Laurids Madsen estuvo en el Cielo, pero volvió a bajar gracias a sus botas.
No subió tan alto como la cabeza del mástil, apenas hasta la verga mayor de una goleta de tres palos. Estuvo a las puertas del Paraíso y vio a san Pedro, aunque el guardián de la entrada al más allá no le enseñara más que el culo.
Laurids Madsen debería haber muerto, pero, como la muerte no lo quería, se convirtió en otra persona.
Antes de que Laurids Madsen se hiciera conocido por su visita al Cielo, ya era famoso por haber empezado una guerra él solito. Perdió a su padre, Rasmus, en el mar cuando contaba seis años, y se embarcó en el Anna, de Marstal, con catorce. Sólo tres meses después, el Anna naufragó en el Báltico. La tripulación fue rescatada por un bergantín americano, y desde entonces Laurids Madsen soñó con América.
A los dieciocho años obtuvo el título de primer oficial, en Flensburg, y ese mismo año naufragó por segunda vez frente a la costa noruega, a la altura de Mandal, donde una fría noche de octubre estuvo subido a una roca batida por las olas oteando el horizonte en busca de salvación. Anduvo cinco años navegando por los mares del mundo. Estuvo al sur del Cabo de Hornos y oyó los chillidos de los pingüinos en la noche negra como la pez. Vio Valparaíso, la Costa Oeste de América y Sidney, donde en invierno a los árboles se les cae la corteza en lugar de las hojas y los canguros saltan de aquí para allá. Conoció a una chica de grandes ojos llamada Sally Brown, y podía hablar de la calle Trinquete, de La Boca, Barbary Coast y Tiger Bay. Pasó el ecuador, saludó al Rey Neptuno y sintió la sacudida que da el barco al pasar la Línea. Bebió agua salada, aceite de pescado y vinagre. Lo bautizaron con brea, hollín de petróleo y cola, lo afeitaron con una navaja oxidada de hoja mellada, y curaron sus cortes con sal y cal. Besó la ocre mejilla picada de viruelas de Anfítrite y hundió la nariz en su frasco de sales, lleno de uñas recortadas.
Laurids Madsen había estado en gran cantidad de sitios.
Muchos habían hecho otro tanto, pero él fue el único que volvió con la idea fija de que todo lo que había en Marstal era demasiado pequeño, y como para demostrarlo hablaba incesantemente una lengua que él llamaba americano. Había aprendido el idioma extranjero durante el año que anduvo navegando en la fragata de guerra Neversink.
—Givin neim belong mi Laurids Madsen —decía.
Tuvo tres hijos y una hija con Karoline Grube, de Nygade: Rasmus, como el abuelo, Esben y Albert. La chica se llamaba Else y era la mayor. Rasmus, Esben y Else se parecían a su madre, eran de baja estatura como ella y no hablaban mucho. Albert se parecía a su padre. A los cuatro años ya era tan alto como su hermano Esben, tres años mayor que él. Siempre estaba haciendo rodar una bala de cañón inglesa, de hierro fundido, tratando una y otra vez de levantarla en sus brazos. Se arrodillaba, con la mirada obstinada y fija, pero aún era demasiado pesada para él.
—Heave away, my jolly boys! Heave away, my bullies! —gritaba Laurids para animarlo cuando veía los esfuerzos de su hijo menor.
La bala había atravesado el tejado de la casa de Korsgade durante el asedio inglés de Marstal, en 1807. La abuela se asustó tanto que dio a luz a Laurids en el suelo de la cocina. Cuando Albert no la sacaba de excursión, la bala tenía su sitio en la cocina, donde Karoline la usaba como mortero para moler la mostaza.
—Desde luego, sólo tú podías haber anunciado tu llegada así —le dijo Rasmus a Laurids en una ocasión—. Cuando naciste eras enorme. Si la cigüeña te hubiese dejado caer, habrías atravesado el tejado como una bala de cañón inglesa.
—Finga —decía Laurids, levantando un dedo.
Quería enseñar el idioma americano a los niños.
Fut significaba pie. Señalaba la bota. Mauz era boca.
Cuando se sentaba a la mesa, se frotaba la tripa y enseñaba los dientes.
—Jangri.
Para que todos entendieran que tenía hambre.
Mamá se llamaba misis, papá papa tru. Cuando Laurids no estaba, decían mamá y papá, igual que el resto de los niños, a excepción de Albert. Él tenía una relación especial con su padre.
A los niños los llamaba de muchas maneras. Pikinini, bullies y hearties.
—Laikim tumach —le decía Laurids a Karoline adelantando los labios como si fuera a darle un beso.
Ella emitía una tímida risa ahogada, y después se enfadaba.
—Vamos, Laurids, no hagas el tonto —decía.
•
Estalló la guerra contra los alemanes de Schleswig-Holstein, al otro lado del Báltico. Fue en 1848, y De la Porte, el viejo inspector de aduanas, fue el primero en saberlo, porque el gobierno rebelde provisional de Kiel le envió la proclamación de soberanía junto con una petición para que entregara el dinero de la aduana.
Todo Marstal se rebeló, y enseguida acordamos que había que organizar una milicia nacional. Al frente estaba un joven maestro de Rise, a quien en lo sucesivo llamamos el General. Se encendieron hogueras en los puntos más altos de la isla. Eran una especie de balancines que consistían en una pértiga de un extremo de la cual colgaba un viejo barril lleno de cordajes viejos y brea. Si llegaba el enemigo, había que izar el barril de brea ardiendo para señalar que la guerra venía del mar.
Había hogueras tanto en Knasterbjerg como en los acantilados de Vejsnæs, y por todas partes se habían instalado vigías que oteaban el horizonte.
El alboroto de la guerra fue demasiado para Laurids, que nunca había respetado nada. Un día, volviendo del fiordo de Eckernförde, pasó junto al promontorio de Vejsnæs, se acercó a la playa y gritó con todas sus fuerzas sobre la superficie del agua:
—¡Me persiguen los alemanes!
A los pocos minutos, un barril ardía en lo alto del acantilado. Después se encendió la hoguera de Knasterbjerg, y las fogatas se propagaron por la isla, hasta Synneshøj, a casi veinte kilómetros, hasta que toda la isla se llenó de hogueras como en la noche de San Juan.
Mientras las llamas se avivaban, Laurids estaba en su barco, riendo a gusto por los estragos que había provocado. Cuando llegó a Marstal vio todas las luces encendidas y las calles repletas de gente, pese a que era noche avanzada. Algunos gritaban órdenes ininteligibles, otros lloraban e imploraban. Una muchedumbre dispuesta para el combate se lanzaba Markgade arriba, armada de guadañas, horcas y unas pocas armas. Las madres jóvenes corrían aterrorizadas por las calles con sus bebés berreando en brazos, convencidas de que los alemanes iban a pasar por la bayoneta a su descendencia. Junto al pozo de la esquina de Markgade y Vestergade la mujer de un patrón discutía con una criada. A la señora se le había ocurrido esconderse de los alemanes dentro del pozo, y ordenó a la chica que saltara la primera a la oscura profundidad.
—Usted primero —dijo la criada.
Los hombres también nos dábamos órdenes. Hay demasiados patrones de barco en nuestra ciudad para tomarse la molestia de obedecer a otros, y lo único en que pudimos ponernos de acuerdo, mientras proferíamos juramentos, fue en declarar solemnemente que venderíamos nuestras vidas tan caras como pudiéramos.
Cuando la multitud irrumpió en la casa del pastor Zachariassen, en Kirkestræde, donde aquella noche había invitados, una mujer se desmayó por la conmoción, pero Ludvig, el hijo de doce años, agarró un atizador para defender a la madre patria contra el invasor. En casa del maestro Isager, que también ejercía de sacristán, la familia se preparó para el ataque inminente. Los doce hijos varones, que estaban en casa para celebrar el cumpleaños de la gruesa señora Isager, fueron equipados por su madre con tarros de barro llenos de ceniza y recibieron la orden de arrojarlos a la cabeza de los alemanes si se les ocurría atacar la casa del sacristán.
Al frente de la muchedumbre que atravesaba Markgade hacia la Cordelería, se encontraba el viejo Jeppe, agitando una horca y desafiando a gritos a los alemanes a que aparecieran si se atrevían. Laves Petersen, el carpintero bajito, tuvo que volverse. Llevaba con gallardía su arma al hombro, y sus bolsillos estaban rebosantes de balas, pero durante el trayecto se dio cuenta de repente de que había olvidado la pólvora en casa.
En el Molino de Marstal, Madame Weber, la corpulenta molinera, preparada con una horca, exigía acompañarlos a la batalla, y en medio de la confusión, y tal vez también porque tenía un aspecto más impresionante que la mayoría de los hombres, enseguida la admitimos entre nuestras agresivas filas.
Laurids, que era de naturaleza impresionable, se vio tan contagiado por el ardor guerrero que también fue corriendo a casa en busca de un arma. Cuando irrumpió con gritos de alegría, Karoline y los cuatro niños, temerosos, estaban escondidos bajo la mesa de la sala.
—Anda, niños, ¡vamos a la guerra!
Se oyó un sonido sordo cuando Karoline dio con la cabeza contra la mesa. Después salió con dificultad entre los pliegues del mantel y se puso en pie mientras gritaba enfurecida a su marido.
—Pero ¿estás loco o qué? ¡Los niños no van a la guerra!
Rasmus y Esben se pusieron a dar saltos.
—¡Queremos ir! ¡Queremos ir! —gritaron a coro—. Venga, déjanos…
El pequeño Albert ya traía rodando la bala de cañón.
—¿Os habéis vuelto locos? —chilló la madre, soltando una bofetada al más próximo—. ¡Venga, volved debajo de la mesa!
Laurids fue corriendo a la cocina en busca de un arma adecuada, pero no encontró nada que pudiera usar.
—¿Dónde está la sartén? —gritó entrando en la sala.
—¡De eso nada! —exclamó Karoline—. ¡Deja mi sartén en paz!
Laurids miró alrededor, indeciso.
—Pues entonces me llevo la escoba —hizo saber mientras volvía a cruzar la sala—. Voy a darles de lo lindo a esos alemanes.
Oyeron la puerta de la calle cerrarse tras él.
—¿Has oído? —cuchicheó Rasmus, el mayor, a Albert—. Papá ni siquiera ha hablado en americano.
—Sólo al demonio se le ocurre —dijo la madre negando con la cabeza en la oscuridad, bajo la mesa, donde había vuelto a buscar refugio—. Mira que ir a la guerra con una escoba…
Cuando Laurids se unió a la muchedumbre dispuesta para el combate, ésta lo recibió con gritos de entusiasmo. Tenía fama de arrogante, sí, pero era grande y fuerte, iba bien tenerlo al lado. Entonces reparamos en la escoba.
—¿No tienes otra arma?
—Esto basta para los alemanes —respondió, blandiendo la escoba—. Con esto vamos a barrerlos del país.
Nosotros estábamos envalentonados y le reímos la ocurrencia.
—Dejad algunas horcas —dijo Lars Bødker—. Así podremos amontonar a los alemanes cuando estén todos muertos.
Llegamos a campo abierto. Quedaba media hora de camino hasta Vejsnæs, pero apretamos el paso, con ardor combativo corriendo por nuestras venas. Llegamos a las colinas de Drej y vimos las hogueras iluminando la isla, espectáculo que exacerbó nuestra belicosidad. Después oímos ruido de cascos en la oscuridad y nos quedamos rígidos. ¡El enemigo se acercaba!
Esperábamos sorprender a los alemanes en la playa, gracias a que el terreno estaba de nuestra parte. Laurids adoptó una postura de combate con la escoba, y los demás lo imitamos.
—¡Esperadme! —oímos por detrás.
Era el carpintero bajito, que había vuelto de su casa con la pólvora olvidada.
—¡Chist! —lo hicimos callar—. Los alemanes están cerca.
El ruido de cascos se aproximaba, pero nos dimos cuenta de que era un solo caballo. Después un jinete asomó de la oscuridad. Laves Petersen alzó el fusil y apuntó. Laurids puso la mano sobre el cañón del arma.
—Es el interventor Bülow —dijo.
El interventor montaba un caballo que sudaba a mares, cuyos flancos oscuros se hinchaban y deshinchaban tras la dura carrera. Levantó la mano.
—Volved a casa. No hay alemanes en Vejsnæs.
—Pero ¡los barriles están ardiendo! —gritó Laves.
—He hablado con el guardacostas —dijo Bülow—. Ha sido una falsa alarma.
—Y a nosotros nos han sacado de la cama, con lo bien que estábamos. ¿Para qué? ¡Para nada! —Madame Weber se cruzó de brazos y miró a los circundantes con expresión de mal humor, como si buscara a alguien sobre quien arrojarse, ahora que el enemigo había declinado la invitación.
—Bueno, hemos demostrado que estamos preparados —declaró el interventor, con la intención de aplacar los ánimos—. Y lo mejor de todo es que no han venido.
Emitimos murmullos de afirmación; pero, aunque nos dábamos cuenta de la sensatez del punto de vista del interventor, fue una auténtica decepción. Estábamos preparados para mirar a los ojos a los alemanes y a la muerte, pero ni los unos ni la otra desembarcaron en Ærø.
—Ya verán esos alemanes —dijo Lars Bødker.
Cansados, nos dispusimos a volver a casa. Había empezado a caer una fría lluvia nocturna, y fuimos en silencio hasta llegar al molino, donde Madame Weber se separó de nuestro abatido grupo. Se colocó frente a nosotros y asió la horca como si estuviera presentando armas.
—Ya me gustaría saber —dijo con tono amenazador— quién ha sido el gracioso que ha sacado a gente honrada de la cama en medio de la noche para enviarla a la guerra.
Todos miramos a Laurids, que destacaba con su escoba al hombro.
Laurids, sin embargo, ni se agachó ni bajó la mirada. Se quedó mirándonos. Después, echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír en medio de la lluvia.
•
Pronto llegó la guerra de verdad. Nos llamaron a filas a la Armada. El vapor de guerra Hekla atracó en la ciudad próxima de Ærøskøbing para recogernos. Nos pusimos en fila en el muelle y nos llamaron uno a uno antes de que saltásemos a bordo de la barcaza que iba a llevarnos hasta el buque. Aquella noche de noviembre nos habíamos sentido engañados por la guerra, pero la espera había terminado y los ánimos estaban encendidos.
—¡Hola, aquí viene un danés en cuerpo y alma con su petate! —gritó Claus Jacob Clausen.
Era un hombrecillo nervudo que siempre alardeaba de que un tatuador de Copenhague llamado Frederik Pinchos le dijo una vez que tenía el brazo más duro que su aguja había pinchado jamás. El padre de Clausen, Hans Clausen, había sido práctico, y antes de él su abuelo, y estaba seguro de que también él lo sería, porque la noche anterior a que embarcase tuvo un sueño que vaticinaba que saldría vivo de la guerra.
En Copenhague nos enrolamos en la fragata Gefion. Separaron a Laurids de nuestro grupo, y fue el único destinado al buque de guerra Christian VIII, cuyo palo mayor era tan alto que desde el remate de la cabeza del mástil hasta la cubierta había algo así como torre y media de la iglesia de Marstal. Cuando echábamos la cabeza hacia atrás nos quedábamos aturdidos y mareados, pero era ese mareo que te llena de orgullo, porque nos dábamos cuenta de que estábamos llamados a realizar grandes hazañas.
Laurids se quedó en el muelle y nos siguió con la mirada. El Christian VIII parecía adecuado para él. Deambularía por su cubierta con familiaridad, él, que una vez navegó un año en el barco de guerra americano Neversink. Aun así, pensamos que por un momento debió de sentirse abandonado cuando nos vio desaparecer pasarela arriba del Gefion.
De modo que zarpamos para ir a la guerra. El Domingo de Ramos bordeamos la costa de Ærø. Vimos los acantilados de Vejsnæs, donde Laurids había alborotado la isla con su «¡Me persiguen los alemanes!». Ahora eran los daneses los que iban, y les tocaba a los alemanes prender fuego a los barriles de brea y correr de un lado para otro como gallinas decapitadas.
Fondeamos frente a Als y esperamos. El miércoles pusimos rumbo al fiordo de Eckernförde y llegamos a su boca a última hora de la tarde. Nos hicieron formar en el castillo de proa. Éramos una tropa abigarrada, con toscos trajes de lana y pantalones de paño de diversos colores: algunos azules, otros negros o blancos. Sólo las cintas en torno a nuestra gorra con el nombre del Gefion y la escarapela rojiblanca informaban que éramos marineros del barco de guerra de la Armada Real. El jefe de escuadra, que llevaba puesto su mejor uniforme con charreteras y sable, soltó un discurso y nos pidió que peleáramos como tíos valientes. Agitó su tricornio y gritó tres veces hurra por el rey. Nosotros gritamos también a pleno pulmón. Después ordenó que disparasen todos los cañones, para que supiéramos qué iba a ocurrir cuando entráramos en combate. Ninguno de nosotros conocía la guerra. El aire retumbó y después sentimos el olor acre de la pólvora. El viento arreció y disipó el humo azul de los cañones. Estuvimos unos minutos sin poder hablarnos. El estruendo de los cañones nos había dejado sordos.
Éramos ya una escuadra en toda regla. Otros dos vapores se nos habían unido. Reconocimos al del muelle de Ærøskøbing; era el Hekla. Nos preparamos para la batalla del día siguiente. Se dispusieron los cañones ante sus troneras, se colocaron las bombas y las mangueras de forma que pudieran usarse al momento si se declaraba fuego a bordo. Pusimos metralla y sacos de arena junto a cada cañón y metimos en cajas los tubos de pólvora fulminante. Llevábamos un par de días ensayándolo tantas veces, que sabíamos de memoria todas las órdenes. Éramos once hombres por cada pieza, y desde la primera orden, «¡Todo preparado!», seguida de «¡Barrena y cartuchos!» y «¡Tubos de fulminante!», hasta que por fin se oía la orden de disparar, nos cruzábamos corriendo, agarrotados por el miedo a hacer algo mal. En nuestras pequeñas balandras y galeazas estábamos acostumbrados a trabajar tres o cuatro hombres juntos, pero de repente nos erigíamos en señores de la vida y la muerte.
Muchas veces nos quedábamos como paralizados cuando el jefe de la pieza gritaba «¡Tante a la visera!» o «¡Asesten!». ¿Qué demonios quería decir aquello en cristiano? Cada vez que conseguíamos recorrer sin cometer errores el intrincado camino hasta la última orden, recibíamos elogios del jefe de la pieza. Entonces soltábamos un hurra de alegría. Él nos miraba, después miraba su cañón, y finalmente la cubierta, negando con la cabeza.
—Pobres cachorros —decía—. ¡Haced todo lo que podáis, maldita sea!
No sabíamos con precisión a quién teníamos que disparar. A la vieja Ilse, la de la cadera torcida, la vendedora de aguardiente que iba al puerto de Eckernförde a vendernos la bendita bebida cuando atracábamos con nuestras embarcaciones, desde luego que no. A Eckhart, el tratante de cereal con quien habíamos hecho muchos buenos negocios, tampoco íbamos a dispararle. Después estaba el patrón de la taberna El Gallo Rojo. Se llamaba Hansen, imposible tener un apellido más danés. Nunca lo habíamos visto con un arma en las manos. Ninguno de ellos era los alemanes, que nosotros supiéramos. Pero el rey sabía quiénes eran los alemanes. También el jefe de la escuadra, que gritaba hurra con tanta gallardía.
Pusimos rumbo al interior del fiordo. Las baterías enemigas de la costa empezaron a tronar, pero estábamos fuera de su alcance, y pronto volvió a hacerse el silencio. Nos dieron aguardiente, en lugar del té flojo de siempre. A las nueve tocaron retreta, hora de acostarse. Nos despertaron a las siete horas, era el 5 de abril de 1849, Jueves Santo. Volvieron a darnos aguardiente en lugar de té flojo. Ya había un barril de cerveza en la cubierta. Nos dejaron beber de él cuanto quisimos, y cuando levamos anclas y nos acercamos al fiordo estábamos de un humor excelente.
No podíamos quejarnos de la manutención a bordo de los barcos de Su Majestad, porque nuestra comida solía ser escasa cuando teníamos que encargarnos de ella. Se decía de nosotros que las gaviotas no seguían la estela de los barcos de Marstal, y era cierto. No desperdiciábamos nada. Por otro lado, además del té y la cerveza, había pan hasta saciarse, para el almuerzo una libra de carne fresca o una libra de tocino, guisantes, gachas o sopa, y por la noche cuatro pedazos de mantequilla y una copa de aguardiente. Por eso la guerra nos gustó desde mucho antes de que oliéramos la pólvora por primera vez.
Habíamos llegado al interior del fiordo. Las orillas se acercaban y las posiciones de los cañones en tierra se veían con claridad. Kresten Hansen se inclinó sobre Ejnar Jensen y volvió a confiarle que no sobreviviría a la batalla.
—Lo supe en cuanto los alemanes pidieron el dinero de la Aduana. Hoy voy a morir.
—Tú no sabes un cuerno —le espetó Ejnar—. No sabías que la batalla iba a caer en Jueves Santo.
—Sí, lo sabía desde hace tiempo. ¡Ha llegado nuestra hora!
—Cierra el pico —dijo Ejnar, irritado. Llevaba oyendo sus quejas desde que hicieron los petates y se ataron las botas.
Kresten, sin embargo, no era fácil de acallar; tomó aire en cortas bocanadas y puso la mano sobre el brazo de su amigo.
—Prométeme que llevarás mi petate a casa.
—Tus trapos los llevas tú. Cállate, que conseguirás espantarme a mí también.
Ejnar dirigió una mirada inquieta a su camarada. Kresten era hijo del patrón Jochum Hansen, que a su vez era inspector de la autoridad portuaria, y Kresten se parecía mucho a su padre, desde las pecas y el pelo rubio rojizo hasta su carácter taciturno. Nunca lo habíamos visto en una situación tan singular.
—Toma —dijo Ejnar, ofreciéndole una jarra de cerveza—. Dale un buen trago.
Llevó la jarra hasta la boca de Kresten. Éste resopló y se atragantó con la cerveza. Sus ojos se volvieron vidriosos. Ejnar le dio unas palmadas en la espalda. Kresten tomó aire jadeando entrecortadamente y le salió cerveza por la nariz.
—Serás tonto… —dijo Ejnar entre risas—. Mala hierba nunca muere. ¡Si casi te suicidas!… Tú no necesitas a los alemanes.
Pero Kresten seguía con la mirada ausente.
—Ha llegado nuestra hora —repitió con voz hueca.
—A mí no van a matarme.
Era Pequeño Clausen, mezclándose en la conversación.
—Lo sé porque lo he soñado. Veréis, iba por Møllevejen camino de la ciudad. A los lados había soldados dispuestos a disparar. Una voz gritaba: «¡Camina!» Y yo caminaba. Las balas pasaban silbando junto a mis oídos, pero ninguna me alcanzaba. O sea, que hoy no van a matarme. Lo sé con certeza.
Oteamos el fiordo y los prados circundantes, cubiertos de vegetación primaveral. Una granja con techado de paja se ocultaba tras un bosquecillo de tilos. Un camino bordeado de grandes piedras conducía a la granja. Junto a él, pastaba una vaca. Nos había dado la espalda y movía perezosa la cola, ignorante de la guerra que se acercaba por el agua.
Las posiciones de los cañones en el promontorio que se alzaba a estribor ya estaban muy cerca. Vimos el humo antes de oír el estruendo avanzar sobre el agua como una tormenta que se hubiera desencadenado de repente.
Kresten se sobresaltó.
—Ha llegado la hora —dijo.
A estribor, se vio un fogonazo en la popa del Christian VIII. Nos miramos, indecisos. ¿Los habían alcanzado?
No teníamos experiencia en cuanto a tácticas de guerra, y no sabíamos cuál podía ser la consecuencia de un impacto directo. No hubo ninguna reacción en el buque de guerra.
—¿Por qué no responden? —preguntó Ejnar.
—Todavía no están frente a las baterías —repuso Clausen, con tono experto.
Un instante después, una nube gris azulada de humo de pólvora a estribor del Christian VIII anunció su respuesta. La batalla se recrudeció. Fuego y tierra reventaban en la playa, y unas figuras minúsculas corrían de aquí para allá. Soplaba un buen viento del este, y poco después le tocó al Gefion soltar una andanada. El estruendo de los enormes cañones de sesenta libras sacudió el barco de proa a popa, y una especie de vértigo se apoderó de nosotros. Nos tapamos los oídos y gritamos con una mezcla de miedo y alegría, paralizados por la fuerza de los cañones.
¡Menuda paliza estaban recibiendo los alemanes!
Aquello continuó durante varios minutos. De pronto, el cañoneo de la batería del promontorio cesó. Teníamos que confiar en la vista. Porque, lo que es oír, no oíamos nada. Aquello parecía un paisaje desértico. La gravilla removida formaba grandes montones. El cañón negro de veinticuatro libras se erguía en el aire como después de un terremoto. Todos permanecían quietos.
Nos dimos palmadas en la espalda y bailamos una silenciosa danza triunfal. Incluso Kresten pareció olvidar por un momento sus lúgubres presentimientos y entregarse al éxtasis: la guerra era una juerga, una borrachera de aguardiente que pasaba directa a la sangre. Sólo que la borrachera era mayor y más limpia. El aire quedó nítido cuando desapareció el humo de la pólvora. Jamás habíamos visto el mundo con semejante claridad. Hacíamos muecas como los recién nacidos. Jarcias, mástiles y velas se inclinaban sobre nuestras cabezas igual que el follaje que acaba de brotar en un hayedo. Todo estaba invadido por una luminosidad nueva para nosotros.
—Joder, me he puesto de lo más solemne —dijo el Pequeño Clausen cuando recuperamos el habla y el oído—. Joder, joder.
No dejaba de soltar juramentos.
—Que me lleve Satanás si he visto algo parecido en mi vida.
El estruendo de los cañones ya lo habíamos oído durante el ensayo general de la noche anterior, pero ser testigos del efecto de sus disparos… aquello impresionaba.
—Sí —dijo Ejnar, pensativo—. Estos cañones son muy diferentes de los sermones del pastor Zachariassen. ¿No te parece, Kresten?
—¿Quién iba a decirme a mí que iba a poder ver esto? —dijo en voz baja Kresten, con una expresión beatífica en el rostro.
—Entonces, ¿ya no crees que van a matarte?
—Sí, ahora lo sé. Pero ya no tengo miedo.
Para nosotros aún no había habido bautismo de fuego, porque los sesenta libras que atendíamos estaban montados en la cubierta superior de babor, aunque pronto llegaría nuestro turno cuando avanzáramos hacia Eckernförde, donde esperaban otras dos baterías, una a cada lado del fiordo. Pero no era un enemigo de peso. Aún no habían dado las ocho de la mañana y la batalla ya estaba medio ganada. Temíamos que la guerra terminase nada más empezar. Apenas habíamos tenido tiempo de saborearla, y aun así a la hora del almuerzo los alemanes ya habrían sido derrotados.
El Gefion continuó hacia el fondo del fiordo, hasta ponerse frente a la batería del norte. Estábamos a sólo doscientas brazas de la batería del sur cuando braceamos las gavias para vaciarlas de viento. Arriamos el foque y echamos el ancla de babor junto con un ancla flotante para ponernos de costado, porque había que disparar. El Christian VIII hizo lo mismo.
Nos hervía la sangre. Éramos como niños que van a ver fuegos artificiales. Nuestro miedo había desaparecido por completo. Sólo quedaba la expectación. Aún no nos habíamos repuesto de la victoria lograda, y ya había otra esperando.
El Gefion empezó a girar. La corriente era demasiado fuerte para nuestra ancla flotante, y nos arrastraba hacia la batería del sur. Observamos al Christian VIII. El enorme buque de guerra también se había acercado a la costa, y se encontraba sometido a un fuego intenso. Echaron el ancla pesada para detener la deriva y respondieron con una violenta andanada que recorrió el costado del barco de proa a popa. El humo de la pólvora brotaba de las troneras, una tras otra, hasta que, convertido en una nube cada vez mayor, se esparció por el fiordo. Pero los disparos iban demasiado altos y los proyectiles caían en los campos que se extendían detrás de la batería. No habían tenido tiempo de ajustar los cañones cuando inesperadamente empezaron a derivar hacia la costa.
Algo después llegó nuestro turno. Nos habíamos acercado tanto a la orilla, que estábamos al alcance de sus fusiles. La corriente y el viento seguían jugando con nosotros. Permanecíamos cruzados en el fiordo, lo que significaba que ambos costados de la embarcación daban al agua. Sólo los cuatro cañones de popa podían responder al fuego intenso de la batería.
El primer impacto barrió a once hombres de la cubierta de popa. Solemos llamar guisantes grises a las balas de cañón, pero lo que recorrió la cubierta como un chaparrón de astillas y despedazó la amurada, las troneras y a aquellos hombres no fue ningún guisante. Ejnar vio llegar la bala. Registró cada metro de su recorrido cuando barrió la cubierta. La bala le cortó a un hombre las piernas, que salieron despedidas en una dirección mientras el resto del cuerpo lo hacía en otra. Arrancó un hombro y aplastó una cabeza. Llevaba pegados huesos astillados, sangre y pelo. Iba hacia él. Ejnar se dejó caer hacia atrás y la vio pasar de largo por encima de él. Más tarde diría que la bala se llevó los cordones de sus zapatos. Así de cerca le pasó antes de atravesar el castillo de proa por el lado de babor.
Para Ejnar la bala de cañón era un monstruo con voluntad propia. Le mostraba el significado de la guerra, no como cuando una batería de la playa volaba por los aires y provocaba la desbandada de los minúsculos soldados. Un dragón insuflaba fuego en su corazón desnudo.
No había tiempo para pensar. En cubierta, la confusión era enorme. Un oficial le gritó, con los ojos desorbitados, que fuera al mástil con el primer oficial y un soldado. La instrucción no tenía mucho sentido, pero hizo lo que le ordenaban. El soldado cayó enseguida en medio de un charco de sangre. Parecía que hubiera explotado desde dentro. Un agujero se abría en su pecho, y de él manaba sangre. Ejnar vio que se le reventaba un ojo y le arrancaban la tapa de los sesos. Fue un espectáculo extraño cuando la rosácea masa cerebral quedó al descubierto, salpicando como si fuese un plato de gachas que alguien golpeara con un cucharón. Ejnar no sabía que a una persona podía ocurrirle algo semejante. Después llegó otra bala de cañón y se llevó al teniente. Ejnar se quedó de piedra y al mismo tiempo enardecido ante el espectáculo de aquel desastre universal, y el trastorno nervioso que sufrió hizo que de su nariz empezara a brotar sangre.
Otro oficial con el rostro ensangrentado lo apremió para que se dirigiese a la pieza número siete. Ejnar estaba en la pieza número diez, que entretanto había recibido un impacto que la había dejado torcida en la tronera. Alrededor yacía un montón desordenado de cuerpos inmóviles. La sangre que fluía de ellos formaba un charco que crecía lentamente. Entre las piernas de los muertos, los riachuelos de orina creaban un delta. Ejnar no sabía si Kresten o el Pequeño Clausen estaban entre ellos. Algo más lejos había un pie arrancado. Ejnar se había orinado, igual que los muertos. El estruendo de los cañones provocó un terremoto en sus vísceras, y también se cagó en los pantalones. Sabía que los muertos vaciaban los intestinos al morir, pero no imaginaba que también pudiera sucederles a los vivos. Se suponía que la guerra era el bautizo de la virilidad. Dejó de creerlo en el instante mismo en que notó algo viscoso deslizarse por sus muslos. Se sintió, a partes iguales, como un muerto y como un niño de pecho, pero pronto advirtió que no era el único. Un hedor como el del depósito de una letrina se expandía por la cubierta. No procedía sólo de los muertos. La mayoría de los combatientes tenía el trasero del pantalón manchado.
El jefe de la pieza número siete seguía con vida. Sangraba de una herida sobre la ceja, donde había impactado una astilla. Le gritó algo a Ejnar, que no oía nada, pero, cuando le señaló el cañón, éste comprendió que tenía que cargarlo. Como sus brazos eran demasiado cortos, para meter la bala tuvo que arrastrarse y sacar medio cuerpo por la tronera. Allí lo veían claramente desde la batería enemiga, así que podían alcanzarlo con facilidad. Su único pensamiento era que llegasen pronto con el aguardiente.
Entretanto, el Gefion había logrado maniobrar y colocarse bien en el fiordo, con la borda hacia la orilla, pero el vapor Geiser, que había intentado ayudarlos con un cable, había recibido un impacto en la sala de máquinas y estaba fuera de combate. Lo mismo ocurría con el Hekla, al que un cañonazo había destrozado la rueda del timón. El viento soplaba directamente del este, y la pérdida de los dos vapores que deberían habernos remolcado significaba que si las cosas se torcían teníamos cortada la retirada.
Entonces la suerte del combate pareció cambiar. La batería del norte recibió andanada tras andanada, y vimos a los minúsculos soldados huir corriendo por la playa. ¡La batalla estaba casi ganada! Pero los cañones permanecían intactos, porque llegaron corriendo más soldados, y apenas hubo descanso en la refriega. Repartieron otra ración de aguardiente. El intendente iba de un lado a otro con el cubo que lo contenía. Recibimos la taza que nos ofrecía con la solemnidad con que íbamos a comulgar y beber del cáliz. Afortunadamente, el barril de cerveza no había recibido ningún impacto, y lo visitábamos con frecuencia. Nos sentíamos terriblemente desconcertados. El cañoneo constante y el azar con que la muerte había realizado su cosecha entre quienes estábamos en cubierta nos dejaron agotados, aunque apenas llevábamos dos horas de combate. Resbalábamos sin parar en los charcos de sangre viscosa, y continuamente teníamos cuerpos mutilados ante los ojos. Sólo la sordera, que llevaba tiempo asentada a consecuencia del estruendo continuo de los disparos, evitaba que oyéramos los gritos de los heridos.
Apenas nos atrevíamos a mirar alrededor, por miedo de ver el rostro de algún amigo y quedar atrapados por aquellas miradas que imploraban un alivio, pero que de pronto también podían expresar odio, como si los heridos nos reprocharan a quienes seguíamos en pie nuestra suerte y sólo desearan intensamente cambiar su destino con nosotros. No podíamos dirigirles palabras de consuelo, porque entre el estrépito de los cañonazos nadie las oiría. A lo sumo, ponerles la mano en el hombro. Pero ya entonces era como si quienes seguíamos ilesos prefiriéramos la compañía de nuestros iguales y evitáramos a los heridos, a quienes no les habría venido mal algo de consuelo. Los vivos nos conjuramos contra los marcados ya por la muerte.
Una vez más cargamos los cañones y apuntamos, tal como nos ordenaron los jefes de pieza, pero no pensábamos ya en la victoria ni en la derrota. Nuestra lucha más encarnizada era por evitar mirar a los muertos, porque en nuestras cabezas resonaba una pregunta, como un eco de la destrucción que nos rodeaba: ¿Por qué ellos y no yo? Pero no queríamos oírla. Queríamos sobrevivir, y veíamos el mundo como si se encontrara al final de un oscuro túnel de hierro. Teníamos la visión limitada por el tubo del cañón.
El aguardiente había surtido su efecto benéfico. Ya estábamos borrachos, y se adueñó de nosotros una despreocupación embriagadora en cuyo fondo bullía el miedo. Navegábamos en un mar negro y nuestro único objetivo era no bajar la mirada y hundirnos en él.
Ejnar entraba y salía a rastras por la tronera del cañón. Era un hermoso día de primavera, y cada vez que se asomaba a los tibios rayos de sol esperaba un tiro en el pecho. Murmuraba continuamente para sí, pero no tenía la menor idea de qué palabras salían de sus labios. Cubierto de hollín y sangre, su aspecto era terrible. Seguía sangrando por la nariz, de vez en cuando se enjugaba la cara con la manga; después echaba la cabeza hacia atrás, en la esperanza de detener la hemorragia. En la boca sentía un regusto rancio que sólo desaparecía cuando el aguardiente le quemaba la garganta, pero que volvía enseguida. Con el tiempo, su tensión fue transformándose en indolencia, y sus movimientos se hicieron mecánicos. No estaba en peor situación que el resto de nosotros. Tampoco su aspecto sanguinolento y sus pantalones manchados lo hacían diferente. Ya no parecíamos vivos, sino espectros de una batalla librada hacía tiempo, muertos en un enfangado campo de batalla donde habíamos pasado semanas olvidados bajo la lluvia.
En tres ocasiones vimos relevarse a los hombres de la batería del norte. Ninguno de los artilleros parecía errar el tiro, y era como si las baterías a ambos lados del fiordo concentraran toda su potencia de fuego en nosotros.
A la una, izaron una bandera de señales en lo alto del destrozado aparejo del Gefion. Su mensaje iba dirigido a la tripulación del Christian VIII: «No podemos más». Varios de nuestros cañones estaban desatendidos, y los que seguían disparando andaban escasos de artilleros. Los que continuábamos de pie trabajábamos en medio de montones de muertos y heridos que extendían sus manos en gesto de desesperación, como si allí abajo, en aquel cenagal de entrañas, sangre e intestinos vaciados, suplicasen compañía.
Era una señal enviada en clave. El enemigo de las orillas del fiordo de Eckernförde no la comprendía, pero la tripulación del Christian VIII sí.
En el buque de guerra las bajas aún no eran muchas. Por la mañana temprano murió un intendente de Nyborg. Desde entonces había habido dos heridos, pero el barco había evitado los impactos demoledores. Por otra parte, el comandante Paludan comprobó que el intenso bombardeo sobre las baterías de las orillas norte y sur no había provocado daños serios. La batalla duraba ya seis horas, y no había perspectiva de victoria. Pero a nadie se le escapaba que era imposible retirarse. Los vapores Hekla y Geiser habían quedado fuera de combate, y teníamos al viento directamente de frente. El comandante Paludan decidió por ello izar la bandera blanca. No se trataba de una rendición, al menos por el momento, sino, sencillamente, de un descanso en la lucha.
Un teniente fue llevado a tierra firme con una carta; no tardó en volver, con el recado de que la respuesta llegaría al cabo de una hora. Se afianzó la gavia y se hizo otro tanto con la vela mayor, y la tripulación recibió pan y cerveza. Aún había orden en cubierta, y si bien todos estaban sordos a causa de los cañonazos, nadie pensaba en rendirse. A lo sumo sentían una vaga inquietud por el desarrollo de la batalla. Advertían que el Gefion estaba en una situación muy delicada, pero nadie podría haber descrito el sangriento caos de nuestra cubierta.
Laurids estaba solo con su pan, ocupado en saciar el hambre. Aún no sabía cuál era su destino.
Entretanto, millares de personas habían salido de la ciudad de Eckernförde y llenaban ambas orillas del fiordo. Laurids los observó mientras masticaba y pronto se dio cuenta de que no era la curiosidad lo que los había llevado hasta allí. Encendieron grandes fogatas en los campos y reunieron las balas de cañón dispersas por la playa. Después arrojaron las balas, que eran de hierro, al fuego hasta que estuvieron al rojo vivo, tras lo cual las llevaron hasta las posiciones de la artillería. En la carretera de Kiel aparecieron más cañones, arrastrados por caballos, y los soldados los distribuyeron tras el murete de piedra que rodeaba los campos vecinos.
Laurids recordó el relato de su padre sobre la guerra contra los ingleses, cuando Marstal fue atacada. Dos fragatas inglesas fondearon al sur de la ciudad. Su intención era llevarse los barcos que había en el puerto, aproximadamente medio centenar. Los ingleses arriaron tres barcazas llenas de soldados armados, pero los habitantes de la ciudad, junto con los granaderos de otra compañía de Jutlandia, lograron ponerlos en fuga. Los defensores de la ciudad apenas podían creer lo que veían cuando los ingleses se retiraron.
—Jamás supe de qué iba aquella guerra —añadió su padre—. Los ingleses son, por lo demás, unos marinos excelentes. No tengo nada que reprocharles. Pero para nosotros la guerra era por el pan. Si nos quitaban los barcos, estábamos acabados. Por eso ganamos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?
Laurids estaba sentado en el Christian VIII bajo la bandera blanca, observando al gentío que llenaba las orillas. No estaba seguro de conocer la guerra mejor que su padre. Luchaban por la bandera danesa contra los alemanes, y eso debería bastarle. Le había bastado hasta un momento antes. La guerra era como la vida del marino. Uno podía aprender mucho sobre las nubes, la dirección del viento y las corrientes, pero nunca sabría nada con seguridad acerca del mar imprevisible. Se trataba sólo de adaptarse y volver vivo a casa. El enemigo eran las baterías del fiordo de Eckernförde. Cuando las hicieran callar se abriría el camino de regreso. Para él la guerra era eso. No se sentía un patriota, pero tampoco lo contrario. Se tomaba la vida como venía, y el horizonte hacia el que dirigía la mirada estaba rematado por mástiles, aspas de molino y el caballete de la iglesia. Era Marstal, como solía aparecer cuando a bordo de un barco nos acercábamos a la costa. Ahora veía personas normales lanzarse a la guerra, no solamente soldados, sino gente de Eckernförde, puerto en el que hacía escala a menudo con cargas de cereal, y de donde volvía la noche que alborotó a todo Ærø. Los ciudadanos de Eckernförde se habían reunido en la playa, igual que los habitantes de Marstal aquella vez; entonces, ¿en qué consistía la guerra?
En la orilla botaron una embarcación. En ella iba el teniente del Christian VIII, que había estado negociando por tercera vez. En cada ocasión la batalla se había aplazado. La última tregua había empezado hacía ya más de dos horas, y eran las cuatro y media de la tarde. Debía de haber sucedido algo decisivo. Los marineros remaban. Entonces los cañones de la playa empezaron a tronar sin previo aviso. La bandera blanca ondeaba todavía en la cofa mayor, y sin embargo la lucha se había reanudado.
Los cañones del Christian VIII respondieron al fuego de inmediato, mientras que el Gefion, callado como un buque fantasma, trataba de alejarse de la zona donde se libraba la batalla. Nos habíamos dado por vencidos, y empleamos las últimas fuerzas en avanzar tirando del ancla de espía.
El enemigo cambió de táctica. Las baterías a los lados del fiordo apuntaron al Christian VIII en lugar de contra nosotros. Querían incendiar el buque grande. Muchas de las balas que impactaban en el barco estaban candentes tras haber pasado media tarde en las hogueras encendidas en los campos. Los habitantes de Eckernförde habían aprovechado el tiempo.
La cubierta estuvo repleta al punto de muertos y heridos. El ataque había sido totalmente imprevisto. Se produjeron incendios en varios sitios, y las bombas y mangueras empezaron a funcionar. Había que sofocar la muerte de la cubierta, donde las llamas habían prendido con fuerza.
El comandante Paludan comprendió que la batalla estaba perdida. El Christian VIII borneaba para salir de la línea de fuego, pero seguían teniendo el viento en contra, de modo que sólo consiguió quedar cruzado en medio de la corriente, perdiendo así la ventaja que representaba estar de costado. Desde la playa, los alemanes adivinaron pronto la intención del capitán y apuntaron a velas y jarcias. Querían evitar que el enemigo escapase.
La pesada ancla fue izada a costa de grandes pérdidas. Las bombas incendiarias caían sobre la proa, y las granadas explotaban entre las piernas de los pobres desgraciados que manejaban el cabrestante. A causa de las enormes pérdidas humanas tenían que gritar pidiendo relevos continuamente. Los recién llegados apartaban con las botas a muertos y heridos. Entonces estalló otra granada, y de las barras del cabrestante sólo quedaron pedazos desmochados, y de las manos que las habían empujado, huesos seccionados y trozos de dedos. Finalmente levaron el ancla, y allí quedó, colgada, goteando restos del fondo del fiordo, lodo y algas. El precio fue la felicidad de diez familias, cuyos hermanos, hijos y padres jamás volvieron a casa.
Después izaron el foque y afianzaron las escotas de la cofa. Izaron las velas. Laurids era gaviero, y subió con los demás. Avanzó sobre la verga, desde donde se le ofrecía una panorámica de la batalla.
El sol se hundía en el horizonte y derramaba su suave luz sobre el fiordo. Las nubes deshilachadas se extendían en forma de abanico sobre el cielo arrebolado. A sólo unos cientos de metros del fiordo, todo era paz y primavera emergente, pero la orilla se veía negra, llena de gente armada. La artillería, emboscada tras el cerco de piedra, disparaba sin cesar. De la batería de la playa llegaban volando balas incendiarias en un cañoneo continuo, y en la multitud eran miles quienes alzaban el fusil y apuntaban a la vez.
Laurids había estado colgado del extremo de una verga durante una ventisca terrible al sur del cabo de Hornos, con las manos congeladas. Aquella vez tuvo que volver a rastras hasta las jarcias, aferrado a la verga con brazos y piernas, pero ni por un instante sintió miedo. Ahora sus manos temblaban tanto que no hubiera podido deshacer el nudo más sencillo.
Velas, mástiles y aparejo estaban completamente destrozados por los disparos. En torno a él, los marineros caían uno tras otro desde mástiles, vergas y jarcias, tras recibir el golpe de una astilla, grande como una pica, de un mástil tronchado, una granada o una bala incendiaria, y en su caída tropezaban con cabos y velas a medio izar, hasta estrellarse contra la cubierta o desaparecer bajo el agua. Entonces Laurids desistió y empezó a volver hacia las jarcias.
En cubierta el desconcierto era cada vez mayor. Ya no podía izarse ninguna vela, pues los cañonazos habían destrozado drizas y brazas. Un grupo tiraba de la gavia de mesana, y casi la había izado cuando cayó sobre ellos una lluvia de poleas y amuras capaz de matar a un hombre.
Todo esfuerzo por alejar al Christian VIII de la línea de fuego había fracasado. No había modo de maniobrar debidamente, y el viento los empujaba hacia tierra. Se había levantado un fuerte ventarrón y el enorme barco se vio arrastrado en dirección a la costa, donde encalló al este de la batería del sur, que intensificó el fuego contra el indefenso barco. En aquella posición sólo podían emplear los cañones de proa, pero el barco dio un violento bandazo y todo empezó a desencajarse.
—¡Fuego a bordo! —se oyó gritar entonces.
Lo que habían tomado antes por un incendio no era nada comparado con aquello. Una bala incendiaria había atravesado la batería inferior para caer en la bodega de estribor. Las llamas se extendían rápidamente y avanzaban hacia la santabárbara. También había fuego en otros puntos. Los hombres trabajaron con las bombas, pero en vano. El fuego había vencido.
A las seis arriaron la bandera, y el Christian VIII dejó de disparar. El bombardeo desde la costa, sin embargo, continuó un cuarto de hora más, hasta que el insaciable enemigo se sintió por fin satisfecho con la magnitud de la derrota infligida a un buque de guerra que pocas horas antes parecía invencible.
El comandante Paludan fue llevado a tierra en un bote como señal de rendición, y entonces el ánimo de los hombres se vino abajo. Dejaron de luchar contra el fuego. Estaban cabizbajos, sucios y malolientes. Sus dotes de navegación no valían para nada allí, y no tenían experiencia ni en la guerra ni en la derrota. Habían creído que la guerra era una fiesta, y ahora sus mentes estaban vacías de todo salvo del eco del estruendo de los cañones, y sus almas habían perdido toda energía. La última parte de aquella bochornosa batalla había durado una hora y media, pero a ellos les pareció una eternidad. No imaginaban qué podía venir después de aquello. Tal era su agotamiento.
Algunos se sentaron en la cubierta en medio del mar de llamas, como si se hubieran cumplido los sermones de los pastores y el desembarco en el fuego del infierno ya se hubiera producido. Otros miraban al frente, inmóviles. Era como si un mecanismo se hubiera averiado en ellos. Los tenientes Ulrik, Stjernholm y Corfitz corrían de uno a otro y les gritaban a la cara. Si quería evitarse la catástrofe y el desmoronamiento del orgullo patrio que pusiera punto final a una batalla que no les había dado precisamente gloria, hacían más falta que nunca. Pero los cañones los habían ensordecido. Sólo reaccionaban ante manotazos, empujones y patadas.
Laurids se dejó llevar hasta la santabárbara de proa, donde la descarga de la pólvora en el agua discurría con lentitud. Sólo eran cinco hombres, y cada vez que los oficiales hacían bajar a alguno, aprovechaban para escapar.
—¡Todos los hombres a cubierta! —se oyó gritar de repente.
Enseguida comprendieron lo que aquello significaba. Se miraron los unos a los otros. Después soltaron las bombas y los barriles de pólvora y subieron a toda prisa por la escala.
En la cubierta había ovejas, terneros, cerdos, gallinas y patos que corrían entre las piernas de los aterrorizados marineros. Habían salido de sus jaulas. Un cerdo hozaba con el morro sanguinolento entre las entrañas de la cubierta. De vez en cuando mordisqueaba algo.
Todos corrían de aquí para allá. Algunos buscaban ropa y petates. Otros trepaban por la amurada, como si estuvieran sopesando lanzarse al agua fría. Nadie pensaba en los heridos que estorbaban en la cubierta y, en medio de aquel desorden, tenían que soportar que los pisaran sin consideración. Nadie oía sus alaridos de dolor. La mayoría seguían sordos tras muchas horas de intenso tronar de los cañones.
Laurids bajó a la enfermería. No podía creer que fueran a dejar a los heridos en la estacada. El humo se colaba entre las enormes planchas de roble. Se llevó la mano a la boca y se adentró un par de pasos más en la estancia llena de humo. Un enfermero que se tapaba la cara con un trapo se cruzó en su camino.
—¿No va a venir nadie?
Laurids oyó aquellas palabras. Había recuperado el oído.
—¡Hay que subir a los heridos! —añadió el enfermero—. ¡Aquí abajo nos ahogaremos todos!
—¡Voy en busca de ayuda! —gritó Laurids.
En la cubierta no encontró a ninguno de los oficiales que antes la habían emprendido con la tripulación a patadas y golpes con el plano del sable. Vio un tropel de gente junto al portalón y corrió hacia ella. La evacuación estaba en marcha. Divisó a un par de tenientes que luchaban con el sable desenvainado para llegar al portalón. El segundo de a bordo, el capitán Krieger, estaba a un lado, observándolo todo con una extraña mirada ausente. Llevaba bajo el brazo un retrato de su esposa con marco dorado. De su hombro colgaba el catalejo. Cuando Laurids se acercó, lo oyó repetir las mismas frases una y otra vez mientras alzaba la mano en una especie de saludo, como si quisiera bendecir al grupo de desesperados que tenía delante.
—Habéis demostrado que sois valientes, habéis cumplido con vuestro deber, sois mis hermanos.
Nadie le hacía caso. Todos tenían la mirada puesta en la espalda del de delante, que era el obstáculo más importante en el camino hacia el portalón liberador.
Laurids se abrió paso a codazos hasta el capitán y le gritó a la cara:
—¡Los heridos, capitán Krieger! ¡Los heridos!
El capitán se volvió hacia él. Su mirada seguía igual de ausente. Posó en el hombro de Laurids una mano temblorosa, pero su voz era sosegada, casi somnolienta.
—Hermano mío, cuando desembarques tienes que venir a visitarme, y hablaremos como hermanos.
—¡Hay que ayudar a los heridos! —volvió a gritar Laurids—. ¡El barco va a saltar por los aires en cualquier momento!
La mano del capitán seguía apoyada en su hombro.
—Sí, los heridos —dijo Krieger con el mismo tono inmutablemente sosegado—; los heridos son mis hermanos. Cuando desembarquen, hablaremos todos como hermanos.
Su voz se apagó hasta volverse un murmullo. Después empezó nuevamente su letanía.
—Habéis demostrado que sois valientes, habéis cumplido con vuestro deber, sois mis hermanos.
Laurids se dio por vencido y volvió hacia el grupo de hombres que se peleaban por acercarse al portalón. Agarró a uno por el hombro, después a otro, los hizo girar y les gritó que había que ayudar a los heridos. El primero reaccionó dándole un puñetazo en la barbilla. El segundo negó con la cabeza sin entender y se soltó para, con renovada energía, ocupar de nuevo su puesto en la pelea.
La evacuación se había acelerado. De la orilla partieron varias embarcaciones pesqueras para socorrer a la tripulación del barco de guerra que un par de horas antes los había bombardeado. La propia chalupa del comandante hacía un recorrido constante entre el barco y la playa. Laurids se asomó por la borda, oyó un estruendo y vio salir fuego de las troneras de popa. Entonces supo que aquello no podía durar mucho más.
Empezó a brotar humo de todas las escotillas. Era igual de difícil respirar en la cubierta que abajo, en la bodega. Volvió a bajar la escala que conducía a la enfermería, pero tuvo que desistir de atravesar el humo. Era tan denso e irrespirable que sencillamente no podía imaginar que allí abajo hubiese supervivientes.
—¿Hay alguien? —gritó, pero nadie respondió.
El humo le escocía los pulmones. Tuvo un acceso de tos, y las lágrimas cayeron por sus mejillas. Volvió a subir corriendo a cubierta. Se restregó los ojos y estuvo ciego durante un rato. Resbaló en la cubierta, pringada de restos humanos y órganos aplastados. Su mano tocó algo blando y húmedo, y se puso de nuevo en pie mientras se frotaba espantado las manos contra los pantalones manchados. La idea de que su mano hubiese tocado sangre y entrañas de otra persona se le hacía insoportable. Era como si le escaldaran el alma.
Fue tambaleándose hasta la borda, donde la humareda era menos intensa, y trató de recuperar la visión. A través de una niebla de lágrimas vio la chalupa encallar en un banco de arena. Los tripulantes tuvieron que echarse al agua y ganar la orilla vadeando. Allí los esperaban los soldados enemigos. La chalupa se liberó y puso inmediatamente rumbo al Christian VIII. Varias de las embarcaciones pesqueras estaban bastante cerca del buque, pero de pronto sus tripulantes dejaron de remar. Después empezaron a remar otra vez, ahora en dirección a tierra. También la chalupa volvió sobre su estela. Desde el portalón se elevó un rugido de protesta.
Laurids retrocedió un paso de la borda y penetró en la agitada nube de humo.
•
—Vi a Laurids —repetiría sin cesar Ejnar más adelante—. Os juro que lo vi.
Ejnar estaba en la orilla cuando el Christian VIII saltó por los aires. A él lo habían llevado a tierra desde el Gefion, escoltado, y ahora estaba con los supervivientes de la fragata, esperando a que lo trasladaran. La victoria fue una sorpresa para las tropas alemanas, y al principio parecía que no sabían qué hacer con nosotros. Nuestro número iba aumentando a medida que los hombres de los dos buques de guerra derrotados ocupaban la playa.
De pronto se oyó, desde el agua, el grito de aviso.
La mayoría estábamos sentados en la arena, desanimados y exhaustos, con la mirada baja, mientras los soldados nos apuntaban con sus bayonetas temblorosas. Entonces levantamos la vista. Empezó en la proa del buque de guerra, donde una columna de fuego se alzó con un estruendo impresionante. A medida que las llamas alcanzaban las santabárbaras, en la cubierta fueron surgiendo una columna de fuego tras otra. Por un instante, mástiles y vergas semejaron cerillas consumidas. Las velas, hechas jirones, ondeaban ennegrecidas por el fuego. El enorme casco de sólidos tablones de roble no era más que un juguete en las brutales manos de la conflagración. Pero aún no habíamos visto lo peor, porque el intenso calor hizo prender las mechas de los cañones, que en el momento de la capitulación estaban llenos de su contenido letal, el cual dispararon al mismo tiempo hacia la orilla.
De la playa abarrotada se alzó un grito de terror cuando las balas empezaron a caer sobre nosotros. La muerte no hizo distingos. Prisioneros de guerra, soldados y civiles de Holstein fueron aplastados. Del cielo llovían los llameantes restos del naufragio, que sembraban la destrucción allí donde caían. En el momento de la victoria se oían gemidos por todas partes. Era el último saludo del buque moribundo a vencedores y vencidos, una andanada mortífera que no diferenciaba entre amigo y enemigo. En aquella flor de fuego en el fiordo de Eckernförde, la guerra mostraba su auténtico rostro.
Por un instante pareció que todos los que estaban en la playa hubiesen muerto. Los cuerpos yacían por doquier. Nadie permanecía de pie. Muchos tenían la cabeza hundida en la arena y los brazos extendidos, como si estuvieran adorando el fuego del navío. Aquí y allá ardían restos del naufragio. Después, algunos cuerpos empezaron a levantarse, mientras oteaban temerosos hacia el buque en llamas. Se oyeron gritos desde el agua. Varias de las embarcaciones que habían ido a socorrer a la tripulación del buque habían sido alcanzadas y estaban ardiendo. El teniente Stjernholm, a bordo de un bote con cuatro hombres, se dirigía a recuperar la caja de caudales del barco, pero la proa del bote fue alcanzada cuando el Christian VIII saltó por los aires. La caja de caudales se perdió, pero el teniente logró llegar a tierra. Cuando pisó empapado la orilla, uno de los tripulantes iba con él. El resto se había ahogado.
La playa estaba sumida en el silencio, a excepción de los débiles gemidos de los heridos y el chisporroteo del fuego de los restos llameantes del naufragio, cuando de pronto se oyó retumbar una voz por toda la playa y el fiordo:
—¡He visto a Laurids! ¡He visto a Laurids!
Levantamos la cabeza y miramos alrededor. Habíamos reconocido la voz de Ejnar, y la mayoría pensamos que el pobre debía de haber perdido el juicio. Entonces se desató el caos en la playa. Todos se gritaban los unos a los otros. Era como si la gente, despavorida, intentara convencerse de que seguía viva haciendo el mayor ruido posible. En aquella confusión podríamos haber escapado de nuestros guardianes, pero habíamos perdido el ánimo, y con el ánimo la energía, y nos contentábamos con seguir con vida. Nuestras fuerzas no daban para más.
A nuestros guardianes no les iba mucho mejor. Cuando nos alejaron de la playa, lo hicieron con expresión tensa, lo que daba fe de la destrucción de la que a duras penas se habían librado. Más que un traslado de prisioneros organizado, aquello parecía una huida conjunta del campo de batalla.
El día había deparado a los alemanes una victoria aplastante, pero en sus rostros no había rastro de triunfo. El pavor ante las enormes fuerzas desencadenadas por la guerra había unido a vencedores y vencidos.
•
Nos llevaron a la iglesia de Eckernförde, donde habían echado paja por el suelo para que nos tumbásemos y diéramos descanso a nuestros cuerpos agotados. Todos estábamos empapados y tiritábamos. Era abril, y al ponerse el sol empezamos a sentir frío. Aquellos de nosotros que habíamos rescatado los petates nos cambiamos de ropa y prestamos a los camaradas menos afortunados lo que les hacía falta. Poco después llegaron provisiones de comida. Nos dieron sendas raciones de pan negro, cerveza y tocino ahumado. La comida la habían reunido entre los tenderos del lugar. Nadie esperaba ver la ciudad llena de prisioneros de guerra. Al contrario, todos se habían hecho a la idea de ver a soldados daneses patrullar las calles de Eckernförde antes de que terminara el día. Ahora, en lugar de ser nosotros quienes los vigilábamos, eran ellos los que nos agasajaban.
Se presentaron en la iglesia unas mujeres mayores ofreciendo pan blanco y aguardiente a quien tuviera dinero para pagarlo. Una de ellas era mutter Ilse, la de la cadera torcida.
—Pobrecito —murmuró mientras acariciaba a un prisionero la mejilla cubierta de hollín.
Lo había reconocido de visitas anteriores a la ciudad cuando solíamos ir a comprarle aguardiente.
El prisionero aferró su mano.
—No me llames pobrecito. Al menos estoy vivo.
Era Ejnar.
Durante la larga pausa posterior a que se izase el banderín de señales, Ejnar había andado por la cubierta buscando a Kresten. No lo había encontrado ni entre los muertos ni entre los heridos. Muchos de los primeros estaban boca abajo y había que darles la vuelta. A otros les habían volado la cara de un disparo. No estaba entre los cadáveres que se amontonaban junto a la pieza número siete.
Torvald Bønnelykke, que había estado en uno de los otros cañones, se acercó a él.
—¿Buscas a Kresten? —preguntó. Era de Marstal y también había oído los funestos presagios de Kresten—. Está ahí —añadió, señalando con el dedo—. Pero no vas a reconocerlo, porque una bala le ha arrancado la cabeza, o sea, que no lo veremos más. Yo estaba a su lado cuando ocurrió.
—Así que tenía razón —dijo Ejnar—. Qué manera más asquerosa de morir.
—La muerte es la muerte —sentenció Bønnelykke—. No sé si una manera de morir es mejor que otra. El resultado es el mismo.
—Tengo que encontrar su petate. Se lo prometí. ¿Has visto al Pequeño Clausen?
Ejnar se volvió hacia Bønnelykke, que negó con la cabeza. Anduvieron preguntando, pero nadie lo había visto.
Serían más o menos las diez cuando, extenuados, nos dispusimos a dormir. Se abrió la puerta de la iglesia y trajeron a otro prisionero. Iba envuelto en una gran manta y no paraba de estornudar, mientras temblaba de pies a cabeza.
—Qué frío —dijo con voz ronca. Después estornudó de nuevo.
—Pero ¡si es el Pequeño Clausen!
Ejnar se levantó y se dirigió a su amigo.
—Así que estás vivo.
—Sí, estoy bien vivo. Ya os lo dije. Pero estoy muy enfermo. Mierda, creo que voy a morirme de un resfriado. —Volvió a estornudar.
Ejnar le pasó un brazo por el hombro y lo condujo hasta el lecho de paja que había preparado. Notó que el Pequeño Clausen temblaba bajo la manta. Su pálido rostro presentaba manchas rojizas debidas a la fiebre.
—¿Tienes ropa seca?
—No, maldita sea, no he recuperado el petate.
—Coge esto. Espero que no te importe llevar la ropa de Kresten.
—Entonces ha…
—Sí, sus presagios se han cumplido. Pero ¿qué te ha pasado? Te hemos buscado por todas partes, nadie te había visto. Creía que también tú…
—Mala hierba nunca muere, ¿no es eso lo que suele decirse? Nuestro Señor ha decidido que muera de un resfriado, no en la guerra. Verás, en medio de la batalla me han suspendido de un andamio por el costado del barco. Tenía que reparar con planchas de plomo los agujeros de los cañonazos. Los malditos dispararon, pero no consiguieron darme.
—No sabía que fueras tan flojo —intervino Ejnar—. ¿Te pone enfermo un poco de aire fresco?
—¡Se han olvidado de mí, los condenados! —dijo el Pequeño Clausen—. He estado todo el día con las piernas en el agua. Menudo frío he pasado. —Volvió a estornudar—. No he podido llamar a una lancha hasta que han terminado de evacuar el barco. Diantre, tengo el cuerpo completamente amoratado. Cuando he desembarcado no podía ni andar.
Se había puesto ropa seca y empezó a darse vigorosas palmadas en los brazos. Miró alrededor.
—¿Hemos tenido muchas bajas? —quiso saber.
—¿Te refieres a los de Marstal?
—Pues claro, ¿a quién, si no? A los demás no los conozco.
—Creo que hemos perdido a siete.
—¿Estaba Laurids entre ellos?
Ejnar bajó la mirada al suelo. Después hizo un gesto con los brazos, como si fuera a revelar algo embarazoso.
—No puedo responderte.
—No crees que haya conseguido escapar, ¿verdad?
—No, escapar no ha escapado. Lo he visto subir hasta el cielo. Pero también lo he visto bajar de nuevo.
El Pequeño Clausen lo miró desconcertado. Después negó con la cabeza.
—Mis ojos me dicen que estás intacto —afirmó—. Pero mis oídos me dicen que tu razón está dañada. —Soltó otro sonoro estornudo y se sentó bruscamente en el lecho de paja.
Ejnar se sentó junto a él y miró al frente, absorto. El Pequeño Clausen permaneció inmóvil un rato, haciéndose el ofendido. Observó de soslayo a Ejnar, con la esperanza de que su actitud animosa provocara en él alguna reacción, pero Ejnar siguió mirando al frente con la misma expresión ausente. ¿Acaso sería verdad que se había vuelto loco?
El Pequeño Clausen se inclinó finalmente sobre su amigo y le echó un brazo al hombro.
—Tranquilo —dijo con tono sosegado—. Ya verás como recuperas la razón. —Hizo una pausa y añadió en voz baja—: Pero a Laurids ya podemos darlo por perdido.
Todavía se quedaron sentados un rato, el uno junto al otro. Ninguno de los dos volvió a pronunciar palabra. Después se tumbaron y cayeron dormidos, agotados.
A las siete de la mañana nos despertaron y nos sirvieron pan, tocino ahumado y cerveza caliente. Una hora más tarde hicieron recuento. Se presentó un oficial y nos preguntó a todos el nombre y de dónde éramos, a fin de que pudieran avisar a nuestras familias. Todos nos arremolinamos en torno a él. Gritamos ansiosos nuestro nombre, y era tal el tumulto que, cuando hacia las diez dieron orden de partir en dirección a la fortaleza de Rendsborg, no había dado el nombre más que la mitad.
En el exterior de la iglesia nos hicieron formar en varias filas. El ambiente se había vuelto hostil. Nuestros guardianes ya no tenían paciencia con el enemigo derrotado. Muchos de nosotros aún estábamos medio sordos tras el fragor de los cañones de la víspera y no siempre oíamos las órdenes, aunque nos las gritasen a la cara. Así que nos pegaban y nos empujaban. Los habitantes de la ciudad se apretujaban en torno a nosotros, soltando gritos de entusiasmo al vernos humillados, y un grupo de marineros con machete al cinto los relevó con sus insultos groseros, a los que, con gran enojo por nuestra parte, no pudimos responder.
La carretera discurría paralela a la playa, y vislumbramos por última vez el escenario de nuestra incomprensible derrota. Los restos del Christian VIII flotaban, humeantes, a la deriva. Del casco carbonizado seguía saliendo humo. En la orilla yacían desparramados los restos de mástiles y vergas que habían salido disparados con la explosión. Cual hormigas que se afanaran en limpiar el esqueleto de un león muerto, los alemanes estaban ocupados en rescatar los restos del naufragio de lo que hasta unas horas antes había sido el orgullo de la marina de guerra danesa.
Pasamos junto a la batería del sur contra la que habíamos batallado un día entero y que finalmente había sellado nuestro destino. Nadie, ni los más inexpertos de nosotros, necesitó ayudarse con los dedos para calcular la potencia de fuego del enemigo. ¡Cuatro cañones! No había más. David había luchado contra Goliat, y Goliat éramos nosotros.
Varios carros nos adelantaron en la carretera. Eran los oficiales del Christian VIII y del Gefion, camino también de la prisión de Rendsborg. Saludamos cuando nos adelantaron, y correspondieron al saludo. Después desaparecieron en una nube de polvo. Oímos el traqueteo de otro carro, y sonido de risas. Un carro con oficiales de Holstein pasó por nuestro lado. En medio de ellos destacaba un hombre sin sombrero.
El Pequeño Clausen y Ejnar se miraron.
—Que me achicharre en el infierno —dijo el Pequeño Clausen—. ¡Si era Laurids!
—Es lo que decía yo. Subió hasta el cielo y ha vuelto a bajar.
—¡Me da igual cómo lo haya hecho! —repuso entre risas el Pequeño Clausen—. Lo importante es que no ha muerto.
El carro se detuvo algo más adelante. Los oficiales se apearon y dieron la mano a Laurids. Uno de ellos le metió una botella de aguardiente en el bolsillo de la casaca. Otro le entregó algo de dinero. Después se despidieron y se marcharon. Laurids permaneció un rato quieto, vacilante. El Pequeño Clausen lo llamó. Laurids se volvió y saludó con la mano, inseguro. El soldado lo cogió del brazo y lo puso en la hilera junto a los dos de Marstal.
—¡Laurids! —exclamó el Pequeño Clausen—. Creía que estabas muerto.
—Y lo estuve —contestó Laurids—. Le vi el culo a san Pedro.
—¿El culo de san Pedro?
—Sí, se levantó la túnica y me enseñó el culo.
Laurids sacó la botella de aguardiente del bolsillo y derramó el transparente líquido en su boca. Luego ofreció la botella al Pequeño Clausen, quien bebió un largo trago antes de pasársela a Ejnar, que aún no había emitido sonido.
—Veréis —dijo Laurids—, es que cuando san Pedro te enseña el culo, significa que no te ha llegado la hora.
—O sea, que entonces decidiste volver a la Tierra.
Era Ejnar, que finalmente tomó la palabra. Su rostro estaba iluminado, transfigurado, y su voz sonó aliviada, como si acabaran de absolverlo de una acusación.
—Lo vi todo —continuó—. Estabas en cubierta cuando el Christian VIII saltó por los aires. Saliste despedido hacia arriba, por lo menos diez metros, y después volviste a bajar y caíste de pie. El Pequeño Clausen dice que he perdido el juicio. Pero lo vi. Fue lo que pasó. ¿Verdad que sí?
—Hacía un calor de mil demonios —dijo Laurids—. Pero allí arriba se estaba más fresco. Le vi el culo a san Pedro y comprendí que no iba a morir.
—Pero ¿cómo volviste a la orilla?
—Andando —dijo Laurids.
—¿Andando? ¡Si no puedes andar sobre el agua!
—Andando por el fondo.
Laurids calló y señaló sus botas. Los que venían detrás tropezaron con él y las filas se descompusieron. Un soldado llegó corriendo y empujó a Laurids con la culata de su arma.
Laurids se volvió.
—Tranquilo, hombre, tranquilo —dijo con la condescendencia del borracho, haciendo un gesto apaciguador con las manos. Después se reintegró en la fila y se adaptó al ritmo de marcha.
El soldado seguía caminando a su lado.
—No era mi intención hacerte daño —se disculpó en el dialecto del sur de Jutlandia.
—Estás perdonado —repuso Laurids.
—He oído hablar de ti —dijo el soldado—. ¿No eres tú el que saltó por los aires con el Christian VIII y cayó de pie?
—Sí, soy yo —admitió Laurids con gran dignidad, y se puso derecho—. Caí de pie gracias a la ayuda de Dios y las botas de marino.
—¿Las botas de marino?
Ahora era Ejnar quien estaba perplejo.
—Sí —dijo Laurids con el tono de quien explica algo a un niño—. Fue gracias a las botas de marino que caí de pie. ¿Te has puesto alguna vez mis botas de marino? Pesan como condenadas. Nadie puede pasar mucho tiempo en el cielo si las lleva puestas.
—Es como la resurrección de Jesús —dijo el soldado.
—Tonterías —replicó Laurids con brusquedad—. Jesús no llevaba botas de marino.
—Y no le vio el culo a san Pedro —intervino el Pequeño Clausen.
—Exactamente —dijo Laurids, y volvió a pasar la botella.
También le ofrecieron al soldado, que, tras mirar rápidamente hacia atrás por encima del hombro, bebió un trago.
Caminamos todo el día, y nuestra alegría pronto se esfumó. Había cuatro millas hasta Rendsborg. Los campesinos salían de sus casas para observarnos. Nosotros hacíamos caso omiso. La entereza nos había abandonado. La mayoría mirábamos al polvo de la carretera y continuábamos caminando torpemente. Un cansancio plomizo se había apoderado de todos, pero no sabíamos si el abandono procedía de nuestros pies doloridos o de la cabeza. Nos volvimos apáticos, tropezábamos los unos con los otros igual que borrachos, aunque sólo Laurids poseía el privilegio de la borrachera. Él caminaba indiferente, tarareando para sí, pero no eran canciones piadosas las que salían de sus labios, pese a que había visitado al Señor. Finalmente se calló y continuó andando con actitud ensimismada, como si hubiera empezado a dormir la mona.
De vez en cuando nos deteníamos en un estanque para beber. Los soldados tenían las bayonetas caladas y nos vigilaban mientras llenábamos de agua la gorra y la pasábamos a los demás. Después volvimos a emprender la marcha. Cuando estábamos a mitad de camino relevaron a los guardianes. Ejnar y el Pequeño Clausen se despidieron del soldado. Laurids seguía en su propio mundo. El soldado lo observó por última vez e intercambió un par de palabras con el que lo relevaba. Éste miró con expresión de escepticismo a Laurids y negó con la cabeza, pero continuó dirigiéndole miradas de soslayo el resto del camino.
Al atardecer, cuando empezó a oscurecer, llegamos a Rendsborg. La noticia de la victoria había corrido como un reguero de pólvora, y la carretera y el baluarte estaban llenos de gente que había acudido a ver a los prisioneros. Cruzamos la puerta de la ciudad, atravesamos un puente y finalmente la puerta interior, hasta que nos encontramos en las estrechas calles del centro. Se habían aglomerado miles de personas, y los soldados tenían que valerse de las armas para mantener a raya a los curiosos y hacernos un pasillo. Había muchas chicas guapas, y era desagradable ver que las miradas que nos dirigían eran de desprecio.
Nos alojaron en una iglesia grande y vieja donde habían amontonado tanta paja en el suelo que más parecía un establo que la casa de Dios. No habíamos probado bocado en todo el día, y empezaron a repartir sacos de galletas y cerveza caliente. Las galletas se nos deshacían en la boca. Estaban viejas. Pero la cerveza nos sentó bien, y al poco yacíamos dispersos en la espaciosa iglesia, profundamente dormidos.
Al día siguiente, que era Sábado Santo, deambulamos por la nave en busca de un lugar apropiado donde echarnos, reencontramos algunos amigos y comprobamos la pérdida de otros. Había gente del Gefion y del Christian VIII. Descubrimos también bastantes cuartos provistos de sillas y cortinas en las ventanas. Enseguida fueron ocupados, y la posesión de un cuarto así se consideró un privilegio. Los de Marstal nos juntamos en uno que había junto al coro. También los demás formaron grupos con la gente que conocían del pueblo, los de Ærøskøbing aquí, los de Lolland allí, los de Fionia, los de Langeland. En el suelo cubierto de paja de la iglesia creamos un auténtico mapa del país.
No sabíamos de disciplina. No llevábamos tanto tiempo en la marina de guerra como para apreciar otro orden que el que nuestra mente nos imponía. Los barcos de guerra habían ardido a cañonazos bajo nuestros pies, y habíamos quedado separados de nuestros oficiales. Sólo obedecíamos una orden, la que impartía el estómago. Cuando las puertas de la iglesia se abrieron por la mañana y repartieron pan para todos, se formó una aglomeración en la puerta, porque cada uno pensaba solamente en su propia hambre. Al final los soldados nos arrojaron el pan y luchamos por él como bestias salvajes.
A Ejnar le arrebataron el pan de las manos. Al Pequeño Clausen le dieron una patada en la tibia. Sólo Laurids se mantenía alejado, como si el hambre y la sed le fueran ajenos. Fue un momento vergonzoso; la disciplina que habíamos ejercitado en la marina había desaparecido. Ahora teníamos que crear una nueva, y para ello la lucha era un medio apropiado.
Nos repartieron la siguiente comida como si se tratara de una maniobra militar. Un comandante y un sargento nos daban órdenes a gritos. Traían a los contramaestres del Gefion y del Christian VIII, y nos distribuyeron en los mismos grupos de ocho que conocíamos de los buques de guerra, para que hubiera orden cuando repartían la ración. Nos entregaron una cuchara y un cuenco de hojalata y nos colocamos junto al altar. Era una especie de eucaristía: teníamos que echar mano de toda nuestra imaginación para transformar en comida el contenido de aquellos cuencos. Era una especie de papilla insípida con ciruelas, de la que todos dimos buena cuenta por pura necesidad. La apatía que se había apoderado de nosotros el día siguiente a la derrota no había desaparecido.
Por la tarde se abrió la puerta de la iglesia y entró un grupo de oficiales acompañados de unos señores bien vestidos que debían de ser ciudadanos prominentes de Rendsborg. Iba con ellos el soldado alemán que en la última parte de la marcha había dirigido miradas de desconfianza a Laurids. Anduvo por la iglesia buscando a alguien mientras los señores esperaban junto a la puerta. Finalmente divisó a Laurids, pues era a él a quien buscaba. Le ordenó que se levantara del suelo y lo condujo hasta el grupo que esperaba junto a la puerta. Los señores mantuvieron una conversación con Laurids. Era evidente que le preguntaban sobre algo, y al poco tiempo se repitió la escena de cuando, camino de Rendsborg, se había despedido de los oficiales. Antes de despedirse cortésmente, los elegantes señores le entregaron varios billetes. Uno incluso se levantó el sombrero con actitud ceremoniosa.
Laurids, el que había ascendido al cielo, acababa de convertirse en un personaje célebre.
La historia empezó a extenderse entre los prisioneros que ocupábamos la iglesia. Había otros dos que habían visto a Laurids saltar por los aires cuando estalló el Christian VIII y después volver a aparecer milagrosamente en la cubierta en llamas cuando la columna de fuego remitió. Pero creyeron que se trataba de una especie de visión, una alucinación provocada por la batalla y el nerviosismo que producía el peligro mortal. No se lo habían contado a nadie, pero entonces nos explicaron su experiencia, y pronto se reunió un gran grupo frente a Laurids.
Queríamos saber por qué no tenía chamuscados la ropa ni el pelo.
—Tengo chamuscadas las botas —dijo, quitándose una para que pudiéramos observarla.
—¿Y los pies? —le preguntamos.
—Apestan.
Ejnar no podía apartar la vista de Laurids. Lo miraba como se mira a un extraño, y en eso se había convertido para él. Actuaba con torpe veneración y en su presencia le costaba ser el Ejnar de siempre.
El Pequeño Clausen aceptó lo ocurrido, o, mejor dicho, ahora que Laurids estaba vivo delante de él, aceptó que otros creyeran que había subido a los cielos. Él se lo había tomado con escepticismo desde el principio. En ese momento se sumaba a los creyentes, pero casi de chufla, como cuando uno participa en una broma de amigos. Para él Laurids siempre había sido un guasón. Primero hizo que toda la isla creyera que llegaban los alemanes. Ahora hacía creer a los alemanes que había ascendido a los cielos y vuelto a bajar. El Pequeño Clausen estaba boquiabierto, admirado por la hazaña. ¡Caramba con Laurids! ¡Menudo elemento!
Mientras Laurids contaba su historia, la iglesia se había llenado de vendedoras. Eran mujeres a las que se había autorizado a acudir todos los días a la iglesia con sus cestos, donde llevaban café, pasteles, pan de levadura madre, huevos, mantequilla, queso, arenques y papel para vender. La tripulación del Gefion podía permitírselo. La mayoría de nosotros habíamos salvado el petate y el dinero, y además los oficiales habían abierto la caja fuerte del barco y distribuido dos monedas de dos rixdal a cada miembro de la tripulación antes de arrojar al mar el resto del dinero, para que los alemanes no pudieran echarle la zarpa.
Los de Marstal éramos unos privilegiados. Todos habíamos estado a bordo del Gefion, excepto Laurids, que no se había llevado del Christian VIII más que lo puesto y la fama por su ascensión al cielo. Pero esto último fue también más que suficiente para asegurarle un buen beneficio. Tenía los bolsillos llenos de billetes de cinco marcos, entregados por alemanes picados por la curiosidad. Cuando vio que nos habíamos abastecido, compró algunas provisiones más y las dividió entre los tripulantes del Christian VIII, que al igual que él habían abandonado el barco sin sus pertenencias. Recibieron con agradecimiento sus regalos, y aquello hizo que su fama aumentase todavía más.
Cuando despertamos era Domingo de Resurrección. Íbamos a pasar el resto del día encerrados en una iglesia, pero no veíamos a ningún pastor. Estábamos tumbados boca arriba sobre el heno, mirando a las afiladas bóvedas que se alzaban sobre nosotros. De las paredes colgaban cuadros oscuros con pesados marcos dorados y multitud de tallas de madera, y de los techos, tan altos como mástiles, pendían arañas de luz. Aquello era diferente de la iglesia de Marstal, con sus hileras de bancos pintados de azul y las paredes encaladas, desnudas. Pero nuestras mentes no estaban para recogimientos. Dormíamos sobre paja, y caminábamos sobre la paja, y en medio de la paja era donde vivían los animales de una granja, y por eso nos sentíamos como cerdos en una pocilga, de modo que aquellas bóvedas imponentes no estaban para infundirnos solemnidad, sino para burlarse de nosotros y despreciarnos. Éramos hombres derrotados, despojados no sólo de su energía y libertad, sino, lo que era aún peor, de su orgullo. No habíamos luchado con honor. Probablemente después dirían que sí, y quizá algún día también nosotros termináramos creyéndolo, pero en aquel momento el recuerdo de la espantosa batalla en el fiordo de Eckernförde era demasiado reciente y no sugería precisamente eso. Habíamos luchado confusos, aterrados, incluso borrachos para mitigar el terror. Y aquellos de nosotros que éramos marinos avezados no habíamos sido adiestrados como soldados, mientras que los que sabían de asuntos militares no tenían ni idea de navegar.
El capitán Krieger había saltado por los aires junto con el retrato de su esposa; que el Señor se apiade de su alma, pobre diablo. Pero el comandante Paludan fue de los primeros en bajar a las lanchas para que lo llevaran a la seguridad de tierra firme. ¿Podía definirse como una acción digna de un jefe de escuadra capaz de inspirar respeto a un marino honrado?
Sentados sobre montones de paja, mirábamos una bóveda lejana que parecía burlarse de nosotros y de nuestra penosa situación.
En varios puntos de la iglesia había cubos llenos de aguardiente. No habíamos comprado el licor a las mujeres del mercado, sino que lo daban gratis, tanto como quisiéramos. El primer día de cautiverio el médico militar alemán decretó que el aguardiente era bueno para la salud, y ahora íbamos a los cubos igual que los cerdos al comedero. Sí, éramos unos cerdos que dormíamos y nos revolcábamos en la paja, cerdos que por un momento habían evitado el cuchillo del carnicero; de modo que estábamos vivos, pero ya no éramos personas.
También apestábamos. Nuestra ropa se había ensuciado durante la batalla. Apestábamos a excrementos y a miedo. ¿No es acaso el secreto de los hombres en tiempos de guerra que como niños aterrorizados se hacen de todo en los pantalones? Ninguno de nosotros se había librado del miedo a morir en el mar, pero nadie se había cagado nunca en los pantalones sólo porque la tormenta se llevara mástiles y aparejo, o porque una ola hiciera trizas la amurada y barriese la cubierta.
Ésa era la diferencia. El mar respetaba nuestra hombría. Los cañones no.
—Vamos, ascendido al cielo —le decíamos a Laurids señalándole el púlpito.
—Es Domingo de Resurrección. Suéltanos un sermón, ¡háblanos del culo de san Pedro!
Laurids subió al púlpito dando traspiés. Había perdido su tono sublime y estaba otra vez borracho, como el resto de nosotros. El púlpito no era el tope de un mástil, y aun así se mareó cuando estuvo arriba. Era por culpa del aguardiente. Había naufragado dos veces. La segunda pasó toda la noche en una roca lisa, frente a Mandal, donde se había hundido su barco. Esa vez sintió pena y espanto. Por lo cerca que había estado de la muerte. El agua le empapó los pies mientras esperaba que lo rescatasen, lo que ocurrió al alba, cuando se acercó la lancha del práctico y le arrojaron un cabo. En esa ocasión no se avergonzó, pues que el mar te venciese no constituía motivo de vergüenza.
No era mal marino. De eso estaba convencido.
La corriente, el viento y la oscuridad eran enemigos de envergadura, pero en la batalla del fiordo habría dado igual que fuese un marino diestro o incompetente. La derrota ante un enemigo más débil lo convirtió en un hombre sin honor. El vergonzoso comportamiento del comandante Paludan lo hundió, también a él, en la infamia.
Estaba en el púlpito y no sabía qué decir. El esófago le ardía, y se inclinó hacia delante y vomitó.
Su acción fue saludada con gritos y aplausos.
Fue un sermón que supimos apreciar.
Laurids pasó todo el día callado. Volvieron a presentarse oficiales y caballeros desconocidos que deseaban verlo y oírlo hablar de su ascenso a los cielos, pero él siguió tumbado en la paja dándoles la espalda, como un oso que hibernase. Le ofrecieron dinero, pero nada fue capaz de arrancarlo de su ensimismamiento, y tuvieron que marcharse. Su fama fue declinando con el paso de los días. Él mismo acabó con ella por su falta de disposición, aunque podría haber sido un negocio lucrativo exhibirse, estrechar manos y relatar sus impresiones del más allá. Pero estaba de mal humor, atrapado en las garras del más acá.
Permanecía tumbado sobre la paja o paseaba de un lado a otro con los brazos cruzados y el entrecejo fruncido.
—Está pensando —decía Ejnar con actitud reverente.
Ejnar era el único que quedaba del grupo de prosélitos, que, de haberlo querido Laurids, podría haberse convertido en toda una congregación.
El humor de los demás fue mejorando poco a poco. Nos juntábamos en pequeños grupos, y de los cuatro rincones de la iglesia llegaban cantos y música. Al principio estábamos divididos según la región o pueblo de donde procedíamos. Mirábamos a los otros como si fuéramos medio enemigos. Pero la música acababa uniéndonos. Ahí un isleño sentado junto a un jutlandés, más allá uno de Lolland con uno de Zelandia. Siempre que las voces armonizaran, soportaban el dialecto de los demás. Sin embargo, seguía siendo el aguardiente lo que confería timbre a nuestras voces.
Varios días después, el Pequeño Clausen recibió una carta de casa. Era de su madre, quien describía el aciago Jueves Santo en que había tenido lugar la batalla. Ejnar y Laurids se sentaron junto a él, y también Torvald Bønnelykke se acercó. Estábamos impacientes por oír noticias de casa, y el Pequeño Clausen leyó la carta en voz alta, con tono inseguro y haciendo largas pausas.
En Marstal, los cañonazos se oyeron desde la madrugada, y era como si la batalla se librara justo al otro lado del espigón y no al otro lado del Báltico. Mientras el pastor Zachariassen pronunciaba el sermón en la iglesia, el estruendo fue tan atronador que la tierra empezó a temblar bajo sus pies. El clérigo, emocionado, se echó a llorar.
Hacia mediodía se hizo el silencio. Pero nadie podía mantener la calma. En lugar de ir a casa a almorzar, la gente anduvo paseando por la calle, especulando sobre el desarrollo de la batalla. Algunos expertos estrategas, como el carpintero Petersen, el viejo Jeppe, incluso madame Weber, todos veteranos de la famosa noche en que creímos que venían los alemanes, habían manifestado, sin asomo de duda, que era imposible que a los daneses les fuese mal. Una batería costera jamás lograría vencer a un buque de guerra. Los alemanes habían recibido una buena tunda. Durante todo el día sólo oímos la dulce música de la victoria.
Al anochecer sonó un estampido tan fuerte que parte del acantilado de Voderup se derrumbó por la presión. En Marstal nadie pegó ojo aquella noche; todos se preguntaban, atormentados, sobre el desenlace de la batalla. Cuando, avanzada la tarde del viernes, llegó la noticia, sus peores temores se vieron confirmados.
«Yo estaba enloquecida de desesperación, aunque debería haber confiado en el Señor. Le recé toda la noche para que te protegiera, y escuchó mi plegaria, aunque hubo otros cuyas plegarias no atendió. La madre de Kresten camina llorosa, reprochándose no haber impedido que se marchara. Yo le digo que Kresten había vaticinado su muerte, y que nadie escapa a su destino, pero ella responde que Kresten era un loco, y que el primer deber de una madre es proteger a su hijo de su propia insensatez, y vuelve a echarse a llorar».
El Pequeño Clausen leía con voz monótona. El esfuerzo de descifrar las letras exigía toda su atención, y no le quedaba ánimo para comprender el significado de las palabras.
—¿Qué dice? —preguntó de pronto.
Los otros lo miraron, desconcertados.
—Tú sabrás, que lo estás leyendo —dijo Ejnar.
El Pequeño Clausen los miró, impotente, incapaz de explicar su dilema.
—Pone que perdimos la batalla —intervino Laurids—. Pero ¡no necesita decírnoslo! Y pone también que la madre de Kresten se ha vuelto loca de pena. Y que tu madre ha rezado por ti.
—¿Mi madre ha rezado por mí? —El Pequeño Clausen bajó la mirada y volvió a encontrar alguna dificultad con el párrafo donde su madre describía su noche de insomnio. Después leyó nuevamente la carta moviendo los labios en silencio.
—Sigue leyendo —pidió Ejnar con impaciencia—. ¿Qué más cuenta?
Habían llegado a Marstal órdenes de la corona relativas a que se pusieran a disposición de la marina de guerra, sin demora, todos los barcos y embarcaciones de gran calado. Se emplearían para el transporte de tropas al otro lado del Gran Belt. Todos los marinos que estaban en la ciudad se reunieron en el aula de la escuela y oyeron la orden; sin embargo, ninguno se apuntó voluntariamente. Entonces requisaron dieciocho barcos; pero, cuando llegó el día de zarpar, no había ninguna embarcación a la vista. El pastor Zachariassen regañó a los habitantes de Marstal por su falta de espíritu de sacrificio, y ahora mucha gente habla de traer otro pastor a la ciudad.
Reinaba la confusión, había guerra y corrían malos tiempos, pero si Nuestro Señor protegía al Pequeño Clausen y al resto de los habitantes de Marstal, algún día terminarían sus penalidades y las cosas volverían a ser como antes. La madre del Pequeño Clausen terminaba enviando sus oraciones más fervorosas y su cariño más profundo a su hijo cautivo de los alemanes, a la vez que expresaba su esperanza de que comiera bien y pudiese lavar la ropa.
—¡Falta de espíritu de sacrificio! —exclamó Laurids tras soltar un bufido cuando el Pequeño Clausen terminó de leer—. ¡Vaya con el pastor! Han muerto siete, y los demás estamos prisioneros. Damos gustosamente la vida. Pero a ese condenado no le parece suficiente. Ahora también quiere nuestros barcos. Pues no va a conseguirlos. ¡Nunca!
Los reunidos mostramos nuestra aprobación asintiendo con la cabeza.
Todos los días empezábamos con cerveza caliente. Un día nos daban la papilla insípida con ciruelas, y al siguiente guisantes con carne. Se convirtió en una norma a la que el estómago tuvo que adaptarse. Con nuestros mezquinos capitanes habíamos vivido en peores condiciones, así que en realidad nos quejábamos por principio. Nos quitaron los cuchillos, y teníamos que partir el pan con las manos, o comerlo a mordiscos, como los caballos. Una hora por la mañana y otra por la tarde nos permitían pasear por el cementerio y fumar, rodeados de centinelas con las armas cargadas. Entonces podíamos deslizar la mirada de las lápidas a las bayonetas y vuelta otra vez, y filosofar sobre el sentido de la vida si nos daba por ahí. Ésa era la única variación que ofrecía nuestro cautiverio.
•
A las dos semanas nos despertaron a las cinco de la mañana y nos ordenaron que nos dirigiéramos al cementerio. Allí nos hicieron formar en hileras, seiscientos hombres en total. Los cadetes, que hasta entonces se habían alojado en unas caballerizas, estaban con nosotros. A nuestros guardianes les parecía que necesitábamos disciplina, ¿y quién mejor para metérnosla en la cabeza que nuestros propios oficiales?
Con el petate a la espalda y el cuenco para comer bajo el brazo, partimos de Rendsborg rumbo a Glückstadt. Llegamos con el tren de vapor, y, al igual que en Rendsborg, fuimos recibidos por una multitud de curiosos. Nos habíamos limpiado los restos de pólvora. Llevábamos ropa limpia y casi parecíamos personas corrientes. En cualquier caso, más que nuestro aspecto desastrado, lo que impresionaba a la gente del pueblecito era que fuésemos tantos.
Desfilamos hasta el puerto, donde nos esperaba nuestro nuevo alojamiento: un almacén de grano. Había un granero abajo y otro arriba. En cada uno de los graneros había un cuarto, y allí vivían los cadetes. La tripulación dormía en hilera, de un centenar y medio de hombres, sobre el suelo de los enormes graneros. Las paredes hacían las veces de cabecera, y unas tablas unidas con clavos constituían el pie de la cama. El lecho era, como antes, de paja. Pero, como en la estancia había también mesas y sillas, nos pareció un buen cambio. Disponíamos de un patio, más allá del cual había otro granero, unido al anterior por un vallado de tablones; o sea, que estábamos encerrados.
En el espacio comprendido entre los dos edificios había una laguna artificial. Era todo un paisaje, con su estanque incluido, para disfrutar de él. Los vallados siempre eran preferibles a las bayonetas, y el estanque resultaba más estimulante para nuestra fantasía que las lápidas de Rendsborg; de modo que también por ese lado encontramos motivo de alegría. Tallábamos barquitos, enganchábamos trozos de tela a los mástiles hechos con palillos y reproducíamos la batalla naval en la lisa superficie del estanque. La mitad de los barcos llevaban la bandera danesa. La otra mitad parecían apátridas, no llevaban bandera. Eran los rebeldes alemanes. No íbamos a concederles el honor de una insignia. Representábamos la batalla naval y bombardeábamos a la flota alemana con piedras. Los daneses ganaban siempre, y la marina de guerra danesa sólo sufría pérdidas en las pocas ocasiones en que una piedra acertaba por error.
Éramos centenares al borde del estanque vitoreando cada vez que una piedra acertaba en el blanco. Era la hora del desagravio.
Pero Laurids nos daba la espalda con desdén.
—Está visto que valemos para esto. Lástima que no ganemos cuando la cosa va en serio.
Laurids pasaba la mayor parte del tiempo sentado sobre la paja, mirando por una ventana que daba al Elba. Contemplaba los barcos que iban y venían de Hamburgo. Los seguía con la mirada hasta que desaparecían; su corazón iba con ellos hasta algo más allá. Sentía nostalgia del mar.
Tras su ascensión a los cielos se había convertido en otra persona.
Durante el día solíamos sentarnos al sol. Habían colocado bancos en el patio. Algunos jugaban a las cartas. Un marinero de Ærøskøbing que había ido a la escuela, Hans Christian Svinding, escribía cartas al dictado. Nunca lo veíamos sin su carpeta bajo el brazo y la mirada escrutadora. Lo apuntaba todo. La mayoría, sin nada que hacer, permanecían inmersos en un sopor aguardentoso. Por la noche cantábamos y bailábamos hasta hacer crujir las gruesas tablas del suelo. Los más ruidosos eran los cadetes. No se mezclaban con la tripulación, sino que se quedaban en sus cuartos, donde a puerta cerrada ahogaban hasta la música con sus gritos de borrachos. Eran unos críos. No aguantaban el aguardiente. Ninguno de ellos llegaba a los dieciséis años, la mayoría tenían trece o catorce, y el más joven, doce. Muchos de nosotros teníamos hijos de su misma edad o mayores. A pesar de eso, los cadetes eran nuestros superiores, aunque no sabían ni eran capaces de nada. Era como ponerse firmes delante de unos grumetes.
Mientras tanto, continuaban las especulaciones acerca de la deserción del comandante Paludan en el momento de mayor peligro. ¿Por qué había abordado la lancha antes que nadie? Un soldado de Schleswig había hecho correr el rumor de que el propio comandante explicó que un oficial alemán subió a bordo del Christian VIII y le ordenó que evacuase el buque, pese a que los heridos aún no habían sido llevados a tierra. Paludan protestó con valentía, pero le hicieron saber que si no cumplía la orden se reanudaría el cañoneo sobre el barco. Sin embargo, en el Christian VIII nadie había visto u oído hablar de aquel oficial, que según decían se llamaba Preuszer. El ejército insurrecto alemán negó conocer a tal persona. El soldado opinaba que el comandante Paludan se lo había inventado para encubrir su propia cobardía.
Cuando el Pequeño Clausen oyó la historia, salió en defensa de su comandante. Era su honor de danés el que estaba en juego. Pero no logró encontrar nada que objetar. En el fondo, creía la historia. Habíamos estado a las órdenes de unos hombres sin honor. También Ejnar permaneció callado cuando oyó la historia, y vertió lágrimas de vergüenza. Laurids se puso a jurar, pero no dijo nada.
No obstante, la traición del comandante Paludan no inspiró entre nosotros ningún deseo de rebelión, sino que nos hizo frecuentar más a menudo el cubo del aguardiente. Nuestra aversión al cautiverio fue en aumento, y nuestro lenguaje fue haciéndose cada vez más agresivo.
Uno de los principales objetos de nuestra ira lo constituían los cadetes. Eran incontables las bromas a costa de su condición de imberbes, aunque siempre se decían a sus espaldas. Pero ahora les gritaban a la cara a aquellos renacuajos que se bajaran los pantalones para ver si también eran imberbes ahí abajo.
El jefe de los cadetes era un muchacho de catorce años que se apellidaba Wedel. Había sido el primer cadete del Christian VIII que había entrado en la lancha, y su expresión de triunfo cuando se sentó en la chalupa del comandante junto a Paludan, que era amigo cercano de su padre, no escapó a nuestra atención. Era él quien dirigía las bacanales que organizaban a puerta cerrada. Se convirtió en la víctima preferida de nuestras bromas, cada vez más pesadas.
Como respuesta a una observación bastante maliciosa acerca del tamaño de su sexo, dio una sonora bofetada a un marinero de Nyborg llamado Jørgen Mærke. Tuvo que ponerse de puntillas para lograr su objetivo, lo que hizo que el espectáculo resultara cómico. Pero le dio una bofetada bien dada.
Al principio el marinero se quedó paralizado por el asombro, y después, indeciso, se llevó la mano a la mejilla ardiente como para cerciorarse de que le habían pegado de verdad.
—¡Ponte firme, demonios! —rugió el pequeño Wedel.
El marinero lo cogió por los hombros y lo arrojó al suelo. A continuación, pateó al muchacho en las costillas con sus recias botas de marino, y enseguida se apiñó un grupo en torno a ellos, no para socorrer al cadete, sino porque finalmente había una oportunidad de dar rienda suelta a una furia largamente contenida. Si Wedel se salvó fue gracias a sus gritos de ayuda. Dos soldados de Schleswig-Holstein subieron corriendo las escaleras con la bayoneta calada, pero cuando rescataron al chico Laurids ya había separado al agresivo grupo. Agarró del cuello al cadete y lo levantó en el aire, mientras con la mano libre mantenía a distancia a los más cercanos.
Wedel oscilaba como un muñeco de trapo. Las piernas le temblaban de miedo.
—A ver si nos portamos como Dios manda —dijo Laurids con voz sosegada.
Había recuperado la autoridad que tenía en cubierta. El amenazador grupo se disolvió y los soldados se llevaron al cadete.
Oímos a Wedel llorar a lágrima viva mientras bajaban las escaleras.
Al anochecer, el joven cadete recuperó el ánimo. Una vez más se montó una juerga al otro lado de la puerta cerrada. En un rincón del granero alguien maldecía por el ruido procedente del cuarto de los cadetes. Aún no era la hora de acostarse, pero todo lo que tenía que ver con ellos nos disgustaba.
Aporreamos la puerta tras la que se encontraban, pidiendo silencio a gritos. Una aguda voz de niño respondió con un impertinente «cierra el pico».
—… o te cortamos el pito, ¡palurdo!
—¡A que no lo repites! —rugió el marinero junto a la puerta.
El grupo de borrachos sentados a la pesada mesa que había en medio de la estancia se puso en pie. Levantaron un banco y lo sostuvieron en las manos como para sopesarlo. Después, avanzaron hacia el cuarto de los cadetes con el banco a modo de ariete y arremetieron con gran estruendo contra la puerta. En el cuarto se hizo el silencio de inmediato.
—¡Vaya! —gritó uno de los hombres—, ¡al parecer ya no sois tan valientes!
Retrocedieron para coger carrerilla y volvieron a embestir. Esta vez la puerta cedió y entraron tambaleándose en el cuarto. Una mesa se volcó y una botella cayó al suelo. Después, alguien se puso a chillar. Un gran grupo de curiosos se arremolinó junto a la puerta y se dedicó a jalear a los contendientes. Ejnar y el Pequeño Clausen estaban de puntillas detrás del grupo intentando ver la pelea, pero la estrechez del vano de la puerta se lo impedía.
Se presentaron los soldados, atraídos por el jaleo. Se abrieron paso a culatazos y penetraron en el cuarto de los cadetes, donde separaron a los contendientes.
Después fueron saliendo de uno en uno. Los cadetes iban cabizbajos. Estaba claro quién se había llevado la peor parte. Wedel sangraba por la nariz. Otro cadete tenía un ojo hinchado, que ya había empezado a cerrarse. Un tercero escupió un pedazo de diente. La sangre le corría por la barbilla.
—¡Alguien ha perdido un diente de leche! —exclamó uno del grupo.
El comandante Fleischer hizo acto de presencia al cabo de un rato. Era un hombre fornido de frente despejada y suaves rizos en la nuca. Tenía las mejillas encendidas y los labios pringosos. Una comisura estaba manchada de salsa, como si llegara directamente de una cena y hubiera olvidado pasarse la servilleta por los labios.
Aunque tenía rango de comandante, enseguida nos decepcionó por su tono campechano.
—Esto no puede seguir así. Tenéis que mostrar más respeto hacia vuestros oficiales; de lo contrario, me veré obligado a ser mucho más severo con vosotros, y no quiero. Así que vamos a solucionarlo entre todos. Pronto seréis canjeados, y entretanto no hay razón para que nos enemistemos.
Nos miramos los unos a los otros. ¿Era aquél el enemigo, los alemanes que habían hundido nuestro barco a cañonazos y de los que ahora éramos prisioneros?
Los días siguientes transcurrieron en calma. Los cubos de aguardiente estaban siempre llenos, y volvimos a empinar el codo. Jørgen Mærke nunca dejaba pasar la ocasión de provocar a los soldados. Los llamaba mamarrachos, cagarros, culebras de agua, pigmeos sin pilila y bellacos. Siempre tenía un grupo alrededor. Si se le acercaba un soldado, de inmediato formaban un muro defensivo.
Un día aquello fue demasiado para los soldados. Lo habían localizado, y dos de ellos subieron al granero para arrestarlo mientras estaba sentado a la mesa con sus seguidores. Lo arrestaban por embriaguez, argumentaron.
Los hombres de Jørgen Mærke estallaron en carcajadas al oír la acusación y les tendieron las muñecas.
—¡Llevadnos a los seiscientos!
Los soldados cogieron a Mærke por los hombros, pero él se aferró al borde de la mesa mientras profería sus maldiciones habituales contra ellos, y de paso un par más.
Sus hombres se pusieron en pie y se apretujaron en torno a los dos soldados para impedir que utilizaran las armas. Después los empujaron hacia las escaleras. Los soldados estaban aterrorizados y apenas ofrecieron resistencia. Uno de ellos trastabilló y cayó de espaldas por la escalera. Al otro le dieron un empujón y siguió la misma suerte. En la caída perdió el fusil, que quedó un par de escalones más abajo.
Los amotinados se miraban mutuamente y luego observaban el fusil.
Nadie se movió. Todo quedó en silencio.
En el descansillo, el segundo soldado volvió a ponerse en pie. Estaba tan aturdido por la caída, que no reparó en que había perdido el arma. Alzó la mirada hacia los hombres, pero en sus ojos no había amenaza alguna, sino mera confusión.
Jørgen Mærke avanzó un paso y de entre su erizada barba surgió un grito:
—¡Buuu!
El soldado se sobresaltó y bajó corriendo las escaleras. Su compañero se puso en pie e hizo lo propio. Los hombres reían, dándose palmadas en los muslos.
A continuación, sus miradas se dirigieron nuevamente al fusil, y guardaron silencio.
Estaba tan cerca que sólo hacía falta dar un par de pasos para hacerse con él. «Cogedme —parecía decirles—, disparad, matad, ¡volved a ser hombres!»
Estaban en trance, como escuchando al fusil.
—Podríamos… —dijo uno de ellos al fin, bajando un escalón como si se dispusiera a recoger el arma.
Levantó la mirada hacia Jørgen Mærke. Esperaba un gesto de asentimiento, una invitación, una orden: «¡Vamos, hazlo!»
Pero la mirada de Mærke era inexpresiva, y su boca, en medio de aquella barba de salvaje, permanecía cerrada.
El hombre estaba indeciso. Los demás retrocedieron un paso, como si ya no fuera uno de ellos. Entonces se agachó, cogió el fusil y empezó a descender por las escaleras sin mirar a nadie. Llevaba el arma sobre los brazos extendidos, como si se tratara de una ofrenda que debía transportar con sumo cuidado. Cuando llegó al último descansillo, lo apoyó contra la pared encalada. Después giró sobre sus talones y volvió a subir las escaleras.
Aquella noche bebimos de lo lindo y soltamos innumerables hurras. Los cadetes salieron de su cuarto y se unieron a nosotros. Ahora todos éramos hermanos.
Los días que siguieron tallamos más barcos y los botamos en el estanque. Les poníamos pedacitos de papel con los colores nacionales. Allí flotaban altivos, balanceándose entre la comida para los patos, mientras nos recordaban la fuerza de la madre patria.
Nos dedicábamos a hacer ejercicio en el patio y desfilábamos en formación cerrada, como si estuviéramos preparándonos para una gran batalla. Juramos solemnemente no retroceder ni claudicar, sino proteger y defender. Eran frases enigmáticas cuyo significado apenas entendíamos pero sonaban amenazadoras, y las proclamábamos a pleno pulmón en medio del patio.
Por encima de los vallados asomaba de vez en cuando una cabeza inquieta. Eran los habitantes de Glückstadt, que nos espiaban. Representábamos aquella comedia en honor de los espías.
En el pueblecito empezó a correr el rumor de que los prisioneros daneses estaban preparándose para conquistar el lugar, y el comandante nos hizo saber que en lo sucesivo quedaba terminantemente prohibido poner la bandera danesa a los barcos del estanque. Los habitantes de Glückstadt no soportaban seguir viendo la insignia enemiga.
Lo consideramos una victoria.
Los alemanes habían aprendido a temernos.
Durante las siguientes semanas hubo más victorias como aquélla, y todas las festejamos con ingentes cantidades de aguardiente.
•
Nuestro cautiverio duraba ya más de cuatro meses cuando, a finales de agosto, se decidió que nos canjearían por prisioneros alemanes. A los diez días nos pusimos en marcha hacia Dybbøl, donde iba a producirse el canje. En el camino sufrimos muchos retrasos y humillaciones, pero hicimos frente a todo con la cabeza alta, pues cuando asustamos a los alemanes de Glückstadt habíamos recobrado el honor. Vimos los barcos daneses en el puerto de Sønderborg y supimos que ya éramos libres. En el buque Slesvig, que iba a llevarnos a Copenhague, nos dieron pan blanco y mantequilla, aguardiente y cerveza hasta hartarnos. Pasamos la noche en cubierta. El barco cabeceaba suavemente, y el pesado ruido del motor parecía una respiración jadeante. La cubierta trepidaba, inquieta, bajo nuestras espaldas.
Era una noche despejada y la bóveda celeste se extendía sobre nosotros. El 21 de agosto de 1849 fue una noche apropiada para las estrellas fugaces. La luminosidad de las ráfagas de cometas no era como la de los cañonazos que nos habían hecho conocer la pesadumbre del cautiverio. Laurids soltó un profundo suspiro. La prisión lo había alejado de las estrellas.
Cuando no conoces la costa, cuando el viento, la corriente y las nubes no te dicen nada, cuando el sextante se ha caído por la borda y la brújula no funciona, guíate por las estrellas.
Ya estaba en casa.
«Hurra» fue la palabra que más oímos durante los días siguientes. En el Báltico nos cruzamos con un vapor lleno de tropas suecas, y en la cubierta del Slesvig gritamos tres hurras por los valientes soldados de Suecia. En la Aduana de Copenhague la tripulación del Bellona nos recibió con un triple hurra. Respondimos de inmediato, y el aire del puerto volvió a llenarse de vítores. Después llegó el turno de los oficiales, que también fueron ovacionados con un triple hurra. El comandante Paludan abría la marcha cuando desembarcaron, igual que al abandonar a su suerte a los heridos del Christian VIII. Por su impericia era responsable de la pérdida de dos buques, la muerte de ciento treinta y cinco hombres y el cautiverio de otros mil. Y aun así lo recibían con honores. Era un héroe, al igual que el resto de nosotros. Los vítores parecían no tener fin.
Después nos desparramamos por la ciudad con nuestros petates en busca de alojamiento. No tardamos en estar sentados en las tabernas, brindando y gritando hurras. Echábamos de menos los cubos de aguardiente. Ahora teníamos que pagar por beber, y la borrachera no era tan larga como queríamos.
Al día siguiente teníamos que presentarnos en Holmen, sede de la flota. El ministro de la Marina había anunciado que aquellos cuatro meses de prisión equivaldrían a medio mes de paga. Después deberíamos echarlo a suertes. Algunos tendrían que volver a embarcar con los buques de la flota, mientras que otros serían enviados a casa. Laurids, el Pequeño Clausen y Ejnar llegaron a Marstal dos días más tarde. Habían erigido un arco triunfal en Kirkestræde, donde se dieron gritos de hurra por los que habían vuelto a casa y se rindió homenaje a los muertos.
En medio del gentío que acudió a recibirnos había un monstruo horroroso. Le faltaba un ojo y la mejilla derecha, y la mandíbula inferior sobresalía de la carne, que supuraba constantemente. Quienes lo miraban tenían que desviar la vista, incluso nosotros, a pesar de todo lo que habíamos presenciado aquel día terrible en el fiordo de Eckernförde.
No lo reconocimos hasta que nos saludó, por la voz.
Era Kresten.
No le habían arrancado la cabeza de cuajo, como dijo Torvald Bønnelykke, sólo la mitad. Había estado hospitalizado en Alemania hasta que lo enviaron a casa, unos días antes que a nosotros. Los médicos castrenses trataron de remendarlo, pero la mandíbula destrozada se negaba a cicatrizar. Ahora vivía en casa de su madre, quien no recuperó el juicio al reencontrarse con él. En efecto, siguió preguntando por su hijo desaparecido. Y cuando el pobre Kresten le aseguró que era él, que lo tenía delante, le metió el dedo en la mejilla hueca igual que Tomás, que introdujo la mano en la herida del Salvador. Pero, al contrario que Tomás, ella no lo creyó, y dijo sin asomo de compasión que su Kresten no se le parecía. Y éste, que había esperado consuelo y alegría ante el reencuentro a pesar de su cara desfigurada, se echó a llorar por el único ojo que le quedaba y dijo que habría sido mejor para todos que hubiera muerto, como había augurado.
Laurids recuperó por un tiempo su fama de ascendido al cielo. Ejnar había descrito el extraordinario acontecimiento en una carta. Ahora todos, a excepción de Karoline, que estaba convencida de que se trataba de otro de sus números habituales, queríamos oírlo de labios del propio Laurids.
Los niños lo rodeaban, gritando:
—Papa tru, ¡cuenta, cuenta!
Albert, el más pequeño, era el que más gritaba. Miraba a su padre con los ojos brillantes. No en vano era el que más se le parecía.
Laurids, sin embargo, los miraba a todos con una expresión nueva, extraña, fruto de su cautiverio; era como si no fuesen sus hijos, como si la idea de haber traído descendencia al mundo le resultase totalmente impensable.
De modo que era Ejnar quien tenía que contarlo; y lo hacía tan bien, que todos creían que había pasado mucho tiempo ensayando. La casa estaba llena de gente. Habían ido a ver a Laurids. Karoline estaba en la cocina, poniendo agua a hervir para el café. Nos daba su ancha espalda y hacía ruido con las tazas, como siempre que estaba enfadada con Laurids. Pero incluso ella entró finalmente en la sala para escuchar a Ejnar.
—Jamás olvidemos que hemos luchado por el honor de Dinamarca —dijo éste.
Todos asentimos en silencio. En ese momento experimentábamos un profundo sentimiento patriótico.
Lo siguiente que dijo Ejnar, sin embargo, nos cogió por sorpresa.
—Sí, por el honor de Dinamarca —repitió—, pero también encontramos el deshonor. Con esperanza y coraje arriesgamos la vida para liberar el honor de nuestra patria, y por culpa de un pésimo jefe volvimos a perderlo. Nunca olvidemos que el día de Jueves Santo nos vimos rodeados de bombas, humo y vapor, y que peleamos, caímos y morimos; que por la noche nos llevaron como esclavos desde el barco hasta Eckernförde, para encerrarnos en la casa del Señor, donde, agotados y ensordecidos, nos tumbamos sobre la paja, unos encima de otros; que el Christian VIII saltó por los aires y muchos desgraciados murieron ahogados; que el Viernes Santo, agotados, entre burlas, como si fuéramos los esclavos más miserables, tuvimos que caminar hasta Rendsborg y allí nos condujeron a la casa de Dios y volvimos a yacer sobre la paja; que el Domingo de Resurrección nos dieron de comer pan seco; que la casa del Señor se convirtió así en una casa de esclavos, donde se practicaba la humillación y la mofa; que todo nuestro cautiverio fue una cadena de días llenos de aburrimiento y aflicción. No lo olvidaré mientras viva.
»Vi a Laurids —continuó Ejnar—, y eso fue mi único consuelo y esperanza durante el cautiverio. Vi a Laurids ascender a los cielos desde la cubierta en llamas hasta la altura de la verga mayor, y lo vi caer y aterrizar de pie, y entonces supe que volveríamos a encontrarnos con nuestro querido amigo.
—Ya te lo he dicho, Ejnar, y te lo repito: fue por las botas.
Laurids adelantó un pie para que todos viéramos las enormes botas de cuero.
—Me salvaron las botas. Y no hay más que hablar.
—¿Y no es verdad que también le viste el culo a san Pedro? —preguntó Laves Petersen, el carpintero bajito, pues el rumor había empezado a correr. El Pequeño Clausen no había podido estarse callado.
—Sí, le vi el culo a san Pedro —respondió Laurids.
Su voz, no obstante, sonaba cansada y remota, como si ya lo hubiese olvidado todo. Enseguida comprendimos que aquello era cuanto iba a decirnos. La mayoría de nosotros creía también que, del mismo modo que todo hombre tiene su propio infierno, también tiene su cielo, y que está en su derecho de guardárselo para sí.
Estaba claro que Laurids no era el mismo. Nos dimos cuenta de que la guerra había sido una experiencia dura para él, y que había visto cosas que no era conveniente que nadie viese, aun cuando había naufragado dos veces antes sin que le produjera la menor impresión. El Pequeño Clausen dijo que la batalla naval había sido como un naufragio, sólo que peor; pero Ejnar nos contó que el Pequeño Clausen había pasado la mayor parte de la batalla con los pies en el agua, y que por eso salió bien librado, apenas con un catarro, mientras que a otros les arrancaron la cabeza de un cañonazo.
Como ninguno de nosotros había presenciado una batalla, no sabíamos qué pensar del comportamiento de Laurids, así que lo dejamos en paz.
Karoline opinaba que su marido tenía que buscar una ocupación en tierra. De ese modo, ella y los niños podrían verlo más a menudo. Estaba inquieta por su nueva manera de ser y quería tenerlo cerca.
El Pequeño Clausen y Ejnar volvieron a ser llamados a filas varias veces durante el transcurso de la guerra, pero en todas las ocasiones regresaron con vida a casa. Al final, sin embargo, nos cansamos de erigir arcos del triunfo y gritar hurra, y empezamos a tratar a los que volvían como a cualquier marinero que ha estado en el mar.
También llamaron a filas a Laurids, pero para entonces ya se había marchado. No se quedó en tierra como propuso Karoline, sino que fue a Hamburgo por el mismo Elba que había mirado fijamente todos los días durante su cautiverio en Glückstadt. En Hamburgo se enroló como tercer oficial en un barco holandés que zarpaba rumbo a Australia con emigrantes. La tripulación la componían, además de Laurids, tres holandeses y veinticuatro indonesios de Java. Viajaban a bordo ciento sesenta pasajeros, y el trabajo de Laurids consistía en repartir las provisiones y llevar la contabilidad. Tras medio año de viaje, el barco llegó a Hobart Town, en la Tierra de Van Diemen. Laurids desembarcó, y nadie volvió a verlo ni a saber de él.
•
Durante los dos primeros años de ausencia de Laurids, Karoline no vio razón para preocuparse. También antes pasaba fuera dos o tres años seguidos, y las cartas no siempre llegan de un extremo del globo al otro. De los que tenemos que quedarnos en tierra, las mujeres son quienes más viven en la incertidumbre. Una carta no es prueba suficiente de que quien la envió siga con vida. Puede tardar meses en llegar, y el mar no avisa cuando se lleva a alguien. Pero estamos tan acostumbrados a esa angustiosa espera que nunca compartimos nuestras incertidumbres con los demás. Por eso nadie advirtió nada raro en Karoline hasta pasados tres años.
Entonces Dorothea Hermansen, su vecina de Korsgade, le preguntó un día:
—¿No va siendo hora de que Laurids vuelva a casa?
—Pues sí —respondió Karoline, y eso fue cuanto dijo.
Sabía que Dorothea había esperado hasta decidirse a interrogarla, y que no lo habría hecho sin hablar antes con otras mujeres de Korsgade. La pregunta era como una constatación de que Laurids no iba a volver.
Aquella noche, después de acostar a los niños, Karoline lloró. También antes había llorado, pero conteniendo las lágrimas. Esta vez cedió ante ellas.
Al día siguiente las vecinas se apiñaban en la sala de Karoline para preguntarle si necesitaba ayuda.
El fallecimiento de Laurids se había hecho oficial.
Las vecinas se sentaron a la mesa, cada una con su taza de café. Al principio hablaban en términos prácticos y con pocas palabras, mientras se hacían una idea de cuál era la situación de Karoline: no tenía mucha familia que pudiera ayudarla. Había perdido a cinco hermanos en el mar y su suegro también había fallecido. Entonces se pusieron a ensalzar, con tono más suave, las virtudes de Laurids como marido y sostén de la familia.
Karoline se echó a llorar de nuevo. En aquel momento en que lo oía resucitar en las palabras de las demás, tenía muy presente a su marido.
La mayor de todas, Hansigne Ahrentzen, la abrazó y dejó que las lágrimas salpicaran su vestido de droguete. Se quedaron hasta que dejó de llorar.
Así terminó la primera reunión que confirió a Karoline su nueva condición de viuda.
Enviaron mensajes a la naviera holandesa, pero no habían perdido ningún barco, y Laurids no aparecía en ningún informe de tripulación.
El consuelo de visitar una tumba, de llevar también a los niños y hablar con ellos de su padre ante la lápida que lo conmemoraba, de distraer la mente quitando las malas hierbas o tal vez sumirse en una conversación susurrante con el muerto que yace bajo tierra, nada de eso existe para las viudas de los hombres del mar. Una recibe un papel oficial donde se le notifica que el barco de cuya tripulación formaba parte, y del que tal vez era patrón y dueño, se ha hundido «con toda la tripulación»; está escrito con una sobriedad que generaliza y equipara a cuantos navegan en tal barco, tal y tal día, en tal y tal lugar, a grandes profundidades la mayor parte de las veces, donde no hay esperanza de rescate. Los peces solían ser los únicos testigos. Después puede guardar ese papel en un cajón de la cómoda. Ése es todo el entierro que se da a los ahogados.
Ante la cómoda, la viuda puede rezar. Es la única sepultura que le está permitido visitar. Pero al menos tiene el papel, y con él una certeza, un punto final, aunque también un comienzo. La vida no es como los libros. Nunca hay un punto final.
A Karoline no le pasaba eso. No recibió ninguna notificación oficial. Laurids había desaparecido para siempre, pero nadie sabía dónde ni cómo. Con la esperanza suele ocurrir como con una planta, que germina y crece, manteniendo vivas a las personas. Sin embargo, la esperanza puede ser también como una herida que se niega a cicatrizar. A Karoline le faltaba un punto final.
De los muertos que no reciben sepultura en tierra sagrada se dice que se convierten en espectros, y eso fue lo que pasó con Laurids. Se convirtió en un espectro en el corazón de Karoline, y nunca la dejaba en paz, porque no diferenciaba entre el día y la noche, y al final tampoco Karoline lo hacía. Durante el día, cuando debía estar ocupada en cuestiones prácticas, sentía añoranza. Y por la noche la asaltaban preocupaciones de tipo práctico, cuando debería buscar reposo o llorar de tristeza hasta que el sueño la venciese; y se le notaba. Estaba pálida y delgada, tan etérea como el espectro de su corazón.
No obstante, siempre conservó la fuerza de sus manos. Con ellas tenía que izar el cubo de agua del pozo, encender el fuego por la mañana, lavar y repasar la ropa, tejer y hacer pan, educar a cuatro niños y repartir bofetadas lo bastante sonoras para que recordaran al desaparecido Laurids.