El accidente

Transcurrieron muchos años hasta que volvimos a tener noticias de Laurids Madsen. Albert nunca contó nada a su madre, y todo el mundo estará de acuerdo en que era lo mejor. Cuando Peter Clausen regresó a casa ella ya había muerto. Karoline Madsen nunca llegó a oír qué fue del hombre al que después de tanto tiempo continuaba añorando en vano.

Peter Clausen fue el último de Marstal en ver a Laurids. Era hijo del Pequeño Clausen, el mismo Clausen que estuvo en la batalla del fiordo de Eckernförde y en el cautiverio alemán junto con Laurids. El Pequeño Clausen fue nombrado práctico, y se mudó al sur del pueblo, donde hizo construir una torre de madera encima de su casa de Søndergade, para vigilar los barcos que, al entrar y salir, pudieran necesitar de sus conocimientos de las aguas locales.

Peter Clausen llegó a Samoa en 1876. Desertó de un barco junto con otro marinero y se lió con una nativa. Creemos que al principio vivió de visitas, haciendo uso de la malanga, pero cuando encontró a Laurids vio lo mal que pueden irte las cosas si olvidas quién eres. En efecto, Laurids había cambiado tras su cautiverio en Alemania. No se había vuelto más amable con la edad; estaba aún más intratable, raro y ensimismado en sus cosas, fueran las que fueren. Sentía debilidad por el vino de palma local. Ésa era la razón de que estuviese tan a menudo en lo alto de las palmeras. Llevaba un machete y con él hacía hendiduras en la corteza para sacar el jugo. Pero tenía que hacerlo a escondidas. Por aquel entonces, el vino de palma estaba prohibido en Samoa. Laurids terminó siendo un bicho raro al que no respetaban los suyos ni los nativos con quienes había decidido vivir.

Peter Clausen optó por hacerse comerciante. Montó un pequeño establecimiento delante del cual instaló un mástil donde ondeaba la bandera danesa. Enseguida encontró una esposa nativa, y tuvo hijos con ella. Siguiendo el ejemplo de Laurids, les puso nombres daneses. Pero nunca les enseñó el danés. Así transcurrieron muchos años. Se las arregló para sobrevivir.

También estaba su familia samoana, que, como acostumbraban hacer los nativos, consideraba que su tienda era una fuente de ingresos común y se tumbaban en el césped del exterior como una nube de langostas. Pero pronto los puso en su sitio. Si algo conservaba de su tierra natal era el sentido del ahorro. Por supuesto, si había alguna fiesta, los agasajaba; pero no cada maldito día. Y después los echaba. Si no entendían el mensaje, no temía amenazarlos con un arma.

El problema, afirmaba, consistía en que no sabían qué era un día de labor. Lo tomaban todo como una fiesta y nunca desperdiciaban la ocasión de engalanarse o cantar. Había que enseñarles el concepto de día laboral.

Su esposa rezongaba, pero Peter había salido a su padre y siempre imponía su voluntad, y así fue como consiguió, o al menos eso aseguraba, que todos lo respetasen. No era un mata-ainga, un hombre débil y condescendiente con su familia, pero tampoco un noa, un mendigo y un gandul.

Así llegó 1889, el año que haría de Peter Clausen un gran hombre y devolvería el juicio a Laurids.

Fue el mismo acontecimiento el que transformaría las vidas de ambos.

Por entonces no sólo había alemanes en Samoa, sino también ingleses y americanos. Todos reclamaban la isla para sí, y terminaron llenando la bahía de Apia con sus barcos de guerra, mientras animaban las discordias internas entre los polinesios y los proveían de todas las armas que eran capaces de transportar sobre sus hombros anchos y morenos.

Mientras tanto, Heinrich Krebs se había convertido en un hombre importante. Sus planes se habían materializado. Los de la competencia, envidiosos, decían de él que era el único dueño de plantaciones del Pacífico que contaba con su propia flota privada de barcos de guerra. El gobierno alemán obedecía el menor gesto suyo. Era a la vez hombre de estado y terrateniente. En sus tierras los cocoteros estaban dispuestos como para un desfile, y el zurriago sonaba como si fuera una plaza de armas. La gente llamaba a su plantación simplemente «la Compañía», como si en Samoa no hubiera otra cosa que Heinrich Krebs y su sueño de líneas rectas, a pesar de que en Apia existían un consulado americano y un periódico en inglés.

Iba a haber guerra. A los nativos, que como ha quedado dicho disponían de montones de armas, les gustaba disparar, pero antes de hacerlo no se preocupaban de apuntar, por lo que no sufrían muchas bajas cuando se enfrentaban entre ellos.

Llegó la guerra de las banderas. Las grandes potencias plantaron sus enseñas por toda la isla, pese a no tener ningún derecho a ello. Dispararon un tiro contra una bandera inglesa. Alguien quemó una bandera americana y los alemanes fueron declarados responsables. Desembarcaron soldados alemanes, pero los nativos los rodearon y dieron buena cuenta de medio centenar de ellos. Se decía que la casa donde se habían refugiado presentaba más agujeros que una red de pescar. Los alemanes caían bajo las balas americanas proporcionadas por los británicos, y de pronto la bahía de Apia se llenó de barcos de guerra, siete en total, de tres naciones diferentes. Todos esperaban el primer disparo.

Pero el primer disparo nunca se efectuó, y allí terminó la historia, decía Peter. Antes de que los cañones tuvieran tiempo de hacer fuego a discreción, el mar atacó.

La presión atmosférica bajó a novecientos veinte milibares. Cualquiera que conozca la bahía de Apia sabe lo que eso significa: salir de allí tan rápido como se pueda. Sin embargo, los oficiales de los barcos de guerra no tenían la menor idea de eso. Querían desafiarse mutuamente, pero los pobres desgraciados ignoraban que su peor enemigo era el mar. La fuerza del viento creció hasta que se convirtió en lo que los americanos llamaron un hurricane. En la bahía, las olas eran tan grandes que nos asustaron incluso a nosotros, que ya sabemos de más de una tormenta de otoño en el estrecho de Skagerrak o en el Atlántico Norte.

Menudo espectáculo trajo el amanecer. Tres barcos de guerra habían chocado contra los arrecifes, dos habían encallado en la playa y enseñaban la quilla, otros dos estaban en el fondo de la bahía. El mar había engullido cañones y munición para hacer su propio tributo de muerte y destrucción. Todo estaba lleno de espuma y las espaldas mojadas de los marinos ahogados se mecían en la rompiente antes de que los cuerpos fueran finalmente arrastrados a la orilla.

Salió el sol, y el brillo de sus rayos se expandió por un cielo limpio de nubes. Pero la playa era otra cosa. Los cadáveres arrastrados por las olas estaban colocados en hileras. Entre ellos caminaban los supervivientes, mudos, temblorosos a causa del agotamiento o porque el terror que había provocado en ellos la furia del mar aún no los había abandonado. Eran soldados de infantería de marina. Los habían adiestrado para otra clase de victorias y derrotas, otra clase de muerte y supervivencia. Ahora les tocaba a ellos, pese a ser soldados, la suerte que a menudo nos toca a los marinos.

No ejercieron ninguna influencia en la marcha de la Historia. Nadie los recordará. La guerra de Samoa no la ganaron los americanos ni los ingleses ni los alemanes. La ganó el Pacífico.

Laurids caminó entre los cadáveres empapados, tumbados boca abajo en la arena. Nadie sabía por qué estaban así. Tal vez porque era demasiado horrible mirar a la cara a tantos cadáveres a la vez. La víspera estaban decididos a matarse entre ellos. Ahora no había modo de saber quién era alemán, americano o inglés. Laurids señalaba con el dedo, como si contase, y parecía más animado con cada cadáver con que topaba.

—Lo vi y pensé que entonces sí que se había vuelto loco de verdad —dijo Peter Clausen.

También él había estado en la playa aquella mañana. No contó los muertos, como Laurids, sino los vivos. Veía en cada uno de ellos un futuro cliente, luego de que las flotas combinadas de tres naciones hubieran naufragado y sus provisiones desaparecido junto con buena parte de los tripulantes.

—Por suerte, la mayoría sobrevivió —añadió Peter Clausen.

No sabíamos si se refería a que fue una suerte para ellos o para su negocio.

El caso es que la catástrofe de la bahía de Apia supuso un punto de inflexión en su establecimiento comercial.

—Lo único que sé —dijo, volviendo a la historia de Laurids— es que, si alguna vez perdió la razón, entonces la recuperó. Ignoro si volvió a ser él mismo, porque no sé cómo era antes, pero se presentó en mi puerta y preguntó si podía ayudar. Aquello sí que era una novedad. Antes sólo venía cuando necesitaba algo, y siempre necesitaba algo. Porque no daba ni golpe. No me interpretéis mal. No me importaba mostrarme generoso, si su petición me parecía razonable. Siempre habría para una comida y una taza de café. Al fin y al cabo, los dos éramos de Marstal. Pero aun así no me gustaba su compañía. Ni siquiera daba las gracias cuando se marchaba con la tripa llena. Sin embargo, si alguna vez hubo otro Laurids, entonces era el que encontré cuando volvió de la playa de los muertos. Yo no podía dejar de pensar que en otros tiempos había participado en una batalla del lado perdedor y había sido hecho prisionero. Debió de ser una experiencia bastante humillante para él. Ahora era como si hubiese recibido una reparación.

—Laurids le vio el culo a san Pedro. Voló hasta el cielo y estuvo ante las puertas del paraíso, pero volvió de allí, y su mente debió de sufrir algún daño. No es bueno para nadie estar en el umbral de la muerte y tener que regresar —solía decir el Pequeño Clausen.

—Bueno, de esas cosas no sé nada —dijo su hijo—. No tengo ni idea de cómo piensan los locos. Por lo menos volvió a ser, en cierto modo, una persona. Había sido bebedor de vino de palma y vivido con los nativos. Su existencia había sido una eterna malanga. No era precisamente respetado por los blancos de Samoa. Bueno, tampoco pensaban gran cosa de mí, porque también yo tenía hijos con una nativa. Aunque mis hijos tienen nombres daneses de pura cepa, los llaman mestizos o mulatos, y no creáis que se trata de un cumplido. Los ingleses son los que más usan ese tipo de apelativos. Pero ahora soy un hombre rico. La flota americana es mi cliente. O sea, que me importa una mierda lo que nos llamen. Mis hijos heredarán el shop, así que saldrán adelante.

»En los tiempos que corren, los alemanes se ocultan. Heinrich Krebs se ha vuelto un hombre callado. Ya no anda por ahí en plan Bismark. Ahora es de nuevo un comerciante. Pero Laurids casi se volvió respetable. Se recortó la barba y dejó la bebida. De vez en cuando lo ponía al cuidado de la tienda.

»Se fabricó una barca de pesca y cosió él mismo las velas. Se metía en la rompiente como un nativo más y regresaba a casa con pescado. Se acabó andar escondido en lo alto de las palmeras. Una vez le pregunté si echaba de menos a los de casa. Puede que fuera una memez. ¿Qué significa la familia cuando, como Laurids, llevas cuarenta años sin verla? Me dio la espalda y se marchó con expresión sombría. Pensé que iba a empezar otra vez con la malanga. Pero regresó al cabo de un par de días, y seguía siendo el nuevo Laurids.

»Un día fue con su barca más allá del arrecife. No volvió. Nunca encontraron la barca. Aquello fue el final de Laurids, pensó la mayoría, pero a mí me asaltó la extraña idea de que se había marchado en busca de una nueva vida.

Albert nunca había querido escuchar el relato de Peter Clausen. De todas formas, después de que éste embarcara, se lo contamos. Escuchó en silencio y no dijo nada. Se inclinó hacia delante y frotó una bota con la manga de la chaqueta.

—Me quedé con las botas —dijo—. El resto no me interesa.

Se puso en pie. Treinta años después de su visita a Samoa seguía calzando las mismas botas.