Había llegado la noche.
La ligera brisa que durante el día había soplado sobre el Mar de los Sargazos habíase calmado enteramente.
Pero el viento no tuvo fuerza en ningún momento para hacer cambiar de sitio a los barcos muertos de la inmensa isla de pecios y escombros flotantes.
Kina la Forge había dicho a Doc Savage que no recordaba haber visto jamás una tormenta o una galerna lo bastante fuerte para esparcir o diseminar a los barcos muertos.
Doc afirmó el gancho de su cuerda de seda en la borda del buque, se cogió a la cuerda embreada y se dispuso a descender.
La reina rubia estaba cerca de él.
—¡Buena suerte! —le dijo conteniendo un suspiro.
—¡Muchas gracias! —contestó Doc, cortésmente—. Y ustedes, estén alerta y pongan centinelas y guardias. Los forajidos ésos son muy capaces de venir aquí con las máscaras y atacar el buque por medio del gas venenoso que sabe usted que emplean.
Kina la Forge llamó a su monito, que vino dando saltos hasta subírsele a un hombro. La mujer empezó entonces a rascarle cariñosamente una oreja.
—Bajo este aspecto Nerón nos es muy útil —dijo Kina la Forge—. Porque el mono percibe y se da cuenta de que existe el gas mucho antes de que el veneno sea capaz de hacernos el más pequeño daño. El mono se muestra muy agitado e inquieto cuando percibe el gas. Así nos da tiempo para ponernos nuestras caretas protectoras, de las que tenemos muchas a bordo.
—Pero… ¿es que Bruze ha intentado apoderarse de este buque con gas alguna vez?
—¡Oh, muy a menudo!
—¡Bien! —añadió Doc entonces—; esperemos que Bruze no intente repetir la prueba esta noche y sorprenda a Nerón dormido.
—¿No quiere usted llevarse una de nuestras máscaras protectoras? —le brindó la reina.
Doc se dio un golpe en el pecho, señalando a uno de los bolsillos interiores de su chaleco de goma, y repuso:
—¡Ya llevo una conmigo, señorita! ¡Muchas gracias!
Doc se dejó caer vivamente a lo largo de la cuerda de seda.
El pecio que flotaba más cerca, estaba a unos diez pies del casco del buque.
Doc dio un brinco y cayó sobre el madero.
La niebla inevitable y ligera, semejante a un humo blanquecino, que caracterizaba el Mar de los Sargazos en cuanto llegaba la noche, envolvió a Doc. Esta vez Savage se daba cuenta de que la niebla era un poco más espesa que la noche anterior.
A Doc, de todos modos, esto no le importaba gran cosa. Para él, cuanto más oscura estuviera la noche y más espesa la niebla mejor.
Así se evitaría el riesgo de que sus enemigos le descubrieran.
Por suerte, Doc podía distinguir los objetos que le rodeaban a varios metros de distancia y en todas direcciones.
Savage se dirigió hacia el sitio donde estaba el torreón de Bruze y su banda.
Avanzaba con más soltura y facilidad que antes.
Durante la tarde, Kina la Forge le había enseñado un mapa del Mar de los Sargazos, una verdadera carta donde estaban señalados todos los buques muertos y la mayoría de los pecios importantes.
Los buques muertos parecían ser que cambiaban muy poco su posición en varios meses, tan poco, en efecto, que la carta aquélla databa de hacía un año y aún resultaba inmensamente útil y exacta.
El Cameronic, por ejemplo, tardaría años enteros en llegar a situarse en el centro o cerca de él, de la inmensa isla flotante de buques muertos.
Y eso que el Cameronic, teniendo un mayor calado que la mayoría de los buques que se veían por allí, y recibiendo por ende un mayor ímpetu de las corrientes submarinas, llegaría más pronto al centro del cementerio marino que los navíos pequeños.
Una parte de la gran masa de buques muertos y de pecios, no estaba señalados en el mapa. Se trataba de la parte más alejada del Oeste, una parte que no había visitado Doc Savage.
Y aquella parte del Mar de los Sargazos no figuraba en la carta, porque Bruze, según le había explicado ella a Doc, siempre tenía muy guardados aquellos parajes.
Esto había hecho pensara Doc que el procedimiento de que se sabía valer Bruze para salir del Mar de los Sargazos, debía radicar en aquella parte del mar.
Así, pues, decidió investigar sin tardanza.
De todos modos, antes que nada, Doc deseaba descubrir dónde y cómo tenía Bruze a sus prisioneros.
Para ello había ideado una magnífica estratagema, que él estaba convencido iba a darle excelentes resultados.
En el torreón de Bruze se veían largas ranuras iluminadas, señalando ventanitas y aspilleras. El interior del torreón estaba ahora más iluminado que nunca, desde que lo había descubierto Doc Savage.
Doc se acercó más al torreón, y esperó. Dentro se oían voces rudas.
Pero más bien parecía aquello el rumor lejano de unos rugidos de animales, porque no se entendía una sola palabra.
Durante una hora aproximadamente, Doc estuvo espiando el fuerte enemigo.
Al fin la puerta del torreón se abrió, dando paso a cuatro hombres.
Uno de ellos llevaba una linterna en la mano. A su vez, Doc pudo darse cuenta de que los cuatro llevaban unas pistolas ametralladoras bajo el brazo.
—¡Bueno, gentuza! —se oyó decir a Bruze con voz ronca de borracho—; ¡ahora podéis descansar unas horas! Porque mañana le vamos a jugar una partida a ese Doc.
Doc no se movió, desde el momento en que las palabras de Bruze acababan de indicarle que los cuatro hombres que salían del fuerte, iban hacia alguno de estos buques muertos donde tuvieran lo que ellos llamaban su hogar.
Los cuatro forajidos, mientras uno de ellos sostenía en alto la linterna, iban avanzando a lo largo de un verdadero camino de tablones, maderos y cajas, que flotaban en las aguas muertas.
Doc avanzó al fin hacia el torreón enemigo.
Savage pensaba que los cuatro hombres que partían iban a hacer sonar s seguramente los timbres de alarma.
En efecto; a los pocos momentos, llegó a los oídos de Doc el repiqueteo de timbres y campanas.
¡Bravo…! De este modo, aunque Doc se acercara ahora, no servirían de nada los timbres ni las señales de alarma, ya que Bruze y los suyos atribuirían el funcionamiento de las señales a los cuatro hombres que partían.
Como una mancha oscura, Dos Savage avanzó más y más hacia el torreón, hasta llegar a situarse al pie mismo de él.
Mientras seguían sonando los timbres, Doc lanzó hacia arriba su gancho, consiguiendo fijarlo en el borde del techo de la torre.
El techo era llano como la palma de la mano, a excepción de una sección en el centro, donde se elevaba una torrecilla de vigía.
El gancho, como decimos, quedó prendido arriba. Pero Doc no subió enseguida, trepando por la cuerda, sino que esperó con el oído y todos los sentidos atentos y alerta.
Él tenía entendido que todas las señales de alarma estaban conectadas con un solo hilo y obedientes, por lo tanto, a un solo sistema y circuito eléctrico; esto lo pensaba a juzgar por sus observaciones de la visita precedente al torreón.
De todos modos quería estar perfectamente seguro de ello antes de dar un paso en falso.
Maldiciendo y jurando al estrépito que hacían los timbres y la campana, Bruze desconectó las señales de alarma.
¡Silencio…!
Reinó un silencio y una quietud de tumba. Porque hay que añadir que aquella noche no corría viento ni brisa alguna y, por tanto, no se oía el chirrido ni los ruidos peculiares de los cascos y los pecios que flotaban en el mar.
Pronto llegó a oídos de Doc un leve ruido.
Parecía el golpe de una puerta que se cerrara con cautela. Y otros ruidos débiles le hicieron comprender a Doc Savage que alguien se movía muy cerca del muro de acero, al otro lado y muy cerca del sitio donde él estaba.
Otros ruidos llegaron a él poco después. Era un rumor leve y extraño, como si estuvieran pasando piedras de mano en mano.
Doc empezó a trepar por su cuerda de seda.
Al trepar no producía más ruido que el leve murmullo de una pluma que fuera elevada y atada de una cuerda.
Luego, al llegar a la altura de una de las aberturas del torreón, Doc se detuvo para mirar hacia el interior.
Pero, precisamente un momento antes de asomarse, oyó Doc una risa siniestra. Entonces miró.
Bruze estaba sentado sobre ricos almohadones, con las piernas cruzadas.
Ante él había una arquilla abierta. Y el innoble personaje, de rostro de ave de presa, hundía en la arquilla sus manos enormes y fortísimas, de dedos crispados por la emoción y la avaricia.
Sus ojillos menudos casi se salían de las órbitas, y su emoción y su alegría eran tales, que se estremecía nerviosamente, riendo a cada instante y sudando.
¡Bruze acariciaba entre sus manos y hundía sus dedos entre los diamantes en bruto de Doc Savage! ¡Era una riqueza incalculable, insospechada!
Alrededor del bandido, esparcidas por la estancia, se veían otras riquezas inmensas: barras de oro, saquetes de monedas de oro, bandejas de joyas y otros objetos de menos valor en montones, en el suelo.
¡Era botín procedente de los buques cuyos nombres figuraban en el famoso cinturón de las calaveras!
Y en el centro de aquel tesoro infinito e incalculable, Bruze aparecía sentado, como un verdadero demonio que personificara el mal y la avaricia, con nervios y tendones dilatados hasta el punto de que bajo su epidermis parecían moverse poderosos reptiles.
¡El Ogro de los Sargazos!
¡En aquel momento, ningún otro nombre podía haberle cuadrado mejor al rey de los bandidos de aquel mar muerto!
Doc Savage hizo una cosa asombrosa, inverosímil: echó atrás la cabeza; su cuello tan dúctil se agitó, cambiando de posición, hasta volver a tomar la postura normal.
Y enseguida, de su boca, redonda ahora, empezó a surgir un rumor bajo y silbante. Entre el ruido, intercalaba golpes secos y agudos, hechos con la lengua.
Parecía propiamente el ruido que produce un motor a lo lejos, cuando es puesto en marcha.
Doc obraba así, pensando que, fuera como fuera el medio que empleara Bruze para salir del Mar de los Sargazos, debía utilizar para ello algún motor.
Y si podía hacer creer a Bruze que sonaba un motor a lo lejos, el Ogro de los Sargazos se dirigiría seguramente hacia el sitio donde estuviera escondido el aparato, fuera el que fuese, sin sospechar ni remotamente que nadie le iba siguiendo y espiándole.
Bruze, sumido en la contemplación avara de su tesoro, no oyó nada al principio; pero cuando percibió los primeros rumores que él creía provenir del motor lejano, se puso en pie de un impulso, haciendo rodar por el suelo piedras preciosas por valor de medio millón de dólares, con un repiqueteo de chinas o piedrecitas que cayeron al suelo de acero de la estancia.
Bruze tendió el oído.
Luego, se acercó al ventanillo a escuchar y miró hacia afuera. A causa de la intensa iluminación del interior del torreón, afuera parecía reinar las tinieblas, a pesar del lívido resplandor de la luna.
Doc se escondió y no fue descubierto por el Ogro de los Sargazos.
Bruze acabó por lanzar una exclamación de rabia, y cogiendo seguidamente una pistola ametralladora, salió de la estancia.
Doc se deslizó a un madero flotante, y con un hábil movimiento, desenganchó el garfio de su cuerda.
La puerta del torreón se abrió dando paso a Bruze, que movió la cabeza mascullando protestas y juramentos en voz baja.
Y los timbres y campanas de las señales de alarma empezaron a sonar, cuando el Ogro de los Sargazos oprimió un botón que ponía en juego los mecanismos.
Doc se apartó prudentemente de allí.
Aparentemente, no había ningún centinela en el torreón, o de haber alguno, confiaba completamente en el sistema de señales de alarma.
Buscando el refugio de un buque muerto, se escondió y empezó a bordearlo.
De este modo, pronto estuvo en pos de Bruze. El Ogro de los Sargazos avanzaba solo y muy deprisa. Tanto, que hasta el mismo Doc Savage, con su agilidad de simio, se veía apurado para seguirlo.
Bruze parecía seguir un verdadero camino de objetos flotantes trazado a través del desierto marino. Y Doc no tenía sino que irle siguiendo.
Durante cerca de una hora, los dos hombres fueron avanzando uno tras otro.
Al fin, Doc se llevó una gran desilusión.
Cerca del lindero de la inmensa isla flotante, formada por los buques muertos, Bruze se acercó a un enorme casco de buque mercante.
Era uno de los buques mercantes más inmensos que había visto en su vida Doc Savage. Tan inmenso que casi tenía las dimensiones de un trasatlántico.
Escalas llenas de herrumbre y podridas, pendían del viejo casco, según pudo descubrir Doc al acercarse. La cubierta estaba en un estado lamentable, con la obra muerta de la nave y la borda destrozadas en mil sitios.
El buque estaba infinitamente más destrozado y podrido que otros muchos que databan de su misma época.
Doc estaba muy contrariado. Él había esperado encontrarse con un buque en relativo buen estado, con la obra muerta de la cubierta quitada para dejar ésta libre y en forma que los aeroplanos pudieran despegar y aterrizar en ella.
O, tal vez también, esperaba encontrar algún submarino atracado en aquellos parajes. Pero nada de esto se veía por allí.
De pronto, se oyó la voz ruda de Bruze que rugía:
—¿Qué diablos estáis haciendo, poniendo en marcha los motores, vamos a ver…? ¿No veis que pueden oírse? ¡Imaginad que las mujeres ésas del buque de guerra o el mismo Doc Savage descubrieran nuestro escondite! ¿Y entonces?
Una puerta situada algo más arriba de la línea de flotación se abrió en el casco herrumbroso. Y dos hombres surgieron por ella. Otros aparecieron detrás. Todos iban perfectamente armados.
—¡Pero si no hemos puesto en marcha los motores! —dijo uno de ellos.
—¡No me mientas! ¡Yo mismo los he oído! Habéis puesto en marcha los motores y les habéis quitado el mecanismo silencioso, además. ¿No os tengo dicho que no pongáis en marcha los motores nunca sin los aparatos silenciosos, sobre todo cuando no corre viento que apague el ruido?
—¡Pero, te juro que no hemos tocado los motores, Bruze!
—Bruze cerró sus puños enormes, rugiendo:
—¿Cómo es eso? ¿Entonces es que me llamáis embustero?
—¡Estás loco si piensas tal cosa, y…!
Pero el que hablaba no pudo continuar; un formidable puñetazo de Bruze, descargado sobre la cabeza del infeliz, le hizo describir un completo círculo en el aire y caer al agua, sobre los sargazos, como una masa que se desploma, al lado de un madero.
De un brinco, Bruze cayó junto a su víctima, cogiéndolo entre sus manos viscosas y horribles.
Y por lo visto, los dedos del Ogro de los Sargazos apretaron furiosamente al desdichado, porque éste empezó a gritar como un conejo caído entre las quijadas de un perro.
—¡Yo no he querido ofenderte ni molestarte! —gritaba el infeliz—. ¡Te juro que no hemos puesto en marcha los motores! ¡Ni hemos oído ruido alguno tampoco!
Un tropel de hombres surgió ahora del casco del buque.
Y todos ellos apoyaron las palabras de su compañero, para convencer a Bruze de que había hecho mal castigando a aquel desdichado que se había permitido poner en duda la perfecta razón y el equilibrio mental del Ogro de los Sargazos.
—¡Pues, os juro que a todos os corto la cabeza si me mentís! —rugió Bruze, casi fuera de sí—. ¡Voy a echar una ojeada allá dentro y a tocar todos los motores! ¡Y como encuentre alguno caliente, ya podéis echar a correr todos!
Y penetró en el buque por la puerta, junto a la que estaban sus secuaces.
Los otros quedaron allí, de guardia.
Poco después, utilizando su famosa cuerda de seda y el garfio, Doc Savage subió a la cubierta de la nave.
Por todas partes se veían escaleras podridas y herrumbrosas. Las tablas de la cubierta, colocadas encima de las planchas metálicas, estaban curvadas y dobladas hasta parecer lonchas de jamón.
Y la débil luz de la luna y la niebla difusa que flotaba sobre el mar, daban a aquel sitio un aspecto fantástico.
Doc se dirigió a la primera escotilla que encontró al paso. Pero la halló cerrada por medio de una compuerta de acero, con refuerzos en sus cuatro lados. Era imposible, pues, entrar en el buque por allí.
Buscó otra entrada por la cala.
Pero allí, también, puertas de acero reforzadas le cerraron el paso.
Buscando sin cansarse, se dirigió hacia la popa. Pero todas las escotillas y entradas al buque estaban cerradas con puertas de acero.
El barco debía haber sido en sus tiempos un navío de carga ordinario y enorme. Su manga era colosal, de casi cien pies de un lado a otro.
¡Una verdadera bañera gigantesca…! No era extraño, pues, que hubiera perecido a los embates de alguna galerna, que lo desmanteló, dejándolo sin gobierno, y siendo luego arrastrado por las aguas y los vientos al cementerio de los buques.
Porque era evidente que el barco había sido desmantelado por una furiosa tempestad, a juzgar por el estado de las chimeneas, las jarcias y cuerdas y toda la obra muerta que había sobre cubierta.
De pronto, la voz ronca de Bruze pareció distraer a Doc de sus indagaciones.
Savage comprendió que era inútil continuar su búsqueda. El barco tenía todas sus entradas cerradas con pesadas puertas de acero, como si fuera una inmensa cámara acorazada flotante.
—¡No lo comprendo! —decía Bruze—. ¡Porque os juro que he oído el ruido de un motor!
De pronto se detuvo, rascándose la cabeza, como si le hubiera asaltado un pensamiento inesperado. Y dijo, en otro tono:
—¡Venid conmigo para adentro! ¡Venid todos…! No hay necesidad de vigilar la puerta… ¡Por aquí no es probable que haya nadie!
Todos los secuaces de Bruze penetraron en la nave, siguiendo a su jefe.
Doc lanzó su gancho hacia arriba, dejándolo pronto prendido en un trozo de hierro que había sido uno de los pescantes de una barquilla salvavidas. Y Savage se dejó caer silenciosamente, pegado al casco mohoso, hasta situarse algo más abajo de la puerta por donde habían desaparecido los bandidos.
Doc comprendía muy bien los riesgos que corría. Porque la súbita decisión de Bruze de hacer entrar en el barco a todos sus secuaces, le olía a Doc a una emboscada de zorro viejo.
De haber estado allí Johnny, el joven y delgado geólogo, habría apostado enseguida a que allí, al otro lado de aquella puerta abierta, había centinelas de Bruze, dispuestos a caer sobre Doc en cuanto éste osara dar un paso para penetrar en la nave.
Porque, o mucho se equivocaba Doc, o Bruze acababa de adivinar la treta de Savage al imitar tan perfectamente el ruido de un motor puesto en marcha.
De todos modos, valía la pena correr la aventura y el riesgo de echar una ojeada al interior de aquel buque.
Lo que Doc no había creído ni esperado que pudiera suceder, ocurrió.
Una compuerta situada en el casco de la nave, a unos cien pies hacia la popa, se abrió de pronto sin ruido.
Y, simultáneamente, otra compuerta situada cerca de la proa, se abrió también con sigilo.
Y en cada una de las compuertas surgió la sombra de un hombre provisto de una ametralladora.
Doc se dejó caer a lo largo de la cuerda, hasta quedar escasamente a una docena de pies encima de la puerta.
Entonces, de un salto fue a caer, ligero y ágil como un gato, en la plataforma que había ante la puerta.
Dentro había al menos media docena de hombres agazapados.
Y de ellos, los que no empuñaban ametralladoras, llevaban pistolas.
Doc se apartó hacia la izquierda, con tal viveza que, aunque sus enemigos rompieron el fuego, él ya no presentaba blanco alguno.
La mano derecha de Doc se hundió entre sus ropas, extrajo un objeto redondo y lo lanzó con toda violencia hacia el interior de la nave.
Inmediatamente se agachó, aplastándose contra las planchas mohosas del casco.
A su derecha, Doc descubrió una escala herrumbrosa, que subía hacia el barco. Había otras muchas por el estilo.
Además, el casco relucía de tal modo, que los hombres que intentaran asomarse por las compuertas a popa o proa, no podrían descubrirle.
En la oscuridad, el cuerpo del hombre de bronce se confundía con el moho y la herrumbre que lo cubrían todo.
Uno de los bandidos empezó a hacer fuego, sin apuntar siquiera. Y los otros, envalentonados por la actitud de su colega, le imitaron. De las escalas, del casco mismo, saltaban astillas y trozos de madera que caían al mar como copos inmensos de nieve. Pero ninguna de las balas hirió a Doc.
Quizá pasó así un minuto. Dentro de aquella puerta abierta, no ocurrió nada.
Quizá se hubiera oído algún ruido; pero el estrépito de los disparos lo ahogaba todo.
Doc se deslizó por la puerta. Sus manos de acero no empuñaban arma alguna. Sin embargo, Savage no vacilaba al avanzar, ni parecía ir en guardia contra peligro alguno.
Su actitud era la de un cazador que ha disparado su arma y va en busca de la pieza, seguro de no haber errado el tiro.