En el momento mismo en que Bruce, el Ogro de los Sargazos, estaba experimentando estos extraños e inexplicables sentimientos, los antiguos defensores del buque de guerra estaban haciendo precisamente… lo que él creía que iban a hacer en realidad: rendirse.
La capitulación, sin embargo, tenía lugar, no allí, sino en el misterioso buque mercante de los gangsters.
La hermosa rubia Kina la Forge había surgido de entre la niebla de la mañana; a espaldas de ella se alineaba una larga columna de defensoras del viejo buque de guerra.
Los centinelas del buque mercante lanzaron sendas exclamaciones de sorpresa al ver llegar a las mujeres. Y, llenos de desconfianza, se llevaron los rifles a los hombros, a todo evento.
—¡No hagan fuego, por favor! —gritó viva y ansiosamente la hermosa rubia.
—¿Qué diablos quieren ustedes? —preguntó a gritos uno de los centinelas, lleno de creciente desconfianza.
—¡Venimos a rendirnos!
—¿Qué…? —preguntó el centinela, sin querer dar crédito a sus oídos.
Kina la Forge repitió sus palabras. AL mismo tiempo continuó avanzando hacia el buque mercante.
Una serie de hombres, revelando en sus rostros la sorpresa y la desconfianza, surgieron en la borda.
Algunos de ellos llevaban puestas máscaras contra los gases. Y todos tenían sus armas prontas y cargadas.
Pero las mujeres parecían, en efecto, llegar sin arma alguna. La misma capitana mostraba la funda de su pistola, que le pendía del cinto, como la vaina de su espada, vacíos.
Cuando se acercaron, uno de los bandidos, como primera providencia, le quitó a Kina la Forge el magnífico cinturón de monedas de oro y se lo guardó avaramente.
—¡Buen principio para nosotros! —comentó el granuja, al mismo tiempo de guardárselo.
—¿Y por qué se rinden ustedes? —preguntó otro de los bandidos a Kina la Forge.
—Muy sencillo —repuso la hermosa muchacha—, porque estamos cansadas de luchar y nos rendimos. Nuestro tesoro está en el buque de guerra, un tesoro inmenso. Pueden ustedes ir y cogerlo.
En muchos rostros de los bandidos apareció ahora una expresión de avaricia infinita.
El jefe de los centinelas designó a uno de sus hombres, diciendo:
—¡Ve y dile a Bruze lo que ocurre! Seguramente le encontrarás en el buque de guerra. Dile que pueden subir a bordo y apoderarse del oro y de todo el tesoro.
—¡Ahora mismo! ¡Y se volverá loco de alegría cuando oiga esto!
Y el mensajero partió con una alegría que le ponía alas en los pies.
Su alegría y su júbilo eran tan grandes que no se disiparon siquiera cuando, al dar un resbalón sobre un pecio, cayó al agua, quedando enredado entre los sargazos y las algas.
—¡Entren ustedes! —les dijeron a las muchachas, señalando al buque mercante.
La capitana rubia vaciló, y luego dijo:
—¿Y qué van a hacer con nosotras?
—¡Oh, eso se decidirá luego, más tarde! Bruze es quien tiene que decirlo.
Lenta y humildemente, las mujeres obedecieran y penetraron en el buque.
Todas parecían acobardadas, completamente vencidas.
Una puerta pequeña se abrió al fondo de la pequeña cámara acorazada que daba acceso a la nave y que comunicaba con un estrecho corredor.
Las prisioneras fueron obligadas a entrar allí, como un rebaño que aprisca.
Los centinelas y guardias, ahora que las cosas parecían tomar un giro tan grato y amable, se habían quitado todas las máscaras contra los gases.
Kina la Forge miró en torno, como si experimentara súbito terror, y exclamó:
—¡Quizá sería mejor que levantásemos las manos!
—No hay necesidad de ello —repuso uno de los bandidos, en tono magnánimo.
De todos modos, las mujeres levantaron las manos, como si se entregaran por completo a la merced de sus vencedores.
Luego acercaban las manos, oprimiendo con ellas sus cabelleras.
Un observador atento podría haber podido observar que en aquellos momentos todas las mujeres contenían la respiración.
Un instante después los bandidos empezaban a caer al suelo, atacados de una súbita somnolencia que les dejaba sin sentido en pocos segundos.
¡Pum… pum… pum…!
Los cuerpos iban cayendo uno a uno; y al cabo de quince o veinte segundos, todos los hombres de a bordo estaban privados de sentido.
Las mujeres continuaban todavía conteniendo el aliento.
Una de ellas, incapaz de resistir más tiempo sin respirar, exhaló un hondo suspiro, aspirando luego una gran cantidad de aire fresco en sus pulmones; pero inmediatamente quedó también dormida y se desplomó.
Otro tanto ocurrió a otras varias que hicieron la misma cosa.
Cuando había transcurrido cerca de un minuto, la capitana de la rubia cabellera, hizo una seña a sus compañeras, y las mujeres empezaron a respirar de nuevo.
Todas las mujeres sacudieron sus cabelleras, haciendo que cayeran al suelo finos añicos de cristal finísimo.
Eran trozos de ampollas sutiles de cristal, que habían llevado las mujeres escondidas entre sus cabellos.
No hay que decir que las ampollas contenían un gas sutil, que al esparcirse producía un largo y pesadísimo sueño a todo el que lo respiraba.
De todos modos, una notable propiedad de este gas, era que, al cabo de un minuto de estar mezclado con el aire, se volvía perfecta y completamente inofensivo e inocuo.
Doc Savage había facilitado este gas, al tiempo que comunicaba a las mujeres del buque de guerra el plan que habían de poner en práctica para vencer a sus enemigos.
Era el mismo gas que Doc había utilizado ya antes ante la puerta de aquel mismo barco.
El hombre de bronce apareció ahora de improviso. Había penetrado en el barco por la puerta que quedara abierta luego de entrar las mujeres.
—¡Muy bien, muy bien! ¡Excelente tarea! —dijo dirigiéndose a la hermosa capitana rubia.
La joven se quedó mirando a Doc, que había atravesado la estancia, penetrando en la puertecilla que conducía al corredor del fondo.
Doc Savage llegó ante una puerta de acero asegurada por medio de una fuerte barra de hierro. Quitó la barra y abrió la puerta, de par en par.
Una ovación delirante de alegría le acogió.
¡Allí estaban sus cinco ayudantes y amigos, con los tripulantes del desdichado Cameronic…!
Ocupaban un salón inmenso, el mayor del buque, a pesar de lo cual estaban atestados, ocupando hasta el más pequeño espacio de la estancia. El aire era pesado, hediondo, irrespirable.
Monk y Renny se adelantaron, rugiendo de alegría. Los otros tres llegaron detrás.
Todos empezaron a hablar a la vez, acribillando a preguntas a Doc Savage.
¡La explicación más tarde, amigos míos! —murmuró Doc brevemente—. ¡Ahora es preciso que vayamos a apoderarnos del canalla ése de Bruze…!
Todos salieron, pasillo adelante.
Kina la Forge estaba inclinada, con aire inquieto y ansioso, sobre una de las mujeres que habíanse quedado dormidas a consecuencia del gas.
Doc se volvió, deteniendo a Monk y ordenándole:
—¡Tú, Monk, quédate aquí!
Monk descorazonado ante la idea de no poder asistir a la lucha que se preparaba, intentó protestar:
—¿Yo? ¡Pero, bueno, Doc escucha…!
—Tú eres un químico —le interrumpió Doc. Y, sacando de un bolsillo varios frasquitos de pequeño tamaño, se los entregó a su peludo amigo, añadiendo en tono rotundo—: ¡Tú eres un químico te digo… y podrás, con ayuda de estos frasquitos, volver a la vida y a la salud a estas pobres mujeres que están bajo la influencia del gas!
—¡Pero, diablo… todo se les pasará en cuanto hayan dormido unas cuantas horas! —intentó protestar Monk todavía—. ¿No puedo yo ir con vosotros?
—¡No, y mil veces no, hombre! Piensa que necesitamos que quede aquí alguien a bordo de este buque, para que tome el mando de él, en caso de que nuestros planes fallaran. Y tú eres quien yo escojo para ello.
Doc Savage guio a sus cuatro amigos a paso vivo. Los cuatro, descansados de sobra en su largo encierro en el buque mercante, volaban, siguiendo a su jefe.
¡Ese buque debe encerrar por fuerza el secreto que permite a Bruze entrar y salir del Mar de los Sargazos! —dijo Doc Savage a sus amigos—. Ahora bien: ¿qué método es ése…?
—¡Por el Buey Apis! —repuso Renny—. ¡Ésta es la primera noticia que tenemos de ello!
—¿Habéis visto el resto del buque mercante?
—No. No hemos visto más que el salón ese donde nos has encontrado y el pasillo y la cámara acorazada a través de la que se ingresa en el buque.
—¡Ah, de esos canallas, si yo tuviera mi bastón de estoque! —protestó Ham—. Pero, dinos, Doc; hemos estado oyendo martillazos por la parte de la popa del buque… como si estuvieran haciendo alguna obra en la nave. ¿Qué puede ser eso?
—¡Es verdad! —asintió Johnny, que llevaba todavía sus gafas con la lente de aumento.
—Sí, sea lo que sea, los golpes sonaban por la popa —dijo a su vez Long Tom, que venía cerrando la marcha y tenía que hacer grandes esfuerzos para mantener el equilibrio.
—¡Aminorad el paso! —ordenó de pronto Doc Savage—. Ya estamos muy cerca.
El buque de guerra apareció ante sus ojos en efecto.
Bruze estaba en la cubierta del navío. De vez en cuando, se inclinaba para examinar diferentes objetos que sus hombres estaban sacando y subiendo del interior del buque y que iban depositando a sus pies.
¡Era el tesoro…! ¡El famoso tesoro de las amazonas…! ¡El fruto de las primeras piraterías de Bruzo y de su banda, que el Ogro de los Sargazos iba almacenando en aquel buque de guerra cuando había establecido allí su cuartel general!
Tesoro que luego había perdido, cuando el padre de Kina la Forge logró capturar el buque, arrebatándolo a los bandidos.
El mar, alrededor del buque de guerra, relucía y brillaba a causa de la gasolina. La esencia, una capa de la cual se extendía sobre las aguas, seguía manando de las siete mangueras que estaban enchufadas en el buque aljibe.
Porque los bandidos, en su alegría y su emoción, al saber que podían subir al buque de guerra y recoger el tesoro de las amazonas, se habían olvidado de cerrar las espitas.
Doc dio la voz de alto a sus cuatro compañeros, cuando aún estaban muy lejos del buque de guerra.
—¡Esperaos aquí! —les ordenó.
Se adelantó solo, hasta llegar a un punto desde donde podrían oír su voz en el navío de guerra.
Se había detenido cerca de donde empezaba la ligera capa de gasolina que se esparcía sobre las aguas. El vaho que salía de la esencia era tan fuerte, que casi impedía respirar.
—¡Bruze! —gritó Doc Savage con todas sus fuerzas.
Si una bomba hubiera estallado a bordo del buque de guerra, no habría producido un efecto más terrible.
Los hombres corrieron por la cubierta, agolpándose en la borda.
Doc siguió gritando entonces:
—¡Bruze; están ustedes cogidos en una trampa, en una verdadera ratonera…!
Bruze lanzó una terrible maldición.
—¡Debe usted rendirse y entregarse, Bruze! —siguió gritando Doc—. ¡Lo único que tenemos que hacer, si se resiste usted a entregarse con su gang, es aplicar una cerilla a esta gasolina… y todos ustedes están perdidos!
En la borda, uno de los forajidos levantó de pronto una ametralladora, con ánimo de matar a Doc.
Bruze descargó a su esbirro un puñetazo formidable. El Ogro de los Sargazos acababa de darse cuenta de lo que ocurriría si aquel hombre llegaba a disparar: el fogonazo del primer disparo, incendiaria la gasolina, haciendo saltar el buque aljibe y volando al mismo tiempo el buque de guerra.
La violencia del puñetazo no había sido necesaria, ni mucho menos, para contener al bandido; pero Bruze, fiel a su costumbre, descargó el golpe con todas sus fuerzas.
Y este acto cruel precipitó su ruina y su fin.
El infeliz cayó al suelo como herido por un rayo. Y al caer, nerviosamente, apretó el gatillo del arma. Inmediatamente, un diluvio de balas surgió de la ametralladora.
La llamarada del fogonazo de la pólvora no fue suficiente, contra lo que temía Bruze, para incendiar el vaho de la gasolina; pero, en cambio, algunas balas fueron a incrustarse en maderos y objetos flotantes, que empapados de gasolina, a su vez, inflamaron ésta.
Las llamas se elevaron hasta el cielo, como si la atmósfera entera se inflamara de pronto.
Doc volvió sobre sus pasos y echó a correr sobre los pecios y objetos flotantes, con saltos prodigiosos. Quería cerrar las espitas de la gasolina del buque aljibe, antes de que llegaran allí las llamas y volaran el barco.
Consiguió llegar a él, a tiempo, y cerró las espitas.
Las llamas surgían todavía más altas por encima del nivel del buque de guerra, haciendo imposible distinguir lo que allí ocurría.
Cuando Doc llegó junto a sus cuatro amigos, las llamas ya no llegaban tan altas.
Una humareda negra y espesa se elevaba sobre el buque y sobre los objetos flotantes que ardían vivamente.
Cuando el humo se disipó un tanto, Doc y sus camaradas pudieron distinguir sobre la cubierta del buque de guerra, formas retorcidas y horriblemente contorsionadas. Pero ninguna se movía. Doc Savage y sus hombres habían visto la muerte bajo millares y millares de formas, pero jamás fueron testigos de que una reunión de bandidos y canallas tuviera un fin tan desastroso y tan terrorífico.
Durante las horas que siguieron, Doc y sus cinco ayudantes estuvieron dando vueltas por los alrededores del buque de guerra y el lugar de la catástrofe.
Era conveniente que el fuego no se extendiera a toda la isla de buques.
Cuando las llamas amenazaban extenderse, siguiendo las líneas de pecios flotantes, Doc y sus camaradas las apagaban por medio de cubas, arrojando agua sobre el fuego, o bien sargazos húmedos.
Al fin se oyó decir a Doc:
—Ahora el incendio queda localizado, y las llamas ya no se extenderán.
Estudiaron desde lejos largamente el buque de guerra, ennegrecido por el incendio. Algunos cascos de buques viejos inmediatos al buque de guerra ardían aún, haciendo imposible pensar en subir a bordo de éste.
Pero el buque de guerra no se iría a pique. ¡El tesoro de las amazonas estaba, pues, a salvo!
Ham dijo:
—Esta noche podremos subir a bordo. Ahora vamos hacia el buque mercante de nuevo. Quiero buscar mi bastón de estoque.
—¡Más te valdría pensar en cosas más importantes, hombre! —protestó vivamente Johnny, limpiando sus gafas—. ¡Por ejemplo: el aparato o el mecanismo de que se valía Bruze para salir de este Mar de los Sargazos!
—¡Es verdad! —añadió vivamente Renny—. Porque, a menos que lo encontremos, no podremos escapar nunca de aquí. Y, la verdad, sería terrible, porque no conozco un sitio en este viejo globo de barro, que me resulte más odioso y más desagradable.