El viaje

Me enrolé para Singapur, y de allí fui a la Tierra de Van Diemen, a Hobart Town, la última ciudad donde habían visto a mi padre. No era sólo el último puerto de éste, sino el final del trayecto, y si no lo era en principio, se convertía en ello para quien no escapaba a tiempo. Si os acordáis el hospicio de Marstal, así era Hobart Town.

Corría 1862, y conocí a un hombre tuerto. En cuarenta años no había disfrutado de un solo día de libertad. Llevaba la cuenta de todos los latigazos que había recibido en su cautiverio, que resultaron ser tres mil. Ahora estaba libre, pero habían doblegado su voluntad y su espalda semejaba una tabla de lavar. No era el único. Contaba su historia por una copa de ginebra, y no tenía empacho en hacerlo diez veces al día. Debía recuperar cuarenta años de abstinencia. Pero ¿a quién iba a contársela? Hobart Town estaba llena de desechos humanos como él, ex presidiarios capaces de cometer un asesinato por una copa.

La ciudad había sido colonia penitenciaria desde su fundación. Con los años se había convertido en una ciudad de hombres libres, o eso decían, pues todos sus habitantes eran ex presidiarios o, si no, antiguos carceleros. Daba igual. Estaban acostumbrados a pegar y a que les pegasen. Pero la tercera solución, la de vivir con la espalda recta, no se le ocurría a nadie. Ningún hombre me miraba directamente a los ojos, sino que mantenía la vista fija en el suelo. Si la alzaban era para observar el tamaño de tus bolsillos y sopesar si valía la pena matar por su contenido. Se decía de ellos que eran capaces de robar la cría de la bolsa de un canguro. Porque ya sabéis, ¿verdad?, los canguros llevan a sus crías en una bolsa que tienen en la tripa.

Había muchos hombres mayores, y sólo unos pocos jóvenes. Todo aquél al que aún le quedaban fuerzas o la menor esperanza se iba de Hobart Town y buscaba otros destinos. También había niños, un tropel de ellos, sucios y sin educar, aunque padres no había ni uno. Pero a las madres las dejaban en paz. Se dice de los presidiarios que en su largo cautiverio han perdido el gusto por las mujeres y sólo buscan la compañía de hombres como ellos. No sé si es verdad, y tampoco quiero saberlo. Pero una cosa sí que sé: que me gasté toda la paga en aquellos desechos humanos.

Primero pregunté a la policía y a otras autoridades, y todos me dijeron lo mismo: «Si un hombre necesita hacerse invisible y desaparecer de la superficie de la Tierra sin dejar rastro, elige Hobart Town».

Pero mi papa tru no tenía motivo para ello, les aseguraba yo. Se limitaban a negar con la cabeza y decir que no podían hacer nada.

Entonces anduve deambulando por Liverpool Street. La mitad de los pubs se llamaban Bird in Hand. Pájaro en mano. Aquello lo entendía. En Hobart Town las petacas estaban a la orden del día, y cuando uno no tiene otra cosa en que creer, entonces cree en lo que puede coger con la mano.

Invité a ginebra a quienes parecían tener una historia que contar. Todos la tenían. Primero se informaban acerca de papa tru: aspecto, estatura, nacionalidad. Pues sí, lo recordaban bien, y se rascaban la cabeza, cubierta de piojos y de pelo escaso, hasta que los bichos muertos caían sobre sus hombros. Miraban con expresión de pena sus copas ya vacías y decían con voz apacible que un poco más de ginebra quizá los ayudara a recuperar la memoria. Pues sí, de pronto recordaban con suma nitidez a aquel danés alto con una barba espesa y la mirada perdida. Solía ir al pub Hope and Anchor de Macquerie Street. Después se enroló en el…

No recordaban el nombre del barco. Dirigían otra mirada enamorada hacia la copa. Cuando se la volvían a llenar también recordaban un nombre.

Tras un par de semanas supe que en Hobart Town había habido mil Laurids Madsen. Mi papa tru se había enrolado en mil barcos y había navegado hacia mil destinos. Allí no tenía ningún pájaro en mano, sino más de mil volando. Laurids Madsen no era un hombre. Era toda una raza.

Aun así, entré en el Hope and Anchor a preguntar por el desaparecido. Había viajado hasta allí y no quería darme por vencido. El hombre que estaba al otro lado de la barra se llamaba Anthony Fox y era ex presidiario, como los demás; pero, al contrario que al resto, a él le había ido bien, porque decidió vivir a costa de las desdichas ajenas. Estaba frotando con un trapo la superficie de latón de la barra, hasta dejarla brillante. Vi mi imagen reflejada en ella cuando me incliné hacia el dueño, y me pregunté si aquel mostrador habría reflejado alguna vez la barba de mi padre.

Pedí una copa de ginebra, esta vez para mí, y mencioné el nombre de mi padre. Fue todo cuanto dije, pues ya había aprendido la lección. Podría haber dicho que Laurids era un hotentote de cabello rojo y erizado y tres piernas en lugar de dos, y habrían respondido que sí, que recordaban muy bien a aquel danés. De modo que me contenté con pronunciar su nombre.

Se quedó un rato pensando.

—¿Cuál era el nombre? —inquirió al cabo—. ¿En qué año fue?

—En el cincuenta o cincuenta y uno —contesté.

—Un momento.

Indicó a un camarero que ocupara su lugar en la barra y desapareció en la trastienda. Volvió con un grueso libro bajo el brazo.

—Nunca me acuerdo de las caras —dijo—, pero siempre recuerdo las deudas. —Puso el libro sobre el mostrador y empezó a hojearlo—. Aquí está —añadió con aire de triunfo, empujando el libro hacia mí—. Estaba seguro. —Señaló con el dedo un nombre: Laurids Madsen.

No puedo decir que reconociera la firma de mi padre. Cuando desapareció yo aún no había aprendido a leer, y él tampoco era de los que andan siempre firmando papeles.

—¿Cuánto debe? —pregunté.

—Dos pintas de cerveza —respondió Anthony Fox.

Saqué dinero y pagué.

—Ahora estamos en paz.

—No irás a decirme que has viajado por medio mundo para pagar la deuda de Madsen, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Ha desaparecido. Lo estoy buscando.

—¿Marinero o presidiario? —preguntó, mirándome con expresión inquisitiva.

—Marinero.

—Entonces se habrá ahogado, como suelen hacer los marineros. O habrá desertado. —Extendió los brazos en un movimiento vago que podía abarcar tanto el océano Pacífico con sus diez mil islas como el polo helado que había al sur, que ningún ser humano había pisado todavía—. El mundo es muy grande. Jamás darás con él.

—He dado con su deuda —dije.

—Los que desaparecen no siempre desean que los encuentren. ¿Dónde tiene que estar un marinero? ¿En cubierta, o con su mujer y sus hijos? A veces se siente confuso. Entonces empieza a vivir como si también su vida fuese una patraña que pudiera contarse una y otra vez. Se ahoga diez veces, y diez veces resucita, cada vez abrazado a una nueva mujer. En casa, la familia guarda luto. Pero él está en otro continente, meciendo una cuna, riendo, hasta que también se harta de su nueva familia. Créeme. Lo he visto.

—No sabía que tras los mostradores de Hobart Town hubiera magos.

Me miró con una sonrisa.

—Eres su hijo, ¿verdad?

—Creía que nunca recordabas una cara. ¿Me parezco a Laurids Madsen?

—No tengo la menor idea. No lo recuerdo. Pero reconozco a un hombre ofendido en cuanto lo veo. Sólo un hijo pondría esa expresión cuando acusan a su padre de no pagar las deudas.

Me volví para marcharme.

—Espera —dijo Anthony Fox—, te daré un nombre.

—¿Un nombre? —Me detuve en la puerta del Hope and Anchor.

—Sí, un nombre: Jack Lewis. No lo olvides.

—¿Quién es Jack Lewis?

—El hombre con quien tu padre tomó una cerveza.

—¿Y recuerdas a ese hombre después de diez años? Seguro que también te debe una cerveza.

—Me debe mucho más que una cerveza. Encuéntralo por mí y recuérdale su deuda.

Volví a la barra. Mi copa de ginebra estaba medio llena y seguía allí, esperándome. Fox no la había retirado. Estaba seguro de que conseguiría que no me marchase.

Aún era pronto, y en el Hope and Anchor no había más cliente que yo.

—¿Algo de comer? —preguntó Fox.

—Si es cordero, no.

Estaba harto de comer cordero; al parecer, en Hobart Town no conocían otro plato.

—Tengo lubina.

Nos sentamos a una mesa.

—Aquí hay mucho sitio —dijo—. Australia es más grande que Europa, y todavía espera a sus habitantes. El Pacífico ocupa la mitad del globo; yo suelo llamarlo la patria de los que no tienen hogar.

—¿Has sido marino?

—He sido de todo: campesino, carpintero, marinero, presidiario. Esto último también es una profesión. Al Pacífico llegan dos clases de hombres: los que se tumban a la bartola a la sombra de un cocotero y los que siguen la corriente del dinero.

—¿La corriente del dinero?

—Jack Lewis pertenecía a la segunda clase. Opio de China, armas, tráfico de personas, cualquier tipo de carga que se te ocurra (y cuando digo carga no me refiero a una carga corriente), y Jack Lewis se ofrece gustoso a ser tu humilde proveedor. Si se sigue la corriente del dinero, hay que seguir rutas concretas, y en alguna de ellas encontrarás a Jack Lewis.

—Dame el nombre de su barco.

—El Flying Scud. Pero antes de empezar tu búsqueda has de tomar una decisión. Tienes que resolver qué clase de hombre era tu padre. ¿Era de los que simplemente buscan un cocotero a cuya sombra pasar el resto de su vida tumbado, o vino aquí buscando la riqueza? Si era de los primeros, nunca lo encontrarás. Melanesia, las islas Gilbert, las de la Sociedad, las Sándwich… no hay tiempo en la vida para visitarlas todas. Si es de los otros, tienes alguna probabilidad. Jack Lewis no viene por este lugar. Pero anda por ahí, en alguna parte.

—¿Y cómo voy a encontrarlo?

—Su nombre no aparece en ningún registro. Jack Lewis es de esos hombres que van y vienen sin que la autoridad los vea. Sin embargo, vive en la memoria de los hombres, como lo hace en la mía.

—Háblame de la deuda.

—Dile mi nombre, con eso tendrás bastante. Anthony Fox. Y una suma de mil libras esterlinas.

—¡Mil libras! —exclamé—. Pero ¿cómo le diste mil libras a un conocido estafador?

—Creo que la palabra correcta es codicia —respondió Anthony Fox sin pestañear—. Además, yo no había conseguido el dinero de forma legal. Era, por así decir, como un préstamo de un estafador a otro. Ahora camino por la estrecha senda de la virtud. Pero es solamente por falta de medios.

—Es el mundo al revés —dije—. La mayoría se hacen ladrones por la miseria en que viven.

—También a mí me ocurrió. Bueno, me convertí en algo peor que un ladrón; tendrás que adivinar el qué. Ahora llevo una vida honrada. A los que fuimos presidiarios nos controlan. El Flying Scud. Ahora no tienes sólo el nombre de un rufián, sino también el de un barco.

—¿Y si lo encuentro?

—No puedo garantizar que encuentres a tu padre. Pero encontrarás a Jack Lewis. Yo ya he perdido toda esperanza de recuperar mi dinero. No obstante, ahora sabes que Jack Lewis es un fuera de la ley. Puedes hacer con él lo que quieras, tienes mi permiso.

Así es como hablaban los hombres en Hobart Town, del modo en que un estafador le habla a otro. Pensé en la vastedad del Pacífico, que ya había cruzado una vez. ¿Quién iba a controlar lo que ocurría en un barco a miles de kilómetros de tierra firme, o en una isla no mucho mayor que un navío?

Hacía muy poco que el mundo había aprendido el significado de la palabra libertad, y yo había tenido que navegar muy lejos para comprenderlo. En Hobart Town vi cómo utilizaban la libertad unos hombres que estaban encadenados a su propia codicia. La libertad tenía mil caras. Pero también el crimen. Me daba vértigo pensar en todo lo que una persona era capaz de hacer.

—Honolulú —dijo Anthony Fox—. Te recomiendo empezar la búsqueda en Honolulú.

—Si sabes dónde encontrarlo, ¿por qué no vas tú mismo allí en busca de tu dinero?

—Ahora soy un hombre honrado. Sólo los tontos roban a los ricos. Los listos roban a los pobres. La ley suele protegerlos.

—Pero tú no robas a los pobres, ¿verdad?

—No, me aprovecho de su debilidad, sencillamente. —Señaló el local, y todas sus botellas, con un ademán—. Es más rentable y menos arriesgado —añadió—. Tener una botella en la mano es mejor que tener dinero en el banco. Así es como razonan los pobres.

—Ah, Bird in Hand. También tú prefieres pájaro en mano.

—También.

Me levanté para marcharme.

—Un momento.

Era un truco que tenía, guardaba la información para el final.

—Hay una cosa que recuerdo de tu padre.

Lo miré. Mi corazón latía impetuoso en mi pecho.

—Su aspecto era el de un hombre que ha perdido algo. ¿Tienes alguna idea de qué podría ser?

—No —respondí con el corazón aún palpitando con fuerza—. Cuando desapareció yo no era más que un niño.

Salí por la puerta y oí por última vez la voz de Anthony Fox.

—¡Te has olvidado de pagar! —gritó—. Lo escribiré en el libro.

Me alejé de Hobart Town feliz de hacerlo. Dormí con mi arcón de marinero a modo de almohada y, aunque tenía la puerta cerrada con llave, más de una vez tuve que defenderme en la oscuridad de los invitados imprevistos.

Después puse rumbo a Honolulú. Me costó un año llegar hasta allí. Tuve que enrolarme y desenrolarme varias veces. No hay ninguna ruta que lleve directamente de Hobart Town a Hawái. En el camino vi muchas cosas. Conocí más de una playa en la que me entraron ganas de instalarme. Si Anthony Fox tenía razón al decir que había dos clases de hombres entre los que llegaban al Pacífico, estaba claro que yo pertenecía a la primera clase, que sólo buscaba un lugar a la sombra de los cocoteros con vistas a una laguna azul.

Pero había que seguir adelante. Sólo tenía una cosa en la mente: el nombre Jack Lewis.

En Honolulú hube de esperar catorce días, y si no hubiera sido porque iba tras la pista de Jack Lewis, me habría quedado allí hasta el fin de mis días.

Las mujeres llevaban vestidos rojos que dejaban sus hombros al descubierto y les llegaban hasta los pies, y meneaban las caderas de una manera que la gente de Marstal habría llamado indecente. Pero vivían bajo los dictados de una naturaleza distinta, más exuberante que la que conocemos allí.

El aire estaba impregnado de perfumes. Al principio imaginé que eran las mujeres, deseosas de excitar mi olfato igual que excitaban el resto de mis sentidos. Pero la fragancia procedía de las flores que crecían por todas partes, delante de las casas, a la sombra de los árboles y al borde de los caminos. El jazmín y la adelfa eran las únicas cuyos nombres conocía.

Allí, en vez de ginebra había brandy americano, y yo bebía mi brandy en una terraza a la sombra, acompañado del fragor de la rompiente, mientras observaba la vida en el paseo que discurría delante de mí.

Las casas de la ciudad eran blancas, sus contraventanas verdes, las calles rectas y anchas. En lugar de adoquines, caminaba sobre una alfombra de corales rotos a la sombra alargada de árboles cuyo follaje era tan tupido que el sol no conseguía atravesarlo. Los hombres iban vestidos con los colores de la ciudad: chaqueta, chaleco y pantalones blancos. Hasta sus zapatos de lona eran blancos. Los blanqueaban todas las mañanas. Las mujeres iban tocadas con sombreros de palma trenzada adornados con flores.

Los habitantes de Micronesia, que son de piel clara, tienen predilección por tatuarse la cara. La mayor impresión me la causaron los hombres de cabeza rapada que iban tatuados del cuello a la coronilla, de modo que sus caras eran completamente azules. Parecía que, en lugar de la cabeza, sobre sus hombros descansaba una nube oscura, en lo más profundo de la cual algo relampagueaba. Era el blanco de los ojos, que relucía cada vez que parpadeaban o miraban en otra dirección.

Allí estaban Hobart Town y Honolulú, a un extremo y otro del Pacífico, y nunca había visto dos ciudades más diferentes. Oí hablar de Jack Lewis por primera vez en Hobart Town, y siempre que pronunciaba su nombre era como si llevase conmigo parte de la mugre de aquella ciudad. La gente me miraba de arriba abajo con un descaro que me hacía sentir que no deseaba mi compañía.

En una ocasión, uno escupió al suelo y después me dio la espalda. Lo viví como si fuera toda Honolulú la que lo hacía.

Un misionero americano me miró con expresión compasiva bajo el sombrero de paja de ala ancha, y después dijo con tono paternal:

—Tú pareces un joven honrado; ¿qué quieres de ese hombre terrible?

Yo no podía explicar en qué consistía mi misión, así que permanecí mudo. Él interpretó mal mi silencio y, creyendo que tenía algo que ocultar, se alejó de mí negando con la cabeza.

Era como si fuese una persona impura.

Al final conseguí la información que andaba buscando. Esperaban a Jack Lewis durante las semanas siguientes. Pero hube de pagar un precio por mi interés en la llegada del Flying Scud: beber mi brandy a solas.

El Flying Scud fondeó frente a Honolulú. Yo estaba en la playa cuando Jack Lewis fue trasladado a tierra por su tripulación, compuesta de cuatro polinesios, todos con el rostro tatuado de azul. Reparé en que a uno de ellos le faltaba una oreja.

Comprendí que Jack Lewis no se fiaba de nadie, y por eso se rodeaba de nativos. ¿De qué podía hablar con aquellos hombres azules? De nada, supuse. Ellos tenían su meta en la vida, él tenía la suya, y sus caminos jamás se cruzarían. Se trataba de la clase de compañía que buscaba un hombre con un secreto que guardar.

Jack Lewis era un hombrecillo chupado cuya piel presentaba un color caoba a causa de los vientos alisios y el sol del mediodía ecuatorial. Tenía el rostro cubierto de arrugas y los ojos hundidos como los de un macaco viejo. Llevaba un gastado traje de algodón cuyas rayas casi se habían borrado. Un sombrero de paja ocultaba su rostro, salvo cuando echaba la cabeza atrás para mirar a su interlocutor. Y entonces, eso sí, era como si estuviese concediendo una audiencia.

A primera vista no llamaba la atención. No parecía en absoluto un capitán, tal vez un modesto comerciante, pero aun así corrían acerca de él toda clase de rumores. Ya me había dado cuenta de que bastaba pronunciar su nombre para que te convirtieran en un proscrito.

Sus hombres arrastraron el bote por la playa. Él iba a su lado, con la cabeza gacha, como si reflexionase. Me acerqué a él y le dije mi nombre. Levantó la vista hacia mí. Lo miré a la cara, pero no pareció que evocase en él recuerdo alguno, y si lo evocó, supo disimularlo.

Después pronuncié el nombre de Anthony Fox, y me volvió la espalda.

Sus hombres esperaban detrás de él y no me dio la impresión de que estuviesen escuchando.

—No he venido en busca de su dinero —dije—. He venido por otra razón.

Se volvió y me miró.

—Todos vienen a causa del dinero. ¿Qué otro motivo puede tener un hombre?

—Yo busco a alguien.

Me miró de arriba abajo como valorándome, ceñudo como un mono.

—Madsen —dijo—. Eres hijo de Laurids Madsen.

—¿Es tan fácil de ver?

—Es fácil de suponer. Sólo un hijo de Madsen podría andar buscando a semejante clase de hombre.

—¿Cómo debo entender eso? —Di un paso hacia él. Noté que me dominaba la furia, una furia mezclada con miedo a lo que fuera a oír, y cuando el miedo se mezcla con la furia, nunca se sabe lo que puede ocurrir.

Jack Lewis no retrocedió. Siguió mirándome a la cara con sus ojos insondables, y comprendí que era un hombre que había aprendido a dominar a otros simplemente con la mirada.

—Escucha —dijo—. Eres joven. Buscas a tu padre. No comprendo por qué, pero eso no es asunto mío. Tampoco la moral. El bien y el mal no me interesan, y no juzgo a nadie. Lo único que me interesa es saber si un hombre sirve para trabajar a bordo.

—Y mi padre ¿no servía? —Aún había cólera en mi voz. Defendía el honor de mi padre manifestando un ridículo amor propio. ¿No era acaso un criminal quien se estaba erigiendo en juez ante él?

—La primera vez que coincidí con tu padre me pareció que era un hombre que lo había perdido todo. Esa clase de hombres suele ser útil cuando haces negocios, como yo. No tienen ninguna ilusión. Son supervivientes a quienes la vida ha enseñado lo que cuenta realmente: el dinero. Pregunto por curiosidad, no tienes por qué responder: ¿qué es lo que había perdido?

—No lo sé —respondí, negando con la cabeza.

—¿La familia, alguna fortuna o ese concepto tan extraño del honor?

—Tenía a mi madre. Éramos tres hermanos y una hermana. Podía conseguir el trabajo que quisiese. Era un marino apreciado.

Jack Lewis hizo un gesto invitador con el brazo.

—Estamos en la playa. Vamos a la ciudad a tomar un trago.

Cuando nos separamos un par de horas más tarde, advertí, para mi sorpresa, que Jack Lewis me caía bien. Me recordaba a Anthony Fox. En Marstal seguramente habría huido de él como de la peste, pero cuando estás lejos de casa aprendes a apreciar a la gente más extraña. Se trataba de un hombre que había pensado las cosas. Se mostraba sencillo, y no aparentaba ser mejor de lo que era.

Al día siguiente me invitó a subir a bordo del Flying Scud, y acepté.

No habíamos vuelto a hablar de mi padre.

La luz de una claraboya caía sobre la mesa en el camarote de techo bajo de Jack Lewis. En medio de la mesa había una concha de galápago llena de esa fruta singular que no había visto hasta llegar a Hawái y que los polinesios llaman piñas. Ardía una lámpara de grasa de ballena, pero la verdadera fuente de luz parecía ser la fruta, que con sus brillos dorados relucía como un pedazo del sol.

En el mamparo se disputaban el espacio una lanza y un escudo con dos retratos en miniatura enmarcados en oro. Los miré con curiosidad. En uno de ellos aparecía un señor gordo con patillas y cejas pobladas, y en el otro, una mujer pálida de aspecto enfermizo y nariz puntiaguda que supuse que sería su esposa.

—No hace falta que lo mires más de cerca —dijo Jack Lewis—. No tengo ni idea de quiénes son. Los encontré en un barco naufragado y pensé que a mi camarote no le vendrían mal unos adornos. Un par de retratos así te vuelven más respetable. Hacen que parezca que tengo antepasados y una historia. Pero no los tengo, ni falta que me hacen. Sería estúpido en un hombre de mi posición.

»Míralo —continuó—: un gran hombre con un gran apetito por la vida. Y ella, débil y enfermiza, con una nariz afilada seguramente enrojecida a fuerza de lloros y quejas interminables. No creo que él lo pasara muy bien con esa mujer. Yo los miro de vez en cuando, y me recuerdan la razón por la que estoy aquí. Es mejor tomar el Pacífico por esposa. Él te dará sustento y cuanta diversión desees.

Señalé hacia la pared.

—¿Y las armas?

—Es uno de los regalos del Pacífico. Una pequeña batalla con caníbales en una isla lejana por donde no pasa nadie. Te sientes vivo después de una batalla así, cuando caminas por la orilla de la playa y pasas revista a tus enemigos muertos. Las armas son mis trofeos. También me recuerdan por qué estoy aquí.

Abrió una alacena y sacó una botella. Tenía una forma inusual y contenía algo blanco que parecía agitarse como el vapor o la leche al hervir. Creí ver algo oscuro moviéndose tras el cristal.

Jack Lewis negó con la cabeza y guardó la botella. Después sacó otra.

—¿Un whisky?

Asentí con la cabeza. Nos sentamos frente a frente.

—¿Y mi padre?

—Él veía las cosas de otra manera. No compartía mi punto de vista acerca de la diversión. No quería lo mismo que yo. No sé qué quería, y nuestros caminos tuvieron que separarse.

Brindamos y bebimos.

—Fue una pena —añadió Jack Lewis—. Tenía casta. Se las habría arreglado bien aquí. Me caía bien.

Se levantó, descorrió la cortina de la litera inferior del camarote y se puso a buscar algo. Al rato se irguió. Llevaba en la mano un paquete envuelto en un trapo que alguna vez fue blanco pero ahora amarilleaba de puro viejo. Sonrió enseñando los dientes.

—Ahora que estamos entre amigos, quiero enseñarte una cosa. Invitarte a mi sanctasanctórum, como quien dice.

Depositó el paquete sobre la mesa y procedió a desatar, con movimientos lentos y concienzudos, casi como si fuese una ceremonia que me hubiera invitado a presenciar, el cordel que sujetaba el paño amarillento. Después, con un rápido tirón retiró el paño.

Se reveló ante mí el espectáculo más repugnante que he visto en mi vida.

Al principio fui incapaz de poner nombre a lo que veía. Pero mis ojos debieron de ser más rápidos que mi cerebro. Antes incluso de que comprendiese qué era lo que había en la mesa delante de mí, sentí un retortijón en la tripa y que el corazón se me detenía. No era mucho mayor que un puño. El pelo sucio y ennegrecido que alguna vez debió de ser blanco estaba recogido en una coleta.

Me llevé una mano a la boca y me tambaleé. Jack Lewis me dirigió una mirada aprobatoria, como si mi reacción se correspondiera con sus expectativas.

—Te has puesto pálido —dijo.

Tuve que apoyarme en el borde de la mesa, pero volví a retirar la mano, como si me hubiese mordido un escorpión. Aquella abominación seguía en medio de la mesa. Yo recordaba sólo vagamente el rostro de mi padre. En casa no teníamos ninguna fotografía suya. Cada vez que trataba de rememorar sus rasgos, me parecía que lo que visualizaba era pura ilusión, tan cambiante e inestable como las nubes del cielo.

Una sospecha terrible se apoderó de mí. Las palabras escaparon de mi boca con un gemido ahogado a medias.

¿Era posible?

—¿Es… mi padre? —atiné a decir.

Jamás había pensado que iba a ver la cara leñosa de Jack Lewis estallar en carcajadas. Pero su máscara se había roto, y reía. No era una risa cálida ni afectuosa, sino tan seca y ruda como su aspecto. Pero estaba riendo.

—¡Por Dios! —exclamó entre dos accesos de risa—. No es tu padre. ¿Por quién me tomas? —Volvió a reír. Cuando terminó, observó mis puños crispados. Mi terror se había convertido en furia—. No te enfades —continuó, extendiendo las manos en un gesto de rechazo—. Sólo pretendo contribuir a tu educación. —Cogió la cabeza y añadió—: ¿Sabes cómo se reduce una cabeza? Lo primero que hay que hacer es desollarla. No como hacen los pieles rojas de América. Ésos se contentan con el cuero cabelludo y el pelo. Hay que quitar toda la piel de la cara, porque el cráneo no puede reducirse. Después se cuelga a secar encima del fuego. El parecido suele desaparecer. Una cabeza reducida así no es precisamente un retrato artístico. —Sostuvo la cabeza a la altura de los ojos y la investigó en profundidad. La hizo girar para que también yo pudiera disfrutar del espectáculo—. Pero algo sí que queda. Me pregunto si su anciana madre sería capaz de reconocer a éste.

—Es un hombre blanco —apunté.

—Sí, claro que es un hombre blanco. ¿Crees que guardaría la cabeza de un caníbal? No, una cabeza de hombre blanco es una gran rareza. Tuve que entregar por ella cinco rifles en la isla de Malaita. Allí, todos son cazadores de cabezas. Fue un buen negocio. Apenas hube entregado las armas y enseñado a los caníbales a manejarlas, me apuntaron con ellas. Maté a los cinco antes de que pudieran contar hasta tres, cosa que tampoco sabían hacer. Yo no era solamente el tirador más experimentado; también había olvidado decirles que tenían que quitar el seguro antes de disparar. Por desgracia, no puedo tener a la vista la cabeza reducida de un hombre blanco. Pero cuando estoy a solas, o con gente de confianza, la saco y me quedo observándola.

Volvió a ponerla en la mesa. Yo miraba fijamente los rasgos horriblemente retorcidos. Sin embargo, reconocía algo humano en su expresión de pesadilla, y eso era lo peor de todo.

—Si tengo alguna religión, éste la representa —continuó—. Aunque es mudo, me cuenta todo lo que necesito saber acerca de la vida. ¡Mira! ¿Qué somos? Un trofeo para otros, un enemigo, sí, pero una mercancía al fin y al cabo. No hay nada que no pueda comprarse y venderse. Yo pagué con rifles. Si aquellos miserables caníbales hubieran conocido el significado del dinero, tendría que haber pagado un precio adecuado, y habríamos evitado el penoso episodio del intercambio de disparos. Que por otra parte no lamento. También aquello fue una transacción. A mi favor. ¿Otra copa?

Estuve a punto de responder que no, pero pensé que la necesitaba. De modo que bebimos en el camarote del capitán Jack Lewis, con una cabeza reducida en medio de la mesa. La miré de soslayo y empecé a acostumbrarme a su presencia.

—¿Quién era? —quise saber.

—Si lo supiera, no te lo diría. Basta con decirte que lo llamo Jim. ¿Te miras alguna vez en el espejo? —preguntó fijando la vista en mí.

En casa teníamos un pequeño espejo, pero estaba escondido en uno de los cajones de mi madre, que casi nunca lo sacaba. Me había visto más veces en el reflejo de un cristal que frente a un espejo, y en los dormitorios de los barcos en que había navegado no había espejos.

—Pocas veces —respondí.

La pregunta no me interesaba, y no comprendía adónde quería ir a parar Jack Lewis.

—Bien hecho. Jamás deberías mirarte en un espejo. No cuenta más que mentiras. Si un hombre se mira en un espejo, se hace una idea totalmente equivocada de sí mismo. Y eso por no hablar de lo que hacen los espejos a las mujeres. Un hombre no se planta delante para averiguar lo bello que es. La vanidad del hombre está en otro lugar. Pero de todas formas el espejo le hace pensar que es algo sin igual, completamente diferente de los demás. Aunque esa impresión la tiene sólo él. ¿Sabes cómo nos ven los demás en el espejo que hay aquí? —Señaló sus ojos—. Ahora lo verás.

Cogió a Jim por la coleta con una mano que parecía una garra, lo levantó y dejó que oscilase ante mis ojos. Me puse de pie, aterrorizado.

Jack Lewis soltó una carcajada triunfal.

—Eres tú —dijo—. Así eres tú para mí. Soy yo. Así soy yo para ti. Así nos vemos el uno al otro. Es la primera pregunta que nos hacemos cuando estamos frente a frente: ¿qué provecho puedo sacar de él? Todos somos cabezas reducidas para los demás. —Volvió a sentarse y rellenó su copa. Me animó con la mirada—. ¿Otro trago?

Negué con la cabeza. Sentía que lo que más necesitaba era alejarme de aquel hombre. Pero me resultaba imposible. Había viajado hasta muy lejos para encontrarlo. Sin él jamás daría con mi papa tru. Aún no le había preguntado dónde se encontraba, pero Jack Lewis me tomó la delantera.

—Sé dónde está tu padre —dijo—. Voy a proponerte un trato. Te llevaré hasta él, pero, naturalmente, hay que pagar un precio. —Miró a Jim y volvió a reír—. Es un toma y daca. Estoy cansado de vivir rodeado de polinesios, y me cuesta encontrar tripulantes de mi propia raza. Serás mi primer oficial, lo que para un joven de tu edad puede considerarse un ascenso. No tendrás paga, pero a cambio el pasaje te saldrá gratis. Y ahora viene lo más importante. —Levantó el dedo índice y me miró con una gravedad que me pareció fingida. Sin embargo, no lo conocía lo suficiente para interpretar la expresión de sus ojos—. Soy tu capitán, y obedecerás mis órdenes —añadió.

—Sólo obedezco a mi conciencia.

—¿Y qué te ordena tu conciencia? —preguntó con tono burlón.

—Mi conciencia no interfiere en el rumbo, y tampoco le interesa la paga o no hacer guardias. No temo trabajar de firme. Pero hay cosas que mi conciencia me impide hacer.

—Eso ya lo veremos —dijo Jack Lewis—. La elección está en tus manos: tu padre o tu conciencia.

—¿Dónde está mi padre?

—No voy a decírtelo. El Pacífico es enorme, y tu padre no está cerca. El alisio sopla flojo, como siempre, pero te prometo no dar rodeos. Bueno, ¿qué has decidido? ¿Sí o no?

—Sí —respondí.

Zarpamos a las dos semanas. La bodega estaba llena. De qué, no lo sabía. El capitán Jack Lewis me mantuvo deliberadamente alejado de las labores de carga.

—Lo de siempre —respondió cuando le pregunté.

Yo ya sabía que de nada valdría intentar averiguarlo.

El sarcasmo volvió a su mirada.

—Recuerda tu conciencia. Lo que ignoras no la hará sufrir.

Tomamos rumbo hacia el sudoeste, pero eso no me dio pistas. Hawái estaba en la parte oriental del Pacífico, y el rumbo no hacía más que confirmar lo que ya presentía: que mi papa tru estaba en alguna de los miles de islas del enorme desierto marino.

Yo iba al timón, y avanzábamos sin dificultad gracias a la ligera brisa. Junto a mí estaba Jack Lewis. Era hombre de palabra, y hablaba en serio cuando mencionó la soledad que sentía en compañía de los polinesios, pues raras veces se alejaba de mi lado.

—Puede que no lo sepas —dijo—, pero estás cruzando el Pacífico en la dirección equivocada.

—¿Por qué lo dices? —pregunté.

Siempre despertaba mi curiosidad, aunque su filosofía pocas veces fuera de mi agrado.

—Si pregunto a un joven como tú adónde quiere ir, ¿sabes lo que tienes que responder si eres un joven auténtico, con ganas de vivir? Tienes que responder que al ancho mundo, al océano y a todas sus islas. Un joven se hace a la mar para alejarse de su padre. Tú vas en su busca. Es la dirección equivocada. ¿Es a causa de tu madre?

—A ella más le valdría que mi padre estuviera muerto y hubiese una tumba que visitar. No va a hacerle ningún bien saber que aún vive.

—O sea, que no es por hacerle un favor a ella. ¿Estás seguro de que te haces un favor a ti mismo?

—Tengo que saber la verdad.

—¿Qué vas a hacer con tu padre?

—Todo hombre necesita una referencia.

—¿Una referencia? Pues busca otra. Un barco, tus propias acciones. Deja que el Pacífico sea tu referencia. Mira esas olas. No las verás mayores en ningún sitio. Tienen medio globo para coger carrerilla. Tú eres joven. Tienes todo el globo. No te preocupes tanto por el pasado.

No respondí. Lo que yo quisiese hacer con mi padre no era asunto de Jack Lewis. Además, habíamos cerrado un trato. Yo no le preguntaba por su rumbo, de modo que tampoco él tenía por qué meterse en el mío.

Pensaba en mi papa tru. En otros tiempos lo añoraba tanto que todos los días me dolía el corazón. Después me hice mayor, y una amargura vino a mezclarse con la añoranza. Jamás dudé que estuviera vivo, y suponía que desapareció porque quiso desaparecer. Tenía que conocer el motivo.

Eso era todo.

¿Qué clase de vida llevaría? ¿Qué iba a decirme cuando lo encontrara?

No lo sabía. No había preparado ningún discurso. Simplemente, tenía que verlo. ¿Y después?

Tampoco podía responder a eso. Sólo sabía que mientras lo buscaba se había convertido en otro hombre, y ésa era la verdad sobre él. Era un extraño. Tal vez sólo deseaba confirmarlo. Buscaba a mi padre para despedirme de él.

Había pasado un año desde que zarpé de Hobart Town. Anduve de un lado a otro del Pacífico, pero sin verlo realmente. Jack Lewis tenía razón. Viajaba en la dirección equivocada. Empecé a verlo por primera vez. Veía sus olas alargadas, mensajeras de algún ojo de un huracán lejano que había amainado hacía mucho. Veía saltar a los delfines, y las aletas de los tiburones cortar la superficie del agua. Veía enormes bancos de atunes crear montañas de espuma a coletazos. Pero muy pocas veces veía gaviotas, porque siempre navegábamos muy lejos de tierra firme. Veía algún albatros deslizarse sobre sus largas alas. Él no necesitaba la cercanía de la tierra firme.

Se decía del Pacífico que era como cualquier otro mar, sólo que mayor, pero en mi opinión se trataba de una tontería. Podía estar gris y agitado como el mar del Norte, calmado como en el archipiélago al sur de Fionia, pero sobre ningún otro mar había visto el cielo tan azul y tan vasto, y aunque la Tierra no es plana y no tiene borde alguno, me pareció que el Pacífico debía de ser su centro.

En las noches claras, cuando estaba solo al timón, y hasta el siempre filosofador Jack Lewis se había rendido al silencio del sueño, las estrellas eran la única referencia de nuestra posición. Me sentía un vecino de ellas, a la deriva en medio del universo.

Los polinesios permanecían en silencio, observando como yo las estrellas, y sabía que ellos, ese pueblo marinero que en otra época había navegado guiado por las estrellas más lejanas del espacio, se sentían como en casa. Al punto entendí a mi papa tru. En la vida de todo marino llega un momento, pensé, en el cual ya no se siente a gusto en tierra, y entonces se entrega al Pacífico, donde no hay tierra que obstaculice la visión, donde cielo y mar se reflejan mutuamente hasta que quien mira no sabe cuál es cuál, y la Vía Láctea semeja la espuma de una ola que rompe cuando el globo se mece como un barco en medio del flujo y reflujo del cielo estrellado, y el propio sol no es más que un punto incandescente de fosforescencia en el mar de la noche.

Me embargó un anhelo impaciente por lo desconocido. Había en ello una falta de consideración. Quizá Jack Lewis se refiriera a eso cuando hablaba de las ganas de aventura que empujan a los jóvenes a navegar por todo el mundo. Había un misterio que surgía de la superficie inmensa del Pacífico, y mi papa tru debió de sentirlo entonces, y todo el que lo ha sentido nunca vuelve a casa.

Recordé un atardecer de verano en la playa, en Marstal. El viento había amainado y el agua estaba en completa calma. A la luz del crepúsculo, el mar y el cielo adquirieron el mismo tono azul violáceo y el horizonte se difuminó. La playa se convirtió en la única referencia visual, y era como si la arena blanca fuese el borde de la Tierra. Al otro lado empezaba el ilimitado espacio celeste azul violáceo. Me desnudé. Al dar la primera brazada me sentí como si estuviera nadando en el universo.

Aquella noche en el Pacífico sentí lo mismo.

El Flying Scud apestaba de proa a popa a médula de coco, pero no había en ello nada de extraño. El coco seco era la mercancía más importante por esas regiones. Como yo ya estaba al corriente de los rumores que corrían acerca de Jack Lewis, pensé que el olor a médula de coco debía de tapar otra cosa. No eran los cocos lo que había hecho famoso a Jack Lewis. Pero no lograba adivinar qué podía ser.

Anthony Fox había usado la expresión «tráfico humano», y cuando se lo mencioné a Jack Lewis, por una vez no respondió con su acostumbrado tono campechano.

—Hago lo que hacen los marinos —dijo—: llevo cosas a los sitios donde hacen falta. El mundo es como es. Yo no lo hago ni mejor ni peor.

—¿Trata de esclavos?

—Por si no lo sabías, te informo que la trata de esclavos está prohibida en esta parte del mundo. Soy hombre cumplidor de la ley.

Esto último lo dijo con una sonrisa irónica.

—¿Trabajadores para las plantaciones? —pregunté.

Era del dominio público que había un extenso tráfico de polinesios, a los que se llevaba mediante engaños a las grandes plantaciones con promesas de dinero, pero que en lugar de ganar dinero se hundían en deudas sin fin. Los dueños de las plantaciones eran dueños de todo, incluidas las casas donde vivían de alquiler sus trabajadores y las tiendas donde compraban la comida. Su contrato podía ser por dos años, pero al final terminaban trabajando diez antes de regresar, sin un céntimo y demacrados, a las islas de las que procedían, y eso si conseguían encontrar el camino de vuelta en el océano.

Jack Lewis negó con la cabeza.

—Es un juego de adivinanzas divertido el que hemos empezado. Pero no creas que voy a darte la respuesta. No eres un hombre práctico. Y no lo eres porque tienes esa conciencia sensible, y cuando se tiene algo así lo mejor es estar sordo.

Jack Lewis me relevaba puntualmente a medianoche, al empezar la guardia de media. Al principio me extrañó, pero pensé que había en él un lado oculto que lo impulsaba a estar a solas con las estrellas. Una noche calurosa en que las velas colgaban flojas y la superficie inmóvil del mar reflejaba la Vía Láctea, de modo que alguien no experimentado creería que el brillo blanco de los astros eran las olas rompiendo sobre un arrecife oculto, saqué mi ropa de cama para tumbarme en cubierta.

Jack Lewis me ordenó con voz áspera que volviese al camarote.

—Un polinesio puede dormir en cubierta, pero para un hombre blanco no es apropiado.

Permanecí indeciso. No tenía ganas de regresar al sofocante camarote bajo cubierta.

—Quédate a tomar un poco de aire fresco.

El tono de Jack Lewis era ahora más conciliador. Noté en él que tenía ganas de hablar. Me senté en la borda. El silencio era absoluto, a excepción del chirriar de las jarcias.

—Te he mentido —dijo Lewis.

Lo oí reír para sus adentros en la oscuridad.

—Sé perfectamente quién es Jim. Pero da igual, no me creerías.

—Pues dímelo. Te creo. Pero antes explícame por qué de repente quieres contarme la verdad.

—Bueno, así que cuento con tu permiso… Vaya, estoy de suerte. ¿Que por qué me han entrado de pronto ganas de contarte la verdad sobre Jim? Porque la historia es demasiado buena para no contarla. Es lo que tiene de extraño una buena historia. Si te la guardas para ti no la disfrutas de verdad. Así que escucha: el verdadero nombre de Jim es… —Hizo una pausa para que aumentara el suspense—. James.

Lo miré, decepcionado.

—¿Y qué?

Jack Lewis rió.

—Creo que el apellido va a decirte algo más que el nombre. Cook. James Cook.

Solté un grito ahogado.

—¿Ese James Cook?

—Sí, ese James Cook. El capitán del Resolution y del Discovery. El descubridor de las islas Tonga, las islas Sándwich y las islas de la Sociedad. Ese James Cook.

—Pero ¡eso es imposible!

—Enséñame su tumba. Dime, ¿dónde está enterrado?

Negué con la cabeza. No lo sabía.

—A James Cook lo asesinaron en Hawái, en la bahía de Kealakekua. Era un hombre severo, pero justo. Es como hay que ser si quieres tener trato con los polinesios. Severo. Una vez James Cook le cortó la oreja a un polinesio por robar un sextante.

Me escudriñó como para asegurarse de que había entendido lo que acababa de contarme. Lo había entendido. A uno de sus hombres le faltaba una oreja, y estaba seguro de que Jack Lewis tenía como modelo a James Cook en cuanto al trato a dar a los polinesios.

—En Hawái, James Cook mató a tiros a un jefe tribal que intentaba robarle un barco —prosiguió—. Miles de nativos lo cercaron, a él y a sus hombres, pero se las ingenió para salir bien librado. Los nativos lo tomaron por su desaparecido dios Lono, que había vuelto.

—No tenía que haber matado al jefe.

—Sabía que ibas a decir eso. Pero las cosas son justamente al revés. Era necesario matar al jefe. Cook les dio un escarmiento. Mostró su fuerza. Sin embargo, cometió la tontería de mostrar su debilidad. Los nativos no se atrevían a atacar pese a superarlos en número. Entonces, uno de ellos disparó una flecha. Puede que fuera sin querer, nadie lo sabe, pero la flecha se clavó en James Cook. No era una herida grave. No murió de eso. Murió porque cometió una tontería.

Jack Lewis volvió a mirarme del modo en que lo hacía cuando quería educarme. Aunque yo no tenía ni idea de en qué consistía la tontería que había cometido James Cook, sabía que llegaría algún comentario cínico acerca de la miseria humana, y tampoco me equivoqué.

—Cook soltó un grito al recibir el flechazo. A los ojos de los polinesios era un dios, y los dioses no se lamentan. Su grito fue la señal para el ataque. Quince mil hombres se arrojaron sobre él y lo hicieron literalmente trizas. Asaron su carne en una hoguera, a excepción de nueve libras que enviaron de vuelta al Resolution. Colgaron su corazón en una choza, donde lo encontraron tres niños, que se lo comieron pensando que era el corazón de un perro. Después, sus oficiales descubrieron algunos de sus huesos y los enterraron en el mar. Jamás dieron con su cabeza.

—¿Cómo la encontraste tú?

—No fue fácil. Los polinesios mantenían en secreto su existencia. Se convirtió en un trofeo en sus luchas tribales. Finalmente, la cabeza de Cook desapareció de Hawái y empezó a circular por el Pacífico, siguiendo aproximadamente la estela de la ruta que había emprendido su dueño muchos años antes. En un momento dado, según los rumores, hubo hasta cinco cabezas en la zona del Pacífico que se afirmaba que pertenecían a James Cook. Pero yo encontré la verdadera. Tenía mis informantes, y al final la localicé en la isla de Malaita. El caudillo que me la vendió era un hombre educado. Hablaba y leía en inglés. Se lo había enseñado un misionero al que después se comió con mucho apetito, o al menos eso me confió. Ya sabía quién era Cook y cuánto valía la cabeza. Por lo demás, no veía nada bárbaro en la caza de cabezas. «He leído vuestra Biblia», me dijo. «Ese David fue un gran guerrero. Cuando venció a Goliat le cortó la cabeza y se la enseñó al rey Saúl, ¿no?»

Poco después bajé al camarote. Pronto me invadió un sueño inquieto en el aire cargado de la estrecha litera, y soñé con la casa de Isager ardiendo la Nochevieja de hacía muchos años. Estaba en la calle y miraba por la ventana al interior. En la sala, sobre la mesa, la cabeza de Isager me miraba fijamente.

Oí un murmullo de voces y el sonido de pies descalzos en cubierta, y no supe si se trataba de un nuevo sueño que había reemplazado al anterior.

Desperté con una opresión en el pecho y traté de sacudirme de encima los sueños. Después me senté y saqué las piernas del lecho. El barco gemía y las olas bramaban. La calma chicha había terminado. Decidí subir a cubierta para sentir en la cara la brisa fresca. La puerta del camarote estaba cerrada, aunque tenía la certeza de haberla dejado abierta al ir a dormir. Giré la manilla; la habían cerrado por fuera.

Había algo que no convenía que viera, y creía saber lo que era.

Aporreé la puerta y llamé a gritos a Jack Lewis, pero no hubo respuesta. No podía forzarla, y al cabo de un rato desistí y volví a la litera, donde, para mi sorpresa, me dormí de nuevo.

Cuando desperté, la luz entraba en el camarote por la puerta entreabierta. Encontré a Jack Lewis en su camarote, tomando una taza de café. Me pareció que estaba esperándome, y cuando entré me dedicó una amplia sonrisa.

—¿Café? —preguntó, señalando la silla que tenía enfrente.

No respondí.

—¿Vamos a empezar de nuevo con nuestros diálogos socráticos sobre la naturaleza de la conciencia? —dijo—. Créeme. Todo lo que hago sólo lo hago para proteger tu delicada conciencia.

—Una conciencia que no se usa no es una conciencia.

—Qué filosóficos estamos esta mañana. No hay cosa que pueda dejar más pensativo a un hombre que una puerta cerrada. Pero, verás, si no tuvieras una conciencia tan delicada, tu puerta no estaría cerrada con llave. No obstante, puedes subir a cubierta cuando quieras a disfrutar de la noche. Eso sí, recuerda que soy tu capitán y que a bordo mis palabras son ley.

—O sea, que es trata de esclavos. ¿El Flying Scud es un blackbirder?

—No tiene nada que ver con la trata de esclavos. A bordo del Flying Scud sólo hay hombres libres.

—¿Que durante el día permanecen encerrados en la bodega?

—Pueden abandonar el barco cuando les apetezca. Lo que pasa es que no quiero que salten por la borda en medio del océano. Se ahogarían. No hay tierra firme cerca a la que pueda llegar ni el mejor nadador. Los polinesios son supersticiosos. No se atreven a nadar en la oscuridad. De modo que de noche están seguros en cubierta.

Yo no entendía nada.

—¿Abandonar el barco cuando les apetezca? —Mi voz sonaba áspera por el enojo y la desconfianza. Tenía la sensación de que Jack Lewis se burlaba de mí.

—Sí. En cuanto lleguemos a tierra, pueden abandonar el barco, son hombres libres. —Se levantó y me tendió la mano—. Te doy mi palabra como capitán del Flying Scud.

Permanecí quieto sin aceptar su mano tendida.

—Si son hombres libres, ¿con qué finalidad están a bordo? Porque habrá una finalidad, ¿verdad?

—Todo tiene una finalidad.

—¿Para ti o para ellos? —Miré al armario con rifles Winchester que había detrás de él y supe que no necesitaba responder.

Aquella noche estaba al timón cuando se presentó en cubierta para relevarme.

—Seguiré la guardia un par de horas —anuncié.

—Como quieras.

A la luz de la luna, su rostro impenetrable parecía más que nunca una máscara de madera.

Durante la primera hora no sucedió nada. Los polinesios dormían tumbados en cubierta, porque de nuevo era una noche templada. Después, Jack Lewis fue despertándolos uno a uno. Se pusieron en pie sin hacer preguntas, a pesar de lo avanzado de la hora y de que la luna era la única fuente de luz. Me di cuenta de que aquello debía de ser una rutina. Desaparecieron en la cocina y regresaron con vasijas de agua y cuencos de arroz cocido, que dispusieron sobre cubierta. Después retiraron las escotillas. Un agujero negro se abrió en medio de la cubierta, y me planteé si todas mis preguntas obtendrían respuesta. Al fin podría ver a los hombres libres que pasaban el día encerrados en una bodega.

Uno de los polinesios gritó hacia la bodega, y un coro de voces respondió. Subieron uno a uno. Traté de contarlos, pero era difícil en aquella oscuridad. Aunque no sé cuántos sumarían, creo que todos eran hombres. Tenían la piel tan negra como una noche sin luna. Sus rostros estaban ocultos en la sombra, bajo una cabellera lanosa. A la luz de la luna parecían negros de África, pero yo sabía que debían de ser melanesios del este del Pacífico, la más oscura de todas las razas que viven dispersas en el enorme océano, temidos entre los hombres blancos por ser no sólo los más sedientos de sangre, sino los cazadores de cabezas más entusiastas.

Comenzaron a caminar tranquilamente por cubierta, donde al instante empezó a desplegarse una actividad que debía de ser la propia de cualquier poblado de salvajes. Algunos se sentaban en corro alrededor de los cuencos de arroz. Otros bebían de las vasijas o vertían el agua en la palma de la mano para lavarse la cara. Otros se acercaban a la borda para hacer sus necesidades. Al poco todos estaban sentados en pequeños grupos, y entre ellos se extendió un murmullo monótono.

Uno se puso a cantar, otros lo siguieron, y al cabo de un rato todos estaban cantando. Parecían seguir la partitura del Pacífico. La salmodia crecía y se hundía con lenta dignidad, exactamente como el oleaje, y al igual que éste no parecía tener principio ni final. Terminó tan repentinamente como había empezado, sin motivo aparente, y el silencio volvió a abatirse sobre la cubierta mientras el Flying Scud avanzaba por el mar con una finalidad que sólo Jack Lewis conocía.

Lo busqué con la mirada. Estaba recostado sobre la toldilla con un Winchester en los brazos.

La escena se repetía todas las noches. Se abrían las escotillas y las negras sombras a las que se llamaba hombres libres subían a cubierta para atender sus necesidades diarias. Después desaparecían nuevamente. Yo ignoraba qué destino se había decidido para nuestros hombres libres, pero Jack Lewis me había iniciado lo bastante en su filosofía como para creer que les esperase algo bueno.

¿Por qué negaba con tal pasión que fuesen esclavos? No era ningún hipócrita. Eso había que reconocérselo. Entonces, ¿cuál era el motivo?

—Te vuelvo a decir lo que ya te he dicho, Madsen: no son esclavos, y no son trabajadores de plantación. Son hombres libres como tú y como yo.

Eso declaró en una ocasión en que lo puse entre la espada y la pared. Después dejé de interrogarlo al respecto.

Un par de días más tarde se dirigió a mí. Advertí por la expresión de su rostro que tenía preparada una sorpresa.

—Ahora ya puedo desvelarlo, Madsen —dijo—. Vamos a Samoa. Allí es donde está tu padre.

—Está bien saberlo —repuse. Debo reconocer que no sentí ninguna necesidad de darle las gracias—. Ahora nada impide que nos separemos, ¿verdad? Ya no hay nada que nos una.

Se echó a reír y abrió los brazos.

—Pero, hombre, claro que lo hay. Mira alrededor. ¡El mar! El mar nos une. ¿Cómo vas a llegar a Samoa por tu cuenta? ¿A nado? ¿Vas a quedarte a medio camino en una de esas islas desiertas que no figuran en ningún mapa a esperar que pase un barco? No, estás atado al Flying Scud. Exactamente igual que los hombres libres de la bodega.

Jack Lewis tenía razón. Que yo supiera dónde se encontraba mi padre era una información que temía pagar caro, y que tal vez ni siquiera me serviría de nada.

—Sólo debemos hacer una escala en el camino —continuó con el mismo tono triunfal—. Pero confío en que no sientas necesidad de abandonarme.

—¿Por qué no habría de hacerlo? —pregunté, obstinado.

—No te insubordines, muchacho. Porque eres demasiado listo para terminar tus días en una isla desierta.

—Si es una isla desierta, ¿para qué vamos allí?

—Para hacer lo que suelo hacer dondequiera que voy: negocios.

—¿Con quién, si la isla está desierta?

—Buena pregunta, más profunda de lo que imaginas. Sí, ¿verdad? ¿Con quién? Esa pregunta sólo puedo responderla con otra: ¿qué es una persona? Dime, ¿qué es? —Me miró a los ojos—. ¿Puedes responderme?

Jack Lewis rió de una manera que dejaba entrever que no le interesaba mi respuesta, y allí terminó nuestra conversación.

A los dos días vimos la primera gaviota en tres semanas. Desde cubierta no se divisaba tierra firme. Saqué la carta marina. No indicaba ninguna isla cerca de nuestra posición.

Jack Lewis envió a un hombre a lo alto de las jarcias. Pronto se oyó desde allí arriba un grito de confirmación. Varias horas más tarde, una costa ribeteada de palmeras apareció en el horizonte.

—¿Tu isla desierta? —pregunté a Jack Lewis, que estaba a mi lado junto a la borda.

Asintió en silencio.

Cuando nos acercamos, vi que ya había un barco frente a la costa.

—Parece que alguien se nos ha adelantado —dije, señalando la isla.

—Es un barco que ha naufragado —me explicó Lewis—. Está encallado en el arrecife. Lleva muchos años ahí. Es el Morning Star. Los retratos de la mujer de nariz roja y de su marido que hay en mi camarote son de ahí.

—¿Qué le ocurrió a la tripulación? —pregunté.

—Cuando lo encontré, la tripulación llevaba tiempo muerta.

—¿Qué les ocurrió?

Jack Lewis se encogió de hombros.

—Eso sólo lo saben ellos, y es cosa sabida que los muertos no hablan.

—¿Un motín?

El hombre se volvió para dar una orden a uno de los polinesios. Comprendí que no iba a decirme más. Pero estaba claro que guardaba algo para sí.

Pasamos por delante del atolón en busca de una abertura. Jack Lewis puso rumbo al barco encallado, y justo antes de que llegáramos se abrió un agujero en la rompiente atronadora. La tripulación del Morning Star casi había dado en el clavo, pero pagó cara su falta de precisión. El barco estaba encallado en lo alto del atolón, como si una fuerza enorme lo hubiera lanzado allí arriba, y su posición quizá explicase por qué estaba tan intacto que al principio creí que se hallaba fondeado en la laguna. El barco apenas estaba escorado y conservaba los tres mástiles. En el espejo de popa aún se leía el nombre Morning Star. El mascarón de proa extendía las manos, implorante, hacia tierra firme, como si la figura, que iba vestida con una larga túnica blanca con la pintura descascarillada, fuese la única superviviente, paralizada para siempre en aquel gesto de súplica.

Después entramos al abrigo del agua transparente de la laguna, donde las sombras de los peces se deslizaban sobre el fondo arenoso. Fuera del atolón, tras la blanca rompiente, el mar se veía de un azul oscuro, como si una sombra se proyectara sobre él. El agua resplandecía, y su color verde esmeralda hacía pensar que el fondo de arena encerraba una fuente de energía tan potente como el sol. La playa estaba ribeteada de un sotobosque exuberante que pronto se convertía en jungla, y me pareció que aquella vegetación espesa era un muro tras el cual Jack Lewis ocultaba sus secretos.

Debía de estar ensimismado en mis reflexiones, pues no me di cuenta de que habíamos soltado el ancla, cuando de pronto vi a Jack Lewis junto a mí. Llevaba un catalejo en las manos y lo dirigió con un movimiento de búsqueda hacia la playa. Yo no veía nada allí, pero él soltó un gruñido de satisfacción.

—Bueno, ha llegado el momento —dijo.

—¿Qué momento?

—El momento en que voy a demostrarte que soy un hombre de palabra. No me creíste cuando te aseguré que los hombres de la bodega no eran esclavos sino hombres libres. Ahora podrás juzgar por ti mismo.

—Tienes un arma.

—Hay que ser precavido. Pero no he pensado en utilizarla.

Ordenó a los polinesios que retirasen las escotillas de la bodega y después se ocultaran en el dormitorio frente al mástil. No dieron señales de inquietud ante la extraña orden. Supuse que no era la primera vez que participaban en la ceremonia —o como se la quiera llamar— que me disponía a presenciar.

Jack Lewis nos ordenó por señas que nos escondiéramos tras la toldilla. Se llevó un dedo a los labios, pero advertí que estaba tenso y que tenía el dedo en el gatillo del rifle. Oímos pisadas sobre cubierta y voces. Los hombres libres habían salido de la bodega. Con un movimiento de la mano, Jack Lewis me indicó que permaneciese quieto. Estuvimos un rato escuchando.

Después oí un chapoteo, y el rostro de Jack Lewis se iluminó con una sonrisa, como si todo marchara según el plan previsto. Asintió con la cabeza y me miró riendo en silencio. Se oyó otro chapoteo, y después otro.

Vi que Jack Lewis estaba contando, porque movía los labios y desplegaba los dedos uno a uno. Después de desplegar cuatro veces los cinco dedos de una mano, me dio una palmada en el hombro.

—Bueno, muchacho —dijo con tono alegre—, ¿alguna pregunta?

Miré hacia la laguna, donde los hombres que hasta unos minutos antes habían estado encerrados en la bodega nadaban en dirección a la orilla. Llegaron a ella casi al mismo tiempo, y si internaron en la espesura sin mirar atrás.

Yo no sabía qué decir. Estaba más desconcertado que nunca. Jack Lewis me observaba con la cabeza ladeada.

—Mira —dijo—, hombres libres. ¿Les ha impedido alguien escapar?

—Eres un tipo práctico, Lewis —admití—, y no entiendo por qué has alimentado a esos hombres durante tantas semanas sólo para verlos marcharse. ¿Qué beneficio obtienes de esto? ¿Y qué van a hacer esos hombres en una isla desierta?

—Eso es asunto suyo. No sé qué han venido a hacer aquí, y tampoco me interesa. Lo único que sé es que les he dado una opción. Has visto con tus propios ojos cómo he ordenado que abrieran las escotillas.

—¿Cómo no iban a escapar, si la alternativa era languidecer en un agujero oscuro? ¿A eso lo llamas dar una opción?

—Es una opción —insistió Jack Lewis—. Y soy yo quien se la ha dado. Pero ya hemos hablado suficiente. Ahora tenemos que hacer lo que realmente hemos venido a hacer.

Se encaminó hacia la puerta del dormitorio y gritó una orden a los polinesios, que subieron a cubierta de inmediato y se pusieron a preparar una lancha.

—Creo que deberías venir con nosotros —dijo. Se colgó del hombro un viejo fusil de avancarga, un cuerno de pólvora y una baqueta. Lo miré, extrañado. Llevaba un Winchester en la mano—. No me preguntes —añadió entre risas—. Soy un hombre supersticioso. Este viejo fusil es mi talismán.

Bajé a la lancha, a cuyos remos había dos polinesios. La playa estaba desierta, aunque ¿cómo no iba a estarlo en una isla deshabitada?

Alcanzamos la orilla y arrastramos la lancha playa arriba. Jack Lewis escrutaba la espesura como si buscase algo. Después me llamó por señas. Tras un arbusto de hibiscus divisé una hilera de calabazas. Junto a ellas, sobre la arena, había un pedazo de badana que contenía algo que parecían guijarros, pero estaba demasiado lejos para poder ver bien.

Jack Lewis se dirigió hacia la piel extendida. Con una tira de cuero ató los bordes para darle forma de bolsa, mientras los polinesios se dedicaban a transportar calabazas hasta la lancha. Se oía un chapoteo en su interior, por lo que supuse que estarían llenas de agua. Jack Lewis sopesó la bolsa en la palma de la mano. Oí un crujido en su interior, y si su impenetrable rostro alguna vez hubiera sido capaz de expresar un sentimiento como la felicidad, eso es lo que hizo entonces.

De pronto oímos el sonido de un disparo retumbar por toda la isla.

Jack Lewis dio un respingo.

—¡Maldición! —exclamó—. ¡Por todos los demonios! —Cerró la bolsa de cuero y se volvió hacia mí—. ¡Rápido! —dijo—. ¡Coge todas las calabazas que puedas!

Gritó una orden a los polinesios, que al punto empezaron a empujar la lancha hasta el agua. Mientras corría, Jack Lewis llevaba la bolsa en la mano. Yo advertía por la expresión de su rostro que el principal objetivo de nuestra huida precipitada no era salvar la vida, sino la bolsa. Fuera lo que fuese lo que tenía en las manos, Jack Lewis había encontrado su cofre del tesoro.

La lancha estaba ya en el agua. Tuve que hundirme hasta los muslos para subir a bordo. En cuanto lo hice, los polinesios empezaron a remar. Jack Lewis estaba en medio de la lancha con el arma en las manos. Apuntó hacia tierra y se oyó un estruendo ensordecedor. Me volví hacia la orilla.

La playa era un hervidero de nativos. Algunos de ellos iban armados, y respondieron con una descarga. Las balas se hundían en el agua en torno a nosotros. Jack Lewis volvió a disparar, y comprobé que tenía buena puntería. Un nativo cayó sobre la arena. Enseguida se desplomó otro.

—¡Ja! —dijo Jack Lewis con desdén—. Qué suerte tenemos de que esos diablos no sepan apuntar.

—Creía que habías dicho que era una isla deshabitada.

—Yo nunca he dicho que fuera una isla deshabitada. Dije que no había en ella personas. Como vuelvas a considerar personas a esos diablos, ordeno que te arrojen por la borda. Así podrías reunirte con tus congéneres, si quieres. —Me dirigió una mirada feroz y volvió a disparar. Otro nativo cayó, pero los demás continuaron disparando, infatigables—. Bueno, ¿qué decides?

Negué con la cabeza.

—Creo que me quedaré aquí.

No entendía nada de lo que estaba viendo. ¿Quiénes eran los nativos? ¿Y por qué nos disparaban? Los hombres libres de nuestra bodega no podían ser: ¿de dónde iban a sacar las armas? ¿Y las calabazas llenas de agua y los misteriosos guijarros que habían hecho que una expresión de felicidad transformara el severo rostro de Jack Lewis? ¿Qué significaban? Él había afirmado que se trataba de un negocio, pero estaba claro que, de serlo, había salido mal.

No, no entendía nada. Sólo sabía una cosa: que mi corazón latía como nunca había latido, y que aquellos minutos bajo una lluvia de balas, durante la que estuve condenado a la inactividad forzosa, porque no había más remos a bordo que los que ya empuñaban los polinesios, me parecieron horas o incluso días.

El Flying Scud, que permanecía fondeado a unas doscientas brazas de la orilla, no parecía acercarse. Por suerte, los dos polinesios que se habían quedado en el barco se percataron del peligro que corríamos y empezaron a levar el ancla. Pero no por eso disminuyó el peligro que corrían nuestras vidas. Varios nativos arrastraron una larga canoa hacia el agua y la botaron no lejos del lugar donde el primer grupo mantenía su intenso tiroteo, aunque la certera puntería de Jack Lewis había reducido el contingente a la mitad y la playa estaba sembrada de cadáveres.

La canoa se acercaba por momentos. La mitad de los hombres empuñaban una pagaya, pero los demás estaban de pie, disparándonos, de modo que Jack Lewis tuvo que dirigir su atención a dos lugares a la vez. Disparó un último tiro a la orilla como saludo de despedida, y otro nativo se desplomó. Entonces se concentró en la canoa, y vi al primero de los tripulantes caer de lado al agua, cuando de pronto nuestra lancha perdió velocidad.

Hasta entonces, había seguido, mudo de pavor, la terrible representación que se desarrollaba ante mis ojos. Aunque mi papel se reducía al de simple espectador, sabía que el final de aquel juego no estaba escrito en ninguna parte, y que, si el destino se mostraba lo bastante adverso, terminaría costándome la vida. De pronto se me presentó la ocasión de participar en el juego, ya que uno de los polinesios se desplomó sobre el remo con un alarido de dolor. Lo habían herido en el hombro. Lo empujé hacia el fondo de la lancha, donde se quedó tumbado, agarrándose el hombro herido, del que manaba la sangre, que contra su piel oscura semejaba un arroyo espejeante.

Remé como no lo había hecho en mi vida. Mis sombríos pensamientos desaparecieron en cuanto mis manos finalmente estuvieron ocupadas, y presentí que de nuevo podía influir en mi destino. El tiempo, que por un instante pareció detenerse, volvió a ponerse en marcha, y el Flying Scud fue acercándose cada vez más.

Las diestras manos de los polinesios estaban izando la vela mayor y el foque, y la salvación se hallaba al alcance de la mano cuando oí que Jack Lewis soltaba un torrente de juramentos.

—¡Santo cielo, habráse visto, diablos!

Pensé que por una vez había fallado el tiro, pero el silencio de su arma me indicó el verdadero motivo de su desesperación.

Se le había agotado la munición.

Levanté la mirada. Abrió la bolsa de cuero y hurgó en ella. Después sacó un objeto pequeño y lo puso al trasluz, como para evaluarlo. El sol resplandecía en él, y vi que su color cambiaba del blanco al rosado, después al lila y al azul, y de nuevo al blanco, dependiendo de cómo lo hacía girar entre los dedos.

¡Era una perla!

No puedo decir que fuese la perla más bonita que he visto. De hecho, no he visto muchas, y menos aún he tenido una en las manos, pero era maravillosamente hermosa. Me quedé absorto al verla. Era como una invitación a soñar y, pese a lo terrible de la situación en que nos encontrábamos, era como si hubiese aceptado la invitación y me encontrara en un lugar completamente distinto de una lancha perseguida por nativos ávidos de sangre que se nos acercaban palada a palada.

Los gritos de Jack Lewis me hicieron volver a la realidad.

—¡Rema, maldición, rema!

Me había quedado inmóvil con los remos en la mano, observando la perla. Vi que Jack Lewis empuñaba el viejo fusil de avancarga y metía pólvora por el cañón, después la perla, y finalmente lo apretaba todo con la baqueta. Entonces alzó el fusil al que llamaba su talismán y apuntó cuidadosamente. Antes incluso de que sonara el estampido, uno de los nativos salió volando hacia atrás, como empujado por una mano invisible, y desapareció en el agua.

—¡Te enviaré la factura, demonio! —gritó Jack Lewis, con la cara crispada por la furia.

Volvió a cargar el fusil. Sus dedos temblaban mientras metía en el cañón otra costosa perla. Me resistía a creer lo que oía cuando un sonido peculiar escapó de sus labios apretados. Juraría que se trataba de un sollozo. Después el fusil volvió a retumbar.

El polinesio que remaba delante dio un respingo. Creí que lo habían herido, pero era su remo el que había recibido un disparo certero cerca del tolete, y cuando volvió a tirar de él se rompió por la mitad. Sólo quedaba yo a los remos.

Nuestra salvación dependía de las perlas, de la puntería de Jack Lewis y de la fuerza de mis brazos. Remé hasta sentir que los hombros se me descoyuntaban. La desesperación debió de darme fuerzas que yo ignoraba poseer, porque la distancia de nuestros perseguidores volvió a aumentar. Tampoco ellos eran tan numerosos como antes. La buena puntería de Jack Lewis había reducido la tripulación de la canoa a la mitad, con balas o, si no, con perlas. Sus gritos de guerra seguían sonando amenazadores, pero ahora era un coro más reducido el que cantaba nuestra muerte inminente.

Por fin llegamos al Flying Scud. Una escala de cuerda nos esperaba. Me eché al hombro el polinesio herido. No sentía su peso. Subí a bordo por una banda y salté por encima de la borda sin pensar en el blanco que ofrecía al hacerlo. Se oyeron varios tiros a nuestras espaldas, pero no nos dieron.

Los polinesios lo habían preparado todo. El ancla colgaba de proa, las velas estaban montadas, y si hubieran tenido acceso al camarote del capitán y a su armario de rifles, no hay duda de que le habrían entregado las armas cargadas para que pudiera continuar disparando contra nuestros perseguidores. Pero las armas representaban un tabú que no se atrevían a romper.

En cuanto estuvimos a bordo, Jack Lewis fue corriendo a su camarote. Regresó enseguida con una caja de cartuchos y otro rifle. Después se arrodilló tras la borda y reanudó el tiroteo con una expresión en el rostro que indicaba que ya no se trataba de eliminar a un perseguidor peligroso. Había una cuenta personal que liquidar. Por cada costosa perla que había perdido, los nativos tenían que pagar no sólo con la vida a la que ponía fin la perla, sino con varias más, y cada disparo que acertaba en el blanco era saludado con un grito de triunfo.

—¡Toma, demonio! —exclamó, y lanzó un escupitajo de desprecio por encima de la borda.

Tuve que hacerme cargo de la rueda del timón. En su borrachera de sangre, el capitán no había pensado en ello. Fui yo quien guió el barco para cruzar la laguna y salir por la abertura del atolón. Que lo consiguiera no tiene nada que ver con mis dotes de navegante. Fue sólo una cuestión de viento y marea. Ambos estaban de nuestra parte. Se había levantado viento y nuestras velas estaban tensas incluso antes de abandonar la laguna. La marea estaba bajando, y la corriente nos empujaba hacia mar abierto. Un creyente habría hablado de la mano de Nuestro Señor pero, como no creo que Nuestro Señor, si es que existe, hubiese estado del lado de Jack Lewis, me contentaré con decir que las leyes de la Naturaleza, por suerte para nosotros, ordenaron al viento y al agua que nos acompañasen.

Sin embargo, siempre he tenido la sensación de haber sido socorrido milagrosamente en el último instante, aunque no sé para quién habría sido peor si el viento y la corriente hubieran decidido no dejar salir al Flying Scud de la laguna, para nosotros o para los nativos. Eran muchos, pero Jack Lewis tenía una puntería, para emplear una palabra que sin duda habría adulado su vanidad, endiablada.

Pasamos velozmente junto a los restos del Morning Star. Jack Lewis se tomó un descanso con los nativos y volvió su rifle hacia el buque naufragado. Se oyó un estampido y vi que la cara del mascarón de proa desaparecía envuelta en una nube de astillas. Había en el capitán una rabia que no se contentaba con la sangre de los nativos, y me pareció que el peligro aún no estaba conjurado, que simplemente había cambiado de lugar y ahora se encontraba a bordo, entre nosotros.

Estábamos en alta mar y habría llegado el momento de recobrar el aliento si no hubiese sido por la expresión de locura de Jack Lewis. Dejó el rifle junto a la borda y se puso a caminar por cubierta sin cesar de murmurar para sí.

—Todo se ha ido al garete… ¿Quién demonios habrá sido…? Si logro encontrar a ese maldito diablo…

Me lanzó una mirada de reojo, como si yo fuera sospechoso de un crimen sobre cuya naturaleza no tenía ni idea. Sus planes, cualesquiera que fuesen, se habían desbaratado. Me debía una explicación por la pesadilla que acabábamos de vivir. Pero me di cuenta de que no era el momento adecuado para preguntárselo, y de que seguramente ese momento nunca llegaría, si estimaba en algo mi vida.

Lo miré de soslayo y sentí cierta inquietud al ver la expresión con que su rostro acompañaba el torrente de maldiciones. Por eso, estaba totalmente desprevenido cuando una sonrisa iluminó su semblante.

—Pero ¡bueno…! —exclamó, como si acabara de ver a un amigo largamente añorado y se dispusiera a darle la bienvenida con los brazos abiertos.

Me volví para ver qué era lo que había atraído su atención, y allí, a popa, a unas cincuenta brazas, se balanceaba la canoa de los nativos, siguiendo nuestra estela reluciente. No podía creer lo que veía. ¿Qué esperanza podían tener de vencernos?

Entonces observé que manipulaban las pagayas con tesón. Todos iban sentados. Ya no había nadie de pie apuntándonos con un arma. Quedaban unos siete u ocho, y querían asegurarse de encontrar su objetivo antes de reemprender la lucha. Es probable que planearan abordarnos. ¿No habían tenido suficiente escarmiento?

Ni por un instante temí que nos atacaran. Me compadecí de ellos y de su ingenua insensatez. Pensé que no sólo jugaban con la muerte, sino que la desafiaban abiertamente. Había una gran diferencia entre una cosa y otra, y me invadió una inmensa tristeza por ellos.

No temía a los nativos y su ataque suicida. Lo que temía era el renovado espíritu sanguinario de Jack Lewis.

—¡Qué sorpresa tan agradable! —exclamó—. Y yo que creía que había terminado el entretenimiento… —Se echó el rifle al hombro. Después volvió a bajarlo—. Están demasiado lejos —añadió, decepcionado—. Deja que se acerquen un poco más. Navega de bolina.

—Pero, capitán —objeté—, no van a poder alcanzarnos. ¿No se ha derramado suficiente sangre?

Me miró de arriba abajo.

—Nos han atacado y nos hemos defendido. Eso es todo.

—Pero ahora no nos atacan. Y si mantenemos el rumbo tampoco lo harán.

—¡Que navegues de bolina!

Mis manos vacilaban aún al timón. Entonces avanzó casi hasta tocarme. Sus pupilas estaban dilatadas por la cólera.

—Señor Madsen, soy el capitán del Flying Scud y acabo de dar una orden. Si al jovencito no le agrada obedecerla, se le considerará un amotinado, y yo acabo pronto con los amotinados. —Apuntó el cañón del rifle a mi cara, y por un instante nos miramos fijamente a los ojos.

No fue su mirada ni la amenazadora cercanía del arma lo que me hizo obedecer su orden. El rifle temblaba en sus manos, y me di cuenta de que, si bien su voz parecía sosegada, su furia era incontrolable. El arma podía dispararse en cualquier momento. El objetivo de esa furia no era solamente mi vacilación o los nativos que habían desbaratado sus planes, sino el mundo entero, y le daba igual que fuesen los nativos o yo quien pagara el pato.

—A la orden, mi capitán —dije, e hice girar la rueda del timón.

Jack Lewis bajó el arma y regresó a popa. El barco redujo la velocidad hasta que nos quedamos completamente quietos, con las velas ondeando a la brisa. La canoa de los nativos se acercó. Jack Lewis levantó el rifle y los mató uno a uno. Cada vez que daba en el blanco emitía un breve gruñido de satisfacción.

La canoa siguió avanzando veloz. Uno a uno, los nativos se levantaban con un arma en la mano, apuntaban, disparaban… y recibían su propia sentencia de muerte.

Al final sólo quedó uno vivo. Seguía remando hacia nosotros. Jack Lewis dejó de disparar y permaneció un rato absorto. Advertí que la furia lo había abandonado.

—Déjelo —dije—. Ya está bien.

Levantó la vista y me dirigió una sonrisa somnolienta. Había una extraña dulzura en su rostro, como en un niño al despertar.

—Tienes razón —dijo—. Ya está bien. —Se colocó a mi lado.

—A la orden, mi capitán, rumbo corregido.

El viento volvió a hinchar las velas y recuperamos la velocidad. Pasó un rato sin que nadie pronunciase palabra. Yo había escapado a la muerte, pero sólo para que mi vida se viese amenazada por el mismo hombre que acababa de salvármela. Ahora estaba a mi lado, como si nada hubiera pasado.

—Un tiempo magnífico —dijo de repente, aspirando profundamente—. ¡El aire del mar! No existe nada mejor. Sólo por eso ya merece la pena la vida del marino.

De todas las cosas que había oído decir a Jack Lewis durante los meses que pasamos juntos, aquella observación cotidiana fue la más enigmática. No creí ni por un instante que hablase en serio, y aun así di la bienvenida a sus palabras. Fue como si el terror que había sentido las horas anteriores se aliviara y no fuésemos más que un capitán y un primer oficial surcando el mar.

—Sí —dije, y aspiré hondo imitándolo—. El aire del mar es algo muy bueno.

Nuestro reciente idilio se vio interrumpido por uno de los polinesios, que señaló excitado a popa. Ambos nos volvimos, para ver de nuevo al nativo solitario en su canoa, una silueta negra contra la estela centelleante. No estaba muy lejos. ¿Cómo habría conseguido alcanzarnos, solo en una canoa que requería muchos más remeros? Era totalmente incomprensible.

Lo observamos durante un buen rato. Seguía a la misma distancia. Miré de soslayo a Jack Lewis, pero no dije nada. Esperaba que volviese a coger el arma y pusiera fin a aquella vida que, en un momento de buena voluntad, había perdonado. Pero no hizo nada.

Al poco tiempo se volvió de nuevo hacia la rueda del timón y me ordenó que ajustara el rumbo. De vez en cuando me volvía y miraba a popa. El nativo continuaba allí. La distancia que lo separaba de nosotros seguía siendo la misma. No se aproximaba, pero tampoco quedaba rezagado.

Así pasaron un par de horas. Mientras lo miraba, mi impresión de nuestro perseguidor se transformó. Vi a una persona sola en una canoa, en medio del mar. Dejó de ser un nativo, un miembro del grupo salvaje que poco antes nos había atacado. Yo ya no sabía quién era o qué quería de nosotros, si nos perseguía o se encontraba en dificultades. Sólo veía el vasto mar y, en medio de él, aquella figura perdida. Me parecía que debía de ser algún mensajero, pero ignoraba qué pretendía decirnos.

—Esto tiene que terminar —declaró finalmente Jack Lewis.

Entonces supe que no había nada que pudiera hacer.

Volvió a coger el rifle y apuntó. No miré. Seguí observando al remero solitario como si quisiera despedirme de él en los minutos que le quedaban de vida y procurar no olvidarlo. Mi recuerdo sería su única lápida.

Debió de ver a Jack Lewis apuntarlo con su Winchester, porque de pronto se echó el fusil al hombro. El rifle de Jack Lewis produjo un estampido. Al punto surgió un fogonazo de la boca del fusil del nativo. Habían disparado al mismo tiempo. Entonces el nativo cayó hacia atrás y quedó tumbado sobre la canoa, que permaneció atravesada en la estela, meciéndose entre las olas. La distancia aumentó rápidamente. La canoa con el muerto pronto desaparecería de la vista.

Estaba yo tan ocupado con la suerte del nativo que no me apercibí de lo que ocurría en la cubierta del Flying Scud. Entonces oí que Jack Lewis emitía un sonoro quejido, y cuando me volví lo vi tendido en cubierta, mientras una mancha roja se extendía en medio de la pechera de su camisa. La bala del nativo también había encontrado su objetivo.

Los polinesios se arrodillaron en torno a su capitán con expresión interrogadora, como si esperasen alguna orden. ¿No se daban cuenta de que Jack Lewis estaba muriéndose ante sus ojos?

Por un instante pensé que tal vez lo considerasen inmortal, porque sus actos estaban guiados por la misma crueldad imprevisible que los de sus dioses. A uno le había cortado la oreja, y nunca lo oí dirigirse a ellos en un tono diferente del que empleaba para dar órdenes. Sólo habían sido peones de un juego que no tenía que ver con ellos, aunque exigía sus vidas. Los sacrificaba sin explicaciones; ¿por qué no iban a considerarlo un dios?

¿Acaso un dios no actuaba precisamente así, de una forma que, de tan inescrutable, parecía arbitraria? Los creyentes oraban y quizá hacían ofrendas. Pero ningún creyente había encontrado aún un sistema que garantizara que sus plegarias fueran atendidas.

Cuando vi a Jack Lewis tendido en cubierta con una mancha de sangre extendiéndose por su pecho, se me ocurrió que él también había sido un dios para mí. Prometió llevarme hasta mi papa tru. En su lugar, me embarcó en un viaje con la bodega llena de lo que él llamaba hombres libres, a una isla desconocida donde fui testigo de enigmáticas transacciones y matanzas.

Zarpé con él para aclarar un misterio, pero sólo para topar con otro.

Yo era uno más de sus polinesios. Pero era un hombre blanco, y me parecía que me debía una explicación acerca del enigma. Iba a morir, y yo quería que me la diese antes de que fuera demasiado tarde.

Ordené a uno de los polinesios que se ocupara del timón y me acerqué a Jack Lewis. Hasta entonces yo no había presenciado la muerte de nadie, al contrario que mi papa tru, que había estado en la guerra y visto a gente caer destrozada junto a él mientras el Christian VIII se precipitaba a su perdición. Yo había visto a hombres caer por la borda, pero eso era diferente. Desaparecían entre las olas y así emprendían, invisibles ya, su viaje solitario a las profundidades. No morían ante tus ojos, sino que se esfumaban.

Jack Lewis iba a morir. Yo estaba seguro de eso, y también lo estaba de que en ese momento yacía en cubierta como la estatua de un dios derribada de su pedestal. La estatua se agrietaría y revelaría que en su interior había un hombre desnudo. Era James Cook en la bahía de Kealakekua. Sangraba de su herida, y poco después cometería la misma estupidez que Cook.

Jack Lewis me miró fijamente, y comprendí que me había equivocado. Era un dios derribado, pero seguía siendo un dios. En su mirada no percibí temor alguno, y no sé por qué pensé que fuese a haberlo. ¿Por qué no iba a haber pena por lo que tenía que dejar atrás, o enojo por lo que a pesar de todo no había conseguido, o simplemente cólera?

Lo había visto perder la cabeza cuando tuvo que emplear sus costosas perlas a falta de balas. ¿No era acaso así como consideraría su propia muerte, como la pérdida de una perla?

Yo era joven y nunca pensaba en la muerte. Aquello que te hace pensar en ésta ¿es acaso un aviso de lo que vas a sentir realmente cuando al fin llegue?

En un instante lo comprobaría.

—Trae el whisky. —Jack Lewis tenía que tragar saliva tras cada palabra, pero su voz no había perdido un ápice de autoridad.

Golpeó la cubierta con la mano, como si me invitase a un último trago en su camarote.

—Y a Jim —añadió.

Me quedé mirándolo.

—¿Estás sordo?

Negué con la cabeza, confuso, y bajé al camarote a cumplir su orden. Saqué la horrible cabeza de la bolsa, subí con ella a cubierta y la coloqué junto a él. Después descorché el whisky y vertí un poco en mi mano. Nunca había tratado una herida de bala, pero tenía una vaga idea de que había que limpiarla con alcohol.

—¿Qué haces? —gruñó Jack Lewis.

—Limpiar la herida.

—¿La herida? —barbotó—. No es mi herida la que tiene sed. Soy yo. Trae dos vasos.

Cuando volví con los vasos, Jack Lewis miró fijamente a Jim con ojos escrutadores, como si acabara de preguntarle algo y esperase su respuesta.

Los polinesios permanecían paralizados en medio de la cubierta. El timonel también había abandonado la rueda. Le grité una orden, y regresó a su puesto, pero se volvía una y otra vez. Lo que buscaba su mirada no era el capitán moribundo, sino la cabeza que sostenía en las manos.

—¿No será una imprudencia…? —inquirí.

—No te metas en lo que no te importa —replicó con tono de desdén—. Por supuesto que es una imprudencia enseñar una cabeza reducida a un hatajo de caníbales cuya sed de sangre acaba de despertar; pero dentro de poco me habré ido, y entonces el problema será tuyo, no mío. —De su pecho surgió un gorgoteo, y enseñó los dientes en una mueca que podría haber sido una sonrisa—. Llena los vasos. Brindemos por la continuación de nuestro viaje. El mío lleva a lo desconocido. El tuyo te hará capitán novato en un barco de caníbales.

Serví el whisky y tendí el vaso hacia él, pero no tenía fuerzas para levantarlo. Hube de sujetarle la cabeza y llevar el vaso a sus labios. Lo vació de un trago emitiendo un gemido, imposible saber si de agrado o de dolor.

—Los hombres libres —dije—. Tiene que contarme lo de los hombres libres.

—Los hombres libres eran como Jim.

—O sea, una mercancía.

—Pues sí —repuso, y su mirada adquirió una expresión ausente, como si la conversación no le interesara y hubiese empezado ya su viaje a lo desconocido.

Comprendí que corría prisa.

—Pero ¿en qué consistía el negocio?

—Granos de arena —susurró—. Guijarros. Juguetes para niños. —Su cabeza cayó de lado, y cerró los ojos como si se hubiera dormido. Al cabo de un instante volvió a abrirlos y me miró—. Despreciamos a los nativos porque se quedan embelesados ante un abalorio de vidrio. No sé qué pensarán de nosotros, que estamos dispuestos a matar por un grano de arena que una ostra irritada ha envuelto con una secreción calcárea.

—¿Tú qué dabas a cambio de las perlas?

—Pagaba con los hombres libres.

—O sea, que no eran hombres libres, sino tus prisioneros.

—No —repuso negando con la cabeza mientras una vez más se oía un gorgoteo en su pecho destrozado—. Sigues sin entenderlo. No eran mis prisioneros. Eran mis alumnos.

—Tienes razón. Sigo sin comprenderlo. Creo que estás lleno de embustes.

—Escucha. —Jack Lewis seguía tumbado con una mejilla apoyada en la cubierta. Me miró de soslayo, y en sus ojos observé una expresión burlona, que me resultaba imposible de relacionar con un moribundo—. Los salvajes no tienen la menor idea de lo que es la libertad. Son libres, pero no lo saben. Tienen que perder su libertad para aprender a apreciarla.

—Y entonces los encerrabas en una bodega.

Jack Lewis volvió a hacer una mueca, pero no supe si era de disgusto por mi torpeza o porque intentaba otra vez sonreír.

—No, no los encerraba en una bodega. Simplemente los abandonaba a su propio miedo. Me ocupaba de que nunca vieran la luz del sol, y en la oscuridad hacían todo tipo de cábalas acerca del terrible destino que los esperaba. Cuando abría las escotillas y dejaba entrar la luz del sol, su educación había terminado. Comprendían enseguida qué era la libertad, y la abrazaban.

—¿Y qué tiene que ver eso con las perlas?

—La respuesta está en el Morning Star —contestó Jack Lewis—. El Morning Star era un blackbirder, un barco de esclavos. Encallaron, y los esclavos de la bodega se amotinaron, mataron a la tripulación y después se dedicaron a colonizar la isla, que estaba deshabitada. Entre ellos había mujeres y niños, de manera que apenas se dieron cuenta de que habían encallado en una isla desierta. En su lugar les habían regalado todo un mundo nuevo donde podían empezar de cero. En su paraíso sólo faltaba una cosa, y ahí es donde entro yo.

Su rostro se iluminó, triunfante, y de pronto entendí por qué me confiaba todo aquello. Estaba orgulloso de sus vilezas y no podía soportar la idea de morir sin que hubiera un testigo de ellas. Había convertido su vida en algo secreto, pero necesitaba que un iniciado fuese testimonio del enorme alcance de un crimen que él consideraba prueba definitiva no ya de astucia, sino de su extraordinaria concepción de la mente humana.

Una expresión de triunfo deformaba su cara, y mis ojos buscaron a James Cook, con sus ventanas de la nariz dilatadas y los párpados cosidos. Prefería aquel rostro cruelmente retorcido al de Jack Lewis. Pero tenía que seguir con mi interrogatorio, aunque me parecía que hasta quien escucha puede a veces convertirse en cómplice. Pero no podía detenerme. Tenía que saber en qué consistía el secreto de los hombres libres.

—Entonces, ¿qué era lo que les faltaba a los salvajes en su paraíso? —pregunté.

—Un cambio de dieta —respondió Jack Lewis, y su rostro se deformó en una mueca horrible, que supuse debía de ser la versión de una risa propia de los moribundos. Enseguida la risa se convirtió en una tos hueca, gorgoteante. Parecía que iba a ahogarse, mientras la sangre se filtraba entre sus labios agrietados.

Poco a poco comprendí el significado de sus palabras. Mi repugnancia debió de resultarle evidente.

—Es que son caníbales —dijo con tono didáctico, como si hablara con un niño.

—O sea, que vendes carne humana —apunté, y desvié la mirada hacia Jim.

—El mundo no es tan simple —repuso Jack Lewis—. No vendo carne humana. Vendo la posibilidad de vencer. Porque eso es lo que falta en el paraíso, en cualquier paraíso. Es un fallo de la propia construcción. La serpiente no es un enemigo, sino sólo una tentación. Yo pienso en un enemigo de verdad, contra quien luchas o ante quien te inclinas. Pienso en la oportunidad de ponerte a prueba en la lucha, para vencer o morir. Eso es lo que les daba a los malditos caníbales: no una carga de carne humana, sino una oportunidad de mostrar su valía. Santo cielo. Son salvajes. Son hombres. No pueden vivir sin luchar. Solía venir una vez al año. Ofrecía a los hombres libres una posibilidad de escapar, y no me inmiscuía en quién ganaba cuando llegaban a nado a una isla.

Guardó silencio, y por un instante creí que había muerto. Yacía con los ojos cerrados.

—Y entonces encontraron otro enemigo, uno mejor —dije en voz alta, dirigiéndome tanto a mí como a él.

Abrió los ojos y me lanzó una mirada de reproche, como si acabara de recordarle algo desagradable.

—Algún idiota les vendió armas y desbarató mi negocio —gruñó Jack Lewis, y quiso escupir sobre la cubierta, pero en lugar de saliva salió sangre—. Tenía un buen negocio, y podría haber seguido así durante muchos años. Disponían de alguien contra quien luchar, a quien matar y comer. A mí me daban perlas. Y entonces va y llega el maldito canalla.

—¿Quién? —pregunté.

—No es de tu incumbencia —dijo, y volvió a escupir sangre—. Dame más whisky.

Le serví un vaso y lo llevé a sus labios. Tosió, y el whisky se deslizó por el labio inferior mezclado con sangre, que ahora no paraba de manar. Suspiró y dijo:

—Ahora vas a heredarlo todo. Una bolsa con perlas, un barco. No es mal comienzo para un joven marino; de hecho, es más de lo que mereces.

No respondí. No sabía qué decir. No tenía ganas de ser dueño de su barco, que, a pesar de lo que sostenía su dueño, no era más que un infame blackbirder; y, en cuanto a las perlas, no quería ni tocarlas. Su brillo rosado me hacía pensar que en su interior no había un grano de arena, sino sangre coagulada.

Continué sin pronunciar palabra. Pese a que Jack Lewis no me inspiraba respeto, sí que respetaba el agujero de bala que había en su pecho. Estaba muriéndose, y a los muertos se les debe respeto.

—El paraíso —murmuró—. Un paraíso donde no faltaba nada, ni siquiera enemigos dispuestos a matarte. —Miró en dirección a los polinesios y volvió a estirar los labios, dejando a la vista la sangre que se filtraba entre sus dientes amarillos—. En el instante en que les des la espalda, te clavarán un cuchillo. Me ven aquí tendido, han conocido a Jim; si no lo sabían antes, lo saben ahora. El hombre blanco también es mortal.

Jack volvió a cerrar los ojos y suspiró. No se movía. Al cabo de un rato me di cuenta de que ya no abriría los ojos. Sus últimas palabras de aviso resonaban aún en mis oídos, pero no había manera de ocultar su muerte a los polinesios.

No quería tenerlo a bordo, así que bajé al camarote en busca de algo con que amortajarlo antes de entregarlo a las olas. Pensé en una bandera, pero no encontré ninguna. Cogí un pedazo de lona sin usar y lo envolví con él. Tenía la pechera de la camisa empapada de sangre, y aun así no busqué una prenda limpia para ponérsela antes de arrojarlo por la borda. Lo último que deseaba era tocar su cuerpo y aquella sangre pegajosa. Allí yacía, envuelto en una lona y atado con un trozo de cáñamo. Una vida había llegado a su fin, y no una vida precisamente hermosa, pensé. Aunque no sabía gran cosa de Jack Lewis, sabía lo suficiente para no llorar su muerte.

Llamé a los polinesios y entre todos empujamos a Jack Lewis por la borda. Se meció un rato en nuestra estela. Después se hundió. No vi ningún tiburón acercarse al cadáver antes de que se hundiera. Desconocía si era cristiano. No obstante, le junté las manos. Jack Lewis consideraba que las demás personas no eran más que carne expuesta en el mostrador de mármol del carnicero. Yo le hacía el honor de considerarlo, en cierta medida, persona, y no sólo un pedazo de carne muerta al que arrojaba por la borda; después, recé un padrenuestro.

Lo recé en danés. Los polinesios permanecían callados. Cuando me vieron juntar las manos, también ellos las juntaron. Lo interpreté como un signo de respeto, quizá tanto hacia mí como hacia el muerto. Ahora yo era su capitán. Pero no tenía ni idea de lo que estarían pensando. Sus rostros oscuros tatuados de azul no desvelaban nada.

¿Era aquello el comienzo de la bahía de Kealakekua? ¿Sería mío el destino del que Jack Lewis había escapado? ¿Me despedazarían en trocitos, se comerían mi corazón y ahumarían mi cabeza sobre el fuego?

Quería encerrarme en mi camarote para evaluar mi situación, pero sospechaba que si bajaba a su oscuridad protectora no volvería a subir por miedo a que me esperasen en cubierta con los cuchillos desenvainados.

De modo que me puse al timón.

Me di cuenta de que lo primero que tenía que hacer era superar el miedo que me inspiraban los polinesios y que Jack Lewis tan hábilmente había sembrado en mí. Mientras el miedo siguiera arraigado en mi ser, él continuaría a bordo decidiendo en mi lugar. Tendría que impartir órdenes y confiar en que las cumplieran. Tendría que entrar y salir del camarote sin miedo a una emboscada. Tendría que acostarme con la plena convicción de que volvería a despertar.

En pocas palabras, tendría que hacer lo que han hecho los hombres a bordo de un barco durante miles de años: tendría que ser el capitán.

Sin embargo, era joven y nunca me había encontrado al mando de un barco. Estaba solo, en medio del Pacífico, con cuatro polinesios, uno de ellos herido. Sabía muy poco acerca del destino al que nos dirigíamos, y me daba cuenta de que, aunque llevara el Flying Scud a buen puerto, mis problemas no se resolverían. ¿Quién iba a creer mi historia?

Estaba en medio de mis cavilaciones cuando miré la cubierta. La cabeza de James Cook seguía donde se había quedado cuando Jack Lewis se despidió de ella. Con voz firme pedí a uno de los polinesios que se hiciera cargo del timón, levanté la cabeza reducida y la bajé al camarote, donde la puse sobre la litera de Jack Lewis.

No puedo explicar por qué no la arrojé de inmediato por la borda. No tenía ganas de conservarla ni de volver a verla, pero algo me retuvo cuando la sujeté en mis manos y contemplé el mar centelleante. Había sacado la cabeza de la bolsa cuando Jack Lewis me pidió verla por última vez, pero yo estaba más pendiente de su muerte inminente que de Jim, y no pensé que de pronto tenía en mis manos los horribles restos de lo que alguna vez había sido una persona.

Palpé la apergaminada piel de la cabeza y el pelo, tan seco que parecía paja. Era como si al tocarlo recibiera un mensaje acerca de la persona que había sido James Cook antes de convertirse en un símbolo de barbarie. Había arrojado por la borda el cadáver del capitán, pero no podía hacer lo mismo con James Cook.

No era solamente porque Jack Lewis me había desvelado quién era Jim. ¿Le había creído? En parte sí y en parte no, pero en el fondo daba igual que le creyese o no. Para mí no podía ser real. Si se trataba de la cabeza de James Cook, habría que enviarla a Inglaterra, donde no tenía ni idea de qué harían con ella. Tal vez silenciaran su existencia, porque en cierto modo la historia resultaba demasiado embarazosa. O que la enterraran ceremoniosamente. Quizá incluso le fabricaran su propio ataúd. No obstante, ¿cuántas veces puede enterrarse a una persona? ¿Y si un día aparecía un pie? ¿Tendría que volver a repetirse el proceso?

Al principio el nombre de Jim me pareció una broma de mal gusto. Ahora era como si James Cook formara parte de la broma, y pensé que sería mejor dejarlo en paz. Sin embargo, aquella cabeza continuaba siendo el último resto de un hombre que había sufrido una muerte horrible. No podía echarla por la borda sin más, como si se tratara de un objeto hecho pedazos o un trozo de carne que había empezado a oler mal.

Fue entonces cuando comprendí lo que me diferenciaba de Jack Lewis. Para Lewis, Jim era el nombre de una cabeza reducida. Para mí, el de una persona.

Desde entonces he pensado a menudo si Jim era para mí más persona de lo que los polinesios llegaron a ser nunca. El tatuaje azul que cubría sus rostros por completo no sólo hacía que sus rasgos se perdieran en una oscuridad sin fondo, sino que volvían también extraños sus ojos. Buscaba algo humano en sus miradas, y no lo encontraba. Los ojos eran parte de la máscara, como si tuviesen tatuada la retina misma.

Nunca vi ni oí a Jack Lewis hablar con ellos, y yo tampoco llegué a hacerlo. Yo les daba órdenes. Ellos las cumplían. Vendé al polinesio herido, y advertí que se trataba del mismo al que le faltaba una oreja. Cuando intenté limpiarle la herida, desvió la mirada. Tampoco me miró cuando terminé de vendarlo.

Entre nosotros existía una frontera que jamás se cruzaba. Sin embargo, a medida que pasaban los días mi temor fue desapareciendo. El barco ponía las cosas en claro: yo era el capitán, ellos la tripulación, y el viento alisio, que siempre soplaba del mismo lugar y con la misma fuerza, nos aseguraba a diario que todo marchaba como debía.

Fue en aquella situación cuando empecé a comportarme de una manera que también a mí se me antojaba extraña. Hablaba con Jim. Bajaba al camarote, encendía la lámpara de aceite de ballena y lo sacaba de su bolsa. A continuación lo ponía sobre la mesa, delante de mí, y al vacilante resplandor de la lámpara observaba que su rostro parecía adoptar una expresión de alerta, y que se concentraba detrás de los párpados cosidos. Jim no decía nada, y me alegro de que no lo hiciera, pues lo contrario habría sido la prueba definitiva de que me había vuelto loco.

Ponía delante de él la bolsa de las perlas y las extraía una a una para enseñárselas. Después le preguntaba si creía que debería quedármelas.

Mi primer impulso fue arrojarlas al mar con Jack Lewis. Incluso había momentos en que me arrepentía de no haberlo hecho delante de sus ojos, mientras aún respiraba. Habría sido una especie de victoria sobre él y sobre la vileza que tan evidentemente creía poder contagiarme.

Dudé demasiado tiempo. Los días se sucedieron, y guardé las perlas en el mismo lugar que a Jim. Al cabo de poco tiempo, las llevaría junto al pecho. Así las custodiaría con mi vida, y los polinesios tendrían una buena razón para quitármelas. ¿Por qué les resultaba imposible comprender el valor de las perlas o desear alguna de las cosas que podían comprarse con dinero, empezando por la libertad?

Cuando sentía el peso de la bolsa llena, era toda mi vida futura la que tenía en mis manos. Ni siquiera me hacía falta el Flying Scud. Podría comprar mi propio barco. Podría comprar tres y hacerme armador, tener mi propia casa, tal vez la hermosa casa incendiada de Øvre Strandstræde, casi frente a la vivienda del pastor. En mi fantasía, empecé a poblar la casa con una esposa y niños, incluso con sirvientes. Vi a mi futura esposa con un vestido azul violeta cortando rosas en el jardín.

A Jim no le describía aquellas fantasías. En su lugar, lo convertí en mi juez. No eran los sufrimientos que había pasado antes de terminar como una cabeza reducida lo que justificaba la condición que le adjudicaba, sino más bien la atracción que producía en mí su silencio. Podía poner en sus labios cualquier respuesta que quisiera.

—A ver, Jim —le decía en la penumbra del camarote—, ¿me quedo con las perlas? ¿Tú qué opinas?

Jim no respondía. Se limitaba a mirarme con sus párpados cosidos, y me daba la sensación de que todas las respuestas a mis preguntas se escondían tras ellos.

Me puse a pensar en mi papa tru. Nunca le pedí consejo, y él nunca me lo dio. Nos separamos demasiado pronto. Ahora iba tras él. Ésa era mi misión en el Pacífico: encontrar a mi desaparecido papa tru. Pero ¿para qué? ¿Para pedirle consejo? ¿Para restablecer una relación perdida? La última vez que lo vi yo no era más que un niño. Ahora había crecido, y no podía volver a ser un niño. ¿Qué quería, entonces? ¿Mostrarle que sabía arreglármelas solo, sin necesidad de su ayuda? ¿Lo había buscado por medio mundo sólo para demostrarle que no lo necesitaba?

Me di cuenta de que jamás había pensado en nada que no fuese el instante en que volvería a estar con él frente a frente. Yo era un marino con experiencia. Había cruzado los grandes océanos, pero en aquel momento me sentía nuevo en el mundo, no porque no conociera sus activas y atiborradas ciudades portuarias, sus costas orladas de palmeras o sus escollos azotados por el viento, sino porque aún sabía muy poco acerca de mi alma. Sabía navegar siguiendo una carta marina. Sabía establecer mi posición con la ayuda de un sextante. Me encontraba en un lugar desconocido del Pacífico en un barco sin capitán, y aun así era capaz de encontrar el rumbo. Pero no tenía ningún mapa de mi interior, ni rumbo alguno en la vida.

Vacié de botellas el armario de Jack Lewis y las subí a cubierta para arrojarlas por la borda. No abrí ninguna, ni siquiera la misteriosa botella que contenía aquella cosa blanca en la que de vez en cuando se adivinaba el contorno de una figura oscura. Ya me había dado cuenta de que las puertas que me abría Jack Lewis sólo llevaban a otros espacios llenos de horrores. Vi las botellas quedarse atrás y desaparecer entre las olas.

Sabía que era a Jim a quien tenía que haber arrojado al agua, pero continuó haciéndome compañía. Y lo mismo hicieron las perlas.

Así pasaban los días. Yo fantaseaba con mi futuro. Ora veía las perlas como una oportunidad inesperada, ora como una maldición que, en caso de que consiguiese venderlas, me convertiría en cómplice de los crímenes de Jack Lewis.

Entretanto, seguíamos rumbo a Samoa.

Creía que, mientras Jim no respondiese a mis preguntas, todavía era libre y nada estaba decidido. Había detenido el tiempo, y me sorprendí deseando estar siempre en el mundo de ensueño lleno de los presentimientos que creé en compañía de Jim en aquel camarote a oscuras.

Olvidé dónde me encontraba. Vivía en un mundo en que los sueños podían realizarse y nunca había que pagar precio alguno.

Pasaba solo la mayor parte del día, pero la soledad no suponía una carga para mí. Tomaba mis comidas en el camarote, mientras los polinesios, que eran quienes cocinaban, lo hacían en cubierta. Había arroz y raíces de taro hervidas. A veces echaban un aparejo por la borda y pescaban un atún.

Yo sólo aparecía en cubierta para enderezar el rumbo y hacer ajustar el velamen.

Al cabo de una semana el alisio dejó de soplar. Desapareció un anochecer, junto con el sol, que se hundió en el horizonte como una bola roja mientras un abanico de nubes se extendía en todas las direcciones.

Lo consideré un mal augurio y me preparé para un huracán. Sin embargo, al clarear el día me encontré con el espectáculo opuesto. La calma chicha estaba suspendida sobre el mar igual que una cubierta de plomo. Hacía un calor opresivo, como si se aproximara una tormenta. No obstante, el cielo se veía azul como una llama de gas, y ninguna nube amenazadora se alzaba en el horizonte.

Aunque estaba seguro de que ocurriría algo, mi fantasía no iba más allá de los presentimientos de la noche anterior: seguía creyendo que se acercaba un huracán.

Pasó el día, y no nos movíamos. Las velas colgaban flojas, y montamos un toldo en el centro de la embarcación. Tuve que separarme un momento de Jim. Hacía demasiado calor para estar en la atmósfera estancada del camarote. No quería subirlo a cubierta. ¿Iba a dejar las perlas allí?

Las lúgubres premoniciones de los días oscuros pasados en el camarote se cumplían. Empecé a llevar la bolsa de cuero que contenía mi futuro debajo de la camisa, contra mi pecho desnudo. Sin embargo, también tuve que desistir de eso. La camisa se me pegaba al cuerpo a causa del calor, y sentía como si me taparan la boca con una gasa y me costara respirar a través de ella. Finalmente encerré bajo llave las perlas y a Jim; de esa forma podía andar con el torso desnudo. De vez en cuando echaba un cubo por la borda y me refrescaba con el agua tibia de mar, pero ni eso ni la llegada de la oscuridad suponía una liberación del calor reinante.

Por la noche no lograba conciliar el sueño, y solía subir a cubierta. Los polinesios habían montado hamacas en las jarcias y hablaban en voz queda. Por primera vez sentí la soledad como una carga. Pero pensé que acercarme a ellos y tratar de entablar conversación sería una señal de debilidad.

Mandé trabar la rueda del timón. No había ningún rumbo que seguir, porque no nos movíamos. Ninguna corriente marina nos tomaba en su lomo para llevarnos a parte alguna. Alcé la vista al cielo nocturno. Aunque seguía sin verse ninguna nube, el brillo de las estrellas era más débil que nunca, como si hubiesen desistido de guiarnos.

Advertí lo aislados que estábamos del resto del mundo. El Flying Scud era un planeta arrancado de su órbita, camino de desaparecer en las profundidades más oscuras del universo.

De una de las hamacas llegó un gemido. Me acerqué. Por el vendaje del hombro reconocí al polinesio herido. Durante los últimos días había mejorado. ¿Significaba su queja que había vuelto la fiebre y que la herida se había infectado? Yo conocía el aspecto de una infección, pero no tenía ni idea de cómo tratarla, aparte del remedio primitivo de echar whisky sobre la herida. Estaba demasiado oscuro para hacer nada, y decidí esperar a que amaneciese.

Esa noche no dormí. El calor me mantuvo despierto. Me sentía inquieto e irritado, pero no porque la inesperada calma chicha hubiera provocado una parada involuntaria en nuestro viaje. Me sentía despojado de algo mucho más importante: de mis fantasías en el camarote con las perlas en la mano y Jim en la mesa, delante de mí. Era allí donde transcurría toda mi vida, y ésa era la vida de la que había quedado excluido.

Al día siguiente examiné la herida de bala del polinesio. Había manchas amarillas en la venda blanca. La herida supuraba; estaba casi cerrada, pero los bordes se veían enrojecidos e hinchados. La limpié tan bien como pude. La cara azul del hombre no se crispó, pero su hombro daba una sacudida cada vez que tocaba la herida hinchada. Después vertí whisky sobre ella y dejé que sus congéneres le pusieran un vendaje limpio.

Sabía que también ellos se ocupaban de curarle la herida. Utilizaban su propia medicina. No me metía en eso. De hecho, dudaba del valor de mis propios métodos.

La infección me dejó la desagradable sensación de que el aire enrarecido que nos rodeaba estaba envenenado. Nos encontrábamos en medio del océano, pero parecía que estuviéramos en la jungla más espesa, rodeados de vegetales en descomposición y miasmas venenosos.

¿Era yo el único que sentía como si una mano gigantesca le oprimiera el pecho?

Observé a los polinesios. También sus movimientos parecían más lentos ahora. ¿No respiraban con dificultad, como si la calma chicha que nos había clavado al gran suelo del mar pesase en su pecho igual que una carga insoportable? ¿No asomaba una pregunta inquieta a los ojos oscuros incrustados en aquellas máscaras azules? ¿No se percibía un pavor supersticioso que, como las burbujas desde el fango podrido del fondo, subía a la superficie exigiendo una explicación a aquella calma inquietante? ¿Y no iban a obtener la respuesta a su pregunta cuando su mirada se posase sobre mí, el desconocido que no era de los suyos y, por lo tanto, debía pagar por cuanto carecía de una respuesta lógica?

Echamos aparejos, pero los peces no picaban. Volví a tener la sensación de que cualquier señal de vida había desaparecido alrededor de nosotros. El fondo del mar estaba tan quieto como la superficie. No era el miedo a los tiburones lo que me impedía nadar un rato, sino el presentimiento de que el mar iba a arrastrarme hacia abajo en el momento en que entrara en contacto con él y desaparecería para siempre en su oscuridad.

Al cuarto día inspeccioné las provisiones. Nos quedaba medio saco de raíces de taro y varios kilos de arroz. No temía que fuéramos a pasar hambre. Poseía aún la suficiente sensatez para suponer que de un momento a otro el mar volvería a darnos acceso a sus riquezas y un atún aterrizaría en la cubierta. Nuestro gran problema era el agua. No habíamos hecho una provisión suficiente en la laguna, y estaba terminándose. La lluvia podía resolver el problema, pero el cielo estaba despiadadamente azul y no daba señal de querer saciar nuestra sed. Tuve que racionar el agua, y temí que ello desencadenase una revuelta. Por eso decidí que en lo sucesivo haríamos las comidas juntos en cubierta, para que los polinesios vieran que todos recibíamos la misma cantidad de agua.

No éramos iguales ni teníamos por qué serlo. Así lo exigían las leyes tanto escritas como tácitas de aquella embarcación. Pero debíamos ser iguales en nuestros sufrimientos, o de lo contrario nunca los superaríamos. Poco a poco me di cuenta de que para un capitán novato aquella calma chicha podía convertirse en un desafío mucho mayor que cualquier tormenta.

Todos los días echábamos los aparejos, pero no pescábamos nada. Era como si los peces nos evitaran, y advertí que las preguntas afloraban al rostro de aquellos polinesios acostumbrados al mar tras toda una vida en él. En medio del océano, y ningún pez, ¡ni uno!

¿Seríamos acaso objeto de una maldición?

Repartía una jarra de agua para cada comida. Cada vez que me inclinaba sobre el último barril veía el fondo de éste más cerca; nos quedaba agua para un par de días, a lo sumo. Nuestra única esperanza era que el alisio volviese a soplar y que con él llegase la lluvia.

El séptimo día el agua se acabó. De la hamaca donde yacía el polinesio abandonado a la fiebre llegó un leve gimoteo. Sus labios cuarteados ya no encontraban alivio. Ponía los ojos en blanco, como si buscara un remedio en las jarcias. Cerró los ojos, pero siguió gimiendo como antes. Era el único sonido que rompía el silencio a bordo, señal de vida y a la vez advertencia del destino que nos esperaba.

Era el segundo día desde que se había agotado el agua. Estábamos sentados comiendo nuestras raíces de taro, que habíamos hervido en agua de mar, cuando de repente uno de los polinesios señaló el horizonte. Alcé la vista y divisé una nube. Estaba cerca de la superficie del agua y se desplazaba con un movimiento rápido y peculiar, como el vapor que sube de una olla en que hierve agua. Pero, a diferencia del vapor, no se movía hacia arriba, sino en todas las direcciones a la vez, y me recordó las bandadas de estorninos que en otoño se reúnen en los descampados de las afueras de Marstal para migrar. La luz del sol atravesaba la nube, que se acercaba lentamente, pese a que la calma continuaba. Parecía latir, como si un torbellino oculto en su interior agitara el follaje en un bosque espeso.

Teníamos la nube encima, y llegué a pensar que realmente era un bosque en otoño que dejaba caer sus hojas marchitas sobre nosotros, cuando me apercibí de que no eran hojas muertas sino seres vivos los que caían alrededor, agitando unas alas vaporosas adornadas con figuras multicolores. Estábamos en medio de una enorme bandada de mariposas.

Debía de haber millones. Una tormenta distante de la despótica calma chicha que nos tenía atrapados las había barrido de una isla y trasladado mar adentro. Ahora buscaban tierra firme, y creían haberla encontrado en nuestro barco marcado por la muerte. Agotadas, se posaban sobre cualquier cosa, en las jarcias y en cada uno de los innumerables cordajes del barco. Se posaron formando capas sobre las velas que colgaban flácidas, hasta cubrirlas igual que tapices de alegres colores. A los pocos minutos, el Flying Scud estaba cubierto hasta lo irreconocible por aquella masa viva y palpitante que, fatigada, había buscado descanso en él.

Las mariposas se posaban también sobre nosotros, como si no distinguieran entre la madera muerta, el cordaje, la lona y nuestra piel. Advertimos que también a ellas las atormentaba la sed. Nos picaban en todas partes con sus minúsculas trompas, en busca de un poco de humedad en nuestra piel sudorosa. No era una picadura dolorosa como la de una abeja o que escociese como la del mosquito. Pero su ataque producía enseguida un picor irresistible que nos volvía locos. En el momento en que bajábamos la guardia, las mariposas buscaban la humedad de las comisuras de los labios y en torno a los ojos, que teníamos que cerrar para protegerlos. Si abríamos la boca a fin de espantarlas con un rugido de furia, se nos metían entre los dientes y se posaban sobre la lengua, haciéndonos cosquillas en el paladar con el batir de las alas.

Cegados y gargajeando, andábamos a tientas dando manotazos. Era como si las mariposas nos considerasen su última oportunidad. No había forma de evitarlas. Volaban hacia su perdición sin pausa. Las aplastábamos contra nuestras mejillas, nuestra frente, nuestras cejas. Creo que podríamos haber terminado saltando por la borda enloquecidos sólo por escapar de ellas, pero el agua que rodeaba el barco también estaba cubierta de mariposas. El Flying Scud era como un ataúd adornado de flores en el suelo de una iglesia.

Cuando entreabrí rápidamente un ojo para encontrar la borda, vi a uno de mis compañeros de suplicio con la cabeza tatuada de azul casi oculta bajo un manto de mariposas. Insensible al peligro en que nos encontrábamos, me dejé embelesar por la belleza del espectáculo que se me ofrecía: el cráneo azul bellamente torneado sobre el que se habían posado las mariposas de un amarillo limón, batiendo las alas semidesplegadas, tras las cuales unos ojos oscuros miraban fijamente.

El polinesio, al contrario que yo, parecía totalmente tranquilo, pero nunca llegué a saber si el motivo de ello era que se rendía, resignado, a su destino. De inmediato, una cascada de agua me dio de lleno en el rostro. Uno de los polinesios, avispado, había lanzado un cubo al mar y se dedicaba a echar agua sobre sí y sobre el resto de nosotros. Pronto seguimos su ejemplo, y finalmente logramos liberarnos del enjambre de mariposas.

La batalla, sin embargo, no había terminado. Las mariposas seguían tratando de posarse en nuestras caras y torsos desnudos en su búsqueda de humedad. Al cabo de un rato, desistieron. Nos sentamos agotados en el suelo, cubierto de una capa pegajosa de mariposas aplastadas y ahogadas. Era como si todo lo que había vivo a bordo se rindiese a la misma espera.

Volví la vista hacia la hamaca donde yacía el polinesio herido. Exhausto, había renunciado a cualquier resistencia. Estaba sepultado bajo un monte vibrante de alas finísimas y temblorosas. Corrimos hacia él con nuestros cubos, lo regamos de agua y arrancamos los insectos a manotazos, dudando si lo encontraríamos con vida. Había hecho lo único sensato: protegerse el rostro con los brazos, y así fue como lo encontramos. Vimos que aún respiraba.

Hicimos sitio en cubierta y lo depositamos en ella. Fui al camarote en busca de una sábana para él y camisas para los demás. La escala, el mamparo y el suelo del pequeño pasillo que había frente a la puerta cerrada del camarote estaban cubiertos de mariposas, como el resto del barco. Tuve que despejar la manilla de la puerta a manotazos para poder entrar en el camarote, y al punto echaron a volar desde el mamparo para entrar conmigo en aquel espacio inexplorado. Jim seguía en medio de la mesa, donde lo había dejado. Se posaron sobre su pelo, como si creyesen que estaba vivo. Parecían rendirle homenaje con la belleza de sus alas, pero aquella persona nada podía darles, aunque, por otra parte, tampoco sufría por su insistente cercanía.

Dejé a Jim donde estaba y volví a cubierta mientras me liberaba de una multitud de mariposas que en el camarote se habían posado sobre mi rostro. Y allí nos quedamos. Todos llevábamos puestas las camisas que había cogido de los cajones del capitán y de mi arcón.

Pasamos el resto del día en cubierta, y en ella dormimos la noche siguiente. Las mariposas ya no se movían. El agua se había acabado. Las raíces de taro también.

Era como si no sólo el viento, sino cuanto había en el mundo hubiera menguado. Únicamente quedábamos nosotros y un millón de mariposas. Todo lo demás había perecido. El mar había dejado de respirar, y descansábamos en su pecho sin vida. Pronto, también nuestros corazones dejarían de latir.

No soy supersticioso, e ignoro si los polinesios lo son. Es probable que lo sean, o, mejor dicho: ellos llaman fe a eso que nosotros llamamos superstición. Pero tenía la sensación de que la calma chicha que nos apresaba constituía un castigo, aunque no por algo que hubiéramos hecho, nosotros o Jack Lewis, porque, si hay un juez en el más allá —cosa que dudo—, Jack Lewis había estado en ese momento ante él.

Se trataba de un castigo por algo que yo había hecho.

La casualidad me había convertido en capitán del Flying Scud. No estaba preparado y era demasiado joven. Pero no había excusa. Un capitán es un capitán, y yo no había cumplido.

Me había encerrado en mi camarote con Jim y una bolsa llena de perlas. Había pensado en mí y no en la tripulación. Si en algún momento pensaba en los polinesios era sólo porque temía que se interpusieran en mis planes.

Pero ¿qué podía haber hecho? No cabía dar órdenes al viento y pretender que las obedeciera. ¿Cómo iba a ser yo el culpable de la calma que nos azotaba como una maldición?

Pensé que debía de tener fiebre, que era la sed, el calor agobiante, el perezoso batir de las alas de las mariposas moribundas, el espectáculo del manto plomizo del mar, el cielo azul como una llama de gas durante el día, las estrellas cada vez más lejanas por la noche, lo que infestaba mi cerebro y conducía mis pensamientos por derroteros equivocados.

¿Quién comprende plenamente la Naturaleza? ¿Por qué deja el viento de soplar de repente?

¿Tal vez a la Naturaleza no le interesa si estamos vivos o muertos?

Así puede parecer mucho más fácil culparse a uno mismo.

Me puse en pie y bajé al camarote, cogí la bolsa de las perlas, volví a cubierta y la arrojé tan lejos como pude.

Sólo así, pensé, conseguiría expiar mi culpa y liberarme al fin de Jack Lewis, pues él seguía a bordo. Estaba viajando con sombras. Vivía en un mundo de espectros, y sin embargo todavía creo que fue la sensatez la que dictó mi acción. Cuando finalmente mis manos se libraron de aquello que de todas formas no tenían derecho a poseer y mi mente abandonó sus frívolos sueños, gané el derecho a llamarme capitán. Al fin conocía el honor y el único deber de quien comanda un barco: devolver a sus hombres a puerto con vida.

Había arrojado por la borda todos mis sueños de futuro. Sólo me quedaba un deseo: que llegase una tormenta que nos arrancara de la calma chicha en que estábamos atrapados como en medio de lava solidificada.

Permanecí junto a la borda oteando el mar, cuya superficie continuaba inmutable. Me volví hacia los polinesios, que estaban sentados en cubierta, abatidos, en medio de su agonizante compañero. Se miraban las manos y dormitaban bajo el calor bochornoso.

Ignoraba si me habían visto echar las perlas por la borda, pero, si lo habían hecho, debieron de pensar que realizaba una ofrenda a un dios que no era muy diferente de sus ídolos.

Sin embargo, yo no había llevado a cabo aquel sacrificio para reconciliarme con ningún dios. Lo había hecho por mí y para cumplir con mi deber.

El sol se puso igual que todas las noches en que la calma nos tuvo presos. La primera noche pensé que semejaba una bala que se dirigiese a mi corazón. Ahora estaba más oscuro aún, rojo, pero no como la sangre, sino como el agujero que deja una bala. El mundo era una presa abatida por un cazador desconocido.

Por la noche me despertó un ruido que al principio me pareció un chisporroteo. Medio dormido todavía, creí que se había declarado un incendio a bordo a causa del calor. Después me di cuenta de que el ruido no procedía de la madera seca devorada por las llamas, sino que era el restallar del toldo extendido sobre nosotros.

Cuando me incorporé sentí en la cara un soplo de viento. Con él llegó la lluvia.

Me acerqué a la borda y abrí la boca. Las gotas de lluvia caían frescas y pesadas sobre mi rostro, golpeaban mis hombros y mi pecho desnudo. Un temblor me sacudió, como si todo mi ser hubiera despertado a la vida.

Oí un movimiento detrás y me volví. Los polinesios se me acercaban. Sujetaban entre todos a su camarada herido. Nos pusimos el uno al lado del otro junto a la borda y dejamos que la lluvia nos empapase.

Hasta entonces no había sabido realmente lo que era la sed, y jamás he conocido un sentimiento de gratitud como el que experimenté cuando las primeras gotas humedecieron mis labios. Abrí la boca en busca de más. Olvidé por un instante quién era yo.

El mar comenzó a agitarse. Se levantaron las primeras olas, que empezaron a golpear el costado del barco. Éste reaccionó con un ligero cabeceo, como si llevara tiempo esperando una invitación para ponerse otra vez en movimiento. La primera ola rompió contra el casco. Una cresta de espuma iluminó la noche. Por encima de nosotros, la vela cangreja tremolaba pesadamente. Se aproximaba tormenta.

Preparamos rápidamente la embarcación. El toldo estaba tirante por el peso del agua de lluvia acumulada, y antes de desmontarlo llenamos los barriles. La sed había dejado de quemarnos la garganta. Llevábamos varios días sin comer y, mientras lo disponíamos todo para hacer frente al temporal, reparé en lo extenuados que estábamos. Sin embargo, nada podía empañar nuestra alegría por el regreso del viento y de la lluvia, ni siquiera la perspectiva de tener que capear una tormenta sin provisiones.

Cada vez que gritaba mis órdenes a través del viento resucitado, que no tardó en convertirse en un alarido en las jarcias, los polinesios respondían con las únicas palabras que les oí pronunciar jamás en inglés:

Aye, aye, sir!

Sonaban como un coro respondiendo al cantante.

Quizá parezca extraño, incluso un signo de desprecio por la vida, decir que nos enfrentamos a la tormenta con alegría, pero no encuentro otra palabra para describir el estado de ánimo que se apoderó de nosotros mientras, empapados, veíamos crecer las olas alrededor, hasta que pareció que aquellos grandes telones de espuma iban a unir el cielo y el mar.

Habíamos afianzado la cangreja con doble triza, pero al poco avanzábamos viento en popa sólo con el trinquete, pues de lo contrario los mástiles y las jarcias habrían sido arrojados por la borda. Me amarré a la rueda del timón. Grandes olas rompían sobre nosotros y en su camino de proa a popa barrían con cuanto no estaba atado. Pasé allí dos días y dos noches. Podía haber hecho que uno de los polinesios me relevara cada cuatro horas. Si no lo hice no fue porque desconfiara de ellos. Tenía que demostrarme algo a mí mismo, y creo que lo comprendían.

Habían tendido cabos de cuerda a lo largo de la cubierta para cogerse de ellos cuando andaban por el barco, pero casi todo el tiempo permanecían amarrados como yo. Habían atado al herido a las jarcias, donde estaba fuera del alcance de las olas. De vez en cuando subían por el aparejo con una jarra de agua y le humedecían los labios. Uno de ellos me traía agua a mí también.

Una ola dejó un atún en la cubierta. Lo consideré una señal. Antes los peces se mantenían a distancia. Ahora venían a nosotros. El mar vertía sus ofrendas. Entre dos olas, uno de los polinesios se abalanzó sobre el atún y lo descuartizó con su cuchillo. Me trajo un pedazo de carne cruda que aún se estremecía en su mano.

Mi alegría no decreció durante los dos días que duró la tormenta, y, bien afianzado por la amarra, me mantuve en pie con las manos en el timón. Si estaba cansado, no lo notaba.

Finalmente, al tercer día el viento amainó. Solté las amarras y dejé que me relevaran. Estuve un rato balanceándome en cubierta. El cansancio me venció de inmediato. Creí que iba a marearme y tuve que sostenerme del timón que acababa de soltar. Miré fijamente la cubierta mientras trataba de recuperar el equilibrio.

Cuando levanté la vista, los polinesios habían formado un corro en torno a mí. El herido había bajado de las jarcias y se tenía en pie sin ayuda, como si la estancia allí arriba lo hubiera ayudado a reponerse. Extendí la mano. Se quedaron mirándola. Después, me imitaron. Nos dimos la mano uno a uno. Nadie pronunció palabra y ninguna sonrisa rompió la oscuridad de sus rostros. Me estrecharon la mano, sin más. Ignoro si se trata de una costumbre aprendida de los blancos o si constituye un gesto del que también los nativos se valen, pero en aquel momento comprendí su significado. Habíamos sellado un pacto. No eran salvajes sino marinos.

Ya en el camarote, me tumbé sobre la litera de Jack Lewis, convencido de haberme ganado el derecho a hacerlo. No me di cuenta de que Jim había desaparecido hasta la mañana siguiente. Recordaba haberlo dejado encima de la mesa, pero no estaba allí. Lo busqué en la litera inferior y en el armario cerrado con llave, pero no aparecía por ninguna parte. Por fin, lo encontré en el suelo. Había caído y rodado hasta un rincón, y era como si aquella situación humilde en un suelo no precisamente limpio lo despojara de la inquietante cualidad que me atraía y repelía a la vez. Le quité el polvo del pelo. Después lo metí en la bolsa desgastada y lo encerré en el armario.

En ningún momento pensé en hacer con aquella cabeza lo que había hecho con las perlas. Ya no representaba amenaza alguna. Jim era un testigo del lado oscuro de Jack Lewis. Pero yo ya estaba de vuelta de aquello.

Tardamos una semana en llegar a Samoa, y durante todo ese tiempo no reflexioné sobre el objetivo de mi viaje. Estaba demasiado ocupado con mis obligaciones de capitán. Medía la altitud del sol, marcaba el rumbo, controlaba el velamen y daba órdenes. Teníamos agua suficiente y vivíamos a base de pescado. No divisamos ningún barco, y el alisio seguía soplando en la misma dirección.

Cuando estaba en proa y veía el agua batir en la forma de una ola infinita, cuyas blancas gotas de espuma saltaban como si fueran collares de perlas rompiéndose al caer a un suelo de piedra, pensaba en las palabras de Jack Lewis: que lo que un joven debía buscar al viajar era el ancho mundo, el océano y todas sus islas. Pero cuando miraba a popa, hacia la línea blanca de la estela que centelleaba al sol, veía que la línea semejaba una cadena, y era consciente de que a partir del momento en que me había convertido en capitán del Flying Scud era un hombre libre y encadenado a la vez.

El océano era tan vasto… Podía llevarlo a uno a todos los sitios, pero lo cubría de cadenas.

El puerto de Apia recuerda por su forma un cuello de botella. Se encuentra en una gran bahía abrazada por dos penínsulas. La occidental se llama Malinuu; la oriental, Matautu. Alrededor está el arrecife, más o menos como el malecón de Marstal. El estruendo del oleaje es tan intenso que resulta difícil mantener una conversación en tierra. Incluso a cinco kilómetros, allá arriba, en las verdes montañas que se alzan detrás de Apia, se oye el ruido de las olas, y nadie en la población tachará de mal marino a un timonel que haga naufragar su embarcación un día de tormenta tratando de meterse en la abertura del arrecife, porque la tarea se considera imposible. No: dirán del capitán que debió de ser un irresponsable o un ignorante, porque todo el mundo sabe que los días de tormenta es más seguro estar en mar abierto que en la bahía, ya que ésta no ofrece ningún abrigo cuando el viento da de frente.

Nada de eso sabía yo cuando me inclinaba sobre la carta marina en el camarote del capitán Jack Lewis. Apia no era más que un nombre en un mapa. Con los años, la experiencia me ha enseñado que en ocasiones un naufragio es algo bienvenido. Aunque un barco se vaya a pique, su hundimiento puede salvar el honor de un hombre.

Y yo pensaba en mi honor. ¿Cómo iba a explicar que me había convertido en el capitán del Flying Scud? ¿Quién iba a creer mi historia de los hombres libres metidos en la bodega, la de los caníbales del Morning Star, la muerte de Jack Lewis y la bolsa con las perlas, que había arrojado por la borda?

¿No era más fácil decir que había matado a Jack Lewis para apoderarme de su barco y sus riquezas? ¿No seguía pesando una maldición sobre el Flying Scud? ¿Y no me perseguiría la sombra de Jack Lewis hasta el momento en que me deshiciera no sólo de sus perlas, sino también de su barco?

Estaba atado al Flying Scud. Sin barco no podía llegar a mi destino. Jack Lewis y yo éramos inseparables. Él me había marcado el rumbo y no me había quedado más remedio que seguirlo. En adelante mi nombre iría unido al suyo, bien como su asesino, bien como su cómplice.

Estuve evaluando la posibilidad de cambiar el rumbo, pero tenía una responsabilidad, no sólo para conmigo mismo, sino para con los polinesios. ¿Adónde iba a ir? No podíamos seguir viviendo a base de pescado ni confiando en que los elementos nos aprovisionaran de agua. Sentía que mi destino estaba escrito. Era imposible huir. Sólo tenía que atenerme a una cosa: a mi responsabilidad de capitán. Lo que significaba que debía llevar el barco y su tripulación a puerto seguro.

Sin embargo, en mis cálculos olvidé tener en cuenta el mar.

Todos los marinos conocen la amarga sensación de ver la costa cercana y temer que no se conseguirá llegar a ella. ¿Hay algo más amargo que ahogarse teniendo tierra firme a la vista? ¿Hay uno solo entre nosotros que no haya sido poseído, siquiera una vez, por el miedo a no llegar a la costa salvadora que tiene ante los ojos?

Me imagino que será mucho menos terrible ahogarse cuando el agitado mar ha borrado con su grisura todo rastro de horizonte. Debe de ser peor que la mirada se quiebre mientras aún está centrada en algo amado, una esperanza, una mano tendida. Hasta el pavor necesita una referencia; ¿y no es acaso lo conocido precisamente la referencia de lo desconocido?

Teníamos tierra a la vista cuando llegó la tormenta. Los verdes bosques de Samoa habían aparecido en el horizonte cuando el temporal embistió contra nosotros. Era como si la tormenta hubiese estado acechando detrás de la isla, esperándonos. Aguantamos durante un día y una noche. Cuando subíamos a la cresta de una ola tan grande como una montaña volvíamos a divisar Samoa. Entonces, la proa se hundía en la siguiente ola y nos hallábamos de nuevo solos con el mar. Nunca nos acercábamos a nuestro destino, pero el oleaje tampoco nos alejaba de él. Un golpe de mar hizo que el barco volviera a escorarse. Los obenques y los estays cedieron con un crujido, desgastados de tanto sujetar el mástil, que se vino abajo junto con los aparejos. Lo sentí como si me hubieran arrancado a medias un miembro y éste colgara del cuerpo sostenido apenas por los últimos músculos y tendones.

Y, aun así, creo que podríamos haber capeado el temporal, porque cuando estoy en la cubierta de un barco no me falta confianza en mí mismo. Sin embargo, me daba cuenta de que la auténtica amenaza a nuestra supervivencia procedía no de la embarcación desarbolada, sino de nuestra propia debilidad. Después de lo que habíamos padecido las últimas semanas, nos sentíamos extenuados y sin fuerzas. El combate contra la tormenta era demasiado desigual. Teníamos que llegar a tierra.

Pese a que nunca había arribado a Apia ni sabía del peligro que entrañaba pasar por la estrecha abertura del arrecife en medio de una tormenta, era consciente de que iba a exponer a todos a un gran peligro. ¿Y si nos estrellábamos contra el arrecife y naufragábamos? Habíamos perdido nuestra lancha durante el enfrentamiento contra los nativos en la laguna del atolón de los hombres libres. ¿Era posible que fuésemos a ahogarnos encontrándonos tan cerca de nuestro destino?

Ordené a los polinesios que cortaran el mástil y amarrasen los pedazos con las jarcias para hacer con ellos una balsa con la que cubrir el último tramo de la bahía de Apia, en caso de que mi intento de entrar por la abertura fracasase. Puse el Flying Scud a sotavento, y quedó atravesado. Aquella maniobra no era menos peligrosa que cualquiera de las que estábamos haciendo. Si en ese momento una de aquellas olas enormes se hubiera abatido sobre nosotros, sin duda habríamos sucumbido. Todos sabíamos que nos jugábamos la vida.

Los polinesios manejaban las hachas con tenacidad y decisión, y pronto la balsa estuvo amarrada a la cubierta. Hacía tiempo que había recogido el arcón que contenía las botas de mi padre y a Jim. Ordené que lo atasen a la balsa. Después enderecé la embarcación y puse rumbo hacia el arrecife.

Desde lo alto de una ola volví a ver Samoa. El cielo tormentoso presentaba un amenazador tono lila, pero el sol se abrió camino hacia las montañas verde esmeralda, que se iluminaron por un instante. Ver aquello no me dio ninguna esperanza. Sentí más bien que los elementos se reían de nosotros y de nuestros vanidosos deseos de supervivencia.

Yo estaba en la rueda del timón, y experimenté la fuerza del mar como nunca antes. Sentía que tiraba de mis manos. Volví a echar un pulso con el mar. El timón quería una cosa; yo, otra. La tormenta y la enorme resaca nos arrastraban en una dirección. Nuestro rumbo era el opuesto. Entonces, una fuerza tremenda se adueñó del barco. Era la corriente, que nos empujaba directamente hacia el cuello de botella del arrecife. Estaba de nuestro lado, contra la tormenta y la resaca. Volví a sentir un tirón en la rueda del timón, y no sé si en aquel momento perdí el control de éste o de mí mismo. ¿Había relajado la atención? ¿Estaba faltando a mi responsabilidad? No puedo responder a la pregunta, y por eso sigue atormentándome.

Un golpe de mar nos arrojó contra el arrecife. Se oyó un estruendo en todo el barco y el último mástil cayó por la borda tras dar unos bandazos. Yo estaba de espaldas a la amurada. El hombro y el brazo me dolían tanto que pensé que se me habían roto. La siguiente ola hizo temblar violentamente al Flying Scud, que a punto estuvo de volcar. Una masa espumeante barrió la cubierta arrastrándome hacia la borda en su camino de regreso al mar. Me agarré a un cabo suelto del destrozado aparejo. El tirón que me dio el brazo me hizo gritar de dolor. Desde luego, roto no estaba, pues de lo contrario no habría quedado colgando del cabo. El barco no volvió a enderezarse. Cada nueva ola lo golpeaba como un puño a un rostro indefenso. Todo se despedazaba por momentos. Pronto no quedaría en el arrecife ni un resto que diera testimonio de nuestro naufragio.

Trepé por la cubierta empinada, aún con la ayuda del pedazo de jarcia, que hacía las veces de escala de cuerda. Los polinesios ya estaban cortando las amarras de la balsa. Ésta se deslizó sobre la cubierta y desapareció en la bullente espuma. Los polinesios saltaron detrás.

Vacilé por un instante antes de abandonar la cubierta. El mar ascendía y descendía sobre el arrecife. Sentí que una fuerza me arrastraba hacia abajo, y los afilados corales me rasgaron los pies. Después, la presión del agua me empujó hacia arriba. Al emerger vi que la balsa estaba a sólo un par de metros de mí. La alcancé con un par de brazadas rápidas, y los polinesios me ayudaron a subir.

Nos aferramos a la balsa y sólo nos quedó esperar a que la rompiente nos arrastrara hacia el interior de la laguna. El arrecife submarino que había detenido el barco dejó pasar la balsa plana. Pronto nos hallamos en la vasta bahía, pero había calculado mal al creer que allí podríamos sentirnos seguros. En la bahía el mar también estaba agitado. El arrecife rompía a medias el ritmo del oleaje, sin detener su avance. En la bahía en forma de botella, las olas eran tan grandes como las de mar abierto.

La balsa, montada a toda prisa, empezó a ceder.

Sin embargo, no fue miedo lo que sentí en aquellos instantes de inseguridad, sino, por el contrario, un inmenso alivio. Me había deshecho del Flying Scud. Jack Lewis ya no podría perseguirme cuando llegara a tierra.

Confié en que el mar borrase todas las huellas de aquel barco hecho añicos contra los arrecifes, y lo bauticé con un nombre nuevo pero para mí conocido, Johanne Karoline, la vieja goleta de Marstal en la que todos habíamos soñado con navegar, y que se hundió con Hans Jørgen a bordo en el golfo de Botnia. Ésa era la historia que iba a contar, ¿y quién iba a comprobarla?

No es que no estuviera dispuesto a responsabilizarme de mis actos, pero no quería cargar con la responsabilidad por delitos que no había cometido. Por eso, se trataba de evitar el nombre de Jack Lewis y el mal efecto que causaba.

Seguíamos aferrados a la balsa, que se estremecía por la presión del agua. El mar continuaba dándonos golpe tras golpe. Las montañas estaban muy cerca, pero se veían tan oscuras como sombras. Las amenazadoras nubes de color violeta, que batían las laderas de la montaña como la rompiente el arrecife, habían apagado la luz del sol. La tormenta se hallaba en su apogeo, y la costa, aunque próxima, no nos proporcionaba ninguna protección.

Cada vez estábamos más cerca de la atronadora rompiente. Me incorporé sobre el codo y vi la playa blanca. Me parecía estar a la misma altura que las coronas de los cimbreantes cocoteros. Me hallaba en lo alto de una casa que se venía abajo, y me daba cuenta de la inutilidad de todos mis planes. La misma ola sobre cuya cresta cabalgaba iba a destrozarme. Dentro de poco estaría enterrado bajo una montaña de agua que se desmorona.

Entonces la ola rompió con el rugido de mil cascadas. La balsa desapareció de repente debajo de mí. Me precipité entre el cielo y el mar, que de pronto intercambiaron posiciones.

No puedo decir que todo se oscureciera; más bien todo se puso verde como el mar tropical. Pero sí que estuve lejos, en algún lugar perdido de la memoria donde nada sucedía. Cuando recuperé la conciencia, estaba en brazos de uno de los polinesios.

Detrás de nosotros reventó otro gigante. Nos encontrábamos en medio de la bullente espuma donde las grandes olas pierden fuerza antes de rendirse a la arena absorbente de la orilla. Aún no hacíamos pie. Tosí, escupí agua y sufrí arcadas. El rostro azul de mi salvador permanecía impasible, concentrado en el esfuerzo de salvar a nado los pocos metros que nos separaban de la orilla. Lo reconocí porque le faltaba una oreja. Era el polinesio herido, a quien subí a las jarcias y después cuidé. Ahora estábamos en paz.

Entonces se nos echó encima la siguiente ola. Pataleé presa del pánico y noté que rozaba el fondo. Hice pie, pero enseguida lo perdí de nuevo. Traté de avanzar a cuatro patas a través de la espuma. La ola venía a medias rota, y el agua se retiró con una fuerza terrible. Era como un surtidor apuntado a mi cara, y me hizo perder el apoyo de brazos y piernas. La resaca estaba a punto de arrastrarme de nuevo cuando el polinesio volvió a agarrarme. Los últimos metros los recorrí erguido, apoyándome en él.

La playa estaba desierta, como si hubiéramos llegado a un mundo abandonado. Me habría dejado caer de agotamiento, pero la arena que el viento levantaba castigaba mi cuerpo semidesnudo.

Oí un estrépito y vi que una palmera se tronchaba. Su copa se tambaleó en el aire y aterrizó sobre el techo de una cabaña, que se derrumbó por el peso repentino.

No podíamos quedarnos allí. Teníamos que avanzar tierra adentro en busca de cobijo.

Oímos un grito detrás de nosotros. Me volví y vi a dos polinesios entablar un último combate cuerpo a cuerpo con la rompiente antes de ponerse en pie, tambaleándose, en la playa. Después apareció una tercera figura. Toda la tripulación había alcanzado tierra sana y salva. Su rostro azul hacía que pareciesen tritones nacidos de la espuma.

Experimenté un gran alivio. Había hecho naufragar el Flying Scud, pero no había perdido a ninguno de mis hombres. En realidad, se habían salvado a ellos mismos, y también a mí, de modo que el mérito no era mío. Pero sabía que en adelante aquello me haría más llevadero el naufragio.

Las cabañas más cercanas estaban abandonadas. Apenas podíamos caminar erguidos. El viento nos daba de espalda y nos arrastraba hacia delante. Pronto desistimos y avanzamos a cuatro patas. Oíamos alrededor los pesados golpes de los cocos que caían al suelo. Se oían aullidos procedentes de los largos y cimbreantes troncos de las palmeras. Me miré las manos y las rodillas. En medio de aquella tormenta demencial constituían mi último contacto con la tierra. Estaba convencido de que el viento acabaría arrastrándonos a todos hacia el inmenso espacio celeste.

Finalmente nuestros gritos de auxilio fueron atendidos, y nos dejaron entrar en una cabaña. No había fuego encendido, y los moradores estaban callados y angustiados, como si haciéndose invisibles consiguieran evitar la furia de la tormenta. La casa temblaba, y se oía un estrépito terrible en el techo, pero se mantenía en pie. Yo estaba demasiado agotado para pensar en la impresión que debía de dar. Era un náufrago en busca de refugio. Daba igual que fuera blanco. La tempestad nos había hecho iguales.

Al rato caí dormido. Cuando desperté, reinaba el silencio. Era de noche, y oí en torno a mí el sonido de la respiración de gente durmiendo. Me quedé un rato mirando la oscuridad antes de volver a deslizarme en el sueño.

A la mañana siguiente me despedí de los polinesios. Volvimos a darnos la mano. Era la segunda y última vez. Mi salvador me puso la mano en el hombro y me miró a los ojos. Atrapé su mirada en medio del insondable azul medianoche de su rostro. Un lazo se había estrechado entre nosotros. Sin embargo, no podía ser amistad. Jamás habíamos cruzado palabra.

Después, me hablaron. Cada uno de ellos pronunció una palabra de despedida. Aún las recuerdo: Palea, Koa’a, Kauu. La cuarta palabra era más larga. Creo que era algo así como Keli’ikea, pero no estoy seguro. Al principio pensé que significaban «adiós». Entonces se me ocurrió que debían de estar diciéndome sus nombres.

Caminé hasta la playa. Las olas embestían con fuerza, pero el aire ya no estaba lleno de espuma y salitre. Había palmeras tronchadas por todas partes, y restos de chozas que la tormenta había destrozado. Me di cuenta de la suerte que habíamos tenido de que la cabaña en que nos habíamos refugiado hubiera resistido la tempestad. Caminé tan cerca de la rompiente como me atreví, y oteé inquieto el campo de batalla en que se había transformado la playa. Temía ver restos del Flying Scud que pudieran contradecir la mentira que había planeado contar. Una jarcia, un tablón, una rueda de timón no importaría, pero una plancha con el nombre lo echaría todo a perder. Dirigí la mirada al horizonte. En el arrecife no se veía rastro del barco. El mar había destrozado el Flying Scud. Dondequiera que estuviesen sus restos, ese lugar no era, desde luego, la playa de Apia.

Mi arcón estaba en la balsa. Perdí toda esperanza de recuperarlo. Era el precio que debía pagar para que no me relacionaran con Jack Lewis.

Me encontraba en la parte oeste de la bahía, cerca de Mulinuu, cuya ubicación había visto en el mapa. Seguí la playa en dirección este, con la esperanza de dar con algunas casas que revelaran la presencia de blancos. Pronto vi tras las palmeras unas viviendas de tejado rojo, y me encaminé hacia allí. La tormenta las había afectado menos, pues eran mucho más sólidas. En una de ellas el techo de la nave lateral se había derrumbado. En otra, el viento había arrancado las tejas y sólo quedaban las vigas desnudas.

No se trataba de una población abigarrada. Las casas no se levantaban a los lados de calle alguna, sino que estaban dispersas por el palmar. Aun así, las grandes mansiones con sus paredes encaladas, galerías cubiertas y anchos aleros que proporcionaban a sus moradores abundante sombra, tan ansiada en los sofocantes trópicos, me dieron una impresión de orden y bienestar. Blancos y nativos se cruzaban en medio del ajetreo. El bien organizado trabajo de limpieza tras la tormenta ya había empezado.

Caminé sin rumbo fijo, sintiéndome inútil y como un extraño, lo que en efecto era. Nadie reparó en mí ni me gritó. Me di cuenta de que muchas de aquellas personas estaban, sencillamente, de paso. Eran comerciantes, marinos o aventureros como yo.

En la pared encalada de la casa que tenía ante mí relucía una placa de latón recientemente abrillantada. Me detuve para leer lo que ponía, pues supuse que al otro lado de la pared habría algún tipo de autoridad a la que recurrir con mi engañoso informe acerca de la pérdida del Johanne Karoline.

«Deutsche Handels-und Plantagen-Gesellschaft», rezaba la placa.

De pronto oí que alguien carraspeaba detrás de mí. Me volví.

Un hombre vestido de blanco me miraba fijamente. Su ropa estaba impecable y recién planchada, y llevaba en el ojal una flor de hibiscus. Era como si hubiese pasado la anterior noche de tormenta preparándose para una velada importante. Bajo el sombrero de ala ancha, un par de ojos claros me miraron, mientras su dueño se llevaba la mano a un bigote engominado que, describiendo una curva impresionante, se abría en sendos arcos sobre un par de mejillas bronceadas y levemente arrugadas.

—¿Busca algo el señor? —preguntó en un inglés con acento que de inmediato reconocí como alemán.

Por eso le respondí en esa lengua.

—Soy un marino danés. He venido para comunicar la pérdida del Johanne Karoline de Marstal, que en la tormenta se ha estrellado contra los arrecifes frente a Apia. ¿Puede decirme si cerca de aquí hay algún consulado o alguna otra forma de autoridad a quien dirigirme?

—Vaya, así que es usted danés. Bueno, entonces somos casi compatriotas. Naturalmente, no va a encontrar un consulado danés aquí. Y en cuanto a las autoridades… —Se encogió de hombros, como si la palabra «autoridades» no tuviera mucho sentido por aquellos parajes. Dejó de acariciarse el bigote y miró un rato al suelo, como si buscase algo. Juntó las manos a la espalda y su rostro adoptó una expresión pensativa—. Bueno, yo soy una especie de cónsul; es decir, cónsul alemán. De modo que debo de ser el más adecuado para ocuparse de su asunto. Ya había oído que un barco se había estrellado contra los arrecifes, pero la tormenta nos impidió acudir en su ayuda. Bastante trabajo teníamos con seguir vivos. Heinrich Krebs —añadió, tendiéndome la mano.

Le dije mi nombre.

—¿Madsen? Ese apellido me resulta conocido. —Se quitó el sombrero y se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo—. Sí, el calor lo afecta a uno. Se pierde la memoria.

—Es un compatriota —dije. Sentía la boca seca y el corazón me palpitaba con fuerza—. Tengo entendido que hay un Madsen en Samoa —añadí—. Me gustaría conocerlo.

—Eso debería ser posible. He de informarme. Pero debo advertirle una cosa: encontrar a un compatriota por estos lares no es siempre una experiencia alentadora. —Me puso la mano en el hombro y me escrutó con la mirada. Después sonrió—. Venga conmigo. Parece usted cansado. Pero ha tenido suerte. Poca gente escapa con vida de los arrecifes de Apia. ¿Y el resto de la tripulación?

—El capitán Hansen no logró llegar a tierra —respondí, lacónico, y noté una punzada de mala conciencia por mi mentira.

—Ahora necesita un baño y comer algo. Después redactaremos el informe.

Un sirviente nativo, vestido de un blanco tan impecable como su amo, me preparó el baño. Me quité la ropa sucia y desgarrada y me miré en un espejo de cuerpo entero con marco dorado. El espectáculo no merecía semejante adorno. Estaba flaco y tenía el cuerpo cubierto de cardenales. Mi rostro también atestiguaba las desgracias pasadas. Estaba lleno de rasguños y heridas a medio cicatrizar. Una de ellas atravesaba mi párpado derecho, otra trazaba una línea de color rojo sangre en mi mejilla. Parecía más un decrépito trabajador portuario que un náufrago, y me extrañó que el cónsul no me hubiera echado de su casa a patadas.

Presentía que mi informe sobre el naufragio sería una cuestión meramente formal. No iba a iniciarse ninguna audiencia marítima ni a intervenir ninguna autoridad oficial. Habría dado lo mismo que me hubiera mezclado con los habitantes de Apia. Nadie habría advertido que había un andrajoso más en la playa.

Las mentiras con que me había embrollado no eran necesarias, pero, ahora que había empezado, no podía desdecirme de mi historia.

Heinrich Krebs apenas constituía una amenaza. Parecía más bien un hombre que necesitaba que le confirmasen su propia importancia. De modo que mi papel por un día fue dejarlo actuar como benefactor y, aparte de eso, proporcionarle alguna distracción, pues estaba claro que para él un huracán no constituía entretenimiento suficiente. Me daba la misma impresión que la mayoría de los blancos que había conocido en la zona del Pacífico. Tras su fachada de civilización y orden siempre se ocultaba otra cosa.

Lo cierto, sin embargo, es que los secretos de Heinrich Krebs no me interesaban. Había hecho suficientes descubrimientos últimamente.

Cuando salí del baño observé que sobre una silla habían dejado un traje blanco para mí. En el suelo había un par de zapatos de lona teñidos de blanco. Aquella ropa prestada debía de pertenecer a Heinrich Krebs, pero yo era bastante más corpulento que él, de manera que tanto los pantalones como la chaqueta me iban pequeños. No podía abrocharme los botones de la camisa. Los zapatos tuve que dejarlos. Entré en el comedor. Seguía pareciendo un andrajoso, pero al menos ahora se trataba de un andrajoso al que había acompañado la suerte.

La estancia se hallaba fresca, a la sombra. Las cortinas blancas hasta el suelo filtraban la luz del exterior. Sobre el mantel de damasco estaba puesta la mesa con porcelana, plata y copas de cristal. He comido en mesas de muchas clases, pero ninguna comparable a la de Heinrich Krebs.

Entonces apareció él. Se había quitado el sombrero y llevaba el cabello, color arena, peinado hacia atrás con alguna pomada.

Sólo había dos cubiertos.

—¿Vive usted solo? —pregunté.

—Estoy estableciéndome. Mi mujer y mis tres hijos vendrán más adelante.

Trajeron la comida.

—Una pequeña sorpresa —dijo Heinrich Krebs.

Miré una y otra vez la fuente de porcelana que habían colocado delante de mí. Dije el nombre en danés, pues desconocía el nombre alemán de ese plato maravilloso.

—Lomo de cerdo asado.

—Sí, lomo de cerdo asado —confirmó mi anfitrión imitando mi danés casi a la perfección—. Conozco Dinamarca, y sé que daneses y alemanes compartimos la pasión por la carne de cerdo. Por desgracia, hemos de prescindir de la corteza de tocino bien tostada, que vosotros los daneses apreciáis mucho. Lamentablemente, el talento de mi por otra parte magnífico cocinero no llega a tanto. —Se sentó y me observó. Hizo un amplio movimiento con la mano—. Se pueden traer muchas cosas. Puedes reproducir tu casa, rodearte de los objetos queridos, la misma cultura, leer los viejos autores, comer platos de tu infancia y hablar tu propia lengua, como ahora. Pero no es lo mismo. Hay algo que no puede recrearse. Quizá sea incluso lo que en su tiempo hizo que uno se marchara. Sí, ¿por qué se viaja lejos? Me lo pregunto a menudo. ¿Por qué está usted aquí? Ha sufrido un naufragio, pasado por toda suerte de calamidades. Lo lleva escrito en la cara. Pero ¿por qué?

—Soy marino —respondí.

—Claro. Pero ¿por qué es marino? No será porque Dios lo señaló y le ordenó que se hiciera a la mar, ¿verdad? Lo ha elegido usted, ¿no?

Negué con la cabeza.

—Mi padre era marino. Mis dos hermanos son marinos. Mi hermana está casada con un marino. Todos mis compañeros de escuela están embarcados.

—¿No tenía suficiente con el Báltico? La mayoría se contenta con eso. ¿Por qué el Pacífico? ¿Qué cree que va a encontrar aquí?

No me gustaba la curiosidad de Heinrich Krebs, si de curiosidad se trataba. Tal vez sencillamente le gustara escucharse a sí mismo. No obstante, había ido demasiado lejos, y yo no tenía intención de confiarme a nadie. Bajé la mirada al plato y me concentré en comer.

—Está buenísimo —dije.

—Trasladaré los cumplidos al cocinero.

Por su tono de voz comprendí que estaba ofendido. Al declinar su invitación a compartir confidencias, había abierto un abismo entre nosotros.

—Ese Madsen —dijo al cabo de un rato—, ¿es algún familiar?

Me arrepentí de haber mencionado el apellido de mi padre; pero la isla era grande, y de alguna manera tenía que encontrarlo.

—No —respondí—, no es un familiar. Sólo somos paisanos.

—¿Con el mismo apellido?

—En Marstal muchos tienen el mismo apellido. He prometido a su familia averiguar cómo le va, ya que estoy aquí.

—Ya que está aquí. Ya que por casualidad pasaba por Samoa. —Había un tono de burla en su voz. No me creía, y en lugar de decirlo directamente retorcía mi respuesta.

A mí me tenía sin cuidado. Me había dado un baño y había comido caliente. Podía echarme, si lo decidía. Ya me las arreglaría sin su ayuda. Me limpié los labios con la servilleta de damasco.

—Gracias por el almuerzo —dije con fingido tono cortés.

Advertí que Krebs reconsideraba la cuestión.

—También hay postre —dijo—. Quédese sentado, por favor.

En la terraza, las persianas de finas cañas de bambú se mecían en la ligera brisa del mar. Allí se estaba tan a gusto como dentro de la casa, aunque el sol tropical se hallaba en su cénit. Los nativos seguían ocupados en arreglar los destrozos causados por la tormenta. La rompiente golpeaba la playa. Vi a lo lejos la barrera espumosa de los arrecifes donde la víspera había estado a punto de perder la vida.

Krebs me preguntó por las circunstancias del naufragio. Mencioné la balsa y al capitán Hansen, que bajó a su camarote para coger los papeles del barco, pero no había vuelto cuando el Johanne Karoline recibió una embestida final y una ola nos arrastró por la borda. Preguntó por los polinesios, y cuando le conté que habían llegado a tierra conmigo, pero que después desaparecieron y no sabía nada de ellos, se encogió de hombros, como si se tratase de un detalle sin importancia.

Me miró y volvió a lucir aquella sonrisa cuya ambigüedad no me costó reconocer.

—Es increíble lo que puede conseguir una buena comida, ¿no le parece?

Asentí con la cabeza.

—Por ejemplo —continuó—, yo acabo de recuperar la memoria. Madsen, claro, ya lo recuerdo. Si ha descansado lo suficiente, puedo prestarle a un nativo para que le enseñe el camino. De ese modo podrá visitarlo esta misma tarde.

—Pero no puedo ir así —objeté, y percibí una nota de pánico en mi voz.

—Por supuesto que no —convino Krebs sin dejar de sonreír—. Ya veo que es usted un hombre que gusta de guardar las formas. ¿Qué ropa le gustaría ponerse para visitar a ese… Madsen?

—La mía —respondí.

Me daba cuenta de lo artificial de mi actitud, y de pronto me pareció que estábamos representando una comedia, y, sinceramente, yo no veía nada gracioso en todo aquello. De hecho, me daba miedo. Me daba miedo ver a mi papa tru después de tantos años, y me daba miedo Heinrich Krebs, porque parecía saber algo de mi padre que no quería desvelar. Había reparado en mi ansia por conocer a mi papa tru, y en mi angustia. Estaba jugando conmigo, pero no sabía por qué. ¿Qué quería de mí?

Krebs se disculpó y salió de la terraza. Pasé el resto del día caminando por la playa y mirando el mar, mientras pensaba en mi situación y en las cosas por las que había pasado. ¿Debería haberme mantenido lejos de papa tru y haber dejado a los muertos en paz? Si no lo hubiera encontrado, lo habrían dado por muerto, sencillamente, uno más en la lista de padres, hermanos y tíos que habían perecido ahogados.

¿Para qué quería verlo cuando era evidente que él no tenía ningún deseo de relacionarse conmigo?

Mi padre podría haber vuelto a Marstal, pero no lo había hecho. Nos había dado la espalda. ¿Qué le dices a un padre que te ha dado la espalda durante quince años? Le tocas la espalda. ¿Y qué haces cuando se vuelve?

¿Propinarle un puñetazo?

Por la noche regresé a la casa de Heinrich Krebs. Éste me había invitado a quedarme a dormir, y acepté su invitación porque no me apetecía dormir en la playa. En el comedor, habían puesto la mesa para mí, pero no vi a Krebs.

Cuando entré en la habitación donde iba a pasar la noche, mi primera idea fue que debía de ser la que Krebs había dispuesto para sí mismo y para la esposa cuya llegada esperaba con tanto anhelo. Era como entrar en una carpa de lona o encontrarse bajo el toldo en un barco. Todo tenía el mismo estilo liviano del comedor. En la cama con dosel había sitio para dos o tres, y el gran espejo que colgaba de una pared hacía que la estancia pareciese más grande.

Era el lugar más extraño en que había dormido jamás, y dudé si acostarme en aquel lecho. El suelo me parecía un lugar más apropiado, pero nunca había dormido sobre una nube y pensé que lo merecía después de lo que había pasado; de modo que, a pesar de todo, terminé entrando en aquel paraíso de plumas.

Desperté en mitad de la noche cuando alguien intentó abrir la puerta. La manilla bajó, después volvió a subir. Al cabo de un instante oí crujir el suelo de la terraza. A continuación volvió el silencio, y me sumergí de nuevo en el sueño.

A la mañana siguiente me despertaron unos discretos golpes en la puerta. Fui a abrir medio dormido. Era el sirviente, con un montón de ropa bien doblada sobre el brazo. En las manos llevaba un par de botas de marino de caña alta.

—Su ropa, masta —dijo, y se marchó.

Desdoblé la ropa y la miré asombrado. Era mía, pero no la que llevaba puesta la víspera, sino mi ropa de calle, incluidos pantalones y chaqueta azul marino, camisa de lino blanca con cuello y los calcetines de lana grises que yo mismo había remendado. Las botas eran las de papa tru, las mismas que había arrastrado por medio mundo. Estaba convencido de que mis escasas pertenencias se habían perdido cuando la balsa zozobró en la bahía, frente a Apia. Ahora las tenía en las manos.

Me vestí y me calcé las botas. Hacía muchos meses que no me las ponía. Eran pesadas e incómodas cuando hacía calor. Me dolían los pies. Entré en el comedor, donde Heinrich Krebs esperaba sentado a la mesa, delante del desayuno. Iba vestido de forma impecable, con una flor de hibiscus recién cortada en el ojal y el pelo embadurnado de pomada. Sobre el mantel de damasco estaba mi arcón de marino. En medio de aquella estancia inmaculada parecía una gran mancha de moho. Llevaba escrito mi nombre. Yo mismo lo había pintado.

—Llegó a tierra ayer por la noche —me informó Krebs—. Uno de mis hombres lo encontró.

No dije nada.

—Supongo —añadió— que la cabeza reducida no es también parte de su familia, ¿verdad?

—No —respondí—. Se llama Jim.

—Claro, eso lo explica todo. ¿Es también de Marstal?

Decidí que era mejor no responder.

—Es usted un joven sumamente interesante, Albert Madsen —prosiguió Krebs, observándome por encima de su taza—. Sumamente interesante.

—Y usted fisga en las pertenencias de los demás sin pedir permiso. —Lo miré fijamente a los ojos. Esperaba que no advirtiese lo indignado que me sentía.

—Si no lo haces, nunca llegas a saber nada —repuso sin desviar la mirada.

—¿Qué es lo que tiene tantas ganas de saber?

—Muchas cosas —contestó—. Resulta que sale usted de la rompiente como un auténtico tritón, solo en el mundo, con una historia acerca de su origen e identidad. Una historia que nadie puede confirmar ni refutar.

—Mi nombre está escrito en el arcón.

—Un arcón que contiene una cabeza reducida. De un hombre blanco.

Extendí la mano hacia la cafetera de plata.

—Es una historia personal. A usted no le concierne.

—No hay motivo para enfadarse —dijo Krebs—. Tiene razón, no me concierne. Por otra parte, puede estar tranquilo, su amigo no ha resultado dañado por la estancia en el mar. Algo realmente notable, ¿no cree? —Removió el café con una cucharilla.

Sus pensamientos seguían siendo insondables para mí. Estaba jugando conmigo, y no me gustaba.

Inclinó la cabeza y me dirigió una mirada escrutadora. Después, se puso inesperadamente a silbar una melodía que yo no conocía.

—Qué reservado —dijo como para sí—. Tan joven, tan enfadado, tan reservado. Es muy triste. —Negó con la cabeza y chasqueó la lengua—. Lo más notable de usted —continuó— es su interés por su tocayo. Verá, es que no hay nadie en Apia (creo que se lo puedo asegurar sin duda alguna) que comparta ese interés. —Se puso de pie—. Bueno, es hora de partir. —Señaló con un gesto de la cabeza el arcón, que seguía encima de la mesa—. Será mejor que se lo lleve. Supongo que se hospedará usted en casa de su… —dudó, y después pareció saborear la palabra— amigo.

Asentí en silencio, confuso. No había pensado en ello, pero Krebs estaba en lo cierto. Tendría que vivir en casa de mi padre. Después de quince años dándome la espalda. Le toco la espalda. Y él ¿me invita a vivir en su casa? Noté que volvía la vieja inquietud. Todo estaba en el aire. La verdad es que no disponía de ninguna carta marina para aquella parte del viaje.

Me levanté y cogí el arcón.

—Por supuesto, puede volver aquí en caso de que su estancia en casa de su amigo no sea de su agrado. Tendré mucho gusto en continuar nuestra relación. —Hizo una reverencia teatral y con un movimiento brioso de la mano me acompañó a la puerta.

—¿Monta usted a caballo? —me preguntó cuando bajamos de la terraza.

Dos caballos ensillados nos esperaban.

—Puedo intentarlo —respondí, y metí un pie en el estribo con un movimiento que esperaba pareciera rutinario. Después, monté. Por un instante estuve a punto de resbalar hacia el otro lado. Advertí lo magullado que tenía el cuerpo. Amarré el arcón a la silla.

—Pues no lo ha hecho nada mal —dijo Krebs con una mirada apreciativa.

Dio a su caballo un ligero golpe con la fusta y lo puso al paso. Lo seguí lo mejor que pude. Un sirviente vestido de blanco se apresuraba a mi lado. Supuse que estaba allí para agarrarme en caso de que mi caballo causara problemas a su inexperto jinete.

Cabalgamos un rato junto a la playa. La rompiente seguía retumbando. Era imposible hablar. Después, nos dirigimos tierra adentro, y, a medida que el estrépito procedente de la playa se atenuaba, Krebs se lanzó a una larga verborrea que no interrumpió hasta que llegamos a nuestro destino.

Yo prestaba atención sólo a ratos, ocupado como estaba en mis propios pensamientos, pero después recordé sus palabras y oí la advertencia que encerraban.

—Mire alrededor —dijo, señalando con la fusta en varias direcciones, y de pronto su figura vestida de blanco adquirió una gallardía de la que antes carecía—. Tenemos grandes planes para este lugar. Aún no somos propietarios de tanta tierra, pero algún día lo seremos. Si regresa dentro de diez años, ya verá qué diferencia. Entonces toda esta confusión y este desorden habrán desaparecido. —Soltó un bufido despreciativo al pronunciar las últimas palabras, y me vino a la mente su casa. Sí que era espaciosa, pero también había orden en ella, tanto que no sólo mi arcón sobre su mesa, sino yo mismo, sentado junto a él, parecíamos pura mugre.

Seguí con la mirada los movimientos de su fusta, y al principio pensé que con sus palabras apuntaba al caos que la tormenta había creado. Después llegué a la conclusión de que lo que consideraba desorden era la propia naturaleza exuberante.

—Líneas rectas —dijo—. Dentro de diez años habrá líneas rectas por todas partes. Cercas de piedras rectangulares, tras las cuales crecerán piñas, cafetos y cacao. ¡En líneas rectas! Cocoteros… pero ¡las palmeras tienen que estar alineadas! Zonas de pastoreo, llanas, rectangulares; vacas, caballos, avenidas de palmeras, como soldados en un desfile. ¡Surtidores! —Con voz entrecortada continuó enumerando las futuras maravillas. Al fin hizo una pausa y se quedó pensativo—. Por supuesto, la mano de obra tendremos que importarla. Los nativos no sirven.

—¿Por qué? —pregunté, más que nada por mostrarme interesado ante la euforia que desplegaba. Mis pensamientos estaban en otra parte.

—En realidad no es porque sean más gandules aquí que en otras partes. Los nativos son como son, y puedo dar muchos ejemplos individuales de diligencia. Pero nunca les dura mucho. —Me miró como queriendo significar que lo que iba a decir tenía un interés especial para mí—. Sus familias son su maldición —prosiguió—. Ya ha visto usted lo bien que visten mis sirvientes. Cuando van a ver a su familia, los obligo a cambiarse de ropa. A Adolf, por ejemplo… sí, les pongo nombres alemanes por comodidad… —Señaló al sirviente que trotaba junto a mi caballo—. A Adolf le di permiso para visitar a la familia vestido con su ropa fina. Estaba de lo más orgulloso. Volvió vestido con andrajos. La familia se quedó con el uniforme. Los veo de vez en vez cuando pavoneándose. Ahí va un primo vestido con su chaleco, más allá un hermano con la chaqueta, un tío con su camisa, su padre se pasea con sus pantalones, sólo una pieza de ropa puesta cada vez, y nada más. Menudo espectáculo, ¿verdad, Adolf?

Tocó levemente al sirviente con la fusta. Adolf miró hacia delante como si no hubiera oído lo que se decía, o como si no lo entendiese. Esto último era lo más probable.

—Los samoanos no trabajan —continuó Krebs—. Van de visita. No son hormigas. Son cigarras.

—¿Cigarras?

—Cigarras. Verá, si un samoano se enriquece de pronto, sea por su laboriosidad, cosa bastante improbable, o por obra de la suerte, al instante recibe la visita de toda su familia. Se presentan hasta los parientes más lejanos. He sido testigo de ello. Puede que toda una aldea se ponga en marcha. Y no se van hasta que lo han saqueado todo. Como una nube de langostas. En samoano se emplea la misma palabra para decir visita y para decir desgracia: malanga. De manera que ya puede adivinar las consecuencias. Es un sistema que premia al mendigo y castiga al trabajador. Trabajar de firme no es sino una invitación a que te saqueen. Ahorrar es imposible. Entonces, ¿qué hace un hombre listo? Preocuparse de ganar lo justo para llenar su estómago y el de sus allegados. Nada más. A mí un hombre así no me sirve. No, mano de obra importada, hombres solteros sin grandes necesidades, y, desde luego, sin una familia numerosa.

Mientras Krebs hablaba, dejamos atrás la última casa. De pronto nos vimos rodeados de chozas habitadas por los nativos. El camino había desaparecido y teníamos que sortear cercas a diestro y siniestro. Tras ellas había cerdos negros y peludos que gruñían en medio del fango. Un grupo de niños se acercó a nosotros y Adolf emitió un silbido de aviso, como si pretendiera ahuyentar a un perro. Entonces el grupo se retiró chillando, pero enseguida volvió a acercarse, y cada vez que lo hacía el grupo era más numeroso. Había mujeres delante de las chozas, que nos miraban al pasar.

—Sí, aquí termina Europa —dijo Krebs—. Ahora estamos entre salvajes.

Una ráfaga de viento atravesó los altos cocoteros, susurrando entre sus copas. Alcé la vista. Las grandes hojas de palma se abrían y cerraban como anémonas de mar. En una de las copas había un hombre. Sólo lo vislumbré. Era blanco, llevaba el torso desnudo y tenía una gran barba gris. Después las hojas de palma volvieron a cerrarse en torno a él, como si viviera allí arriba y cerrara su puerta a las miradas de los curiosos.

Por un momento dudé haber visto lo que vi. Algo me impulsó a no hacer caso de aquella visión extraña que más parecía pertenecer a un sueño que al mundo real.

Pero también Krebs lo había visto. Detuvo su caballo y se volvió hacia mí.

—Ya hemos llegado —anunció—. Es hora de que vuelva. —Me hizo una seña para que me apeara del caballo.

Cogí mi arcón. Krebs se inclinó para darme la mano.

—Espero que no se arrepienta. Recuerde que siempre será bien recibido en mi casa.

Me dio la mano y volvió grupas. Después, me miró. Una sonrisa burlona apareció en su rostro.

—Que le vaya bien con su padre.

Espoleó el caballo y partió al galope.

Me quedé con mi arcón bajo el brazo. Los niños miraban pero, como no respondía a sus gritos, poco a poco se callaron. Formaron un corro en torno a mí, expectantes. Su curiosidad aún no se había saciado. Había mujeres mirando en las chozas circundantes. No se veía ningún hombre.

Miré a lo alto de la palmera, donde por un instante había aparecido aquel hombre que bien podía ser mi papa tru.

Me sentía incómodo, y la ropa de calle y las botas de marino hasta las rodillas me agobiaban. Entonces grité en dirección a lo alto de la palmera:

—¡Laurids!

No grité papa tru, no podía hacerlo. Todo aquello ya era bastante extraño. No quería estar en una isla lejana del Pacífico, gritando a mi padre en lo alto de un cocotero.

Al principio no ocurrió nada.

—¡Te he visto! —grité—. ¡Sé que estás ahí! —Me enfadé. Era una clase de rabia imposible de ocultar—. ¡Baja ya! ¡Joder, no eres un mono!

Reparé en el tono de mi voz y me asusté. Le estaba hablando como si yo fuera el capitán del Flying Scud y él un simple polinesio.

Se oyeron crujidos en la copa del árbol. Después, un hombre, fornido y barbudo, vestido únicamente con un taparrabos multicolor de los que llevaban los nativos, apareció entre las hojas. De no haber sido por su tez clara y la barba gris, lo habría tomado por polinesio.

Se aferraba al tronco con sus grandes manos, mientras plantaba firmemente los pies desnudos en la rugosa corteza. Era la técnica de los nativos para trepar y bajar de los árboles. Parecía estar caminando por el tronco. Aterrizó con un golpe seco y se quedó frente a mí, mirando mis pies.

Contemplé su rostro hirsuto. Si en algún momento se había apoderado de mí la duda, ésta desapareció al instante. No puedo decir que lo reconociera después de tanto tiempo, porque ¿qué puede valer el recuerdo de un niño de cuatro años? Pero me reconocí a mí mismo. Pocas veces tengo ocasión de verme en un espejo, y si alguien me pidiera que describiese mi aspecto, me faltarían no sólo las palabras, sino también el interés por responder. En ese momento me hallaba frente a mi imagen reflejada. El tiempo había dejado su huella impresa en el rostro de mi padre. Había profundos surcos en las mejillas hundidas, y de las comisuras de los ojos surgían unas arrugas semejantes a pisadas de aves en la arena mojada. Pero era yo. Éramos padre e hijo, y caí en la cuenta de cómo había adivinado Krebs nuestro parentesco. Había observado, sencillamente.

No sabía qué decir ni qué hacer.

Fue papa tru quien rompió el silencio. Logró apartar la vista de mis pies y me miró.

—Veo que me has traído las botas.

—Ahora son mías. —Apreté los dientes e imprimí a mi voz tanta dureza como se advertía en la de él.

Siguió mirándome.

Lo único que pensé en ese momento fue que no me quitaría las botas aunque me lo pidiese Dios.

Después pronunció unas palabras en el idioma de los nativos, y tres de los niños del corro en torno a mí se levantaron.

—Saluda a tus hermanos. —Detrás de la barba esbozó una sonrisa enigmática. Fue señalándolos uno a uno—. Rasmus, Esben… —Dudó ante el más pequeño, que según mis cálculos debía de tener la misma edad que yo cuando nos abandonó—. Albert —añadió finalmente.

No sé qué les dijo a los tres chicos. Ninguno de ellos hizo ademán de querer entablar relación conmigo, y tampoco él los animó a ello. Volvieron a sentarse y enseguida se pusieron a reír.

Al principio no comprendí lo que acababa de decirme. Aparentemente, había formado otra familia. No sólo tenía tres hijos, igual que en la otra, sino que les había puesto nuestros nombres. Todo aquello me parecía un sueño, un sueño estúpido y malévolo. Pero después comprendí que si se trataba de un sueño había durado demasiado. Quince años, es decir, los transcurridos desde que papa tru nos abandonó. El sueño absorbió mi vida y cambió el día y la noche, de forma que ya no sabía adónde pertenecía yo, si a la luz o a la oscuridad.

Ignoro qué cara puse. Si me mostré sorprendido, si se oscureció mi expresión o si permanecí impasible. Desde luego, papa tru hizo como si en lo que acababa de decir no hubiera nada extraordinario. Yo hice otro tanto, por orgullo. Pero sentí que la irritación crecía en mi interior, y supe que seguiría creciendo hasta convertirse en otra cosa, en algo más peligroso.

Debería haber girado sobre mis talones y haberlo abandonado de inmediato. Entonces él podría haberme llamado a gritos, rogándome que me quedara, suplicándome que lo perdonase por todos los años que había estado alejado de nosotros. Pero yo sabía que no iba a hacerlo. Había prescindido de mí durante todo aquel tiempo y lo único en que pensó cuando finalmente volvió a verme fue en sus botas.

Me quedé, y ahora sé por qué. Deseaba que una vez, sólo una vez, me abrazara.

—Bueno, vamos a comer algo a Korsgade —propuso.

¿Estaba loco? ¡Korsgade! Rasmus, Esben… ¡y Albert! O sea, que en alguna parte debía de haber también una Else. Era como si estuviese contemplando un abismo. Allí, bajo las palmeras, mi padre había recreado la familia a la que había dado la espalda. Si hubiera emprendido una vida totalmente nueva, quizá podría haber soportado que nos hubiese abandonado. No lo sé. Pero ¿eso?

Junto a mí caminaba un niño de piel oscura, que supuestamente era yo. Entonces, ¿qué era yo? ¿Un ejercicio, un boceto?

No despertó ninguna ternura en mí ver a los niños que corrían detrás de papa tru. Eran mis hermanastros, pero no lo sentía así. Sólo sentía una amargura que de pronto se apoderó violentamente de todo mi ser. Comprendí la advertencia que me había hecho Heinrich Krebs, incluso encontré acertado su sarcasmo.

Miré la espalda musculosa que surgía del sarong multicolor. ¡Mi padre! No, ése no era mi padre. Era el padre de aquellos niños de tez oscura. Entre él y yo no existía ya ningún lazo de sangre.

Miré el polvo rojizo a mis pies, las gallinas que corrían libres, las cercas trenzadas y los cerdos negros que gruñían detrás de ellas, las frágiles chozas. Oí susurrar las copas de las palmeras. En un tiempo todo aquello había supuesto un reclamo para mí. Yo soñaba con los mares del Sur. Ahora estaba allí, me había reunido con mi padre, pero no era un sueño hecho realidad. Era una esperanza rota. Habría preferido encontrar su tumba que a él.

Papa tru! —lo llamé.

Ni siquiera se volvió.

Papa tru! —repetí con sorna—. Tú me enseñaste a llamarte así. ¿Sabes lo que significa? Papa tru, mi padre de verdad. Pero ¿qué clase de padre eres? Un gran mentiroso, ¡eso es lo que eres!

Debería haber dado media vuelta en ese mismo instante.

Pero lo acompañé hasta su choza.

Dio unos gritos y comprendí que pedía comida para el invitado y para él. Apareció una mujer en la puerta. Ni la miré, no quería saber nada de ella. Tampoco sabía si estaba enterada de mi existencia. Nos quedamos esperando. Los niños se apiñaban en torno a nosotros.

Laurids volvió a mirar mis botas.

—¡Dámelas! —exclamó.

—¡Ni hablar! —Toda mi decepción se expresaba en esas palabras—. ¡Ni hablar! —repetí.

Se mostró asombrado, como si le sorprendiese mi negativa.

Por primera vez lo miré a los ojos. Vi en ellos una extraña apatía, y me di cuenta de que mi padre estaba perdido. Ya no era mi padre. Pero tampoco era ya Laurids Madsen. Había dejado todo atrás, también una parte de sí mismo. Comprendí que los nombres de Marstal que empleaba al buen tuntún no constituían sino un intento desesperado de recuperar algo que había perdido para siempre.

Mi enfado dio paso al espanto. Quería levantarme y marcharme. Busqué con los ojos mi arcón, que había dejado en el suelo, pero no lo vi por ninguna parte.

—Las botas —repitió Laurids.

Aunque había recuperado el tono de mando, yo percibía otra cosa en sus ojos, e hice como si no lo hubiese oído mientras miraba alrededor en busca del arcón. Los críos lo habían arrastrado hasta la cerca de la porqueriza, y estaban abriéndolo. Reían, impacientes. El mayor metió la mano y hurgó en él.

Después se puso rígido. No movió un músculo. De pronto abrió los ojos desmesuradamente, como si hubiera visto una serpiente venenosa, y soltó un alarido salvaje. Sus hermanos echaron a correr. Una palabra, cuyo significado desconocía pero podía adivinar, resonó entre las palmeras y por la aldea.

Laurids se quedó paralizado, y la apatía de su mirada dio paso al pavor.

No puedo explicar cómo, pero comprendí de inmediato lo que pasaba por su mente aturdida. El chico había visto a Jim. Y Laurids pensó que yo era un malvado asesino que se paseaba por ahí con las cabezas de sus víctimas en un arcón. Puede que pensara incluso que había ido a vengarme.

Era una idea tan demencial que me eché a reír. Reía porque estaba desesperado y porque de lo contrario me habría puesto a aullar como un animal dolorido.

¿Cómo sonaría mi risa a oídos de mi padre?

Me miró fijamente, paralizado por el miedo. Después, empezó a retroceder sobre el polvo. Debió de creer que mi risa era de triunfo, que sólo significaba que el acto de venganza estaba a punto de consumarse. Aquella pobre sombra de un hombre se estremeció de pavor.

Al calor del sol del mediodía, su imagen había despertado en mí toda clase de sentimientos. Experimenté angustia y pánico, asombro y furia. Por un instante hasta estuve dispuesto a compadecerme de él. Muy pronto mi compasión se convirtió en desprecio. Me dirigí hacia el arcón. Presa de un impulso diabólico, cogí a Jim por la coleta y lo hice girar en el aire. Di un paso amenazador hacia el hombre que una vez había sido mi padre.

Papa tru estaba sentado en el suelo. Una mancha húmeda empezó a extenderse entre sus piernas. Aterrorizado, había perdido el control de la vejiga. Sus hijos se apretaron contra él. Si hubiera sabido hablar su idioma, les habría gritado que en aquel lastimoso padre no iban a encontrar ninguna ayuda. En el hueco de la puerta estaba la madre de los chicos. Era corpulenta, y en sus ojos había una expresión de terror igual a la de los niños.

Volví a meter a Jim en el arcón, que sostuve bajo el brazo. Saludé llevándome un dedo al ala del sombrero y eché a andar. Los primeros pasos los di tranquilo. Después, empecé a correr. Noté que mientras corría las lágrimas brotaban de mis ojos.

Los nativos me siguieron con la vista, vigilantes. Había roto la paz del mediodía.

Laurids debió de recobrar el valor al ver mi espalda. Una vez más oí el sonido de su voz.

—¡Mis botas! —gritaba.

No me volví.

Fue la última vez que vi a mi padre.

Llegué a Hobart Town, la ciudad donde empezó aquel maldito viaje que nunca debí emprender. No fue un reencuentro alegre. En aquella miserable ciudad no había nada que pudiera inspirar alegría a nadie.

Pero fue allí donde empezó todo. Y allí debía terminar.

Fui al Hope and Anchor a saludar a Anthony Fox. Cuando salí de allí, él estaba cubierto de cardenales. Fue mi punto final a la historia.

Fox no pareció contento de verme, aunque hizo lo que pudo por disimularlo. Tampoco él tenía motivo alguno para alegrarse por el reencuentro. Debía de pensar que había vuelto de entre los muertos.

Yo era igual que Anthony Fox. Jamás olvidaba una deuda. Se lo dije. Entonces desapareció de su rostro la falsa sonrisa de bienvenida y echó mano de un revólver que guardaba debajo del mostrador de latón, el más bonito de Hobart Town. Sin embargo, yo ya había previsto aquella jugada y fui más rápido que él. Terminamos en la trastienda. Él sabía defenderse. Era un hombre experimentado, que conocía muchos trucos sucios de sus tiempos de presidiario. Pero yo pegaba más fuerte, porque era más joven y de mayor envergadura. Al final lo derribé al suelo. Iba a quedarse allí un buen rato. Se rindió, pero continué pegándole. Mi furia lo exigía.

Cuando le rompí a patadas la última costilla, dije:

—Y este saludo es de parte de Jack Lewis.

No era porque yo debiese nada a Jack Lewis, sino para que las cuentas cuadrasen. Ambos habíamos sido víctimas del mismo embaucador. Fue Anthony Fox quien vendió las armas a los nativos de la isla de Jack Lewis, y al darme su nombre debió de pensar que no regresaría vivo.

Ignoro qué habría entre él y Jack Lewis, y me importa un comino. Eran tal para cual. Posiblemente Lewis fuera el peor de los dos, y seguro que Fox tenía mucho de que vengarse.

No hizo más que jugar con mi vida. Mi muerte era una pequeña ganancia extra en su juego. Por eso había una deuda pendiente entre él y yo. Bueno, de hecho eran dos. Yo le debía una ginebra de nuestro último encuentro, cuando me embarcó en aquel viaje que había calculado que sería el último para mí. Antes de salir del Hope and Anchor arrojé una moneda sobre su rostro desfigurado.

En otros tiempos creía que si encontraba a mi papa tru aprendería algo. Pero no lo hice. No aprendí nada.

Sólo me endurecí.