XVII
La emboscada del fuego

Los bandidos salieron del torreón, dirigiéndose hacia el lejano buque de guerra.

Era característico de Bruze avanzar en el centro de la multitud. No quería exponerse a correr riesgo alguno.

Rodeando inmediatamente a Bruze iban primero los hombres blancos de su banda, es decir, los que le habían acompañado al Cameronic, y algunos otros.

Bruze confiaba más en esos hombres. Algunos de ellos eran antiguos contrabandistas de su banda, cuando «operaban» por las costas de los Estados Unidos, rudos caballeritos que tenían una historia negra y habían llegado al Mar de los Sargazos acompañando a Bruze.

Los hombres de otras razas ocupaban el borde de la columna o se agrupaban en la retaguardia. EL gigantesco y gordísimo Big Sheik, el mestizo, caminaba el último.

El hecho de llevar un brazo en cabestrillo molestaba y humillaba grandemente a Big Sheik. Cada vez que se avanzaba unos cuantos pies era preciso saltar de un objeto flotante a otro.

Y esto requería las dos manos y no poca habilidad para mantener el equilibrio.

—¡Wallah! —gritó Big Sheik, en el colmo de la desesperación.

—¿Qué pasa ahí detrás? —rugió la voz de Bruze, colérico.

—¡Ay, Bruze! ¡Mi pobre brazo!

—¡Nosotros no podemos consentir que vengas haciendo ruido! —interrumpió Bruze al desdichado, cada vez más furioso—. ¡Vuélvete ahora mismo! ¡Podemos seguir nuestro camino perfectamente sin ti!

—¡Muy bien, jefe! ¡Lo haré como me mandas!

La comitiva no avanzaba muy deprisa, ya que iban sacrificando la velocidad al silencio. Y en verdad que acertaban a producir apenas ruido.

—¡Esto es lo primero que necesitamos: silencio! —dijo Bruze—. ¡Ahora me alegro de haber dejado a Big Sheik!

Pero Bruze habría cambiado de opinión si hubiera podido observar a Big Sheik en aquel momento.

El gigante mestizo del albornoz amplio y flotante había arrojado el cabestrillo en el que descansaba su pretendido brazo enfermo; y, enseguida, recogiéndose el albornoz como si se tratara de una simple camisa, había empezado a desandar el camino, dando unos saltos verdaderamente prodigiosos.

Cambiando un tanto de rumbo hacia la derecha, Big Sheik llegó a un sitio donde había un hombre caído. Este hombre era en realidad muy grueso y de tez muy oscura. Estaba vestido solamente con sus ropas interiores y aparecía dormido o privado de sentido.

Big Sheik le dio un papirotazo en una oreja que tuvo la virtud de hacer que el durmiente se removiera un poco.

El gigante que había abandonado la columna de Bruze se quitó ahora rápidamente el inmenso albornoz y luego las vendas que cubrían la cabeza y parte del rostro.

Enseguida se quitó las ropas que le cubrían y que fueron dejando al aire varios puñados de sargazos y algas atadas a su cuerpo, lo que le daba aquel aspecto de gigante gruesísimo.

Unos cuantos restregones fuertes con el albornoz dejaron al aire una piel blanca en el rostro que antes aparecía moreno y atezado y que era producido por un maquillaje maravilloso.

Entonces aparecieron las facciones despiertas y alegres de… Doc Savage.

Doc se limpió el cabello, quitándose la capa de grasa que lo ennegrecía, y luego se echó atrás las guedejas rubias, dejándolas pegadas a su cráneo como si acabara de peinarse detenidamente.

Su cabeza adquirió así el aspecto de un busto de bronce.

Doc dejó el albornoz y las otras ropas de su disfraz al verdadero Big Sheik.

Doc sabía que el grueso personaje tardaría aún algún tiempo en volver en sí completamente. Savage, para dominar al personaje, le había propinado un golpe quizá demasiado fuerte.

No le había costado gran trabajo vencer a Big Sheik. Doc había seguido a uno de los hombres de Bruze a quienes el Ogro del Mar de los Sargazos enviara para avisar a todos sus gangsters.

Big Sheik vivía solo en un buque abandonado, y el mensajero se había limitado a despertarle, dando fuertes golpes en el casco del buque, hasta que Big Sheik contestó.

Big Sheik, con aquel albornoz enorme y flotante y su traza gigantesca, era el tipo ideal para los propósitos de Doc Savage.

No hay que decir que el verdadero Big Sheik no se había herido; fue Doc quien ideó aquella estratagema para disfrazarse mejor y conseguir sus propósitos.

Doc se dirigió hacia el buque de guerra.

Volaba sobre todos los objetos flotantes. Algunos de sus saltos resultaban prodigiosos y le hacían avanzar docenas de metros.

Apenas posaba el pie en el madero o en un objeto cualquiera que flotase, ya había saltado hacia adelante y caía sobre otro.

Luego se desvió ligeramente, para adelantarse a la columna de Bruze y evitar que le descubrieran.

Bruze y su gente, procurando hacer el menor ruido posible, no avanzaban ni mucho menos a la velocidad que Doc Savage.

Al paso que iba la columna de los bandidos, tardarían más de una hora en llegar al buque de guerra.

Pero mucho antes de transcurrir aquel tiempo, Doc Savage estaba ya en las inmediaciones del acorazado.

Al acercarse, empezó a espiar por los alrededores, y pronto descubrió a uno de los centinelas de Bruze. Toda la atención del hombre estaba fija en el buque de guerra.

De pronto se estremeció ligeramente, como si un mosquito le hubiera picado en un tobillo. Y se inclinó para rascarse o buscar el insecto.

Pero quedó inmóvil por unos momentos, como si se hubiera dormido inesperadamente.

Y, de improviso, se precipitó cabeza abajo y cayó en el agua.

Dos brazos de bronce, nerviosos y fortísimos, lo sacaron inmediatamente de entre los sargazos y lo pusieron sobre un madero que flotaba.

EL gigante de bronce continuó sus exploraciones en busca de los demás centinelas de Bruze.

Sólo una vez se oyó un ligero rumor como de lucha, indicando lo que estaba ocurriendo en la noche brumosa y callada.

Pero ninguno de los levísimos ruidos que se oían de tarde en tarde delataba la verdad de lo que pasaba.

Al fin, hasta aquellos leves ruidos cesaron.

En el buque de guerra, varias portillas iluminadas indicaban que sus ocupantes estaban despiertas.

En el exterior reinaba una paz infinita, una calma absoluta.

Hubo un momento, sin embargo, en que Kina la Forge apareció en la cubierta, llevando una linterna de gasolina en la mano.

La mujer llamó a alguien, en voz muy baja.

Cuatro mujeres, que hacían la guardia en diferentes sitios sobre cubierta, abandonaron sus puestos y siguieron a Kina al interior del buque.

Luego se observó mucho movimiento en el interior del buque.

Las luces de las portillas todavía lucían en algunos sitios.

Al fin se hizo el silencio.

La columna de Bruze apareció en las inmediaciones del buque de guerra.

Habían llegado hasta allí en la creencia de que ningún ruido habría delatado su marcha.

Pero la verdad es que resultaba imposible evitar que algunos objetos flotantes produjesen algún ruido al ser hollados por el peso de un hombre. Y ciertos palos y maderos se rompían.

La llegada furtiva de los bandidos les había costado mucho más tiempo del que en un principio habían calculado.

Habían tardado cerca de dos horas en llegar a las inmediaciones del buque de guerra.

—¡Si hubiera soplado algún viento esta noche! —murmuró de pronto Bruze, en tono vehemente—, ¡se nos habría facilitado y simplificado mucho la tarea de llegar hasta aquí! ¡Chissttt!… ¿Queréis callaros y no hacer ruido?

Como si fuera una burla a sus palabras, una ametralladora empezó a vomitar fuego en estos momentos con un ruido infernal.

El arma disparaba solamente a unos cincuenta metros ante ellos.

Las balas pasaron silbando con un ruido siniestro por encima de la cabeza de Bruze. Éste y sus hombres se echaron rápidamente al suelo o se lanzaron al agua de cabeza, buscando un refugio.

Pero dos de los bandidos tuvieron el valor de encender sendos reflectores, lanzando sus haces de luz hacia el sitio de donde salían los disparos.

¡Y la luz reveló que el que disparaba contra los forajidos era… Doc Savage!

Doc suspendió enseguida el fuego de la ametralladora, que le había quitado a uno de los centinelas, y corrió a esconderse.

A pequeños intervalos, sus enemigos le descubrían volando a través de la niebla que flotaba sobre el Mar de los Sargazos.

—¡Vamos por él! —rugió Bruze, recobrándose, de pronto, del terror que le había invadido al oír la inesperada descarga de la ametralladora.

Entonces, mientras millares de balas salían de la columna de Bruze, los bandidos se lanzaron en persecución del fugitivo.

Todos gritaban, llenos de cólera y de rabia, como una jauría de perros que persigue a una pieza fugitiva.

El hombre de bronce había emprendido una velocísima carrera; sin embargo, faltó poco para que lo alcanzaran.

Llegaron tan cerca que los bandidos pudieron distinguir a Doc Savage, que en aquel momento empezaba a trepar junto al casco del buque de guerra.

En efecto: Doc trepaba valiéndose de su cuerda de seda embreada; pero la cuerda era invisible para los perseguidores, que tenían que creer que Doc poseía alguna facultad sobrenatural y misteriosa para trepar o ascender por el aire.

Los bandidos dispararon sus armas con furia creciente. Una verdadera lluvia de balas partió en dirección al sitio donde Doc Savage iba ascendiendo hacia la cubierta del buque de guerra.

Pero el ataque se produjo unos segundos tarde: Doc acababa de llegar sano y salvo a la cubierta del navío, y saltaba en este instante la borda.

¡Craaccc…!

De pronto sonó un tiro de rifle a bordo mismo del buque de guerra, a pocos metros del sitio donde Doc acababa de ascender.

¡Craaccc…!

¡Otro disparo de rifle!

Éste salió de más lejos, hacia la popa.

¡Esperad! —gritó la voz de Bruze, dirigiéndose a sus hombres—. ¡Es inútil que intentemos subir a bordo de ese buque! ¡Las mujeres nos recibirán a tiros!

Bruze ignoraba que los dos disparos que acababan de sonar a bordo del buque de guerra habían sido hechos por Doc Savage.

Doc que, previamente y en previsión de su aventura, había atado dos rifles a la barandilla de la borda, poniendo luego cuerdas atadas al gatillo.

Un tirón del bramante respectivo había hecho que las armas se disparasen, dando la impresión de que dos tiradores —en este caso dos «tiradoras»— hacían fuego desde el buque contra los asaltantes, cuando en realidad sólo Doc Savage se encontraba en la cubierta del navío.

—¡Rodead el buque! —ordenó Bruze a sus secuaces.

La orden fue ejecutada prontamente.

Mejor dicho, los forajidos tenían la sensación de que se movían con más rapidez que al venir; pero antes de que hubieran llegado a cercar también el buque por la proa, Doc Savage había descendido por la parte opuesta a la que subiera, utilizando otra vez su famosa cuerda de seda.

La niebla de la noche se tragó poco después al hombre de bronce, haciéndole desaparecer completamente.

Bruze y su gente, creyendo que Doc Savage seguía en el buque de guerra, establecieron una fuerte guardia alrededor de la nave.

Habían mantenido encendidos sus reflectores, de modo que todos los alrededores del navío quedaban perfectamente iluminados.

Pero luego, por temor a que la luz de los reflectores atrajeran los disparos de las amazonas o de Doc Savage, Bruze dio orden de que los apagaran.

La casualidad hizo que Bruze mismo encontrara de pronto a uno de sus centinelas privado de sentido.

Maldiciendo y jurando, propinó al desdichado un formidable puntapié; pero esto no sirvió ni mucho menos para despertarlo; sencillamente, rodó del madero en que flotaba inerte y cayó al agua, donde se habría ahogado a no haber sido porque el mismo Bruze le sacó a flote nuevamente, tirándolo encima del madero.

Enseguida, lanzando una retahíla de juramentos, Bruze intentó despertar o hacer volver en sí al desdichado. Pero todo fue inútil.

Los otros centinelas, que habían corrido la misma suerte que éste, fueron descubiertos bien pronto.

—¡Vaya una morralla! —gritó Bruze, colérico—. ¡Pues sí que dispongo yo de una banda soberbia! ¡Casi se tendría que pensar que el tal Doc Savage era su amigo, a juzgar por la facilidad con que le han dejado andar por aquí cerca…!

—¡Sí, sí! —repuso uno de los bandidos, erróneamente—; ¡pero ahora le tenemos encerrado y acorralado en el buque de guerra!

—¡Oh, sí! ¡Y es una gran suerte para nosotros haber conseguido eso! ¡A ver, que vengan conmigo media docena de hombres! Los demás que se queden aquí.

Bruze se alejó, llevando a sus satélites tras él.

—¿Qué plan tienes, jefe? —preguntó, de pronto, uno de ellos.

—Lo vais a ver dentro de un minuto —repuso Bruze.

Pronto llegaron junto a un gran barco viejo y herrumbroso, que se hundía mucho en las aguas sucias.

—¡Bien, ya estamos! —dijo, de pronto, Bruze.

—¿Y qué tiene que ver este buque, que parece un aljibe o un cargo, con tus planes, Bruze? —preguntó uno de sus secuaces, señalando al barco viejo.

—Oh, este buque está cargado con gasolina, como todos sabemos, ¿no es así?

—Desde luego. —De aquí nos aprovisionamos de gasolina para nuestras linternas y motores desde hace mucho tiempo y, sin embargo, apenas ha disminuido nada la esencia. Pero, bueno, ¿qué tiene que ver esto con tu plan, Bruze?

—Ahora lo veréis. ¿Recordáis que yo he ido guardando en uno de estos barcos todas las mangas de riego que venían en cuantos navíos llegan a este mar, desde hace muchos meses?

—Sí, desde luego. Por cierto que no nos has dicho nunca para qué querías esas mangueras.

—Bien; ahora voy a decíroslo. Vamos a enchufar algunas de esas mangueras en los desagües del barco de la gasolina, del barco aljibe éste; la gasolina, claro está, irá saliendo, obediente a las leyes de la gravedad; y de este modo nosotros podremos llevar la gasolina a las inmediaciones del barco de guerra.

Esparciremos una gran cantidad sobre las aguas y luego le prenderemos fuego.

—Pero —objetó uno de los bandidos de la escolta de Bruze— tú te olvidas de que el buque de guerra es de acero, y que el fuego de la gasolina no le hará arder ni lo fundirá.

—¿Y quién habla aquí de que arda ni de que se funda…? El fuego alrededor del casco del buque de guerra pondrá éste al rojo, y nadie podrá estar a bordo.

—Pero ¿no se evaporará la gasolina al ser echada al agua, jefe? —preguntó otro de los forajidos.

—Alguna sí, claro está. Pero no en tal cantidad para hacer fracasar nuestro plan. Además, por suerte, tenemos mangueras bastantes para establecer siete u ocho conducciones de bencina. ¡Vamos, manos a la obra! ¡Pronto!

Los hombres se pusieron a la tarea con todo entusiasmo.

Pronto se dieron cuenta, sin embargo, de que no resultaba labor fácil ni mucho menos el tener que tirar de las mangueras y arrastrarlas por encima de todos los pecios y la basura aquélla que llenaba este Mar de los Sargazos.

Bruze llamó a algunos de los que hacían guardia cerca del barco de guerra para que les ayudaran.

Los bandidos no tenían que esforzarse en guardar silencio.

A bordo del buque de guerra reinaba una quietud infinita. En algunas portillas aún se veía luz.

De todos modos se habían apagado las luces en tres sitios distintos.

Una vez abrieron el fuego desde el buque por medio de una ametralladora.

—¡Se ve que están vigilando! —dijo Bruze, con sarcasmo y desdén ¡Yo apostaría a que todas las mujeres de a bordo están de centinela y observándonos a través de la niebla!

Pero Bruze habría llevado una terrible impresión que le hubiera llenado de angustia de haber podido adivinar la verdad acerca de aquel fuego inesperado de la ametralladora desde el buque de guerra, al tiempo que se apagaban las luces.

Las luces se habían apagado sencillamente porque a las lámparas se les había acabado el combustible; eran linternas de gasolina, y Doc les había quitado casi todo el combustible que las alimentaba.

Un despertador y un mecanismo unido al reloj por medio de una cuerda, que estaba atada en el otro extremo al gatillo de una ametralladora, había iniciado el tiroteo del arma, poniéndola en movimiento.

Doc había preparado esto también.

Era de una importancia capital hacer creer a Bruze y a su banda que el terrible buque de guerra estaba todavía ocupado.

Y Doc lo había dispuesto todo a tal fin.

Pero, en realidad, no había un alma a bordo del buque de guerra en aquellos momentos.

Bajo la acertada dirección de Doc Savage, todas las mujeres que defendían el buque de guerra habían abandonado el navío antes de la llegada de Bruze y de su gente.

Bruze, ignorante de todo esto, iba de un lado a otro, dirigiendo las operaciones contra el barco enemigo.

Parecía contentísimo, muy animado. Pensando que llegaba el fin de todas sus angustias y de todas sus inquietudes.

La gasolina empezó a correr por dos mangueras, y poco después caían dos chorros del volátil líquido sobre los sargazos y las algas que llenaban aquellas aguas.

El combustible flotaba y se esparcía sobre el agua, escurriéndose en todas direcciones, semejante a gusanos transparentes.

Las otras mangueras entraron también muy pronto en movimiento. La gasolina se esparcía en más abundancia, con mucha más rapidez.

El humo producido por la evaporación de la esencia casi vencía a la neblina que flotaba por encima del Mar de los Sargazos.

Pero la evaporación de la gasolina, por grande que fuera, no podía competir con los siete chorros de esencia de otras tantas mangas, que caían constantemente sobre el mar.

La aurora se acercaba.

La gasolina cubría ya todo el mar en los alrededores del buque de guerra.

—Bueno —se oyó decir de pronto a Bruce—; ahora vamos a anunciarles a esas gentes lo que proyectamos hacer. ¡Quiero dejarles un punto de escape, por si quieren rendirse! Así podremos coger el tesoro que hay en ese buque.

Avanzó, aunque teniendo buen cuidado de no salir del amparo de un viejo casco arrumbado. Se sentía, de todos modos, bastante inquieto y no poco indeciso.

Tenía una sensación extraña, inconfesable, en lo más hondo de su ser.

Bruce era un bandolero endurecido y terrible; pero había ciertos sentimientos y sutilezas que escapaban a su análisis.

Algo, en el corazón de aquel hombre, tenía un punto de humanidad.

¡Algo así como una sombra de persona honrada y decente! Lo que ocurría a este hombre era que hacía muchísimo tiempo que Bruce, el Bruce bandido y violento, no se ocupaba y hasta había llegado a olvidar la existencia de otro Bruze humano, compasivo y bueno, que dormía en el rincón más oscuro e inexplorado de su pecho.

Para demostrar esto, claro, basta comprobar la repugnancia que sentía al contemplar la hazaña espantosa que estaban llevando a cabo en aquellos instantes.

Y, a pesar de sí mismo, a pesar de sus más rudos sentimientos, tenía una vaga esperanza y un hondo deseo interior de que todos aquéllos que estaban a bordo del buque de guerra se rindieran.