XII
La emboscada nocturna

El Ogro de los Sargazos —Bruze— y sus secuaces, habían atacado al Cameronic.

El ataque se había producido por la proa, a juzgar por el resplandor de los disparos.

Doc echó mano de todas sus fuerzas para aumentar la velocidad de su pequeño bote, que volaba sobre aquellas aguas espesas a causa de las algas.

Las hoces y cuchillas mecánicas producían un ruido agudo, una especie de silbido de vibración conforme avanzaba la barquilla.

A la luz de proa del Cameronic, Doc Savage pudo distinguir cuatro o cinco barquillas.

¡Eran las barquillas de Bruze y su banda!

Los centinelas dejados abajo, cuidando de las barcas, descubrieron a Doc.

Y numerosas llamaradas surgieron de las sombras.

Doc aumentó todavía más la velocidad de su barquilla y poco después la hizo virar, poniéndola al abrigo del casco del buque y dirigiéndose hacia la popa de la nave.

Pero dos balas enemigas vinieron antes a incrustarse en el casco de la pequeña embarcación.

Se acercó al casco del Cameronic. Tuvo que lanzar muy alta su cuerda, para lograr que el gancho de un extremo se quedara sujeto en la borda.

Entonces trepó cuerda arriba, semejante a una araña que sube por su tela, y pronto llegó junto a la borda. Un momento después, estaba en la cubierta y echó a correr hacia la otra parte del buque.

Un centinela le descubrió, echándose el rifle a la cara; pero al reconocerle bajó el arma.

—¡No se mueva usted de aquí! —le ordenó Doc Savage—. El enemigo pudiera intentar otro ataque por aquí, por la popa.

Los defensores del Cameronic, cogidos por sorpresa, se encontraban, a lo que parecía, muy apurados.

Doc surgió entre ellos como un espectro de acero que personificara la fuerza y la violencia.

En la punta de sus dedos empuñaba la famosa aguja o jeringuilla hipodérmica con la que disparaba su famoso líquido que producía el sueño instantáneo. Cada una de las dosis iba encerrada en un pequeño manguito o dedal de bronce, de modo que nadie podía ver nada entre los dedos de Doc cuando las usaba.

Y el hecho de que los manguitos o dedales mortíferos fueran invisibles, dio bien pronto a los gangsters de Bruze la certeza de que Doc poseía un poder sobrenatural y diabólico.

Porque bastaba que Savage tocara ligerísimamente a los combatientes, para que aquellos hombres barbudos y de aspecto rudísimo se vieran detenidos en su carrera.

Las balas silbaban alrededor del hombre de bronce. Puñales, alfanjes y cuchillos cortaban el aire.

Algunos de los atacantes llevaban alabardas, armas largas y terribles, que eran una mezcla de lanza y de hacha de guerra.

El cariz de la lucha cambió inmediatamente. Jamás la valentía y habilidad luchadora de Doc Savage se habían mostrado tan maravillosas y perfectas.

Estaba en todas partes, multiplicándose y arrollando a los enemigos, irresistible como un monstruo de acero.

Y por donde pasaba, donde aparecía, los hombres caían enseguida víctimas del terrible e inexplicable sueño.

Esto fue, sin duda, la causa de la derrota final de los secuaces de Bruze, que empezaron a retroceder.

Durante toda la lucha, Doc Savage habíase dado cuenta de un hecho inquietante: era que sus cinco amigos, que no habrían podido hallar ocasión mejor para mostrar su ardor combativo y su gran entusiasmo por las aventuras y la pelea, no se habían mostrado por ninguna parte.

—¡Duro con ellos! —gritaba Bruze con su voz ronca y terrible, desde la proa del barco—. ¡Vamos con ellos…! ¡Despedazadlos!

Pero los forajidos continuaban retrocediendo. A Bruze le era muy cómodo permanecer donde estaba, es decir, muy cerca de la misma proa del buque y sin tomar parte activa ni directa en la lucha.

Lo único que hacía era gritar hasta desgañitarse arengando a los suyos.

Doc Savage sorteó los pocos combatientes enemigos que aún quedaban en pie y se dirigió al encuentro de Bruze.

El Ogro de los Sargazos le vio a su vez. En vez de huir o de retirarse, Bruze se lanzó al encuentro del hombre de bronce.

Esto era algo notable en el bandido; porque eran muy pocos los hombres que, luego de ver la figura hercúlea de Doc Savage, se atrevían a desafiar su fuerza, a acercarse a él.

De todos modos, Bruze resultaba el más enorme de los seres humanos que hasta entonces habían tenido el valor de enfrentarse con Doc Savage.

Bruze tenía en su rostro feroz de ave de presa una expresión irónica y cruel al avanzar hacia su enemigo.

Los dos hombres se encontraron con un choque que sonó de un modo sordo y lúgubre.

Eran como dos enormes leviatanes de carne y hueso. Y sonaban golpes, unos golpes sordos y secos, como cuando un puño cae con fuerza sobre una masa fofa o blanda, a pesar de que las carnes en que los golpes eran descargados tenían la dureza del acero.

Y de pronto, la expresión confiada y sarcástica desapareció del rostro de Bruze, cuyas facciones tomaron una expresión de inmenso asombro, de profunda sorpresa.

Era la sorpresa del hombre que se encuentra de pronto con un milagro, con algo sobrenatural. Jamás había podido pensar que hubiera un enemigo como aquél.

Doc, a su vez, también parecía asombrado y confuso. Porque Bruze poseía una fuerza casi tan enorme como la suya.

Los dos hombres conocían al dedillo todos los trucos y las mañas de la lucha. Bruze intentaba utilizar sus puños, y luego, viendo que sus golpes daban en el vacío o resultaban ineficaces, intentó morder, arañar y cocear a su enemigo.

Al fin, fuera de sí, echó mano al puñal que le colgaba del cinto.

Pero un puño de hierro cayó sobre él, haciéndole retroceder, tambaleándose, antes de que su mano pudiera apoyarse en la empuñadura del arma.

Los dos cuerpos chocaron de nuevo y esta vez se vinieron al suelo. Allí se aferraban como fieras, y tal era la fuerza de los dos luchadores que cuando los dedos no hacían presa en la carne enemigo la piel de sus manos saltaba como si se hubieran quemado.

La lucha resultaba igual y pareja con respecto a ambos enemigos. Pero Bruze no estaba conforme con ello, Así es que gritó a sus hombres:

—¡Pronto! ¡Echadme una mano! ¡Ayudadme! ¡Matadle! ¡Matadle de un tiro o echad mano de un puñal!

Pero sus secuaces tenían algo más importante que hacer mientras tanto.

Debían defenderse de las gentes del Cameronic.

Uno de los secuaces de Bruze, sin embargo, intentó apuntar su revólver a Doc; pero en aquel momento recibió un balazo que le atravesó un hombro.

Bruze empezó a gritar como un loco, intentando librarse de las garras de Doc Savage. Pero sólo conseguía agitarse más y más, demostrando a su enemigo que empezaba a verse invadido por el terror en aquella lucha cuerpo a cuerpo, a la que se había lanzado tan lleno de confianza y de optimismo. Bruze intentó volver a hacer presa en su adversario, pero Doc Savage empujó al bandido, que fue dando vueltas y traspiés por la cubierta como un titiritero de circo.

De todos modos, se puso en pie enseguida y sólo entonces se dio cuenta de que sus hombres estaban derrotados.

En vez de cargar de nuevo contra Doc y volver a la lucha, Bruze corrió entonces hacia la borda y, de un brinco, se precipitó abajo.

Otros bandidos le imitaron, dejándose caer por medio de las cuerdas que bajaban a las barquillas de los bandidos. Y, un momento después, todos habían escapado.

Doc se acercó corriendo a uno de los oficiales del Cameronic, preguntándole:

—¿Dónde están mis hombres?

—¿No le han encontrado, después de haberles llamado usted?

Los ojos de oro de Doc brillaron ahora como dos relámpagos. Y dijo, con gran énfasis:

—¡Yo no les he llamado en modo alguno!

El oficial con el que hablaba Doc en este instante mostró un gran asombro al oír aquellas palabras.

—¿Cómo es eso? —pudo decir al fin—. ¡Pero el vigía de proa dijo que usted le había hecho señas desde las sombras para que sus hombres fueran a aquel buque!

—¿A qué buque?

El oficial apuntó hacia un sitio determinado, y contestó:

—A ese buque tan extraño… ¡la carabela ésa!

A la luz lívida de la luna era imposible distinguir la nave de que hablaba el oficial; pero Doc la recordó perfectamente.

Era un barco antiguo y extraño, con toda la gracia de las viejas carabelas, que había provocado numerosos comentarios entre las gentes del Cameronic aquel día a causa de su bizarro aspecto.

—¿Qué excusa dio ese hombre que sustituyó mi propia personalidad para llamar a mis amigos?

—Decía que había un cofre con un gran tesoro y que sus hombres debían ir a recogerlo.

—Vamos a hablar con el vigía —falló Doc Savage.

Pero cuando llegaron a la torre del vigía de proa se encontraron al infeliz asesinado.

Una larga flecha de acero le había atravesado el corazón. La muerte de este hombre explicaba cómo se había llevado a cabo el asalto del Cameronic por Bruze y su gang. Bruze y su banda se habían alejado del Cameronic, perdiéndose pronto entre el bosque infinito de buques muertos.

Las luces de la cubierta del Cameronic, que lucían intensamente, fueron apagadas, para que no presentaran blanco.

Además, Doc Savage quería abandonar otra vez el paquebote sin ser visto de lejos.

Desde unos trescientos metros de distancia, Bruze vio apagarse las luces del Cameronic y adivinó la causa de ello.

—¡El hombre de bronce ése acaba de descubrir que nosotros hemos conseguido alejar del barco a sus hombres, tendiéndoles una emboscada, y va a salir en busca de ellos!

Sonriendo de un modo terrible, Bruze se palpó sus músculos monstruosos.

Se daba cuenta de que ya no inspiraba a sus hombres el mismo miedo y el mismo respeto que antes. Esto era una mala señal.

Aquellos hombres eran una verdadera manada de lobos humanos, y la única manera de tener los lobos a raya y gobernarlos es empleando la fuerza.

Un tropezón o un simple desmayo del jefe y todos caerían sobre él, despedazándolo.

La mano derecha de Bruze sangraba a consecuencia de un golpe que se dio contra un montante, al intentar herir a Doc.

Se acercó la mano a la camisa, manchándola de sangre. Y esto parecía ser una herida en el pecho.

—¡Ese Savage es muy duro, en verdad! —murmuró, en voz baja y en tono rencoroso—. Pero yo le habría vencido si no me hubieran herido antes de empezar la lucha con él.

Luego de pronunciar estas palabras, que encerraban una mentira, se llevó la mano al pecho, precisamente al sitio donde acababa de manchar su camisa de sangre, y lanzó un gemido de dolor.

Esto tuvo la virtud de devolver a Bruze su reputación de valiente.

—¡Rumbo hacia aquella carabela! —ordenó Bruze a sus hombres—. ¡Remad hacia allí!

Los bandidos abandonaron una de sus barquillas. Habían perdido tantos hombres en la batalla, que les sobraba uno de los botes.

Pronto la carabela empezó a distinguirse y a destacar sus líneas a la luz lívida de la luna.

Era una de las carabelas mayores que se construyeron en su época, aunque en comparación con los buques modernos resultaba un verdadero juguete.

Además, la nave estaba increíblemente deteriorada, en un estado lamentable. El casco se hundía mucho en el agua, manteniéndose sobre la superficie sólo a causa de la madera que lo componía.

Los mástiles estaban rotos muy cerca de la línea de la cubierta. Trozos de los baluartes y castilletes habían sido arrancados de cuajo, y era verdaderamente milagroso que la pobre y desmantelada nave se mantuviera a flote todavía.

Debía de hacer varios siglos que estaba allí. Colón había utilizado dos naves semejantes para descubrir el Nuevo Mundo.

Cuando ya se acercaban a la carabela, Bruze lanzó un juramento, y dijo:

—¡Aún no he podido explicarme cómo los cinco compañeros ésos de Savage no han caído en la emboscada que les habíamos tendido!

Ninguno de sus hombres podía explicarlo tampoco.

Fue directamente a la alta popa de la nave. Por aquí se veían rastros de pintura en ciertos sitios resguardados de los rayos del sol.

Una puerta baja y estrecha daba paso al interior de la nave por la popa.

Junto a la puerta se veía un cofre cerrado. Era un cofre grande, de hierro, que, visto así, de improviso, no inspiraba desconfianza alguna.

Antes al contrario, ya que era exactamente igual a esos cofres que guardan los tesoros de los piratas.

Bruze no se acercó al cofre. Éste era en realidad una emboscada. Al levantar la tapa, se cerraba un circuito que hacía volar instantáneamente dos cajas de dinamita, colocadas precisamente debajo mismo del cofre.

Moviéndose lentamente y con gran cautela, Bruze, inspeccionó los contactos eléctricos, cerciorándose de que se encontraban en perfecto estado.

Luego volvió junto a sus hombres.

—Todo lo de la bomba está en perfecto orden —dijo a sus secuaces—. Por eso tengo que pensar que los cinco camaradas de Doc Savage no han venido a la carabela ésta. Pero ¿dónde diablos habrán ido entonces? ¿Y por qué no han venido aquí, donde les llamábamos?

Uno de los bandidos tiró al agua el resto de su cigarro. Y nadie contestó.

—Bien, quizá logremos coger a Savage —siguió diciendo Bruze—. Es seguro que va a venir en busca de sus camaradas. Y espero que subirá a bordo de la carabela y abrirá el cofre… ¡y encontrará el más terrible tesoro que jamás vieron sus ojos!

Los bandidos empujaron sus barcas por medio de sus remos que iban provistos de cuchillos y hoces cortadoras de las algas.

Aunque no hay que decir que los mecanismos de ellos eran mucho menos eficaces que los de Doc Savage, también resultaban muy silenciosos.

Las barcas de Bruze y su gang desaparecieron tragadas por las sombras detrás de un desmantelado buque mercante.

Unos cinco minutos más tarde, se pudo percibir un ligero movimiento cerca de la borda de la carabela.

Una sombra bronceada pareció encaramarse a bordo y agarrarse a la barandilla de la nave.

Doc Savage no había perdido tiempo en venir allí. Sentía una gran ansiedad a causa de la desaparición de sus cinco amigos.

Prestó oído, pero no oyó nada.

Su olfato, tan fino, hizo dilatar sus narices. Acababa de percibir un olorcillo de tabaco mezclado con el perfume fuerte y acre de los sargazos.

De pronto, las tinieblas fueron rasgadas por el fino haz de luz de la linterna de Doc Savage.

Y la luz cayó sobre una colilla que flotaba al lado mismo del casco de la carabela.

De los hombres de Doc, sólo uno fumaba: Monk, que encendía muy de tarde en tarde un cigarrillo; aquella colilla revelaba un cigarrillo hecho a máquina.

Y no hacía mucho que estaba allí, como lo indicaba el hecho de que el agua no hubiera atacado el papel, esparciendo los restos del tabaco.

Los ojos de Doc descubrieron bien pronto el famoso cofre de la emboscada.

Se acercó y se puso a examinarlo lentamente, con marcado interés.

Lo que vio parecióle completamente satisfactorio.

Entonces, dando un paso adelante, cogió la tapadera del cofre, disponiéndose a abrir.

***

Aunque Bruze estaba muy intrigado por el hecho de que los cinco ayudantes de Doc Savage no hubieran caído en la emboscada de la carabela, e incluso porque no habían ido siquiera a la vieja nave, la explicación era muy sencilla.

Monk y sus compañeros habían oído el tableteo de la ametralladora, que habría resultado fatal para Kina la Forge de no estar cerca de ella Doc Savage.

—¡Al diablo con el cofre ése del tesoro! —había murmurado Renny cuando oyeron el tiroteo—. ¡Vamos a ver qué pasa ahí!

Y se dirigieron hacia el sitio donde habían sonado los tiros, para averiguar lo que ocurría.

Los compañeros de Doc no lograron atravesar aquel laberinto de sargazos y basura del mar con la misma facilidad con que lo había hecho Doc; les faltaba soltura y agilidad.

Y tardaron media hora en llegar a las proximidades del buque de guerra.

Por casualidad pudieron ver que alguien encendía una cerilla. Era uno de los centinelas puestos por Bruze para vigilar el buque enemigo.

El hombre tiró la cerilla al agua y se puso a fumar con regodeo el cigarrillo que acababa de encender.

—¡Paff…! El centinela se desplomó, dejado sin sentido instantáneamente por un golpe invisible que acababa de recibir en una sien.

El elegante Ham —elegante a pesar de las aventuras corridas horas antes— sacudió el bastón de estoque entre sus manos. Él era el que habíase acercado con sigilo al centinela, hiriéndole.

—¡El tipo ése estaba espiando el buque de guerra! —susurró, en voz baja, Monk.

—El hecho de que estos bandidos estuvieran vigilando ese buque de guerra, indica que hay algo a bordo que les interesa —dijo Renny.

—Yo voy a subir a bordo —repuso Monk a su vez.

—¡Espera! Iremos todos…

—¡No, hombre, no! Quizá haya más espías por aquí cerca vigilando el barco. Vosotros quedaos aquí, y si descubrís a alguien procurad ponerlo en fuga.

Antes de que pudiera pronunciarse una palabra más, Monk dio un salto y se lanzó hacia adelante.

Su rostro de simio parecía encuadrar perfectamente en esta clase de ejercicios y aventuras.

Daba un brinco, se inclinaba hacia adelante, manteniendo el equilibrio con ayuda de sus brazos extendidos, y luego continuaba saltando sobre todo lo que flotaba sobre las aguas.

Llegó al fin junto al casco del buque de guerra, pero se quedó desconcertado, no descubriendo por ninguna parte maroma ni escala para subir.

Monk no llevaba encima una cuerda de seda y un gancho, como Doc Savage.

Empezó a moverse alrededor del casco, esperando descubrir algún sitio por donde abordar la nave; pero dio por completo la vuelta al buque sin haber logrado descubrir escala ni nada parecido.

De pronto, al pasar por un sitio por donde, ya había pasado antes, descubrió una maroma de palma que colgaba.

Muy a regañadientes tuvo que admitir que quizá no se había fijado antes en ella. Porque, en realidad, Monk no podía averiguar si la maroma había sido dejada caer desde arriba, para invitarle a que subiera.

Monk se acercó, cogió el extremo de la maroma y tiró de ella. Al cerciorarse de que estaba sólidamente atada arriba, empezó a trepar.

Pero al llegar junto a la borda se encontró con un verdadero comité que había salido a recibirle.

Un nudo hecho de alambre se enroscó al peludo cuello de Monk, que lanzó un rugido de alarma y de sorpresa.

Otro alambre se enroscó en su mano izquierda; otro, en fin, le sujetó por el tobillo del pie que acababa de echar por encima de la borda.

Y Monk volvió a rugir, furioso. Una mujer joven surgió, de pronto, de una escotilla inmediata, llevando en la mano una linterna de gasolina. Y levantó ésta en alto para alumbrar la escena de la captura.

Monk se dio entonces cuenta de que sus captores eran mujeres.

Sobre todo le llamó la atención la que parecía ser la reina, una reina rubia y muy bella. ¡Era poco menos que un sueño hecho carne!

En cualquier sitio aquella mujer habría causado sensación; pero al verla allí quitó el aliento a Monk por unos instantes.

Otro alambre más vino a enroscarse alrededor del peludo cuerpo de Monk.

Éste reaccionó al fin.

No podía tener idea de sí aquellas mujeres eran enemigas o amigas suyas.

Claro está que las prefería amigas. Pero su actitud no parecía confirmar esto, ni mucho menos.

Monk, haciendo un gran esfuerzo, retrocedió, saltando de nuevo la borda.

Su peso era demasiado excesivo para las mujeres, que soltaron al fin los alambres.

Monk cayó al agua con un golpe sordo, quedando envuelto en sargazos, en algas y entre un extraño pez alargado, como una anguila.

Al fin logró desembarazarse de tanto obstáculo y verse nuevamente libre.