de aquel lujo inesperado se permitió ceder a su debilidad interior, en lugar de plantarle cara.
Dejó de ocuparse de las cosas. No tomaba ninguna decisión. Se quedaba mirando a Albert como si esperara que en adelante le organizase la vida.
Sólo en un tema se mantenía intransigente: Knud Erik no debía seguir los pasos de su padre. Ella había oído el susurro de la muerte en la caracola. Por nada del mundo su hijo tenía que buscarse el sustento en el mar. Era como si, en presencia de Albert, despertase de la parsimonia que la caracterizaba. Se ponía derecha en la silla y su tono adquiría una severidad inusual.
El chico agachaba la cabeza cada vez que Klara Friis sacaba el tema a colación. Albert lo había oído prometer a su madre que nunca sería marino. Ahora detectaba en su rostro la mala conciencia. Casi la sentía también él, aunque desde hacía tiempo había decidido que no podía ser de otro modo, ya que formaba parte de la inspiración del chico. Las historias de Albert, sus interminables conversaciones sobre países y barcos desconocidos, las lecciones de remo, normal y con espadilla, todo llevaba al receptivo muchacho en la misma dirección. Y después estaba todo lo que escapaba al control de una madre o un padre: el incesante bramido del mar al otro lado del malecón, el mero espectáculo de las goletas de dos palos, las goletas con juanete y los bergantines-goleta de tres palos cuando sus velas se hinchaban por el viento en la primavera temprana, y comenzaba la gran migración hacia los mares del mundo, con puertos de escala como La Plata, Terranova, Oporto, El Havre, Valparaíso, Callao y Sidney, lugares legendarios que eran parte de los conocimientos geográficos de cualquier muchacho y despertaban el anhelo en sus pequeñas almas.
Klara Friis lo sabía. En su severidad había también algo de súplica, e iba dirigida a Albert, que disponía de los medios para arrancar al chico de la senda establecida.
Su mirada iba del chico al anciano para volver al chico; percibía una conspiración entre ellos.
—¿Qué tal va la lectura? —preguntó en cierta ocasión.
—Bien —respondió Knud Erik en el tono taciturno que suelen adoptar los niños cuando se les pregunta por la escuela.
—Acaba de empezar segundo, pero ya lee con fluidez —intervino Albert con aire de aprobación.
Klara miró al hombre y dijo:
—Es aplicado. Podría ser consignatario de buques, ¿no?
La pregunta cogió a Albert desprevenido. Tenía que reconocer que nunca había imaginado que el chico pudiera tomar ese camino. Era de la opinión de que una buena carrera de consignatario no empezaba en una oficina sino en una cubierta, y que después podía continuar en el mundo más abstracto de las tarifas de fletes. Era lo que él había hecho, y lo que esperaba que hiciesen los consignatarios del futuro.
—Sin ninguna duda —reconoció, pero había en su respuesta un tono evasivo. No se veía capaz de explicarle sus ideas.
Klara advirtió su falta de entusiasmo, y le pareció que no quería ayudar al chico. Apretó los labios y permaneció en silencio.
—Sacando buenas notas se pueden hacer muchas cosas —añadió Albert—. Claro que aún es pronto…
—Ya sé qué vas a decir —lo interrumpió Klara—. Vas a decir que con unos buenos conocimientos también puede presentarse al examen de primer oficial. Pero, créeme, no es ése el camino que va a seguir mi hijo. —Se volvió hacia Knud Erik—. ¿Lo oyes?
El chico asintió con la cabeza y bajó la mirada. Una lágrima se deslizó por su mejilla, y se sorbió los mocos. Se puso en pie de golpe y entró corriendo en la cocina.
Klara dirigió a Albert una mirada acusadora, como si fuera él, y no ella, el causante de las lágrimas de su hijo.
—Hay varias agencias marítimas en la ciudad —dijo Albert—. Podría conseguir sin problemas que lo aceptaran en una cuando llegue el momento.
—Sería maravilloso —repuso Klara, y su expresión se suavizó. Lo premió con una sonrisa y fue a la cocina en busca del chico.
Albert la oyó hablar allí. Se quedó solo y pensó en lo vacuo de su promesa.
—Cuando llegue el momento —repitió para sí, haciendo un rápido cálculo mental—. Cuando llegue el momento, ya habré muerto.
•
Klara esperaba a Albert cuando inesperadamente llamaron a la puerta. En la escalinata estaba Herman. Lo conocía de los tiempos en que su marido aún vivía. Henning había navegado con Herman y hablaba de él. Había oído los rumores acerca de la muerte de su padrastro, pero no los creyó. De Herman decía siempre que era un buen camarada.
En la forma de ser de ambos existía el mismo desenfado, y Klara sospechaba que su camaradería se había desarrollado sobre todo en tabernas portuarias.
Cuando Herman apareció en Marstal, se tomó la molestia de visitarla y darle el pésame por la muerte de Henning. Por eso lo apreciaba. Aquello hizo que lo viera con otros ojos, y de hecho terminó compartiendo la opinión de su difunto marido acerca del tristemente famoso Herman.
Desde entonces no había vuelto a tratarlo, pero siempre la saludaba amablemente cuando se cruzaban en la calle. Una vez incluso se detuvo y le preguntó si necesitaba algo.
Ahora estaba frente a su puerta. Klara retrocedió un paso, sorprendida.
—Sólo quería ver cómo te las arreglabas —dijo Herman, cruzando el umbral sin esperar su invitación.
Estuvieron un rato muy cerca en el pequeño recibidor. Después, él siguió hasta la sala.
—Hola, muchacho —dijo con tono jovial al ver a Knud Erik, y le alborotó el pelo como si fueran viejos amigos.
Knud Erik no lo conocía, y retrocedió un paso.
Klara se quedó en el hueco de la puerta.
—Está cansado —dijo.
—Me iré enseguida. —Herman se sentó en el sofá y cruzó las piernas—. Parece que te van bien las cosas.
Klara no respondió.
—El viejo Madsen no es mal partido —añadió él.
Ella le dirigió una mirada dura.
—¿A qué te refieres? —preguntó, mirándolo con dureza.
—¿Que a qué me refiero? A lo mismo que todos en esta ciudad. A que suenan campanas de boda. Así aseguras tu futuro y el de tus hijos. No está mal pensado.
Klara se ruborizó. Bajó la mirada y se mordió el labio inferior. Cuando volvió a alzarla, evitó dirigirla hacia Herman.
—Puras habladurías —dijo sin convicción.
Herman se arrellanó en el sofá como si fuese el dueño de la casa.
—Tranquila —dijo—, un chico necesita un padre. Tengo entendido que al viejo se le dan bien los niños. Bueno, puede que no siempre preste atención, pero nadie se muere por tragar un poco de agua.
—¿De qué estás hablando? —inquirió ella con un susurro.
Knud Erik estaba entre los dos, observándolos, pero Klara se había olvidado de su presencia.
—Bueno, es que aquí el muchacho se cayó del bote al agua y estuvo a punto de ahogarse. Pero ya te lo habrá contado Madsen, ¿no?
Klara se sobresaltó. Se volvió hacia Knud Erik y le preguntó:
—¿Es verdad lo que cuenta Herman? ¿Estuviste a punto de ahogarte?
El muchacho bajó la vista y se ruborizó.
—No fue nada. Sólo me caí al agua.
Klara abrió la puerta de la entrada y miró a Herman.
—Creo que es mejor que te vayas —dijo con una voz que de pronto había recuperado la firmeza.
—Por supuesto, si no soy bienvenido…
El corpulento Herman se puso de pie. En el vano se volvió y dijo:
—Ya volveré otro día.
La puerta de la calle se cerró tras él con un portazo.
Klara se sentó en una silla y cruzó las manos. Tenía los nudillos blancos y una expresión concentrada en el rostro. Knud Erik la miró angustiado.
Poco después, ella rompió el silencio.
—¿Por qué no me dijiste que te habías caído al agua?
—Pero, mamá, si no fue nada.
—¿Nada? ¡Podrías haberte ahogado! ¿Por qué no me lo dijiste?
El chico apretó los labios.
—¿Te dijo el capitán Madsen que no me dijeras nada? ¡Responde! —exigió Klara.
El chico pestañeó y desvió la mirada. Una lágrima cruzó su mejilla. Adelantó el labio inferior y tragó saliva.
Después, asintió con la cabeza.
Cuando Albert se presentó una hora más tarde, Klara lo recibió en la puerta con Edith en los brazos.
—¿Qué quieres? —dijo sin corresponder al saludo que él le dirigió.
Su voz era cortante, y lo miraba directamente a los ojos. Una expresión de furia había encendido su mirada y daba a su feminidad un toque de fiereza.
Era como una leona que defiende a sus cachorros, pensó Albert, y comprendió al momento que no lo dejaría pasar. Klara estaba en la puerta para impedirle entrar en la casa y ejercer su autoridad. Iba a tener que obedecer y quedarse en la calle.
Knud Erik apareció a su lado.
—Vete —dijo ella con tono imperioso.
El chico se marchó hacia el interior. Klara se volvió otra vez hacia Albert y echó la cabeza hacia atrás.
Como si fuera a darle un cabezazo, pensó él, y sin darse cuenta retrocedió un paso.
—No entiendo… —empezó.
—¿Qué es lo que no entiendes? —El tono de Klara era autoritario, como si aún estuviese hablando con su hijo.
—Veo que estás enfadada conmigo, pero no entiendo por qué.
—¿No entiendes por qué? —Klara parecía cada vez más colérica—. Mira a esta niña, mírala bien. Míranos a mí y a mi hija, esta hija que no ha conocido a su padre.
Su voz seguía siendo estridente. Edith se asustó y soltó un chillido. Se retorció entre los brazos de su madre para bajar al suelo. Después extendió sus bracitos hacia Albert.
—Papá —dijo.
La cólera de Klara no decreció.
—Y quieres que Knud Erik sea marino. ¡Para que se ahogue como su padre! Es lo que quieres, ¿verdad? Que sea como su padre, como tú, como toda esta maldita ciudad, para que se ahogue como un hombre de verdad. —Torció el gesto al pronunciar las últimas palabras.
—Pero la guerra ha terminado… —dijo Albert, queriendo quitar hierro. Jamás había oído formular una acusación con tanta vehemencia.
—¿Eso significa que ya no van a ahogarse los marinos, que en adelante no naufragará ningún barco? Entonces será que todos pueden soportar pasar un par de días de invierno metidos en el agua del Atlántico Norte; o volver a nado a Marstal si tienen la mala suerte de que su barco se va a pique. ¿Acaso no se ahoga nadie cuando no hay guerra, o es que respiramos con agallas? ¿Es lo que intentas decirme?
Albert permaneció mudo ante aquel estallido por parte de una mujer a la que había llegado a considerar medio muda. Dejó caer los brazos, apenado. Tras el cristal de la ventana vio la cara del chico.
Como si hubiera adivinado la expresión en los ojos de Knud Erik, Klara gritó:
—¡Aléjate de la ventana!
—Señora Friis… —empezó a decir Albert.
Le hablaba como si fuera una desconocida.
—¡Cállate! —gritó ella—. Aún no he terminado contigo. Encima tengo que oírme que el chico estuvo a punto de ahogarse. Que se cayó al agua y que lo sacaste como si nada y encima… ¡después le prohibiste que me lo contara! Qué bonito. Yo, su propia madre, tengo que oírlo de boca de otros. Y esas historias que le cuentas. Naufragios, barcos que se van a pique, cabezas reducidas, ¡cuentos para chiflados! ¿Crees que ésa es manera de ayudar a un niño que ha perdido a su padre en el mar? ¡Dime!
Lo miraba fijamente a los ojos. Albert bajó la vista. No sabía qué responder. Probablemente Klara tuviese razón, y así lo expresó en voz alta.
—Tienes razón —dijo—. No entiendo de niños.
—No entiendo de niños —repitió ella con tono burlón—. Pues claro que no entiendes de niños. Si eres un… —Lo miró de arriba abajo mientras buscaba la palabra adecuada—. Eres un viejo solterón.
—He hecho lo que he podido —se defendió Albert—. Oí que el chico necesitaba un poco de compañía de adultos, y entonces vine.
—Sí, entonces viniste. Pues ahora ya puedes irte. «¡Quiero ser marino como mi padre ahogado!» Sí, valiente provecho ha sacado Knud Erik de tu compañía.
El chico había vuelto a aparecer en la ventana.
—¡Que no te asomes! —gritó su madre.
—Papá —volvió a decir Edith.
Klara Friis se volvió y dio un portazo.
Albert saludó con el sombrero a la puerta cerrada. Después giró sobre sus talones y echó a andar por Snaregade. Le parecía sentir la mirada de Knud Erik clavada en la espalda.
Caía un pesado aguacero de noviembre. Una fría gota impactó en su nuca y se coló bajo la bufanda.
•
Albert entró en su casa, recorrió las habitaciones y encendió las luces. Estaba inquieto y no sabía qué hacer. Subió a la planta superior y salió al balcón. Aún llevaba puesto el abrigo. Notó que la lluvia le empapaba el pelo. Miró hacia el malecón. A la luz del crepúsculo, el largo muro de enormes bloques refulgía; parecía estar hecho de niebla.
Volvió a entrar y pidió al ama de llaves que le trajera café. Después se sentó en el mirador. Había anochecido. Se sintió como si contuviera la respiración, como si fuese a ocurrir algo violento e imprevisible si volvía a tomar aire. Tal vez se pusiera a gritar, a llorar o a hacer cualquier otra cosa que ni siquiera era capaz de imaginar.
Se apoderó de él una sensación que no experimentaba desde la infancia. Se acordó de la experiencia que había tenido cuando, al pie del acantilado de la Revuelta, miró horrorizado al pobre Karo, que yacía entre los guijarros con la columna rota. Había intentado acariciarlo, en la esperanza de que el gesto lo curase. Pero en su fuero interno, como un eco largo y estremecedor, sabía que había sucedido algo irreparable. Ahora aquel eco resonaba de nuevo en su interior.
Tomó un sorbo de café caliente y, como siempre, sin azúcar, y trató de calmarse. Tenía que ordenar sus ideas. No había estado casado y no tenía experiencia con los arrebatos sentimentales de las mujeres. En su relación con Cheng Sumei reinaba lo que Albert jocosamente llamaba la armonía de sus almas, y había habido más armonía entre ellos que la que había ahora entre él y la joven viuda de marino. ¿Hablaba Klara en serio? ¿Había sido realmente su comportamiento con Knud Erik lo que había provocado su cólera? Santo cielo, todos los chicos se caían al agua tarde o temprano. Alguien los sacaba, y eso era todo.
En realidad, no creía que el problema fuera el chico. Era algo entre Klara y él, pero no tenía la menor idea de qué podía ser. Hasta entonces había pensado que el problema estaba en él. La deseaba, y no obstante no la deseaba. Representaba un elemento perturbador en su vida.
Sin embargo, era ella quien lo había rechazado. ¿No sería lo más inteligente dejar que el doloroso rechazo que acababa de sufrir se mantuviera?
Pero, y el chico, ¿qué?
Si al menos se pudieran separar las dos cosas… Todo estaba enredado sin remedio; y era Albert quien lo había enredado.
Sus pensamientos giraban en círculos. No llegaba a ninguna conclusión. Tomaba café y miraba fijamente a la oscuridad.
El ama de llaves entró y preguntó cuándo quería que sirviera la cena. Albert no tenía apetito y le pidió que esperase hasta las ocho. Se puso el abrigo y volvió a salir a la lluvia de noviembre. Unos minutos más tarde estaba frente a la casa de la viuda Rasmussen. Hacía mucho tiempo que no pasaba por allí. ¿Qué pensaría de él? Había habido confianza entre ellos, pero ya no podía enfrentarse a la mujer. Lo escrutaría de ese modo directo tan suyo y le haría preguntas embarazosas. Con la mejor intención, no le cabía duda, pero allí no valían las buenas intenciones. Se sentía completamente perdido.
Dobló la esquina en Filosofgangen. Después continuó a lo largo del puerto hacia el sur, y pronto estuvo delante de la casa de Klara Friis. Aunque las luces estaban encendidas, los cristales empañados por el calor húmedo impedían ver el interior. Permaneció indeciso, sin moverse, temeroso de que alguien advirtiera su presencia. Finalmente, reemprendió la marcha. Una hora más tarde estaba allí por tercera vez, furioso consigo mismo.
Era la añoranza lo que lo hacía volver, y el miedo lo que lo hacía irse.
Entonces empezó su tiempo de espera. Pero ¿a qué esperaba? No lo sabía. Notaba en los miembros que su vida se acercaba al final. Volvió a mirarse en el espejo. Donde antes encontraba pruebas de una energía intacta, ahora sólo veía la desolación de la vejez. Nunca había sabido qué faltaba en su vida hasta que empezó a relacionarse con Knud Erik y con Klara. Sin ellos, su vejez era como una Ítaca sin Penélope ni Telémaco. ¿Había alguna posibilidad de continuar con ellos?
La cuenta atrás había empezado. No podía detenerse.
Dejó de andar por la calle a la luz del día, por miedo a encontrarse con Knud Erik. No habría sabido qué decirle. Estar ante él, ver su rostro iluminarse, o, peor aún, regresar decepcionado era superior a sus fuerzas.
Por la noche, después de la cena, que la mayor parte de las veces dejaba intacta en el plato, el desasosiego lo arrastraba a salir a la oscuridad de noviembre. Lo veíamos caminar por las calles. Las heladas gotas de lluvia golpeaban su rostro.
Allí estaba de nuevo, contemplando el fulgor de las lámparas tras los cristales de la casa de Snaregade.
El tiempo de espera terminó. Un día apareció Klara en su puerta y le pidió que la dejara entrar. Su rostro no reflejaba ninguna alegría por el reencuentro. Tenía una expresión dura y reservada, como si hubiera tomado una gran decisión que fuera a comunicarle. La ayudó a quitarse el abrigo y la condujo a la sala. Se sentaron frente a frente. Ella no lo miró mientras hablaba, sino que mantuvo la vista baja, en el regazo. Su voz era neutra, incluso monótona, como si estuviera recitando algo aprendido de memoria.
—Creo que tenemos que encontrar un arreglo a lo que ha surgido entre nosotros —dijo, y aspiró profundamente.
La respiración irregular era el único indicio de los sentimientos que se agitaban en su interior mientras hablaba.
—Esto no puede seguir así —continuó—. Siempre viene usted… vienes tú a mi casa, y eso no está bien. Recibo muchas indirectas y miradas, y sé perfectamente lo que piensa la gente. Piensa que soy una entretenida, y no estoy dispuesta a que la gente piense eso de mí.
Se detuvo. Las manos que descansaban en su regazo en una calma artificial que acentuaba lo mecánico de su conducta, se crisparon de repente hasta que los nudillos se pusieron blancos.
—Pero querida Klara… —Albert tendió la mano para tocarla, pero ella se puso rígida y retrocedió.
—Déjeme terminar. De nada vale que usted diga que no es así, porque lo es, y sé mejor que usted lo que piensa la gente. —Seguía sin alzar la vista, examinando sus nudillos a conciencia—. No puedo vivir así —continuó—. Henning está muerto. Soy viuda. Pero Knud Erik y Edith necesitan un padre, y si no eres tú, tendrá que ser otro. Así están las cosas.
Unas veces lo tuteaba y otras le hablaba de usted. Albert no entendía adónde quería ir a parar.
—Soy un viejo —dijo, con expresión de desamparo.
—No tan viejo como para que no hayamos… bueno, ya sabe a qué me refiero.
Albert bajó la mirada, cohibido.
Klara respiró hondo, como si el mensaje que iba a comunicar no sólo fuera grotesco, sino totalmente opuesto a su naturaleza.
—Por eso propongo que Knud Erik, Edith y yo nos mudemos aquí, y que nosotros nos casemos. Para… para poner las cosas en orden.
De pronto se derrumbó. Las manos crispadas volvieron a abrirse. Había comunicado su mensaje. Ahora se entregaba agotada a su destino.
Albert sintió que todo su ser se contraía. No esperaba aquello. Aunque se dio cuenta de que la situación exigía una respuesta inmediata e inequívoca, en su interior no surgió nada parecido a eso.
—Pero entonces, ¿me ama usted? —preguntó.
En ese momento no existía intimidad alguna entre ellos. Se dirigía a Klara con la misma cortesía que habría empleado con un desconocido.
—¿Me ama usted? —dijo ella con voz cortante.
—Te he echado de menos —repuso él en voz baja. Era incapaz de pronunciar una declaración de amor, y en el caos que reinaba en su mente no encontró palabras más precisas que ésas. Sonaba como si estuviera pidiendo clemencia.
Siguió un rato de silencio. Klara sintió que un espasmo recorría su cuerpo. Tomo las manos de él y las apretó entre las suyas.
—Yo también te he echado de menos —dijo. Tragó saliva. Después se apoyó en él y cedió al llanto. Se sentía liberada y se abandonaba a sus sentimientos.
Albert le acarició mecánicamente la espalda. Su entumecimiento no remitía. No se sentía liberado como ella. Pero la situación se había agravado tanto que le resultaba imposible negar a Klara lo que pedía. Las palabras habían surgido de su boca como dictadas.
¿Lo deseaba él? La pregunta era tan difícil de responder como la de si la quería.
—Entonces, así será —dijo finalmente. Su voz tenía un tono tranquilizador, pero había un matiz de resignación que Klara no pudo evitar percibir.
Ella había vencido. No obstante, fue una victoria sin alegría para ninguno de los dos.
Al día siguiente se dejaron ver juntos en público. Pasearon por Kirkestræde. Ella lo llevaba del brazo, y Albert iba erguido. No de orgullo, sino más bien para no parecer decrépito a su lado. Ella se presentó con Knud Erik y Edith en la casa de él, y comieron allí. Klara no se quedó a dormir. Nunca habían pasado la noche juntos, y tampoco lo hicieron entonces. Todos en la ciudad estaban pendientes de ellos. Ambos sentían que había un límite que no debían traspasar. Aún no estaban casados.
La postura de Knud Erik hacia Albert cambió de forma inesperada. Era como si hasta entonces no hubiese tomado conciencia de que su padre no volvería. Otro había ocupado su lugar al lado de su madre. Antes solía sentir una atracción magnética hacia Albert. Ahora era como si el imán se hubiera invertido y produjese el efecto contrario.
Acompañaba con desgana a su madre cuando iban de visita. Se quedaba ensimismado si Albert pasaba por Snaregade. Era como si quisiese tenerlos por separado.
Cuando el mundo de su madre y el de Albert al fin se unieron, sintió que perdía su derecho de propiedad sobre ellos. Únicamente cuando estaba a solas con Albert la vieja confianza volvía a florecer.
Albert no se lo mencionó a Klara. Había muchas cosas que no se decían. A veces, las cosas que no se dicen constituyen el lenguaje preferido de los amantes, pero él desconocía ese idioma para el que no disponía de diccionario. Sentía siempre una presión cuya naturaleza escapaba a su entendimiento. Nunca se besaban ni abrazaban en presencia de Knud Erik. Tampoco lo habían hecho antes, pero entonces tenían algo que esconder. Ahora se trataba de algo público, pero seguían sin hacerlo, ni siquiera el apretón familiar de dos manos que se encontraban.
¿Había realmente algo entre ellos, aparte de la pasión brutal que se limitaba a aparecer en repentinos arrebatos siempre secretos? ¿Se trataba de liberación o, sencillamente, de desahogo?
Albert no estaba familiarizado con las convenciones del matrimonio, y no sabía cómo interpretar algunas de las cosas que pasaban entre ellos.
Había vivido con Cheng Sumei. En su proceder mutuo siempre había existido un respeto algo distante. Para él, se debía a que Cheng Sumei era china. Y, tal vez, a que él era danés. Pero cuando estaban sentados frente a frente con telegramas y documentos sobre fletes esparcidos sobre la mesa, a veces levantaban de pronto la mirada y sonreían sorprendidos, como si fuese la primera vez que se veían. Nunca llegaron a habituarse demasiado el uno al otro.
Había confianza entre ellos, pero la confianza no era lo mismo que la rutina. En la confianza había siempre una brasa que ardía.
La echaba de menos.
—¿Era guapa tu china? —preguntó un día Klara inesperadamente.
La pregunta cogió por sorpresa a Albert. No sabía que también ella estuviese al corriente de los rumores. Se encogió de hombros. No le apetecía hablar de ello.
—¿Tenía los pies pequeñitos? —insistió ella.
—No, no tenía los pies vendados. Eso era para las hijas de los ricos. Las pobres se libraban. Tuvo que cuidar de sí misma desde muy pequeña.
Klara miró frente a sí. Era como si aquella información la sacara de su rumbo.
—¿O sea, que era huérfana?
Albert reparó en que empleaba la palabra que no había querido pronunciar al preguntarle sobre su infancia en Birkholm.
—Algo así.
—Sola en el mundo —dijo Klara.
Él esperaba más preguntas, no solamente sobre el aspecto de Cheng Sumei, sino también acerca de los sentimientos que habían compartido. Temía que la conversación derivara a un campo de minas en el que cada respuesta pudiera dar lugar a comparaciones desfavorables y ataques de celos. Y sabía cómo habría respondido. Con un tono de voz frío y distanciador. Aquello era terreno privado.
Klara, sin embargo, calló. Pasaron varios días hasta que volvió a interrogarlo. Su pregunta tomó ahora un derrotero completamente nuevo, como si entretanto se le hubiera ocurrido algo.
—¿La china era muy rica?
Albert le explicó que se había enriquecido al casarse con Presser, y que tras la muerte de éste había seguido llevando el negocio con gran éxito.
—Era una mujer independiente —precisó—. Una mujer de negocios.
—Sola en el mundo —volvió a decir Klara—. Y después se hizo rica e independiente. —Adoptó una actitud pensativa, como si de ese resumen de la historia de Cheng Sumei sacara una conclusión que sólo a ella concernía.
Se acercaba Navidad. Para Albert fue un pretexto para aplazar la boda a un momento indeterminado del año siguiente. Antes había que pasar la Navidad. Después podrían casarse y ella se mudaría a su casa. No tenía muchas cosas en Snaregade. Comparado con sus muebles, la mayor parte eran trastos, pero tal vez quisiese conservarlos.
Aunque no preguntaba, se daba cuenta de que Klara observaba sus habitaciones con una mirada nueva. Iba de un lado a otro y evaluaba, desplazaba tentativamente un sillón o una mesa, sólo un par de centímetros, o empujaba un sofá cuando creía que Albert no la veía, pero los cambios que anunciaba su mirada no iban a poder calcularse en centímetros.
Se aproximaban grandes convulsiones en su mundo, el único que le quedaba, una monarquía restringida, pero monarquía al fin, compuesta tanto de costumbres como de muebles y metros cuadrados. Ahora también iba a tener que renunciar a ello.
La distancia entre ambos crecía cada vez que ella mencionaba una fecha para la boda y él respondía con una evasiva. Su oposición era evidente. Había pronunciado su gran sí, pero estaba seguido de una larga hilera de pequeños noes murmurados.
Albert pensó en el momento en que tendría que ir a casa del pastor Abildgaard para pedirle que les leyera las amonestaciones, y sintió un escalofrío. El pastor con quien había tenido tantas discusiones, cuya obligación de informar a los allegados había asumido él durante los duros años de la guerra porque Abildgaard no tenía la fuerza necesaria para cuidar de sus feligreses como debía hacerlo, y de cuyas lágrimas había sido testigo… iba a estar frente a él cuando todas sus debilidades quedaran expuestas.
Estaba seguro de que Abildgaard hablaría con ironía, incluso desdén, cuando con su actitud afectada y paternal se encargara de sermonear al hombre mucho mayor y más experimentado que en tantas cuestiones había sido su oponente. A Albert no le cabía duda de ello. Abildgaard tendría la oportunidad de restablecer el equilibrio roto entre ambos. Aunque creía que hacía tiempo que había superado las luchas por el poder local, hubo de esforzarse para hacerse a la idea de que tenía que ir al despacho del pastor.
En realidad, tampoco había cambiado tanto. Aún no había renunciado a su último resto de naturaleza guerrera. Pero tendría que sacrificar su propia dignidad.
Sabía que tendría que hacerlo. Era la dignidad de otra persona la que estaba en juego. Klara iba a vivir más tiempo que él con la reputación dañada. Debía cuidar de dos hijos pequeños. Cuando él muriese, a ella le quedaría aún toda una vida por delante. Ése era el meollo de lo que Klara quería decirle cuando él volvió. Su humildad desapareció. La modestia la abandonó. Era una madre defendiendo su prole.
Pasaron la Nochebuena en Prinsegade. La mesa del comedor estaba puesta con mantel de damasco, cubertería de plata y porcelana. En la sala esperaba el árbol de Navidad. Albert había pedido a Knud Erik que lo ayudara con los adornos, y el chico lo hizo con esa expresión huraña en el rostro a la que a Albert tanto le costaba acostumbrarse. No lo entendía, y se sorprendía constantemente interpretándolo como señal de ingratitud, idea que le era totalmente ajena, pues jamás había pensado que los receptores de sus regalos le debieran nada. En definitiva, que se irritó consigo mismo y con Knud Erik, al que riñó varias veces.
No se daba cuenta de que el chico estaba avergonzado por su mal humor y que deseaba quitárselo de encima, pero no podía. Y sus reprimendas no hicieron sino empeorar la situación.
La atmósfera hostil los acompañó durante la cena de Nochebuena. Knud Erik permaneció callado todo el tiempo. Klara volvió a ser la humilde sirvienta que por una casualidad había tomado asiento en la mesa de los señores y esperaba a que en cualquier momento la enviaran de vuelta a la cocina. Albert estaba sombrío y tenso, lleno de oscuros presentimientos. El ama de llaves sirvió la cena con gesto de desaprobación. Klara la miraba a hurtadillas, y Albert supo enseguida que lo primero que tendría que hacer cuando estuvieran casados sería despedir al ama de llaves, que llevaba con él quince años.
Edith trepó hasta el regazo de Albert y se puso a golpear el arroz con leche con la cuchara.
—Papá —dijo, tirando de su barba con la mano libre.
Albert no dijo nada. Había renunciado a corregirla.
Se levantaron de la mesa para reunirse en torno al árbol. Era demasiado grande como para rodearlo asidos de la mano y, como por un acuerdo tácito, se abstuvieron de intentarlo. Tampoco cantaron salmos.
«Nunca seremos una familia —pensó Albert—, no somos más que restos flotantes de lo que una vez fueron familias. Ella, viuda con dos hijos. Yo, un extraño ermitaño que nunca debió salir de su cueva».
Había varios paquetes al pie del árbol. Klara no había comprado muchos regalos, y en cuanto a Albert, era como si la nueva situación le hubiese quitado las ganas de hacer regalos. Para Klara había elegido unos guantes de piel, y para Knud Erik un estuche con soldaditos de plomo. Edith tenía una muñeca. Para él había una petaca. Abrieron los presentes en silencio y después se dieron las gracias con cortesía.
Cuando se disponían a regresar a Snaregade, Klara se volvió en la puerta.
—Ahora hemos de fijar una fecha, y tienes que ir a hablar con el pastor Abildgaard.
Se vieron más entre Navidad y Año Nuevo. La hermana de Albert llegó de visita desde Svendborg, y después fueron a ver a Emanuel Kroman. Todos los consideraban una pareja ya. Se daba por descontado que pronto habría boda, y por eso nadie fue tan indiscreto como para exigirles una fecha.
El ambiente tenso entre Albert y Klara no remitía, pero finalmente se pusieron de acuerdo en que fuera un sábado, a finales de enero. Después de Año Nuevo tendría que ir a casa del pastor para pedirle que les leyera las amonestaciones.
Era un mes de enero gris, con temperaturas en torno a los cero grados. Los chaparrones de lluvia y aguanieve barrían las calles, que se veían desiertas. Las luces de las tiendas estaban encendidas todo el día. Las de la casa del pastor, también. Albert pasó por delante de ella bajo la lluvia; pero no llamó a la puerta. Le ocurría como con la casa de Klara durante el tiempo de espera. Pasaba por allí con frecuencia, pero no entraba. No era sólo el encuentro con Abildgaard (qué diablos, sobreviviría a él), sino otra cosa, algo más fuerte, lo que lo retenía; pero, por mucho que se esforzaba, era incapaz de expresarlo con palabras. Era como estar en lo alto de un talud empinado y sopesar dar un salto al vacío. Era su inefable instinto de conservación y no otra cosa lo que impedía que diese el paso decisivo.
—¿Por qué no te casaste con la china?
Albert no necesitaba responder. Lo veía en el rostro de Klara, que ya tenía preparada su propia explicación.
—Es lo que te pasa —añadió—. Que nunca te casas con ellas.
—¿Has hablado con el pastor Abildgaard? —preguntó Klara la siguiente vez que él pasó por Snaregade.
Albert desvió la mirada.
—Aún no.
—Pero ¿por qué?
Él no respondió. Se sintió impotente, y también avergonzado. No supo qué contestar.
Ella se mordió el labio inferior. No se le ocurría de qué modo sacarlo de su bloqueo. Lo que percibía en él no era su miedo, sino su resistencia; y la sensación de ser rechazada la hizo encogerse.
—¿No soy lo bastante buena para ti? —preguntó—. ¿Es por eso?
Albert siguió sin responder.
—Has dado tu palabra. —Había decisión en la mirada de Klara.
—Ya iré —murmuró él. Era una entonación extraña para un hombre que había estado en cubierta bramando órdenes contra el viento y que había llevado esa costumbre a tierra. Aquella respuesta era peor que ninguna.
—No sé qué pensar —dijo ella, negando con la cabeza—. Bueno, qué más da. Pero creía que era lo que deseabas.
—Ya iré —repitió Albert. Se odiaba a sí mismo, y a ella también, porque le hablaba como a un niño, y la culpa era suya.
—Pues entonces ve. Ve mañana mismo.
Albert no pudo resistir más la humillante situación. Se levantó y salió sin decir adiós.
—¡Te avergüenzas de mí! —gritó ella a sus espaldas.
•
La noche del domingo de Carnaval la lámpara de la puerta de Albert estaba encendida. Para nosotros representaba una invitación. Por una especie de ley no escrita, esa noche todas las puertas estaban abiertas. Quien no deseaba que lo visitasen, apagaba la luz de la entrada.
Fue el ama de llaves quien nos abrió y nos dejó entrar. Parecía preparada para nuestra llegada. El bol de ponche estaba colocado sobre un frutero. Cuando nos disponíamos a arrellanarnos en el sofá y en las sillas, se presentó el anfitrión. En cuanto vimos su expresión de desconcierto, y no sólo de desconcierto, sino de desagradable sorpresa, incluso de desaprobación, nos dimos cuenta de que habíamos cometido un error.
Era posible, por supuesto, que se debiera a un malentendido entre él y el ama de llaves. Posteriormente pensamos que podría haber sido un acto de venganza por parte de ella. No estaba precisamente entusiasmada ante la perspectiva de que entrara en la casa otra mujer, y seguramente de ese modo había querido incordiarlo.
Tendríamos que habernos marchado tras disculparnos por la equivocación, claro.
Aquella noche, sin embargo, nos animaba un impulso especial. Estábamos bastante incontrolables.
¿Fue culpa nuestra que después perdiera la cabeza? Pues no, fue, sobre todo, culpa suya. El escándalo lo afectaba a él, no a nosotros. En Carnaval hay que aguantar un poco de todo. No había ninguna malicia en nosotros, o al menos no mucha. Además, el anfitrión era libre de responder y participar en las chanzas.
Sólo eran bromas. Nada más que bromas.
Desde luego, no tuvimos ninguna responsabilidad en la desgracia que ocurrió después.
Y es que todos sentíamos simpatía por Albert Madsen. Se había portado bien con la ciudad. Nos alegrábamos de que echase una cana al aire en su vejez. Si es que era eso lo que estaba haciendo, como parecía sugerir su terca vacilación en lo referente a su matrimonio con Klara Friis.
Pero menudo espectáculo debíamos de ofrecer cuando abrió la puerta y nos vio de improviso abarrotando su sala.
En su sofá había una vaca sentada, y junto a la vaca una maja andaluza con un abanico en la mano. Sus labios rojos estaban pintados sobre una media de seda con la que se había cubierto la cabeza. Tenía los labios entreabiertos, como invitando a un beso. Una campesina con la pantalla de una lámpara en la cabeza estaba en medio de la estancia, pesada y maciza, con unos guantes de hombre enormes. Olía a cola y a naftalina, a ropa vieja y a extraños perfumes. De uno de los orificios de la nariz de la vaca colgaba una serpentina amarilla de la que tiraba incesantemente con su mano-pezuña, haciendo que su hocico negro como la pez centellease. Un salvaje había colocado su cachiporra junto a la pared. Una china de ojos oblicuos pintados sobre una máscara de cartón amarillo sacó un par de agujas de punto de la madeja amarilla que llevaba encima de la cabeza, y se puso a entrechocarlas. En un rincón de la sala, un cerdo color rosa con dos piernas gruñía satisfecho mientras junto a él un pirata levantaba su amenazadora espada, como si se dispusiera a descuartizarlo.
—Buenas noches, Pequeño Albert —dijimos todos a una.
El Pequeño Albert no pronunció palabra, y fue una mala señal.
El ama de llaves sirvió de la ponchera y repartió los vasos. Habíamos abierto unos oportunos agujeritos en las máscaras y medias con que nos cubríamos la boca. Llevábamos pajitas, para que nadie tuviera que quitarse la máscara y revelar quién se ocultaba detrás.
Era Carnaval.
La mayoría eran señoras aquella noche, mujeres macizas de anchos hombros y enormes pechos cuyo peso debería haber hecho que se inclinaran hacia delante, pero que ellas empujaban y volvían a colocar como si no pesaran más que uno o dos cojines. Había faldas de algodón basto con cintas de terciopelo, blusas de talle prieto con pechera alforzada, delantales bordados y chales tan largos que podían atarse en la cabeza, pecho y caderas, todo ello sacado del baúl del desván, cosas guardadas durante años, reparadas una y otra vez y rescatadas precisamente para esa noche.
Bamboleábamos las caderas y nuestras manos revoloteaban en un desenfreno que se debía no sólo a las muchas poncheras que habíamos vaciado en el transcurso de la noche, sino también a esa extraña sensación de ingravidez que se produce cuando un hombre se pone ropa de mujer. Ocultos tras capas, caperuzas, gorros, pantallas de lámpara y pelucas, con máscaras que consistían, sencillamente, en morritos pintados de rojo y ojos enormes con largas pestañas negras como un abanico en medio de la frente, nos inclinábamos sin cesar hacia el pecho masculino más cercano mientras arrullábamos como palomas, y con agudas voces de falsete hacíamos observaciones audaces, cercanas a la grosería en boca de unas damas virtuosas.
Lo más burdo aquella noche era la novia. Llevaba la enagua por encima, y una faja de color carne apretaba el macizo talle. Bajo la blusa de seda color crema se columpiaban dos pechos, cada uno por su lado. Cuando se volvía hacia uno u otro lado con coquetería, entrechocaban con un chasquido audible. En la cabeza llevaba una peluca rubia de la que sobresalían unas gruesas trenzas. El velo almidonado que se alzaba sobre su rostro semejaba una tormenta de nieve de encajes.
Se dirigió al capitán Madsen y lo pellizcó en el lóbulo de la oreja. Éste retiró la cabeza con gesto de irritación.
—¿Cómo te van las cosas del amor, Pequeño Albert? —preguntó con la voz aguda y lastimera que solían emplear las campesinas en los funerales—. ¿Va a haber boda o no?
El capitán Madsen bajó la vista al suelo como si se tratara de una prueba de resistencia que, si tenía un poco de paciencia, terminaría pronto.
La novia le puso una enorme mano enguantada en el muslo, cerca de la entrepierna, y dijo:
—¿Hay problemas? —Por un instante salió de su papel y emitió una sonora carcajada que sonó como un relincho.
El cerdo se liberó del pirata del rincón y se colocó ante Albert. De su barriga rosada sobresalían dos ubres puntiagudas, rígidas e inmóviles como dos dedos acusadores.
—¿No tienes apetito, Pequeño Albert? —dijo el cerdo.
La novia lanzaba al aire sonoros besos. El cerdo le ofrecía el hocico, gruñendo.
Era Carnaval, pura broma.
El ama de llaves se había marchado, la gran ponchera de la mesa ya estaba casi vacía.
—Pequeño Albert —repitió el cerdo, y debía de tener dotes de poeta, pues improvisó una canción sobre nuestro anfitrión.
¿No tienes apetito?
Qué pena, pobrecito.
¿La chica es empalagosa?
¿O es que no te funciona la cosa?
El capitán Madsen seguía como petrificado, mirando al suelo.
El cerdo levantó una mano, como un director que reclama la atención de la orquesta. Repetimos el verso burlón a coro. Salió espontáneamente. Estábamos de un humor excelente.
Albert alzó la mirada. Su enorme puño salió disparado con una rapidez que jamás habríamos esperado de un hombre de cuya avanzada edad acabábamos de burlarnos. Dio al cerdo en medio del hocico, que quedó completamente aplanado. Aunque la máscara se llevó la peor parte, fue suficiente para que el cerdo saliera despedido hacia atrás, atravesase la sala y diera contra el frutero con la ponchera vacía. El cerdo se quedó tumbado, rodeado de cristales rotos. La sangre manaba de una de las rendijas de su hocico maltrecho.
La novia, que seguía junto al capitán Madsen, propinó un puñetazo en plena cara a nuestro anfitrión. Su nuca golpeó contra la pared, y Albert vaciló. Después recuperó el equilibrio. Miraba al frente con expresión vacía mientras se pasaba un dedo por el labio inferior, que parecía partido.
La novia hizo ademán de volver a pegarle, pero la sujetamos y la alejamos tirando de ella. Las cosas habían ido demasiado lejos y había que parar. No entendíamos qué había ocurrido. ¿Nos habíamos pasado de la raya? Pero para eso estaba el Carnaval. Para pasarse. Esa noche todo estaba permitido, y al fin y al cabo no habíamos hecho sino lo que hacíamos siempre: decir un par de verdades de manera chistosa. No había razón para pegar a nadie.
Pusimos de pie el frutero volcado. Con la ponchera rota no había nada que hacer, tendría que encargarse de ello el ama de llaves. Después transportamos el cerdo desvanecido hasta la entrada, y bajamos los escalones que conducían a Prinsegade.
Llovía, y en medio de la lluvia de febrero nuestras máscaras empezaron a descomponerse. Nos volvimos y alzamos la vista hacia el mirador. Allí estaba Albert, mirándonos.
La novia saludó con la mano a la sombra oscura de la ventana.
—¿La chica es demasiado empalagosa? ¿O es que no te funciona la cosa? —gritó.
Una de sus mangas se había subido, dejando a la vista un fuerte antebrazo con un tatuaje que representaba a un león preparado para atacar. Las palabras no se leían en la oscuridad.