Visiones

¿Sobre qué escribe un consignatario de buques? Sobre los altibajos del mercado de fletes, sobre los contratos de carga que ha cerrado, sobre los barcos que no vuelven a puerto, sobre tripulaciones rescatadas, sobre cuestiones de seguros, sobre el beneficio y el destino de la empresa.

En aquella época Albert no escribía sobre su empresa consignataria ni sobre los barcos que tenía en el mar. Tampoco escribía sobre sus sentimientos, y muy raras veces sobre lo que pensaba. Es cierto que escribía sobre lo que le pasaba por la cabeza, pero principalmente sobre lo que no comprendía.

Tenía a un extraño alojado en su interior, y escribía sobre él.

Albert escribía sobre sus sueños.

Sin embargo, no escribía sobre todos sus sueños.

Como la mayoría de las personas con un sentido práctico de la vida, consideraba que los sueños eran fruto de la situación letárgica de un cerebro por otra parte lúcido, nada más que un confuso compendio de episodios fortuitos y medio olvidados que tal vez tuvieran un sentido claro en otros tiempos, pero que debían de haberse extraviado en el nebuloso mundo onírico. Albert, como muchos de nosotros, no encontraba ninguna lógica a la mayor parte de lo que soñaba. Tampoco lo intentaba.

Una noche de diciembre de 1877, siendo capitán del bergantín Princess, Albert oyó de pronto en sueños una voz que le gritaba que iba rumbo al peligro. Saltó de la litera, subió a cubierta y vio que el barco estaba a punto de embarrancar en un gran banco de arena, donde naufragaría irremediablemente. El sueño lo previno.

En algún lugar de su cabeza había un conocimiento del que lo ignoraba todo. Allí dentro vivía un huésped extraño.

Dos años más tarde tuvo un sueño parecido. Soñó que el Princess se iba a pique en medio de una tormenta terrible, pero decidió hacer caso omiso, aunque se daba cuenta de que aquel sueño era también un presagio. A la mañana siguiente zarpó temprano de Grangemouth. Fuera del puerto se desató una tormenta con viento huracanado del sudoeste. La corriente lo arrastró todo el día a lo largo de la costa, y por fin tuvo que echar anclas y tronchar los mástiles para evitar encallar. Cuando se aferró a la cubierta inclinada y vio las jarcias caer por la borda, comprendió que existía más de una realidad.

Albert tenía una facultad que no todos poseían. También sabía que tenía que guardarse aquella facultad para sí. Pudimos leerlo en las notas que nos legó junto con otros papeles. En ellas decía que si el conocimiento de sus sueños premonitorios se extendía, podría causarle algún perjuicio, o al menos darle una fama dudosa.

¿Cuántas veces no habremos estado en el dormitorio de la tripulación, escuchando relatos sobre el Alma del Marino en Pena, que cuelga del obenque de la mesana, de rostro blanco y vestido con un impermeable empapado; sobre el Holandés Errante y el perro que a bordo aúlla en la noche buscando su barco naufragado? También Albert, siendo grumete, los había escuchado embelesado, aterrado y confuso, pero en el fondo de su corazón seguía lleno de escepticismo. En la base de cualquier episodio sobrenatural existía un motivo natural. Lo que pasaba era que la ciencia no había logrado descubrirlo aún. Eso opinaba él. Nos lo decía a menudo cuando al anochecer suspirábamos satisfechos ante los misterios de la vida.

Si entonces nos hubiera desvelado su talento para ver el futuro en sueños, la mayoría habríamos aceptado sin más que poseía poderes sobrenaturales. Su fama a bordo habría crecido, puede que también su autoridad, mezclada con miedo, y él no deseaba esa clase de autoridad. Según él, la autoridad de un capitán debía basarse no en supersticiones sino en la confianza en sus conocimientos.

Tras la inauguración de la piedra conmemorativa, un vacío gris se abrió ante Albert. Veía morir a personas a las que conocía, y al otro día las veía caminar tranquilamente por las calles del pueblo. Sus sueños eran enigmáticos. No sabía en qué momento ocurrían las muertes que veía, cuyas circunstancias solían ser dramáticas y horrorosas. Veía gente muerta a tiros en la cubierta, veía barcos presa de las llamas, veía nubes negras en el mar, y no entendía nada de lo que veía.

Jamás dudó, sin embargo, que los sueños decían la verdad. Sabía que todos aquellos a quienes saludaba, cuyas manos estrechaba y con los que incluso se detenía a hablar, aunque con el tiempo trataría de evitarlos cada vez más, iban a morir en circunstancias atroces e inexplicables.

Y ellos no lo sabían.

Caminaba por una ciudad de futuros muertos.

La primera vez que Albert soñó con desgracias futuras fue la noche del 27 al 28 de septiembre de 1913.

Vio un barco, que reconoció como la goleta de tres palos Freden, de Marstal. Después oyó un disparo. La tripulación subió de inmediato a cubierta. Bracearon las vergas en contra y largaron los juanetes. El barco se detuvo. Observó que la tripulación se disponía a arriar el bote salvavidas. Por razones que escapaban a su conocimiento, debían de atribuir una gran importancia a aquel disparo. En el barco no se apreciaban daños.

Se oyeron más disparos. De pronto, uno de los hombres se llevó una mano al hombro. El brazo le colgaba inerte. La cabeza de otro se inclinó con violencia hacia atrás, como si una mano invisible le hubiera tirado del pelo. De su frente manaba un hilo de sangre, y cayó sobre cubierta. Se oían disparos constantemente. Varios proyectiles impactaron en el bote salvavidas, y cuando llegó a la superficie del mar empezó a irse a pique. La tripulación pronto estuvo hundida hasta la cintura, mientras trabajaba para cerrar las vías de agua. El intenso tiroteo prosiguió. Uno a uno, los mástiles cayeron por la borda. Después, también el barco se precipitó hacia las profundidades.

Había tormenta y mar gruesa. Las nubes corrían por el cielo. El bote salvavidas flotaba pesadamente en el agua. Los hombres se afanaban, tenaces, a los remos. En sus rostros había miedo, que al cabo de muy poco se transformó en agotamiento. La luz se fue. Oscureció, y pasó mucho tiempo hasta que volvió la luz. Albert suponía que había sido de noche, y ahora era de día. La tormenta continuaba, y las olas se agitaban bajo las veloces nubes desgarradas. Dos de los hombres yacían cuan largos eran en la lancha. Los demás los echaron por la borda. Llegó a vislumbrar un rostro pálido, a las puertas de la muerte. Era el capitán Christensen, con quien había brindado la noche anterior, en la fiesta en honor de la piedra conmemorativa.

La noche siguiente vio la goleta H. B. Linnemann izar el pabellón de auxilio. Igual que en el sueño precedente, la tripulación se afanaba en cubierta para arriar el bote salvavidas. Una vez más oyó disparos, cuya procedencia era incapaz de determinar. Vio al capitán del barco, L.C. Hansen, a quien reconoció enseguida, de pie en la tilla del barco, justo debajo de la ondeante bandera danesa. El capitán Hansen se arrodilló, mientras se apretaba con las manos un muslo, donde se extendía una gran mancha de color rojo oscuro. Un instante después fue alcanzado en la cabeza y desapareció de entre los vivos. A continuación fueron abatidos tres tripulantes, uno detrás de otro.

Finalmente comprendió lo que veía, la brutalidad y crueldad, la inexplicable matanza de pacíficos marinos, el hundimiento de los barcos.

Era la guerra, presagiaba el sueño.

Pensó en Carstensen, el jefe de escuadra: iba a conseguir su guerra. Y él, ¿qué iba a lograr? Fue vagamente consciente de que en su sueño no sólo veía morir personas. Era también todo un mundo el que se iba a pique.

No podía dar más detalles de aquella impresión, sólo que lo invadía una pena inmensa que oscurecía el panorama que se extendía ante él desde la ventana de la buhardilla. ¿De qué iba a servir el malecón al cabo de unos años? Sí, el mar era en sí mismo una guerra, pero ahora se aproximaba otra, más cruel e inhumana aún, ante la cual los conocimientos náuticos y el manejo de las velas no servirían para nada.

Albert carecía de la fantasía o la visión política necesarias para imaginar quién iba a participar en aquella guerra, y sus sueños tampoco lo aclaraban. Pero pensaba en los barcos de guerra que había visto en el mar, en los torpederos que había visto en el puerto, en los submarinos, de los que sólo había leído algo, pues jamás los había visto. ¿Con qué criatura terrenal podía compararse un barco de vela? Con ninguna. Poseía su propia arquitectura fantástica. Pero las nuevas máquinas de navegar, el tosco submarino, ¿no estaba acaso creado a imagen del tiburón? Los torpederos, ¿no semejaban batracios acorazados? ¿No era como si toda la industria de guerra moderna tuviera como ideales a los monstruos del pasado que, millones de años atrás, habitaban la tierra y cuyos huesos aparecían ahora por doquier?

Había oído lo suficiente de las teorías del inglés Charles Darwin sobre la evolución de las especies para saber que la vida avanzaba siempre, que no retrocedía; pero ¿no era precisamente lo contrario lo que pretendía la Humanidad con aquellas máquinas de guerra, recurrir a las formas de vida brutales y simples de tiempos anteriores, ya superados?

¿No era eso lo que le mostraba su sueño, un tiempo futuro en el que el ser humano retrocedía hasta el estadio de batracio y se convertía en el peor enemigo de sí mismo?

Los sueños continuaron. Veía goletas que eran pasto de las llamas. Las veía destrozadas por súbitas explosiones junto a la proa y desaparecer al cabo de un rato en el mar. Veía a hombres a bordo de botes a punto de hundirse. Veía el terror en sus semblantes y oía sus gritos de socorro cuando los absorbían las profundidades. Al final veía el mar y las olas impasibles. Por un instante era como si él mismo vagara entre éstas, absolutamente solo bajo un cielo encapotado en el mar gris acero. Pensó que debió de ser ése el aspecto que presentaba el mundo poco después de su creación, antes de que surgiese la vida.

Empezó a hacer listas de los barcos que veía hundirse en sueños. También escribía los nombres de los muertos cuando reconocía un rostro. Lo escribía en la parte izquierda de la hoja. La parte derecha la dejaba en blanco. La reservaba para anotar el día en que sus sueños empezaran a cumplirse. Utilizaba para sus notas los libros de contabilidad, y pensó que eran las cuentas más extrañas que se habían llevado jamás, y que él era un contable de lo más raro, porque adjudicaba al mundo de los sueños la misma exactitud que la realidad.

Albert era un hombre fornido, con barba recortada y una cabellera que no había raleado a pesar de la edad. Durante muchos años tuvo el mismo aspecto. Siguió irradiando la misma fuerza controlada. Pero no daba una impresión juvenil, sino más bien atemporal, como si viviese en un lugar donde la edad no ejercía su dictadura. Sin embargo, en aquella época envejeció de manera notable. Él lo sabía, como también sabía que era tema de conversación entre la gente. Siguió recortándose la barba y la abundante cabellera, pero sus anchos hombros empezaron a hundirse, y parecía perder estatura. Vivía más retirado, y no se excusaba al declinar las invitaciones que le hacían. Que la gente pensara lo que quisiese. Lo más difícil de todo era tratar con los hombres que había visto morir en el mar. ¿Cómo podían tomarse la vida a la ligera cuando les esperaba un destino tan terrible?

¿Cómo podía pararlo en la calle el capitán Eriksen, cuando Albert acababa de salir de su despacho, y no hablar de otra cosa que del mercado de fletes y la draga que faenaba frente al puerto ahondando la Poza del Trébol? ¿Acaso no sabía que sus días estaban contados?

Albert saludó secamente y siguió andando en dirección a Havnegade. Después se arrepintió de su brusquedad. La gente iba a empezar a decir que estaba chalado. Pues así tendría que ser. ¿Qué iba a hacer? ¿Abrazar a Eriksen y llorar por él? ¿Ponerlo sobre aviso? ¿De qué? ¿Del mar, de la guerra? ¿Qué guerra?, preguntaría Eriksen, y lo tomaría por un perturbado mental, con toda la razón.

Habían echado sobre sus hombros una carga que no estaba preparado para soportar. Era testigo de desgracias y catástrofes sobre cuya causa y naturaleza no tenía la menor idea. ¿Habría sido mejor si hubiera sido creyente? ¿Podría haber buscado consuelo en Jesús? La gente no necesitaba consuelo. Necesitaba mantenerse activa, y por eso los sueños eran como una enfermedad. Atacaban la esencia misma de su ser. Le quitaban su energía y su fuerza de voluntad. Por primera vez en su vida se veía impotente, y esa sensación roía su alma y agotaba su energía.

Aquellas navidades empezó a soplar una tormenta de nieve del nordeste, y el nivel del agua del puerto comenzó a subir. Albert bajó al muelle y vio que las tripulaciones se afanaban haciendo amarres suplementarios. Había más de cien barcos atracados, y por toda la ciudad se oía un concierto de gemidos procedentes de las jarcias de las numerosas embarcaciones, entre las que aullaba el viento del nordeste. Se oía el restallar del cordaje contra la madera, y el estruendo de los cascos al chocar entre sí y contra el muelle, hasta que la tripulación logró dominar los amarres. El nivel del agua continuó creciendo, y las embarcaciones se elevaban cada vez más respecto al muelle, como amenazadoras sombras crepusculares en la ventisca, como una flota de holandeses errantes que se hubieran reunido para anunciar el derrumbe de la ciudad. Pero entonces el agua se detuvo. El único daño se produjo en el embarcadero de vapores, donde las olas rompieron parte del adoquinado.

En sus apuntes, en los que seguía llevando la contabilidad de los que aún vivían, Albert hizo constar, en referencia al malecón, que «la enorme obra de los antepasados ha vuelto a superar la prueba». Lo escribió de manera obstinada, rebelándose contra toda ensoñación. El malecón fue lo que evitó que el nivel del agua siguiera creciendo.

No obstante, sabía que los días del malecón habían terminado. Llegarían otros enemigos más fuertes, contra los que la construcción no lograría protegernos.

A veces el pobre Anders Nørre atravesaba las calles a buen paso, perseguido por un grupo de chicos vociferantes. Caminaba con andar forzado y pasos cada vez más largos. Quería alejarse, pero tampoco se atrevía a escapar. Debía de temer que una huida tan clara provocase una reacción terrible en sus perseguidores. Tampoco podía hacerse ilusiones de huir corriendo de un grupo de niños como aquéllos.

La persecución siempre terminaba igual. Acorralaban a Anders Nørre contra una pared. Entonces él se restregaba la mejilla contra las piedras sin pulir mientras gemía a media voz, o si no perdía el control de sí mismo y lo invadía una furia impotente. Aullando como un animal, de pronto se convertía en perseguidor y se lanzaba tras el grupo de chicos, que rápidos como ardillas se dispersaban entre carcajadas.

Los adultos solían intervenir casi siempre, pero no siempre. Parecía que a algunos el espectáculo les divertía.

Fue en una de esas ocasiones cuando Albert llegó a conocer mejor a Anders Nørre. Éste era mayor que él, aunque curiosamente no se le notaba, aparte del pelo y la barba blancos. Pero tampoco ese rasgo distintivo de los años le confería una autoridad que hiciera contenerse a los niños.

Albert se lanzó sobre el grupo que había perseguido a Nørre desde la plaza Mayor, siguiendo por Skolegade y Tværgade, y finalmente lo había acorralado contra la pared del jardín frente al Café Weber, en Prinsegade.

Albert blandió el bastón como si fuera a sacudirlos, mientras profería amenazas. Los niños echaron a correr al punto.

—Te acompañaré a casa —dijo a Anders Nørre.

Éste se había tapado los oídos con las manos y tenía los ojos cerrados con fuerza. Entonces los abrió. Vivía en las afueras, en la Cordelería, donde se alojaba en un pequeño cobertizo. Allí solía pasar el día trenzando cuerda en una hiladora o, en ocasiones, hilo de cable. Era un trabajo triste y monótono que llevaba realizando desde tiempos inmemoriales. Todos pensaban que era un cretino.

Albert cogió del brazo a Anders Nørre, que lo acompañó sin protestar.

—¿Has estado últimamente en la iglesia, Anders? —le preguntó.

Anders Nørre asintió y dijo:

—Voy todos los domingos.

No había ningún problema para mantener una conversación con Anders Nørre, y no era la falta de locuacidad la que le había dado fama de ser un cretino. Al contrario, tenía una voz suave y agradable, y siempre se expresaba con claridad y en términos comprensibles. Era más bien por su rostro impávido, que parecía incapaz de expresar sentimiento alguno, y por la existencia miserable que llevaba. Había vivido en casa de su madre hasta la muerte de ésta, y se decía de él que había dormido en la cama de la difunta todas las noches, hasta bien entrado en la madurez. Las mujeres encargadas de preparar el cadáver lo dejaron en la cama para meterlo en el ataúd al día siguiente. Por la mañana encontraron a Anders Nørre durmiendo junto a su madre muerta. Al llegar la hora de acostarse lo había hecho, como de costumbre, a su lado. En el entierro no mostró ninguna señal de dolor.

El único sentimiento que parecía poseer era una excesiva obstinación, si es que a eso se lo puede llamar sentimiento. Si se le llevaba la contraria o no lo dejaban hacer lo que se había propuesto, saltaba y se ponía a gritar palabras incomprensibles mientras agitaba los brazos, no con la intención de pegar, sino como fruto de una especie de desesperación. Después salía corriendo de su pequeño cobertizo y desaparecía por los campos cercanos. Podía estar ausente varios días antes de volver, extenuado.

En alguna parte de su fuero interno, sin embargo, había cierta sensatez, y no era poca; lo que ocurría, sencillamente, era que no parecía que le sirviese para gran cosa. Si se le daba la edad de una persona y su fecha de nacimiento, sabía calcular, teniendo en cuenta incluso los años bisiestos, cuántos días había vivido. Alguien le preguntó en una ocasión cuántos días habían pasado desde que el Niño Jesús había estado en la cuna, y la respuesta llegó rápida. Cuando iba a la iglesia, podía reproducir palabra por palabra el sermón del pastor, para gran regocijo de los marinos del pueblo, que el domingo por la mañana preferían los bancos del puerto a los de la iglesia.

El primer día de primavera se quitaba los zapatos y los calcetines, y así solía andar, descalzo, hasta que regresaba el invierno. Entonces se ponía a revolver en vertederos y cubos de basura en busca de algo comestible. Nadie habría dejado que muriese de hambre. En realidad, le gustaba ese modo de vida, y ésa era la causa de que dictáramos sentencia y lo considerásemos un cretino.

Albert siempre había saludado a Anders Nørre. No había en ello nada de extraordinario. Los tontos del pueblo eran un bien común. Les hablábamos con benevolencia y condescendencia, los tuteábamos y les dábamos una palmada en el hombro. Ellos no tenían el mismo derecho.

Albert continuó su interrogatorio acerca de la misa de los domingos, y Anders Nørre respondió complaciente a todo. La inflexión de su voz no revelaba qué pensamientos o sentimientos despertaba en él la misa. Constituía ciertamente una proeza, pensaba Albert, que su voz, pese a la inerte monotonía de su tono, produjera una impresión tan agradable. En efecto, sólo la humanidad que transmitía evitaba que lo tomaran por un loro con dotes especiales para el aprendizaje mecánico de la memoria y nada más. También en su talento para resolver operaciones complicadas había cierta falta de espíritu. Aun así, debía de existir un alma allí dentro, en alguna parte. Albert estaba convencido de ello. Una inteligencia humana incipiente que nadie se había tomado la molestia de cuidar y desarrollar, y para lo que ya era tarde, sin duda.

Anders Nørre retiró el brazo. Tampoco había razón para que Albert lo sostuviera. No había sufrido daño alguno en el ataque de los chicos. Si estaba conmocionado, su rostro inexpresivo no lo revelaba.

Dejaron atrás la plaza Mayor, subieron por Markgade y continuaron por la Cordelería hasta que, ya cerca de los descampados, llegaron al cobertizo de Anders Nørre. En el último trecho, éste entretuvo a su acompañante con una repetición literal del sermón de Abildgaard del domingo anterior, pero de pronto Albert se puso tenso. Tuvo la impresión de que el loro que llevaba al lado se dirigía directamente a él con un mensaje insistente.

Se detuvo y lo miró a la cara. Nørre no pareció darse cuenta. Su voz continuaba inmutable. Eran sus palabras las que resultaban tan insólitas. ¿Podía realmente estar detrás de ellas el pastor Abildgaard, o acaso venían de otro lugar? Y en ese caso, ¿de dónde? ¿Del alma de Nørre, que despertaba de repente?

—Estabas en la plenitud de la vida —dijo Nørre a su lado, y como no miraba a nadie y su tono de voz no variaba, era como si las palabras procediesen de otro lugar y en ese momento adoptase la dignidad y autoridad de un oráculo—. Notabas que al mundo le hacía falta tu fuerza, y te sentías contento por ello. Pero después todo cambió. Tu fuerza desapareció y el mundo empezó a rehuirte. Te sentías solo. El mundo era como una gran sonrisa que te atraía y tentaba. Y entonces cambió. Llegaron los tristes días de estrecheces, y la sonrisa del mundo desapareció tras nubes amenazadoras. Tu vida estaba llena de amor, pero después aquello cambió. Te quitaron el tesoro de tu amor.

Albert tragó saliva. Las palabras le produjeron una extraña impresión. Era como si alguien le estuviese hablando a él y sólo a él. Pensó que quien tenía una boca tenía también un oído. Por fin iba a conseguir aligerarse de la carga de su soledad. Por fin compartiría lo que soportaba en total soledad. Y es que era verdad, palabra por palabra. Le habían quitado la fuerza, la alegría de vivir, el mundo donde había encontrado algo que amar y donde nada le faltaba. Con el autor de aquellas palabras podía compartir su desdicha. Pero ¿quién era? ¿El pastor Abildgaard? No podía creerlo. ¿Nørre? Era una idea más increíble aún. ¿Alguna otra persona? De ser así, ¿quién?

Por un momento permaneció totalmente ensimismado. Después volvió a oír la voz de Nørre. El sermón del domingo se acercaba al final. Eran los temas de siempre los que afloraban, idénticos, domingo tras domingo: los caminos de Dios, la cruz del Gólgota, el amor de Jesús; y aquel domingo la palabra amor había aparecido una y otra vez: los pensamientos amorosos de Jesús, la ayuda amorosa de Jesús, la redención amorosa de Jesús. Eran las mismas cómodas trivialidades que la religión ofrecía invariablemente como respuesta ante las dificultades de la existencia. O sea que, al fin y al cabo, era Abildgaard.

Por un instante el pastor había conseguido meterse en su alma. Pero Albert no necesitaba una religión. No necesitaba consuelo ni dulces. Sin embargo, no encontraba palabras para expresar lo que necesitaba. Tal vez fuese un oído, pero no el del pastor.

¿Qué sabía Abildgaard de algo sobre lo que podía hablar pero de lo que lo desconocía todo: de estar desterrado de los vivos, de ser arrastrado por las olas hasta una oscura y desconocida orilla cubierta de esqueletos, habitada por muertos, aunque sin ser uno de ellos?

Albert tiritó como un perro mojado. Estaba destemplado. Algo se agitaba en su interior. Entró en el cobertizo acompañado de su solitario morador. Nørre se sentó de inmediato en la cama y se puso a trenzar hilo de cable. Nada en su cara desvelaba si daba la bienvenida al visitante o si prefería que se marchase. Como no había otros muebles, Albert se sentó a su lado en la cama. No había calefacción en el cobertizo, y tal vez fuera el frío del invierno lo que mantenía a distancia los olores más desagradables, porque ciertamente el cobertizo no era nada agradable.

—¿Nunca sueñas, Anders? —Albert miró a Nørre y trató de captar algo en su rostro, pero, como de costumbre, permaneció impertérrito.

Se inclinó hacia delante con la vista fija en el suelo. Hubo un momento en que pareció que hablaba consigo mismo, o al oído invisible que llevaba tanto tiempo buscando.

—Verás —dijo—, es que yo tengo unos sueños bastante raros. —Se sintió aliviado. Era la primera vez que hablaba con alguien de sus sueños, y fue como si la presión que sufría disminuyera en aquel momento—. Sueño mucho con la muerte. Veo barcos hundiéndose y hombres ametrallados o ahogados. Es gente del pueblo, a la que conozco.

No hubo reacción alguna. ¿Qué había esperado? Aquello no era ninguna confidencia, a menos que se considerase confidencia una que se lanza al vacío o contra una pared desnuda. ¿Cómo podía esperar que reaccionase aquel loco? Conocía la respuesta. Porque se daba cuenta de que iba camino de las tinieblas de los locos, un territorio desconocido donde ellos deambulaban con familiaridad pero donde él era un principiante. En cierto modo, lo que pedía era ayuda.

Albert se sintió abrumado por el silencio de Nørre y no supo cómo continuar. Levantó la mirada. Algo estaba ocurriendo. Anders Nørre tenía las manos sobre el regazo y miraba ante sí con ojos vacíos que tal vez dejaban entrever que en su interior no todo eran cálculos mecánicos.

—¿Tú también sueles tener esa clase de sueños?

Hizo la pregunta lo más suavemente que pudo, como si quisiera llegar hasta el alma oculta de Anders Nørre; pero sabía que era la suya la que buscaba a tientas.

Anders Nørre se envaró. Después saltó de repente dando un rugido. La voz agradable había desaparecido para dar paso a un grito ronco e inarticulado. Fue corriendo a la puerta y la abrió de golpe. A continuación, se volvió y miró a Albert con los ojos desmesuradamente abiertos, antes de desaparecer en el crepúsculo.

Albert se quedó sentado en la cama. No había razón para salir corriendo tras él. Sabía que Nørre haría una de sus largas excursiones por los descampados y no regresaría hasta pasados un par de días. No podía levantarse de la cama. La reacción de Nørre lo había dejado paralizado. Desde luego, estaba acabado. Hasta un idiota como aquél lo encontraba abominable. Hasta en las tinieblas por las que Anders Nørre deambulaba con tanta naturalidad podían considerarlo un monstruo.

«¿Soñará como yo?» —se preguntaba Albert—, ¿o será como los animales, que perciben un terremoto mucho antes que las personas y aúllan angustiados a la noche antes de que se abra la tierra?»

El estallido de la guerra fue un alivio para Albert.

Es lo que pasa, hacía constar para sí, cuando se teme algo con la fuerza suficiente: hasta el cumplimiento de los peores presagios puede suponer un alivio.

No sabía cómo iba a reaccionar cuando los marinos de la ciudad empezaran a morir, pero por un instante se sintió menos solo. Al fin podría hablar con otros de la guerra.

Por el momento, Dinamarca se declaró neutral. Aun así, el estallido de la guerra tuvo consecuencias para nuestra ciudad. Se anularon de inmediato todos los fletes, y la flota de Marstal tuvo que quedarse amarrada desde agosto. Era un espectáculo extraño ver las goletas llenar el puerto con su bosque de mástiles mientras el sol todavía estaba bastante alto y los niños jugueteaban en el agua rodeados de barcos amarrados. Los años previos habían sido de prosperidad y los marinos del pueblo aún tenían dinero en abundancia. Se notaba en las tabernas. El desasosiego por la repentina ociosidad y la inseguridad por el futuro se manifestaba en la bebida.

En octubre llegaron ofertas de cargas de grano en los puertos del norte de Alemania. Sin embargo, nadie se atrevía a hacerse a la mar. El seguro no cubría los daños ocasionados por la guerra, y los alemanes habían sembrado el Báltico de minas flotantes. Eran pequeños ahorradores que no se atrevían a arriesgar su dinero.

«Es lo bueno de esta ciudad —escribió Albert—. Aquí no hay grandes armadores desalmados que ponen en juego la vida de las tripulaciones por un poco de ganancia».

Sus propios barcos estaban lejos de Europa al estallar la guerra, y lejos los mantuvo mientras ésta duró.

Todos tenían participación en los barcos, de modo que temían las minas. También el mar del Norte estaba sembrado de ellas.

Albert empezó a llevar la contabilidad de los barcos hundidos tras chocar con una mina. Por el momento, los de Marstal se salvaron, gracias a su sensatez y prudencia, pero a las tres semanas de que Alemania declarase la guerra a Francia dos barcos daneses, el Maryland y el Chr. Boberg, se fueron a pique en el mar del Norte. Sólo dos días después estalló una mina contra un arrastrero de Reikiavik. El 3 de septiembre desapareció otro vapor danés.

Albert siguió confeccionando sus listas el resto del año. A veces reencontraba el nombre de alguien que aparecía en sus sueños. Cuando esto ocurría, lo invadía una sensación igual de terrible. Él había estado allí y lo había presenciado todo. La lista de la izquierda, que se refería a sus visiones nocturnas, aún era la más larga. Eso se debía a que la guerra no había hecho más que empezar. Algunos fantaseaban con avances en todos los frentes y el final cercano de la contienda, pero él rechazaba la idea negando con la cabeza. Por razones evidentes, no podía justificar su desacuerdo.

—Aún habrá muchas muertes —decía.

Aquel inesperado pesimismo, procedente de un hombre que conocíamos por su confianza en el futuro, lo considerábamos una señal más de los achaques de la vejez. Albert Madsen había perdido el buen ánimo.

En consecuencia, se guardaba sus opiniones para sí.

Se organizó una colecta en beneficio de la población belga, que sufría penurias. La guerra, un par de meses después de su comienzo, se había convertido en algo tan lejano que la gente tenía fuerzas para pensar en las desgracias ajenas.

Albert se dejó convencer de ingresar en un comité que se encargaría de organizar una exposición en la que iban a mostrarse objetos relacionados con la historia de la ciudad y la navegación. Los ingresos de las entradas se destinarían íntegramente a los belgas.

Acudieron muchos visitantes, y la colecta fue un éxito. Había antiguos trajes de Ærø, bordados y encajes elaborados, apagavelas de latón y bastantes armarios y secreteres finamente tallados. Pero la contemplación de los objetos expuestos no despertó en nosotros ninguna añoranza del pasado. Todo aquello constituía una prueba de que el presente era mejor y había un avance constante en todo, lo que era particularmente evidente en la sección que documentaba el desarrollo de la navegación.

—Mira —nos decíamos los unos a los otros señalando una de las viejas balandras de Marstal, expuesta allí—. Sólo veinticuatro toneladas de registro. Y justo al lado hay una goleta de tres palos construida en el astillero de Sofus Boye. Su capacidad de carga es de quinientas toneladas. Y ya tiene veinticinco años.

Albert se interesaba sobre todo por las colecciones que los marinos locales habían traído de todos los rincones del globo. Las caracolas, un colibrí disecado y la gran colección de hocicos de pez sierra le hacían recordar su juventud. Pero ante la colección del telegrafista Olfert Black, compuesta de alfombras y bordados chinos que incluía un traje completo y muy valioso de mandarín, se detuvo y se quedó absorto.

—Sí —dijo al pastor Abildgaard—, el marino sabe por propia experiencia que eso de los usos y las costumbres no existe. O, mejor dicho, que hay muchas clases de usos y costumbres, y no solamente los suyos. Aquí lo hacemos así, dice el campesino en su granja familiar. Ya, pero allí no lo hacen así, dice el marino, porque ha visto más mundo. El campesino se considera a sí mismo la medida de todo. El marino se da cuenta rápidamente de que eso es absurdo. Ahora hay una guerra mundial, y hace apenas dos semanas Rusia, Inglaterra y Francia declararon la guerra a Turquía porque ésta se había aliado con Alemania. Muchos cientos de millones de personas combaten entre sí, pero el mundo ¿se engrandece por ello… o empequeñece? Los barcos permanecen amarrados. El marino ya no zarpa ni vuelve a casa con relatos de cosas nuevas. Y así nos quedaremos en nuestra pequeña isla, atontados como los campesinos.

—No debería usted decir eso. Es injusto con el campesino.

El pastor no era de la isla. Sentía el interés del forastero por lo local, que debía de considerar una curiosidad entretenida, y fue quien se encargó de aquella parte de la exposición. Albert sabía que Abildgaard estaba escribiendo una historia de la ciudad, pues le pedía consejo de vez en cuando. Había entre ellos una relación amistosa, aunque no íntima, y Albert pensaba a menudo que el pastor debería haberse hecho cargo de una parroquia rural en lugar de elegir una ciudad marítima como Marstal. Porque el campesino, debido a su modo de vida pegado a la tierra, estaba más cerca de los principios básicos cristianos que el marino. No les costaba aprender a agachar la cabeza y entregarse a la suerte. Aunque el marino también se encontraba sometido a los caprichos de los elementos y el mar, tenía a pesar de ello algo de provocador y pendenciero.

Entre nosotros y el pastor no había ningún antagonismo. El círculo más íntimo de la parroquia lo componían unas ancianas que devotamente se dormían en los sermones del pastor, pero en los círculos más externos no se percibía rebelión alguna. Pensábamos que había que tener un pastor, y como Abildgaard nunca criticaba nuestro modo de vida, la relación se caracterizaba por la mutua comprensión.

—Pero no debería llamar tontos a los campesinos —continuó Abildgaard—. Los campesinos también apoyan el pensamiento ilustrado, con el que ya sé que usted simpatiza. No tiene más que mirar las academias populares. Por el contrario, los marinos… a ver, ¿hay alguien más supersticioso que los marinos? Y al nuevo periódico radical del pueblo, ¿cómo es posible que no le vaya tan bien cuando el gremio de los marinos, según usted, es tan ilustrado e incluso está tan orientado hacia lo internacional? Y en las elecciones, ¿no se ha fijado en que los habitantes de este pueblo votan por unanimidad a la derecha? ¿Cómo explica eso? —añadió con tono burlón.

—Claro, se debe a la idea de ser propietario —repuso Albert—. El grumete se siente capitán sólo porque es dueño de una centésima parte del barco. Y entonces cree que tiene los mismos intereses que un capitán.

—¿Qué hay de malo en ello? —inquirió el pastor—. Su propia consigna, que además ha grabado en un bloque de granito de catorce toneladas e inaugurado entre canciones de amor a la patria, es que la unión hace la fuerza.

—Bueno, había que entender la consigna en un sentido casi socialista. —Albert estaba irritado con el pastor y quería provocarlo—. ¿Qué sería de esta ciudad si sus habitantes no supieran estar unidos? Tenemos la segunda flota de barcos del país, a pesar de que la ciudad, en cuanto al número de habitantes, debe de andar por el puesto número cien. Tenemos un seguro mutuo marítimo financiado por los marinos del pueblo. Y tenemos el malecón. Nadie de fuera lo ha construido por nosotros. Lo hicimos con nuestras manos. A eso se le puede llamar socialismo.

—Tendré que decir eso en mi próximo sermón dominical. Informaré a los habitantes sumamente conservadores de este pueblo que en realidad son socialistas. Normalmente considero fuera de lugar el reír en la iglesia, pero el domingo que viene haré una excepción.

Albert se daba cuenta de que estaba quedando mal. Sin embargo, se negaba a ceder. Era como si su espíritu combativo de antaño hubiese resucitado de repente.

—Mire al marino —dijo—. Se enrola en un barco. Está rodeado de completos desconocidos. No proceden simplemente de ciudades o regiones distintas de la suya, sino que a menudo provienen de países extraños. No obstante, ha de aprender a trabajar con ellos. Su manera de hablar se pule, no sólo aprende palabras nuevas y otras gramáticas, sino que también llega a conocer mentalidades totalmente diferentes. Se convierte en una clase de persona distinta de la que toda su vida ha seguido el mismo surco. Y es una persona así lo que necesita el mundo, no gente nacionalista y belicista. Mucho me temo que esta guerra va a echar a perder la esencia del modo de vida del marino.

El pastor volvió a reír, con otra respuesta burlona preparada.

—Claro, y entonces ese internacionalista vuelve a Marstal y habla con más acento de Marstal que nunca, y declara que el campesino, sólo porque vive unos lindes más allá, habla un idioma desconocido que nadie entiende, y en consecuencia debe de ser tonto. Pues sí, menudo internacionalista acaba de crear, capitán Madsen. Para eso, me quedo con el nacionalista. Su sentimiento comunitario es más amplio. Abarca lo elevado y lo humilde, al campesino y al hombre de mar; basta que compartan idioma e historia. Y no veo que ese sentimiento comunitario vaya a echarse a perder en estos desgraciados días de guerra. Al contrario, creo que va a fortalecerse.

Albert guardó un silencio tan prolongado que Abildgaard, con una pequeña sensación de triunfo que hizo cuanto pudo por ocultar, supuso que la conversación había terminado y se preparó para continuar con su inspección de los objetos expuestos.

Albert había permanecido con las manos a la espalda, observando la punta de sus zapatos con mirada reflexiva. Se aclaró la garganta.

—Los años anteriores a la guerra —dijo, mirando al pastor a los ojos—, ¿iba usted a menudo al embarcadero de vapores para ver zarpar el transbordador?

—Sí —respondió Abildgaard—, porque es, con su permiso, el único entretenimiento que ofrece el pueblo; bueno, aparte de la llegada del transbordador, que es incluso más emocionante que su partida. Por supuesto que iba.

—¿No le llamaba la atención nada especial?

El clérigo negó con la cabeza.

—No, que yo recuerde.

—¿El elevado número de campesinos cargados con bultos, por ejemplo?

—Creo que ya sé adónde quiere ir a parar. —Abildgaard esbozó una sonrisa conciliadora, como si supiese que iban a privarlo de su pequeño triunfo y se preparara para aceptarlo como buen deportista.

—Probablemente lo sepa —dijo Albert—, pero aun así se lo diré. Eran campesinos camino de América. El espinazo cultural y espiritual del país, con granjas familiares ancestrales y una tierra que sus antepasados han labrado durante siglos. Y cogen los bártulos y se van. Mientras que los marinos de aquí, de Marstal, esos filibusteros desarraigados, inquietos, sin patria…

—Nunca he dicho eso —lo interrumpió Abildgaard.

—… esos charlatanes de muelle, esos tunantes, esos golfos medio criminales, borrachos y fornicadores con una novia en cada puerto, que hablan un danés tan mezclado con palabras de todos los continentes que ni su madre los entiende cuando vuelven a casa con los brazos y el torso tan cubierto de tatuajes como un naipe de corazones, picas o tréboles…

—Protesto —dijo el pastor—. Jamás he hablado así de los marinos. Tengo un enorme respeto por los padres de familia del pueblo.

—Pues no faltaba más. Sobre todo porque nunca ve a los marinos del pueblo haciendo cola en el embarcadero de vapores con el arcón a la espalda para emigrar a América. Podemos pasar años fuera. Pero siempre volvemos a casa. A quedarnos.

Al llegar la primavera el puerto quedó desierto. Se habían hecho cambios en los seguros, de forma que los armadores no tuvieran pérdidas si uno de sus barcos se hundía. El mercado de fletes iba en una sola dirección, no paraba de subir. Navegamos como nunca hasta entonces, no sólo a Noruega, Suecia e Islandia, sino también a Terranova, a las Antillas y a Venezuela, incluso atravesando zonas de guerra, por Inglaterra y los puertos franceses del canal de la Mancha. Todo iba como de costumbre, sólo que mejor. Nos quejábamos de los ingleses, que ponían muchas restricciones a la navegación y cobraban precios exorbitantes por el práctico y los remolcadores. En eso los alemanes eran mucho más humanos. En los puertos alemanes del Báltico, tanto el práctico como el remolque eran gratis.

Marstal seguía sin perder un solo barco.

Entonces empezó la guerra de los submarinos.

Llegaron noticias de la primera pérdida, la goleta Salvador, que fue presa de las llamas el 2 de junio, en medio de un cálido día de principios de verano. Albert lo apuntó en la columna de la derecha del libro de contabilidad. Pronto iba a estar llena.

No hubo víctimas. Todos los tripulantes volvieron a casa y se comportaron como si hubieran realizado una proeza. Jo, jo, solían reír en las tabernas del pueblo y en las calles, donde los curiosos se apretaban en torno a ellos. No tenía importancia. Desde luego, habían perdido el barco, pero el submarino remolcó un trecho el bote salvavidas. Al primer oficial, que era Hans Peter Kroman, le regalaron una pipa con tabaco, un tabaco espléndido, por cierto, de marca Hamburg, y al patrón, Jens Olesen Sand, dos botellas de coñac para el viaje. ¿La tripulación del submarino alemán? Buena gente, quizá algo pálidos por la prolongada permanencia en las profundidades, pero aparte de eso excelentes marinos.

—Una lástima —dijo Sand al capitán alemán mientras observaban desde la cubierta del submarino cómo el fuego consumía el Salvador.

—Así es la guerra —respondió el capitán, encogiéndose de hombros, apenado.

No, no era inglés, pero aun así se trataba de un auténtico caballero. Cuando los alemanes soltaron el cable de remolque, incluso preguntaron educadamente si los tripulantes del Salvador estaban seguros de que tenían provisiones suficientes a bordo del bote salvavidas. Se despidieron asegurándose unos a otros que no había en aquello nada personal. Al cocinero, que había perdido el gorro, le regalaron un sueste. Al día siguiente los recogió un pesquero inglés, también buena gente.

Unos meses más tarde llegó una notificación del gobierno alemán diciendo que el hundimiento del Salvador había sido injustificado. A Sand le ofreció excusas el mismísimo káiser Guillermo, junto con la suma de veintisiete mil coronas, correspondiente a la cantidad asegurada.

Un par de meses después ardió la siguiente goleta, la Cocos. Albert pudo añadir otro nombre en la columna de la derecha.

También en esa ocasión todos los tripulantes volvieron a casa y hablaron de la guerra como si fuese cosa de broma. El submarino los llevó hasta la goleta de Marstal Karin Bak, que navegaba cerca, y a la que dejaron marchar con la condición de que el capitán Albertsen se hiciera cargo de los náufragos. Después el submarino se alejó, pero sólo para volver con la ropa de la tripulación, que con las prisas se les había olvidado.

—¿Qué me dices? Desde luego, cuando los submarinos alemanes van a la guerra ¡dan un buen servicio!

—¿Por qué no preguntasteis si, ya puestos, iban a lavaros también los calzoncillos? —intervino Ole Mathiesen, y todos volvieron a estallar en carcajadas.

Los telegramas anunciaban con su tableteo las terribles pérdidas en todos los frentes; pero en Marstal habíamos decidido que la guerra era una fiesta.

Albert llevaba su contabilidad. En aquellos años se convirtió para él en una obsesión. Era como si contuviera un mensaje cuyo significado aún nadie había comprendido. Las cifras poseían un poder probatorio. Tenía listas de precios de productos de primera necesidad en Marstal: pan de centeno, mantequilla, margarina, huevos, carne de vaca, tocino. Sabía de las pagas de las tripulaciones, complementos de guerra, complementos por navegación europea o transoceánica, seguros de accidente, de muerte o invalidez. No perdía de vista el mercado de fletes y los precios de los barcos, con anotaciones sobre cursos y tipos de cambio.

Todo eso hace un consignatario si sabe realizar su trabajo como es debido. ¿Confecciona también largos listados de los barcos alcanzados por las minas, de los buques destruidos por los torpedos e incendiados, de los caídos del norte de Schleswig y de las cifras de bajas inglesas a 9 de enero de 1916? Oficiales muertos: 24.122. Suboficiales y soldados muertos: 525.345. Son cifras inimaginables, escribe, y precisamente por eso no causan ninguna impresión. Pero entonces, ¿por qué las escribe? ¿Por qué las menciona una y otra vez en las conversaciones que mantiene con nosotros?

Un consignatario de buques y armador de una pequeña ciudad portuaria de un país neutral que no participa en la guerra mundial, y por ello en cierto modo también puede afirmarse que no participa del mundo, ¿por qué lleva un registro a dos columnas de los barcos hundidos, donde la columna de la izquierda se refiere a los que ha visto irse a pique en sueños, mientras que la otra se refiere a los mismos barcos que poco después se hunden en el mar de la realidad? ¿Qué pretende?

Durante el primer año de guerra el pueblo perdió seis barcos. Al año siguiente sólo uno. Hasta la fecha no había habido víctimas. Más allá del campo visual morían por millones. Dentro del campo visual no había ningún muerto, aunque por otra parte ocurría algo fácil de entender: los fletes subían, los barcos recientemente construidos amortizaban en un año el capital invertido, las pagas se triplicaban. Ya en 1915 empezaron a subir también los precios de las embarcaciones. Hasta viejos barcos de madera, deteriorados por muchos años en el mar, podían venderse al doble de lo normal. Al terminar el año los precios se habían triplicado. La tendencia continuó durante todo el año siguiente. Agent Petersen, el barco más famoso de la ciudad, que en 1887 realizó la travesía más rápida entre Sudamérica y África, estaba valorado en veinticinco mil coronas, pero lo vendieron por noventa mil.

Marstal empezó a perder su flota, pero no a causa de los submarinos.

Albert continuaba con sus columnas a derecha e izquierda. Hasta que un día se dio cuenta de que existía una tercera columna de la que sus sueños nunca lo habían prevenido, y era la que más rápido progresaba. Introdujo en su libro una lista de los barcos vendidos y comprobó que crecía más que las otras dos. En aquella lista no había dramatismo. No incluía ni sueños ni muertos, y trajo al pueblo una prosperidad extraña y febril. De pronto había abundancia de dinero por todas partes. Las casas se pintaron y rehabilitaron. Las mujeres, que solían vestirse con modestia, empezaron a endomingarse a diario. Los comerciantes ofrecían mercancías nuevas y más caras. Los habitantes de Marstal, antes tan ahorradores, vivían como si no existiera el mañana.

Pero la causante de la fiebre no era la angustia mortal de la guerra, sino la embriaguez que provocaba el dinero.

Y al fin la guerra llegó a Marstal, mostrando un rostro no precisamente festivo. Al fin, sí, así lo pensaba Albert y así lo dejó escrito. Por un instante fue como si a la pared que lo separaba de todos le hubiera llegado el momento de caer. Lo que sabía él tenían que saberlo todos. La gente ya no moría solamente en sus sueños solitarios. También eran ametrallados, se ahogaban, se congelaban o morían de sed y agotamiento. Los supervivientes volvían a casa y relataban lo que Albert ya había visto en sueños. Otros desaparecían sin dejar rastro.

El delegado real en Berlín hizo llegar la noticia de que el Astrœa había desaparecido. Nada pudo esclarecerse sobre el lugar y las circunstancias. Se perdieron siete miembros de la tripulación, entre ellos dos hijos de Marstal, el patrón Abraham Christian Svane y el primer oficial Valdemar Horn. De los restantes, uno era de las islas Feroe y otro, un marinero de Cabo Verde.

Albert los había visto morir. Los había visto saltar de un bote de salvamento, que estaba siendo tiroteado, para salvar la vida, entre una lluvia de astillas. Era un día nuboso, apacible. El mar semejaba seda gris. Había visto las aguas cerrarse de nuevo cuando los pulmones se rindieron y la última burbuja de aire reventó.

Fue Alemania la que declaró una guerra de submarinos ilimitada. Durante los dos últimos años, Marstal había perdido seis barcos. Ahora el pueblo perdía dieciséis en un año. Sólo en el mes de abril resultaron hundidos seis. Al mes siguiente, cuatro. Los supervivientes regresaron a casa, marcados por sus experiencias, reacios a ser el centro de atención en alguna tertulia ocasional. Allí estaba la tripulación del Freden, que vio morir al capitán y al contramaestre y después tuvo que vagar durante días en un barco a punto de hundirse. En ese tiempo murieron otros dos tripulantes. Los supervivientes se quedaban en casa con sus familias o doblaban por una calleja cuando se acercaba algún conocido.

El Hydra desapareció sin dejar rastro con seis miembros de su tripulación a bordo. Aunque no todos eran de Marstal, las pérdidas se dejaron sentir en el pueblo.

Iban haciéndose claros en las filas.

El pastor Abildgaard se presentó en la tienda de ultramarinos que Jørgensen tenía en Tværgade. El dueño, cuyo nombre completo era Kresten Minor Jørgensen, era un antiguo primer oficial que había vuelto a tierra y ahora llevaba su propio negocio, una mezcla de tienda de ultramarinos y de material naval. Jørgensen, que solía permanecer tras el largo mostrador de madera, era un hombrecillo encorvado con una cabeza calva que brillaba como una bola de billar. Cuando en los días de verano se paseaba vestido con su chaquetilla de color marrón, aquella calva reflejaba el sol con una intensidad tal que los transeúntes tenían que entornar los ojos.

La campanilla que colgaba sobre la puerta emitió un sonido agudo e irritante cuando Abildgaard entró en la tienda. Dos viejos patrones charlaban sentados en un banco de madera, a la derecha de la puerta.

Abildgaard nunca supo cuál era el tema de su conversación.

En el momento en que cerró la puerta a sus espaldas, se produjo un silencio de muerte. Y ésa era sin duda la expresión apropiada, pues fue como si la muerte hubiese entrado con él en la tienda.

Jørgensen se alejó un paso del mostrador. Abrió la boca y los ojos tan desmesuradamente que Abildgaard se volvió, pensando que el tendero había visto por la puerta entreabierta, que en la calle ocurría algo terrible. Los dos patrones miraron alternativamente al pastor y a Jørgensen, como si esperasen que fuera a representarse un espectáculo de enorme trascendencia.

—Buenos días —dijo Abildgaard con voz insegura, influido ya por la atmósfera extrañamente tensa.

El tendero no respondió.

Abildgaard avanzó hacia el mostrador para hacer su pedido. Jørgensen dio un paso atrás y extendió los brazos ante sí. Seguía con la boca abierta. Parecía que hubiera dejado de respirar. Se miraron fijamente, el tendero como si estuviese a punto de desmayarse, el sensible Abildgaard presa de una parálisis creciente.

El silencio no se rompió hasta que uno de los patrones sentados en el banco lanzó un salivazo a la escupidera de latón bruñido del rincón. El sonido hizo que Jørgensen volviera en sí.

—Pero suéltelo de una vez, hombre, ¡suéltelo! —gritó.

—Una libra de café. Pero que sea recién molido —dijo Abildgaard mecánicamente, reproduciendo palabra por palabra las órdenes de su esposa al mandarlo a la tienda.

Jørgensen se cubrió el rostro con las manos. Después emitió una especie de resoplido extraño, algo a medio camino entre la risa y el llanto.

—Café, café, ¡sólo quiere café! —Rió sofocadamente tras los dedos.

Siguió carcajeándose sin poder controlarse. Se dirigió al molino de café y vertió granos en una bolsa. Le temblaban las manos a causa de la risa, y algunos granos fueron a parar al suelo.

Entonces se puso serio.

—Hoy el café es gratis, pastor —dijo.

La irritación de Abildgaard, entretanto, iba en aumento.

—¿Quiere explicarme alguien qué está pasando aquí? —preguntó con el tono clamoroso que empleaba siempre desde el púlpito.

—Es sólo que Jørgensen se siente afortunado —oyó decir a uno de los patrones sentados en el banco a su espalda.

Abildgaard dirigió al tendero una mirada severa.

—Si se trata de una broma —dijo—, sólo quiero que sepan que no me hace ni pizca de gracia.

Jørgensen bajó la mirada mientras una sonrisa de felicidad se dibujaba en su rostro. Se frotó cohibido la pulida calva, como si quisiera abrillantarla aún más en honor de Abildgaard.

—Perdone, pastor. Creía que venía por Jørgen.

—¿Jørgen?

—Jørgen, mi hijo —repuso el tendero—. Es que está de marinero en el Maagen. ¿Sabe?, por un instante temí que viniera usted a contarme que lo habían torpedeado y que Jørgen… que Jørgen… —Tragó saliva con dificultad, como si el miedo que acababa de pasar todavía no lo hubiese abandonado—. Vamos, que Jørgen se había… —carraspeó— hundido.

A Abildgaard le daba miedo que lo vieran por la calle. Se daba cuenta de que cada vez que salía de la casa parroquial la gente creía que era para dar la noticia de un fallecimiento, y eso, debido a su temperamento alegre, le resultaba insoportable. Se había convertido en un heraldo de la muerte, un cuervo negro con golilla encerrado en las modestas salas del dolor. Jadeaba prolongadamente en busca de aire y creía que iba a ahogarse cada vez que tenía que hablar a los allegados de la gracia de Dios y los pensamientos amorosos de Jesús, la ayuda amorosa de Jesús, la redención amorosa de Jesús. Pronunciaba las palabras, pero desamparado y vacilante, como si ya no constituyesen una respuesta a la demanda de los desconsolados.

Muchas veces había tenido que llevar el consuelo de la fe a una familia que había perdido a un padre o un hijo. Era la cantidad de muertos lo que lo hacía tan insoportable. Eran numerosos como una bandada de estorninos que se prepara para la gran migración de otoño. Estaban suspendidos por encima del pueblo como una nube de tormenta que ocultase el sol, y las noticias de la muerte de un padre, de un hermano, de un hijo caían una a una sobre los tejados igual que una lluvia negra de esperanzas rotas.

El pastor Abildgaard se volvió huidizo, y prefería permanecer en casa, a excepción de los domingos, cuando tenía que caminar cien metros hasta la iglesia, y también cuando le tocaba asistir a algún entierro. De estos últimos, por fortuna, no había más de lo habitual. Aquellos muertos no volvían a casa.

Anna Egidia Rasmussen, viuda del pintor de marinas Carl Rasmussen, que había pintado el retablo del templo, empezó a encargarse de comunicar los fallecimientos a las familias afectadas. Llevaba muchos años moviéndose por las salas del dolor y contaba con la autoridad necesaria. Había perdido a su marido, que cayó por la borda en circunstancias no aclaradas volviendo de un viaje a Groenlandia. Después tuvo que despedirse de siete de sus ocho hijos, todos ellos muertos en la madurez. Sólo una hija, Augusta Kathinka, vivía aún, pero estaba en América.

Anna Egidia Rasmussen vivía en Teglgade, en una casa grande con altas ventanas diseñada por su marido, que había dispuesto su taller en el desván. Durante años Anna había sido de gran ayuda y consuelo para las familias afectadas por alguna pérdida en el mar que de pronto se veían en el trance de despedirse de un padre, un hermano o un hijo. Poseía una extraña cualidad. Era capaz de dirigir el llanto, igual que hay gente capaz de dirigir el canto. Se trataba de un arte. El llanto no correspondía, como pensaba la mayoría, a sentimientos que fluían incontrolables en forma de lágrimas. Era lo contrario, un canal para los sentimientos, a los que conducía en la dirección adecuada. Para ella, el sosiego era su misión en la vida. Así tenía que ser con una persona nerviosa como su marido. El pintor Carl Rasmussen, de mentalidad sensible, a veces se encerraba en sí mismo y se perdía en cavilaciones. Solía pasar horas en la playa mirando fijamente el mar, indiferente al clima y a su propia salud. Al final, ella tenía que ir a buscarlo y llevarlo a casa, muerto de frío, mientras entre accesos de tos pedía que lo dejaran en paz. Después se acostaba, ardiendo de fiebre y con los dientes castañeteando. Entonces se hacía necesario el sosiego de su esposa, sosiego que hacía que él le reprochase el que no supiera comprender su carácter ni quisiese compartir su entusiasmo y fantasías.

La viuda se convirtió en la segunda huésped de muchas casas. Primero llegaba la muerte, y a continuación, ella. Ofrecía su apoyo no sólo a la familia directa, sino a los muchos nietos y a todo el barrio donde estaba Teglgade. Cuando alguien moría, iban a buscarla. Ella llegaba con su gastado vestido de seda negro, se sentaba en la sala, pedía a los mayores que salieran y cogía a los niños de la mano. Si una madre enfermaba y la ingresaban en el hospital mientras su marido estaba embarcado, se llevaba a los niños a su casa. Le pedían una y otra vez que sostuviera a un recién nacido sobre la pila bautismal, como si le hubiesen adjudicado el papel de guardiana tanto en la entrada de la vida como en su salida.

«Otro que ha encallado en la orilla de los esqueletos —pensó Albert cuando se enteró del deterioro del pastor Abildgaard—. Sabía hablar de ella, y hasta a mí me cautivaba. Pero no la conocía. Ahora la conoce. Y entonces se calla».

Albert fue a la casa del pastor y se ofreció a hacer lo mismo que la viuda. Sentía que sus sueños lo obligaban a ello.

Le abrieron la puerta del estudio del pastor. Abildgaard estaba sentado junto a la ventana, contemplando el jardín. Fuera se alzaba el haya roja, oscura y siniestra como si no supiese de primaveras ni veranos y creciera en un otoño eterno, con los bordes de las hojas ennegrecidos ya por la helada. Pero los macizos de rosales, que eran el orgullo de la esposa del pastor, florecían.

Abildgaard se levantó y le dio la mano. Después, volvió a su lugar junto a la ventana. Albert le explicó la razón de su visita. El pastor permaneció callado un buen rato. Al cabo, hundió el rostro en las manos.

—Son los nervios… —dijo en un arrebato.

Sus estrechos hombros se estremecieron. Se quitó las gafas de montura de acero y las dejó sobre el escritorio que tenía delante. A continuación, se llevó los nudillos a los ojos, igual que un niño que se entrega al llanto, y las lágrimas cayeron por sus mejillas bien rasuradas.

—Lo siento mucho —balbuceó—. No era mi intención…

Albert se puso en pie y se dirigió hacia el clérigo. Le puso la mano en el hombro y dijo:

—No hay nada que perdonar.

Abildgaard tomó aquella mano entre las suyas y la apretó contra su frente, como si le doliese la cabeza y buscara alivio con aquel gesto.

Durante un rato ninguno pronunció palabra. El llanto fue remitiendo. El pastor volvió a ponerse las gafas. Albert se disponía a marchar cuando vio sobre el escritorio un gran objeto negro, semejante a la garra de un ave. Sin embargo, no se trataba de una garra. Parecía más bien una mano humana, con sus cinco dedos y unas uñas amarillentas.

—Pero ¿qué es eso? —preguntó Albert.

—Pues eso es lo más terrible. No tengo ni idea de qué hacer. —El tono de Abildgaard parecía presagiar un nuevo acceso de llanto.

Albert cogió el objeto y lo puso a la altura de sus ojos.

—No, no lo toque —le advirtió el pastor—. Es nauseabundo.

Se trataba, en efecto, de una mano humana. Albert pensó de inmediato en la cabeza reducida. No obstante, la técnica de conservación era distinta. Seguramente la habían ahumado y resecado al calor de una hoguera.

—¿De dónde ha salido? —inquirió.

—Ya conoce usted a Josef Isager. Creo que lo llaman el práctico del Congo —repuso el clérigo.

Albert asintió en silencio. Josef Isager había sido práctico en el río Congo muchos años atrás. Trabajó para el rey belga Leopoldo y volvió a casa con una medalla a la fidelidad en el servicio. No le gustaba hablar de los años que había pasado allí, pero sus vecinos decían que a veces los despertaban unos gritos terribles en medio de la noche. Era Josef Isager. Una vez, en sueños, rompió a patadas la cama en que dormía. Se oyó un estrépito terrible cuando el enorme lecho de caoba se desmoronó y el antiguo práctico cayó al suelo. Se levantó de un brinco y la emprendió con los muebles, como si fueran sus enemigos y él se encontrase en medio de una lucha a muerte. La ropa de cama, amontonada en desorden por el suelo, estaba empapada de sudor. Era a causa de la malaria, explicaba él.

Albert, que había oído la historia de los tumultos nocturnos de Josef Isager, tenía otra teoría. No era a causa de la malaria, sino de las pesadillas. Josef Isager soñaba con África.

—Pues un día apareció en mi casa con una mano cortada. Una mano… ¡una mano humana! «¿Qué quiere que haga con eso?», le pregunto cuando me he repuesto. «Dele un entierro cristiano», responde. «¿De quién es?», pregunto. «No lo sé», responde. «De alguna negra». «¡Por todos los demonios, pastor!», y me mira amenazador. Quizá no debiera confiarle estas cosas, capitán Madsen, pero ese hombre me parece terriblemente inquietante.

Albert asintió en silencio. Él también encontraba inquietante al práctico del Congo. Josef Isager era un tipo duro. Pero muchos lo eran. La vida los había tratado a patadas, y habían respondido a mordiscos. Era hijo del viejo maestro Isager. Albert y él fueron a la escuela juntos, y Josef se vio atrapado en la guerra entre los chicos y su maestro de pesadilla, sin poder elegir bando. Eligiera el que eligiese, sería un traidor. Solía pegar a su hermano, el siempre gimoteante Johan. Con el tiempo se embarcó, y nadie supo de sus andanzas. Más malos tratos y más víctimas, en quienes seguramente se desahogaría, así eran las cosas, pero puede que también fuese una salida. Eso pensaba Albert. Porque el mar suponía una enorme lejanía en la que un muchacho podía dejar atrás los malos tratos de la infancia y descubrirse nuevamente a sí mismo.

Pasamos muchos años sin ver a Josef. Oímos que había zarpado de Amberes rumbo al Congo. Navegó por los grandes ríos. Volvió a Dinamarca, pero no fue a Marstal. Se marchó de nuevo. Llevaba África en la sangre. No sabíamos por qué. Y finalmente se asentó. Trabajó como experto en naufragios, primero en Copenhague y después en Marstal. Su esposa, Maren Kirstine, con quien se había casado de joven, era del pueblo, y se establecieron en Kongegade.

Al principio no hablaba de los años pasados en África. Cuando le preguntábamos, hacía un gesto de rechazo con la cabeza, como si quisiera ahorrarse el esfuerzo porque de todas formas no íbamos a comprenderlo. Un día pidió a Albert que le dejara ver la cabeza reducida. Estuvo un rato con ella en las manos, haciéndola girar como si la evaluase. Finalmente, dijo con aire de experto:

—Nosotros no las hacíamos así.

—¿Nosotros? —preguntó Albert.

—Sí —respondió Josef, impasible—. Nosotros las ahumábamos.

Se echó a reír. Pero Albert no supo si era una risa de repugnancia o de cinismo.

—Ésta sí que la han trabajado bien —prosiguió Josef—. Nosotros las dejábamos secar, sencillamente. Parecían estar durmiendo, con los ojos cerrados y los labios algo estirados, que dejaban al descubierto una hilera blanca y estrecha de dientes. —Miró a Albert con expresión ausente, como si se hubiera detenido en el recuerdo.

—¿De quién hablas? —quiso saber Albert.

Josef salió de su ensimismamiento.

—De los negros, ¿de quién, si no? —contestó, y en su voz había un deje de decepción—. Teníamos que hacernos respetar. Había un capitán belga. Usaba las cabezas de los negros como decoración en torno a su macizo de flores. Desde luego, hay cada uno…

Volvió a reír, y esta vez a Albert le pareció percibir cierto embarazo en aquella risa. Se daba cuenta de que no era la conversación sobre las cabezas cortadas la que provocaba su turbación, sino que él desconociera el tema. Era como si Josef lo hubiese tomado por un cómplice y de pronto cayera en la cuenta de que se había equivocado.

Albert se quedó mirando a su antiguo compañero de escuela sin saber qué decir.

—¿Te extraña? —La voz de Josef adquirió de pronto un tono cáustico—. Pues es lo único que entienden. Al fin y al cabo, era por su bien. Si no, tendríamos que haberlos matado a todos. No querían trabajar. Lo que les gustaba era estar despatarrados en una estera bajo el sol igual que cocodrilos en la arena. Orgullosos y vanidosos, ya lo creo; pero, por lo demás, unos auténticos animales.

—Creía que trabajabas de práctico.

—Sí, era práctico, capitán de puerto en Boma, commissaire maritime. Llevé el Lualaba río arriba hasta Matadi, por un afluente estrecho y difícil. Antes de que llegase yo, los vapores transoceánicos no pasaban de Boma. Después empezaron a llegar hasta Matadi. Yo fui el primero.

Su voz irradiaba orgullo. Echó la cabeza hacia atrás y miró a Albert a los ojos. Por un instante pareció que lo contemplaba desde lo alto, aunque ambos estaban sentados y Albert lo superaba en estatura. Josef tenía los ojos hundidos, la nariz recta y prominente y un bigote cuyas puntas afiladas llegaban hasta la recia mandíbula. Su mirada se volvió arrogante.

—Era el mejor práctico del río Congo. Fui capitán de puerto en Boma, hice de todo. Pero eso no es lo importante. Importa más esto. —Se tocó una mejilla con el índice—. El color de la piel. Eso es lo importante. Yo era blanco, y dueño de la vida y de la muerte. En África hace tanto calor como en el mismo infierno, pero no hay nada contra el fuego que sientes arder dentro de ti. Es el regalo que te hace África. Por fin llegas a conocer tu fuerza. Uno de cada cuatro hombres no vuelve a casa. Se los lleva la fiebre, o los negros. Pero vale la pena.

Se inclinó y dirigió a Albert una mirada penetrante. La arrogancia había desaparecido. Era como si le rogase que lo comprendiera. Su voz adquirió un tono de súplica.

—He intentado explicárselo a la gente de aquí. Pero no lo entienden. Nadie que no lo haya conocido lograría entenderlo. Todo lo que has vivido antes no es nada. Todo lo que viene después, tampoco. Transparente, puro espejismo. Del Congo sólo te traes una cosa, y no son las chucherías que tengo colgadas en casa. Teníamos una canción. Tranquilo, no te la voy a cantar. —Carraspeó para aclararse la voz—. Congo —recitó, con voz súbitamente temblorosa a causa de la emoción—. Allí hasta el más fuerte tiene que callar y disponerse a morir. Hasta el más duro y el más salvaje está pronto vencido. Porque en el Congo los hombres mueren como moscas. —Su voz se hacía cada vez más penetrante, casi empañada por la pasión—. Pero yo no morí. Yo viví. Viví… —Dio una fuerte palmada sobre la mesa—. ¡No como aquí! ¡Esto no es vida!

Albert continuó callado. Quería desviar la vista, pero siguieron mirándose fijamente, y entonces comprendió qué era lo que había descubierto en los ojos de Josef. Josef había aprendido a mirar a los demás como sólo un dios puede hacerlo. ¿Lo dejamos respirar o merece morir? Era esa mirada lo que Josef Isager, hijo del viejo maestro Isager, se había traído a casa desde el Congo.

Ahora Josef era un anciano; seguía siendo el mismo, pero estaba viejo, y lo que necesitaban en África era juventud y vigor. Josef había regresado a Marstal. Era de aquí, y aquí vivía ahora exiliado. Nadie se rendía ante la amenaza de su mirada, aparte de Maren Kirstine, que era testigo muda y aterrorizada de su furia nocturna.

—¿Dijo por qué de repente quería enterrar la mano?

Abildgaard negó con la cabeza.

—Le pregunté cómo había conseguido una mano cortada. Dijo que era una especie de recuerdo, algo así como un colmillo de elefante, un collar o una lanza, objetos que también había traído a casa. Como si hablara de algo trivial, explicó que entre los soldados belgas era habitual cortar las manos a los nativos a los que mataban, como prueba de que no malgastaban los cartuchos. Que fue en una de esas ocasiones cuando la mano llegó a su poder. La verdad es que no supe qué decir. —Miró desconcertado a Albert—. Yo no quería la mano, pero la dejó aquí. «Usted es pastor», dijo. «Lo suyo son los muertos». No puedo desembarazarme de la mano. Pero tampoco puedo meterla en una caja y enterrarla en el cementerio. Ni siquiera tiene nombre. Soy un mar de dudas.

—Pastor Abildgaard, en uno de sus sermones habló usted de la sensación de que el mundo retrocede y las fuerzas le fallan a uno precisamente cuando más las necesita.

Abildgaard alzó la vista con una sonrisa de sorpresa.

—¿Estaba usted presente, capitán Madsen? Me alegro muchísimo de que recuerde tan bien mis sermones. Sí, fue una formulación afortunada.

Albert iba a decir algo más, pero prefirió callarse.

Abildgaard se sumió de nuevo en el abatimiento.

—¿Qué puedo hacer con esa mano? —gimió. Volvió a mirar por la ventana, como si el jardín encerrara una respuesta a su pregunta.

El dinero continuó fluyendo a espuertas. El mercado de fletes nunca había sido tan favorable. Lo mismo ocurría con las pagas. También los precios de los barcos siguieron su incomprensible alza. En una calle, podía suceder que una de cada dos casas estuviera de luto. Pero era como si la alegría no quisiese abandonar al resto de las familias, por el momento intactas. Las mujeres vestidas endomingadas se entremezclaban con las viudas de negro. Los escaparates de los comercios estaban adornados como si ya fuese Navidad. Ningún cortejo fúnebre se encaminaba al cementerio precedido de niñas que arrojaban flores en el camino. Los marinos muertos se quedaban lejos, educadamente, y no molestaban, y aquel verano las madreselvas embellecieron las calles con su exuberancia.

Cada primavera, antes de que la flota zarpase, todo Marstal solía oler a brea. Era por las gentes de mar, que untaban y untaban de brea los zócalos de piedra de las casas, como si éstas, igual que los barcos, necesitaran un calafateado antes de partir. En la parte alta de las fachadas había números de hierro forjado pintados de negro que indicaban el año en que se habían construido las casas: 1793, 1800, 1825. Si hubiésemos golpeado con un martillo los zócalos embadurnados de brea, la pintura se habría desconchado en capas semejantes a los círculos que en los troncos marcan la edad de los árboles. Pero nunca salían las cuentas. Lo que contaban las capas de pintura no eran los años. Era la ausencia. Los zócalos sólo se pintaban cuando el hombre estaba en casa.

Ahora iban desapareciendo, uno a uno, y las mujeres tenían que ocuparse también de aquella tarea masculina. En cuanto llegaba la primavera las veíamos unta que te unta con brochas tan negras como su ropa de viuda recién estrenada.

Los jóvenes y alegres alumnos de la Escuela Naval, que aspiraban a convertirse en primeros oficiales, cruzaban la ciudad en bicicleta como si quisieran atropellar a los niños que jugaban en la calle, quienes reaccionaban con chillidos de alegría. Los jóvenes volvían a sus pensiones para comer caliente durante el descanso del mediodía. Albert se ponía tenso al ver a algunos de ellos. También habían poblado sus sueños. Los submarinos estaban allí fuera, esperándolos. Ellos creían que su futuro iba a estar lleno de dinero y aventuras. Llevaban en la sangre la fiebre de la juventud, y a nada temían. Era Albert quien se angustiaba por ellos.

Se formaba ideas extrañas sobre la guerra y sus causas. Por aquella época frecuentaba bastante la iglesia, pero no los domingos. El chapitel estaba casi terminado. Estaban colocando la cubierta de cobre, y en la nave del templo los martillazos resonaban durante todo el día. De modo que no iba a la iglesia hasta que terminaba la jornada de trabajo. Buscaba el sosiego. Allí, tras los gruesos muros, en la fresca y blanca estancia donde el crepúsculo caía temprano, como si aquel lugar tuviera su propia versión del ritmo del día, le parecía que tenía tiempo para pensar.

Reflexionaba acerca de la muerte. Había quienes se quejaban si la muerte acudía con premura y se llevaba algún niño, una madre joven o un marino con una familia a la que mantener. Jamás lo había comprendido. Ciertamente, representaba una tragedia para los allegados y la persona a la que se arrebataba la mayor parte de su vida. Pero no era injusto. La muerte estaba más allá de aquellos conceptos. Tenía la sensación de que los allegados olvidaban a menudo su aflicción para quejarse en vano de la existencia. Porque a nadie se le ocurriría decir que el invierno era injusto con los árboles y las flores. Bien podía uno angustiarse cuando el sol se apagaba y la capa de hielo que cubría el barco lo hacía escorar peligrosamente, pero indignarse, enfadarse o enfurecerse, eso no. Era absurdo. La naturaleza no era ni justa ni injusta. Eso era privilegio de las personas.

Ya sabía por qué se sentía así. Porque pensaba a la vez hacia atrás y hacia delante. No prestaba tanta atención al detalle. Pensaba en la familia, la vida, que continuaba con padres e hijos, madres e hijas, que a su vez se convertían en padres y madres que tenían hijos e hijas. La vida semejaba un enorme ejército en marcha. A su lado corría la muerte y escogía a uno o a otro, pero el ejército no lo notaba. Seguía avanzando, y su tamaño no parecía disminuir, al contrario, crecía hasta la eternidad, y por eso nadie estaba a solas con la muerte. Siempre venía alguien detrás. Eso era lo que importaba. Así era la cadena de la vida: indestructible.

Aquella guerra, sin embargo, lo había cambiado todo. Podía darse una vuelta por el puerto y comprobar cuán pocos barcos estaban atracados en los muelles, inactivos, o amarrados a los postes de la dársena. Todavía quedaban algunos armadores que no querían poner vidas en peligro. Sin embargo, la mayoría navegaban. Había minas y los submarinos atacaban sin cesar. Y, a pesar de ello, navegaban. Podían caer seis barcos en un mes, cuatro el siguiente. El mar jamás había exigido tales sacrificios, pero los armadores y capitanes, que dejaban amarrados sus barcos cuando arreciaba la tormenta, los enviaron no obstante a una tempestad mucho más feroz: la de la guerra.

¿De dónde procedía aquel desprecio a la muerte, aquella falta absoluta de voluntad de aprender de la experiencia, aunque diez barcos hundidos y dos tripulaciones desaparecidas sin dejar rastro en dos meses debería haber sido suficiente escarmiento?

El puerto de kilómetro y medio de largo, ocupado por cientos de barcos fondeados para pasar el invierno, era nuestra ciudad, meciéndose en el agua, esperando la primavera y la partida. Nadie volvería a contemplar semejante espectáculo. Se había roto una cadena.

¿Dónde estaba lo que él llamaba la estirpe y la unidad, por las que sólo cuatro años antes había erigido un monumento? Aquella vez creyó que lo que erigía era una piedra conmemorativa. Ahora se daba cuenta de que era una lápida sobre la ciudad y el espíritu que la había creado. En la tercera columna de sus libros de contabilidad se encontraba la explicación, no sólo de la guerra, sino también del derrumbe de la ciudad: el beneficio. Aquella situación la habían provocado los elevados precios de todas las cosas: las pagas altas, los fletes, que se habían multiplicado por diez, los precios de los barcos. Los armadores que tenían el suficiente sentido de la responsabilidad para dejar los barcos amarrados veían que sus tripulaciones se enrolaban en otras naves. Querían embarcar, para participar en la fiesta de la guerra.

Y entonces vendimos los barcos. ¿Para qué tenerlos atracados cuando podían venderse por el triple o el cuádruple de su valor? El dinero invertido en la construcción se amortizaba en un año, y en consecuencia no se vendían solamente barcos viejos e inservibles, sino algunos que acababan de salir del astillero. Todos hablábamos en términos piadosos de lo terrible que era la guerra y asegurábamos que aquélla iba a ser la última. Y la guerra era terrible para los millones que cayeron en los campos de batalla. Pero los que salimos con vida nos aprovechamos de ella.

Dinamarca se mantenía al margen de la contienda y era neutral; pero ¿de verdad creíamos que íbamos a librarnos por la simple razón de que en la borda iba pintada una bandera danesa? Un marino tenía que poseer cierto arrojo. Pero aquello no era arrojo. Era insensatez. Marstal estaba en medio de una zona de guerra. Si en tierra había frentes, en el mar, desde luego, también, y la mitad de los marinos de la ciudad se encontraban a diario en alguno de ellos.

¿Qué nos impulsaba a ello? ¿Era acaso la perspectiva de beneficio lo que espoleaba aquella guerra? La codicia, que Albert veía al desnudo, ¿se había asentado también entre conciudadanos a los que creía conocer bien? ¿Era, sencillamente, que había envejecido y algo decisivo había cambiado, o se trataba de algo que siempre había estado allí, sólo que él no había sabido verlo?

De pronto Albert se sintió ridículo. Había estado a punto de volverse medio loco a causa de unos sueños que contenían una información terrible y no se había atrevido a contarlos a los demás. ¿Y si hubiera contado lo que sabía? ¿No nos habríamos reído de él, quitándole importancia, a pesar de no dudar que lo que nos contaba era cierto?

¿Morir? Bueno, tal vez.

Ése y ése, un primer oficial, un marinero, un patrón. Señalaríamos a los demás. Pero no a nosotros mismos. La codicia nos hacía creer que éramos inmortales. ¿Pensábamos en el día de mañana? Quizá en el nuestro, no en el del prójimo.

El patrón Levinsen puso objeciones cuando iban a construir el malecón.

—Hay que cuidar de uno mismo, no de la posteridad —dijo aquella vez; palabras que toda la ciudad se había esforzado en desacreditar.

Ahora nos correspondía tomar como modelo al miope Levinsen.

Herman volvió a casa con un bastón de hueso blanco en la mano. Estaba hecho con las vértebras de un tiburón, y no fue el primero en regresar de las Antillas o del Pacífico con un bastón como ése. Pero fue el primero en pasear con él por la calle, como si se tratara de un cetro y él fuese un rey. Lo hacía cimbrear en el aire cuando saludaba a los viejos conocidos, dándose aires.

También utilizó el espinazo de tiburón para llamar a la puerta de su tutor Hans Jepsen, mientras un grupo de chicos se mantenía a respetable distancia y acompañaba su martilleo con un rítmico «¡El caníbal anda suelto! ¡El caníbal anda suelto!».

Cuando Hans abrió la puerta, Herman le plantó el libro de navegación en las narices. Ya era marinero de primera y quería demostrar que merecía respeto. Ni siquiera saludó a Hans. Lo único que dijo fue su edad: veinticinco. Espetó la cifra como si realmente quisiera darle a su tutor un puñetazo en la cara. Estaba anunciando el destronamiento de Hans Jepsen. Porque Herman ya era mayor de edad y podía considerarse el dueño oficial del De Tvende Søstre y de la casa de Skippergade.

Hans Jepsen parecía no prestar la menor atención. Se quedó mirando el bastón blanco con el que jugueteaba Herman.

—Veo que has participado en un duelo con tiburones —dijo—. Y lo has ganado. Lástima que no ocurriera lo contrario.

Herman levantó el bastón, pero Hans fue más rápido. Ya había cerrado de un portazo. El golpe fue tan fuerte, que las vértebras salieron volando cuando el bastón blanco dio contra la superficie de madera pintada de verde. El grupo de chicos estalló en carcajadas. Después echaron a correr mientras chillaban de nuevo su «¡El caníbal anda suelto! ¡El caníbal anda suelto!».

Al cabo de un rato volvieron para recoger los pedazos del bastón, que Herman había dejado en el suelo. Nadie sabía por qué lo llamaban el Caníbal. Los chicos tienen sus propias razones. Seguramente lo temían, y entonces hacían lo que hacen siempre los chicos con lo que los asusta: se acercaban, lo señalaban con el dedo, le ponían apodos y ensordecían su propio miedo a fuerza de reírse a carcajadas en grupo. Guardaron los huesos en latas y estuches, de donde los sacaban para celebrar rituales secretos, o los utilizaban para adornar sus escondites en los álamos huecos que flanqueaban las carreteras de las afueras de la ciudad.

A lo largo de una semana, Herman pagó todos los días una ronda en el Café Weber para celebrar su nueva condición de hombre acaudalado. Tenía las mejillas hinchadas y una expresión retadora, belicosa. Siempre nos medía con la mirada, como si pudiera exigirnos un juramento de fidelidad por el que teníamos que rendirnos ante sus caprichos o aceptar las consecuencias. Para saber cuáles podían ser las consecuencias bastaba con mirar sus enormes manazas, que se abrían y cerraban sin parar, inquietas, como si echaran de menos algo que agarrar y pulverizar. Había crecido todavía más desde la última vez. Los hombros eran más anchos, tenía unos brazos imponentes y una caja torácica como la cabina de un camión, pero también había echado tripa. Iba camino de engordar, a pesar de su juventud.

Le preguntamos si había comido en casa de Larsen el Manitas o Nielsen el Filloas. Eran los sitios donde solíamos tomar nuestro guiso y nuestros cocidos cuando estábamos sin trabajo en Copenhague, esperando a enrolarnos.

—Yo voy a sitios mejores —respondió.

En el brazo derecho llevaba tatuado un enorme león agazapado para atacar, obra de Hans el Tintas, de Nyhavn. En un pergamino, debajo de la bestia, se leía la frase Smart and Poverfull.

Herman pagó otra ronda.

—¡Ahora veréis, maldita sea! —exclamó—. ¡Ahora veréis!

Había algo en su tono que nos hizo pensar que lo que íbamos a ver tal vez fuese lo que vio Jepsen el día en que, en algún lugar entre Marstal y Rudkøbing, cayó, saltó o lo ayudaron a saltar por la borda.

Herman había estado en muchos sitios, como todos nosotros, pero había uno al que los demás no solíamos ir. Había estado en la Bolsa de Copenhague, y él, que para nosotros siempre había sido un chico ceñudo cuyo mal humor tal vez escondía un crimen, desplegaba de pronto una insólita elocuencia que nos hacía recelar tanto como de las circunstancias que rodearon la muerte de su padrastro.

Ya sabíamos qué era la Bolsa, claro. Era un lugar al que sólo acudían los expertos en cálculo y los ricos, y donde todo se traducía en dinero, y el dinero se traducía automáticamente en más dinero o menos dinero, y la gente entraba triunfadora y a la hora siguiente salía derrotada, y en un brevísimo instante la vida podía ser tanto un auténtico deleite como una tragedia. Sí, eso ya lo sabíamos. Y también sabíamos que estábamos sometidos a las leyes que regían la economía, porque el coste de un flete dependía no sólo del peso de la carga y de las millas que había que recorrer, sino también de la oferta y la demanda. Y si nosotros no lo sabíamos, lo sabían Madsen, Boye, Kroman, Grube y los demás consignatarios y armadores de Marstal. Pero de las leyes que regían todo aquel barullo lo ignorábamos todo, y cada uno de nosotros era consciente de que tenía más probabilidades de sobrevivir a un tifón que de salir de la Bolsa de Copenhague con los bolsillos llenos. Herman parecía haber pasado la mitad de los años que había estado fuera en aquel torbellino de dinero y valores que tragaba a personas y fortunas para después escupirlas. La nueva América, así lo llamaba.

—No hace falta ir hasta América para hacerse rico. Basta con atracar en Copenhague. Hasta los recaderos especulan en la Bolsa. Un día, recadero. Al día siguiente, millonario.

Nos hablaba como si no supiéramos leer ni hacer cuentas, como si fuésemos una pandilla de negros con el culo al aire y él, un misionero que había venido para informarnos de la tierra prometida. Su voz sonaba pegajosa, llena de una paciente condescendencia que no casaba con él ni nos hacía la menor gracia. El primer oficial del Ludvig, Thorkild Folmer, adelantó la barbilla y se puso terco.

—Las sirvientas de Marstal también tienen participación en los barcos —dijo, para mostrar que estábamos a su altura.

Herman se echó a reír.

—¡Ja, ja! Sí, claro, una centésima parte; pero ¿una centésima parte de qué? ¿Cuánto puede sacar un barquito de mala muerte en una temporada? ¿Quién se hace millonario con eso? Sí, un avaro de Marstal podría conseguirlo si viviera doscientos años y en todo ese tiempo no comiera ni bebiera.

Volvió a soltar aquella risa desagradable con la que pretendía demostrar que era más listo que todos nosotros juntos.

De su boca no paraban de salir palabras nuevas. Margen, decía, al alza, a la baja, fórmulas mágicas para quienes entendían el significado y un galimatías incomprensible para el resto de nosotros. Mencionaba los nombres de sus amigos de la Bolsa, hombres cabales y previsores, auténticos pioneros: el Gamberro, la Acera Rodante, el Sacamuelas, el Judío Rojo, el Guardagujas, tipos sencillos, nada ceremoniosos, como se desprendía de sus apodos, que habían escogido ellos mismos igual que escogían a cualquiera que simplemente tuviera el espíritu adecuado y quisiera enriquecerse a toda prisa. Aunque fuese un marinero de segunda. O un grumete.

—Les hablé de mi herencia, sencillamente. Y me prestaron dinero. Por mi cara bonita. A mí, a un grumete. —Su rostro se ensombreció un instante, y miró a quienes lo rodeaban en el Café Weber—. No como otros.

Y es que recordaba que nadie había querido aceptarlo de segundo marinero ni de grumete. Pero en la Bolsa no lo rechazaron. A los elegantes adinerados de Copenhague les pareció una persona válida. Lo admitieron en sus círculos. Nosotros lo habíamos expulsado de los nuestros. Pero él volvió.

—Ahora veréis —dijo por enésima vez, entornando los ojos hasta convertirlos en dos ranuras estrechas—. Ahora veréis. ¡Vamos si veréis! —Tomó un trago de su cerveza y lo escupió al suelo—. ¿Cerveza? ¡Ja! En Copenhague nadie bebe este brebaje. Allí tomamos champán para desayunar.

El Café Weber estaba lleno a rebosar. Herman constituía toda una atracción. Se había remangado y contemplábamos el león de su brazo derecho. Smart and Poverfull. Puede que fuera un asesino. Puede que sólo fuera un payaso. Pero puede que todo lo que contaba fuera verdad, en cuyo caso éramos nosotros los payasos, mientras que él era smart y poverfull. Nosotros no lo veíamos como los chicos que lo perseguían por la calle y se reían de él porque en el fondo lo temían. Los mayores no nos reíamos de Herman. Eso sí, temíamos hacer el ridículo. Asentíamos con la cabeza poniendo cara de entendidos, mientras ocultábamos nuestra repugnancia. ¡Champán para desayunar! ¡Puaj, qué asco! El champán lo servían en los patios interiores de las casas de putas de Buenos Aires, con sus palmeras, sus fuentes y sus cuadros subidos de tono. Era el zumo de las chicas de mala vida. Era el engrasado necesario para humedecer a una señorita. «You nice. Please buy van small bottle champagne». El champán era parte de la tarifa.

Miramos las burbujas que subían incesantemente desde el fondo de las copas. Parecía el último aire que escapa de los pulmones de alguien que se ahoga.

Podríamos haber escupido al suelo. Pero no lo hicimos. Vaciamos nuestra cerveza y nos pareció que tenía un sabor extrañamente soso e insípido.

Herman ya tenía su corte.

Había un grupo de hombres en el embarcadero de vapores, charlando en la templada noche de verano. El mar y el cielo eran puros tonos pastel, azul claro y rosa, y el mar estaba tan en calma que semejaba un suelo sobre el que se podía ir andando hasta la isla de Langeland. Había jóvenes y viejos mezclados. Los jóvenes hablaban con una nueva desenvoltura. Apenas habían mojado los dedos de los pies en el mar del mundo, pero se sentían poseedores de una gran experiencia, debido a la guerra y al mucho dinero que manejaban. En medio de ellos había un extraño, y era precisamente él quien atraía la atención de los demás.

Herman también estaba allí, pero por una vez se quedó callado. Tenía la vista fija en el forastero, un hombre alto y fuerte, con un sombrero de paja de ala ancha y una chaqueta de verano clara colgando suelta de sus anchos hombros. Sus labios eran carnosos, y un mechón rubio rojizo caía, con negligencia, sobre su frente. De no ser por sus ojos inyectados en sangre, habría parecido un veraneante pasando unas vacaciones relajadas en la ciudad costera. Sonreía sin parar y cada dos por tres abría los brazos mientras el entusiasmo le hacía elevar el tono de voz. No ocultaba su complacencia por la atención que le prestaban sus jóvenes oyentes. Los patrones de más edad se habían retirado a la periferia del círculo, y era difícil saber si eso se debía a su aversión hacia Herman o a que el forastero era claramente un aliado de él; sí, incluso en lo físico y en su forma grandilocuente de hablar les recordaba a éste.

El rostro de Herman tenía una expresión que nunca le habíamos visto. Estaba claro que admiraba al forastero. No sólo tenía la mirada fija en sus labios, sino que empezó a mover los suyos como si repitiese en silencio cada palabra del forastero y se preparara para repetirlas a la menor oportunidad.

Herman no solía admirar a nadie. Albert lo salvó una vez de una colisión entre buques, pero, en lugar de agradecérselo, el episodio sólo sirvió para alimentar sentimientos hostiles por su parte. Albert le dio un sopapo y Herman le guardaba rencor por ello. Cuando divisó a Albert, que estaba dando su habitual paseo nocturno por el puerto, y lo invitó a sumarse al grupo, no lo hizo con ninguna intención amistosa.

—Buenas noches, capitán Madsen —dijo con tono cortés, y supimos de inmediato que su serenidad sólo se debía a la presencia del forastero—. Permítame presentarle al ingeniero Henckel.

—Edvard Henckel. —El forastero le estrechó la mano con una amplia sonrisa.

Albert nunca había olvidado la mirada de Herman el día en que saltó a bordo del De Tvende Søstre. No esperaba que el chico fuese a atacarlo de aquella manera. Fue un golpe espontáneo, que Albert consiguió eludir con facilidad, y tampoco era la primera vez que paraba los pies a un timonel incompetente soltándole un sopapo. El chico podía haber actuado bajo el influjo del pánico. Pero su mirada reflejaba una furia brutal que llevó a Albert a creer que Herman era perfectamente capaz de cometer un asesinato. Había dureza en él. La dureza no era mala en sí, pero en el interior de Herman parecía haber una semilla tan muerta como un árbol petrificado. Nada iba a germinar en él para conducir su vida en una dirección inesperada. No había ningún poder germinativo, sólo aquella dureza.

Albert sabía que el muchacho lo consideraba su enemigo. Era un sentimiento al que él no correspondía. A menudo lo asaltaba un malestar casi físico en su presencia, pero también compasión. Al fin y al cabo, se sentía viejo y resignado. Se acercó, pues, al fanfarrón de Herman con la misma aversión con que se acerca uno a un animal peligroso que tiene una zarpa ensangrentada atrapada en un cepo.

Estrechó la mano que el ingeniero Henckel le tendía y después dirigió su atención hacia Herman.

—He oído que has vendido el De Tvende Søstre —dijo—. Lástima, era un buen barco, un deleite para la vista y un orgullo para la ciudad.

Herman se enfadó ante el tono solemne de su voz.

—Puede que sí —repuso—, pero he sacado un buen beneficio de la venta, y eso es lo importante.

—Lo será tal vez para un hombre de negocios, pero no para un marino. Hay otras cosas que nos unen a nuestros barcos, no sólo la perspectiva del beneficio rápido.

—Oiga… —Un tono de impaciencia se anunciaba en la voz del joven, como si estuviera hablando a un sordo—. Podría navegar con el De Tvende Søstre hasta el infierno y volver, y aunque últimamente el mercado de fletes se ha multiplicado por diez, de todos modos nunca podría ganar tanto navegando con él como vendiéndolo.

—Eso es pan para hoy y hambre para mañana —apuntó Albert.

Se habían convertido en los protagonistas. Los demás habían formado un corro en torno a ellos, como se hace con dos duelistas. El ingeniero Henckel tenía las manos cruzadas a la espalda. Una sonrisa de expectación se dibujaba en sus gruesos labios.

—¿Quién dice que vaya a tener otro barco? Sí, armador suena muy bien, pero puede que dentro de poco sea un título sin valor.

Albert percibió el tono insolente de su voz; pues ¿no le estaba diciendo aquel advenedizo que sus tiempos habían pasado y que su experiencia no valía para nada?

Por un instante sintió arder la furia dentro de sí. Alzó la mirada hacia el joven, que estaba ante él con las piernas separadas y una expresión burlona en el rostro. Las mangas de su camisa estaban remangadas de cualquier manera por la calurosa noche de verano, de modo que el león agazapado para atacar y las palabras Smart and Poverfull quedaban al descubierto.

—Hay dos faltas de ortografía en tu tatuaje —dijo.

Se arrepintió de inmediato. Se había pasado. De nada valía pagar con la misma moneda. Herman era duro, quizá un bruto, pero su dureza era la de los tiempos. ¿Y él? Su tiempo había pasado, y también el de la ciudad. Lo que ocurría era que la gente no lo advertía.

Herman dio un paso al frente. Tenía unos puños enormes, pero cuando Henckel le puso una mano en el hombro se quedó rígido, como si le hubieran susurrado una orden al oído.

Albert se disponía a despedirse del grupo con un gesto de la cabeza, cuando el ingeniero tomó la palabra.

—Hay mucha verdad en eso que acaba de decir usted. No creo equivocarme si afirmo que ha hablado un viejo marino. Yo crecí en Nyboder[4] y mi primer puesto de aprendiz fue en los astilleros de la Armada de Guerra. Reconozco a un marino en cuanto lo veo, y sé lo que significa el amor al mar.

Herman se puso tenso. Frunció peligrosamente las cejas, como si de pronto se sintiera traicionado, pero Henckel continuó, impasible.

—La navegación danesa está viviendo un renacer. Existe una coyuntura favorable gracias a la guerra, y hay que hacer que dure. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Herman—. ¡Construcción de buques! ¡Astilleros! Eso es lo que necesita el país. Ahora Marstal va a tener su propio astillero para barcos de acero. En Kalundborg, el astillero de barcos de hierro; Vulkan, en Korsør. Modestia aparte, han sido iniciativas mías. Ahora le toca a Marstal.

»Fue Herman quien me dio la idea de unos astilleros en Marstal. Ya figura como copropietario. Sí, es demasiado humilde para mencionarlo. Pero la considerable suma obtenida con la venta del De Tvende Søstre la ha invertido en los nuevos astilleros para barcos de acero. Ha sido el primero. Estamos construyendo el futuro de la ciudad. Y de la navegación danesa. —Con su manaza pecosa cubierta de un vello rubio rojizo, dio un apretón de confianza en el hombro de Herman—. Sí, Herman. Marstal tiene razones para estar orgullosa de ti. Eres un auténtico hijo de Marstal.

Albert miró a Henckel y después a Herman, que pacíficamente dejaba que la mano del ingeniero descansara en su hombro, y comprendió que el ingeniero de Copenhague había logrado lo que ningún otro: domar a Herman. Tal vez lo único que hizo fue asentir con la cabeza en lugar de sacudirla cada vez que el visionario fanfarroneaba con sus ambiciosos planes. Pero Albert se dio asimismo cuenta de otra cosa. Si Henckel era el maestro de Herman, se debía a que había apelado a la falta de escrúpulos que éste albergaba. Eran del mismo paño.

Albert saludó despreocupadamente con el bastón. Antes de volver a casa a acostarse y sumirse en sus atormentados sueños, quería estar a solas con la noche veraniega.

Oyó a sus espaldas que el ingeniero invitaba al grupo a champán en el hotel Ærø. Sonaron unas risas alegres. No se volvió, y continuó andando hacia la piedra conmemorativa. De repente tuvo la impresión de haber vivido demasiado.

No creía en las promesas del ingeniero Henckel ni en las fanfarronadas de Herman; pero ellos pertenecían al mundo de los vivos, y él al de los muertos.

Albert estaba un día sentado en la iglesia, pensando. Tenía que dar la noticia de otro fallecimiento. El pastor Abildgaard parecía de nuevo alicaído. Cuando era capitán, había tenido que comunicar de vez en cuando la noticia de una desgracia. En aquella época solía conocer al fallecido y podía hablar de él con minuciosidad; nunca decía tópicos, y a pesar de que como capitán mantenía las distancias con la tripulación, conocía lo suficiente a las personas para comprender a cada uno de ellos y pronunciar las palabras adecuadas. Sabía que la palabra de un capitán significaba mucho, incluso más que la de un pastor. Éste podía estar más cerca de Dios, pero no más cerca de la vida y la muerte y de la frontera entre ambas, y eso era lo que contaba. Eran las palabras del capitán, no las del pastor, las que estaban escritas en las lápidas invisibles que se erigían en su recuerdo; y en cuanto a los funerales, el pastor tenía poco trabajo en una ciudad de marinos. Se quedaban en el mar.

A los que habían muerto esta vez quizá no los conociese tan bien, pero siempre sabía algo de ellos, porque Marstal era una ciudad pequeña. Si se trataba de un joven víctima de la guerra, entonces conocía a su padre y podía conjeturar muchas cosas. Si era un hombre mayor, entonces sí lo conocía, tal vez incluso lo había tenido a sus órdenes cuando aún se hacía a la mar. En medio del vacío que se abría al notificar un fallecimiento, él constituía una presencia y un apoyo. En cierto modo cerraba el paso a la muerte. Ocupaba su lugar en la puerta y aliviaba el espanto de los familiares. Sus lamentos enmudecían, y así llegaban más rápido al duelo, que necesitaban para recuperar el ánimo.

Y es que Albert sabía algo. En sus sueños había presenciado a menudo los últimos instantes de los fallecidos. Los había visto rendirse entre las olas espumeantes. Los había visto despedazados por las balas. Los había visto yacer sin vida sobre la bancada, con el rostro congelado, tras varios días a bordo de un bote salvavidas en medio del helado mar invernal. Pero no podía revelarlo. Y no obstante ello hablaba con asombrosa seguridad sobre los instantes postreros de los muertos. Mentía como sólo puede hacerlo quien conoce la verdad. Con sus mentiras lograba que desapareciera el pavor y el dolor, pero no la muerte. No hablaba del más allá, porque no era el pastor Abildgaard, y por eso creían en sus palabras. Era viejo, siempre había estado en la ciudad, todos conocían sus espaldas anchas y su barba recortada. Allí, en presencia de la muerte, su autoridad seguía vigente. Era el capitán. Entraba en las casas de los allegados, quizá por vez primera, y su visita daba a la muerte una trascendencia que de otro modo probablemente no hubiese tenido. Los ayudaba a defenderse de la oscuridad. En aquel momento no se sentían solos. Pero no era él quien estaba en su casa, sino toda la ciudad, la unidad, la estirpe, el pasado y el futuro. La muerte estaba ya casi derrotada, la vida continuaba.

En presencia del capitán Madsen nadie pedía que se hablara de Jesús. Nadie le preguntaba dónde estaban los muertos, y si se encontraban bien. Porque su mensaje era muy simple: así son las cosas. Él nos enseñó aquella resignación total. Dejaba que las circunstancias de la vida nos hablaran directamente. El mar que nos lleva no tiene nada que decirnos cuando se cierra sobre nuestras cabezas y llena nuestros pulmones. Tal vez fuera un extraño consuelo, pero en sus palabras encontraban apoyo, ya que siempre había sido así y se trataba de algo que nos tocaba a todos.

Albert sabía que algunos no podían superar la crisis sin el Salvador, y los dejaba en manos de la viuda de Carl Rasmussen. No consideraba su fe un signo de debilidad. Sabía que la gente necesita toda clase de remedios. Él no tenía ninguno. Sus sueños representaban para él un tormento. Se encontraba solo, y su fe en la unidad se había roto en mil pedazos. Al abandonar las salas de la muerte caminaba erguido; pero por dentro estaba destrozado.

No sabía qué era lo que necesitaba. Por eso estaba sentado en la iglesia, pensando. Se miraba las manos. De vez en cuando levantaba la vista hacia el retablo de Rasmussen, que representaba a Jesús aplacando la tormenta en el lago de Genesaret. En el mundo exterior la guerra seguía arrasando. Estaba muriendo más gente que nunca, y él apuntaba en sus libros de contabilidad las cifras de pérdidas. A veces le parecía que era como el cretino de Anders Nørre, un hombre cuya única relación con la lucidez eran las interminables columnas de números que atravesaban como relámpagos la oscura noche de su mente. ¿Qué habría hecho Jesús en medio de una guerra mundial en la que un único crucificado con una lanza clavada en el costado no contaba para nada, cuando millones y millones colgaban del alambre de espino y morían sujetándose las entrañas con las manos?

Él anotaba las cifras. ¿Era el único modo de soportar aquella destrucción inconcebible? Si encontraran sus libros de contabilidad, ¿qué pensarían? ¿Que los había escrito un cretino?

Se levantó del duro banco de madera pintado de azul y se estremeció. Hacía frío en la iglesia encalada. Tenía un telegrama en la mano. Lo habían recibido en la naviera y contenía la notificación oficial sobre el naufragio de la goleta de tres palos Ruth. Lugar: el océano Atlántico. Durante la travesía de St. John’s a Liverpool. Tipo de naufragio: desaparición. Viento y condiciones atmosféricas: desconocidas. Era un problema de aritmética con una solución tristemente sabida: «Desde que zarpó de Terranova no se sabe nada del Ruth. Se presume hundido con toda la tripulación».

Era aquella observación lacónica la que tenía que traducir a lenguaje humano.

En todos los casos se trataba de factores desconocidos: el barco había desaparecido en algún lugar del inmenso Atlántico. Podría haber naufragado en cualquier punto en un radio de mil millas. Causa: inmovilizado por el hielo, una tormenta, la mala mar, un monstruo acorazado de tiempos primigenios que de pronto aparecía provisto de torpedos y una crueldad a prueba de balas, como recordatorio de que el marino tenía otros enemigos, además del mar. La suma de todos esos factores desconocidos era la muerte de un joven, desaparecido para siempre, brutalmente expuesta a Hansigne Koch, viuda de marino, que dos años antes había perdido a su hijo de siete años en un accidente en la dársena de los botes.

Era su misión. Tenía que ayudar a alguien a arribar a buen puerto, o al menos evitar que lo tragaran las profundidades en el momento en que llegase la noticia.

Desde el mirador había visto a Lorentz cruzar la calle. Llevaba el telegrama en la mano. Con cierta dificultad se sentó en el sofá después de colgar su abrigo en la entrada. Los muchos años de actividad habían hecho mella en él. Las debilidades de su niñez habían vuelto a aflorar. Solía sufrir ahogos, sobre todo durante los fríos meses de invierno. También había tenido un ataque al corazón. Respiraba a sacudidas, subiendo y bajando los hombros, jadeando y gargareando. Era por el esfuerzo de atravesar la calle expuesto al fuerte viento cargado de aguanieve. Había olvidado ponerse el sombrero, y llevaba el escaso cabello pegado a la coronilla. Su cara de Buda estaba de un rojo encendido. Entró en la sala con su imprescindible bastón.

—Esta vez ha sido el Ruth —se limitó a decir.

Ya había perdido otros dos barcos, y en ambas ocasiones fue él quien informó a los allegados. Seguramente pensaba hacerlo también esta vez, pero, en su estado, el paseo por la ciudad exigiría un esfuerzo extraordinario, que podría salirle caro. Era demasiado viejo para montar a caballo.

—Has olvidado el sombrero en casa —señaló Albert—. Ya lo haré yo.

Albert subió por Kirkestræde a fin de informar al pastor Abildgaard. Después estuvo sentado en la iglesia para prepararse, como solía hacer, y en ese momento se hallaba ante un portal de Vinkelstræde. Fue Hansigne Koch en persona quien abrió la puerta.

—Ya sé por qué ha venido —dijo con calma en cuanto vio la imponente figura de Albert en la puerta—. Es por Peter.

Pronunció el nombre de su hijo, y fue como si en aquel momento hubiera recibido una descarga. Su semblante palideció y sus labios se estremecieron.

—No se quede ahí —añadió con tono súbitamente imperioso, y Albert se dio cuenta de que, con su brusquedad, la mujer pretendía evitar el derrumbe. Hansigne desapareció en la cocina para hacer el café del que nadie se libraba cuando la visitaba, por muy malas noticias que trajera.

Albert fue al salón y se sentó. La estufa estaba fría. La estancia no se utilizaba a diario, y por eso no estaba caldeada, pero él sabía que era allí donde ella deseaba servirle el café. Oyó el ruido de la cafetera en la cocina, después el sonido de una cerilla al encenderse y el susurro de la llama de gas. No percibió ni un sonido procedente de la propia Hansigne Koch. Si lloraba, lo hacía en silencio.

Entró con las tazas de café. Eran de porcelana inglesa, probablemente traídas por su marido o tal vez heredadas. Después se puso a encender la estufa. Él no se ofreció a ayudarla ni sugirió que lo dejase estar o que tomaran el café en alguna de las habitaciones templadas de la casa. En ese momento, la rutina se convertía en la tabla de salvación de Hansigne Koch. Era también la base sobre la que tendría que salir adelante en lo sucesivo. El café era un ritual tan importante como el entierro que nunca podría dar a su hijo ahogado.

Se sentó delante de él y sirvió el café. Albert explicó las circunstancias del supuesto naufragio. No había mucho que contar. «Desaparecido», es decir, que no llegó a su escala en Liverpool. Era importante que no alimentase esperanzas por la incertidumbre que rodeaba la desaparición del Ruth. De lo contrario, nunca asumiría la pérdida. Puede que de todas formas tampoco lo hiciera, pero la esperanza detendría el tiempo, y éste no podría ejercer su efecto balsámico. Bien lo sabía él.

No mencionó la guerra.

—¿Cree usted que fue un submarino? —preguntó Hansigne.

Albert negó con la cabeza.

—Nadie puede saberlo, señora Koch.

—Recibí carta de él hace dos días. Con remite de St. John’s. Decía que muchos habían desertado. El Ægir no pudo zarpar, no quedaba nadie a bordo. También desertaron del Nathalia y del Bonavista. Y eso que les daban pan de centeno en el rancho. En el Ruth sólo les daban galletas. «Si al menos tuviera los trozos de pan que comen las gallinas del abuelo…». Eso me escribió. Ay, siempre andaba preocupada por si comía como es debido. —Seguía sin llorar—. Una madre nunca tiene un momento de paz —prosiguió—. A veces pienso que no voy a dejar de preocuparme hasta que me muera. Siempre he tenido miedo, desde el día en que embarcó. —Hizo una pausa—. ¿Por qué tiene que ser así? Siempre con la misma angustia. Pero un submarino es lo peor.

Albert la tomó de la mano. Había sido un submarino. Lo había visto. Los tripulantes fueron ametrallados antes de que lograran llegar a los botes, y después el barco fue incendiado. Había visto a Peter preparar el bote salvavidas. Una bala le reventó el pecho y lo arrojó sobre cubierta. Después los tripulantes del submarino abordaron el barco y echaron petróleo encima. Las jarcias y velas fueron pronto presa de las llamas. El Ruth, transformado en una pira funeraria para su tripulación, desapareció chisporroteando entre las olas.

Ése era el momento más difícil para él. Tuvo que dominarse para que su mano, que asía la de Hansigne, no empezase a temblar como la de ella. Se sentía solo. Pero su soledad no era nada comparada con la de aquella mujer, que había perdido marido y dos hijos.

Hansigne lo miró a los ojos. Seguía sin llorar. Parecía una terrible prueba de resistencia que se hubiese impuesto a sí misma.

—Capitán Madsen, no siento nada —dijo. Había incredulidad en su voz, como en la de una víctima de un accidente que ha quedado paralizada de cintura para abajo y advierte de pronto que ya no siente las piernas—. Lo sabía —añadió para sí.

—¿Qué es lo que sabía, señora Koch? —preguntó él con suavidad.

—Cuando el pequeño Eigil se ahogó, supe que nunca volvería a llorar. Jamás sentí preocupación por él. ¿Qué puede pasarle a un niño que está en la calle jugando? Y va y se ahoga en el puerto. Ay, capitán Madsen, aquel día mi corazón se paró. Creo que conté los segundos, y de mi corazón no llegó ninguna respuesta, ningún latido, ninguna palpitación, nada de nada. En mi pecho había un silencio absoluto. Peter estaba en casa. Me cogió en sus brazos y me estrechó contra sí, igual que hacía yo con él muchos años antes, cuando era un niño. «Mamá, qué contento estoy de tenerte todavía», me dijo, y aunque no hizo desaparecer mi tristeza, mi corazón volvió a funcionar. Nunca escribía una carta sin pedirme que saludara a Eigil en el cementerio.

Seguía sin brotar el llanto.

—Y ahora ha desaparecido —prosiguió; las palabras acudían a sacudidas—. Ahora no puedo saludar a Eigil de parte de nadie. —Bajó la cabeza. Sobre la mano de Albert empezaron a gotear lágrimas.

Pasó un rato. Albert permaneció en silencio.

—Vaya, al menos me quedan lágrimas —dijo ella al fin.

Albert percibió alivio en su voz. La prueba de resistencia había terminado. Había recuperado la entereza.

—No es lo único que le queda —señaló Albert—. No olvide que hay alguien que la necesita.

La señora Koch lo miró con expresión de desconcierto. Se enderezó, sobresaltada, como si alguien acabase de llamarla. Entonces un nombre de mujer surgió de sus labios.

—¡Ida!

Lorentz había informado a Albert sobre la familia. Ida era la hija de la señora Koch, una niña de once años que aquella mañana estaba en la escuela de Vestergade.

—Ida —repitió la señora Koch, levantándose con un movimiento rápido—. Tengo que ir a buscarla.

Ya se había puesto el abrigo y estaba en el vestíbulo dispuesta a salir. Subieron juntos por Vinkelstræde y después por Lærkegade. Albert se ofreció a acompañarla hasta la escuela, pero ella declinó la oferta.

—Hace un rato ha dicho usted una verdad, capitán Madsen. —Le dio la mano para despedirse—. Siempre hay alguien que nos necesita. A veces lo olvidamos. Pero a lo mejor es lo que nos mantiene vivos.

Albert dobló Nygade abajo y tiritó al contacto con el aguanieve que le golpeaba el rostro. ¿Servía él para algo? ¿Había alguien que lo necesitara?

Pateó irritado la nieve medio derretida y se pasó la mano por la cara mojada.

La viuda del pintor de marinas también iba a la iglesia. Se sentaba sola en un banco, mirando fijamente a Jesús y las olas embravecidas. Pensaría en el Salvador, en sus hijos, que le habían sido arrebatados uno a uno hasta que sólo le quedó su hija, o tal vez en su difunto marido. Era difícil de saber. Una vez, Albert entró en la iglesia y la encontró sentada algo más adelante. Entonces salió sin hacer ruido. No quería molestar. Se fijó en la hora. Tal vez fuera mujer de costumbres. Empezó a ir a la iglesia algo más temprano. Si permanecía el tiempo suficiente, ella siempre aparecía. No salía al verlo. Se sentaba a cierta distancia de él y se entregaba a su propio recogimiento. Albert oía el frufrú de su vestido y el roce de sus zapatos contra el banco. Al rato se levantaba. Ella alzaba la mirada y él le dirigía un leve saludo con la cabeza al salir. En lo sucesivo acudía todos los días a la misma hora. También ella aparecía. Dos personas ancianas, en silencio, cada una en un extremo de la iglesia.

No, Albert no era de los que saben dónde buscar consuelo. Sabía cómo ser útil a otros. A veces ambas cosas suelen coincidir. Pero no podía hablar con otras personas de lo que lo atormentaba y, como no creía en ningún Dios, no podía hablar de ello en absoluto. Sin embargo, acudía todos los días a la iglesia, media hora antes de que apareciera Anna Egidia Rasmussen, y se quedaba sentado, como si estuviese esperándola.

No iba a la casa de Dios para encontrar a Dios. ¿Quizá lo hacía para encontrar a una persona?

Un día ella se sentó a su lado. Albert no sabía si era eso lo que había esperado. Alzó la mirada de sus manos y la saludó.

—¿Otra vez aquí, capitán Madsen? —preguntó ella.

Él asintió en silencio, sin saber cómo continuar. Acababan de notificar la desaparición del Hydra, y tenía que anunciar un fallecimiento. La receptora era la viuda del capitán Eli Johannes Rasch. También ella tenía algo que notificar.

—¿Es que no va a terminar nunca esta guerra espantosa? —dijo suspirando, entregada como siempre a la contemplación del retablo de su difunto marido.

—No va a acabar nunca —dijo Albert. De pronto sintió que una furia se desataba en su interior. Hizo lo que había jurado no hacer jamás en presencia de los deudos. Se puso a sermonear sobre la guerra—. No acabará nunca mientras haya alguien que obtenga beneficio de ella.

—¿Cómo iba a sacar alguien beneficio de tanto horror y tanta muerte?

—Dese una vuelta por Kirkestræde. Mire los escaparates. La ciudad prospera como nunca.

—No irá a decirme en serio que los habitantes de una pequeña ciudad como Marstal son los que sostienen la mayor maquinaria de guerra de la historia, ¿verdad, capitán Madsen? ¿Es que no ve el dolor que ha traído la guerra a la ciudad? Tiene que verlo. Igual que yo, usted comunica casi un fallecimiento por semana.

—Sí, señora Rasmussen, sí que veo el dolor. Usted y yo lo vemos porque transitamos por las salas de la muerte. Los demás miran boquiabiertos los escaparates de las tiendas. Corresponde a la naturaleza humana que prefiramos adorar al becerro de oro, y ésa es la causa más importante de la guerra actual.

—Yo no entiendo de política —dijo ella, bajando la mirada—. Sólo soy una anciana que ha vivido demasiado tiempo.

—Pero, que yo sepa, es usted ocho años más joven que yo.

—Sí, es verdad. Pero cuando eres viuda… —Se detuvo, demasiado pudorosa para continuar.

—¿Sí…? —dijo él, expectante.

—Cuando eres viuda ya no tienes vida propia. Vives por medio de otros. Es como si de golpe pertenecieras a los viejos. Me he sentido vieja desde que murió Carl, pese a que han pasado ya veinticuatro años.

—He reparado en que suele venir aquí a menudo. Supongo que pensará en él.

—Vengo aquí por la misma razón que usted, capitán Madsen. Para pensar en el Salvador. —Lo miró, evaluándolo—. Porque, claro, es usted creyente.

—Era creyente —puntualizó Albert—, pero no creía en el Salvador. Creía en otras cosas. Creía en esta ciudad y en las fuerzas que la habían construido. Creía en la unidad y en la comunidad humana. Creía en muchas cosas, en el lado activo y emprendedor de la vida. Pero ahora me temo que soy un apóstata. También yo tengo esa sensación de haber vivido demasiado tiempo. Ya no entiendo el mundo que veo.

—Cualquiera diría que es usted una persona infeliz, capitán Madsen. Tampoco yo entiendo el mundo. Creo que nunca lo he entendido. Y aun así tengo fe.

—Tal vez tenga fe precisamente por eso.

—¿A qué se refiere?

—Usted misma dice que no entiende el mundo. Será por eso por lo que tiene la necesidad de creer. Porque la fe es un misterio. Un misterio que no comparto. No sé, tal vez sea una limitación mía.

La miró inquisitivo, como si esperase respuesta. Sintió que se estaba entregando a aquella mujer. Pero no se asustó. Había en ella una suave aceptación, y él ya no tenía nada que perder.

—Tengo ciertos sueños —se oyó decir.

La necesidad de hacer la confidencia era irresistible.

—¿Qué sueños?

Albert permaneció en silencio por un instante. Después tomó carrerilla.

—Los marinos ahogados —dijo—. Los veo ahogarse. Los veo casi todas las noches. Es como si estuviera allí. Lo veo mucho antes de que ocurra. Si no me cree, puede preguntarme quién va a morir en Marstal. Le daré los nombres de todos ellos.

Ella lo miró como si no comprendiera lo que le decía. Albert ya no pudo detenerse.

—He pasado años caminando por esta ciudad como si fuese un extraño. Me siento como un enviado del reino de los muertos. Un mensajero de la muerte, eso es lo que soy. —Se calló y le dirigió una mirada de súplica. ¿Entendía lo que le estaba diciendo?

La viuda permaneció un rato en silencio. A continuación lo cogió de la mano.

—Debe de ser terrible para usted —dijo—. Es más de lo que una persona puede soportar.

Albert temió que se pusiera a hablar del Salvador, pero no lo hizo.

—Entonces, ¿me cree? ¿Cree que tengo esos extraños poderes?

—Puesto que usted lo dice, capitán Madsen, le creo. Nunca me ha parecido que fuese un hombre con tendencia a la fantasía o que sintiera la necesidad de hacerse el interesante.

Albert se puso en pie y dejó caer los brazos a los lados del cuerpo, en ademán de desesperación.

—He visto la guerra, señora Rasmussen. Todas aquellas muertes. Estoy frente a la viuda y siento su mirada interrogadora. ¿Cómo ha muerto mi Erik o Peter? Yo lo sé. Podría responder. Pero no puedo. Hay una terrible impotencia en ello. Impotencia, eso es lo que siento. Soy observador tanto en mis sueños como en estado de vigilia. Día y noche estoy expuesto al sufrimiento y al dolor, y mi situación es siempre la misma. No hay nada que pueda hacer.

La mano de ella aferraba aún la suya.

Permanecieron así un rato, sin decir nada. Al fin, ella retiró la mano y se levantó.

—Vamos, capitán Madsen, tenemos visitas que hacer.

Cuando salieron de la iglesia, se volvió hacia él.

—Yo creo sus sueños —dijo—, pero no tengo ganas de oírlos. Prefiero vivir ignorando los planes que Dios reserva para nosotros.

Durante una temporada siguieron yendo a la iglesia. Ahora se sentaban el uno junto al otro. A veces estaban callados, inmersos en sus propios pensamientos. Generalmente entablaban una conversación susurrada. No volvieron a tocarse. La mano de ella sobre la de él había sido una señal de aceptación. No hacía falta que lo repitiera. Tenía su aceptación y lo sabía.

Llegó diciembre, y en el crepúsculo el frío húmedo del invierno parecía concentrarse en el interior de la iglesia sin caldear.

—Nos estamos helando aquí —dijo ella—. Vayamos a mi casa a tomar café.

Cuando entraron en la sala de la casa de Teglgade, Albert miró alrededor. Un par de cuadros de Rasmussen colgaban de las paredes. Sabía que la viuda había vendido la mayoría, pero por lo visto se había quedado con unos cuantos. Uno de ellos era el retrato de una niñita groenlandesa. Rasmussen fue uno de los primeros pintores daneses que viajaron a aquel páramo helado, pero el retrato no constituía un motivo típico en él. Se dedicaba sobre todo al mar y a los barcos. Fue como pintor de marinas como se hizo un nombre. El otro cuadro mostraba a un hombre vestido con capa, arrodillado en posición suplicante en medio de la arena del desierto. Al fondo había una mujer y un borrico. El rostro del hombre se veía extrañamente borroso, como si el cuadro estuviese sin acabar o como si a Rasmussen se le hubieran agotado las dotes de retratista.

—Es la huida a Egipto —dijo la viuda, que entraba en aquel momento con la cafetera.

Albert asintió en silencio, cortés. No hacía falta que se lo explicase. Aunque no era creyente, conocía la Biblia.

—Por lo demás —prosiguió la viuda—, no solía inspirarse en motivos religiosos. Es una pena. Creo que eso lo habría llevado a algo nuevo. Pero al final era como si nada le saliese bien. Él al menos estaba muy descontento, mucho. Era una persona atormentada. No vaya usted a creer que no me daba cuenta de cómo era.

Albert conoció al pintor, que era un par de años mayor que él, cuando no era más que un chico. Entonces Carl Rasmussen le produjo una impresión imborrable, no sólo por su excepcional talento para dibujar, sino también a causa de su singular inocencia. Procedía de la vecina ciudad de Ærøskøbing, y cuando apareció por primera vez en Marstal, de inmediato se vio rodeado de un grupo hostil de chicos. Era un forastero, y había que hacérselo notar. Sin embargo, algo inexplicable los detuvo: parecía no darse cuenta de que iban a darle una paliza. Pero no, se hizo amigo de aquellos brutos. Durante todo el verano anduvieron vagando juntos por la isla. Carl hacía bocetos, rodeado de un grupo de admiradores. También les leía en voz alta. Estaban descubriendo en su interior una avidez por algo diferente de la estéril y mecánica memorización de las clases de Isager. Albert aún recordaba la impresión que le produjo La Odisea y su relato de Telémaco, que espera a su padre durante veinte años y jamás duda de que esté vivo. Quizá fue entonces cuando se decidió el rumbo de su vida.

Posteriormente se produjo un enfrentamiento. Ya no recordaba el motivo, sólo que Carl salió de allí con la nariz sangrando. No había vuelto a verlo hasta que, ya adulto, se estableció en Marstal con su familia. Entretanto, había adquirido renombre como pintor y ganaba mucho dinero, que invertía en los barcos de la ciudad. Pintó el retablo de la iglesia y utilizó a patrones de barco locales como modelos para los apóstoles. El que hizo de Jesús era un carpintero que regentaba una taberna clandestina frente a la iglesia. Fue una elección audaz, pero Rasmussen salió bien parado. El entusiasmo por su talento no conocía límites. Carl Rasmussen sabía sacar parecidos a la gente de forma totalmente incomprensible.

También preguntó a Albert si podía hacerle un retrato. Éste cogió a James Cook y le pidió que lo pintara junto a él, pero a Rasmussen le entró dolor de tripas al ver la cabeza reducida, y tuvo que tumbarse en el sofá.

A Albert siempre le pareció que el pintor había llegado a Marstal en busca de algo que no encontró. Ignoraba el qué, pero corrían rumores de que la muerte de Rasmussen se había debido a un suicidio. No eran habladurías malintencionadas. El rumor se basaba en una elemental lógica de marino. Nadie comprendía cómo era posible caer por la borda de un barco con el mar en calma. Carl Rasmussen estaba en cubierta pintando, y de pronto desapareció.

Anna Egidia Rasmussen sirvió el café en tazas de porcelana con motivos azules.

—Coja un dulce, los he hecho yo —dijo, empujando hacia él una bandeja, y, sonriendo, añadió—: Los hago sobre todo por mis nietos.

Albert cogió un dulce y lo mojó en el café.

—Solíamos discutir mucho acerca de sus cuadros —dijo el hombre—. Pero no de los cuadros religiosos.

—Sí, lo recuerdo bien. Usted creía que se imponía límites al retratar solamente la vida de la ciudad y de las islas cercanas. Creo que al final él acabó dándole la razón.

—Bueno, yo no soy pintor —dijo Albert—. Seguramente no era el más apropiado para darle consejos. Creo en el progreso, o al menos creía en él; pero ¿cómo se pinta el progreso? No tengo respuesta para eso.

—¿Pintando vapores con humo saliendo de la chimenea?

Albert percibió la ironía de su voz y rió.

—Tiene razón, señora Rasmussen. Los legos no deberíamos meternos en el oficio del pintor. Antes creía que el malecón simbolizaba lo que eran capaces de hacer los habitantes de esta ciudad. Sin embargo, ese montón de rocas nunca habría sido un motivo interesante. Y ahora me doy cuenta de que hay una cosa de la que el malecón era incapaz de protegernos: de nuestra codicia. Sí, he de reconocer que el modo en que están vendiendo la base de la existencia de la ciudad me produce una impresión tan pavorosa como la propia guerra.

—¿Se refiere a la venta de barcos?

—Exactamente. Porque la base de la existencia de la ciudad es el mar. Si cortamos el vínculo con el mar, ¿qué va a ser de la ciudad? Es como si viviéramos tiempos de blandenguería. De repente, ser marino ya no basta. Sin duda, la mejora de las condiciones educativas ha influido en ello. Los niños aprenden más, y de pronto ven más posibilidades que simplemente hacerse a la mar, como han hecho sus padres y antes que ellos sus abuelos. Pero creo que también las madres tienen una influencia nada desdeñable en ese proceso. Porque nunca pierden la ocasión de hablar a sus hijos de los muchos y duros viajes que su padre ha tenido que hacer, y de los muchos y penosos días y horas de inquietud y preocupación que han tenido que soportar ellas mientras su padre estaba fuera. Cuando han oído esos lamentos lo suficiente, los chicos pierden la afición por la vida en el mar. Y entonces, ¿para qué conservar los barcos cuando el mercado favorece su venta, si ya no hay nadie que quiera seguir con la actividad?

—¿Ha pensado alguna vez cómo es la vida del hijo de un marino?

—Desde luego que sí. Vengo de una familia de marinos.

—Por ejemplo, un chico que se hace a la mar con catorce años, ¿cuánto cree que ha visto a su padre cuando abandona el hogar de su infancia?

Albert percibió la obstinación de su voz y comprendió que en realidad no se trataba de una pregunta. No sabía adónde quería ir a parar la viuda, pero estaba obligado a acompañarla.

—Le diré una cosa, capitán Madsen. Papá ha vuelto a casa más o menos cada dos años, y nunca se ha quedado más de un par de meses. O sea, que cuando un muchacho se embarca a los catorce ha visto a su padre siete veces, poco más de un año. Llaman a Marstal la ciudad de los marinos, pero ¿sabe cómo la llamo yo? La llamo la ciudad de las esposas. Sus habitantes son mujeres. Los hombres sólo vienen de visita. ¿Ha mirado alguna vez a la cara a una de esas criaturas de dos años que pasean por la calle agarradas de la mano de papá? Mira a su padre, y es tristemente claro lo que está pasando por su cabecita. ¿Quién es este hombre?, se pregunta. Y cuando se ha acostumbrado al padre que le han regalado de repente, papá vuelve a marcharse. A los dos años se repite la historia. Ahora el chico tiene cuatro años. Hasta los recuerdos más tiernos de su padre están desvaídos, y también el padre ha de acostumbrarse a un hijo al que apenas reconoce. Dos años son una eternidad en la vida de un niño, capitán Madsen. ¿Qué vida es ésa?

Albert no dijo nada. Sorbió su café y comió otra pasta. También su padre lo había defraudado de una manera que jamás le perdonó. De todos modos, se dio cuenta de que siempre había considerado las ausencias de su padre algo natural, aunque los hombres que tenían otras ocupaciones no pasaban años fuera de sus casas.

—Sí, ¿qué vida es ésa? —repitió la viuda—. Para un padre que apenas conoce a sus hijos; para los niños, que crecen como si no tuvieran padre, pese a que papá está en algún lugar del mundo; para mamá, que carga la mayor parte del tiempo con toda la responsabilidad y además vive en un estado de angustia permanente ante la posible pérdida del barco. ¿No debería tratar de convencer a sus hijos de que no siguieran el oficio de marino? Tenemos luz eléctrica, telégrafo y vapores impulsados por carbón: ¿por qué han de ser excluidos de ese progreso los niños y las mujeres, y vivir como en los siglos pasados? Usted cree en el progreso, capitán Madsen; entonces, ¿por qué no se alegra de las perspectivas que pueden abrirse? ¿Porque cambian ese mundo que conoce tan bien? No obstante, si lo he entendido del modo correcto, es propio del progreso no sólo mejorar el mundo, sino hacerlo irreconocible, ¿no?

Albert no había tenido familia. Nunca había acunado en sus brazos un niño de verdad, un cachorro que con sus primeras palabras lo llamara papá. De esas cosas no podía hablar. Algunas veces había sentido que a su existencia le faltaba algo, pero tampoco quería arrepentirse. Así había sido su vida.

Cuando se quedó en tierra ya era demasiado tarde. Cincuenta años no era edad apropiada para fundar una familia. Además, ¿qué podía conseguir a esa edad, aparte de alguna soltera con algún defecto grave? Por descontado, viudas había muchas. También estaban ansiosas por casarse, sobre todo por razones prácticas. Pero, con sus vientres resecos y sus pechos marchitos, no podían tener hijos. En cuanto a incomodar a una joven con un carcamal como él, no había mucho futuro en ello.

Así solía hablarnos a veces, con palabras casuales, algo desdeñosas, que son de lo más reveladoras para quien quiere entender.

—En realidad no puedo hablar de eso. No he tenido hijos —dijo a la viuda. Cogió otra pasta y prosiguió—: Es verdaderamente extraño. He estado muy ocupado con mi estirpe, pero he olvidado asegurar mi descendencia.

—Nunca lo he entendido, capitán Madsen. Debería haberse casado. —La viuda no sabía nada de la china.

—¿A pesar de mis largos viajes? —preguntó él, irónico.

—Así es la vida. Como marido, podría haber hecho mucho bien. Tiene usted sentido de la responsabilidad y amplitud de miras. No son cualidades tan extendidas como se cree. Los niños son un gran regalo. Usted se negó a eso. No debió hacerlo.

—Y lo dice usted, que una y otra vez ha tenido que ver cómo le quitaban el regalo.

Ella bajó la mirada al regazo.

—¿Quiere más café? —preguntó.

Albert asintió con la cabeza y pensó que quizá había ido demasiado lejos con sus observaciones acerca de los muchos hijos que la viuda había perdido. Se llevó a los labios la taza de porcelana y la miró a través del vapor del café caliente.

Ella alzó la vista y captó su mirada.

—No, capitán Madsen, una no se arrepiente de haber tenido un hijo porque lo pierda. Cuando se tiene un hijo no se hace ningún trato con la vida. Ya lo he dicho: un niño es un regalo. Y lo que te queda dentro cuando ellos mueren es el recuerdo de los años que se les permitió vivir. No su muerte.

Se quedó callada. Albert advirtió que estaba conmovida, y deseó hacer lo que hizo la viuda aquella vez en el banco de la iglesia: poner su mano sobre la de ella. Pero para eso tenía que levantarse y rodear la mesa. Se sentía torpe y cohibido, y el momento pasó. Permaneció sentado en un silencio que podía tomarse por respeto pero cuya verdadera razón era el desconcierto.

—He aprendido a resignarme —dijo ella al fin, y volvió a mirarlo a los ojos—. Yo creo que Dios tiene un designio para todo lo que ocurre. Si no lo creyera, no habría logrado superarlo. Tengo a Jesús.

Una vez más, Albert no supo qué decir. Sintió el abismo que los separaba y se preguntó si la diferencia entre sus ideas guardaría relación con alguna diferencia entre hombres y mujeres. Había algo en ella que no alcanzaba a comprender y que tampoco era fruto de su experiencia. Albert tenía que encontrar un sentido a todo, y se indignaba cuando no lo encontraba. Ella aceptaba la vida incluso cuando recibía el duro golpe que significa la muerte de un hijo. Aquella mujer poseía una fuerza que él desconocía. O quizá Albert nunca había tenido la necesidad de ser fuerte como había tenido que serlo ella, aunque pensaba que sus sueños representaban una carga inhumana. Siempre había respetado a la viuda de Carl Rasmussen. Ahora se daba cuenta de que también la admiraba. Pero al mismo tiempo había algo en su interior que se rebelaba contra el concepto que tenía ella de la vida.

De nuevo se hizo el silencio, y una vez más fue ella quien lo rompió.

—Aún tengo muchos niños alrededor —dijo—. Los nietos, y también están los niños del barrio.

—Sí, ya sé que siempre está dispuesta a ayudar si hay alguna familia en apuros.

—De vez en cuando traigo a casa a algún niño por una temporada. Quiero sentirme útil. Si no me sintiera útil, creo que no podría vivir. —Volvió a mirarlo a los ojos—. ¿Se siente usted útil, capitán Madsen?

—¿Útil? —repitió él—. ¿Si me siento útil? No lo sé. Mis sueños no puedo contárselos a nadie. Incluso usted siente repulsión…

Dudó un momento. Volvió a pensar que estaba yendo demasiado lejos. Era injusto reprocharle algo a la viuda. Ella lo había escuchado y no había huido como Anders Nørre. Le dirigió una mirada de disculpa. Ella lo miró a los ojos sosegadamente.

—Perdóneme —dijo Albert—. Ha sido un reproche injusto. Tiene todo el derecho a no querer oír mis sueños. ¿Qué bien podrían hacerle? Lo peor es que una larga experiencia de vida en el mar tampoco parece despertar hoy el interés de nadie. Sí, me siento un inútil. Hablamos de ello el otro día en la iglesia, de la sensación de haber vivido demasiado tiempo. Cuando uno ya no sirve para nada, debe de ser que ha vivido demasiado.

—Nadie está de sobra, capitán Madsen.

—Pero usted ha dicho…

—Reconozco que algunas veces puedo parecer algo pesimista. En ocasiones, cuando pienso en esta interminable separación de mi Carl, me parece que he vivido demasiado; pero cuando has vivido demasiado tiempo y aun así no puedes morir, entonces tienes que inventar motivos para seguir adelante. De acuerdo, te sientes inútil. Pero sólo para ti. Siempre hay personas que te necesitan. Sólo se trata de encontrarlas.

Albert no dijo nada. Él había empleado casi las mismas palabras con la señora Koch cuando fue a comunicarle la noticia del naufragio del Ruth. Sin embargo, ni por un instante había pensado que pudieran aplicársele a él. Anna Egidia y él eran diferentes. Tenían sus maneras particulares de entender la vida. Ella había encontrado sus razones para vivir. Él había perdido las suyas. En su opinión, no había nada que hacer.

La viuda se inclinó hacia Albert.

—Mire —dijo—, conozco a un niño así en Snaregade. Acaba de perder a su padre. No ha conocido a su abuelo. Murió en el mar mucho antes de que él naciera. A los hombres de su familia prácticamente no los ve, pues están embarcados. La madre es de Birkholm y, además, huérfana, de modo que por ese lado tampoco hay mucha familia. ¿No le parece a usted que a ese niño le vendría muy bien que alguien lo llevara de vez en cuando de paseo por el puerto, quizá incluso que lo llevase en un bote de remos para que fuera acostumbrándose al mar?

—Sí, desde luego que le vendría bien —respondió Albert sin saber adónde quería llegar.

Anna Egidia sonrió de pronto. Fue una sonrisa hermosa que hacía que uno olvidara sus labios delgados y descoloridos.

—Y aquí lo tenemos a usted, capitán Madsen, un marino maduro y experimentado que va por ahí quejándose de que no vale para nada. —El tono de su voz era burlón. Hizo una pausa y lo miró desafiante, como si esperase una respuesta.

—¿Y? —preguntó él, sin entenderla.

—¿No tiene la menor idea de adónde quiero ir a parar? —Sonrió, y su rostro hundido casi pareció redondo.

Albert negó con la cabeza. Se sentía como un estúpido. Aquella mujer estaba tomándole el pelo.

—Simplemente me imagino que usted es el hombre que coge de la mano al niño y lo saca a pasear en su bote.

—Pero si no conozco a la familia… No puedo entrometerme de ese modo.

—Le aseguro que la madre del niño no pensará que está entrometiéndose. Se sentirá agradecida y honrada.

—No tengo ni idea de cómo tratar a los niños. —Albert imprimió un tono de aspereza a su voz para ocultar su inseguridad.

De repente se sentía traicionado. La viuda le había tendido una trampa, y había caído en ella de plano. En un momento de flaqueza se había sincerado con otra persona porque la soledad se le hacía insoportable. Había creído que eran dos personas mayores hablando de su vida. Pero eran un hombre y una mujer, y por eso la conversación tenía que ser diferente. Los hombres mayores hablaban entre ellos del mar y de barcos, porque había sido su vida, pero Albert tenía una vida interior que no podía compartir con nadie. La había compartido con ella, pero tras lo que había tomado por atención resultó que existía un objetivo oculto. Ahora ella lo había desvelado. Él sólo era un ladrillo en el trabajo de asistencia de la viuda.

En realidad, no era al chico a quien rechazaba cuando se levantó y se despidió. Era a ella.

—¿No quiere saber cómo se llama? —preguntó la mujer cuando lo acompañó al recibidor.

—No —respondió Albert—, no me interesa.