Monk y Kina la Forge salieron al encuentro de los cinco amigos cuando éstos llegaron a bordo del misterioso buque mercante.
Monk, si se juzgaba por las apariencias, se había hecho gran amigo de la arrebatadora rubia.
Una sonrisa larguísima, que dilataba su rostro de oreja a oreja, estaba fijada en su horrible rostro con tanta fuerza y firmeza que no se la habría podido hacer desaparecer ni siquiera empleando un escoplo o un formón.
Al darse cuenta de esto, Ham frunció torvamente el ceño. Nada molestaba tanto a Ham como ver reír a Monk.
Doc presentó a sus otros cuatro amigos, ya que en realidad no había habido ocasión de hacerlo.
Kina la Forge sonrió y acogió con palabras corteses a los cuatro amigos de Savage.
Al llegar junto a Ham, le dijo, con la mejor de sus sonrisas y con su linda voz de oro:
—¡Me alegro infinito, señor, de conocer al padre de una familia tan numerosa!
—¿Qué? —murmuró Ham vivamente, en tono de espanto y de disgusto.
—¡Sí, señor, sí! ¡Monk me ha hablado largamente de su esposa y de sus trece hijos! —siguió diciendo la hermosa reina rubia, sin dejar de sonreír.
—¿Cómo es eso? ¡El embustero! ¡El farsante! —protestó Ham, cada vez más indignado—. ¡Yo no tengo esposa, y mucho menos trece hijos ni una familia siquiera como la que usted dice!
Los dos cordiales enemigos, el uno enorme, peludo y feísimo, el otro elegante y atildado, se contemplaron unos momentos en silencio, Doc, por fortuna, cortó el incidente, preguntando:
—¿Habéis explorado el buque mercante?
—¡Claro que sí! —repuso Monk, sin dejar de mirar a Ham.
—¿Y qué habéis encontrado?
—¡Venid para allá y lo veréis!
Monk penetró en el cargo, seguido de los otros, y luego avanzó buque adelante.
A través de una escotilla, Monk penetró en la cámara acorazada que daba acceso al interior del buque. Una batería de palancas surgía del suelo. Monk movió una de éstas.
Inmediatamente, se oyó en el interior del buque, un gran ruido de maquinaria puesta en marcha.
Enseguida, abriendo una puerta que había al fondo, dijo:
—¡Mirad!
Doc se acercó, mirando. Los otros se asomaron, por encima de los anchos hombros de Doc Savage.
—¡Por el Buey Apis! —murmuró Renny.
Todos pudieron ver de lo que se trataba.
La anchísima popa del viejo cargo, era toda ella en realidad una inmensa compuerta, que abría la maquinaria accionada por las palancas de la cámara acorazada.
Junto a la misma popa, y colocado sobre vías y aparatos apropiados, veíase un gran hidroavión. Las alas del aparato casi rozaban las paredes del buque.
Otros hidros estaban colocados detrás del primero. ¡Así, hasta cuatro!
—¡Esto es una catapulta lanzadora de hidros! —murmuró Long Tom, muy emocionado, luego de examinar el mecanismo y los aparatos de la extraña cámara.
—En efecto, y una catapulta magnífica, por cierto —repuso Monk, que tenía buen cuidado de no acercarse a Ham—. Yo lo he examinado todo muy detenidamente, y creo que los hidros han sido construidos aquí mismo. No se trata de aparatos rápidos, pero en cambio pueden llevar grandes pesos y tienen una capacidad de vuelo de muchas millas. Bruze los utilizaba para llevar a su banda a tierra, cuando le convenía acechar una nueva víctima.
—Pero ¿y el amaraje? —preguntó curiosamente Johnny—. ¿Cómo diablos se las arreglaban estas gentes para amarar en este mar lleno de sargazos, de pecios y de barcos muertos?
—¡Oh, observad que cerca de la popa hay un espacio de mar relativamente libre de obstáculos! —repuso Doc, mirando al mar—. Además, obrando con cautela y prudencia, se puede amarar un aparato aquí, incluso sobre los sargazos y las algas. ¡Fijaos que debajo de las cabinas de los hidros hay unas cuchillas corta-algas!
Todos se acercaron para examinar las cabinas.
Y, por si ello es poco, los aparatos van provistos de mecanismos silenciosos en los motores —dijo Monk—. Esto explica por qué la señorita Forge no ha oído nunca motor alguno por estos parajes. Ella misma me ha dicho que Bruze y su gente siempre salían del Mar de los Sargazos en noches en que hacía mucho viento y éste producía un gran ruido en la isla de barcos muertos.
—¡Vamos a intentar un vuelo que nos lleve a todos a tierra! —suspiró Johnny emocionado—. Haciendo varios viajes, llevaremos a tierra a todas las gentes del Cameronic y el tesoro. Porque supongo que podremos encontrar tierra, ¿no es así, Doc?
—Sin ningún inconveniente, amigo mío —contestó Savage—. Con cinco hidros, nuestra salida del Mar de los Sargazos está asegurada. Claro está que nos llevaremos también nuestros prisioneros… los pasajeros que siguen durmiendo en este buque.
Johnny volvió a suspirar, y murmuró, en tono de añoranza:
—¡Ah, con qué gusto voy a volver a nuestra amada patria!
Pero Johnny se sentía quizá demasiado optimista.
En realidad, se equivocaba por completo al pensar y creer que al llegar a los Estados Unidos iban asentirse tranquilos y que allí les esperaba una cordial y dulce bienvenida.
Iban a encontrar algo más terrible y espantoso todavía: en una industriosa ciudad de un tranquilo Estado del sur, iban a hallar al verdadero rey del terror, al verdadero soberano de lo horrible y lo espantoso.
¡Se trataba del Zar del Terror, del Mar del Miedo y sus timbres y campanas de la muerte, por medio de la radio!
Doc Savage y sus cinco ayudantes iban a lanzarse a luchar contra el Zar del Miedo.
Y precisamente ante ese monstruo moderno, Doc y sus amigos iban a encontrar al más terrible, al más infernal y despiadado enemigo que jamás les saliera al paso.
Johnny, sin embargo, ignoraba todo eso.
Por eso, para él, la vuelta a la amada patria aparecía como un suceso amable, lleno de alegría y esperanza.
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