No sabemos si Herman Frandsen era un asesino.
Si lo era, conocemos el motivo.
Se convirtió en asesino a causa de su impaciencia.
Para nosotros no existen momentos de soledad. Siempre hay un ojo vigilante, un oído alerta. Para cada uno de nosotros se erige un monumento en boca de la gente. La menor palabra impulsiva cuenta tanto como la palabra más larga impresa en el periódico. Una mirada furtiva es captada e interpretada de inmediato. Nos ponemos nombres constantemente. El apodo es un auténtico bautizo. Con el apodo manifestamos que nadie es dueño de sí mismo. Ahora eres nuestro, solemos decir a los que hemos vuelto a bautizar. Sabemos más de ti que tú mismo. Te hemos visto, y hemos visto más de lo que te muestra el espejo.
Rasmus Azotaculos, Torturagatos, Destripaviolines, Conde del Estercolero, Klaus Alcoba, Hans el Meón, Kamma la Trompas, ¿hay alguno entre vosotros que crea que no conocemos sus secretos? Signo de Interrogación, así es como te llamamos, porque tu joroba parece justamente eso. Cabeza de Mástil, ¿cómo puedes llamarte otra cosa con esos hombros caídos, ese cuerpo larguirucho y esa cabeza tan pequeña?
Todos los del pueblo tienen una historia, pero no son ellos quienes la cuentan. Su autor son los mil ojos, mil oídos y quinientas plumas que toman nota sin cesar.
Hubo un momento en que nadie vio qué hacía Herman Frandsen. En cuanto pasó el momento, otra persona había desaparecido para siempre. En realidad, ninguno de nosotros sabe nada. Todo son sospechas. Nunca tendremos la seguridad absoluta, y nuestra mente tiene que ocuparse continuamente de lo que no sabemos con certeza.
Sin embargo, conocemos su motivo. Lo hemos encontrado en nosotros mismos.
Era una noche de verano de 1904. Herman, que a la sazón tenía doce años, se coló por la puerta de su casa de Skippergade. Oíamos ruidos dentro de la casa. Eran su madre, Erna, y Holger Jepsen, que como de costumbre retozaban entre susurros y gemidos en la crujiente cama de caoba. Herman caminó hacia el sur hasta dejar atrás las últimas casas. Después continuó hacia la playa. La Vía Láctea se encendió sobre él. Iba en su misma dirección. Brotaba de la noche en lo alto de los caballetes de Kongegade y desaparecía en un lugar al otro lado de Halen. No tenía principio ni final. En la infinitud del Universo no existe dirección alguna, y aun así siempre nos ha parecido que la Vía Láctea, con tanta precisión como un camino de verdad, apunta a un lugar: al otro lado del mar.
Herman no se detuvo hasta llegar al agua. Se descalzó y metió los pies en la rompiente mientras contemplaba la Vía Láctea, que continuó sin él. Lo invadió una sensación que fácilmente podría confundirse con la soledad. Pero no era la sensación de abandono que suele apoderarse de un niño cuando se ausentan sus padres, sino más bien esa sensación que surge en un niño cuando los chicos mayores que él salen a la aventura y no dejan que los acompañe. Se queda muy dolido, e ignora que ese dolor es fruto de la impaciencia. Desea ser mayor cuanto antes. Se da cuenta de que la infancia es una situación antinatural, y de que no le permiten ser esa persona mucho mayor que se oculta dentro de él y que sólo podrá manifestarse más allá del horizonte.
Nunca nos habló de aquella noche, a ninguno de nosotros.
Pero también a nosotros nos ha pasado.
Herman perdió temprano a su padre. Es una desgracia a la que no pocos de nosotros hemos estado expuestos. Pero para él la muerte de su padre tuvo un significado especial. Frederik Frandsen de Sølvgade desapareció junto con su barco Ofelia en la ruta a Terranova. A bordo iban también los dos hermanos de Herman, Morten y Jakob. Corría el año 1900 y Herman contaba ocho cuando se quedó solo con su madre. Erna era una mujer grande que por estatura y volumen se adaptaba al padre, que siempre debía agacharse y caminar de costado para franquear no sólo la puerta del humilde camarote de capitán del Ofelia, sino las puertas de su propia casa. Los techos de ésta eran tan bajos que todos los miembros de la familia tenían que salir a la calle para poder caminar totalmente erguidos. Excepto Herman, por supuesto.
Erna volvió a casarse al cabo de muy poco, lo que le dio la fama algo inmerecida de ser dura de corazón, aunque asimismo podríamos haber dicho todo lo contrario. ¿Volvió a casarse tan rápidamente porque no necesitaba guardar luto, o fue más bien porque su corazón era tan poco resistente a la soledad que tuvo que encontrar consuelo donde pudo? Su nuevo marido era el piloto del De Tvende Søstre, Holger Jepsen, de Skippergade, un hombre apacible de quien todos pensaban que se había resignado a su existencia de soltero.
Holger Jepsen era bajo y nervudo, como si su esqueleto estuviera envuelto en cuerda de cáñamo, pero flaco. Producía un efecto casi cómico cuano se lo comparaba con Erna, al lado de la cual parecía desaparecer. Después de casarse, todo el mundo lo llamaba «el Chico».
Jepsen debió de despertar algo en Erna, que de pronto empezó a ruborizarse. Era una cualidad que nadie había advertido en ella antes. Su bigote se esfumó. Siempre había tenido una sombra visible sobre el labio superior. Si pinchaba o no, nadie lo sabía. Erna no era de las que andaban por ahí besando a nadie, ni siquiera a sus hijos.
Su primer marido era un tipo tosco, y todos estaban de acuerdo en que la hombruna Erna, de anchas espaldas, casaba con él. Con el segundo, Erna se volvió casi dulce, al menos todo lo que puede serlo una mujer con manos cual palas. Era como si Jepsen hubiese encontrado dentro de la mujerona una niña pequeña de su tamaño y la hubiera convencido de que saliese al exterior.
A Herman no le gustaba aquello. Ya había perdido un padre y dos hermanos. Es posible que pensara que había perdido también a su madre. En la casa de Jepsen debía de sentirse sin hogar, como si hubiese llegado a un país extranjero y en él se hablase un idioma distinto, pese a que Jepsen se comportaba decentemente y pronto regaló a su hijastro un bote y le enseñó a remar con espadilla, a desplegar las velas, a hacer nudos y todo lo que necesitaba saber para arreglárselas en el mar. No obstante, en opinión de Herman, Jepsen había cometido un pecado imperdonable. Había convertido a Erna en una mujer débil. Todas aquellas caricias y arrumacos eran malos para la salud, solía decir Herman a quien quisiera oírlo. El dueño legítimo de Erna se ponía furioso al ver el modo en que unas manos equivocadas maltrataban lo que consideraba su propiedad. Era como si pensase que el bigote de Erna había sido lo mejor que ésta tenía.
Más tarde, Herman culpó a su padrastro de la muerte de Erna, que falleció a causa de una infección dos días después de haber limpiado un bacalao. Entre la carne blanca había un anzuelo oculto que le hizo una herida en el dedo corazón. No le dio importancia. Sacó el anzuelo sin pestañear. Ésa era la vieja Erna, la que a Herman le gustaba. Pero poco después murió, a pesar de que Jepsen mandó llamar al doctor Kroman, que, como siempre, hizo lo que pudo.
Herman opinaba que si su padre hubiese estado vivo Erna no habría muerto. En su casa de Sølvgade, su madre habría seguido siendo la mujerona dura como el granito de siempre, y no la medusa enamorada sin bigote, que se estremecía y ruborizaba continuamente, en que la había convertido Jepsen desde que se mudaron a Skippergade.
Que Herman, seis años después de la muerte de su padre, siguiera diciendo «en casa, en Sølvgade», aunque había vivido en Skippergade la mayor parte de su infancia, debería haber sido una advertencia para el padrastro.
Erna y Jepsen no tuvieron hijos. Cuando estábamos de animada tertulia en el Café Weber solíamos decir que se debía a que Jepsen era demasiado bajo para llegar al final de los majestuosos muslos de Erna, cuyo diámetro y longitud debían de ser los del palo de mesana del De Tvende Søstre. Jepsen, que tenía el corazón demasiado blando, de pronto cayó en la cuenta de que Herman estaba solo en el mundo, sin madre, padre ni hermanos. Todo el amor que ya no podía depositar en Erna lo dirigía ahora hacia Herman, de quien pensaba que debía de tener una profunda necesidad de que lo guiase la mano amorosa de un padre.
Herman opinaba lo contrario. No había cosa que deseara más que deshacerse de su padrastro.
Y fue lo que hizo, antes de que nadie lo imaginara.
Fue el modo en que sucedió lo que despertó en nosotros el asombro y produjo un temor indefinido en la mayoría.
•
Herman Frandsen se hizo a la mar en cuanto se confirmó. Holger Jepsen, que deseaba lo mejor para el chico, cometió el error de enrolarlo en el De Tvende Søstre, en lugar de enviarlo a otro barco. Se armó una buena entre ellos, aunque nunca llegó a la pelea. Jepsen tenía más autoridad en la cubierta de un barco que en tierra firme. Aunque pequeño de estatura, su voz era potente, y la empleaba cuando daba órdenes a Herman para que subiese y bajara por los flechastes y anduviera por las vergas sobre los marchapiés.
—¡Nunca te fíes de tus pies! —solía gritar cuando el sobrecrecido Herman colgaba allí arriba, meciéndose como un gorila mareado.
Los pies pueden resbalar, el cordaje romperse, y entonces se produce una caída de veinte metros antes de que la cubierta o el mar te den una lección de la que no sacas provecho alguno. El mar no te devuelve de un escupitajo, y lo que queda de ti si te estrellas contra la cubierta hay que recogerlo con pala.
Herman se miró los pies. Si no tenía que fiarse de ellos, ¿de qué demonios tenía que fiarse? Permaneció quieto allá arriba, como si fuese un mecanismo al que alguien había olvidado dar cuerda. No era el miedo o el pánico. Era la desconfianza. No entendía a qué se refería Jepsen.
Éste tuvo que subir por el aparejo para bajarlo de allí. Se arrastró por la verga y tendió la mano hacia él.
—Ven —dijo con voz dulce.
Herman frunció el entrecejo y se agarró con más fuerza a los guardamozos.
—No tengas miedo —añadió Jepsen, poniendo la mano sobre el brazo de Herman.
Pero Herman no tenía miedo. Sencillamente estaba paralizado por la furia.
Jepsen tuvo que soltarle los dedos uno a uno. Era una prueba de fuerza, pero Jepsen tenía unos dedos muy fuertes.
—Ahora vámonos. Lentamente. Dando un paso cada vez. Apoyando una mano cada vez.
Le hablaba a Herman como a un niño que tiene que aprender a andar. Herman miró hacia la cubierta. El marinero y el primer oficial estaban allá abajo, observándolo. También creían que tenía miedo.
—Puedo yo solo. Déjame en paz —masculló.
Jepsen retrocedió sin volverse.
—Recuérdalo —dijo—. Agárrate bien. Y si no puedes usar las manos, usa los dientes. Y si los dientes te fallan, usa las pestañas.
Rió jovial y le guiñó un ojo a Herman, que respondió frunciendo el entrecejo.
Pasó un año, y nos preguntábamos si no sería hora de que Herman desembarcara. Habían criado mala sangre entre ellos.
Era un día de primavera, justo después de que Herman cumpliera quince años. Holger Jepsen zarpó del puerto junto con su hijastro. Iban los dos solos a bordo del De Tvende Søstre, en busca de un primer oficial y dos marineros que tenían que embarcar en Rudkøbing antes de que pusieran rumbo a España. Nos pareció un tanto osado que Jepsen embarcara con sólo un grumete, a pesar de que no había mucha distancia hasta Rudkøbing. Puede que Jepsen pensara en la travesía como una especie de prueba de hombría para el muchacho de quince años. O puede que se le hubiese agotado la bondad y sintiera la necesidad de enseñar a Herman de una vez por todas quién mandaba a bordo.
Desde luego que fue una prueba de hombría. Pero no de la manera en que había pensado Jepsen.
No esperábamos volver a ver el De Tvende Søstre hasta siete u ocho meses más tarde, cuando el barco regresase de Terranova para pasar el invierno amarrado. Jepsen y Herman habían zarpado temprano por la mañana. Pero al atardecer del mismo día vimos al De Tvende Søstre dirigirse hacia la dársena del puerto. Rápidamente se reunió un gentío en el muelle. ¿Qué ocurría? Las velas estaban desplegadas. Soplaba una brisa fresca. Podíamos ver ya a distancia que el barco venía a demasiada velocidad y que iba a chocar con el malecón de la entrada al puerto o con alguno de los buques amarrados a los postes embreados del interior.
Había alguien al timón, pero era la única persona que se veía a bordo. Cuando el De Tvende Søstre estuvo más cerca comprobamos que el solitario timonel era Herman, vestido con impermeable y sueste amarillos.
Por un instante creímos que el De Tvende Søstre embestiría el muelle. Entonces Herman, haciendo un movimiento cuya elegancia no podía desdeñarse, hizo girar en el último momento la rueda del timón y evitó el choque. El barco se deslizó paralelo al muelle, muy cerca de éste, pero sin tocarlo. La velocidad seguía siendo excesiva, y el peligro de colisionar contra los barcos amarrados no había disminuido.
Si la situación no hubiera sido tan enigmática, incluso desesperada, habríamos pensado que Herman sólo quería exhibirse.
En aquel momento un hombre fornido se abrió paso entre el gentío que llenaba el muelle y de un salto se plantó en la cubierta del De Tvende Søstre. Era Albert Madsen. Por entonces tenía sesenta y pico años, e hizo lo que todos nosotros, que éramos mucho más jóvenes, deberíamos haber hecho. Se había dado cuenta de que algo iba muy mal a bordo del De Tvende Søstre. El grumete solo en cubierta, todas las velas desplegadas, el choque inminente.
Nos quedamos mirando, como si aquello fuera una apuesta: ¿podrán entrar en la dársena?
Albert intervino. Llevaba más de diez años sin navegar. Pero el capitán que había en él seguía vivo.
Cruzó la cubierta a zancadas y puso una mano en el hombro de Herman. Éste alzó la mirada y después hizo algo cuya lógica no comprendimos en absoluto. Quiso pegarle a Albert. Ambos eran grandes y fornidos. El muchacho poseía la fuerza de la juventud, pero Madsen tenía experiencia, y su respuesta no se hizo esperar. Le propinó una de sus famosas bofetadas, capaces de hacer rodar varios metros por cubierta a un hombre hecho y derecho. También esa vez lo consiguió.
No intercambiaron palabra. No había tiempo. Cuando Albert asió la rueda del timón estaban a pocos metros del Eos, que se encontraba amarrado a uno de los postes en medio del puerto. Puso el barco de través, y cuando el De Tvende Søstre se acostó de popa contra la proa del Eos, la velocidad había disminuido tanto que no hubo grandes daños.
Herman se había puesto en pie. Se le había caído el sueste y tenía una mano sobre la mejilla ardiente. Miró a Albert como si en lugar de haber salvado el barco de la destrucción hubiera echado a perder algún grandioso juego que se traía entre manos consigo mismo. Se sentía humillado. Todos nos dimos cuenta en cuanto amarramos el De Tvende Søstre en el muelle y examinamos los daños.
Nadie le riñó; pero tampoco recibió ningún elogio, a pesar de que podría haberlo merecido. No era más que un chico de quince años, y había metido él solo un barco en el puerto. Tal vez fue ahí donde se torcieron las cosas: con la bofetada de Albert y nuestro silencio. O tal vez hacía tiempo que algo iba mal en la mente de Herman. Aquella noche en que estuvo observando la Vía Láctea había interpretado erróneamente el silencio de las estrellas.
No lo sabemos.
En aquel momento teníamos otras cosas en que pensar que los sentimientos de un quinceañero. Había llegado al puerto un barco cuyo único ocupante era el grumete; ¿dónde estaba el capitán? ¿Había desembarcado en Rudkøbing y Herman se había escapado con el barco?
—¿Qué ha sido de Jepsen? —le preguntamos a Herman, que se frotaba la mejilla dolorida.
—Se ha caído por la borda.
Pronunció las palabras con expresión ausente, como si necesitase tiempo para pensar quién era el tal Jepsen.
—¿Que se ha caído por la borda? Nadie se cae por la borda entre Marstal y Rudkøbing cuando no sopla más que algo de brisa fresca.
—Puede que no haya empleado la palabra adecuada —puntualizó Herman.
Fue entonces cuando advertimos en él una terrible arrogancia.
—Quería decir que se ha arrojado por la borda —añadió.
—¿Jepsen? ¿Se ha arrojado por la borda?
No hacíamos sino repetir la explicación de Herman como si fuéramos loros, y es que no atinábamos a comprender lo que acababa de decirnos.
—Sí —respondió. Su arrogancia iba en aumento con cada palabra que pronunciaba—. Siempre andaba lloriqueando por mi madre. Al final no ha podido aguantar más.
Teníamos ganas de preguntarle si él no había lloriqueado también por Erna, si la muerte de su madre no había significado una pérdida también para él, y no sólo para Jepsen. Pero en ese momento nos dimos cuenta de que Herman había perdido a su madre cuando ésta se casó con Jepsen, y que cada vez que presenciaba la desesperación de su padrastro por la muerte de Erna no sentía más que desprecio. ¿Era posible que experimentase también una lúgubre sensación de que las cosas al fin encajaban y de que el pesar y la desesperación de su padrastro representaban para él una especie de desagravio? ¿Una forma de venganza, tal vez? ¿Una venganza que se materializó cuando Jepsen se arrojó por la borda? ¿O —y aquí vacilábamos; no lo dijimos en voz alta, pero todos lo pensábamos, y cuando muchos en Marstal piensan lo mismo, es como si lo dijeran— cuando a Jepsen lo ayudaron a arrojarse por la borda?
—¿Dónde ha saltado Jepsen por la borda? —le preguntamos.
Nos parecía que el mero hecho de formular la pregunta de ese modo nos alejaba de la verdad.
—No lo sé —contestó Herman con insolencia.
—¿No lo sabes? Pero tienes que saberlo. ¿Ha sido en la Poza Oscura? ¿Frente a la isla de Strynø? Piénsalo bien. Es importante.
—¿Por qué es importante? —Nos miró a la cara con obstinación—. El agua es agua y un ahogado es un ahogado. Qué más da dónde se haya arrojado.
No logramos sacarlo de ahí.
Tarde o temprano el cadáver de Jepsen sería arrastrado a alguno de los numerosos islotes del archipiélago, a Strynø, Tåsinge o la costa de Langeland, puede que incluso a la cala de Lindelse. Yacería allí chapoteando entre algas, medio comido por los peces y cangrejos, pero una cosa lo distinguiría de otros cadáveres arrojados por el mar: tendría en la frente un boquete dejado por un pasador, un botalón suelto o cualquier otra de las muchas armas que quien tiene pensado matar puede encontrar a bordo de un barco.
Eso era lo que pensábamos muchos de nosotros.
Pero Jepsen no apareció. Su cadáver tal vez se hundió hasta el fondo con una piedra al cuello y se quedó allí. O se hizo a la mar y la corriente lo arrastró hacia el sur, hacia el Báltico, gran viajero hasta el final. Lo cierto es que no volvimos a verlo. Nunca regresó para dar testimonio.
Por eso jamás decíamos en voz alta lo que pensábamos, aunque quizá alguno de nosotros lo sugiriera entre susurros.
—Herman está algo raro, ¿no? Y Jepsen… ¿se habrá arrojado realmente por la borda?
A Herman le hicieron el vacío. No era más que un muchacho de quince años; pero también era algo distinto, desconocido. Finalmente le dimos unas palmadas en el hombro y lo felicitamos por haber traído el De Tvende Søstre a Marstal sano y salvo. Tuvimos que hacerlo. Ciertamente, había realizado algo extraordinario. Nadie de su edad habría sido capaz de algo semejante. Cualquier otro habría sido presa del pánico o habría acabado por rendirse. Herman tenía la dureza necesaria para convertirse en un buen marino; pero la misma dureza por la que lo alabábamos hacía también que nos alejásemos de él.
Herman heredó de Jepsen el De Tvende Søstre y la casa de Skippergade. No tenía la suficiente edad para ser propietario del barco ni de la casa, de modo que mientras tanto nombraron tutor al hermano de Jepsen, Hans. Éste encontró un capitán y tripulación para el De Tvende Søstre. Herman quiso enrolarse de marinero.
Hans se negó.
—No has navegado lo suficiente —dijo.
—Maldita sea, pero ¡si he llevado ese barco yo solo! —gritó Herman con la cara roja, y dio un paso amenazador hacia Hans, que reaccionó dando otro paso amenazador hacia el exaltado joven.
—Eres apenas un muchacho, y puedes ir como el muchacho que eres.
—¡El barco es mío! —rugió Herman.
Hans Jepsen llevaba muchos años navegando como primer oficial y no se dejaba impresionar por grumetes rebeldes, por muy altos que fuesen y muchos gritos que diesen.
—Me importa un carajo de quién es el barco —gruñó en voz baja, indignada, que resultaba más intimidadora que cualquier grito—. ¡Serás marino cuando tengas la edad, maldito mocoso!
Hans Jepsen adelantó la barbilla sin afeitar. De joven había navegado en un barco norteamericano y aprendido un montón de juramentos en inglés. Cuando tenía que amenazar a alguien, solía emplear expresiones como «eres carne muerta, camarada» o «eres historia». No siempre estábamos seguros de qué quería decir. Pero cuando empezaba a maldecir en una lengua extranjera hacía rechinar los dientes y apretaba las mandíbulas. Dead meat, decía, y de su boca surgía un chirrido desagradable, como si estuviera despedazando un trozo fibroso de carne muerta.
Miró a Herman, e hizo rechinar los dientes.
—No sé qué hiciste con mi hermano, pero a la primera mirada impertinente que me dirijas ya puedes ir despidiéndote de tu culo gordo.
Herman tenía su orgullo. Si no podía enrolarse en el barco que consideraba suyo, entonces no pondría un pie en su cubierta. Dio una vuelta por el puerto. Pero ninguno de nosotros quería enrolarlo, ni de marinero ni de nada. Entonces partió a Copenhague y embarcó allí.
Durante unos años no tuvimos noticias de él. Después volvió, y todo fue diferente.
•
Hay muchas maneras de contar la historia de una persona. Cuando Albert Madsen empezó sus apuntes, al principio no eran muy personales. Trataban sobre nuestra ciudad y su progreso. Escribió sobre la escuela de Vestergade, que era el mayor edificio del pueblo, sobre la nueva estafeta de correos de Havnegade, sobre las mejoras en el alumbrado público y la supresión de los desagües a la calle, sobre la red de carreteras que se extendía en todas las direcciones, sobre las calles nuevas que surgieron en el extremo suroeste del pueblo, a las que pusieron los nombres de los héroes marinos nacionales: Tordenskjoldsgade, Niels Juelsgade, Willemoesgade, Hvidtfeldtsgade.
Sucede con frecuencia que a un marino le preguntan por qué se ha quedado en tierra, y si alguien se lo preguntaba a Albert Madsen, éste siempre respondía que no se había quedado en tierra, sino que había cambiado una cubierta pequeña por otra más grande. El mundo entero avanzaba igual que un barco en el mar, y la isla no era más que un barco en el infinito mar del tiempo, camino del futuro.
Siempre nos recordaba que los primeros habitantes del lugar no eran isleños. En otra época, Ærø no había sido más que una colina en medio de un paisaje ondulado. Entonces, los enormes glaciares del norte empezaron a fundirse. Los ríos se abrieron paso en la tierra. Crecieron los inmensos lagos de agua dulce del sur. Después entró el mar y lo que antes había sido una loma se convirtió en isla.
¿Qué fue antes?, preguntaba Albert. ¿La rueda o la canoa? ¿A qué preferíamos enfrentarnos? ¿Al peso de las cargas que no podíamos acarrear o a la trampa mortal del agua, los lejanos horizontes del mar?
Del puerto llegaban los chillidos de las gaviotas, los martillazos de los astilleros y el restallar del cordaje al viento. Por encima de todo se imponía el bramido del mar. Nos era tan familiar como si se alojara en el conducto auditivo. América, todos hablaban de América en aquellos años, y muchos emigraron. Nosotros también zarpamos, pero no para siempre. En su tiempo construimos nuestras casas muy cerca unas de otras en la orilla de la playa, porque no había sitio para nosotros en ninguna parte. Los campos estaban ocupados por hacendados, marqueses y campesinos. Nosotros sobrábamos. De modo que dirigimos la mirada hacia el mar. El mar era nuestra América, más extenso que cualquier pradera, tan indomable como el primer día de la Creación. No tenía dueño.
Una orquesta tocaba todos los días la misma melodía frente a nuestra ventana. No le pusimos nombre. Pero estaba en todas partes. Hasta en la cama: cuando dormíamos soñábamos con el mar. Las mujeres, sin embargo, no oían la melodía. No podían oírla. O no querían. Cuando estaban en la calle, jamás miraban hacia el puerto. Miraban hacia el interior. Tenían que quedarse en casa y llenar los huecos que dejábamos. Nosotros oíamos el canto de las sirenas. Ellas se tapaban los oídos y se inclinaban sobre el cubo de la colada. No se amargaban, pero se endurecían y se volvían prácticas.
¿Qué podía echar de menos Albert Madsen en la metrópoli de Marstal? Podía sentarse en un banco junto al puerto y conversar con Christian Aaberg, que fue el primer danés que atravesó África a pie. Knud Nielsen acababa de volver a casa tras pasar diecisiete años en la costa de Japón. El cabo de Hornos era una prueba de hombría para los marinos de todo el mundo. La mitad de los habitantes masculinos del pueblo habían doblado el peligroso cabo con la misma naturalidad con que cogían el vapor para Svendborg.
Todas las calles y callejas de Marstal eran calles principales. Todas llevaban al mar del Mundo. China estaba en nuestros jardines. Por las ventanas de nuestras salas de techos bajos veíamos la costa de Marruecos.
También había en el pueblo algunas calles transversales, pero no eran gran cosa. Tværgade, Kirkestræde y Vestergade no daban al mar, sino que discurrían paralelas a él. Ni siquiera teníamos una plaza Mayor. Pero después se establecieron en Kirkestræde una carnicería, una ferretería, dos comercios de manufacturas, una jabonería, una caja de ahorros, una relojería y una barbería. Demolieron la posada. Íbamos a contar con una plaza Mayor igual que otras ciudades. De pronto tuvimos una calle principal que iba en la dirección equivocada. En lugar de bajar hasta el puerto, seguía la línea de la costa y apuntaba al corazón de la isla. Era la calle y el camino de las mujeres, lejos del peligroso mar.
Las calles se unían y entrecruzaban. Había calles de hombres y calles de mujeres. Entre todas conformaban un modelo. En Kongegade y Prinsegade estaban los consignatarios de buques y las navieras. En Kirkestræde hacían las compras las mujeres. El equilibrio se desplazaba.
Al principio, sin embargo, nadie pensó en ello o comprendió las consecuencias que podría acarrear.
La década de 1890 fue de prosperidad para Marstal. Nuestra flota creció hasta que sólo la de Copenhague la superaba. ¡Trescientos cuarenta y seis barcos! Hubo un gran progreso y una fiebre por invertir. Todos querían participar en un barco, hasta los grumetes y las sirvientas. Y cuando un barco volvía de la campaña para pasar el invierno amarrado, las calles bullían de niños que corrían de aquí para allá con sobres cerrados. Era la ganancia, que se distribuía entre casi todos los hogares.
Un consignatario tiene que saber qué significa la guerra ruso-japonesa para el mercado de fletes. No le hace falta interesarse por la política. Pero tiene que interesarse por la economía de sus patrones, y en lógica consecuencia ha de conocer las enemistades entre naciones. Puede ver en un periódico la fotografía de un jefe de Estado y en su cara, si es lo bastante sagaz, leer sus propias ganancias futuras. Es posible que no le interese el socialismo. Eso puede jurarlo. En su vida ha oído tamaña palabrería sin sentido. Pero un buen día la tripulación se pone en fila y reclama un aumento de la paga, y entonces tiene que meter las narices también en la cuestión de los sindicatos y otras ideas extrañas acerca de la organización social del futuro. Un consignatario debe estar al día: nombres de jefes de Estado extranjeros, corrientes políticas de la época, enemistad entre naciones y terremotos en lejanos lugares del mundo. Vive de las guerras y catástrofes; pero sobre todo vive del hecho de que el mundo se ha convertido en un vasto solar. La tecnología lo cambia todo, y ha de conocer sus secretos, los nuevos inventos y descubrimientos. El nitrato de Chile, el dividivi, la torta de soja, los entibos, la sosa, el palo campeche no son simples nombres para él. Nunca ha tocado el nitrato de Chile ni ha visto el palo campeche. Jamás ha probado las tortas de soja, y tal vez se considere afortunado por ello, pero sabe para qué se emplea todo y dónde hace falta. No puede desear que el mundo esté quieto. En tal caso se vería obligado a cerrar su oficina. Sabe qué es el marino: un ayudante indispensable en ese gran taller en que la tecnología ha convertido el mundo.
Antes sólo navegábamos con grano. Lo comprábamos en un sitio y lo vendíamos en otro. Ahora íbamos de un extremo a otro de la Tierra con la bodega llena de mercancías cuyos nombres teníamos que aprender a pronunciar y cuya utilidad debían explicarnos. Nuestros barcos se convirtieron en escuelas para nosotros.
Seguíamos navegando a vela, como han hecho los marinos durante miles de años, pero en nuestra bodega se almacenaba el futuro.
Albert se quedó en tierra para siempre cuando rondaba los cincuenta. Era lo que hacíamos la mayoría. Si habíamos ahorrado treinta mil coronas, las metíamos en la caja de ahorros, donde daban un interés del cuatro por ciento, lo que equivalía a unas cien coronas al mes. Aquello nos daba para el sustento. Pero Albert había ganado mucho más, y no invirtió el dinero en el banco, sino en barcos. Se hizo armador y consignatario de buques. Había mucha gente que compraba participaciones en los barcos, hasta los campesinos del interior de la isla invertían. Como no entendían de navegación, necesitaban un armador que hubiera navegado y que supiese del mar. A eso se le llamaba armador copropietario, y Albert se convirtió en el mayor armador copropietario. En el transcurso de sus numerosos viajes, conoció a un sastre judío de Rotterdam que subía a los barcos a coser la ropa de los marineros. Se hicieron amigos. Luis Presser, que era un sagaz hombre de negocios, se afincó después en El Havre, donde fundó una naviera que contaba con siete grandes corbetas. Matriculó los barcos como si fueran de Marstal y nombró a Albert, que acababa de quedarse en tierra, armador copropietario.
Albert se enamoró en El Havre de la esposa de Presser, la hermosa china Cheng Sumei. Y ella de él. En cuanto se conocieron supieron que se habían encontrado demasiado tarde en la vida. Y sobre las ruinas de lo que debería haber sido amor desarrollaron una relación de amistad. Luis Presser murió inesperadamente de una pulmonía, y su viuda se hizo cargo de la naviera, que gestionó con un éxito mayor aún que su difunto marido. Quizá había sido la mujer que hay detrás del hombre. Pronto se convirtió en la mujer que había detrás de Albert. Fue ella quien le asesoró cuando pasó de capitán del bergantín Princess a armador con diez barcos.
Con el tiempo, sus negocios se entrelazaron de tal manera que no hubo modo de diferenciar entre la naviera de El Havre y la naviera de Marstal. Albert también poseía talento para multiplicar el dinero. Una vez, estuvo en la cubierta de un barco en el Pacífico con una bolsa de perlas en la mano, pero las arrojó al mar porque presentía que tras la riqueza que pudieran proporcionarle habría una maldición. Ahora la china tendía hacia él otra bolsa de perlas. Y esta vez abrió la mano.
No sabemos si se entrelazaron tan íntimamente como sus navieras. La vida había exigido de ellos muchos reajustes. Primero tuvieron que enterrar su amor naciente y convertirlo en amistad. Ahora volvía a ofrecérseles la opción del amor. ¿Aprovecharon la oportunidad?
Ella no tuvo hijos, pero siempre hablaba de las grandes y elegantes corbetas de la naviera, Claudia, Suzanne y Germaine, como si fueran sus hijas. Era demasiado mayor para tener hijos, aunque en sus rasgos orientales, eternamente jóvenes, no se notaba. Se cogían de la mano en público. También debían de dormir juntos, la china espigada de piel brillante y suave que se extendía sobre los altos pómulos salientes, y el hombre tosco y corpulento que ocupaba él solo una cama doble. Pero no se casaron.
Cheng Sumei había nacido en Shanghai. No conoció a sus padres. Era huérfana y sobrevivió en la calle como vendedora de flores. Muchos de nosotros la habíamos conocido en Rotterdam, cuando Presser aún vivía y subía a los barcos a tomarnos las medidas. Pero también la habían visto en Sidney y en Bangkok, en Bahía y en Buenos Aires. Algunos sostenían que en un burdel. Otros, como encargada de una pensión. Todos sabíamos algo de ella. Pero nadie sabía nada con seguridad. Debería haber tenido siete vidas como los gatos para aparecer en todos los sitios donde creíamos haberla visto. Desde luego, había viajado tanto como un transatlántico.
Nunca vino a Marstal. Albert solía ir a El Havre. Pero un día dejó de hacerlo. Pensamos que habrían roto. Resultó que ella había muerto de repente. Albert no nos contó nada. Es algo que hemos reconstruido nosotros. ¿Por qué no se casaron? ¿Por qué no vivieron juntos?
¿Era por Albert, que no la quería lo suficiente, o por ella?
—Con las prisas se me olvidó —solía decir si alguien era lo suficientemente grosero para preguntarle por qué no se había casado. La respuesta solía hacernos reír. Nos mirábamos con aire de enterados. Porque habían tenido la ocasión.
Albert compró primero la antigua casa de comercio que se alzaba hacia la derecha de Prinsegade según se sube del puerto. Después se mudó al otro lado de la calle e hizo construir una casa nueva de dos plantas. Tenía una gran terraza que daba al oeste, desde la cual se veía el malecón y el archipiélago. También un mirador que daba a la calle. En el pequeño cristal que había sobre la puerta de entrada hizo escribir su nombre con letras doradas: Albert Madsen.
Lorentz Jørgensen se había instalado al otro lado de la calle. Se estableció como armador y consignatario de buques muchos años antes que Albert. De niño era gordo y jadeaba, y su mirada era siempre implorante. Después el mar lo endureció, y habíamos olvidado que en otros tiempos creíamos que sólo era un hombre a medias, gordo y sin pelotas. Pero no se quedó en el mar. Pasó el examen de primer oficial y se quedó en tierra. Aunque no había ahorrado mucho de su modesta paga, tenía talento para multiplicar el dinero. Compró participaciones en barcos, sabía convencer a los de la caja de ahorros y también estuvo asociado con el mayor armador del pueblo, Sofus Boye, a quien llamábamos Sofus el Campesino, porque era de Ommel, un pueblo a tres kilómetros de Marstal.
Lorentz Jørgensen aún no había cumplido treinta años cuando nos convenció de tender un cable telegráfico desde Langeland. Dijo «mercado mundial» y «telégrafo», dos palabras que no entendíamos demasiado bien, y después las entrelazó de tal manera que nos dimos cuenta de que el mercado mundial era para nosotros lo que la tierra para el campesino, y sin telégrafo no podíamos ponernos en contacto con el mercado mundial.
Pedimos ayuda al Estado, pero éste respondió con una negativa. Entonces Lorentz fue a la caja de ahorros de Marstal y después consiguió que Sofus Boye lo recibiera. Sofus el Campesino era un hombre humilde que, pese a ser dueño de la mayor naviera de la isla, a veces se colocaba junto al atracadero para sacarse unas monedas haciendo de mozo de cuerda. No tenía gastos de oficina. Solía golpearse la frente con el índice, y sostenía que lo guardaba todo en la cabeza. Pero escuchó cuando Lorentz describió el cable parlante capaz de superar todas las distancias.
—Da igual que vivas en un pueblo o en una ciudad grande. Da igual que vivas en la isla más pequeña y remota; si tienes un telégrafo, eres el centro del mundo.
A la mayoría, esa clase de afirmaciones le sonaba a desvarío, pero no a Sofus el Campesino, quien por lo demás sabía hacer oídos sordos a muchas otras cosas. Fue con Lorentz a la caja de ahorros y le pidió que repitiera lo que acababa de decir.
—El centro del mundo —dijo Lorentz.
Una mirada de Sofus el Campesino bastó para que a Rudolf Østermann, el director de la caja de ahorros, se le congelara la sonrisa que había empezado a expandirse por su rostro.
El director, que era un bromista, estuvo a punto de preguntar si por medio del telégrafo también era posible ponerse en contacto con Nuestro Señor.
Después se volvió el más apasionado de los conversos.
—La oficina de telégrafos es el corazón de la ciudad, una auténtica bendición. Debería estar en la iglesia —solía decir. Había olvidado por completo el chiste que tuvo en la punta de la lengua cuando Lorentz le habló por primera vez del telégrafo.
Una vez que la caja de ahorros y el mayor armador del pueblo entraron en el negocio, se añadieron nuevos inversores. Lo que el Estado no quiso darnos, lo conseguimos nosotros.
También se le ocurrió a Lorentz la idea de un seguro naval mutuo, primero para los barcos pequeños, después para los grandes, a medida que prosperábamos. En 1904, la compañía de seguro naval abrió su sede en la esquina de Skolegade y Havnegade. Era un soberbio edificio de ladrillo rojo con un relieve en la fachada que representaba una goleta con las velas desplegadas. La casa hacía lo mismo que el malecón: nos protegía.
Nada escapaba a la atención minuciosa y perspicaz de Lorentz. Fue nombrado administrador del puerto e hizo construir el embarcadero de vapores, de doscientas varas de largo, que constituía la entrada al puerto. Mandó dragar el propio puerto y el canal desde el fondeadero hasta el embarcadero de vapores. También fue cofundador de la Empresa de Productos Lácteos de Marstal, el edificio encalado y con una enorme chimenea que se alzaba en Vestergade. Compró un caballo grande e imponente, y solía cruzar el pueblo montado en él, mientras las pezuñas herradas resonaban contra los adoquines. Se convirtió en el auténtico promotor del pueblo, aunque el muro que construyó en torno a Marstal era invisible. Quería protegernos de las desgracias imprevistas, tan abundantes en la vida del marino.
Lorentz se casó tarde con una mujer dos años mayor que él, Katrine Hermansen, con la que no obstante logró tener tres hijos. El mayor emigró a América, al siguiente lo envió a Inglaterra a aprender en la industria naviera, y la menor, una chica, se quedó en casa y se casó con el velero Møller de Nygade, con quien tuvo cuatro hijos, que todos los días se presentaban en el despacho de su abuelo en Prinsegade y cantaban para él con sus voces tenues y claras. Sobre la mesa había telegramas de Argel, Amberes, Tánger, Bridgewater, Liverpool, Dunquerque, Riga, Kristiania, Stettin y Lisboa. En su vejez, Lorentz había vuelto a engordar, como antes de hacerse a la mar, pero ya nadie se burlaba de su corpulencia. Acostumbraba estar sentado en la silla giratoria de su despacho mientras oía cantar a sus nietos, y parecía uno de esos budas gordos y contentos que se ven por todas partes en los templos de China.
El cementerio donde algún día sería enterrado Lorentz para aguardar la eternidad era, como muchas otras cosas en Marstal, nuevo. Antes se enterraba a la gente en torno a la iglesia, entre Kirkestræde y Vestergade, a la sombra de las hayas. Ahora teníamos un cementerio nuevo en las afueras del pueblo. Desde la carretera de Ommel se inclinaba hacia la playa, con vistas al archipiélago. Plantamos una larga avenida de serbales que aguantarían al menos cien años. Había sitio para muchos muertos.
No sólo calculábamos que en el futuro Marstal tendría tantos habitantes como entonces: probablemente contábamos con que tendría todavía más. Pero sin duda también teníamos la esperanza de no morir en puertos extraños o en el mar, y dar el último suspiro rodeados de los nuestros.
Un cementerio que va llenándose poco a poco transmite un mensaje tranquilizador: vas a morir en el lugar donde naciste, en el lugar que aprecias y al que perteneces. Verás crecer a tus hijos. Envejecerás y engordarás mientras tus nietos te cantan canciones, y tu vida se extiende a tus espaldas como una pendiente que sube desde la estrecha orla blanca de la playa hasta las vistas al archipiélago.
En una ocasión uno de nosotros ofreció una respuesta extraña cuando le preguntaron por qué no se dio por vencido cuando el barco en que se encontraba naufragó y creyó que iba a morir.
Se trataba de Morten Seier. Corría el mes de diciembre del año 1901 y era el primer oficial del Flora, que llevaba de patrón a Anders Kroman. El Flora transportaba carbón de Inglaterra a Kiel cuando el viento del oeste arreció y se transformó en tormenta. Durante seis días vagaron en medio del temporal y el hielo, sólo con la vela mayor acostada y el trinquete desplegado. Después, la tormenta se convirtió en huracán y se llevó la lancha, la cocina de cubierta y la timonera. Sólo podían mantenerse en cubierta, entumecidos, mientras de todos lados les caían encima olas grandes como casas. Al décimo día un golpe de mar se llevó el aparejo, la carga se desplazó, y cuando el Flora volvió a elevarse del agua bullente iba seriamente escorado. Mástiles, jarcias, todas las estructuras externas habían desaparecido, y los restos flotaban entre las olas que, blancas de espuma, se habían calmado bajo la presión del huracán.
Se reunieron en el camarote, y el capitán Kroman, que era un hombre que no se andaba por las ramas, dijo que no podían esperar llegar vivos a la Nochebuena.
Otro violento golpe de mar sacudió el barco. Todos cayeron contra los mamparos, y estaban seguros de que aquella embestida sería el golpe de gracia. La embarcación iba a desaparecer entre las olas. Sólo podían esperar la fría muerte del ahogado.
Sin embargo, el casco destrozado se mantenía a flote.
Fue a Morten Seier a quien se le ocurrió la idea que iba a salvarlos. Se dio cuenta de que para aligerar el barco tenían que echar la carga por la borda, a fin de que la vulnerable popa se alzase, librándose así del peligroso oleaje. Como no se atrevían a abrir las escotillas por miedo a que el barco se llenara de agua, rompieron a hachazos el mamparo del camarote y llegaron a la bodega. Durante la noche sacaron de allí cuarenta toneladas de carbón. Llevaban tres días sin dormir, desde que las jarcias se habían ido por la borda. Congelados en medio de la ululante tormenta de nieve que con furia barría la cubierta desnuda, empapados por el agua helada que golpeaba el barco sin cesar, los seis hombres que componían la tripulación del Flora metieron en cubos y sacos cuarenta toneladas de carbón y los vaciaron en el mar. Casi siete toneladas por barba, es decir, siete mil kilos.
Después, según dijo Morten Seier, quedaron muertos de agotamiento, y al rato cayeron todos en un sueño apacible, los marineros en la bodega vacía, el capitán Kroman y Seier en el camarote.
Cuando despertaron era el 24 de diciembre, temprano por la mañana. La tormenta había amainado. Calcularon que debían de estar a unas dieciséis millas de las islas Orcadas, pero como la tormenta se había llevado sus botes salvavidas, la costa podía significar tanto la ruina como la salvación. Entonces se les ocurrió la idea de unir las dos anclas y sus cadenas para, en el último instante, detener la deriva hacia una rompiente asesina.
Y por fin llegó la salvación. Apareció en el horizonte un pesquero holandés, y la tripulación del Flora fue rescatada.
—¿Cómo pudiste aguantar? —le preguntamos.
Era una pregunta idiota, pero de todas formas la hicimos, aunque todos sabíamos más o menos qué iba a responder: Morten Seier quería ver de nuevo su casa de Buegade. No quería separarse de su esposa Gertrud ni de sus hijos, Jens e Ingrid, que lo necesitaban tanto como él a ellos. Quería estar de regreso por Navidad. Quería, como los demás hombres de mar, llegar a capitán y gobernar su propio barco antes de quedarse definitivamente en tierra. En pocas palabras: era demasiado pronto para morir.
Pero Morten Seier no respondió nada por el estilo, sino algo totalmente diferente. Dio una respuesta inteligente a una pregunta idiota.
—Pude aguantar porque quería que me enterraran en el nuevo cementerio —dijo.
A algunos seguramente les parecerá una respuesta extraña. Tal vez sólo un marino sea capaz de comprenderlo. Pero nuestro nuevo cementerio era eso. Una esperanza.
Algo que te esperaba en casa.
¿Qué habríamos hecho si un desconocido nos hubiera dicho que el cementerio iba a estar siempre medio vacío, y que sólo unas pocas tumbas hablarían de la vida que se vivía en otros tiempos, y que la larga vereda de serbales desaparecería bajo la hierba crecida, de modo que la alameda que plantamos en otro tiempo semejaría una arboleda natural en la que sólo el ojo experto advertiría la intención original?
¿Qué habríamos hecho si un desconocido nos hubiera dicho que los lazos familiares iban a romperse y que fuerzas más violentas que el mar iban a terminar con nuestras vidas?
Nos habríamos reído ante tamaña insensatez.
Nos habríamos reído del insensato.
•
Albert creía en el sentido común, pero en realidad no se trataba de su creencia más arraigada. No creía en Dios ni en el diablo. Creía un poco en la bondad humana, y, en cuanto a la maldad de las personas, había visto muchas cosas en los barcos en que había navegado. Por encima de todo creía en la unidad. Que él supiera, los creyentes no tenían prueba alguna de la existencia de Dios. Pero él sí tenía pruebas de que su propia creencia se basaba en sólidas realidades. Todas las mañanas se quedaba mirando la prueba desde la ventana de la buhardilla, encima de su despacho de consignatario.
También podía verla desde el mirador del despacho de abajo. Por eso había hecho que se añadiera un mirador. Cuando bajaba los tres escalones de la escalinata de entrada y torcía a la derecha para descender por Prinsegade en dirección al puerto, la prueba se desplegaba ante sus ojos.
Era un vasto malecón de grandes bloques de piedra que los habitantes del pueblo llevaban cuarenta años construyendo. Estaba en medio del agua, tenía más de mil metros de longitud y cuatro de altura, y se componía de moles de piedra, cada una de las cuales pesaba varias toneladas. Más listos que los egipcios, creamos nuestras pirámides en forma de largas paredes rocosas cuya finalidad no consistía en guardar la memoria de los muertos, sino en proteger a los vivos. El malecón era obra de un faraón, nos decía Albert, un faraón que no tenía un solo rostro sino muchos, que entre todos componían la unidad.
Era el rito matutino de Albert: la contemplación del cielo y sus formaciones nubosas, llenas de mensajes para los entendidos, y después el sosiego que producía mirar el malecón. Yacía allí como una fuerza en reposo, más violenta que la del mar, capaz de calmar la tormenta exterior y dar cobijo a los barcos, prueba viviente de la unidad. No navegamos porque hay un mar, sino porque existe un puerto. No empezamos buscando metas lejanas. Lo primero que buscamos es protección.
Raras veces acudía a la iglesia. Iba en las festividades y en ocasiones especiales, y eso porque también la iglesia formaba parte de la unidad, y no quería quedarse fuera. No sentía un respeto especial hacia las ceremonias religiosas. Pero en la iglesia ocurría como en un barco. Imperaban ciertas reglas, y si se estaba a bordo había que obedecerlas. De lo contrario, era mejor quedarse fuera.
Los sucesivos pastores se quejaban de que la iglesia estaba muy mal conservada; pero cuando el pastor Abildgaard, con quien por otra parte Albert se llevaba bien, incluso llegó a hablar de coger dinero de la enseñanza pública para que el templo tuviese un aspecto conforme a su rango, le pagaron con su misma moneda. Si había que elegir entre iglesia y escuela, dijo Albert, él siempre elegiría esta última. La escuela era la juventud y el futuro. Y la iglesia no. Para él representaba un consuelo que la escuela de Vestergade fuese más grande que la iglesia. Así eran las cosas en una ciudad que creía en el futuro.
—Pero los preceptos morales —intervino Abildgaard—, ¿dónde van a aprenderlos, si no es en la iglesia?
—A bordo de un barco —contestó Albert, lacónico.
—¿Y en puertos extraños, tal vez? —replicó el pastor.
Albert no respondió.
Respecto a la vida en el mar Albert no mostraba ninguna ilusión. Había llevado la existencia sin sosiego del pinche de cocina, perro de todos pero sin los cuidados que se dan a un perro, como solía decir. Los tiempos, sin embargo, habían cambiado. Las relaciones a bordo habían mejorado y eran más humanas. Los niños tenían mejores maestros, y así también ellos serían mejores patrones cuando llegase su hora. Albert creía en el progreso. Creía también en el sentido del honor del marino. La unidad se basaba en él. En un barco, un fallo podía tener consecuencias catastróficas para todos. Eso un marino lo comprendía enseguida. El pastor lo llamaba preceptos morales. Albert lo llamaba honor. En la iglesia uno tenía una responsabilidad con Dios. En un barco, la responsabilidad era con los demás. Por eso el barco era mejor para el aprendizaje.
Todo, empero, dependía del capitán. Era lo que la experiencia le había enseñado. El capitán sabía dónde tenía que estar cada cosa a bordo, cada vela y cordel, y lo mismo valía para la tripulación. Cada uno de ellos tenía su lugar determinado, y si el capitán no lo dejaba claro desde el principio, entonces la tripulación lo decidía en una pelea, y ahí era el más débil, pero no necesariamente el menos dotado, el que llevaba la peor parte. Lo comprobó en el Emma C. Leithfield, cuando el capitán Eagleton no cumplió con su deber y O’Connor se convirtió en dueño y señor del barco. El más fuerte no siempre era el más capaz. Un capitán tenía que conocer la mente humana tan bien como el velamen del barco.
Tuvo a sus órdenes gente que desertó, y nunca lo consideró una manifestación de insubordinación o señal de mal carácter, sino que en su opinión constituía una derrota de su conocimiento de los hombres. No había estado atento y no había sabido llevarlos por el camino correcto. Creía, como ha quedado dicho, que en todas las personas había algo de bondad. Pero sabía igualmente que había maldad, y su sencilla opinión era que también la maldad podía corregirse y contenerse.
Una vez, en la década de 1880, estaban en Laguna, en México, y un marinero lo amenazó con una navaja. Cuando Albert estuvo frente al joven, que se inclinaba hacia delante con el arma en posición de ataque, no pensó ni por un instante que lo que estaba haciendo exigiera un coraje o una fuerza especiales, aunque estaba desarmado. Sólo contaba una cosa: no tener la menor duda acerca de quién mandaba.
Tendió la mano como para recibir la navaja. El marinero miró confuso aquella mano, incapaz de comprender qué quería. Entonces Albert le dio un puñetazo en la mandíbula con todas sus fuerzas. El hombre cayó sobre la cubierta. Albert colocó su bota sobre la muñeca del marinero y obligó a sus dedos, que se aferraban al mango, a soltar el arma. Después hizo que el aturdido marinero se arrodillara y con la mayor tranquilidad le dio una paliza, aunque siempre evitaba pegar en sitios donde pudieran producirse lesiones permanentes. Estaba aplicando un castigo, y al mismo tiempo ejerciendo su autoridad.
Mientras pegaba, era consciente de que no estaba allí como representante de la bondad, igual que el marinero de la navaja no lo era de la maldad. Se trataba, sencillamente, de una cuestión de equilibrio entre fuerzas diferentes. Nadie hacía frente a una tempestad con las velas desplegadas. Un capitán no respondía a la fuerza con la fuerza, sino que acortaba las velas y encontraba un equilibrio. Todo orden auténtico dependía de equilibrios, no de que una parte aniquilase a la otra. Por eso no existía ningún orden establecido de manera definitiva.
En el momento anterior a que encontrara su destino en la costa de Kealakekua, en Hawái, en la forma de un garrotazo en la nuca y un cuchillo en la garganta, James Cook hizo señas a sus hombres de que lo ayudasen. Pero el barco que debería haberlo socorrido viró en redondo y los hombres de la orilla, que deberían haberlo defendido de los nativos, arrojaron los mosquetes y huyeron entre la rompiente. En su último viaje a bordo del Resolution, James Cook había hecho azotar a once de sus diecisiete marineros, que recibieron en total doscientos dieciséis latigazos. Cuando llegó el momento en que necesitó su ayuda, le volvieron la espalda cubierta de cicatrices.
James Cook tiró del cabo equivocado.
En un barco de vela había kilómetros de cabo, docenas de poleas, cientos de metros cuadrados de velamen. Si éste no se ajustaba continuamente, el barco se convertía en víctima desamparada del viento. Lo mismo ocurría a la hora de dirigir una tripulación. En manos del capitán había cientos de cabos invisibles además de los visibles. Si la tripulación se adueñaba del barco, ocurría como cuando éste quedaba a merced del viento: la embarcación estaba perdida. Si el capitán acaparaba todo el mando, era como si hubiese calma chicha. Así el barco no iba a ninguna parte. Quitaba toda la iniciativa a sus hombres. Ya no hacían las cosas lo mejor que podían, sino a desgana. Era cuestión de experiencia y conocimiento. Era, sobre todo, una cuestión de autoridad.
Cuando Albert hubo dado su merecido al marinero y lo tuvo ante sí magullado, tumbado en la cubierta, le ofreció la mano y lo ayudó a ponerse en pie. Después ordenó al pinche de cocina que fuese en busca de un cubo de agua para lavarle la sangre de la cara. La cuestión quedó zanjada. El marinero podía reintegrarse en la tripulación.
En otros tiempos, a Albert lo azotaban con un zurriago. Pero él no era un Isager, que ni premiaba ni castigaba, sino que simplemente pegaba. No era un O’Connor, que abusaba de su rango como excusa para sus inclinaciones asesinas. No era un James Cook, que tenía que blandir el látigo para ejercer su tambaleante autoridad.
Era lo que el capitán Eagleton del Emma C. Leithfield nunca logró ser. Porque la vida le había enseñado que el problema no residía en la ley.
Era algo diferente, más complicado. Era el equilibrio.
•
En 1913, Albert decidió erigir un monumento a su fe en la unidad. Se colocaría una lápida conmemorativa cerca del nuevo embarcadero de vapores. Ya había escogido la piedra y conocía su historia. Tenía unos cuatro metros de longitud, tres de anchura y dos de altura. Estaba en el fondo del Báltico, frente a Halen, y cuando el viento soplaba fuerte del interior a veces podía verse desde tierra. En verano, los chicos solían ir nadando hasta allí y se apoyaban en ella. Entonces sus cabecitas rubias sobresalían en el agua centelleante por el sol.
El brillante espejeo de las olas se reflejaba sobre su vasto lomo, y en ocasiones, cuando iba en bote, Albert dejaba los remos y la contemplaba. Parecía muy sólida allí, en medio de la corriente de agua verde claro. Pero también ella había viajado. Llegó del norte con el hielo. Ahora había que llevarla a un lugar permanente. Iba a conmemorar la construcción del malecón, el poder del hombre frente a la Naturaleza.
El texto rezaría: «La unión hace la fuerza».
Le pareció de lo más apropiado.
Un soleado día de junio, mientras estaba apoyado en la borda contemplando el agua espejeante, fue presa de un violento mareo. Le pareció que el mundo perdía su solidez, y que tampoco las cosas en que creía iban a durar mucho tiempo. Intuyó la existencia de amenazas diferentes de la tormenta y la fuerza de las olas, catástrofes de las que ni el firme muro de piedra del malecón conseguiría proteger. La sensación fue tan vaga y como de ensueño que creyó que se había quedado dormido al sol de la tarde. Entonces enfocó la mirada en la piedra del fondo. Vio la sombra del bote y la suya propia reflejadas en su lomo surcado de cicatrices, y la realidad volvió a él.
Fue entonces cuando tuvo la idea. Lo sorprendió de repente, fue como un tornado de inspiración no exenta de pánico. Era hora de hacer balance, un inventario que tenía que ser lo suficientemente amplio, fuerte e inamovible, una especie de contrapeso a su repentina sensación de catástrofe: la piedra.
A los pocos días convocó una reunión en los locales de la Asociación de Seguros Marítimos, donde presentó la idea a un grupo de invitados. La propuesta de un monumento conmemorativo obtuvo la aprobación general, y se nombró un comité para que llevase a cabo el trabajo previo. La piedra tenía que estar en su sitio ese mismo año, antes de que llegase el otoño.
Una semana después, inspeccionó la piedra junto con el presidente de la comisión portuaria y el presidente de la Asociación de Seguros Marítimos. Soplaba una brisa fresca del oeste, y la parte superior de la piedra estaba a la vista. Las olas rompían contra ella como si se tratara de un arrecife peligroso.
A mediados de julio remolcaron dos gabarras con una grúa hasta la piedra, y para las dos de la tarde la habían izado y amarrado entre las gabarras. Iban a bordo, además del propio Albert y el presidente de la comisión portuaria, el práctico del puerto, un pescador y un aparejador de uno de los astilleros de la ciudad. En la playa, un grupo de señoras se sentaron en la arena blanca y enviaron en un bote los bocadillos y refrescos que habían preparado para los sudorosos hombres de las gabarras. Cuando éstas pasaron junto al embarcadero de vapores y entraron en el puerto con la piedra amarrada en medio, se izó la bandera y una muchedumbre lanzó vivas desde el muelle.
Era una celebración en homenaje a nosotros mismos, a nosotros y a nuestro pueblo floreciente.
Dos días después izaron la piedra al muelle. Albert telefoneó a Svendborg y pidió un remolque para transportarla. Llegó con el transbordador al día siguiente. Se había reunido una enorme cantidad de personas, y todos se dejaron transformar de buena gana en animales de tiro. El dueño del astillero junto al aparejador, el marinero junto al armador, el comerciante junto al dependiente. Hasta el director de la caja de ahorros adoptó la postura de un humilde mulo. Los escolares corretearon ruidosos hasta que también encontraron sitio. Viejos patrones jubilados interrumpieron su tertulia en los bancos del puerto para echar una mano, con la pipa aún entre los labios. Ceñudo, el práctico del Congo, Josef Isager, se metió las manos en los bolsillos con ademán desafiante. Él estaba por encima de esas cosas. También Lorentz se contentó con mirar, pero estaba justificado por su edad avanzada y su enorme corpachón. La viuda del pintor de marinas, Anna Egidia Rasmussen, se acercó atraída por el ruido, que llegaba hasta Teglgade, llevando a su nieto de la mano. En un lateral el loco del pueblo, Anders Nørre, saltaba presa de una enorme excitación. Con un gesto de la mano, Albert le hizo un sitio en el grupo. Cuando le echaron el cabo al hombro, un extraño sosiego se apoderó de él, un ensimismamiento dichoso, estado de ánimo que parecía compartir con el resto de los reunidos.
Entonces Albert cogió también un cabo y se volvió hacia el grupo de personas con la mano levantada.
—¡Ahora! —gritó, y su mano hendió el aire.
Era la señal de salida. Albert tiró con todas sus fuerzas. Tenía sesenta y ocho años, pero no notaba su edad. Era como si su recio cuerpo llevara toda la vida acumulando fuerzas para aquel momento, y como si todo lo ocurrido hasta entonces no hubiese sido más que preparativos. Su cara parecía arder al sol, y notó una sensación de felicidad que surgía directamente de la sangre que circulaba por sus venas y de la tensión de sus músculos.
El remolque se puso en marcha lentamente, traqueteando. Avanzaba metro a metro. Después se detuvo. El suelo estaba demasiado blando. Las ruedas del remolque se hundieron en la gravilla bajo el peso de la piedra y se negaron a moverse de allí. Serían unos doscientos hombres. Sus piernas empujaban en vano. Tiraban de las sogas como si de ese modo el peso de todos consiguiera igualar el de la piedra. Pero ésta resistió.
Albert se irguió y se dirigió a los reunidos.
—¡Vamos, gandules! —gritó, y su mano hendió el aire una vez más—. A la de una, a la de dos, a la de tres… ¡ahora!
El remolque no se movió.
En alguna parte de aquel mar de gente, un marino comenzó a entonar una canción marinera. Otros se le unieron. Al final todos cantaron, meciéndose rítmicamente, la vieja canción del trabajo que durante siglos se había oído en el mar. Pero tampoco les sirvió de nada.
Albert llamó a un muchacho y le pidió que fuera a la Escuela Naval, en Tordenskjoldsgade, a pedir ayuda a los alumnos. El chico se fue corriendo, y no tardaron en ver a los jóvenes marinos desfilar en un grupo compacto por Havnegade. Eran treinta en total. También a ellos les echaron cabos al hombro. Se arremangaron y mostraron sus tatuajes.
«Es la juventud y el futuro —pensó Albert—. La piedra tiene que ceder».
El remolque volvió a ponerse en marcha, mientras las ruedas protestaban. Parecía que el remolque fuera a romperse en pedazos. Hubo un momento de peligro cuando dieron contra el bordillo de la acera; la piedra se tambaleó, pero no cayó. Volvieron a entonar la canción marinera. Hasta entonces Albert no había escuchado la letra.
I will drink whisky hot and strong.
Whisky, Johnny!
I will drink whisky all day long.
Whisky for me, Johnny[2]!
Los niños cantaban a gritos, entusiasmados. La letra encerraba promesas de virilidad. Los marinos experimentados dirigían el canto. Habían navegado lo suficiente para sentirse marineros de primera. La canción les pertenecía. Sus años en el mar habían confirmado su derecho de propiedad. Para los viejos era un recuerdo, y Albert sabía que había pocos allí que alguna vez en su vida no hubiesen izado una vela o manejado un cabrestante mientras entonaban la canción del whisky. Era el himno patriótico de los marinos, pensó Albert. No importaba en qué idioma se cantara. Su mensaje estaba en el ritmo, no en la letra. No soltaba un sermón, hablaba a los músculos, y de los músculos pasaba al corazón, donde recordaba a los hombres de qué eran capaces, hacía que olvidaran el cansancio y continuaran trabajando todos juntos.
«La unión hace la fuerza» era la inscripción que iba a llevar la piedra, pero se dio cuenta, en un momento de exaltación provocada por el esfuerzo, que también podía haber puesto «Whisky, Johnny!» de no haber sido tan poco apropiado. Lo que estaba oyendo era la canción de la unidad.
Alzó el enrojecido y sudoroso rostro hacia el sol y sonrió.
La piedra había llegado a su destino.
Albert organizó varias reuniones públicas en el hotel Ærø para hablar de la piedra conmemorativa o piedra de la unidad, como la había bautizado en su fuero interno. Había que financiar el proyecto, claro, y tenía que hacerse como se financiaban en Marstal las cosas grandes e importantes: entre todos, mediante muchas pequeñas aportaciones. Cuando estaba en el podio de orador, olvidaba por completo que existía algo importante que nunca había explicado. ¿Cuál era el motivo para erigir una piedra conmemorativa justo entonces? El septuagésimo quinto aniversario de la construcción del malecón cayó precisamente en el año de cambio de siglo, pero entonces nadie tomó la iniciativa. Para el centenario aún faltaban doce años. No podía confiar en vivir tanto. Para entonces tendría ochenta y un años, y no era de esas personas arrogantes convencidas de que vivirán eternamente. ¿Por qué entonces? ¿Por qué en 1913?
Afortunadamente, nadie le formuló nunca esa pregunta. Por supuesto, dijeron todos cuando lo mencionó por primera vez. El pueblo debía tener una piedra conmemorativa, ¿y qué merecía más ser conmemorado que la construcción del malecón? De modo que no tuvo que explicar lo sucedido aquel día de junio en que sintió un mareo navegando al sur de Halen y lo asaltó un presentimiento cuyo significado no veía claro. Esas cosas no podían decirse desde un podio. Esas cosas no podían decirse ni siquiera a solas a nadie, al menos como justificación para hacer que doscientos treinta hombres se pusieran a tirar de una piedra que pesaba catorce toneladas.
¿Por qué ahora, por qué en 1913?
Antes de que sea demasiado tarde, antes de que olvidemos quiénes somos y por qué hacemos lo que hacemos.
¿Demasiado tarde? ¿A qué te refieres?
No, ni siquiera él era capaz de responder a esas preguntas. Pero íntimamente experimentaba una sensación de catástrofe. Si se lanzó con tal entusiasmo al trabajo de erigir la piedra fue para acallarla.
Desde el podio del salón de actos del hotel Ærø señaló una y otra vez los hechos. Describió cómo en otros tiempos el puerto estaba abierto a los vientos del norte y del oeste, incluso del sur, donde el mar penetraba a menudo en el istmo que llamamos Halen. Describió la forma en que los barcos, incluso en invierno, cuando permanecían amarrados, eran arrastrados hacia la costa. Al final todos estaban amenazados por la ruina, a menos que se hicieran mejoras en el puerto; y entonces alguien dio un paso al frente, un hombre considerado el auténtico fundador de la ciudad tal como la conocemos, aunque él no construyó en tierra, sino en medio del agua. Fue el fundador de la unidad, la fuerza en cuyo honor iba a erigirse una piedra conmemorativa. Era el patrón Rasmus Jepsen. Animó a los habitantes del pueblo a que se comprometieran con su firma a construir el malecón. Trescientas cincuenta y nueve personas dieron su nombre, unas se ofrecieron a trabajar gratis, otras contribuyeron con cargas de piedras, y finalmente las hubo que aportaron dinero. Pero todos dieron algo, excepto uno, que se abstuvo con la vergonzosa justificación de que uno ha de cuidar de sí mismo y no de la posteridad.
—No pronunciaré su nombre por deferencia a sus descendientes vivos —dijo Albert desde el podio.
Todos se volvieron y miraron al patrón Hans Peter Levinsen, que después sería uno de los más fervientes y generosos donantes para la piedra conmemorativa, como si tras ochenta y ocho años tuviera al fin la oportunidad de lavar el honor de la familia.
Albert siguió hablando de aquel 28 de enero de 1825, cumpleaños del rey Frederik VI, cuando cien hombres, bajo el estandarte de la unidad, se reunieron en el hielo para emprender la magna obra. Incluso la naturaleza ayudó. Si aquel invierno y los siguientes no se hubiera helado el mar, jamás habrían podido colocar las piedras. Pero lo consiguieron, y ahora el malecón se alzaba como muestra eterna de lo que la fuerza del hombre podía lograr mediante la unión y la perseverancia.
—Cuando observáis el malecón —dijo mirando a los reunidos—, lo que veis son grandes bloques de piedra. Pero jamás olvidéis que el verdadero material del que está hecho es una voluntad indoblegable y unos brazos vigorosos.
Finalmente les recordó que al precursor Rasmus Jepsen le fue concedida la medalla de la Real Orden de la Bandera. Los marinos, independientemente de lo indomables y empecinados que puedan parecer, son por naturaleza monárquicos y conservadores, y una referencia así causa impresión. Fue también en ese momento de su discurso cuando estallaron los aplausos espontáneamente. Albert dejó durante un rato que lo vitoreasen por haber tenido la idea de la piedra conmemorativa, aunque en su fuero interno sabía que no lo merecía, porque lo que estaba haciendo en aquellos días febriles y triunfales se basaba en el terreno inseguro de la intuición, en visiones hechas del mismo material efímero que las nubes.
La mañana del 19 de julio llegó el escultor Johannes Simonsen con el vapor correo de Svendborg para echar un vistazo a la piedra. La declaró perfectamente adecuada para su finalidad, hizo diversos bocetos y antes de volver a Svendborg dejó instrucciones para limpiar de moho su superficie. Le dieron una mano de cloruro de cal y a continuación la fregaron con ácido clorhídrico diluido. Cavaron un agujero de dos metros para los cimientos y después llenaron el agujero con hormigón. A principios de agosto fundieron la armazón y la barandilla de hierro. A mediados de agosto colocaron la piedra, y en aquel trabajo participaron el propio Albert y varios miembros del comité.
En medio de las obras arribaron al puerto seis buques torpederos. Estaban engalanados con banderas. Los barcos del puerto también, y el muelle pronto se llenó de curiosos. Era la primera vez que arribaban buques de guerra al puerto de Marstal. El comité suspendió las obras de colocación de la piedra conmemorativa y sus miembros bajaron al embarcadero de vapores para contemplar los barcos.
Esa misma noche se organizó en el hotel Ærø una velada festiva en honor de los oficiales de los barcos de guerra. También Albert acudió. La visión de los elegantes cascos gris acero en el embarcadero le había producido una extraña desazón, y tuvo un ataque de vértigo que recordaba al que sufrió la primera vez que desde su bote contempló la piedra conmemorativa al sur de la playa. Durante toda la cena estuvo extrañamente abstraído, cosa que advirtieron varios de los presentes, quienes lo atribuyeron a la gran presión que tenía que soportar ahora que la colocación de la piedra llegaba a su fase decisiva.
Varias veces le pareció que los reunidos se encontraban en el mar, sentados a mesas que flotaban en el agua. Las sillas en que se sentaban se mecían al ritmo del oleaje. En las profundidades de un azul grisáceo que se extendían debajo divisó sombras negras que se desplazaban a gran velocidad.
Una voz que se dirigía a él lo hizo volver a la realidad. Era el jefe de escuadra de los seis torpederos, Gustav Carstensen, que quería dedicarle un cumplido.
—He oído hablar de la piedra conmemorativa que van a erigir bajo su dirección. Ya me han hablado de la cantidad de gente que la arrastró hasta su emplazamiento. La juventud tiene energía, qué duda cabe. Sólo hace falta organizarla. Usted, que es capitán, conoce el significado de la disciplina.
—Creo en el equilibrio de fuerzas y en la unión —dijo Albert.
—Sí, la unión es importante —admitió el jefe de escuadra, y miró pensativo frente a sí, como si en la respuesta de Albert sólo hubiera encontrado una palabra clave que le daba la posibilidad de continuar por sus derroteros mentales—. Pero la unión hay que crearla. Por eso necesitamos una gran causa que haga unirse a la gente. Hoy en día la gente sólo se preocupa de sí misma. Llevamos varias generaciones sin una guerra capaz de unir y proporcionar un objetivo a la juventud. Lo que necesitamos es una guerra.
Albert le dirigió una mirada aún velada por el vértigo.
—En una guerra hay muchos muertos, ¿verdad?
—Sí, claro, es uno de los costes de la guerra.
En el tono de voz del jefe de escuadra asomó cierta vacilación. Dirigió a Albert una mirada evaluadora. Era como si hasta entonces no hubiese reparado en su interlocutor, y sopesó si se habría equivocado con él.
—Y a los muertos se los pone en una tumba con una cruz, ¿verdad? —continuó Albert, impertérrito.
—Claro, claro, por supuesto —repuso Carstensen, a quien le parecía que la conversación se estaba desviando.
—Vaya al cementerio del pueblo, comandante Carstensen —dijo Albert—. Encontrará muchas mujeres y algunos niños. Encontrará también algún campesino que otro, un tendero o dos y tal vez algún consignatario como yo. Pero no verá muchos marinos. Ésos se quedan en el mar. No se les pone ninguna cruz. No tienen ninguna tumba que la viuda y los niños puedan visitar. Mueren ahogados en lugares remotos. El mar es un enemigo que no respeta a sus adversarios. En Marstal tenemos nuestra propia guerra, comandante Carstensen, y con eso nos basta y nos sobra.
En ese momento brindaron por la flota y el jefe de escuadra aprovechó la ocasión para rehuir la conversación con Albert, quien, abandonado a sí mismo, volvió a sumirse en sus cavilaciones.
Aquella misma noche se cometieron actos de vandalismo contra la piedra conmemorativa. La cerca que se había colocado para protegerla mientras el escultor Simonsen terminaba la inscripción fue derribada por un grupo de trabajadores borrachos de los astilleros. Albert formuló de inmediato una denuncia al jefe de la policía de Ærøskøbing, Krabbe, y a los tres días recibió una respuesta escrita en la que Krabbe le comunicaba que se había impuesto a los vándalos sendas multas de trescientas quince coronas por embriaguez y escándalo público.
A medida que se acercaba el día en que iba a inaugurarse el monumento, la inquietud de Albert aumentaba. Por suerte, aún quedaba mucho trabajo por hacer. Ya había dado cuenta detallada de la historia del malecón. Se encargó de que el relato fuera introducido en un cilindro hermético de plomo que a continuación metieron en el hormigón del fundamento de la piedra conmemorativa. Después se lanzó a redactar un texto que pensaba leer en la ceremonia de inauguración. Describió la piedra como si fuera una persona, con sus decepciones y expectativas, y acerca de la vida escribió que era un lugar «donde se mezclan alegrías, penas y esperanzas frustradas, donde los planes trazados no siempre llegan a materializarse».
Se detuvo.
—Pero bueno, ¿qué estás escribiendo? —se preguntó en voz alta—. Tenías que rendir homenaje al malecón y a la unidad. Estás perdiéndote en divagaciones.
Negó con la cabeza y apagó la lámpara del escritorio. ¿De dónde procedía aquella vacilación? No tenía motivo alguno para dudar de la obra de su vida. La ciudad florecía como nunca, y era precisamente eso lo que pretendía celebrar la piedra conmemorativa. Se trataba del maldito vértigo, que volvía a atormentarlo. Presentimientos, vértigo y visiones. Tonterías.
Se dispuso a acostarse. ¿Le traería el sueño algún sosiego?
Furioso, dio una patada al suelo como para conjurar los espíritus del desasosiego. Sólo faltaba que le entrase miedo a la oscuridad como a los niños.
Por fin despuntó el día. Era el 26 de septiembre. Se habían reunido cientos de personas, y Albert relató una vez más la génesis e historia del malecón. Un coro de chicas cantó una canción con la melodía de un himno patriótico y letra escrita por el propio Albert en la que había logrado mantener el pesimismo a distancia.
Retiró una gran bandera danesa que ocultaba la piedra y al instante los reunidos arrojaron numerosos ramos de flores alrededor. El presidente de la comisión portuaria pronunció unas palabras de agradecimiento, y la ceremonia finalizó con vivas al rey Christian X, cuyo cumpleaños se celebraba ese día.
Por la noche hubo una cena en el hotel Ærø para cien invitados, entre ellos Krabbe, el jefe de la policía de Ærøskøbing, cuya esposa estaba sentada a la mesa junto a Albert. Se sirvió liebre asada y después pasteles, así como bebidas variadas. Albert pronunció el discurso principal y terminó invitando a los reunidos a que se pusieran en pie y dieran tres vivas a Su Majestad, así como a entonar Kong Christian stod ved højen mast[3], tras lo cual leyó un telegrama de felicitación al monarca, escrito por él mismo, y pidió a los reunidos su consentimiento para enviarlo. Acto seguido se efectuaron varios brindis tanto por la patria como por la bandera, y unos cuantos notables de la ciudad se dedicaron discursos mutuamente. A las once y media llegó un telegrama de agradecimiento de Su Majestad. Después hubo baile.
Para Albert la velada transcurrió sin incidentes. Estuvo siempre atento, no lo asaltaron presentimientos de catástrofe ni visiones de los reunidos, vestidos de gala, flotando por el mar junto con las bien surtidas mesas.
A las dos, una vez que en su calidad de anfitrión de la velada se despidió de los últimos invitados, dobló la esquina de Prinsegade y volvió a casa satisfecho, a pasar una noche sin sueños inquietantes.
Cuando despertó a la mañana siguiente, se sentía una persona con el alma en paz.
Albert Madsen tenía sesenta y nueve años y había logrado lo que quería. No dejaba descendencia, y se arrepentía de ello, pero la ciudad donde vivía y que consideraba suya progresaba sin cesar. En los astilleros construían más barcos que nunca, y el más grande de la ciudad pronto iba a adaptarse a los tiempos modernos. En lugar de barcos de madera iban a construir barcos de acero. Aquella primavera, Su Majestad el rey había visitado una ciudad engalanada de banderas. La flota estuvo presente con seis torpederos. Había planes de levantar un nuevo edificio de correos y añadir a la iglesia un chapitel de cobre que reemplazara la vieja torrecilla.
En el puerto, la piedra que conmemoraba el malecón era una muestra de que el pueblo recordaba su historia y reconocía su deuda con las generaciones del pasado. «La unión hace la fuerza», ponía en la piedra. Era el credo personal de Albert lo que estaba labrado con la minuciosa letra del escultor Johannes Simonsen. Esa profesión de fe era ahora la de todo el pueblo.
Albert sabía que la razón de su bienestar aquella mañana no era solamente el éxito de la ceremonia de inauguración de la piedra conmemorativa y la fiesta que siguió, sino algo mucho mayor: la armoniosa concordia que sentía entre él y un mundo en constante progreso. Abrió la ventana de la buhardilla, y allí estaba ante él, a la suave luz de la mañana de septiembre: tras el enrejado que formaban los mástiles se abrían el malecón y el archipiélago. Llegaron a sus oídos los chillidos de las gaviotas, acompañados de martillazos y el zumbido de las sierras de los astilleros locales. Sabía, con una sensación de triunfo, que en ese preciso instante los mismos sonidos se oían en ciudades portuarias de todos los continentes, y de que era allí donde se encontraba, en todo el mundo a la vez: en una gran comunidad.
Más adelante siempre pensaría en aquel día como «el final». No sabría decir de qué era realmente el final. De su vida no podía ser, porque vivió unos años más, pero empezó a vivir a caballo entre un mundo onírico y el mundo real, y el puente entre ambos era un puente de terror. En sueños adquiría una información que en soledad le resultaba insoportable, pero que no podía compartir con nadie.
Empezó a vivir en una ciudad habitada por muertos, y se convirtió en cómplice mudo de la muerte.