XVI
Los planes del ogro de los sargazos

La estancia donde Doc Savage desembocó era una verdadera cámara de acero. Una puerta que se veía al otro extremo, aparecía firmemente cerrada.

Numerosas aspilleras perforaban los muros. La estancia era, sencillamente, una segunda línea de defensa para defender la puerta de acceso al buque.

Ésta era una prueba más de que el misterioso buque mercante encerraba algo que tenía gran importancia para los bandidos del Mar de los Sargazos.

Doc pudo ver varios hombres caídos en el suelo de la estancia. Otros aparecían amontonados unos sobre otros. Pero todos respiraban ruidosamente, como si estuvieran profundamente dormidos.

Por el suelo se veían también muchos añicos de vidrio. Doc avanzó, pulverizando muchos de ellos.

Los ojos de oro de Doc se fijaron en los hombres sumidos en el extraño sueño.

¡No estaba entre ellos Bruze!

El jefe de los bandidos había sido lo suficientemente afortunado para no estar en la pequeña cámara acorazada donde yacían estos forajidos.

Doc se acercó a una de las aspilleras y se asomó, intentando ver algo en el interior del buque.

Pero una oscuridad absoluta le impidió distinguir nada.

Echó mano de su linterna eléctrica; pero sólo pudo ver un largo corredor cuyos tabiques eran también de acero.

Doc empujó la puerta del fondo, para ver si cedía. Pero la puerta era de acero también, y se veía que estaba firmemente cerrada al otro lado.

Para abrirla se necesitarían herramientas y tiempo, y Doc no disponía ni de unas ni de otro. Oyó pasos que se acercaban a la pequeña cámara acorazada.

Si es que había hombres al otro lado de aquella puerta, debían ignorar el gas de Doc, que había dormido a éstos.

De todos modos, los que se acercaban serían pronto víctimas también del gas misterioso.

Doc enfocó su linterna en otra aspillera.

La luz alumbró ahora un corredor que se cruzaba con otro, y a cinco o seis hombres que acudían corriendo hacia aquí.

Todos ellos llevaban máscaras protectoras contra el gas.

—¡Duro con ellos! —gritaba Bruze con su ronca voz, desde detrás de los asaltantes—. ¡Coged al canalla ése…! ¡No le dejéis escapar de la cámara acorazada…!

Doc se volvió, cogió una pistola ametralladora de uno de los hombres dormidos y, apuntando a la bombilla eléctrica que alumbraba la estancia, fija en el techo, la hizo estallar de un disparo certero.

Dirigiéndose entonces hacia la puerta, Doc quitó la escala herrumbrosa que subía allí, al tiempo que disparaba la ametralladora, que escupía torrentes de fuego. Las balas que disparaban los bandidos situados en las dos compuertas del buque, a popa y a proa, pasaban silbando junto a Savage.

—¡Ya le tenemos acorralado! —gritaba Bruze—. ¡Le hemos metido en una madriguera!

Doc arrojó ahora el cargador vacío del arma.

Un instante después, un objeto metálico brillaba en su mano, y era lanzado hacia arriba. Y se abrió con un chasquido metálico.

El objeto había ido a parar junto a la cuerda de seda, que se balanceaba ligeramente. Poco después, dejaba escapar una ligera voluta de humo blanquecino.

Luego, la voluta de humo se convirtió en un humo espeso y negro, que se esparcía en todas direcciones.

El humo se fue arrastrando junto al casco mohoso y viejísimo del buque.

Luego, semejante a un reptil inmenso que fuera trepando buque arriba, para divisar todo el Mar de los Sargazos, se elevó sobre el buque.

Los hombres que estaban en las compuertas, encendieron reflectores que lanzaron vivos haces de luz.

Pronto, los alrededores del buque, el mar lleno de sargazos, de algas y de pecios flotantes, aparecieron intensamente iluminados.

El misterioso humo aquél parecía untuoso y sólido, de tan espeso.

—¡Allí está! —rugió, de pronto, la voz de Bruze—. ¡Ahora no puede salir de allí, sin que le veamos!

Desde el interior de la pequeña cámara acorazada, empezó a surgir el fuego continuado de una ametralladora, que producía, al disparar un ruido siniestro.

Pistolas y revólveres le contestaban.

—¡No puede herir a nadie con la ametralladora! —gritó Bruze—. ¡Manteneos escondidos! Pero alumbrad con los reflectores.

La ametralladora seguía disparando más y más. Al fin, cesó en su fuego.

Durante este tiempo, los secuaces de Bruze reaccionaron y tuvieron el valor de enfocar la cámara acorazada con la luz de un reflector.

Así pudieron ver una pistola ametralladora abierta, con el cargador vacío y el gatillo atado con una cuerda de seda.

Pero no había sombra del hombre de bronce.

La nube de humo negro ascendía hacia el cielo lentamente. ¡Pero tampoco se veía rastro del hombre de bronce!

Bruze ordenó entonces a sus secuaces que se esparcieran por el buque, buscando obstinadamente a Doc Savage.

Algunos de ellos subieron ala desvencijada cubierta de la nave, provistos de linternas eléctricas. Otros, bajando al agua, recorrieron los barcos muertos inmediatos y exploraron todos los objetos que flotaban por las cercanías.

Pero resultaba que apenas había algún que otro barco muerto en las cercanías del buque mercante donde estaban los bandidos. Este buque estaba en el lindero mismo de la isla inmensa de navíos muertos.

Y situándose en la proa y mirando hacia el Oeste, se podía distinguir una gran extensión de aguas sucias y sargazos, desprovistos en absoluto de objetos flotantes.

Al llegar a las inmediaciones de la puerta que daba acceso al buque, Bruze hizo una serie de figuras y gestos como si estuviera celebrando un exorcismo contra las brujas o los aparecidos. Luego dijo:

—¿Cómo es posible que haya hecho esto ese hombre? ¡Savage no llevaba máscara contra el gas, de modo que no puede haber utilizado el gas para dormir a mis hombres! ¿Cómo están esos pájaros de ahí dentro? ¿Se han despertado ya?

—No —repuso uno de sus secuaces—, todavía siguen durmiendo.

—¡Debía de matarlos a todos a tiros, como perros! —rugió Bruze, furioso—. ¡No puedo comprender cómo Savage ha conseguido dormir a una docena de hombres con tanta facilidad! ¡Estarían borrachos, sencillamente!

Bruze hizo una leve pausa, y luego continuó, jadeando de rabia:

—¡Lo que no acabo de comprender, de todos modos, es cómo ha podido escapar de aquí, desaparecer tan misteriosamente! ¿Cómo ha podido hacerlo?

Entonces, uno de los hombres que habían estado en una de las compuertas, intervino, diciendo:

—Yo creo que podría decirlo, porque me parece que lo he adivinado: Savage vino aquí, desde arriba, deslizándose a lo largo de una cuerda o algo por el estilo; y yo pienso que debe haberse ido de la misma manera. No lo hemos visto a causa del humo.

Bruze apretó sus puños, y dijo, encarándose con el que acababa de hablar:

—¿Y tú, zopenco, no disparaste hacia el sitio donde podía estar la cuerda, a pesar del humo?

—¡Claro que sí, que disparamos, Bruze! —repuso el interpelado.

Esto no era cierto.

El que hablaba, lo mismo que sus compañeros, habían gastado todas sus municiones disparando en dirección a la plataforma que había ante la puerta de acceso al buque.

Y lo de la desaparición posible de Doc por medio de una cuerda a la que trepara, acababa de ocurrírsele hacía un momento.

Bruze tenía un aspecto siniestro y poco tranquilizador. El cabello le caía en mechones deshechos sobre los ojos; además, como durante la persecución de Doc había caído al agua, iba materialmente cubierto de sargazos, que le cubrían como un velo sucio, y chorreaba agua por todas partes.

Se sacudió, furioso, las algas que pendían de su cuerpo y de sus vestidos, y rugió:

—¡Bien! Ahora he cambiado de plan. ¡Acercaos a mí, canallas! ¡No quiero exponerme a que Doc Savage pueda oír mis palabras! ¡No me parece un ser humano normal y corriente, si queréis que os diga la verdad! ¡Quizás ande escondido por aquí, muy cerca, sin que acertemos a descubrirlo!

Luego de varios segundos de silencio, durante los cuales Bruze reflexionó sobre los planes que tenía en su mente, empezaron a brotar de sus labios órdenes en voz baja.

—¡Bien, esta misma noche vamos a arreglar este asunto! —decía Bruze, en un susurro—. Nos marcharemos. Yo deseaba que nos quedásemos porque creía que en un día o dos lograríamos apoderarnos de Savage; pero el individuo ése es muy listo y astuto. Puede espiarnos, esconderse cerca y echarnos a perder todo el juego.

—¡No te comprendo, Bruze! —murmuró uno de sus secuaces.

—¡Cállate y ya me comprenderás pronto! —gritó Bruze—. ¡Id a despertar a algunos de mis hombres! ¡No, mejor dicho, id a despertar a toda la banda! —

¡Esta noche será una gran noche…!

—¿Y por qué no los llamas con el gong, Bruze?

—Porque Savage conoce el código del gong. ¿No supo entrar furtivamente en nuestro torreón y enviarnos, por medio del gong, un mensaje que salvó a sus cinco amigos?

—¡Eso es verdad, es verdad! ¡Ya no me acordaba! —dijo el que hablara antes, disponiéndose a partir.

—Decirles que vayan todos al torreón —añadió Bruze.

Y, señalando a tres hombres más, ordenó:

—¡Vosotros, pájaros, id también a despertar a los camaradas!

Los cuatro hombres partieron.

Avanzaron juntos algún tiempo, y luego se separaron.

Uno de ellos subió a un hermoso yate particular, para despertar a varios hombres que habían establecido allí su morada; otro subió a una goleta pequeña, donde vivían otros amigos; y los demás realizaron misiones semejantes en otros buques.

Los secuaces de Bruze habían registrado detenidamente todo el Mar de los Sargazos buscando guaridas apropiadas a sus gustos respectivos.

Los muebles y el ambiente eran de lo más rico y lujosos que pueda imaginarse, en la mayoría de los casos. Y todos vivían como reyes.

Ninguno protestaba al verse despertado. Se vestían rápidamente, disponían sus armas y cogían buena provisión de municiones.

Eran gentes de todas las nacionalidades, aunque hermanos de corazón y de sentimientos.

Y Doc Savage resultaba una amenaza para ellos. Los bandidos del Mar de los Sargazos habían llegado a acumular una riqueza inmensamente mayor de la que todos podían haber soñado jamás.

Y el hombre de bronce, si no lo ponían a raya y lo vencían, podía acabar con la vida regalada de todos ellos. Por eso no se quejaban al verse despertados, ya que el que más y el que menos sentía tanto deseo de ver expulsado de allí a Doc Savage, como el mismo Bruze.

Todos fueron reuniéndose en el torreón a donde llegaban formando pequeños grupos.

Bruze envió inmediatamente a un pelotón para que reforzara la guardia del famoso barco mercante.

Bruze hizo esto cuando en el torreón hubo ya un buen número de gangsters.

—¡No hay que exponerse a correr peligro alguno! —dijo Bruce—. Encended las luces y los reflectores y manteos bien alerta. ¡Llevad puestas las caretas contra el gas! ¡Es preciso que evitemos a toda costa que Savage pueda subir a bordo de aquel buque!

Cuando el pelotón hubo partido, Bruze miró en torno, y sus labios empezaron a moverse bajo su nariz de ave de presa, mientras iba contando a sus secuaces.

—¡Aún faltan una docena de gangsters! —murmuró al fin, en voz alta—. ¡Ya podrían darse prisa!

—¿Qué plan tienes, jefe? —preguntó uno de los bandidos.

—Ya os lo diré cuando hayan venido los que faltan.

Siete hombres con aspecto de demonios aparecieron formando grupo.

Llegaban riéndose de uno de ellos. Éste era un individuo muy grueso, a juzgar por los bultos fofos y blandos que hinchaban su indumentaria.

A juzgar por su aspecto, pesaría unas trescientas libras.

Su tez era muy oscura, casi negra. Llevaba un amplio albornoz flotante de fina seda y sus cabellos eran muy negros.

Su rostro aparecía envuelto en vendales parcialmente. Y llevaba un brazo en cabestrillo.

—¡Wallah! —gritó este individuo, con marcado acento árabe—. ¡Por las barbas de mi padre os juro que al primero que intente burlarse de mí otra vez le hundo un puñal en el pecho!

—¿Qué escándalo es ése? —preguntó Bruze, de mal talante.

Uno de los recién llegados explicó, sonriendo:

—¡Es que Big Sheik se ha caído del barco donde vive, según nos ha contado él mismo, y se ha torcido un brazo! ¡Y nos estábamos burlando un poco de él!

—¡Wallah! —volvió a rugir Big Sheik, de nuevo—. ¡Pues a mí no me hace gracia ninguna la burla!

—¡Basta! —gritó, con voz recia, Bruze—. ¡Vosotros, dejad a Big Sheik en paz!

Bruze gobernaba su tribu de demonios con mano de hierro. Y no permitía a nadie bromas ni payasadas, sabiendo que ello acarrea riñas y pendencias y crea enemistades y rencores.

Los gangsters que faltaban fueron llegando.

Todos se agrupaban alrededor del jefe de la banda.

Big Sheik se mantenía algo apartado y al fondo, como si deseara ocultar su brazo herido, testimonio de su torpeza.

El exótico atavío de Big Sheik no llamaba la atención de nadie. En efecto: no pocos de los otros iban vestidos con más extravagancia todavía.

Algunos llevaban uniformes militares resplandecientes, robados en los barcos perdidos que llegaban al Mar de los Sargazos; e incluso uno de los gangsters habíase puesto, por broma, un correctísimo traje de noche con chistera y todo.

Todos aparecían muy bien armados, sin embargo. Y, en saquetes que les pendían de los hombros, llevaban máscaras contra el gas.

Bruze se decidió al fin a abordar el asunto, y dijo:

—¡Señores y amigos: He llegado a la conclusión, luego de pensarlo mucho, que Doc Savage ha hecho su cuartel general del buque de guerra ese donde viven las mujeres! Es el sitio más seguro que ha podido encontrar, desde luego.

—¡Eso es hablar con juicio, jefe! —dijo uno de los gangsters, que había llegado a descubrir que la mejor política y la conducta ideal en la vida es siempre halagar al jefe y al superior.

—¡Kwayis Khalis! —murmuró Big Sheik, desde el fondo del grupo—. ¡Muy bonito! ¡Sin duda el hombre de bronce ha huido al buque de guerra después de la lucha sostenida contigo hace poco, Bruze, en la que por poco se queda entre tus manos!

Bruze levantó la cabeza, mirando al mestizo y frunciendo el ceño, sin saber si aquellas palabras eran algo halagadoras o una censura y una burla llena de fino sarcasmo diplomático.

—¡Bien, ahora vamos a hablar de mis planes, aunque creo que en esto llevas razón, bola de sebo! ¡Savage debe de estar a bordo del buque de guerra en estos momentos! De todos modos, tenemos que cerciorarnos de ello, sin duda alguna, antes de dar un paso.

—¿Cómo?

—Poniéndonos al habla con la capitana de las amazonas.

—¡Oh, pero ella no nos lo dirá! En vez de eso, nos recibirá a tiros.

—De todas maneras, vamos a intentarlo. Y si nuestras gestiones no obtienen resultado, llevaremos uno de los cinco amigos de Savage al buque de guerra y, poniéndolo bien a la vista de la capitana rubia y sus secuaces, le cortaremos las orejas de dos tajos redondos. Entonces le diremos a la capitana que si nos dice lo que queremos, cesaremos de descuartizar al amigo de Savage. Así veréis cómo habla y nos informa.

—¡El baqq bi eydak! —murmuró Big Sheik, humildemente.

Los ojos de Bruze relucieron, y preguntó, en tono desconfiado:

—¿Qué quiere decir eso en inglés?

—¡Que la verdad está en tus palabras, jefe! —tradujo el grueso personaje.

—¡Y tanto que sí! —recalcó Bruze, sonriendo levemente—. Averiguaremos si Doc Savage está a bordo del buque de guerra. Y si no está, esperaremos hasta que vaya allí. Y entonces nos desembarazaremos de él… y de esa banda de mujeres también.

Los rostros —unos morenos y atezados, otros amarillos y lívidos, otros negros, otros, en fin, blancos—, todos expresaron la misma sorpresa infinita.

Y uno de ellos, sin poder contenerse, dijo:

—¡Diablos! ¡Pues hace mucho tiempo que estamos queriendo hacer eso, y no nos ha sido posible! ¡La cosa es más difícil de lo que parece!

—Yo tengo un plan —murmuró Bruze—. Es un plan que he guardado en secreto últimamente. Un plan que no puede fracasar en modo alguno… Pero mi plan tiene un inconveniente: cuando las mujeres vean que están condenadas a muerte de modo irremediable, quizá vuelen el fondo del buque de guerra para que el barco se hunda con ellas y evitar de este modo que nosotros podamos coger el gran tesoro que tienen a bordo. Porque no me cabe duda de que la maldad y el rencor de esas mujeres es capaz de llegar a ese extremo.

—¡El tesoro! —gritó uno de los bandidos—. ¡Supongo que no piensas en dejar que el tesoro de esas mujeres vaya a parar al fondo del mar!

—¡Pues aunque se vaya al diablo! —rugió Bruze—. ¡Sin ese tesoro, nosotros somos inmensamente ricos! ¡Nuestro tesoro es mucho mayor que el que puedan tener esas mujeres! ¡Y con nuestro tesoro, y una vez apartado de nuestro camino Doc Savage, y con los prisioneros quitados de en medio también, estaremos en magníficas condiciones para continuar nuestros asaltos a los buques y obtener más botín!

—Pero ¿cuál es tu plan?

—¡Venid conmigo! —¡Ahora lo veréis!