El zurriago ya lo conocíamos. Ahora íbamos a familiarizarnos con el mar.
¿Sería verdad lo que decía Hans Jørgen, que nunca dejaban de pegarte?
En una ocasión Laurids le describió a Albert los castigos que se infligían a bordo de la fragata Neversink, donde a los desgraciados que habían cometido alguna falta los ataban al mástil y los azotaban hasta que sangraban. Le sacaban siete clases de mierda, dijo Laurids. No entendíamos esa expresión, pero Laurids explicó que era americano: «seven kinds of shit». Y pensamos que así era el mundo fuera de nuestra isla. Así era la gran América. Tenían más de todo, también de mierda. Nunca habíamos reparado en que generábamos distintas clases de mierda. Podía cambiar el color. Podía ser resbaladiza o grumosa, pero la mierda seguía siendo mierda. Comíamos bacalao, caballa y arenque, gachas dulces, salchichas de oveja, sopa de callos y col trinchada, y claro, así sólo salía mierda de una clase. Eso es lo que iba a enseñarnos el mundo. Íbamos a comer otras clases de comida, monstruos de las profundidades que los pescadores de la ciudad nunca sacaban con sus anzuelos, calamares, tiburones, los alegres delfines, la explosión de peces de colores de los arrecifes coralinos, fruta que un campesino jamás había visto, plátanos, naranjas, melocotones, mangos y papayas, el curry de los indios, los tallarines de los chinos, pez volador en leche de coco, carne de serpiente y sesos de mono, y cuando nos apalearan íbamos a cagar siete clases de mierda.
Solíamos transportar sobre todo grano entre los puertos alemanes y rusos del Báltico. Arribábamos a Noruega y Suecia, de donde volvíamos a casa con madera. Nunca probamos alguna especia exótica, no llegamos a conocer ningún pescado especial o fruta desconocida. Guisantes, gachas, pescado salado y sopa dulce con ciruelas pasas, ésa era nuestra dieta diaria. Había melaza y vinagre en todas nuestras salsas y sopas, lo agrio con lo dulce. Pero lo dulce nos costaba encontrarlo en la vida del mar. Cuando nos zurraban, siempre cagábamos la misma clase de mierda.
Nos despedimos de nuestras madres. Habían estado allí siempre, pero no las habíamos visto hasta entonces. Estaban inclinadas sobre los calderos de la colada o los pucheros, con la cara enrojecida e hinchada a causa del calor y la humedad. Cuando nuestros padres estaban en el mar, ellas se encargaban de todo. Por las noches se derrumbaban sobre el banco de la cocina con la aguja de zurcir en la mano. Nosotros veíamos algo, pero no las veíamos a ellas. Veíamos su perseverancia. Veíamos su cansancio. Nunca les preguntábamos nada. No queríamos importunar.
Era nuestra manera de mostrar amor: con el silencio.
Siempre tenían los ojos enrojecidos. Cuando nos despertaban por la mañana, se debía al humo de la estufa. Por la noche, cuando nos daban las buenas noches, aún vestidas, al cansancio.
A veces sus ojos estaban enrojecidos porque habían llorado por alguien que jamás volvería a casa.
Que nos pregunten por el color de los ojos de una madre.
—No son pardos. No son verdes. No son azules ni grises. Son rojos.
Eso es lo que responderemos.
Ahora están en el muelle despidiéndose. Aún reina el silencio entre nosotros. Nos escrutan con los ojos.
«Volved», dice su mirada.
«No nos dejéis», dicen sus ojos.
Pero nosotros no queremos volver. Queremos marcharnos. Irnos lejos. Cuando están en el muelle despidiéndose, nos clavan un puñal en el corazón. Así es como estamos unidos. Por las heridas que nos hacemos mutuamente.
Habíamos aprendido algo en Marstal. Sabíamos empalmar cabos y hacer nudos. Sabíamos montar las jarcias y la altura del mástil no nos asustaba. Conocíamos cada rincón de un barco. Pero sólo habíamos estado en una cubierta cuando permanecían amarrados en invierno. Aún no sabíamos lo grande que era el mar y lo pequeño que podía parecer un barco.
Empezamos de pinches.
—Tomad —decía el patrón, y nos pasaba un puchero de cobre cubierto de cardenillo.
Aquel puchero era toda nuestra cocina. Por entonces no había cocina en cubierta. Nos instalábamos en el camarote de la tripulación delante de un fogón con paredes de barro, y la chimenea era una especie de caperuza hecha con cuatro tablas que sobresalían por un agujero abierto en la cubierta. Cuando llovía, las gotas se colaban dentro. Cuando había tormenta y el oleaje barría la cubierta, las trombas de agua apagaban el fuego, y en más de una ocasión estábamos con el agua hasta las rodillas. Al menor viento, cuando el barco empezaba a balancearse, teníamos que sujetar el puchero de la comida con las manos a fin de que no cayese al suelo. Alargábamos las mangas del abrigo para protegernos de las asas ardiendo y nos quedábamos mirando las gachas dulces mientras el humo del fogón nos hacía escocer los ojos. Nunca estaban contentos con nosotros. Necesitaban alguien a quien dar patadas, y si no había un perro a bordo, éramos nosotros quienes las recibían.
Nos despertaban a las cuatro de la mañana, y teníamos que tener café preparado a cualquier hora del día o de la noche. Sólo había tiempo para dormitar entre taza y taza. Después nos despertaban con una patada.
—¡Qué coño! ¿Ya te has dormido otra vez, chaval?
Nunca disponíamos de una hora en tierra para ver las ciudades en las que cargábamos y descargábamos. Tras un año de navegación habíamos estado en Trondheim, Stavanger, Kalmar, Varberg, Königsberg, Wismar y Lübeck, Amberes, Grimsby y Hull. Desde la distancia contemplábamos costas rocosas, campos y bosques, veíamos torres y agujas de iglesia, pero nunca estábamos más cerca de ellos que de las nubes con sus formas caprichosas. La única tierra que pisaban nuestros pies era el muelle. Las únicas casas en que entrábamos eran los almacenes. El único mundo que conocíamos era la cubierta, el camarote apestoso y las literas, siempre húmedas.
Cada noche, cuando el patrón bajaba a tierra, teníamos que esperarlo hasta después de la medianoche, sólo para sacarle las botas.
—¿Estás ahí, chaval? —preguntaba con voz pastosa, y se sentaba en la cama, jadeando y con el rostro cubierto de manchas rojas y las piernas extendidas.
Sólo entonces podíamos acostarnos, pero a las pocas horas nos despertaban.
Nos reuníamos todos los inviernos, cuando los barcos volvían a puerto para esperar a que con la primavera llegara el deshielo.
—¿Os acordáis de lo que afirmaba Hans Jørgen —dijo Niels Peter—, que lo más importante que nos enseñó Isager fue a recibir palos?
—Debería habernos enseñado a mantenernos despiertos —apuntó Josef.
Era hijo de Isager, pero aun así se había hecho a la mar. Johan se quedó en casa. Tenía que cuidar de su madre, que desde el incendio andaba por los descampados envuelta en trapos y llamando a gritos a Karo. Esperaba llegar a ser sacristán, como su padre.
Nos mirábamos y asentíamos en silencio. Nuestra experiencia tras un año embarcados podía resumirse así: palos e interminables noches de guardia.
—Se nos acababa el café —intervino Albert, que había pasado un año en el Catrine—. Me daban un cuarto de libra. Se suponía que tenía que durar siete días para tres hombres, y después el patrón exigía que estuviese cargado. No dejaban de reñirme. Decían que el café estaba demasiado flojo, pero conseguía engañarlos.
—¿Qué hacías? —preguntó Niels Peter. Llevaba navegando un año más que Albert, y aún no las tenía todas consigo con el café.
—Una vez tosté guisantes, que de eso siempre hay, y los mezclé con el café. «A esto lo llamo yo un café bien cargado, capaz de mantener a un hombre en pie», dijo el patrón, pero después tuvo dolor de tripa, y lo mismo le sucedió al contramaestre. Así fue como se enteraron. Nunca les dije que había empleado cuatro partes de guisantes por una de café. Pero tenía que inventarme algo. Entonces se me ocurrió tostar centeno, un puchero hasta arriba. Ahora vuelven a felicitarme por mi café.
—Siempre es culpa nuestra —se lamentó Josef—. Cuando las gachas están quemadas, o los guisantes secos no quieren ablandarse, o al pan de centeno le sale moho.
—El patrón dice que si he echado a perder la comida me la tengo que comer. «Come el pan enmohecido», dice. «Come los guisantes crudos». «No», le digo yo. «No soy ningún puerco, que se alimenta de cualquier cosa».
Albert se irguió. Se notaba que estaba orgulloso de su comentario, pero sabíamos que tenía que haberle costado algo.
—¿Y qué hace el patrón?
—Pues me deja dos días sin comer ni cenar.
Apareció Lorentz. Johan retrocedió y bajó la vista hacia los adoquines, pero Josef le dirigió una mirada de ánimo. Lorentz se la devolvió. Su aire suplicante había desaparecido. Seguía siendo gordo, pero en su cuerpo se adivinaba una fuerza de la que antes carecía. Aunque nunca habíamos soñado con su blanco y fofo cuerpo como podíamos soñar con mujeres, un cálido cosquilleo nos atravesaba cuando al pegarle sentíamos que aquella carne cedía. Si ahora le pegásemos nos despellejaríamos los puños.
No dijo nada.
Retrocedimos un paso. ¿Se le habrían puesto los huevos en su sitio de tanto subir por las jarcias del Anne Marie Elisabeth?
Albert estuvo embarcado dos años en el Catrine. Conoció los puertos de Flekkefjord, Tønsberg, Frederikstad, Göteborg, Riga, Stralsund, Hamburgo, Rotterdam, Hartlepool y Kirkcaldy. Y no vio nada. Después desembarcó. Quería alejarse del puchero de cobre y de la batalla del café.
El mar nunca era el mismo, pero aun así inspiraba en él una sensación de monotonía. En otoño le parecía que se coagulaba bajo una capa de estratos. Se movía pesadamente, como si fuese mercurio. El invierno y el frío anunciaban su llegada. En la superficie del agua que se endurecía lentamente reencontraba su propia vida.
Las nubes cambiaban de forma sobre el mar helado. Pero ya las conocía. Satisfacía la vista, no el alma. Había en él un ansia de saber que ningún cielo nuboso era capaz de saciar. En algún lugar del globo debía de haber otra luz, un mar que reflejara nuevas constelaciones, una luna más grande, un sol más cálido.
El patrón le ofreció enrolarse de marinero.
—Ahora eres un marino —le dijo una noche en Stubbekøbing, mientras Albert lo ayudaba a quitarse las botas—. Ya sabes montar un contrafoque y una gavia. Conoces la brújula y sabes barloventear y sotaventear.
Albert, sin embargo, hizo lo mismo que su padre antes que él: fue a Hamburgo en busca de un barco que lo llevara más lejos, al ancho mundo.
Antes de marcharse subió al desván. Allí, entre sacos de patatas y grano, estaban las botas de marino de su padre. Laurids las había dejado allí antes de partir la última vez. Fue un aviso. De eso se dieron cuenta después. Cuando había tormenta y el tejado cedía y el aguilón se estremecía, su madre creía oír las botas vacías caminar a su aire allá arriba. Pero nadie se atrevía a comprobarlo.
Rasmus y Esben jamás habían llevado aquellas botas. Quizá fuera por miedo, o porque nunca llegaron a tener la estatura de su padre y por eso sus pies se perdían dentro de las botas. Sólo Albert se le parecía.
Bajó las escaleras con las botas en la mano. Las suelas de madera aún estaban chamuscadas después de que Laurids ascendiera al cielo.
—¿Qué vas a hacer con ellas? —preguntó su madre, con inquietud en la mirada.
Era como si esperase, y al mismo tiempo no esperase, que las arrojara al cubo de la basura.
—Voy a ponérmelas —respondió Albert.
—¡Ni hablar! —exclamó su madre, llevándose una mano a la boca, como si temiese que le ocurriera una desgracia si se las calzaba. Por superstición o por premonición, era imposible saberlo, pero desde luego por la angustia de una madre. Presentía que Albert se marcharía lejos y no volvería en muchos años, y eso era para ella como la muerte.
—Tengo que ponérmelas —dijo él, sencillamente.
No podía salir por la puerta sin agacharse, y sus hombros ocupaban todo el vano.
—Prometiste a mi padre que las dejarías como nuevas —le recordó al zapatero Jakobsen una vez en el taller de éste, en Kongegade.
—Hace doce años de eso. Tienes buena memoria —repuso Jakobsen—. Pero una promesa es una promesa. Las tendrás para el sábado.
Albert pasó siete meses de marinero a bordo de un bergantín hamburgués y viajó a las Antillas. Vio playas de palmeras y peces voladores. Vio personas de piel morena y piel negra. Vio sus miradas subyugadas y sus hombros caídos y supo, sin que nadie tuviera que explicárselo, que también ellos conocían el zurriago. Allí los hombres como Isager no eran maestros. Eran dueños y señores de las soleadas islas, incluidas aquellas en que se hablaba danés, y gobernaban a latigazos.
Bebió leche de coco y comió carne de caimán, que sabe a pollo. Cagó siete clases de mierda, pero ninguna de ellas se la sacaron a palos.
Aquello terminó.
«Nunca dejan de pegarte», les había dicho Hans Jørgen.
Pero sí que dejaron. Cuando eres un marinero de diecisiete años, lo bastante corpulento y fuerte para defenderte, entonces dejan de pegarte. Miraba a las personas de piel negra y de piel oscura que cargaban y descargaban el bergantín. No eran dueñas de sus destinos. Eran propiedad del zurriago, y se preguntó cómo le habrían ido las cosas de haber sido uno de ellos, si los golpes lo habrían perseguido hasta la tumba. ¿Se habría doblegado finalmente? ¿O habría buscado a alguien a quien pasar su humillación sólo para de ese modo sentirse persona? ¿Habría encontrado un Karo al que matar, una casa que incendiar, una mujer a quien llevar a la locura?
Todos los inviernos nos reuníamos en Marstal y nos investigábamos mutuamente. Estábamos haciéndonos hombres. Los ojos se nos hundían en la cara. Nuestras mejillas se volvían prominentes e hinchadas, como si los palos que habíamos recibido hubieran dejado su marca para siempre. Pero nuestras manos crecieron y las palmas encallecieron. Nuestros brazos se hicieron más gruesos, y los nervios y venas de los antebrazos rivalizaban buscando sitio bajo la telaraña azulada de los tatuajes. Crecimos y nos hicimos fuertes rebelándonos contra el zurriago.
Albert no volvió a casa.
Regresó a Hamburgo y zarpó de nuevo, esta vez hacia Sudamérica. A la vuelta desembarcó en Amberes y se enroló en una corbeta de Liverpool que iba a Cardiff a cargar carbón. Quería aprender inglés.
Cuando el contramaestre ordenaba a gritos All hands up anchor! y Heave my hearties, heave hard!, oía la voz de su padre. Su papa tru estaba nuevamente cerca. Recordaba sus palabras en americano, que tanto irritaban a su madre y tanto regocijaban a los hermanos.
—Jangri —decía en el comedor.
Negaban con la cabeza y se reían de él.
—Monki —decían.
Tardó bastante en comprender que su papa tru nunca había hablado americano. El pidgin era el sucedáneo de inglés que hablaban los chinos y polinesios. Eso era lo que le había enseñado su papa tru: un inglés de monos, una lengua de caníbales.
Albert cruzó el Ecuador y fue bautizado, igual que lo fue su papa tru antes que él. Lo obligaron a besar a la Anfítrite de color ocre, de cuyas mejillas picadas de viruelas surgían clavos puntiagudos. Lo embadurnaron de sebo y hollín, marineros que eran sirenas y niños negros lo retuvieron bajo el agua hasta que sintió los pulmones a punto de reventar. Lo afeitaron con un cuchillo oxidado y para ocultar las cicatrices se dejó crecer la barba.
Aprendió una canción que nos cantó durante muchos años. Siempre decía que se trataba de la canción más auténtica que se había escrito sobre el mar.
Shave him and bash him,
Duck him and splash him,
Torture him and smash him
And don’t let him go[1]!
Dobló el cabo de Hornos. Oyó chillar a los pingüinos en la noche negra como la pez, y se hizo marinero de primera. Arribó al Callao y a la isla de Lobos, un islote cubierto de guano, justo al sur del Ecuador. Volvió a Europa. Se enroló en una corbeta de Nueva Escocia y puso rumbo a Nueva York, donde desembarcó. Quería enrolarse en un barco americano, donde pagaban bien. Quizá fuera papa tru y sus sueños sobre América lo que le rondaba la cabeza.
Sin embargo, iba a ser a otro a quien conociera a bordo de la corbeta Emma C. Leithfield, no a su papa tru, sino a Isager y su zurriago, y esta vez la batalla tendría que continuar hasta el final.
Más adelante contaba siempre que jamás olvidaría el momento en que subió a bordo.
Le preguntamos si de verdad ignoraba cómo eran las cosas en los barcos americanos. Si no sabía que a menudo se producían motines entre la tripulación, y que al primer oficial no lo elegían por sus conocimientos de navegación sino por su fuerza y sus cualidades de camorrista, y que con frecuencia eran los puños o el revólver los que daban las órdenes, y no el capitán. ¿Es que no sabía eso?
Albert desviaba la mirada y reía entre dientes, como si en el fondo lo supiese pero no quisiera reconocerlo.
Nos miraba fijamente y decía:
—No, no sabía que fuera para tanto. Pero estuve diez meses en el infierno. Yo ya conocía el infierno, pero lo que el condenado de Isager jamás nos enseñó es cómo salir de él.
•
Había diecisiete hombres delante del mástil del Emma C. Leithfield, seis de ellos escandinavos. En opinión de Albert, estos últimos eran los únicos marinos decentes que había en aquel barco. No encontramos extraño que pensara así. Los nuestros siempre nos parecían mejores. Basaba su punto de vista en una sola observación; a saber: eran los únicos que podían tenerse en pie cuando subían a bordo.
Una lancha de la compañía se puso al costado del barco. Un grupo de franceses borrachos como cubas fueron subidos a empujones por un par de timadores de aspecto brutal, auténticos tiburones de tierra firme que tenían un acuerdo con una pensión en la que previamente se habían encargado de desplumar a los franceses. A continuación llegaron varios italianos y griegos igualmente borrachos. Una tercera lancha descargó a varios ingleses y galeses tan bebidos como los anteriores. Todos llevaban bajo el brazo un pequeño paquete con ropa. Era cuanto poseían. Tenían el pelo sin cortar, el rostro cubierto de cicatrices. Sacaban del bolsillo botellas de whisky medio vacías. Balbuceaban y gritaban en muchos idiomas, pero todos venían del mismo sitio: eran la hez de las ciudades portuarias.
Se mostraban incapaces de hacer nada. Miraban las cadenas del ancla como si no tuvieran ni idea de adónde llevaban. Levantaban la vista contemplando el aparejo y reían, mareados. Después se dirigían con paso vacilante al dormitorio y desaparecían por la escala. Se tumbaban en las literas o en el suelo, y se dormían entre ronquidos sobre las tablas desnudas.
El capitán Eagleton era un hombre joven de espesas patillas y mirada esquiva. No conseguía hacerse respetar por aquella tripulación de salvajes. Albert se dio cuenta enseguida. Eagleton le pidió a Albert que bajase al dormitorio de la tripulación y le subiera las botellas de whisky. Después ordenó arrojarlas por la borda. Albert vio las botellas mecerse en el agua. En su opinión, el capitán debería haberlo hecho a la vista de todos, y no a escondidas, mientras dormían la mona.
Albert reparó en un sillón grande y sólido atornillado al castillo de proa. Parecía un trono, pero el rey estaba ausente. Albert no podía creer que aquel sillón perteneciese al capitán. Tenía la suficiente experiencia a bordo para comprender que Eagleton era la clase de capitán que prefería mantenerse alejado de cubierta, aislado completamente de la tripulación. ¿Pertenecería entonces al primer oficial? La cuestión quedó sin resolver, porque el primer oficial todavía no se había dejado ver.
De pronto llegó un enorme estrépito procedente del dormitorio, y el capitán ordenó a Albert que investigara qué ocurría. Oyó gritos de furia en la oscuridad.
—¡Me has robado el whisky, cabrón! —bramó un inglés.
Le respondieron en italiano, y acto seguido en un idioma que, a su parecer, debía de ser griego. De vez en cuando oía frases en las que reconocía palabras, pero cuyo significado no lograba desentrañar. Aquellos marineros llevaban tantos años conviviendo con hombres de distintas nacionalidades que al final terminaban mezclando las lenguas y convirtiendo los barcos en auténticas torres de Babel.
La causa de la pelea parecían ser las botellas de whisky desaparecidas. Oyó el ruido de un impacto, después el de un cuerpo que golpeaba pesadamente contra un mamparo. Vio una mano que empuñaba un cuchillo y percibió un gemido. Los contendientes jadeaban, excitados, al ritmo de una canción marinera cuando se ordena levar anclas. En este caso, algo negro y pavoroso surgía de lo más profundo de su ser.
Aunque en cubierta estaba seguro, Albert retrocedió unos pasos. ¿Qué podía hacer allí abajo, en la oscuridad? La pelea ya iría remitiendo. No sería la primera vez. Aquellas riñas en raras ocasiones terminaban en muerte. Al día siguiente asomarían por la puerta del dormitorio con la resaca machacándoles el cerebro, derrotados y cubiertos de rasguños para después, silenciosos, reticentes y con los ojos inyectados en sangre, ponerse a trabajar. Hoy eran unos animales. Mañana volverían a ser marineros.
En aquel momento, lo que temía Albert no era la ferocidad que reinaba en el dormitorio, sino la falta de autoridad del capitán.
—¡Quita!
Albert sintió que lo agarraban del hombro y lo empujaban violentamente a un lado. Ante él se alzaba un hombre gigantesco. En su rostro dominaba una narizota roja y desfigurada por cicatrices zigzagueantes, como si la cabeza fuese una calabaza que alguien hubiera tratado de abrir con un cuchillo. Los ojos estaban hundidos en una masa de carne. Las pupilas semejaban piedras negras en el fondo de un lago profundo. Bajo la camisa sucia y desgarrada, Albert reparó también en que el musculoso torso estaba cubierto de marcas de cuchilladas. Alguien había buscado el corazón de aquel hombre imponente con un instrumento afilado, pero frente a la enorme cantidad de carne, nervios y músculos era como intentar acuchillar a una locomotora de vapor.
Albert comprendió enseguida a quién tenía delante. Era el propietario del trono, el verdadero amo y señor del barco.
Había llegado el primer oficial.
El gigante se plantó de un salto en la entrada del dormitorio. No bajó por la escala, sino que sencillamente se dejó caer en medio de los contendientes. Se oyó un estruendo y un rugido. Después, el ruido de la pelea se intensificó. Gritos de dolor y gemidos que se entremezclaban, golpes, y después unos quejidos que nadie relacionaría con una lucha entre hombres.
Aquello continuó durante un rato, y después se hizo el silencio. Finalmente se oyó una voz, que Albert supuso era la del primer oficial.
—¿Tenéis suficiente? ¿O queréis más?
Unos quejidos fueron la única respuesta. Después se oyó otro par de puñetazos, o acaso patadas, y el silencio se abatió sobre el dormitorio.
El primer oficial apareció en la puerta. Allá abajo, en la oscuridad, había recibido lo suficiente para unas cuantas cicatrices. Sangraba del cuello y de una profunda herida abierta encima de un ojo. Se pasó la mano por la frente con ademán distraído, como si en lugar de sangre fuera sudor lo que brotaba de una de sus cejas.
Albert no se había movido de donde estaba desde que el primer oficial bajó al dormitorio. De pronto, sintió que lo empujaban a un lado, y el ensangrentado primer oficial escrutó con la mirada al resto de la tripulación, como si estuviera sopesando continuar con el castigo que había empezado a impartir abajo, en el dormitorio.
—Me llamo O’Connor.
Los hombres de cubierta asintieron con la cabeza, como si les hubiera dado una orden.
O’Connor se dirigió al trono y se dejó caer pesadamente en él. Eructó. La sangre que le embadurnaba la frente hacía que pareciera un icono pagano de los que sólo aceptan sacrificios humanos. Albert creía que iba a pedir agua y jabón para lavarse las heridas, pero no pidió nada. Se quedó sentado mientras la sangre se coagulaba en la frente y en el cuello. Las cicatrices eran sus tatuajes. Acababa de añadir detalles a la horrible obra de arte en que había convertido su rostro y su cuerpo.
De pronto soltó un silbido y un enorme perro negro de largo pelaje que nadie había visto antes se acercó con el paso acechante de un lobo y se tumbó a sus pies. El primer oficial sacó un revólver de un calibre enorme del bolsillo de sus pantalones de nanquín, y empezó a hacer girar el tambor con aire pensativo.
Al llegar la tarde, Albert se atrevió a bajar al dormitorio, pero pronto volvió a subir; prefería pasar la noche en cubierta. A la luz de un cabo de vela vio a los hombres tumbados en el suelo en posturas extrañamente retorcidas. Dos de ellos estaban sentados en el banco con la cabeza entre las manos. No habría sabido decir si dormían o no. Había sangre en el mamparo y el suelo estaba cubierto de vomitonas.
A la mañana siguiente la tripulación fue saliendo del dormitorio. Todos presentaban huellas de la pelea del día anterior. Algunos cojeaban, otros se movían lentamente, con cuidado, como si llevaran oculto entre la ropa algo que les producía dolor. Tenían la cara hinchada y los ojos enrojecidos. A uno le habían roto la nariz, y al parecer no por primera vez. Eran hombres resistentes. Estaban acostumbrados a los palos y a los efectos de la bebida. Podían soportarlo casi todo sin protestar. Pero tenían una expresión que pocas veces se ve en un marinero. Parecían subyugados. No se miraban entre sí, ni miraban a O’Connor cuando rugía sus órdenes. Bajaban la vista hacia las manos, o la dejaban vagar por las jarcias.
En el Emma C. Leithfield había un cocinero que no era como los que teníamos en las balandras de Marstal, y entendimos lo que quería decir Albert cuando nos hizo observar la diferencia. Y es que todos habíamos empezado en la cocina como muchachos que apenas dominaban otro arte culinario que coger el puchero del fuego cuando había tormenta, ocuparse de que siempre hubiera café caliente y, por lo demás, mantener a raya el hambre de la tripulación, más interesada en llenar la tripa que en los placeres del paladar.
Giovanni no era así. Era italiano, y se ocupaba a diario de que hubiese pan recién hecho, comida caliente para almorzar y cenar, amén de empanadas y pasteles tanto a proa como a popa. Comíamos mejor que en las mejores pensiones; ni siquiera Logis-Mutter, de Frau Palle, en la avenida de los Castaños de Hamburgo, podía compararse con Giovanni.
El Emma C. Leithfield era un barco extraño: tenía, y en eso estaban de acuerdo los hombres a pesar de las diferencias de idioma, el peor primer oficial y el mejor cocinero de toda la flota americana. La cocina era el Cielo; la cubierta, el Infierno.
Giovanni fue el último en subir a bordo. No venía solo. Traía con él dos cochinillos, diez gallinas y un ternero pequeño. Construyó en la cubierta de proa un corral para los animales, que solían estar allí todos mezclados.
El perro de O’Connor andaba inquieto, y abandonó su sitio junto a los pies de su amo para deambular por la cubierta de proa con sus enormes fauces abiertas y expresión de hambre en la mirada. Giovanni fue directamente hacia la bestia, que le enseñó los dientes y gruñó, amenazadora. Debía de pensar que todo el barco era su territorio.
Giovanni lo miró fijamente a los ojos. Después levantó la mano, no para pegarle, sino más bien como si quisiera explicarle algo. Al parecer estaba hipnotizándolo. El perro se tumbó en el suelo, entre gemidos lastimeros. A continuación empezó a retroceder arrastrándose. Ver a aquel monstruo feroz deslizarse con dificultad sobre la tripa ante aquel hombrecillo ágil era tan divertido que los marineros que presenciaban la escena se echaron a reír.
También O’Connor lo vio. Pero no rió.
O’Connor no comía con el resto de los oficiales. Se quedaba en su trono de cubierta y hacía que le llevasen la comida. No le molestaba estar a la intemperie. Su cuerpo era inmune a todo. Jamás se cambiaba de ropa. Siempre vestía la misma camisa andrajosa, apenas cubierta por un chaleco de ojales desgarrados, sin botones. Sólo las tormentas de nieve y las fuertes granizadas lo obligaban a abandonar el sillón. Pero el grumete podía dar fe de que también en su camarote, que apestaba como la guarida de una bestia, dormía en un sillón atornillado al suelo. El perro se tumbaba a sus pies. Siempre estaba alerta. Los marineros decían de él que tenía los músculos tensos hasta en sueños.
Cuando Giovanni le llevó la comida al día siguiente, O’Connor dejó el plato sobre la cubierta en lugar de colocarlo en su regazo, como acostumbraba. Después hizo una señal al perro, que de inmediato se abalanzó sobre el plato. Mientras tanto, O’Connor miraba fijamente a Giovanni. Éste hizo lo propio. No temía a O’Connor más que a su perro.
Al perro podía dominarlo con un movimiento de la mano. Pero O’Connor estaba fuera de su control, y Giovanni tenía ahora un enemigo mortal.
Al día siguiente Giovanni llevó la comida en un cuenco. Lo colocó sobre la cubierta, a los pies del primer oficial.
—Buen provecho —dijo, y se volvió para retirarse.
—¿Dónde está mi comida? —preguntó O’Connor con tono amenazador.
—Ahí. —Giovanni señaló el cuenco y añadió—: Date prisa antes de que se la coma el perro.
En ese momento firmó su propia sentencia.
Giovanni era mucho más que un simple cocinero. Cuando un barco está atracado en el fondeadero de Nueva York, suben a bordo no sólo sastres, zapateros, cocineros, proveedores de buques y vendedores de fruta, todos ellos hombres prácticos, imprescindibles para una embarcación pronta a hacerse a la mar, sino también peristas que venden anillos de oro falso y relojes de bolsillo que se paran al primer golpe, tatuadores de uñas sucias que acompañan cada tatuaje de infecciones purulentas, mendigos y prestidigitadores, malabaristas, faquires y cartománticas, alcahuetas, chulos y raterillos. Por su aspecto, Giovanni se asemejaba más a un miembro del segundo grupo que a un tripulante del Emma C. Leithfield. Se ponía en cubierta, con un pañuelo rojo atado sobre su cabello negro como el azabache, y hacía juegos malabares con cuatro huevos, que volaban entre sus manos sin que nunca se le cayera ninguno. Era su tarjeta de presentación.
Había trabajado en un circo, y nadie sabía por qué había terminado enrolándose. Era lanzador de cuchillos y malabarista, y a veces, cuando no estábamos de guardia, nos quedábamos en la puerta de la cocina para verlo trabajar. Sabía hacer juegos de destreza con cuchillos afilados, tres o cuatro a la vez. Los lanzaba al aire frente a sí. No perdía ni uno, siempre los cogía, mientras daban vueltas, y nunca se hacía un corte.
—Giovanni va a poner la mesa —se oía en cubierta, y la tripulación se apresuraba al comedor para estar en primera fila.
Se situaba en un extremo de la mesa y la ponía sin moverse de su sitio. Los platos de zinc salían volando, también los cuchillos y tenedores, y aterrizaban, todos ellos, en su sitio. Los espectadores acababan mareados y extasiados. Jamás rompía nada. Nadie comprendía cómo era capaz de aquello.
—¿Cómo lo haces, Giovanni?
Él negaba con la cabeza, sonriendo. No había ningún secreto.
—Todo depende de esto —decía, girando las muñecas.
La gente se sentía orgullosa de su cocinero. Se habían quedado sin whisky. Estaban en el mar. Los marineros se enmendaron, iban de aquí para allá ocupados en sus quehaceres diarios. Pero era Giovanni quien hacía de ellos una tripulación.
Habían pasado catorce días desde que zarparon de Nueva York. El Emma C. Leithfield había pasado el Ecuador rumbo a Buenos Aires, y los hombres estaban, como de costumbre, admirando a Giovanni, cuando de pronto se presentó O’Connor. Giovanni se encontraba poniendo la mesa. Los platos volaban con decisión camino de su destino cuando O’Connor alargó un enorme puño y un plato perdió el rumbo y cayó al suelo. No se rompió —los platos de zinc no se rompen—, pero el efecto de aquel acto de sabotaje fue mayor que si se hubiera roto en mil pedazos.
La expresión de Giovanni cambió por completo. Cuando realizaba sus juegos de manos solía estar a un tiempo concentrado y embelesado. Esta vez despertó de golpe. La fascinación que reflejaba su rostro fue reemplazada por una expresión de alerta que nadie le había visto nunca. Cuando acto seguido O’Connor le lanzó un puñetazo, Giovanni lo esquivó con el mismo virtuosismo con que arrojaba sus platos y cuchillos. El puño de O’Connor, que habría convertido su delgado rostro de rasgos delicados en una masa sanguinolenta, se estrelló contra el mamparo emitiendo un feo chasquido. El primer oficial recuperó el equilibrio, pero observamos que le sangraban los nudillos.
Giovanni estaba en el mismo lugar que hacía un instante, con una expresión de concentración en el semblante. No transmitía hostilidad, ni miedo, enfado o pánico. Era un artista de circo que en lo alto, bajo la carpa, se prepara para ejecutar un salto difícil sin red, y cuando O’Connor, enfurecido, intentó de nuevo golpearlo, Giovanni se agachó con la misma precisión de antes.
O’Connor avanzó con paso vacilante, como si hubiera perdido el equilibrio. Pero los que vieron su rostro en aquel momento intuyeron que tal vez no fuera el caso. Su repulsiva carota no reflejaba ninguna furia incontrolada. Sus ojos eran como estrechas rendijas en medio de una masa carnosa y tumefacta cubierta de cicatrices. En ellos había una frialdad y un sosiego que dejaban entrever que lo de avanzar tambaleándose era intencionado.
Giovanni saltó a un lado para apartarse del camino del gigante. Pero, en lugar de amortiguar el inminente golpe con las manos, O’Connor extendió un brazo y asió al pequeño italiano, arrastrándolo en su caída. Esperaban que también tratara de ponerse encima de él para darle una paliza, y se apiñaron en torno a los contendientes para separarlos. Pero, en su lugar, O’Connor y Giovanni se quedaron por un instante inmóviles el uno junto al otro. Entonces el italiano soltó un grito de dolor, agarrándose la muñeca. Su mano colgaba extrañamente floja. Con un giro rápido de su puño de hierro, el primer oficial se la había roto.
O’Connor se levantó tranquilamente. Permaneció junto a su víctima y miró alrededor. Sin bajar la vista, levantó el pie y dio un fuerte pisotón con la bota en la mano herida. Se oyó un crujir de huesos.
A continuación salió del comedor.
Los hombres se hicieron a un lado para que pasara, pero, si hubieran tenido en la mano uno de los afilados cuchillos de Giovanni, se lo habrían clavado en la espalda hasta que la punta hiciese cosquillas en su podrido corazón y apagara para siempre aquel fuego del Infierno que ardía en él.
Se apiñaron en torno a Giovanni y lo ayudaron a ponerse en pie. Se agarraba la mano herida. Las lágrimas surcaban sus mejillas. No lloraba por el dolor, sino por la destreza perdida. Vieron los dedos aplastados, que formaban ángulos extraños. Habían visto las suficientes desgracias a bordo para saber que jamás volvería a utilizar aquella mano. Un momento antes era un artista. Ahora, apenas un hombre.
Lo llevaron adonde el capitán Eagleton. Le vendaron la mano. Para lo que iba a servir… Ni un médico podría haberla salvado.
El capitán Eagleton desvió la mirada, como si la cosa no fuera con él.
—O’Connor no hace nada sin motivo —dijo.
A pesar de sus protestas, fue todo lo que consiguieron.
Giovanni había hecho de ellos una tripulación. O’Connor quería lo contrario, estar frente a ellos de uno en uno, no porque no tuviese la fuerza necesaria para apalearlos individualmente, sino porque el miedo que les inspiraba era aún mayor cuando no tenían a nadie con quien compartirlo.
Que O’Connor no hacía nada sin motivo, como sostenía el capitán, constituía una mentira enorme. Todo lo hacía sin motivo. Pegaba y apaleaba y rompía huesos sin otra razón que el placer que obtenía con ello. No los castigaba por algo que hubiesen hecho. Jugaba con ellos igual que un dios juega con los creyentes. Eran las propias víctimas quienes tenían que buscar la lógica de sus sufrimientos. La imprevisibilidad de O’Connor lo convertía en un monstruo. Sus oscuras razones estaban en su interior, en su odio a cuanto se movía a bordo. Para evitar su furia inmotivada tenían que agacharse, hacerse pequeños e invisibles. Pero ni siquiera así se libraban. Miraba igual que un halcón mira al ratón que se oculta entre el grano.
No tenían donde esconderse. ¿Cuál es el escondite de quien teme a fuerzas superiores? ¿Hacerlo todo bien, obedecer el menor gesto?
—¿Qué mal había hecho Giovanni, el mejor cocinero que ha navegado en barco alguno, el mejor malabarista que ha malgastado su talento con una tripulación borracha y embrutecida haciéndonos así mejores que lo que Nuestro Señor jamás se había propuesto? ¿Qué había hecho para merecer una mano rota? ¿A qué crimen correspondía aquel castigo? —preguntó Albert.
Un chico llamado Isaiah tuvo que ocuparse de la cocina. Era un americano de catorce años. Tenía la piel negra, y tan lisa y brillante que siempre parecía mojado. Cuando temprano por la mañana encendía el fuego, las brasas de la cocina se reflejaban en sus oscuras mejillas. Hacía lo que podía. Pero dejó de haber pan recién hecho todos los días, y empanadas, y pasteles.
A pesar de todo, Giovanni, que había pasado unos días sin hacer nada en el dormitorio en penumbra, mirando fijamente el blanco vendaje que le envolvía la mano, no se dejó doblegar. Volvió a aparecer por cubierta. Entró en la cocina y se puso a impartir órdenes a Isaiah. Primero le dio instrucciones. Después, la mano izquierda se puso en movimiento. Dado que se trataba de un artista, resultó ser tan hábil con la mano izquierda como con la derecha. Puede que fuese medio hombre, pero era capaz de más cosas que la mayoría de los hombres enteros. Pronto empezaron a volar platos encima de la mesa. Había obstinación en ello, un juego peligroso. Le brillaban los ojos. La tripulación hacía guardia, dispuesta a defenderlo, aunque todos tenían más miedo que él.
Pero el halcón encuentra siempre el momento oportuno.
O’Connor cayó sobre Giovanni en un momento en que estaba solo con Isaiah. Echaron a correr en cuanto oyeron su grito. Demasiado tarde: O’Connor había hecho presa en la mano izquierda. Iba a hacer lo mismo que con la derecha. Entonces Giovanni cogió un cuchillo, pero su mano derecha, aquel triste manojo de dedos aplastados, estaba inutilizada, carecía de su antigua fuerza y precisión. Apenas podía sujetar el cuchillo. Sabía que se jugaba la vida. Pero sólo consiguió hacerle a O’Connor un rasguño en el pecho.
¿Qué desesperación lo había llevado a emplear el cuchillo de aquel modo? Cuando los hombres del camarote lo animaban a vengarse y prometían protegerlo, incluso asumir la culpa, respondía:
—Soy un lanzador de cuchillos, no un asesino.
Los platos que volvían a volar por encima de la mesa, el renacido placer del paladar, ésa había sido su venganza. En ese momento sujetaba el cuchillo con la mano estropeada, e Isaiah diría más tarde que había visto lágrimas en sus ojos. Al coger el cuchillo y emplear los medios brutales de su enemigo, fue como si Giovanni perdiera el honor.
O’Connor se echó a reír y sacó el pecho.
—Adelante —dijo.
Giovanni dejó el cuchillo sobre la mesa.
Cuando los hombres llegaron era demasiado tarde. Ya había recibido el golpe fatal.
Envuelto en una lona, el maltrecho cuerpo de Giovanni se deslizaría aquel mismo día por la borda y desaparecería en el mar. El capitán Eagleton no estuvo presente. O’Connor fue su sustituto. Sospechaban que había aparecido sólo por disfrutar de su absurdo triunfo.
Isaiah llevó una paletada con cenizas de la cocina. Aquello tendría que hacer las veces de tierra.
—Polvo eres y en polvo te convertirás —dijo el pinche, esparciendo la ceniza sobre el cadáver de Giovanni, que yacía en cubierta envuelto en un pedazo de lona.
En ese momento sopló una ráfaga de viento y, como si hubiera detrás una mano vengadora, arrojó la ceniza sobre la cara desfigurada de O’Connor, en cuyas incontables arrugas y grietas se alojó. Al primer oficial empezaron a escocerle los ojos. Se puso a gritar y a agitar los brazos como si lo hubiera atacado un enemigo de verdad. Los hombres se dispersaron. Nadie quería llevarse un puñetazo perdido. De lejos lo vieron cometer su última profanación con el muerto. Entre gritos y juramentos levantó los magros restos de Giovanni y arrojó el cuerpo exánime por la borda como si de basura se tratara.
Estaban presenciando el funeral de un amotinado. Ése fue el mensaje que les transmitió el capitán Eagleton.
En el dormitorio, empero, la tripulación planeaba la muerte de O’Connor.
•
Todos se apuntaron. Nadie puso reparos a la hora de asesinar al primer oficial. No todos eran hombres curtidos cuando se enrolaron en el Emma C. Leithfield. Pero acabaron curtiéndolos. Los maltrataban todos los días. No había uno solo que no llevara marcas de los puños de O’Connor. Pegaba hasta a los oficiales. El segundo oficial, un sueco llamado Gustafsson, andaba con un ojo medio cerrado, y nadie sabía si conservaría la vista.
En el Emma C. Leithfield no había ley ni justicia. De modo que tendrían que ser ellos la ley. Aquello no era un motín, sino justicia.
Sus únicas preocupaciones eran de tipo técnico: ¿cómo hacerlo?
O’Connor era fuerte, más fuerte que cualquiera de ellos. De eso ya se habían dado cuenta. En combate abierto no podían vencerlo, pero pensar en su propia debilidad no hacía sino aumentar su furia.
—Cuando esté dormido —propuso un griego de quien sólo sabían el nombre, Dimitros.
Se miraron los unos a los otros, preguntándose si sería el momento adecuado. Había dos objeciones. Una era el revólver cargado que O’Connor siempre llevaba encima. La otra, el perro. Cuando el primer oficial estaba dormido en su sillón de cubierta, el animal solía estar tumbado a sus pies. En cuanto alguien se acercaba, levantaba la negra cabezota y gruñía, alerta. ¿Cómo conseguirían acercarse a O’Connor sin despertar al perro? La rebelión empezó a apagarse, porque nadie creía que pudiese terminar bien.
Hablaron mucho sobre el perro, pero ¿era a éste a quien en verdad temían? ¿Quizá el revólver?
No, a quien temían era a O’Connor.
No necesitaba su perro ni su revólver para parecerles invencible. Era lo que pasaba dentro de su cabeza, aquella calabaza cubierta de cicatrices, lo que les daba pavor. Pero no podían confesarlo, habría sonado extraño, puesto que eran diecisiete contra uno.
Estaban sentados en silencio alrededor de la mesa. Algunos miraban fijamente la superficie de ésta, otros, un punto indefinido del mamparo.
—Pero no está bien matar a otras personas, ¿verdad? —dijo Albert, rompiendo el silencio.
Los demás lo miraron como si hubiese expresado una idea que jamás se les había ocurrido. Tal vez no fuera así en todos los casos. Ninguno de ellos sabía mucho del pasado de los demás, pero nadie dudaba de que en una ciudad portuaria o en alta mar podía suceder cualquier cosa. No siempre que un hombre moría ahogado se debía a un accidente, y seguro que había más de un asesino impune a bordo del Emma C. Leithfield.
—¿Y habría deseado Giovanni una venganza así? —continuó Albert.
—Me importa un bledo lo que habría deseado Giovanni —replicó un marinero galés llamado Rhys Llewellyn, mirándose las manos velludas, cruzadas encima de la mesa. Tenía una mejilla amoratada, un regalo del primer oficial que soñaba con poder devolver—. Yo pienso en mí mismo. —Miró alrededor y añadió—: Pienso en nosotros. Es él o nosotros. No se trata de una venganza, sino de sobrevivir.
Se oyeron murmullos de aprobación.
—Giovanni no quiso usar el cuchillo —intervino Isaiah—. Lo vi dejarlo sobre la mesa.
Su voz sonaba insegura, y lo oíamos buscar aire entre palabra y palabra. Sólo tenía catorce años, y hacía falta valor para hablar en una reunión de hombres mayores que él en rango y en edad.
—Recordaréis que dijo que era un lanzador de cuchillos, no un asesino. ¿Somos nosotros asesinos?
—¡Cierra el pico, puto negro! —espetó el galés.
—¡No me da la gana! —Las palabras brotaron con un brío repentino. Isaiah había recuperado el valor. Ya había hablado. Las cosas no podían empeorar—. A mí me da de palos igual que a vosotros. También tengo derecho a hablar. Pero no creo que debamos matarlo.
—El chico está en lo cierto —dijo Albert—. Hemos de evitar ser como él. Lo que espera es que estemos tan desesperados como Giovanni y saquemos el cuchillo. Conoce muy bien esa clase de juego. Es lo que quiere. ¿Creéis que es tonto? Seguro que ahora mismo está deseando que planeemos matarlo, porque entonces nos tiene agarrados. ¿Queréis ser como él?
Volvieron a oírse murmullos, y todos bajaron la mirada. No cabía duda de que algunos de ellos deseaban ser como O’Connor. Sin embargo, no lo eran, así que tenían que encontrar otro modo de ser los más fuertes.
—Creo que ya sé cómo vencerlo, pero hay que tener paciencia —dijo Albert, y les explicó su plan.
Al principio no entendían lo que quería decir.
—Eso es imposible —repusieron los hombres, cada uno en su lengua. Fueran del país que fueran, nunca habían visto que se hiciese justicia de esa manera. No era solamente un modo inusual de pensar, sino que iba contra toda su experiencia.
—Pero esto es América —repetía Albert una y otra vez.
—Esto es un barco —lo corregían—. Y un barco tiene sus propias leyes.
Albert se puso terco y no quiso ceder. Cada vez que refutaba alguna objeción, advertían que su convencimiento aumentaba. Terminaba cada frase con la misma pregunta:
—¿Tenéis alguna idea mejor?
Nadie tenía una idea mejor, aparte de matar a O’Connor, y en el corazón de todos crecía la certeza de que esto era imposible. Les faltaba valor, a todos y cada uno de ellos.
¿Sería la conciencia, esa fuerza extraña, indefinible, ese íntimo desasosiego cuyo origen desconocían, lo que finalmente los llevó a cambiar de parecer y optar por la propuesta de Albert?
Era la conciencia, sí. Y el temor, y la astucia, y la cautela. Era incluso la docilidad. Porque así son los hombres cuando están en grupo. Era todo ello a la vez, pero estaba combinado con la conciencia hasta el punto de no poder diferenciar entre una cosa y la otra.
—O sea que, para simplificar, vamos a llamarla conciencia —decía Albert cada vez que contaba la historia.
Llevaban ocho meses navegando con O’Connor cuando arribaron a Santiago, en las Antillas, para cargar azúcar con destino a Nueva York. Habían tenido muchas oportunidades de escapar, pero no lo hicieron. Porque entonces su plan no podría realizarse y todos sus sufrimientos habrían resultado vanos. La auténtica prueba de fuerza iba a tener lugar en Santiago, y no guardaría ninguna relación con la fuerza de sus brazos y manos. La prueba estaba decidida mucho antes, y su desenlace se confirmaba a diario, como lo demostraban sus incontables heridas y cardenales. Pero lo soportaban. Miraban a O’Connor con atrevimiento creciente. En su perseverancia encontraban una fuerza desconocida para él.
Los más experimentados ya habían calculado que era allí donde el capitán Eagleton intentaría que desertasen. Ya les había ocurrido antes en otros barcos. Cuando iba a terminar una travesía, había capitanes mezquinos que trataban a la tripulación con tal crueldad que al final ésta desertaba. Pero ellos se quedaban con la paga. Los marineros la perdían si huían, y así el viaje acababa con unas ganancias adicionales.
O’Connor empezó a racionar el agua. Sudaban a mares bajo el sol tropical. También las provisiones empezaron a escasear. Isaiah había aprendido algo en el tiempo transcurrido desde que Giovanni había sido asesinado en su propia cocina, pero hasta sus limitados conocimientos resultaban superfluos ahora. Tres pequeñas galletas al día. Ésa era la ración diaria. Los sábados había arroz con leche y algo de carne salada. Sentían retortijones en el vientre. El perro de O’Connor vivía mejor que ellos.
Aquello estaba maldita y diabólicamente bien pensado. Habían pasado ocho meses en manos de un carcelero brutal y malvado. Ahora les abría las puertas de la celda, y ellos se negaban a salir. Aún les quedaba una cuenta que saldar. Pero con qué ganas habrían huido de su amenazadora presencia, de su propio terror.
Sin embargo, no lo hicieron, porque tenían un plan. Se quedaron.
Agotados por el hambre y la sed, tenían que fregar con arena la cubierta y la toldilla bajo el tórrido sol tropical. Los arrancaban de la litera una hora antes que a las tripulaciones de los demás barcos anclados en el fondeadero de Santiago y no se les permitía acostarse hasta mucho después de que lo hubieran hecho los demás.
A la sombra de una vela extendida, O’Connor permanecía sentado en su sillón con un revólver cargado en la mano y su perrazo a los pies. No estaba allí para hacerlos trabajar. Si alguno de ellos se hubiese levantado de aquella cubierta endemoniadamente caliente y se hubiera dirigido a la escalerilla de desembarco para remar a tierra, no habría movido un dedo para detenerlo. No, habría reído con aire de triunfo absoluto y le habría deseado buen viaje.
Las lavanderas llegaron en sus canoas entre gritos de alegría. Llevaban el pelo recogido, y sus amplios vestidos dejaban sus hombros al descubierto.
—¡Vamos a subir a bordo!
El primer oficial se puso de pie y las amenazó con el revólver.
Era una prueba de fuerza que hacía que se sintieran más abatidos con cada día que pasaba. Pero la suma de sus humillaciones diarias constituía una victoria. Advirtieron un brillo de vacilación en la mirada de O’Connor. Apareció el asombro, que perturbó el relajado sosiego de su estropeado rostro.
Al llegar a Nueva York hicieron dos cosas. Primero se desenrolaron del barco en el que, como compensación por el maltrato y las humillaciones cotidianas, no habían conocido más que el limitado triunfo de su resistencia pasiva. Después fueron en grupo a la comisaría más cercana para denunciar al primer oficial del Emma C. Leithfield.
Ése era el plan. Ésa era la idea que había tenido Albert y los había ayudado a aguantar. Habían hablado de matar a O’Connor, y algo, tal vez el miedo que sentían, los retuvo.
Albert se había dado cuenta de que si el capitán de un barco no intervenía cuando alguien se pasaba de la raya, como hacía el primer oficial, entonces no existía ley alguna. La tripulación no podía ser la ley. Podía amotinarse, pero un motín no representaba más que un grito de socorro. Lo mejor era que no contribuyeran al desorden. Porque tenía que haber alguna ley. Y si no la había en el barco, tenía que haberla en tierra.
Por eso se dirigieron todos juntos a la comisaría, no por vengarse del primer oficial, sino en nombre de la ley.
Iban allí para preguntar si existía la justicia.
Y recibieron una respuesta.
Atravesaron el Lower East Side hasta que llegaron a la comisaría de la calle Doce. Formaban un grupo compacto que llenaba la acera. Los transeúntes tenían que cederles el paso. Eran hombrachos de espaldas anchas y acostumbrados al trabajo, y por un instante se sintieron avergonzados por no haber sido capaces de moler a palos a O’Connor. Diecisiete contra uno, y aun así iban a pedir a otros que hiciesen justicia.
¿No era acaso la ley más que la disculpa de los débiles?
De modo que estaban ante un edificio sucio y amarillento donde un cartel anunciaba que allí residía la ley. Cuando entraron, por un instante no supieron de qué lado de ésta estaban. La mayoría de los detenidos que los hombres de uniforme traían de la calle se les parecían. Se dirigieron hacia un mostrador entre empujones, inseguros. A Albert le tocó llevar la voz cantante. Habló del asesinato de Giovanni, y el segundo oficial sueco se señaló el ojo destrozado.
El oficial procedió a poner por escrito la denuncia. Cuando vieron sus nombres en el papel, se produjo en ellos una transformación. Se miraron entre sí y enderezaron la espalda. Ya no era un grupo de hombres descontentos cuyas quejas no merecían más que desdén y un encogimiento de hombros.
Después, dos agentes los acompañaron de vuelta al barco. El primer oficial estaba en cubierta, sentado en su sillón. El perro yacía a sus pies. Sabían que el revólver cargado acechaba en su bolsillo. Pero no se podía disparar contra la ley. Si mataba a un agente, otros diez ocuparían su lugar.
Vieron el asombro dibujado en el rostro de O’Connor. Miró uno a uno a los miembros de la tripulación y todos bajaron la vista. Entonces se dio cuenta. Habían hecho lo impensable. No le habían pegado. No habían decidido contraatacar. No habían tratado de matarlo. Si hubiesen actuado así los habría entendido, incluso le habría parecido bien, hasta lo habría deseado. Conocía ese idioma. Pero, en cambio, no se habían comportado según la ley del más fuerte, y semejante conducta le resultaba incomprensible.
Titubeó un instante, mientras los sopesaba con la mirada, primero a los hombres de la tripulación, después a los agentes de la ley. Nada en el rostro de éstos revelaba lo que sentían al ver a aquel gigante de cara grotesca surcada de cicatrices, ropa andrajosa y un arma en el bolsillo, según se deducía del bulto evidente en sus pantalones de nanquín. Pero los marinos observaron que los agentes se ponían tensos y se llevaban la mano al revólver.
O’Connor también lo advirtió, y demostró poseer una astucia de la que no lo creían capaz. Preguntó a los policías en qué consistía el problema. Respondieron que estaba acusado de asesinato y agresión violenta, y que los testigos mantenían su declaración. Le leyeron sus derechos y a continuación le comunicaron que estaba detenido.
O’Connor entregó el revólver voluntariamente. Cuando se lo llevaban entre dos agentes, observaron que hacía esfuerzos por parecer más pequeño. ¡O’Connor!
Se miraron los unos a los otros.
La ley tenía tal poder que con un chasquido de los dedos convertía al mayor monstruo sediento de sangre en un corderito.
No habían creído que O’Connor poseyera el don de la elocuencia. Desde luego, nunca había dado muestras de tener un vocabulario extenso. Sus expresiones preferidas eran el gruñido y el rugido. Pero de pronto empezaba a revelar un aspecto totalmente nuevo en él. Ya habían apreciado el brillo de la astucia en su mirada cuando se presentaron para arrestarlo y decidió entregarse sin oponer resistencia. Ahora al fin se enteraban de que, tras aquella monstruosa masa de carne, se ocultaba un diablo calculador.
Cuando en el juicio leyeron la acusación que pesaba sobre él, O’Connor cogió la Biblia y la besó con una pasión que todos creían reservada a sus ataques de furia. Levantó la mano y juró que nunca en su vida había pegado a nadie. Después se llevó las manazas a la desfigurada cabeza y la hizo girar hacia uno y otro lado, como si su cuello fuese una rosca y su intención, aflojarla.
—¡Observe esta cara! —exclamó—. ¿Es ésta la cara de un malhechor? —Miró al juez y después al público en general—. ¿Lo es?
Si no hubiera sido por la amenaza de violencia que acechaba en cada uno de sus músculos siempre tensos, probablemente más de un presente se habría echado a reír, por lo grotesco que resultaba que reivindicase su inocencia. Era imposible imaginar un rostro que se adaptara mejor a un malhechor sin conciencia.
Sin embargo, hasta el juez bajó la mirada cuando O’Connor clavó los ojos en él, y los miembros de la tripulación empezaron a dudar acerca de quién era más fuerte: la ley u O’Connor.
Éste volvió a girar la cabeza.
—Mire mi rostro desfigurado —agregó—. ¿Le parece el de alguien que devuelve el golpe cuando lo atacan? No, es el de alguien que, cuando lo ataca la injusticia, muestra la otra mejilla.
Volvió a mirarlos, y ninguno de ellos le sostuvo la mirada. Mostró primero una mejilla cubierta de cicatrices, y luego la otra.
—¿Creéis realmente que podría acercarse alguien a mí si tuviera tan mal genio como se afirma? —Con un brusco ademán rasgó su andrajosa camisa y dejó al descubierto el pecho cubierto de cicatrices—. Esto —agregó, imprimiendo un tono solemne a su voz— es el cuerpo de un mártir. El cuerpo del cordero.
—Va a ganar —dijo Gustafsson, restregándose el ojo maltrecho, cuando después de la sesión tomaron asiento en el bar más cercano.
—¿No habéis visto el miedo que le tiene el juez?
—Ya, pero la ley no le tiene miedo —intervino Albert.
—¿De qué sirve la ley si el juez es pequeño y débil y el criminal grande y fuerte? —preguntó Rhys Llewellyn.
Albert se quedó solo en su confianza en la ley. Asistieron a todas las sesiones. Los llamaron a declarar de uno en uno. O’Connor replicaba a todos con desfachatez y miraba al juez, que bajaba la vista. Mientras tanto, las heridas y rasguños se curaron. Las manchas amarillas y azules perdieron color y desaparecieron. Sólo el ojo del segundo oficial seguía maltrecho, pero cuando O’Connor se volvía hacia él no podía sostenerle la mirada ni con el ojo ciego.
Para enrolarse tenían que esperar a que terminara el juicio. Se pusieron nerviosos y se desanimaron. Iban de bar en bar y poco a poco se bebían los ahorros.
—No deberíamos haberlo denunciado —le decían a Albert.
—La ley es más fuerte que O’Connor —respondía él.
—Mira al juez —insistían.
No creían en la ley. Era Albert quien los había convencido. O’Connor pronto volvería a estar libre y se vengaría. Tendrían que haberse tragado la derrota en lugar de buscar la ayuda de la ley. Al fin y al cabo, la ley siempre estaba del lado del más fuerte.
—Mira al juez —repetían—. Es pequeño y encorvado. No tiene ni un pelo en la cabeza. Es apenas más alto que un niño.
—No lo miréis. Escuchad lo que dice —contestaba Albert.
—Bueno, ¿qué habéis oído? —preguntó Albert tras la siguiente sesión.
Dijeron algo entre dientes y bajaron la vista. Sí, era cierto. Cuando se escuchaba lo que decía, el juez causaba otra impresión. Se aferraba a lo suyo como un bulldog. No soltaba a su presa, sino que seguía haciendo preguntas para adentrarse en el meollo del caso; hasta que el gigante perdió la paciencia, pegó un puñetazo en la barandilla que tenía delante y vociferó mirando alrededor:
—¡Soy hombre de paz, y todos sois testigos de ello!
—Excepto la tripulación del Emma C. Leithfield —señaló el juez con voz sosegada, y volvió a bajar la vista.
—Es la ley la que habla por su boca —dijo Albert.
—No, hombre, es él quien habla —lo corrigió Rhys Llewellyn—; pero habla bien.
Tras dieciséis días de sesiones, llegó el veredicto. O’Connor fue condenado a cinco años de cárcel por agresión y asesinato. Que lo sucedido en la cocina había sido un asesinato premeditado no podía probarse, aunque nadie lo dudaba. No iban a colgar a O’Connor del cuello hasta morir. Pero tampoco habían esperado nada semejante. Lo que esperaban era que saliese libre.
O’Connor rugió como un animal cuando se notificó la sentencia.
—¡Lo tienes bien merecido, bestia! —gritó el segundo oficial.
El juez se volvió y le dirigió una mirada de enfado, la única que le habían visto durante todo el tiempo que duró el juicio.
Los hombres se felicitaron mutuamente al abandonar la sala del tribunal, pero la sensación no era tanto de triunfo por la victoria sobre su enemigo como de alivio, un alivio que los desbordaba cual si los hubiesen absuelto.
—Finalmente, me libré de Isager —declaró Albert muchos años más tarde.
—Pero no es de él de quien queremos que hables —dijimos—. Habla de las botas.