El verano acababa de terminar, nuestros cuerpos aún conservaban el calor del sol, añorábamos el agua y salíamos corriendo de la escuela en dirección al puerto para echarnos de cabeza al agua. Después de nadar nos tumbábamos a secarnos en la cálida arena mientras hablábamos del maestro Isager. Los nuevos decían que no era tan malo. Que te retorciera la oreja o te propinara una colleja no significaba nada. En casa te hacían lo mismo.
Pero los mayores nos decían:
—Esperad, esperad. Por el momento está de buen humor.
—Ha hablado bien de mi padre —intervino Albert.
—Y tu padre ¿qué decía de él? —preguntó Niels Peter.
—Decía que Isager era un auténtico diablo con el zurriago.
Su madre, por su parte, había opinado que no podía decirse de un maestro de escuela que fuera un demonio, pero su padre respondió:
—Sí, para ti es fácil de decir. Las chicas nunca tuvisteis a Isager.
Al pensar en su padre, a Albert se le llenaron los ojos de lágrimas. Parpadeó y bajó la mirada. Sentía la nariz tapada, y se secó los mocos con un brusco movimiento de la mano. Vimos sus lágrimas, pero no nos burlamos de él. En la ciudad había muchos chicos que habían perdido a su padre en el mar. Nuestros padres se ausentaban a menudo, y un buen día se ausentaban para siempre. Aquélla era la única diferencia entre tener un padre muerto o vivo. No se trataba de una diferencia muy grande, aunque sí suficiente para que llorásemos cuando nadie nos veía.
Uno de nosotros le dio una palmada en el hombro a Albert y se puso de pie.
—¡Tonto el último!
Echamos una carrera atravesando la playa y nos zambullimos en el agua.
Cada verano íbamos a la playa, con su orla de algas secas que crujían y nos pinchaban los pies desnudos con su alfombra de conchas de mejillón rotas, su fondo verde luminoso y su fluctuante bosque submarino de sargazos y zosteras.
Cuando cumplíamos trece años nos hacíamos a la mar. Algunos nunca volvían. Pero todos los veranos había chicos nuevos en la playa.
Un día de agosto estábamos tumbados boca abajo en la arena caliente, chupando la piel salada, aún bronceada por el verano. Hablábamos de Jens Holgersen Ulfstand, que bajo el reinado del rey Hans venció a los de Lübeck en una batalla naval; de Søren Norby, Peder Skram y Herluf Trolle, que habían luchado en las aguas en que acabábamos de bañarnos; de Peder Jensen Bredal, que cayó en Als con una bala de mosquete en el pecho; de Christian IV, que a bordo del Spes expulsó a los de Hamburgo de Glückstadt, ciudad que él mismo había mandado construir y en la que nuestros padres estuvieron prisioneros más tarde.
De aquello, sin embargo, no hablábamos.
Lo que más nos gustaba era una historia del famoso almirante Tordenskjold, que a la altura de la costa de Ærø y Als persiguió durante toda una noche al Vita Örn, una fragata sueca de treinta cañones, a pesar de que su Løvendals Galej sólo llevaba veinte. Lo sabíamos todo acerca de sus hazañas en Dynekilen, Marstrand, Göteborg y Strömstad, donde tantos de sus intrépidos hombres murieron mientras él lograba salir con vida una y otra vez, pese a que nunca rehuía el peligro.
—¡Tampoco en esa ocasión! —exclamábamos para recordar cuando, estando solo en la playa de Torrekov, en Escandia, lo rodearon tres dragones suecos y se abrió paso a estocadas para después nadar a través del oleaje con la afilada espada entre los dientes.
Recordábamos cómo, después de luchar contra un capitán inglés durante casi veinticuatro horas, con una breve pausa entre la medianoche y el amanecer, hizo saber al enemigo acribillado a cañonazos que se le había acabado la pólvora y pidió prestado un poco para poder continuar la batalla.
El capitán inglés salió a cubierta con una copa de vino en la mano y gritó siete veces hurra por su contrario danés. Tordenskjold también sirvió vino y se vitorearon el uno al otro.
Aquello nos gustaba, y lo que más nos gustaba era cuando, en medio de la tormenta, con el palo del trinquete arrastrado por la borda del Løvendals Galej, gritó «¡Ánimo! ¡Esto va de maravilla!», y consiguió así dominar la tempestad y renovar el ardor de sus hombres.
Atravesábamos el promontorio para dirigirnos a casa. Al otro lado se extendía lo que llamábamos el Pequeño Mar. Veíamos a lo lejos los barcos del puerto, amarrados a los postes embreados. Había un par de viejos transbordadores del estrecho, dos balandras, una galeaza y la goleta Johanne Karoline, a la que solíamos referirnos como Incomparable. Habíamos aprendido a distinguir, con aire de expertos, entre un tipo de barco y otro mucho antes de que Isager empezara a meternos las letras en la cabeza a zurriagazos. También, al bañarnos en el puerto, nos desafiábamos a bucear a una profundidad cada vez mayor, hasta llegar a las quillas cubiertas de vegetación. A menudo salíamos con un puñado de conchas de mejillón en la mano.
Tras el muelle del puerto se alzaba la ciudad, la torre cuadrada de la iglesia y la torrecilla, cuya delgada espiral se elevaba hacia el cielo igual que un mástil desarbolado. Justo en aquel momento, las campanas de la iglesia empezaron a repicar diciendo adiós. Un cortejo fúnebre atravesaba Kirkestræde. Abrían la marcha unas muchachas que esparcían flores sobre los adoquines. Era por la anciana Ermine Karlsen, de Snaregade, que había sobrevivido a su marido y a dos hijos. No sabíamos si las campanas doblarían algún día por nosotros. Desde luego que nos esperaba una muerte cierta, pero si nos ahogábamos en el mar nunca nos llevarían a hombros hasta el cementerio.
•
Durante la primera semana tras el verano, el maestro Isager no miraba a nadie. En sus palabras y movimientos había una rutina somnolienta, como si acabara de levantarse de la cama sin estar completamente despierto y siguiera meciéndose entre los restos de un sueño agradable. Iba de la casa del maestro a la escuela vestido con bata y pantuflas, arrastrando los pies. En el bolsillo trasero de la bata llevaba el zurriago de cáñamo, enrollado como una víbora amodorrada por el calor.
Isager ejercía de maestro desde hacía veintiocho años, y ni uno solo de nuestros padres había podido evitar la mordedura de la víbora. Muchos de nosotros llevamos sus cicatrices, como un tatuaje que nos hacían aun antes de convertirnos en hombres.
El buen tiempo continuó hasta bien entrado septiembre, y lo mismo ocurrió con la mansedumbre de Isager. Casi nunca nos preguntaba la lección, raras veces nos pegaba, y jamás hasta el extremo de hacer brotar lágrimas o sangre. El zurriago, el famoso e infame cabo de cuerda, seguía en el bolsillo trasero. Isager leía en voz alta el catecismo infantil y no hacía diferencia alguna entre los alumnos nuevos y los que llevaban en la escuela cinco años. Leía de los tres primeros capítulos: acerca de Dios y sus atributos, sobre la obra divina y sobre la depravación humana al pecar, pero cuando llegaba al cuarto capítulo, que trataba de la redención de los hombres por medio de Jesucristo, el Hijo de Dios, se callaba y decía que no había necesidad de leerlo, pues consideraba el resto del libro una insensatez.
En su lugar, recitaba pasajes de la Biblia, sobre todo la historia de Jacob y sus doce hijos, que siempre suavizaba su mirada y hacía que murmurase:
—También yo tengo doce hijos, igual que Jacob.
Como atendíamos a lo que decía, sabíamos que Jacob era un ladrón que robó a su propio hermano, Esaú, el de los brazos peludos, y mintió a su padre, el ciego Isaac. Tuvo hijos con cuatro mujeres diferentes, Raquel, Lía, Bilhá y Zilpá, y cuando una no podía engendrar, se acostaba con la otra, sencillamente. Llegó a luchar contra un ángel, batalla que lo dejó tullido. Después, Dios lo bendijo. Era una historia extraña, pero no nos atrevíamos a decírselo a Isager.
Dos de sus hijos, Josef y Johan, seguían yendo a la escuela; sin embargo, sólo el primero se llamaba como uno de los doce hijos de Jacob. Les decíamos que el héroe de su padre era un mentiroso, un ladrón y un adúltero. Johan lloraba. Siempre estaba llorando, porque no pasaba día sin que Josef le pegara. Las lágrimas, pringosas como gotas de cera, brotaban de sus ojos extraordinariamente grandes. Josef apretaba los puños y le daba en la cabeza, diciendo que su padre no era ningún adúltero, sino, simplemente, un tonto y un borrachín.
Nosotros jamás hablábamos así de nuestros padres, pero, visto lo visto, dejamos en paz a los hijos de Isager.
A mediados de septiembre las nubes se apiñaron encima de la isla. El viento soplaba del este. Entonces supimos que el buen tiempo había terminado. Muy pronto una capa gris pizarra cubrió el cielo, y las gafas de acero de Isager se apretaban contra el caballete de su nariz. Algunos creían que los cambios de humor de Isager dependían del tiempo, de manera que lo primero que hacíamos todos los días camino de la escuela era echar un vistazo al cielo. Buscábamos señales en las formaciones nubosas. Era una meteorología incierta, y hasta los más firmes seguidores de la teoría debían admitir que Isager y las nubes no siempre coincidían.
Sin embargo, aquel día de mediados de septiembre sí coincidían. Isager había dejado la bata y llevaba puesta una chaqueta negra, a la que llamábamos su uniforme de batalla. Los tacones de acero de sus botas restallaban contra los adoquines cuando cruzaba el patio entre la casa del maestro y la escuela. En la mano derecha llevaba el zurriago preparado. Se colocaba en la entrada de la escuela y nos arreaba un zurriagazo en la nuca a medida que entrábamos, zumbando, por la puerta.
Teníamos que hacer cola para que nos pegara. En la clase éramos setenta chicos, y teníamos que atravesar el umbral de uno en uno. Nuestro cuero cabelludo acababa habituándose a los golpes. Los mayores estaban acostumbrados a las peleas y aguantaban muchos palos. Pero nuestros corazones asustados no podían habituarse. Un golpe que se ve venir es siempre peor que uno inesperado.
A los pequeños de la clase empezaban a temblarles los labios antes de llegar frente al maestro Isager. El golpe en la nuca constituía su bautizo.
En clase nos aguardaban cosas peores.
Empezábamos cantando La oscura noche ha pasado ya. Isager dirigía el canto con voz horrísona. Era sacristán, pero tenía que pagarle al maestro adjunto Nothkier para que cantara los domingos en la iglesia. Los feligreses habían jurado que, si Isager dirigía el canto, saldrían por la puerta cada vez que abriese la boca. Su vanidad resultó ofendida. Pero en la escuela no había elección, y aun así aprendimos a apreciar su voz y desear que el pesado salmo se alargara indefinidamente. Mientras Isager cantaba, no pegaba.
A medida que cantaba, daba pasos inquietos hacia atrás y hacia delante. Se sabía el salmo de memoria, pero de todas formas mantenía el libro abierto pegado a la nariz. Detrás del libro, su mirada depredadora se movía de un lado a otro. Cuando terminaba las últimas líneas, «Dios, danos felicidad y buenos consejos, envíanos la luz de tu gracia», algunos ya lloraban. El salmo se había impuesto por encima de nuestro llanto. Ahora volvía a oírse.
El cogotazo inicial desataba las lágrimas. El miedo las mantenía.
Albert estaba de pie, con los labios apretados, mirando pensativo las gafas de Isager. Combatía el miedo a fuerza de concentración.
Isager aguzó el oído. Volvió a deslizar la mirada de un lado a otro. Sus gestos eran tan exagerados que parecía una comedia. Primero se dirigió a Albert, a quien miró fijamente a la cara. Era uno de los pequeños, y éstos siempre se quejaban. Albert permaneció con la vista al frente, sin pestañear. Isager lo absolvió y continuó.
Éramos muchos en clase. Nunca nos llamaba por nuestro nombre, sino que se refería a nosotros con un «¡Tú!» o un golpe. Su zurriago nos conocía mejor que él.
Se hizo el silencio en el aula. Los que lloraban se taparon la boca con la mano, aterrados sólo de pensar en las desgracias que el menor ruido podía acarrearles. Entonces, se oyó un sollozo entrecortado. La mano sobre la boca no había sido suficiente. Isager se sobresaltó. Entornó los ojos tras los cristales de las gafas y miró alrededor.
—¡Silencio! —bramó.
—Maestro Isager —dijo Albert—, no ha estado bien que nos pegara. ¡No habíamos hecho nada!
Isager palideció. Hasta su roja nariz se puso blanca. Se desabrochó la chaqueta. Era la señal. En ningún momento había soltado el zurriago: el libro de salmos en una mano y el instrumento de castigo en la otra. Acababa de cantar a la felicidad, a los buenos consejos y a la luz de la gracia. Llegaba la hora de las amenazas. Desenroscó el zurriago con estudiada parsimonia. Si hubiera sido una fusta, habría restallado.
—¡Os juro por mi honor que vais a recibir el castigo que merecéis!
Su respiración se tornó pesada. Cogió de la chaqueta a Albert, que salió despedido del pupitre y cayó al suelo. Isager lo apretó con fuerza entre las piernas, agarrándolo por la cinturilla. Durante el largo verano de inactividad en que sólo había podido pegar a Josef y Johan, había ido acumulando fuerzas. Tenía la pericia que daban tres décadas de práctica, y el zurriago golpeó con el mayor efecto posible.
Albert gritó, aterrorizado. Nunca había recibido un zurriagazo. Laurids le había pegado poco, y lo de su madre no pasaba de ser unas bofetadas. Ahora lo obligaban a arrodillarse. Se retorció intentando liberarse.
—Vaya, así que eres un revoltoso —dijo entre dientes Isager, obligándolo a ponerse de pie tirándole del pelo. Lo miró a la cara—. Revoltoso —repitió, y le cruzó la cara con el zurriago.
Después se cebó con el siguiente.
En el fondo del aula un grupo se había apelotonado junto al alféizar y trataba de soltar los ganchos de la ventana. Isager se dio cuenta demasiado tarde. La ventana ya estaba abierta de par en par. Los chicos saltaron al patio y salieron corriendo por el portalón. Isager se quedó con el zurriago levantado. El chico al que inmovilizaba entre las piernas se soltó y echó a correr por el aula, presa del pánico. Mientras tanto, Isager se abrió camino hasta el otro extremo de la estancia. Golpeaba a diestro y siniestro con el zurriago.
—¡Rápido, rápido! ¡Que viene! —gritamos para avisarlos.
Otro chico logró escapar por la ventana. Entonces llegó Isager. Repartió palos a los que quedaban, antes de hacerlos bajar del alféizar a tirones. El zurriago nos golpeaba ora en las piernas, ora en la espalda, los brazos o la cara. Un chico se acurrucó en el suelo, protegiéndose la cabeza con los brazos. Isager lo golpeó con fuerza en la espalda y después le dio una patada en las costillas.
Hans Jørgen agarró al maestro por el brazo. Era un chicarrón fuerte que iba a confirmarse el año siguiente.
—¿Qué haces poniendo la mano encima de tu profesor, golfo? —gritó Isager, luchando por soltarse.
Nadie fue a ayudar a Hans Jørgen. Aunque éramos suficientes para reducir a Isager, no nos atrevíamos. Podríamos haber saltado los setenta sobre él y ahogarlo bajo nuestro peso, pero ni se nos ocurrió. Y es que era el maestro. La mayoría permanecieron sentados en el pupitre, temerosos. Sabían que pronto les tocaría a ellos, y aun así no se movieron.
Albert se acercó a los contendientes. Isager no reparó en él. Bastante tenía con sacarse de encima a Hans Jørgen. Albert lo observó con la misma mirada calculadora que cuando había fijado la vista en sus gafas. La mejilla en que había recibido el zurriagazo estaba roja e hinchada. De pronto soltó una patada. Su zueco alcanzó a Isager en la espinilla. El maestro emitió un alarido y Hans Jørgen aprovechó la oportunidad para torcerle el brazo. Isager dejó escapar un gemido y cayó de rodillas.
Fue entonces cuando deberíamos haber saltado sobre él; sin embargo, semejante acción era impensable. Isager era un monstruo, pero un monstruo al que no podíamos matar.
Estaba arrodillado en el suelo, berreando como un animal enfermo. Todos sabíamos, por las refriegas que solíamos tener entre nosotros, que ése era el momento en que terminaba una pelea. Cuando alguien estaba arrodillado con el brazo retorcido a la espalda le ordenábamos que suplicara clemencia, pidiese perdón o se humillara de alguna otra forma. No podíamos andar rompiéndonos los brazos los unos a los otros, así que una pelea terminaba allí. Pero con Isager siempre acababa en combate nulo. Nuestro mayor deseo era que alguien le rompiese el maldito brazo en cuya mano sostenía el zurriago. Y aun así nos resultaba imposible. Nuestra indecisión nos robaba la victoria. No había ningún adulto entre nosotros para decirnos «¡Acaba con él!». De otro modo lo habríamos hecho. Pero Isager era el único adulto, y lo dejamos marchar. Ni siquiera lo obligamos a pedir perdón con humildad.
Hans Jørgen dio un paso atrás. Isager no lo miró. Se sacudió el polvo de las rodillas. Después agarró al que estaba más cerca. Era Albert, que por segunda vez en un día terminó entre sus piernas. No se atrevió a tocar a Hans Jørgen.
Isager tuvo que pelear un par de veces más. No todos toleraban su brutalidad, pero la mayoría nos quedábamos entre sus piernas recibiendo azotes con los dientes apretados.
Después se dirigió jadeante a su mesa. Apenas podía respirar. No era joven, y moler a palos a setenta chicos constituía un trabajo agotador; pero lo había conseguido. Se apoyó en la mesa con la mano izquierda. Seguía agarrando con fuerza el zurriago.
—Golfos desvergonzados, ahora os vais a enterar —gruñó entre jadeos.
Sin embargo, estaba demasiado cansado para llevar a cabo su amenaza.
Seguía con las gafas puestas. Ni en medio de sus peleas con los chicos mayores perdían su posición en el caballete de la nariz.
Fue Albert quien descubrió el secreto de las gafas. Si Isager las llevaba en la punta de la nariz, iba a ser un día tranquilo, que sólo dejaría en nuestras caras y manos marcas insignificantes que curarían rápidamente. Si se balanceaban a media altura, el día podía salir bien o podía salir mal. Si las llevaba apretadas contra el caballete de la nariz, la enseñanza iba a concentrarse en los miembros más blandos, más sensibles y no obstante menos inteligentes de nuestro cuerpo, y el Maestro Zurriago iba a dictar los deberes del día.
Aquel descubrimiento proporcionó a Albert cierta fama, y a todos nos pareció que la información que acabábamos de recibir era un gran paso adelante en la eterna guerra contra Isager.
Fue una guerra que nos dejó marcados. Teníamos en el cuero cabelludo cicatrices de los reglazos dados con el canto, y los dedos hinchados, hasta el punto de que apenas podíamos sujetar la pluma, porque cuando no le gustaba nuestra caligrafía nos pegaba en ellos. A aquello lo llamaba «repartir ducados», y también repartía ducados generosamente los días que llevaba las gafas en la punta de la nariz. Cojeábamos y sangrábamos, estábamos amoratados y amarillos, cubiertos de cardenales, y siempre nos dolían las zonas del cuerpo menos protegidas.
No obstante, hizo algo todavía peor.
Dejó su impronta de un modo más terrible aún: acabamos pareciéndonos a él.
Hacíamos cosas horribles, y nos dábamos cuenta cuando, al estar todos reunidos, señalaba la prueba de nuestras fechorías. Era como una carga de la que resultara imposible librarse.
Provocó en nosotros una sed de sangre insaciable.
•
Un día de otoño en que el viento arrancaba las últimas hojas de los árboles, estábamos en Kirkestræde, apaleados y doloridos, buscando alguna distracción cuando, de pronto, apareció caminando pesadamente el perro de Isager, un animal paticorto e hinchado de raza indefinida. Su pelo era corto y de un color blanco grisáceo. Tenía la barriga de color rosa, como los cerdos. Lo llamaban Karo y lo habíamos visto en los brazos de la señora Isager. Ella era tan informe como el perro, y sus ojos, semejantes a los de los chinos, se hundían bajo la presión de la masa sebosa de las mejillas.
No sabíamos mucho de ella, aunque sospechábamos que era la causa de todas nuestras desgracias. Decían que con sus manos semejantes a jamones apaleaba regularmente a Isager, y que eran esas humillaciones las que provocaban que llevara las gafas en el caballete de la nariz.
El perro deambulaba por la calle como si se encontrara en la sala de su casa, y puede que también lo pensara, pues hasta entonces ninguno de nosotros lo había visto andar a su aire por la ciudad.
—Karo —dijo Hans Jørgen, haciendo chascar los dedos.
El perro se detuvo. Tenía una mandíbula prominente, y su lengua sobresalía entre las quijadas. Sentimos la furia crecer dentro de nosotros. De repente, lo odiábamos. El gordo Lorentz le lanzó una patada sin darle, pero Hans Jørgen levantó la mano. Después se puso a cantar la vieja copla que siempre cantábamos de pequeños cuando queríamos que un caracol sacara los cuernos. Nos cogimos de la mano y nos pusimos a cantar en corro alrededor de Karo.
Caracol, col, col,
caracol, col, col,
saca los cuernos y ponte al sol
que tu madre, como tu padre,
también los sacó.
Karo saltaba de un lado para otro, ladrando.
—¡Ven, chucho! —lo llamó Hans Jørgen, animoso, y echó a correr.
El perro lo siguió, contento y esperanzado. Hicimos un círculo en torno a él y también echamos a correr por Markgade. Cualquiera que se hubiera cruzado con nosotros no habría visto más que un grupo de chicos corriendo.
Dejamos atrás Vestergade. Más allá estaba la Cordelería. Y más allá aún el descampado, adonde íbamos cuando necesitábamos desfogarnos y la ciudad se nos quedaba pequeña. A los lados de los caminos crecían unos venerables álamos desmochados en los que la edad había abierto grietas. En ellos hacíamos constar nuestro derecho de propiedad con clavos y tablas. Los convertíamos en cabañas con sus escaleras, su estancia y su buhardilla. Eran nuestras fortalezas, desde las que dominábamos el descampado. Pero teníamos que reconquistarlas una y otra vez. Los hijos de los campesinos las reclamaban también. Eran hijos de la tierra, pesados y ariscos, y sentían un derecho de primogenitura respecto a aquellas tierras. Nosotros, sin embargo, éramos más. Siempre íbamos allí en grupo, preparados para la pelea, y nos marchábamos como señores victoriosos. Eran los nativos y defendían sus tierras con la obstinación de los salvajes. Pero nosotros éramos más fuertes, y no mostrábamos ninguna clemencia hacia ellos.
—¿Será capaz de ir corriendo hasta allí? —preguntó Niels Peter.
Hilillos de saliva colgaban de los belfos negros de Karo, que avanzaba a saltos, como buenamente podía, para seguir nuestro ritmo. Aquello era mejor que ser el perrito faldero en casa de la gruesa esposa del maestro.
—Si Lorentz puede, Karo también —respondió Josef, golpeando con fuerza a Lorentz en el hombro fofo.
Lorentz tenía la cara roja por el esfuerzo. Sus hombros y su pecho subían y bajaban mientras respiraba emitiendo un ruido sibilante, como si dentro de él se hubiera abierto un agujero. Su cara estaba cubierta por una capa de grasa, y cuando le pegábamos con fuerza en la mejilla todo él se estremecía. Era muy divertido. Sólo su nariz carnosa permanecía en su sitio mientras le temblaban los labios. Sus ojos parecían estar pidiendo perdón por su vergonzosa gordura.
—Míralo, ¡qué asco! —gritó el pequeño Anders, señalando a Karo—. ¡Uf! ¡Si está babeando!
—Y tiene las patas como las de una cómoda. ¿Qué clase de perro es éste?
Karo respondió con un alegre ladrido. Había encontrado compañía y no tenía ni idea de lo que le esperaba. ¿Cómo iba a saberlo un animal inocente como él? Claro que, a nuestros ojos, Karo era cualquier cosa menos inocente. Era el perro del maestro Isager. Y del odio que sentíamos hacia nuestro torturador no podía librarse su perro. Mientras corríamos junto a Karo íbamos señalando los abundantes parecidos entre la cara fea y chata del animal y el aspecto del maestro.
—Sólo le faltan las gafas —dijo Albert, y los demás nos echamos a reír.
Habíamos puesto rumbo a los acantilados de arcilla que había antes de la Revuelta, pero no habíamos llegado allí cuando Karo ya había perdido el aliento. No estaba acostumbrado a moverse más que para ir de la cesta del perro al cuenco de la comida y recorrer el camino de vuelta. Sus patas de cómoda cedieron, y se tumbó sobre la barriga, babeando por el esfuerzo.
No podíamos dejar que se diera por vencido; todavía no.
Lo que habíamos ido a hacer no podía hacerse en terreno abierto.
Hans Jørgen lo tomó en brazos. Karo le lamió la cara, contento, y Hans Jørgen hizo una mueca.
—¡Puaj! —gritamos a coro.
Después reanudamos la carrera. Nuestra excitación crecía por momentos. No podíamos esperar más. Bajamos corriendo la primera colina de la Revuelta, después subimos la siguiente y nos encaminamos por una linde entre sembrados hacia el acantilado. Siempre nos había atraído aquel lugar. La playa cubierta de rocas quedaba a una profundidad vertiginosa, y el mar se extendía en todas las direcciones. Estar en lo alto del acantilado mirando fijamente el mar era para nosotros un auténtico misterio. Sabíamos que era nuestra propia vida la que veíamos extenderse ante nosotros. Íbamos allí a menudo, y siempre nos quedábamos mudos ante el espectáculo que se nos ofrecía.
El acantilado no bajaba en vertical en todas partes. Era empinado, pero en la fértil arcilla crecían las orquídeas salvajes, la milenrama y el tanaceto. Podíamos lanzarnos al vacío desde el borde y poner pie unos metros más abajo. No había modo de bajar hasta la playa por ninguna parte, pero con cuidado se podía salvar el acantilado, no siempre sin arañazos, y a cuatro patas para evitar el peligro.
En ese momento estábamos en el borde mirando al Báltico. Hans Jørgen seguía llevando en brazos a Karo, que volvió a ladrar. Debía de creer que íbamos a enseñarle el mundo entero. No habíamos quedado en nada. Tampoco hacía falta. Todos sabíamos lo que iba a suceder.
Hans Jørgen balanceó a Karo hacia atrás y hacia delante mientras lo sujetaba de las patas delanteras. El dolor hizo que el perro intentara morderlo, pero su robusto cuello era demasiado corto. Mordió el aire enseñando sus dientecillos, en parte gimiendo, en parte gruñendo. Agitaba las patas traseras como si buscara un punto de apoyo.
—¡Caracol, col, col! —gritó Hans Jørgen, y lo acompañamos a coro.
—¡Caracol, col, col! ¡Saca los cuernos y ponte al sol!
Hans Jørgen lo soltó, y Karo describió un amplio arco sobre el fondo del nuboso cielo otoñal antes de empezar a caer sobre las rocas de la playa, allá abajo. Sacudía y agitaba el cuerpo rollizo. Qué divertido fue. Nos quedamos en el borde del acantilado para verlo estrellarse contra la playa. Al principio no oíamos nada. Yacía inmóvil sobre un costado. Después percibimos algo así como un gemido; no era un aullido, sino una queja de alguien cuyas fuerzas se habían agotado. Karo giró lentamente hasta apoyarse en la panza. Intentó ponerse en pie, pero no hubo manera. La parte trasera de su cuerpo no se movía. Sólo las patas delanteras se agitaban, frenéticas. Lo intentó una y otra vez, y durante todo ese tiempo no paramos de oírlo. Los sonidos que emitía parecían más de un niño que de un animal, y fue ese sonido desgarrador, débil y penetrante a la vez, el que hizo que nuestra alegría se desvaneciese de golpe.
No nos miramos. Bajamos a gatas el acantilado, cada uno por su lado. Ya no éramos un grupo. La mayoría de nosotros queríamos regresar a casa y olvidarnos de Karo. Pero Hans Jørgen era nuestro jefe, de modo que lo seguimos. No poníamos mucha atención. El pequeño Anders cayó rodando varios metros. Después se golpeó contra una roca y se puso en pie, llorando. Llegamos magullados y rodeamos a Karo, que seguía con sus tétricos e insoportables gemidos.
Nos miraba y se relamía el hocico con su lengüecita rosa. Casi parecía contento, como si no tuviese la menor sospecha de que éramos la causa de su desgracia y esperase que todo se arreglara. No agitaba la cola, pero debía de ser porque se le había roto el espinazo.
Hicimos un corro en torno a él. Ahora nadie quería molerlo a patadas. Parecía tan inocente… No había hecho nada, y ahora yacía allí, gimiendo con el espinazo roto.
Albert se arrodilló a su lado y le acarició la cabeza.
—Tranquilo —dijo con tono consolador, y a todos nos entraron ganas de acariciarlo.
Si al menos en aquel momento hubiera vuelto a menear la minúscula cola… Pero no lo hizo, y jamás volvería a hacerlo. Bien que lo sabíamos.
Hans Jørgen se acercó a Albert.
—Ya está bien —dijo, cogiendo a Albert del brazo para apartarlo.
Albert se incorporó y se quedó junto a él. Hans Jørgen aún lo tenía agarrado. Era el mayor del grupo y el que tenía más sentido de la justicia. Era él quien se negaba con valentía cuando Isager hacía probar el zurriago a la clase. Siempre defendía a los más pequeños. Y ahora se lo veía tan abatido y desconcertado como los demás.
—No podemos dejar a Karo aquí tirado —dijo Albert.
—Tampoco sirve de nada que lo acariciemos —apuntó Hans Jørgen.
—¿Por qué no se lo devolvemos a Isager?
—¿A Isager? ¿Estás loco? Nos mataría.
—Bueno, pero ¿qué hacemos?
Hans Jørgen soltó a Albert y dejó caer los brazos. Después echó a andar por la playa.
—Ayudadme a encontrar una piedra grande —dijo.
Nadie se movió. Anders seguía llorando. Karo había enmudecido, como si las palabras de Hans Jørgen lo hubieran hecho meditar.
—Escuchad —dijo Albert—. Karo ya no gime. Puede que esté mejor.
—Karo no va a ponerse bien —dijo Hans Jørgen con tono sombrío, y todos comprendimos que aquello no tenía remedio—. Podéis iros, si queréis —añadió.
Había encontrado una piedra y la tenía sujeta con ambas manos.
Queríamos irnos, pero no podíamos. No podíamos abandonar a Hans Jørgen. Si lo hacíamos sería como si cada uno de nosotros se quedara a solas con Isager.
Hans Jørgen se arrodilló delante de Karo, que lo miró esperanzado, como si pensara que quería jugar con él.
—Ponedlo de costado —indicó Hans Jørgen.
Niels Peter agarró al perro por la rosada barriga y lo colocó de costado. Karo aullaba. No gemía. No se quejaba. Aullaba. Perdimos los estribos y gritamos con él, porque creíamos que era una pena que fuese tan tonto y no comprendiera nada del mundo.
Cuando trepamos a lo alto del acantilado, todos llevábamos una piedra en la mano. No sabíamos por qué. Emprendimos el camino de vuelta, apretando la piedra sin pronunciar palabra.
Lorentz salió a nuestro encuentro, jadeando. Había desistido en la primera colina de la Revuelta.
—¿Qué ha pasado? —preguntó en su habitual tono zalamero. Después se fijó en nuestros rostros reservados—. ¿Dónde está Karo?
—Cállate, gordo de mierda.
Niels Peter se adelantó y le dio un puñetazo en la tripa. Lorentz cayó sentado en medio del camino con aquella expresión suplicante en el rostro que todos odiábamos. Hiciéramos lo que le hiciésemos, siempre lo aceptaba.
Después nos encontramos a dos chicos de las granjas de Midtmarken. Olían a establo, y nos lanzamos tras ellos. Los corrimos a pedradas, y huyeron dando alaridos en dirección a su casa, al estercolero. Nos importaba un pimiento lo que dijesen a sus padres.
Nuestro humor no había mejorado. Teníamos la sensación de que, una vez más, era Isager quien había vencido.
Nuestro odio hacia él no hizo sino crecer.
Al día siguiente estábamos seguros de que Isager haría su ronda habitual con el zurriago. Las gafas estaban en su sitio, bien apretadas contra el caballete de la nariz. Recorría a zancadas el aula, con aquellos pasos elásticos, flexibles, que tanto habíamos llegado a temer. El zurriago parecía tener vida propia. Lo veíamos retorcerse en su mano, dispuesto a abatirse sobre la primera víctima. Agachamos la cabeza.
El momento se acercaba.
Karo no había vuelto a casa. Debió de armarse un buen revuelo, y daba igual que Isager pensara que estábamos implicados en la desaparición del perro o no, porque de todos modos iba a descargar su ira en nosotros, como hacía siempre que algo lo contrariaba.
Isager caminaba arriba y abajo murmurando «Golfos, más que golfos». Pero no ordenó a nadie que se arrodillara.
De pronto, soltó un golpe sin previo aviso. Se lanzó sobre Lorentz, que estaba sentado en su pupitre y abultaba por dos. Lo atacó por detrás, propinándole un sibilante zurriagazo en la ancha espalda. Después se colocó rápidamente frente al pupitre y empezó a azotarlo, primero en el pecho y después en el rostro. Lorentz soltó un chillido que era a la vez de miedo y dolor, y se cubrió el rostro con sus brazos rollizos.
Isager lo cogió de un brazo y tiró de él para dejar vía libre al zurriago. Como no podía, arrojó a Lorentz al suelo de un empujón. Después la emprendió a patadas con él. Todos habíamos pegado a Lorentz alguna vez, hasta los más pequeños. Su gordura tenía algo de apetitoso e irritante a la vez, una suavidad femenina que nos atraía y enfurecía al mismo tiempo. Era un cobarde, un traidor a cuanto debería ser un chico. Se decía de él que no tenía huevos, y que su blanco gusanillo colgaba solitario entre sus muslos grasientos por encima de una bolsa vacía. Eso lo convertía a nuestros ojos en un payaso. Pensábamos que la grasa lo protegía, e incluso cuando se lamentaba por nuestros golpes creíamos que lloraba porque era un cobarde y no porque realmente le hiciera daño. Entonces lo golpeábamos con más fuerza para que dejase de llorar.
Lorentz nunca devolvía el golpe. Tenía tanto miedo de nuestras guasas que aceptaba cualquier cosa con tal de que no lo excluyésemos del grupo, y nosotros lo soportábamos porque necesitábamos a alguien a quien pegar impunemente. Puede que pensara que lo tolerábamos. Pero no era cierto. Para nosotros él no era más que las palabras que empleábamos cuando teníamos que convencerlo de que hiciera algo, un «gordo de mierda».
Lo único que nos enseñó Isager fue a ser solidarios. Jamás logró que revelásemos el nombre del autor de alguna fechoría. Preferíamos asumir la culpa a traicionar a quien fuera. Isager lo sabía. Por eso nos consideraba a todos igual de responsables y pegaba sin hacer distinciones.
En ese momento Lorentz yacía indefenso en el suelo mientras Isager continuaba pateándolo. Lorentz era el más inocente de nosotros, pero aun así nadie alzó la voz para proclamar a gritos su inocencia.
¿Sería también la solidaridad lo que nos hacía callar?
Después oímos la familiar respiración sibilante que solía acompañar nuestras correrías cuando apretábamos el paso y Lorentz se rezagaba. Estaba perdiendo el aliento. En su intento por sentarse en el suelo había olvidado protegerse. Isager, que hasta entonces había tenido que conformarse con usar las botas como arma, se dispuso a cubrir de zurriagazos el rostro descubierto y el pecho afeminado y grasiento, cuando algo lo retuvo. Lorentz agitaba los brazos como si se defendiera de un enemigo invisible, completamente diferente. Tenía el rostro amoratado y los ojos se le salían de las órbitas. Hacía gárgaras y jadeaba. Parecía que iba a ahogarse.
Isager retrocedió un paso, indeciso. Después metió el zurriago en el bolsillo trasero, como si nada hubiera ocurrido, y se encaminó hacia su mesa.
Lorentz había conseguido sentarse en el suelo. Movía los hombros arriba y abajo mientras luchaba dolorosamente por respirar. Isager lo miró de reojo, pero no hizo nada. Se notaba que estaba asustado.
Lorentz siguió sentado en el suelo durante el resto de la clase. Lentamente, su rollizo cuerpo recobró el sosiego y su respiración se hizo menos audible. Se quedó completamente ensimismado, con la mirada fija en el vacío. Cuando logró respirar con normalidad, miró alrededor como si preguntase en silencio si al fin era uno de los nuestros.
Desviamos la mirada. Nadie quiso responder.
•
Isager llevaba treinta años en su puesto. Antes de él hubo otro maestro, llamado Andrésen, que dio clase durante cincuenta y un años. Sólo los viejos se acordaban de él. Isager había conocido a dos reyes: primero, al príncipe Christian Frederik, que se convertiría en Christian VIII. Con la goleta Delphinen atracó en un muelle adoquinado del puerto, que desde entonces se llama embarcadero del Príncipe. Después paseó por Marksgade hasta Kirkestræde, y por eso aquel tramo de Markgade se llama calle del Príncipe. Dondequiera que Christian Frederik ponía el pie, las cosas cambiaban de nombre.
Las niñas iban vestidas de blanco, y el pastor soltó un discurso, pero el protagonista principal de aquel evento era Isager, pues el príncipe iba a examinar a sus alumnos.
Doce años más tarde, otro personaje real visitó el lugar. Se trataba del futuro Frederik VII. Llegó con el transbordador un día en que se acercaba una tormenta procedente del norte. Nosotros estábamos en el puerto discutiendo sobre quién sería el príncipe, cuando un hombre con gruesas manoplas de lana y gorro con orejeras saltó a tierra y anudó la amarra.
—Hace frío, amigos —dijo, y era el príncipe.
En la escuela cantamos Mientras existamos, ¡marinos seremos! La letra era obra de Isager. Después, nos examinarían. En mitad del examen, el príncipe se volvió hacia su ayuda de cámara y le preguntó si sabía hacer unas cuentas tan difíciles como los niños de Marstal. El ayuda de cámara respondió que no, y el hombre que un día subiría al trono como Frederik VII dijo:
—Yo tampoco.
El problema de aritmética que había despertado la admiración del príncipe estaba en la página cuarenta y siete del Libro de cuentas de Cramer y decía lo siguiente: «La Tierra recorre su órbita anual, que son 129.626.823 millas marinas, en 365 días y una fracción de 109/450. Sabiendo que se desplaza a una velocidad constante, ¿qué distancia recorre en un segundo?»
Se trataba de una pregunta que daba vértigo a cualquiera, sobre todo si se tenía en cuenta que Isager había omitido enseñarnos que la Tierra giraba en torno al Sol. Pero la respuesta nos la grabó con precisión. Estaba en la parte de atrás del libro. Era cuatro millas y una fracción que nadie habría aprendido sin la intervención del zurriago. Esa vez respondió un alumno que se llamaba Svend. Desde entonces nadie lo llamó otra cosa que Millas Por Segundo Svend. Pero se llevó la fracción a su tumba marina. Pues allí terminó con sólo dieciséis años.
Isager hizo una profunda reverencia para agradecer el cumplido del heredero de la corona, y Frederik le dio una palmada en el hombro. Millas Por Segundo Svend había recibido instrucciones de que mantuviera las manos a la espalda, a fin de que Frederik no viese sus dedos destrozados.
Ésa era la clase de sabiduría que alcanzamos con Isager: que el zurriago o la regla podían conseguir aquello para lo que no alcanzaba la inteligencia del maestro. Incluso con el Libro de cuentas de Cramer en la mano, los conocimientos de Isager no daban para mucho. El zurriago, en cambio, sí. Si aprendimos a contar fue sólo para llevar la cuenta de los golpes que recibíamos. Y allí estaban nuestros hermanos mayores, delante del heredero de la corona, haciendo cuentas como loros atormentados.
Posteriormente, a la escuela de Marstal le pusieron el nombre del ilustre visitante.
Se llamó Frederiksskole, pero del mismo modo podía haberse llamado Isagerskole. Mediante la palmada en el hombro de Frederik, tanto la escuela como nuestros cuerpos se convirtieron en propiedad de Isager. Había hecho reverencias a dos futuros reyes, dos futuros reyes le habían dado una palmada en el hombro, y por lo tanto era intocable.
Habían creado una comisión escolar, compuesta por un tendero y dos marinos. Si llegábamos a casa demasiado maltratados tras nuestro encuentro con el zurriago de Isager, nuestros padres podían quejarse ante ella. Pero los miembros de la comisión eran gente llana y veneraban al sabio maestro a quien no uno sino dos reyes habían elogiado, y por eso nunca tomaron en consideración las quejas contra él.
Además, todos recordaban cómo eran las cosas en tiempos del viejo Andrésen. Entonces había trescientos cincuenta alumnos en la escuela, pero sólo dos clases, de ciento setenta y cinco alumnos cada una. Andrésen consideraba impracticable recordar el nombre de todos, y por eso los identificaba mediante números. Para dirigirlos se valía de un silbato. En la escuela, que era también la casa del maestro, se sentaban donde podían: en los alféizares de las ventanas, en la cocina, incluso en el jardín. Las ventanas tenían que estar abiertas hasta que resultaba imposible a causa del frío, pero mucho antes de que eso ocurriese todos habían cogido ya un catarro o una bronquitis. En cambio, cuando el invierno por fin obligaba a cerrarlas, la atmósfera se hacía irrespirable, y no pasaba día sin que más de un niño cayese al suelo por falta de aire.
No había pizarra ni nada sobre lo que escribir, a excepción de una bandeja con arena. Así pues, sus conocimientos terminaban escritos con un palo en la arena, y el menor soplo de viento los borraba.
Los tres miembros de la comisión recordaban todo aquello. Veían la nueva escuela, los tinteros y pizarras, y un maestro que había sido elogiado por dos futuros reyes, y pensaban que las cosas avanzaban. Contra la falta de voluntad para aprender sólo había una solución: más palo.
Por cierto, raras veces nos quejábamos. Formaba parte del principio de solidaridad que nos había enseñado Isager: no traicionábamos ni a quien nos atormentaba. Llegábamos a casa con calvas en la cabeza, porque Isager, furioso, nos había arrancado el pelo a mechones; con los ojos amoratados y unos dedos que no eran capaces de sujetar el cuchillo o el tenedor. Decíamos que nos habíamos peleado. Cuando nos preguntaban con quién, respondíamos que el autor del delito se llamaba Nadie.
Nos jurábamos mutuamente que cuando creciéramos Isager recibiría su merecido. No comprendíamos cómo era posible que nuestros padres consintiesen aquel maltrato. Ellos sabían cómo era Isager. También habían sido víctimas de su zurriago. Sin embargo, estaban ciegos ante los sufrimientos de sus hijos.
Las madres presentían que algo ocurría, pero siempre se mostraban indecisas ante la autoridad. No les faltaba ánimo. Y ciertamente se necesitaba ánimo para batallar con tantos niños cuando el marido estaba en el mar. Pero, cuando se trataba del maestro o del pastor, se mostraban vacilantes y dudaban de su capacidad de juicio.
—¿Seguro que no ha sido Isager? —preguntaban las madres.
Y nosotros negábamos con la cabeza. Apenas sabíamos por qué no lo señalábamos como el causante de nuestras diarias magulladuras; en lugar de ello, nos autoinculpábamos.
—Pues a ver si así aprendes a no meterte en peleas.
Y nos daban una bofetada.
—Mira a tu hermana; todos los días vuelve limpia de la escuela.
Era verdad. Pero nuestras hermanas tenían al asistente Nothkier, y ése no pegaba.
Así era el maestro Isager. Nos acompañaba, invisible, a casa para sembrar la discordia entre nosotros y nuestros padres.
•
Llegó el invierno, y con él el hielo. Se congeló el puerto, donde los barcos permanecían amarrados hasta que pasase el frío, y el hielo se retorcía en la orilla. Ya no existía frontera entre la isla y el mar. El agua había desaparecido y vivíamos en medio de un continente blanco que nos atraía y asustaba por su infinitud. Si queríamos, podíamos ir andando hasta el acantilado de Ristinge, en la isla de Langeland, atravesando canales e islotes que parecían pequeñas bandejas en torno a las que se apilaban los montones de nieve y témpanos retorcidos. Era un paisaje salvaje, azotado por el viento y desierto, que penetraba incluso en nuestras calles. La nieve bailaba en remolinos, se depositaba por un instante formando grandes montones en cuyas cimas ventiscaba y hacía desaparecer el paisaje. Salíamos para participar en el baile, bajábamos al puerto con nuestros patines o cruzábamos el descampado hasta las colinas de la Revuelta para pegarnos con los chicos de los campesinos y descender por las colinas en trineo a toda velocidad.
Isager representaba un obstáculo, pero el invierno estaba de nuestra parte. Sin estufa no había modo de soportar el frío del aula. Una estufa podía cegarse, y cuando la estancia estaba llena de humo tenía que mandarnos a casa.
Entonces se ponía junto a la puerta y nos daba un zurriagazo en la nuca a modo de despedida.
—¡Golfo! —iba diciendo a medida que salíamos.
Apenas conseguía respirar a causa del humo. Tras los cristales de las gafas sus ojos estaban enrojecidos, pero aun así tenía que pegarnos. Era el último en salir, como el capitán de un barco que se va a pique, en medio de un terrible acceso de tos. El odio que sentía hacia nosotros era tan grande que prefería ahogarse a verse privado de un solo golpe.
Los domingos eran los únicos días en que podíamos jugar con la nieve sin tener la nuca dolorida.
Fue Niels Peter quien un día metió su jersey en el tubo de la estufa, después de desatornillarlo con maña. La estufa empezó a echar humo, que era el objetivo, pero también el jersey, pues el fuego acabó prendiendo en él. Isager lo apagó de inmediato. Nunca olvidaríamos el espectáculo de las llamas que por un momento surgieron del tubo. También Isager enmudeció al verlo.
Éramos capaces de ahuyentar al maestro con humo. ¿Seríamos capaces de algo más?
Durante las frías tardes de invierno, Isager solía hacer visitas. Acudía a casa del comerciante Christoffer Mathiesen, su más ferviente apoyo en la comisión escolar. En torno a la mesa de caoba se sentaban otros dos señores, ninguno de los cuales era el pastor Zachariassen. Isager no se llevaba bien con el pastor, que sentía vergüenza por la pésima instrucción que el maestro impartía. Mathiesen, al contrario, se sentía honrado sirviendo al sabio a quien dos futuros reyes habían dado una palmada en el hombro.
—Pues como me dijo el rey…
Ésa era la frase más frecuente de Isager en aquellas veladas. Llevaba puesta la chaqueta y tenía ante sí un ponche doble. La narración del encuentro con los reyes Christian y Frederik era su forma de corresponder al ponche humeante, que nunca se llevaba a la boca sin antes decir que era «la mejor medicina contra el frío que haya creado Nuestro Señor».
En cuanto el ponche surtía efecto, a Isager empezaba a colgarle la mandíbula y sus gafas se deslizaban hacia la posición que Albert había definido como de «buen tiempo». Mostraba un semblante que nunca veíamos en la escuela, más afable, relajado.
Cuando esa noche Isager salió de la casa de Mathiesen, en Møllergade, sintió cierta flojedad en las piernas. Llevaba nevando toda la tarde, y la nieve se amontonaba contra la escalera de piedra y por toda la calle. En nuestra ciudad no había alumbrado público, de modo que las calles estaban sumidas en la oscuridad bajo remolinos de nieve. El viento soplaba del este, y llegaba directo desde el puerto hasta Møllergade.
Vimos su cara a la luz de la ventana de Mathiesen. La expresión de calma dio paso por un instante a la de odio que tan bien conocíamos cuando en la escuela emprendía una de sus expediciones de castigo, y esperamos oírlo gritar «golfa» a la tormenta de nieve. Pero en lugar de ello abrió la boca y la apatía volvió a su mirada.
Después se convirtió en una sombra que se proyectaba sobre los montones de nieve.
Lo seguimos un trecho para asegurarnos de que regresaba a casa por Kirkestræde. Avanzaba con gran lentitud. Se quedaba atascado en la nieve e intentaba abrirse paso apartándola con las manos. Quizá aquello lo hiciese entrar en calor, pero no lo ayudaba a avanzar.
Podríamos haber caído sobre él.
Sólo los mayores de nuestro grupo estábamos en la calle aquella noche. Niels Peter había salido por la puerta trasera después de escabullirse por la escalera del desván; Hans Jørgen había mentido diciendo que iba a ver a un amigo. Su padre iba a pasar largos meses en el mar aquel invierno, y su madre lo trataba como a un adulto. Josef y Johan no estaban, claro.
Todos sabíamos que, en cualquier caso, al día siguiente habría jaleo. Pero un palo más o menos nos daba igual.
Lorentz nos pidió que lo dejáramos acompañarnos. No paraba de implorar.
—Venga, dejadme —decía.
—No… ho… ho… ho —respondíamos, burlándonos del modo en que jadeaba cuando perdía el aliento—. Hay que correr mucho. Tú no sirves para eso.
Si nos hubiese repugnado tanto, habríamos dejado que viniera con nosotros. No sabía que esa noche estábamos protegiéndolo.
Esperamos a Isager en la esquina de Kirkestræde y Korsgade. El brillo de las estrellas se reflejaba en los cristales de nieve. Así fue como lo divisamos: una sombra que crecía lentamente entre los copos brillantes. La oscuridad nos protegía, pero aun así nos habíamos cubierto el rostro con la bufanda y sólo se nos veían los ojos. Sentíamos el calor del aliento detrás de la lana. También nosotros éramos sombras, una manada de lobos en la noche nevada.
Lo bombardeamos con bolas de nieve. Nos acercábamos y se las lanzábamos con fuerza y precisión. En ese momento no era más que una broma. Un grupo de chicos arrojándose bolas de nieve.
Una de las bolas hizo que su sombrero cayera. Isager avanzó tambaleándose para recogerlo. Entonces, otra bola, dura como el hielo, bien apretada en la cálida y vengativa mano de un chico, le dio en la oreja, que debía de arderle a causa del intenso frío. Fue como si hubiéramos arrojado una piedra. Se llevó la mano a la cabeza.
—¡Golfos! —gritó—. ¡Ya sé quiénes sois!
Avanzó un paso. Una bola de nieve le dio de lleno en la cara y lo dejó cegado. El siguiente blanco fue su nuca. Daba vueltas tambaleándose a causa del dolor y la borrachera.
—¡Golfos! —volvió a gritar.
Pero su voz había perdido fuerza. Empezó a gemir, presa del miedo.
Era lo que queríamos. Había dejado de ser una broma. Ahora se iba a enterar. A medida que retrocedía, nuestro miedo se esfumaba. Disfrutábamos con nuestra creciente fuerza y queríamos más. Fuera del aula Isager no era nada, sencillamente un viejo borracho y solitario en medio de una tormenta invernal. Pero nosotros no lo veíamos así. Habíamos apresado al mismísimo Satanás, la causa de todos nuestros males. No podíamos mostrarnos piadosos. Si lo hacíamos, el terror nunca desaparecería. Aquella vez, en clase, Hans Jørgen lo había tenido arrodillado y con el brazo retorcido a la espalda, pero aun así el poder de Isager seguía intacto, y Hans Jørgen tuvo que soltarlo.
Esta vez no conseguiría escapar.
Retrocedimos un poco. Se quitó la nieve de los ojos, miró alrededor y no nos vio. Se creyó a salvo, pero eso formaba parte de nuestro plan. Avanzó con paso vacilante entre los montones de nieve. Había desistido de recuperar el sombrero. Lo oímos murmurar. Sabíamos que estaba maldiciéndonos. Entonces volvimos a aparecer, de nuevo armados con bolas de nieve, pero más duras, prácticamente pedazos de hielo. Estábamos tan cerca que no podíamos fallar. Era como darle bofetadas en las mejillas. Su cabeza iba de un lado al otro. Estaba experimentando nuestra versión del zurriago. Nosotros no decíamos ni mu. Él gruñía y gemía. Gustosamente le habríamos roto todos los huesos de su repulsiva cara.
Dejamos de disparar bolas. No queríamos que cayera redondo al suelo en medio de Kirkestræde, donde podían encontrarlo antes de que el frío terminase nuestro trabajo.
Antes de volver a rodearlo dejamos que llegara hasta la esquina con Nygade. Allí lo obligamos a escapar calle abajo. Queríamos cercarlo en la zona del puerto que por las noches permanecía desierta. Lo obligamos a dirigirse hasta el cruce de Buegade. De vez en cuando caía de cabeza sobre la nieve. Entonces esperábamos hasta que volvía a ponerse en pie.
Lloriqueaba.
Era un sonido horrible, pero no despertó en nosotros la menor compasión. La tormenta amortiguaba el sonido, y sólo nosotros oíamos el llanto de nuestro torturador. Las lágrimas corrían por su rostro y se congelaban. La nieve colgaba de sus patillas, haciéndolas más largas y deshilachadas. Llanto y murmullos. ¿Seguiría maldiciéndonos, o imploraba que no lo matásemos? Era difícil de saber, y tampoco nos importaba. Satanás estaba finalmente en nuestro poder.
Isager buscó refugio en el portal de una casa, al final de Nygade. Tropezó con los escalones, medio ocultos por la nieve, y cayó al suelo. Se apoyó en las manos y Hans Jørgen le dio de lleno en la nariz con una bola extraordinariamente dura. Estaba oscuro, pero la nieve irradiaba luz, y vimos que la sangre goteaba sobre el blanco; primero fue una mancha pequeña, que crecía por momentos. Isager volvió la cabeza hacia nosotros y soltó un berrido de terror. Un hilillo de sangre espesa colgaba de su nariz.
Hans Jørgen volvió a disparar contra él, pero no acertó. La bola de nieve retumbó al estrellarse contra la puerta.
El portal se iluminó. Una luz vacilante brillaba tras el cristal escarchado de las ventanas.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó una voz.
Oímos pasos que se acercaban.
Entonces nos largamos. Kresten Hansen venía andando por Buegade, balanceando un fanal en medio de la ventisca. La llama del fanal proyectaba un fulgor vacilante sobre su rostro maltrecho. Trabajaba de sereno. Dormía de día y por la noche recorría las calles, así que nos librábamos de verle la cara. Tenía un aspecto terriblemente lúgubre. Pero fue él quien retrocedió cuando pasamos por su lado como una exhalación. Se le cayó el fanal y alrededor de nosotros se hizo la oscuridad más absoluta.
Al día siguiente Isager no nos recibió a la puerta de la escuela. Entramos en el aula vacía y helada. Nadie dijo nada. Permanecimos en silencio. Era muy extraño. No sentíamos ningún alivio. No podíamos imaginar un mundo sin Isager. ¿Habría muerto?
El asistente Nothkier entró y nos informó que nuestro maestro estaba enfermo. Nos dijo que nos marchásemos a casa y volviéramos al día siguiente.
Al otro día el aula continuaba vacía, pero la estufa estaba encendida. Nothkier volvió a presentarse para comunicar que la enfermedad de Isager iba para largo, y que mientras tanto él se encargaría de impartir clase, aunque menos horas, porque también tenía que ocuparse de las chicas.
Nothkier no era, ni mucho menos, mejor maestro que Isager. También utilizaba el catecismo infantil, del que no entendíamos nada, y el Libro de cuentas de Cramer, del que tampoco él entendía nada. Pero no nos pegaba. A veces nos preguntaba si habíamos entendido lo que acababa de explicar. Respondíamos que no, aliviados. No se enfadaba ni nos llamaba borricos ni repartía zurriagazos, sino que volvía a empezar desde el principio.
La nieve cuajó en las calles, pero ya no bloqueábamos la estufa ni echábamos arena en los tinteros. Casi nadie hacía novillos. Era como si quisiéramos recompensarlo.
Isager tenía pulmonía, por lo que decían, pero en casa nuestros padres afirmaban que se había perdido en la tormenta.
—Menuda trompa debía de llevar —comentaban los hombres. Las mujeres los hacían callar.
Todos los niños, incluidos los que no habían estado presentes, sabíamos qué había ocurrido en realidad. Pero no hablábamos de ello, ni siquiera entre nosotros. Estábamos contentos mientras Isager no apareciera por la escuela. No pensábamos demasiado en la muerte que le teníamos preparada. Estaba fuera de nuestra vista, y por lo tanto fuera de nuestra mente. Si alguien nos hubiera preguntado si de verdad deseábamos que muriera, posiblemente habríamos respondido que no, siempre que no volviésemos a verlo.
Llegó la Navidad y con ella las vacaciones. Llegó la Nochevieja. Isager seguía en la cama. Se libró de las gamberradas que le gastábamos cada Nochevieja en agradecimiento por el año que había transcurrido. No rompimos la cerca que rodeaba su jardín. No hicimos añicos los cuarenta cristales de las ventanas de la escuela ni arrojamos por ellas nuestro saludo de Año Nuevo: tarros de barro que habíamos ido llenando con cenizas y basura maloliente.
Isager regresó después de las vacaciones, y todo volvió a ser como antes.
Tenía la piel blanca, igual que la nieve del exterior. Hasta su nariz se veía pálida. Pero, como siempre que estaba de mal humor, iba vestido con su chaqueta y llevaba las gafas apretadas contra el caballete de la nariz. En su mano derecha el zurriago oscilaba como una víbora que hubiera salido de su estado de hibernación y se dispusiera a morder. Lo mirábamos como si hubiese regresado de entre los muertos. En nuestra fantasía lo habíamos visto ya en la tumba.
Cantamos La oscura noche ha pasado ya igual que siempre, pero nos parecía que el mensaje del salmo decía lo contrario que la letra: la noche oscura había vuelto, y con ella un espectro.
Al terminar el salmo fue directamente hacia el pequeño Anders y lo agarró de la oreja. No necesitaba hacer nada más. Anders se arrodilló, obediente, entre sus piernas, e Isager levantó el zurriago, dispuesto a golpear.
—El pecado es una enfermedad del alma. Por eso provoca en ella un desasosiego interno —dijo con una voz serena que se nos antojó inquietante, porque en aquella fase del castigo ya solía estar poseído por una furia incontrolable—. A ese desasosiego lo llamamos conciencia —añadió, levantando la mirada—. ¿Lo entendéis?
Un silencio absoluto reinaba en el aula. Sólo se oía el crepitar del fuego en la estufa. Asentimos sin pronunciar palabra.
Isager terminó con Anders y fue por el siguiente. También Albert se arrodilló, obediente, entre sus piernas.
—La labor de la conciencia consiste en juzgar y castigar —dijo Isager, y soltó un zurriagazo mientras cogía a Albert por la cinturilla del pantalón.
Albert se sobresaltó. El golpe le hizo más daño del esperado. Durante el otoño, y tras aquel largo descanso, su trasero había recuperado la sensibilidad.
—Estate quieto —le ordenó Isager con el mismo tono sosegado. Volvió a coger a Albert por la cinturilla del pantalón y reanudó su monólogo—: Pero ¿en qué consiste el castigo de la conciencia? Es un desasosiego que sentís después de haber cometido una fechoría. ¿Os remuerde la conciencia? ¿Notáis el castigo?
Dejó de pegar a Albert y recorrió el aula con la mirada.
Volvimos a asentir con la cabeza.
—Estáis mintiendo —dijo sin alzar la voz.
Avanzó hacia su siguiente víctima. Era Hans Jørgen, y pensamos que iba a producirse uno de los choques habituales. Pero también Hans Jørgen se arrodilló en el suelo para esperar su castigo.
Sin prestar atención a tan inesperado triunfo, Isager continuó su instrucción mientras lo golpeaba una y otra vez.
—No conocéis el arrepentimiento, ¿y sabéis por qué? Porque os falta una razón de ser. ¿Sabéis en qué consiste la razón de ser? Es el designio que tiene Dios para nosotros. Pero Dios no ha tenido ningún designio para vosotros. Carecéis de juicio y de conciencia. Desconocéis la diferencia entre el bien y el mal.
Se enderezó y siguió avanzando por el aula. Era el turno de Niels Peter. Sin embargo, en lugar de molerlo a palos, Isager se quedó un rato erguido sobre la espalda encogida a sus pies. Levantó el zurriago y dijo:
—Miradlo bien, porque esto es vuestra conciencia, la única que vais a tener jamás. Sólo el zurriago puede enseñaros la diferencia entre el bien y el mal.
A continuación se inclinó sobre Niels Peter.
Al salir de clase nos dirigimos a los campos nevados que se extendían a las afueras de la ciudad. Ninguno decía nada. Buscábamos a algunos hijos de campesinos con quienes pelearnos.
De vez en cuando mirábamos a Hans Jørgen de reojo. ¿Nos había defraudado? Todos habíamos doblado el espinazo ante Isager. Pero no lo esperábamos de él.
Era un día gris y la nieve no tenía el aspecto centelleante con sombras azuladas que presentaba siempre que brillaba el sol. Todo estaba cubierto de un gris uniforme y parecía a la misma distancia. Sólo los álamos desnudos daban una sensación de lejanía. No se veía un alma.
—Pero si no hay nadie —dijo Niels Peter, irritado.
Volvimos a mirar de reojo a Hans Jørgen. Iba algo más adelante, con la vista siempre al frente. De pronto se detuvo y se volvió hacia nosotros.
—No vayáis a creer que le tengo miedo a Isager —dijo—. Porque no es verdad.
Parecía enfadado. Nos quedamos mirando fijamente el suelo cubierto de nieve, sin pronunciar palabra. Un copo cayó desde el cielo encapotado, y después otro. Esperamos a que dijera algo más, pero no abrió la boca.
—¿Por qué has dejado que te pegara? —preguntó finalmente Niels Peter, sin levantar la vista; parecía estar hablando consigo mismo.
Hans Jørgen titubeó. Dejó caer los brazos, como si hubiera renunciado de antemano a explicar nada.
—Ahora ya todo da igual —dijo.
Albert levantó la vista y entornó los ojos por los copos que habían empezado a caer.
—No lo entiendo —dijo.
Hans Jørgen volvió a titubear.
—No acabamos con él. Y ahora ha vuelto, y está peor que antes. Todo es… —Dejó caer nuevamente los brazos, en un gesto de impotencia—. Inútil.
—Pero sí que sangró —apuntó Albert. No lo había visto, pero le habían descrito las gotas de sangre de Isager con todo lujo de detalle, como si de un cuadro se tratara.
—Sí —reconoció Niels Peter—, sí que sangró.
—¿Y qué?
Hans Jørgen se volvió.
Emprendió el camino de regreso a la ciudad. La nevada arreciaba. Los demás lo seguimos. Por primera vez nos pareció que estábamos en desacuerdo con Hans Jørgen. Siempre había sido nuestro jefe. En adelante tendríamos que ser nuestro propio jefe.
Matamos al perro de Isager, pero Isager había conseguido escapar. Había pegado a nuestros padres y continuaría pegándonos a nosotros. Hicimos la cuenta. Pasábamos seis años en la escuela. O sea, que a Albert le quedaban aún cinco y medio, a Hans Jørgen medio año y a los demás algo intermedio. Si Isager se llevaba seis años de nuestra vida, ¿cuántos años necesitaríamos para olvidarnos de él? Parecía un problema del Libro de cuentas de Cramer, pero nadie podía decirnos si se resolvía por suma, resta o multiplicación.
Vimos a Isager sangrar en medio de la noche, y el espectáculo de su sangre negra en la nieve nos dio esperanzas. Vimos el jersey de Niels Peter arder en el aula, y todavía seguíamos dándole vueltas al poder de las llamas.
Empezamos a vislumbrar las posibilidades del fuego.
•
Hans Jørgen se confirmó con el pastor Zachariassen y después se embarcó. Al cabo de ocho meses volvió, a la vez que el hielo del mar. Con lo ahorrado de la paga se había comprado un sombrero de copa como el que llevaban los marinos curtidos.
Le dijimos que ahora podía vengarse de Isager. Ya era mayor y nadie podía hacerle nada. Pero Hans Jørgen nos contó que en los barcos también te pegaban, que no había ninguna diferencia, y que, aunque Isager había dejado de ser su maestro, ya no tenía ganas de pegarle. Se lo había encontrado por la calle, y el maestro le preguntó por su vida en el mar y le habló del modo en que hablan los mayores entre sí, como si Hans Jørgen nunca lo hubiese obligado a arrodillarse retorciéndole dolorosamente el brazo, y como si jamás hubiera estado tumbado en el suelo recibiendo zurriagazos.
—Hazlo por nosotros —le pedía Albert—. Pégale por nosotros. Tú eres grande y fuerte, mucho más fuerte que hace un año. Le puedes.
—Ya me he olvidado de él —dijo Hans Jørgen—. No me interesa.
—Te las das de mayor porque has recibido tu paga.
—No prestas atención a lo que te digo. —Hans Jørgen se agachó para poner su cara a la altura de la de Albert—. En los barcos también te pegan. Es algo interminable. No tiene fin. Así que más vale que vayas acostumbrándote.
—¡No es justo! —exclamó Niels Peter.
—¡No, no es justo! —repitieron a coro los demás.
—¿La gente como nosotros para qué tenemos que aprender a hacer cuentas, a leer y escribir? —preguntó Hans Jørgen—. No, si queremos llegar a alguna parte hemos de saber aguantar los palos. En eso nunca contaremos con un maestro mejor que Isager.
Nos quedamos mirándolo, dubitativos. ¿Acaso estaba tomándonos el pelo?
—¿Se quejó Tordenskjold cuando un golpe de mar se llevó el palo del trinquete? No, ¿verdad? ¿Qué dijo?
—Ánimo, esto va de maravilla —murmuró Niels Peter, bajando la vista.
—Pues eso. Esto va de maravilla. Acordaos de eso y dejad de quejaros.
—Qué raro ha vuelto —dijo más tarde Albert.
Asentimos en silencio. Nos sentíamos más solos que nunca. Hans Jørgen ya no era uno de los nuestros. Se había hecho mayor y sabía más del mundo. Pero lo que nos contaba no nos gustaba. Decidimos no creerle.
No obstante, fue como si a partir de aquel día aumentase nuestra capacidad de resistencia. No había tantas peleas en el aula cuando Isager hacía la ronda con el zurriago, y eran menos los que saltaban al alféizar intentando escapar.
Llegó la Navidad y llegó el Año Nuevo. El año anterior Isager se había librado porque estaba en la cama, luchando contra la muerte; pero la había vencido, y eso significaba que volverían las gamberradas, como siempre. La idea se le ocurrió a Niels Peter, claro que también fue su jersey el que ardió al intentar cegar la estufa con él. Creíamos que nunca nos libraríamos de Isager. Pero no podíamos olvidar las llamas. Las habíamos visto surgir de la estufa y teníamos la suficiente experiencia con el fuego para saber que, en cuanto se desataba, no había nada capaz de detenerlo.
¿Cómo empezó el gran incendio de 1815? ¿Fueron hombres con antorchas quienes prendieron fuego a los techos de paja? No, la causante fue una vela que se volcó en una casa de Prinsegade. Bastó con eso. Después el fuego pasó de casa a casa. Un tercio de los edificos de la ciudad quedaron reducidos a cenizas. El fulgor de las llamas se podía ver desde Odense.
Kirstine, la abuela de Albert, todavía hablaba del incendio con tono de pavor.
—Abuela, háblame del gran incendio —la atosigaba Albert cuando la visitaba, sentándose junto a la estufa.
Entonces la abuela contaba lo de la sirvienta Barbara Petersdatter, que una noche de octubre estaba cardando lino en el granero de los Karlsen, en Prinsegade, con un cabo de vela encendido. De pronto, a la muy atolondrada no se le ocurrió nada mejor que ponerse a leer una carta que le había enviado su novio. La chica había tenido mala suerte y quería saber qué pensaba hacer él, que después de todo era el culpable. Pero aquella cabeza de chorlito hizo caer la vela. El fuego prendió en la estopa, y toda la ciudad tuvo más mala suerte que ella.
—Uuush —decía la abuela, extendiendo las manos para representar las llamas que, voraces, subían por el techo de paja. Había visto el incendio, y jamás lo olvidaría—. Rogad a Nuestro Señor que nunca tengáis que ver lo que vimos nosotros —decía al terminar de contar su historia.
Albert, sin embargo, hacía lo contrario: rogaba a Nuestro Señor que desatara el fuego.
Llegó la Nochevieja y, como de costumbre, cenamos bacalao cocido con salsa de mostaza. Después salimos corriendo a la oscuridad invernal. Hicimos lo que solíamos hacer: aporrear puertas y montar barullo. Rompimos vallados y arrojamos tarros de barro. Atrapamos un perro, le atamos una cuerda en torno a la tripa y lo colgamos cabeza abajo de un árbol hasta que sus aullidos atrajeron a su dueño, a quien bombardeamos con tarros de barro llenos de basura.
Debajo del abrigo llevábamos paja. Estábamos esperando a que avanzara la noche para rodear la casa de Isager. Aún había luz en el interior. Arrojamos un par de tarros por las ventanas de la sala. Oímos chillar a su gorda esposa, y después alboroto en la entrada.
Isager estaba en la puerta con un bastón en la mano.
—¡Golfos! —gritó.
—Sí, sí, grita —respondimos, y le lanzamos otro par de tarros. Uno le dio en el hombro y desparramó su maloliente contenido por la chaqueta. Sus gritos quedaron ahogados por una tos que sonaba como el preludio de un vómito. Otro tarro pasó volando por su lado y aterrizó en el vestíbulo. Josef y Johan estaban en la ventana, riéndose de su padre. Nunca les dejaban hacer bromas en Nochevieja. Ahora podían vengarse. Pero no sabían lo que les esperaba, porque no les habíamos dicho nada.
Bajamos corriendo por Skolegade. Isager no siguió blandiendo el bastón. Se oyó un estépito de cristales rotos en el extremo opuesto de la casa. Así supimos que Niels Peter y Albert habían roto los cristales de la ventana del dormitorio y arrojado al interior paja en llamas.
Ahora venía lo bueno.
—Como no salgas, vas a arder.
Torcimos por Tværgade y después regresamos corriendo por Prinsegade. Oíamos los gritos de Isager. Lo habíamos engañado describiendo un círculo. Volvíamos a estar en la escuela. Notamos que el viento había arreciado. La víspera había habido deshielo y la mayor parte de la nieve de la calle se había derretido. Era el viento templado del oeste, que llegaba para llevarse el invierno. Aullaba por toda la ciudad.
Entonces las llamas prendieron.
Habíamos roto los cristales de las ventanas a ambos lados de la casa. Isager había dejado la puerta abierta cuando echó a correr tras nosotros. El viento del oeste atravesó la casa y avivó la paja que ardía en el dormitorio. Nunca habíamos visto un incendio, y nos estremecimos ante el espectáculo. La voracidad del fuego era mayor de lo que habíamos podido imaginar. Estaba atravesando el techo. Iluminaba el interior de la casa como mil velas de sebo. Después rugía al escapar por los huecos.
Isager gritó. Vimos a su gruesa esposa salir por la puerta con paso vacilante. En la escalera de entrada dio un traspié y cayó sobre el trasero en el pavimento. Allí se quedó, sentada, llorando quejosa en voz alta, igual que un niño.
Isager fue hasta ella y la emprendió a bastonazos, como si tuviese la culpa de la desgracia que los azotaba.
Josef y Johan contemplaban la escena como si no fuera con ellos. Jørgen Albertsen salió corriendo de la casa de enfrente.
Nosotros estábamos al otro lado de Kirkestræde. Nuestro grupo crecía por momentos. Nos daban ganas de gritar un sonoro hurra, pero sabíamos que no sería prudente. De modo que nos pusimos a susurrar «caracol, caracol» mientras nos mirábamos de reojo, riendo.
A nuestro torturador le había llegado la hora.
Los mayores corrían de un lado a otro con cubos de agua, pero era inútil. El viento del oeste soplaba con fuerza. No sólo atravesaba como un diablo la casa de Isager, donde el fuego se había propagado a las cortinas, la tapicería, los muebles y el desván, sino que avivó las llamas. A lomos de aquel viento, éstas saltaron de la casa de Isager a la casa de los Dreymann, y de la casa de los Dreymann a la de los Kroman.
El pequeño Anders ya no susurraba «caracol, caracol», sino que se había puesto a gritar. Era su casa la que ardía, y vio a su madre salir corriendo con una sopera de porcelana inglesa en los brazos. Era lo más valioso que poseían. Al poco, todo un lado de Skolegade ardía, y entonces empezó a nevar, pero debía de ser la lluvia de Satanás, porque era negra.
El fuego no se detuvo hasta llegar a la esquina de Tværgade. Allí la calle era demasiado ancha, y los techos de las casas de enfrente eran de tejas. Las brasas llovían sobre los adoquines, y a los que se atrevían a cruzar la calle la ropa se les llenaba de agujeros.
El humo y las llamas se elevaban hacia el cielo como la cola ondulante de un dragón de fuego que hubiera ocupado Skolegade.
Finalmente, llegaron los bomberos. Los caballos relinchaban, aterrorizados. No estaban acostumbrados al fuego. No podían entrar en Skolegade a causa del calor, de modo que los bomberos se quedaron en la esquina de Tværgade y trataron de evitar que el fuego se extendiera a la ciudad. Las labores de extinción se suspendieron totalmente en Skolegade. Levin Kroman nos había estado gritando que ayudáramos. Y estuvimos ayudando. Pero el calor era demasiado intenso. No podíamos acercarnos a las casas, y nos quedamos con los cubos en las manos, apretados contra las paredes del otro lado de la calle, mientras contemplábamos, con los ojos escocidos, el imponente mar de llamas.
Ni se nos pasó por la cabeza que fuéramos nosotros la causa de aquello tan inconcebible. La causa era el fuego, que poseía su propia fuerza, su propio objetivo destructivo. No tenía nada que ver con nosotros.
Al fin había llegado la hora de nuestra liberación. Toda la amargura, todo el miedo, todo aquel odio que era demasiado grande para caber en el pecho oprimido de un niño era lo que alimentaba aquella hoguera y nos llenaba de respeto, como si el fuego limpiara nuestra vida de cuanto tenía de repugnante y superfluo. Con las llamas, las casas se transformaron en esqueletos tiznados de carbonilla. Al día siguiente sería un espectáculo triste y terrible, pero aquella noche resultaba un espectáculo maravilloso. Eso era lo que pensábamos, eso y nada más.
Pero el viento del oeste siempre anuncia lluvia. En lo alto, por encima del incendio, reventó la panza de las nubes presurosas. Una lluvia torrencial se abatió sobre las llamas, poniendo fin al dragón de fuego y a nuestra alegre excitación.
Al día siguiente dimos una vuelta para ver las casas incendiadas. Skolegade semejaba los restos de una enorme hoguera. Las paredes se mantenían en pie, y los huecos de las ventanas nos miraban vacíos, negros. Los ciudadanos devolvían la mirada. Era día festivo. Los hombres iban vestidos con sombrero de copa y observaban con aire de entendidos, como tasadores acostumbrados a evaluar los daños por incendios, aunque habían pasado casi cuarenta años desde que habían sufrido el último. Las mujeres se cubrían la cabeza con chales negros y gemían en voz alta, aun cuando no hubiesen perdido nada en el incendio. El miedo había brotado en ellas igual que el fuego en las casas la noche anterior; era el temor a perderlo todo: hermanos, padres, hijos. En realidad se trataba del miedo que suele inspirar el mar a la mujer de un marino. Pero en esa ocasión el fuego fue más misericordioso que el mar. Nadie murió pasto de las llamas.
Oímos que la señora Isager llamaba a Karo. Sin duda no recordaba que el perro había desaparecido mucho antes. Las otras mujeres le hablaban, pero ella negaba con la cabeza y seguía llamando al perro.
Aunque no había muerto nadie, los afectados por el incendio perdieron lo que nos ayuda a vivir, muebles, ropa, recuerdos y cuanto corresponde a una cocina. En casa de la familia Albertsen encontraron un puchero de hierro colado que aún estaba en buen estado de uso, y en casa de Svane una sartén. Le faltaba el asa, pero el carpintero Laves Petersen dijo que se podía fabricar una nueva.
El incendio había empezado mientras bombardeábamos la casa de Isager con tarros de barro. Lo hacíamos todos los años, y todos los años nos castigaban por ello, hubiésemos participado o no. Como nunca delatábamos a nadie, se consideraba que todos éramos culpables. Pero aquel año no nos castigaron. Comparados con el gran incendio, nuestros tarros de barro eran una minucia. Se olvidaron de ellos, y nosotros hicimos otro tanto.
También Isager estaba en la calle cuando su casa empezó a arder. No nos relacionó con lo ocurrido. No nos consideraba gran cosa. Por eso, tampoco él pensó que pudiéramos estar detrás de una fechoría de tal calibre. No sabía cuánta maldad había sembrado en nosotros. Su estupidez nos protegió.
En los días que siguieron nos dimos cuenta de que la mujer de Isager había perdido el juicio. Seguía buscando a Karo. Creía que las llamas lo habían ahuyentado, y todos los días colocaba delante de su casa un cuenco de comida para ver si así salía de su escondite.
—Se ha reformado —decía Josef—. Se olvida de pegarnos.
•
Las llamas no llegaron a la escuela, y la casa del maestro fue reconstruida. Tampoco tardaron mucho en levantar nuevas casas en Skolegade. En la escuela todo volvió a ser igual. Isager había guardado cama y luchado contra la muerte. El fuego había destruido su casa. Detrás de aquello estábamos nosotros, sus alumnos. Pero él siempre volvía. Habíamos perdido. No había servido de nada.
Echamos cuentas de nuevo. Tarde o temprano tendríamos edad de dejar la escuela. Era nuestra única esperanza.
Lorentz se confirmó y entró de aprendiz con el panadero de Tværgade. Aquel sitio le iba bien, pensamos, casaba con su cuerpo seboso y tan poco varonil que, a medida que crecía, se parecía cada vez más al de una mujer. Incluso tenía pechos. Una vez Josef y Johan se lo llevaron a la Revuelta y le ordenaron que se desvistiese, y así comprobar cómo eran las chicas. Josef cogió con fuerza a Lorentz mientras éste retorcía sus trémulas y grasientas carnes, y el sensible de Johan, que a la menor ocasión vertía pringosas lágrimas de cera, hizo con Lorentz cosas que más tarde provocaron que los dos nos miraran con aire de superioridad, como si poseyesen un secreto del que podíamos participar siempre que se lo suplicáramos. Pero no nos apetecía oír aquello. No queríamos saber nada.
Lorentz iba por la noche a la panadería de Tværgade a amasar el pan. Sólo aguantó un par de meses. El calor del horno y la harina le impedían respirar. Decía que ésta se le metía en los pulmones. Pero aquello eran tonterías, porque de todos modos nunca podía respirar bien, por lo gordo que estaba, y la culpa era suya y de su madre. Era hijo único y ella era viuda, y lo cebaba desde la mañana hasta la noche como si fuese un ganso para sacrificar en Navidad.
El panadero no lo quería. Lorentz se ponía a jadear, con los hombros encogidos, y no servía para nada. Después se hizo a la mar. Volvió con el invierno, exhibiendo un ojo amoratado. Dijo que Hans Jørgen tenía razón. Que también en los barcos pegaban. Nos miró con aquellos ojos que volvían a preguntar: «¿Soy ahora uno de los vuestros?»
Desviamos la mirada, como hacíamos siempre. Después pensamos que, si también había mirado de aquella forma a la tripulación del Anne Marie Elisabeth, jamás lograría salir adelante.
Nadie respeta al débil cuando implora.
No había ningún Hans Jørgen para apuntar «¿Qué os decía yo?» cuando Lorentz contó que también en los barcos pegaban. Hans Jørgen se había hundido con el Johanne Karoline, conocido asimismo como Incomparable, que un día de otoño desapareció en el golfo de Botnia sin dejar rastro.
El destino que nos esperaba consistía en recibir palos y morir ahogados, y aun así suspirábamos por el mar. ¿Qué significaba la infancia para nosotros? Permanecer atados a tierra firme y vivir a la sombra del zurriago de Isager. ¿Qué era la vida en el mar? Una palabra que aún desconocíamos.
El convencimiento de que nada iba a cambiar mientras estuviéramos en tierra firme enraizó en nosotros. Isager seguía igual. Sus hijos lo odiaban y temían. Nadie sabía si su esposa también lo odiaba y temía. Pero desde luego ya no le pegaba. Ella vivía en su propio mundo. A Isager le habíamos quitado su perro, su casa y el juicio de su mujer, pero seguía siendo el mismo. Nos pegaba como siempre, y no nos enseñaba nada. Nosotros nos peleábamos con él como siempre, y no aprendíamos nada.
Dejamos de perseguirlo cuando las noches de invierno volvía a casa después de tomarse un ponche doble en casa del comerciante Mathiesen. Dejamos de arrojar basura a la sala de su casa en Nochevieja. Pero continuamos llenando los tinteros de arena, cegando la estufa, saltando por las ventanas, haciendo novillos y robándole los libros. Pronto le tocaría a Niels Peter revolcarse con él por el suelo, y algún día sería el turno de Albert.
Isager era inmortal.