XIV
Aurora roja

Una hora más tarde Doc Savage apareció en las inmediaciones del torreón de las dos barcas.

Había esperado descubrir algún indicio que le mostrara los medios de que Bruze se valía para entrar y salir del Mar de los Sargazos.

Era probable, claro está, que Bruze y su banda penetraran en el Mar de los Sargazos solamente a bordo de buques que veían a la deriva de las aguas… arrastrados allí por las corrientes, luego que Bruze y sus secuaces los habían desmantelado, trayéndolos allí para proceder a su saqueo y pillaje despacio y con toda calma y método.

Pero también era evidente que Bruze debía disponer de un método infalible y eficiente para salir de aquel lugar. Además, debía de ser un procedimiento que permitía transportar a muchos hombres a la vez.

La fuerza que Bruze había hecho embarcar en el Cameronic, en Alejandría —cuarenta hombres por lo menos—, así lo demostraba.

Exploró con atención el torreón enemigo. Un silencio y una quietud absolutos la envolvían; pero aquí y allá se veían puntos de luz que eran ventanitas y aspilleras.

Doc no quiso acercarse demasiado.

Había descubierto los cables y mecanismos que daban la alarma y protegían el torreón. Eran una serie de mecanismos ultramodernos, muy completos y eficientes, que contaban con células foto-eléctricas y con rayos ultravioletas, sin contar con los contactos corrientes en tales aparatos.

Doc había puesto parte de estos aparatos fuera de uso; pero podían haber sido reparados. El silencio demostraba que no había muchos hombres dentro del torreón.

Una gran multitud, un grupo importante de hombres, no podría haber guardado aquel silencio mucho tiempo.

—¡Estate quieto te digo, perro! ¡No quiero que me curéis la herida!

¡Aquella voz era la de Bruze!

Poco después se abrió la puerta del torreón, dando paso a un hombre. Era un hombre de pequeña estatura, delgado, de aspecto rudo.

Bruze apareció detrás de él.

—¡Yo no oigo nada! —dijo el hombre delgado.

—Muy bien —repuso Bruze—. Espero que no oigamos nada. Cualquier ruido, en particular el de disparos, querría decir que algo se había echado a perder y salía mal en nuestro plan.

Los dos hombres permanecieron allí, inmóviles, durante unos momentos, formando campana con una mano tras la oreja.

—¡Bien, no podemos hacer nada sino esperar! —dijo Bruze, al fin—. ¡Maldita sea…! ¡A no haber sido por esta maldita herida, yo también habría ido!

Esto demostraba evidentemente que Bruze utilizaba su herida imaginaria para mantenerse apartado de alguna empresa en la que pudiera encontrarse frente a frente con Doc.

Para Doc, aquellas palabras del Ogro de los Sargazos tenían otro significado; además, Bruze, quizá moviéndose con velocidad infernal, había ideado por lo visto algún plan diabólico.

Esto podría significar peligro para alguien. Pero ¿para quién? ¿Para las mujeres aquéllas que estaban a bordo del buque de guerra? ¿Para las gentes del Cameronic?

Pero las mujeres aquéllas estaban acostumbradas a defenderse por sí mismas contra Bruze y sus hombres; debía ser contra el Cameronic, entonces.

Como una sombra de bronce, Doc desapareció de las inmediaciones del torreón.

Corrió, con más viveza que antes; por encima de cuantos objetos flotaban ante él, dirigiéndose hacia el sitio donde había dejado su pequeña barquilla.

Pronto llegó allí. La barquilla estaba en efecto en el mismo sitio donde él la bahía dejado, pero materialmente convertida en añicos.

Por lo visto, los secuaces de Bruze la habían descubierto.

Doc se alejó silenciosamente de aquellos parajes, y luego se puso a espiar con cautela.

Pero no pudo descubrir a nadie. No le habían tendido una emboscada, por lo visto, esta vez.

El hecho de haber sido destrozado su bote ponía a Doc ante la alternativa de tener que llegar a nado hasta el Cameronic a través de aquel mar infestado de sargazos y de algas.

Sacando entonces su navaja, la afiló brevemente en el tacón.

Enseguida se despojó en parte de sus vestidos, quedando con una especie de traje interior, que tenía varios bolsillos a prueba de agua, donde guardaba los numerosos y variados objetos que Doc llevaba siempre encima.

La bruma se había espesado hasta el punto de que el Cameronic había desaparecido por completo. Y no se oía ruido alguno que pudiera orientarle.

Así, pues, el tener que nadar hasta el paquebote resultaba una verdadera pesadilla en tales circunstancias.

Se echó al agua. Tuvo que nadar durante varias horas, luchando desesperadamente contra los sargazos, haciendo esfuerzos infinitos.

Las algas y la maleza se pegaban a él, se enredaban en sus miembros, le envolvían, obligándole a hacer altos frecuentemente para afilar su navaja en un trozo de cuero que llevaba encima.

Y tenía la sensación de haber caído en una red de las que usan los pescadores.

El sol apareció por el Este, como una inmensa bola roja, como un rojo sangriento.

Al llegar al fin junto al gran paquebote, Savage vio numerosas cuerdas que pendían desde la borda de la nave.

Cogiéndose a la primera que encontró, trepó hacia arriba, y pronto estuvo en la cubierta.

Entonces, la verdad apareció ante sus ojos de un modo fulminante: ¡los gangsters de Bruze habían asaltado el Cameronic!…

Doc empezó a moverse lentamente, examinando cuanto le rodeaba.

Gigantesco, con aire sereno e inmutable, se le habría podido tomar muy bien por una estatua de bronce o de acero. Algas y sargazos pendían de sus brazos y sus hombros.

Y, de vez en cuando, cogía entre sus dedos los pequeños bulbos huecos y llenos de aire que comunicaban su flotabilidad a los sargazos de este mar.

Doc penetró en el gran vestíbulo del barco.

Pero, apenas había dado un paso, cuando ocurrió algo extraño, portentoso, inexplicable: el gigante de bronce experimentó una sensación de debilidad; de aniquilamiento.

Extendió los brazos, vacilando, girando sobre sí varias veces… buscando en vano un sitio en que apoyarse y sostenerse… hasta que se desplomó al suelo, casi sin sentido.

Pero no perdió por completo el conocimiento.

Haciendo esfuerzos sobrehumanos, empezó a arrastrarse hacia la puerta.

Iba progresando centímetro a centímetro, llevando los ojos cerrados. Tardó mucho antes de llegar a la puerta.

Allí quedó inmóvil, respirando fatigosamente. Poco a poco le parecía volver a la vida.

Ahora Doc tenía la seguridad de haber descubierto cómo Bruze y su banda habían logrado penetrar en el Cameronic y apoderarse del paquebote.

Bien es verdad que el averiguar esto faltó poco para que le costase la vida.

¡Bruze y los suyos habían utilizado el gas para apoderarse del barco…!

Un gas inodoro, parte del cual flotaba sin duda todavía en el interior del Cameronic. Doc, al penetrar en el barco, había respirado parte del gas infernal, y estuvo a punto de morir.

Savage se pudo levantar al fin y se lanzó resueltamente hacia adelante, continuando sus pesquisas.

Pero esta vez avanzaba con grandes precauciones: no respiraba, y todos sus sentidos iban bien despiertos y alerta.

No encontraba cadáveres, excepto los de los gangsters de Bruze que cayeron cuando el primer ataque al barco de los bandidos.

Esto indica que el gas no era mortal.

Doc Savage avanzaba, avanzaba…

Así pudo llegar al salón inmediato a la caja de seguridad del Cameronic, situada junto al despacho del sobrecargo del buque.

La puerta de acero que daba paso a la cámara de seguridad estaba abierta de par en par.

La puerta, pesadísima y fortísima, había sido violentada por medio del soplete.

Doc avanzó, aterrado.

¡Su enorme tesoro de diamantes, así como las barras de oro, todo había desaparecido!

También habían sido robados el dinero y las joyas depositados en la cámara acorazada por los pasajeros del buque.

Pero, reflexionando, Doc llegó a tener el firme convencimiento de que los tripulantes y pasajeros del Cameronic vivían aún.

¿Por qué se les había hecho prisioneros…?

¡Muy sencillo!: para retenerlos como rehenes en el caso de que él, Doc Savage, no se rindiera. Y si no se rendía, los retendrían indefinidamente, claro está que si Bruze vencía.

Poco después descubría que las barquillas construidas por él y sus compañeros, y provistas de las ruedas con hoces y cuchillas cortadoras de algas, habían sido destrozadas por completo.

Por suerte, una de las barquillas, que estaba aparte de las demás, no había sido descubierta por los forajidos.

Doc la cogió, llevándola a la cubierta.

Puso en la barca provisiones y agua. Pensaba salir del Cameronic y no seguir utilizando el paquebote como base de sus operaciones.

Luego puso a bordo de la barquilla numerosas municiones para su pistola ametralladora, y penetró en el barco en busca de una nueva caja de balas.

Pero apenas había vuelto a penetrar Doc en el barco, cuando una sombra se deslizó furtivamente surgiendo por una escotilla.

¡Era un hombre!

Y avanzó furtivamente, sin producir el más leve ruido a causa de sus pies descalzos.

¡Era Bruze…!

Bruze había sospechado, desde el primer momento, que Doc Savage iría al Cameronic.

Por eso el Ogro de los Sargazos había pasado la noche escondido, mientras Doc tenía que realizar su épica hazaña de atravesar a nado parte de aquel mar hostil y terrible.

Las facciones innobles e inmundas de Bruze, tenían una expresión en la que se mezclaba el miedo y una alegría radiante.

Sus movimientos revelaban un plan concebido de antemano.

Se dirigió en línea recta hacia el bote de Doc Savage.

Bruze extrajo de un bolsillo un par de poderosas tenazas.

Después, cogiendo un eslabón de la cadena que accionaba las ruedas de la barca, lo mordió con las tenazas hasta casi partirlo del todo.

Y por último, llenó de grasa y sebo el corte que acababa de hacer en el eslabón de la cadena, de manera que no se observaba nada a simple vista. Enseguida, cogiendo la pistola ametralladora de Doc Savage, la abrió.

Con ayuda de las tenazas, quitó una de las piezas de la cámara de la pistola, y luego volvió a cerrar ésta.

De este modo, nada revelaba en el exterior lo que acababa de hacer con el arma.

Un momento después se alejó con el mismo silencio con que había venido, desapareciendo por la escotilla.

Allí cerca se veía una máscara contra el gas. Bruze se la puso sobre el rostro, y continuó avanzando silenciosamente.

Al llegar a un camarote, cogió un gran espejo. Fue hacia la proa, llevándolo con él. Escondiéndose de Doc Savage, empezó a hacer señales, luego de ponerse de cara al sol, valiéndose del espejo, y en dirección al bosque de buques muertos.

Un heliógrafo empezó a contestar al de Bruze, a lo lejos. El que lo manejaba estaba escondido entre la masa de buques muertos, a bordo de un viejo velero.

Bruze empleaba el código de señales semejante al que usaba cuando utilizaban el gong.

De este modo, transmitió las siguientes palabras:

—¡Me ha sido imposible disparar sobre Doc Savage!

EL heliógrafo distante le preguntó a su vez a Bruze:

—¿Y quieres tú que llevemos el plan hasta el fin?

—¡Sí, desde luego! —repuso Bruze por medio de su heliógrafo—. Savage va a salir de aquí en un bote. Yo lo he descubierto, y he inutilizado su embarcación, así como su pistola ametralladora.

—Eso simplificará mucho nuestro trabajo y todas las cosas —repuso el otro heliógrafo a lo lejos.

Las señales de los heliógrafos cesaron al fin.

Bruze se acercó al borde del alcázar de la cubierta y se asomó.

Entonces lanzó un leve suspiro de alivio: Doc Savage no había aparecido todavía. El hombre de bronce no había podido, por lo tanto, ver los heliógrafos.

Doc apareció poco después.

Bruze no quiso correr el riesgo de seguir espiando a su enemigo. Conocía de sobre la maravillosa capacidad de visión de Doc.

Doc consiguió bajar su bote al agua.

Mascando chocolate que había encontrado en la despensa del buque, se deslizó por una cuerda con sumo cuidado, y logró llegar a bordo de la pequeña embarcación.

Con un retintín de las hoces y cuchillas, el bote se empezó a alejar del trasatlántico.

Doc dejó atrás dos o tres buques muertos.

Eran buques pequeños, que flotaban inmóviles, como centinelas de la gran masa de buques que empezaba poco después.

Los ojos de oro de Doc recorrían el soberbio e impresionante espectáculo.

EL aspecto bizarro y extraño de aquel lugar y la presencia de él y sus amigos, no habían dejado de impresionar a Doc todavía.

Se acercaba cada vez más a la inmensa isla de navíos flotantes.

De pronto surgieron ante los ojos de Doc cuatro botes salvavidas.

Todos los botes iban provistos de ruedas cortadoras de los sargazos, y venían tripulados por los rudos gangsters de Bruze.

Doc, instantáneamente, accionó vivísimamente el manubrio de la derecha, para hacer cambiar de rumbo a su barquilla.

Enseguida accionó con todas sus fuerzas los dos manubrios; pero uno de ellos se rompió. Doc cogió la cadena y se puso a examinarla. Entonces pudo darse cuenta de que se había roto.

¡Uno de los eslabones estaba cortado!

Instintivamente, se abalanzó sobre su pistola ametralladora y la abrió. Un ligero examen le hizo darse cuenta de que también estaba rota el arma.

De uno de los botes que se acercaban, salió un tiro.

Pero antes de que la bala o el sonido del disparo hubiera llegado a Doc, éste se había lanzado al agua.

Doc Savage se hundió en las aguas muertas como si fuera un cuchillo arrojado al mar.

Para ello llevaba su navaja, abierta, abriéndose paso entre los sargazos y las algas. Y cada vez se hundía más y más.

Antes de lanzarse al agua, había hinchado sus pulmones de un modo enorme, tal como hacen los pescadores de perlas antes de sumergirse.

Algas y sargazos se hundían también bajo la superficie, mucho más de lo que Doc había creído. La razón de esto no era otra cosa que cuando ciertas algas morían, como los sargazos, las ramas muertas quedaban colgando de las partes vivas de la planta, que aún se mantenían a flote.

Pero el cuchillo de Doc se movía con maravillosa rapidez, cortando los obstáculos.

Hasta sus oídos llegaba, amortiguado, el ruido siniestro de las balas, hundiéndose en el agua. «¡Chug, chug, chug!». Doc no siguió hundiéndose ahora, sino que torció hacia la derecha.

En esta dirección avanzó algunos metros.

AL fin, lentamente, empezó a subir hacia la superficie. De uno de sus bolsillos del chaleco impermeable, extrajo un tubo extraño y pequeño.

El tubo se alargaba hasta tener una extensión de cuatro pies.

Cuando ya llegaba cerca de la superficie, según le indicaba el resplandor de la luz solar, que hacía relucir brillantemente la flora marina, empujó el tubo hacia arriba absorbió con precauciones el agua del mar y la broza que había entrado en el tubo, y enseguida se puso a respirar libremente a través de éste.

No tenía necesidad de nadar ni de moverse lo más mínimo para mantenerse a flote; algas y sargazos le sostenían de sobra. Así es que permaneció inmóvil, descansando. Podía oír perfectamente el ruido de los botes enemigos, moviéndose muy cerca.

Pero Doc no era tan optimista para creer que sus enemigos no sospecharan un truco o una emboscada tan comunes y conocidos como éstos.

Así es, que cuando sus pulmones habían respirado bastante para recobrarse en absoluto, volvió a sumergirse y continuó alejándose por debajo del agua.

Era un trabajo fatigante en extremo. Cada centímetro que avanzaba, representaba la extensión de un pie. De nuevo volvió junto a la superficie, sacó otra vez el tubo de goma y respiró, inmóvil, descansando.

Esta vez permaneció más tiempo en aquella posición.

Empezó a bordear el casco de un buque.

Cuando Doc surgió al fin a la superficie, vio a un hombre grueso sobre un madero, sosteniendo entre sus manos una pistola ametralladora, a menos de un pie de donde había surgido su cabeza.

El de la pistola vio enseguida a Doc también. Sus ojos casi se salieron de las órbitas. Su boca se abrió inmensamente y su lengua quedó pendiente fuera de la boca.

El desconocido empezó a disparar enseguida su arma. Pero la primera docena aproximadamente de balas de la ametralladora, fueron silbando por el aire. Luego bajó el arma, como si fuera una manga de riego, apuntando a la cabeza de Doc.

Éste, cogiéndose al madero donde se sostenía su enemigo, le dio un tirón tan formidable, que el forajido perdió el equilibrio y cayó al agua.

Doc Savage le propinó enseguida un formidable puñetazo en la cabeza.

El enemigo se estiró de un modo espasmódico, y empezó a hundirse.

Pero Doc le alcanzó, le agarró y le subió encima del madero.

El bandido había quedado privado de sentido a consecuencia del puñetazo; pero allí no se ahogaría al menos.

Porque hay que advertir que Doc Savage no dejaba nunca morir a un enemigo, cuando estaba en sus manos salvarle la vida.

Doc Savage se alejó nadando de aquel sitio.

Un casco muerto le ocultaba de los hombres de Bruze que ocupaban las cuatro barcas.

Kina la Forge estaba junto a la borda del barco de guerra que les servía de fortaleza.

Cerca de ella, saltaba y jugaba en la borda su mono, el pequeño animal favorito de la hermosa capitana.

—¡Si se acerca usted un paso más, le destrozaré una pierna de un balazo! —decía la hermosa capitana de las amazonas.

Doc, todavía empapado a causa de su reciente remojón en el mar, le dijo:

—¡Pero… escúcheme…!

—¿Ha oído usted lo que le he dicho?

—¡Bien, señorita!, ¿me permite usted que hable siquiera? —preguntó Doc con voz triste.

—¡Si no sigue usted acercándose, sí!

Doc permaneció donde estaba. Y se puso a contar a Kina la Forge todo lo ocurrido a bordo del Cameronic.

Le dijo que todos los tripulantes y pasajeros de su buque habían sido hechos prisioneros.

Luego la contó lo difícil de su situación, diciéndole que había escapado de milagro de las manos de sus enemigos, y para probarlo se escurrió los bolsillos y las ropas, haciendo salir el agua que los empapaba todavía.

Y terminó con estas palabras:

—¡Ahora ya sabe usted por qué he venido aquí!

—De todos modos —repuso en tono dudoso Kina la Forge— todavía no estoy muy segura de sus verdaderos propósitos. Bruze —¡ya sabe usted, el Ogro de los Sargazos!—, tiene algunos hombres muy listos y astutos. Además, la noche pasada ha venido a bordo de nuestro buque otro hombre. Era un hombre muy alto y corpulento, de piel cubierta de pelos de un modo horrible.

Tanto que, al principio, nosotras le tomamos por un gorila enorme. Yo no he visto en mi vida un gorila, la verdad, pero el individuo ése era como pintan los gorilas en los libros.

—Pues, ese hombre era Monk, ¡uno de mis cinco amigos, señorita! —explicó Doc, sonriendo—. ¡Es un hombre, muy alto y fuerte! ¿Supongo, señorita, que no lo habrán tirado ustedes por la borda, eh?

—No, no, nosotras no —repuso Kina—; se cayó él solo.

Doc volvió su cabeza lentamente.

Luego se llevó una mano a una oreja, escuchando unos instantes.

El bosque infinito de buques muertos, crujía y lanzaba como plañideros quejidos, bajo la brisa que todo lo agitaba.

Pero el oído fino de Doc percibía otro ruido distinto…

¡Eran unos hombres que se acercaban…!

—¡Voy a subir a bordo, señorita! —dijo entonces Doc vivamente.

—¡Inténtelo usted, y me obligará a rechazarlo a tiros! —gritó la reina de las amazonas.

Doc, por toda contestación, lanzó hacia arriba su cuerda de seda, consiguiendo enganchar el gancho, y empezó a trepar vivamente.

Savage creía que la hermosa muchacha iba a cortar la cuerda de seda; pero no ocurrió tal cosa.

Cuando llegó arriba, la muchacha le estaba esperando.

Ni siquiera le apuntó con la pistola. El monillo saltaba cerca, alegre y juguetón.

—Esos hombres que vienen persiguiéndole, deben de ser hombres de Bruze —dijo al fin la muchacha—. No hablará usted con ellos. No quiero que sepan que está usted a bordo. ¿Comprende?

Doc asintió, yendo a esconderse tras una pesada puerta de acero que daba acceso al buque. Desde allí, podía escuchar sin ser visto.

—¡Eh…, ustedes, señoras! —se oyó gritar roncamente a Bruze, a lo lejos.

Por toda respuesta, cuatro mujeres hicieron fuego simultáneamente en dirección al sitio donde estaba Bruze.

Bruze rompió en maldiciones y juramentos.

—¡No intentamos matarle ni herirle siquiera! —dijo Kina la Forge para tranquilidad de Doc Savage…; lo único que queremos es asustarlo para que se aleje con su gente. Estoy segura de que al oír estos disparos ha dado un brinco de veinte pies hacia atrás.

—¡Escuche! —volvió a gritar a lo lejos la voz ronca de Bruze—. ¡Tengo que decirles algo de importancia…!

—¡No queremos oír nada!

—¡Pues me parece que sí! ¡Escúchenme! Acabo de traer un trasatlántico, llamado Cameronic, aquí al Mar de los Sargazos, y…

—¡Ya estamos enteradas de todo!

—¡A bordo iban más de trescientos pasajeros! ¡Y todos están en nuestro poder!

—Pero… ¿vivos?

—¡Y claro que están vivos…! ¡Pero no vivirán mucho tiempo, no…!

¡Es preciso que nos echen ustedes por la borda a nuestras barcas todo el oro y las riquezas que tienen ustedes a bordo de ese buque, o, de lo contrario, mataremos a todos los que iban en el Cameronic! Pueden ustedes continuar en ese buque, si quieren. Pero es preciso que nos entreguen el tesoro.

—¡Dígale usted que lo conquiste él mismo! —dijo Doc Savage en voz baja a la reina de las amazonas.

—¡No! —repuso Kina la Forge a gritos.

—¡Pues ya les pesará!

—¡No conseguirá usted meternos miedo!

—¡Pues vamos a traer los prisioneros del Cameronic, uno a uno aquí, y los vamos a ir degollando a la vista de ustedes!

—¡Pues aquí les esperamos! —repuso la capitana en tono de desafío—. ¡Ya estaremos a la mira!

Se necesitaba un gran valor para haber acogido las palabras desafiadoras y las amenazas de Bruze con la ironía y la serenidad con que lo había hecho la hermosa capitana rubia; pero ésta era la mejor manera de tratar al bandido.

—¡Muy bien, muy bien! —rugió Bruze, furioso—. ¡Pero si ve usted al tipo ese llamado Doc Savage, dígale que vamos a cortarles la cabeza a sus cinco amigos, si no se rinde y se entrega a nosotros!

—¡Y nosotras, si dentro de cinco segundos no se ha quitado usted de ahí, romperemos el fuego contra usted! —gritó la hermosa rubia—. ¡Y le advierto que no erramos el tiro!

Bruze y su banda, sin duda, se habían apresurado a esconderse, pues la joven capitana se acercó a la puerta donde Doc estaba escondido y dijo:

—¡Esas gentes son capaces de hacerlo!

—¡Ya lo creo! —repuso Savage torvamente—. ¡Los conozco muy bien!

Kina se estremeció y dijo emocionada:

—¡Voy a pasar un día terrible! Cada vez que veo a Bruze me pasa lo mismo.

Yo creo que fue Bruze mismo quien mató a mi padre. Habría preferido que fuera usted quien hablara con esta gente.

—No podría hacerlo, señorita —opuso Doc con dulzura—. Piense usted que Bruze y su banda piensan retener a los prisioneros hasta que yo me rinda. De modo que si me hubieran visto, habríamos precipitado la catástrofe, porque, una de dos: o hubiera tenido que rendirme, o, de lo contrario, habría tenido que resignarme a ver asesinar a mis amigos.

Doc Savage permaneció a bordo del buque de guerra todo el resto del día.

Permaneció dentro del buque, para que los centinelas o espías de Bruze, si es que había alguno cerca de la nave, no pudieran descubrirlo.

Las mujeres le acribillaban a preguntas. No habían recibido noticia alguna del mundo exterior desde hacía mucho tiempo.

Muchas de ellas, desde luego, no habían visto otro mundo que esta isla inmensa de barcos muertos y flotantes en el corazón del Mar de los Sargazos.