Doc se vio envuelto en alambres, hasta el punto de que llegó a parecer una momia metálica.
Pero mientras le envolvían de este modo, Doc tenía sus músculos enormes en tensión, de modo que al aflojarlos podría libertarse fácilmente.
Esto lo hacía como medida de precaución, por si el propósito de las mujeres era asesinarle.
Todo esto ocurría en la oscuridad, porque Doc había apagado su linterna.
Varias veces se oyeron murmurar algunas palabras, siempre en voz baja y por voces femeninas. Una voz grata y bien timbrada, era la que daba las órdenes casi siempre.
Pero lo más notable de todo era que las órdenes eran dadas en media docena de idiomas.
Doc, que era un verdadero erudito en materia de idiomas, tenía que admirar la perfección y el excelente acento con que la dulce voz femenina hablaba todas las lenguas.
Sus secuaces parecían pertenecer a diversas nacionalidades.
Ni una sola vez se dejó oír el tono grave de la voz de un hombre.
El mono había huido, y gritaba, saltando en la oscuridad.
—¡Ven aquí, Nerón! —llamó en una ocasión la voz dulcísima de la mujer que daba las órdenes.
—¡Bueno! —dijo otra voz femenina, en español, como satisfecha de haber atado perfectamente a Doc—. ¡Ya está muy bien atado, de modo que no podrá escapar!
—¡Muy bien! —repuso la capitana, en el mismo idioma—. Pero ¿estabais vigilando bien y estáis seguras de que éste es el único hombre que ha venido a bordo?
—¡Sí sí! Estaba solo. Los otros venían persiguiéndole, a lo que parece.
—¡Eso podría haber sido un truco! Será conveniente que redoblemos la guardia por el resto de la noche.
Doc aflojó un tanto los músculos, luego de cerciorarse de que los alambres estaban lo suficientemente flojos para poder escapar cuando quisiera.
Doc se había escapado muchas veces, estando atado.
Ahora, infinidad de parejas de manitas suaves y finas le agarraron, levantándole en vilo.
—¡Pesado! —dijo la española que había hablado antes—. ¡Pesado! ¡Es muy pesado!
Levantándole más, le llevaron al interior del buque. EL aire allí era muy diferente que en el exterior. Un perfume suave y dulce disipaba el hedor a moho y a humedad.
El piso, por otro lado, estaba cubierto con una espesa alfombra.
Alguien encendió una linterna de gasolina, que esparció una intensa claridad en la estancia.
Doc miró en torno. Según todas las apariencias, había sido capturado por una tribu de amazonas. Ni un solo hombre se veía en la estancia.
Las mujeres eran de todas edades y razas y de una variedad muy grande también, respecto a su mayor o menor belleza.
Y todas estaban vestidas de un modo extraño, aunque no había dos trajes o atavíos iguales.
La más notable y bella de todas era la capitana, aquélla que hablaba a la perfección tantos idiomas.
Era una hermosa rubia, Su estatura era tan grande que casi le pasaba de los hombros a Doc. Sus ojos eran azules, con un azul intenso de mar del Sur; su nariz pequeña y graciosa, un poco chata y respingada.
Llevaba un atavío extraño y notable: una especie de blusa, de estilo ruso, bordada primorosamente y sujeta a la cintura con un cinturón hecho de monedas de oro, en dos hileras paralelas.
Del cinturón pendía una espada delgada y enjoyada, que Doc pensó tendría lo menos cuatro siglos. También llevaba al cinto una magnífica pistola automática, de tipo modernísimo.
Sus pequeños pies iban calzados con extrañas botas de cuero blando y suave, que le subían por encima de los tobillos.
Llevaba pantalones de seda cortos, hasta encima de las rodillas.
El mono —Nerón—, que había saltado a los hombros a Doc Savage, estaba en aquel momento en uno de los hombros de la hermosa capitana.
El animal tenía un aire despierto e inteligente.
Era una figura exótica y atractiva en extremo aquella reina de las amazonas.
Pero no era sólo Doc el que hacía el gasto en las miradas. A su vez, él era objeto de una inmensa curiosidad por parte de sus captoras.
La cosa no era extraña ni difícil de comprender. No era la primera vez que personas del llamado sexo bello, se sentían fuertemente atraídas hacia Doc Savage.
—¿Americano? —preguntó la hermosa capitana rubia.
—¡Clavado! —contestó Doc, sonriendo levemente.
La mujer pareció intrigada; y preguntó, frunciendo un tanto el ceño.
—¿Clavado? ¿Qué nacionalidad es ésa?
Era evidente que la bella capitana desconocía el argot de Nueva York. Así, pues, Doc aclaró:
—¡Sí, soy americano, en efecto!
La mujer hizo un gesto que quería ser de severidad, y dijo en tono de cierta dureza:
—Le advierto a usted que yo no permito que se juegue conmigo, ¿estamos…?
—¡Oh, yo no pretendía tal cosa! —repuso muy cortésmente.
La joven rubia pareció indecisa, y al fin dijo:
—Yo, Kina la Forge, ¿sabe?
—¡Y yo soy Clark Savage!
La capitana se encogió de hombros, murmurando:
—¡Nunca he oído hablar de usted!
—Ni yo de usted —repuso Doc, sonriendo.
Estas palabras parecieron causar a la capitana una gran sorpresa, y dijo, mientras una de sus manos jugaba distraídamente con el puño de su enjoyada espadita:
—Pues, o usted miente en esto, o no hace mucho tiempo que está usted en el Mar de los Sargazos.
—La última suposición es la cierta —dijo Doc a su vez.
—¿Por qué le perseguían a usted el Ogro de los Sargazos y su gente?
—¿Quiere usted decir ese Bruze?
—Bruze es uno de sus nombres, según creo su verdadero nombre en realidad.
Doc no encontró razones para ocultar a estas mujeres la verdad. Era evidente que ellas no eran amigas ni estaban en buenos términos con Bruze y su banda.
Al mencionar el nombre de Bruze, en más de un rostro había aparecido una expresión de odio y de rencor.
—Verán ustedes; yo salí de Alejandría, de Egipto, y…
Y Doc Savage contó toda la historia.
Las mujeres le escucharon en silencio, sin interrumpirle ni una sola vez.
Y no parecieron muy sorprendidas. Más bien pareció que todas ellas esperaban oír aquellas palabras de Doc.
—¡Pues ustedes, los tripulantes del Cameronic, han tenido suerte! —comentó la capitana, estremeciéndose—. ¡El Ogro de los Sargazos y su banda acostumbran a capturar las tripulaciones y saquear los buques mucho antes de llegar aquí!
—¿Y cuánto tiempo hace que Bruze realiza esta piratería? —preguntó Doc Savage con gran curiosidad.
—Unos seis años. Doc se decidió entonces a hacer una prueba. Hizo seña hacia los cables que le sujetaban, y preguntó:
—¿Por qué no me sueltan ustedes?
La capitana dijo, moviendo vivamente su cabeza rubia:
—¡Oh, no!
Doc dio a su rostro entonces una expresión penosa y triste, pues, era un excelente actor cuando quería, y preguntó al fin:
—¿Por qué no?
La capitana le contestó en tono firme:
—La historia que nos ha contado usted puede ser verdad. Así parece, al menos. Pero nosotras no podemos ni querernos correr riesgo alguno ni exponernos a ningún peligro. El Ogro de los Sargazos ha pretendido ya, en otras ocasiones, hacer que sus hombres vengan a bordo de este buque, fingiéndose fugitivos. Y en una ocasión consiguió hacerlo.
La hermosa capitana se mordió el labio inferior, mostrando unos dientes de nieve. Su voz vibraba ligeramente por la cólera cuando añadió:
—¡Y el hecho de que el Ogro de los Sargazos consiguiera hacer entrar en una ocasión aquí a uno de sus secuaces, le explicará a usted por qué no hay ningún hombre en este buque!
Doc dio a su voz maleable y cambiante un tono de dulzura y preguntó con interés.
—¿Cómo? ¿Les hizo caer acaso en una emboscada?
La capitana asintió. En un rincón de la estancia, una mujer ya de edad empezó a sollozar y a gemir de un modo histérico.
—¡Mi pobre marido! ¡Oh, mi pobre marido! ¡Los bandidos ésos le mataron! ¡Yo me quiero morir! ¡No podremos salir nunca de este horrible encierro!
Otras tres mujeres se le acercaron, intentando consolarla.
Doc Savage miró en torno de nuevo. La estancia estaba alhajada con ricas alfombras y espléndidos cortinajes en las paredes.
Y, sin embargo, Doc experimentaba una creciente sensación de angustia y como de piedad y simpatía por aquellas mujeres y por toda la riqueza que las rodeaba.
Porque, de pronto, como a la luz viva de un relámpago, Doc Savage acababa de comprender que estas pobres mujeres habían sido pasajeras de diversos buques que habían llegado hasta allí en tiempos pasados, arrastrados por las corrientes del Océano.
—Pero ¿todas ustedes han llegado aquí en buques que eran arrastrados por las aguas y marchaban sin gobierno y a la deriva? —preguntó Doc, lleno de curiosidad.
La linda capitana rubia, denegó dulcemente con la cabeza, al tiempo que hundía sus dedos en la piel sedosa de su mono, su animal favorito, y repuso:
—¡Yo he nacido aquí, en el Mar de los Sargazos, y he pasado aquí toda mi vida! —Señaló a varias mujeres más, todas ellas jóvenes algunas, incluso niñas, y añadió:
—¡Y todas ésas también nacieron aquí! ¡No hay manera de escapar del mar de los Sargazos!
—¡Pero usted parece tener una educación esmerada! —murmuró Doc, asombrado. Usted habla muchos idiomas.
—Es que tenemos a bordo muchos libros de las bibliotecas de otros barcos arrastrados hasta aquí por las aguas. Además, mi padre era profesor de filosofía en una de las Universidades de Londres, antes de que el barco en que viajaba fuera sorprendido y desmantelado por una galerna.
Su linda mano se hundió más todavía en la fina piel del mono, y añadió:
—Mi pobre padre… fue asesinado al mismo tiempo que el marido de aquella señora. Mi madre murió hace muchos años.
Doc guardó silencio.
Resultaba inconcebible que seres humanos pudieran vivir en aquel sitio hediondo y terrible durante algún tiempo, y mucho menos durante generaciones enteras.
Y preguntó, al fin, cada vez más intrigado:
—¿Por qué no me harían el favor de contarme cuanto sepan del Mar de los Sargazos… y del Ogro ése de los Sargazos también?
La linda rubia se decidió a hablar, influenciada a todas luces por las dulces maneras, correctas y amables, de Doc Savage.
—Hombres…, mujeres, también han vivido aquí en el Mar de los Sargazos durante muchas generaciones. Nadie sabe en realidad cuánto tiempo.
Algunos de los bandidos del Ogro de los Sargazos son descendientes de las gentes que han vivido durante un siglo o quizá más. Estas gentes son las peores de todas. Porque la estancia aquí, cuando es muy prolongada, parece secar todas las buenas cualidades del hombre.
En este momento, el mono que estaba en un hombro de la capitana, dio un salto y se acercó a Doc Savage, empezando a tocar suavemente con sus manecitas en los alambres que sujetaban al prisionero.
—En el Mar de los Sargazos siempre ha habido bandidos y piratas —continuó Kina la Forge, al cabo de un momento—. Pero siempre se había ejercido sobre ellos autoridad y control. Nosotros teníamos aquí un Gobierno, una pequeña República. Mi padre era el Presidente.
Hizo una pausa, y para ocultar la emoción que ahogaba su voz, llamó en voz baja al mono. Pero el pequeño animal no quiso apartarse de Doc.
—Hará cosa de unos ocho años, Bruze apareció aquí —continuó Kina—. Había sido contrabandista en las costas de los Estados Unidos, y tuvo un encuentro con un cañonero. Esto le obligó a huir. Se dirigió a las costas de África, pero le sorprendió una galerna. Los disparos del cañonero le rompieron los mástiles, y dejaron su fragata inútil y a la deriva de las aguas.
La voz de la mujer tomó una nota de dureza al añadir:
—¡Bruze es un demonio! Él fue quien organizó la terrible banda del Mar de los Sargazos. Luego se erigió el jefe, y aquéllos que no le obedecían, procuraba asesinarlos hasta que lo conseguía. Fue una cosa terrible. Durante más de un año hubo una lucha sin cuartel, estando cada grupo fortificado en un buque de éstos. Bruze y su gang estaban entonces en este buque de guerra. Pero luego, y gracias a un golpe de audacia de mi padre, pudimos capturar la nave nosotros.
»Desde entonces, hemos vivido aquí. Los hombres organizaban correrías y razias contra los buques que son arrastrados a este Mar de los Sargazos por las corrientes, para procurarse víveres.
»En cuanto al agua, disponemos a bordo de aparatos para destilar el agua del mar.
Kina llamó otra vez al mono.
De mala gana, el pequeño animal abandonó su examen de Doc Savage.
—Hasta que un día nos tendieron la emboscada donde perecieron todos nuestros hombres —continuó diciendo Kina la Forge—. Esto fue hace cinco meses. Desde entonces, nosotras no hemos salido de este barco. Podemos defendernos fácilmente, pero no nos atrevemos a salir en busca de alimentos.
Nuestros víveres son escasos. En realidad, sólo nos alimentamos de pescado.
Cuando terminó de hablar Kina la Forge, Doc guardó silencio durante unos instantes.
Aquélla era una historia fantástica, terrible. ¡Los sufrimientos que aquellas pobres mujeres debían haber soportado!
El solo ambiente del Mar de los Sargazos, repletos de buques muertos, ya suponía un horror insoportable.
—Hemos procurado en varias ocasiones ponernos al habla y llegar a un acuerdo con el Ogro de los Sargazos —continuó diciendo Kina, al cabo de un momento—. Tenemos a bordo de este buque gran parte del tesoro de Bruze.
El tesoro estaba ya aquí cuando capturamos el buque, hace varios años. Y nosotras le habíamos propuesto devolverle su tesoro, si se comprometía a sacarnos del Mar de los Sargazos.
—Pero ¿qué método usa él para salir con su banda de estos parajes? —preguntó Doc Savage, muy intrigado.
Kina denegó, contestando:
—Lo ignoro. Siempre ha sido un misterio para nosotras. Solamente Bruze y sus hombres están en el secreto.
—¿No será que tienen un submarino?
—No tengo la más ligera idea. Siempre salen del Mar de los Sargazos por la noche. Y en todas las ocasiones, ponen centinelas y sostienen un vivo tiroteo de rifle para ahuyentar a posibles enemigos.
—Quizás usen aeroplanos. ¿No han oído ustedes alguna vez el ruido de un motor?
—No, nunca. Ya le digo que siempre que se van, sostienen un vivo tiroteo, y se convocan por medio de golpes continuados de gong. De lo único que estamos seguras, es de que no utilizan barquillas o cualquier otra embarcación que navegue en la superficie del agua. Ningún bote, sea del tamaño que sea, puede navegar por estas aguas, a través de la masa de algas y maleza marina, ni aun yendo provisto de cuchillas u hoces cortadoras.
—¿A cuánto asciende el tesoro que tienen ustedes a bordo… ése que perteneció a Bruze?
—A unos seis o siete millones, me parece —repuso Kina la Forge con una sencillez inmensa, como si hubiera dicho que se tratara de monedas.
Doc Savage guardó silencio otra vez, reflexionando. Se decía que aquella Kina la Forge era una mujer, singular.
Con seis o siete millones de dólares a bordo, la mayoría de la gente se habría dado una inmensa importancia.
En cambio, la hermosa muchacha rubia parecía no sentir el más leve interés por aquel inmenso tesoro.
Aunque quizás esto obedecía a que, por no haber estado nunca en el mundo exterior, Kina la Forge desconocía el verdadero valor del dinero.
—Pero, bueno, ¿no sería preferible que me libertaran ustedes? —sugirió Doc luego de esperar en vano que la capitana tuviera y expresara la misma idea.
—¡No!
—¿Por qué no?
—Usted ha hablado en tono convencido y sincero y yo no pongo en duda sus palabras. Pero yo no quiero ni puedo correr riesgos. Hay que prever mucho las cosas. No le obligaremos a que se marche, porque ello sería empujarle a caer prisionero del Ogro de los Sargazos; pero tampoco le dejaremos a usted libre de sus ligaduras. Le retendremos a usted prisionero por unos cuantos días o unas cuantas semanas, hasta que estemos perfectamente convencidos de que usted no es un nuevo miembro de la banda de Bruze, enviado a bordo de este barco para tendernos alguna emboscada.
Doc se sintió no poco contrariado al oír estas palabras de la capitana.
En muy raras ocasiones había fracasado su poderoso arte de la persuasión.
Pero resultaba inútil con aquella bella reina de las amazonas.
Kina la Forge se volvió, llevando el monito en un hombro, y dio la misma orden en cuatro idiomas diferentes, hablando cada uno de ellos con una soltura y una naturalidad como si todos ellos fueran su idioma materno.
Varias mujeres se adelantaron hacia Doc, con la intención sin duda, de conducirle a algún calabozo del buque.
Pero Doc Savage no estaba para gastar su tiempo encerrado en una celda.
Además, los sótanos y bodegas de los buques de guerra solían ser extraordinariamente fuertes, y quizá ni las energías de gigante de nuestro héroe serían capaces de forzarlos.
Así es que, con un rápido e inesperado movimiento, libertó sus piernas.
A causa de la tensión en que Doc había mantenido sus músculos, los alambres cayeron al suelo; entonces, aunque aún llevaba sujetos con otros alambres los brazos, dio un brinco hacia la puerta.
Aquellas mujeres no eran distintas de sus hermanas de civilización. Y un coro de agudos gritos se elevó hasta el cielo. Kina la Forge y algunas otras, sin embargo, se lanzaron en persecución del fugitivo.
Doc se desvió un poco hacia un lado, libertándose al mismo tiempo de los alambres que sujetaban sus brazos.
Hay que añadir, que las mujeres no habían atado muy sólidamente a Savage.
De un brinco, Doc quedó colgado del alero de una casamata; un momento después, estaba encima y se agachó, esperando.
—¡No hacer fuego contra él! —gritaba Kina la Forge en tres o cuatro idiomas.
Doc se agachó más, esperando que las mujeres pasaran por debajo corriendo, sin verle. Porque era muy difícil que pudieran sospechar siquiera que se había encaramado a una altura tan considerable.
Los ojos de Doc empezaron a mirar cuanto le rodeaba. Por instinto desconfiaba.
Era muy probable que Bruze o alguno de sus secuaces estuvieran apostados en los alrededores del buque de guerra, escondidos entre el bosque de barcos rotos y muertos que llenaba estas aguas.
De pronto, a unos cien metros de distancia, le pareció ver algo que se movía ligeramente. Sus ojos se quedaron fijos intensamente en aquel sitio.
Un hombre surgió de las sombras y quedó en pie, bañado por la luz de la luna, sobre el alcázar podrido y medio derrumbado de un viejo galeón.
El galeón debía haber sido usado en tiempos en que los españoles trasladaban oro y plata desde América a su patria, hacía varios siglos.
Y el hombre aquél, no distinguiéndose en realidad su indumentaria a la luz de la luna, podía haberse tomado por una estampa antigua. Lo que más impresionaba de él, sin embargo, era la pistola ametralladora que llevaba sobre uno de sus hombros.
Doc se agachó un poco más todavía. El de la ametralladora, era casi indudable, había descubierto antes a Doc, pero no sabía dónde habíase escondido.
Kina la Forge apareció, corriendo por la cubierta del navío.
La hermosa muchacha no vio al de la pistola ametralladora.
Y el forajido aquél se echó el arma a la cara y empezó a disparar en dirección a la reina de las amazonas.
Diez segundos después, la hermosa muchacha rubia habría sido blanco de una verdadera andanada de balas. Pero en aquel brevísimo espacio de tiempo ocurrieron varias cosas inesperadas.
Doc bajó del alcázar, de un brinco formidable, saltando a la cubierta con la agilidad de un gato.
Kina la Forge lanzó un grito de espanto y de sorpresa… pero unos brazos poderosos la habían cogido y se vio arrastrada hacia atrás.
Ella intentó libertarse, pero los brazos de Doc la sujetaban fuertemente, aunque sin causarle daño.
De pronto, la lejana ametralladora empezó a crepitar, y una granizada de balas vino a estrellarse contra las corazas del buque de guerra con un siniestro repiqueteo, que recordaba el ruido de unos palillos de tambor golpeando una lata.
Pero la granizada fatal iba a estrellarse a varios metros a espaldas del hombre de bronce. Éste torció el rumbo, penetrando en el interior del buque de guerra, y soltó entonces a la hermosa muchacha.
Sus lindas facciones eran apenas discernibles a la lívida luz de la luna, que penetraba por la puerta abierta.
La expresión de la mujer mostraba con toda claridad que se había dado cuenta de que Doc le había salvado la vida.
Pero antes de que ella hubiera podido hablar, Doc Savage había desaparecido, completamente tragado por las sombras, en el interior del buque de guerra.
Deslizándose sin ruido y a buen paso a través de varios intrincados corredores, Doc logró salir de nuevo sobre cubierta sin que le hubieran visto.
Los rifles empezaron a crepitar a bordo de la nave. El forajido de la ametralladora dio un brinco de felino y desapareció detrás del alto baluarte del galeón.
Doc aprovechó aquel instante para enganchar su cinta de seda en la borda del buque, y se deslizó abajo. Fue a caer en un montón de maderas y tablas que le soportaron perfectamente. Un hábil movimiento dado a la cuerda desde abajo, desenganchó la horquilla del otro extremo. Doc lio la cuerda rápidamente y se la guardó mientras se lanzaba hacia adelante, a través de las espesas algas.
Una granizada de balas empezó a silbar y crepitar alrededor de él. Ahora le disparaban otros secuaces de Bruze, que estaban al acecho del buque de guerra.
Pero Doc había conseguido escoger una sección del agua donde abundaban los restos y la basura del mar —tablas, maderos, cajones y cubas y otros mil objetos—, y todo esto favorecía su fuga.
Su figura, que avanzaba casi a ras del agua y a una inmensa velocidad, ofrecía un escaso y difícil blanco a la lívida luz de la luna.
Doc se dirigió a un sitio donde pudo esconderse sin novedad.
Pero no se detuvo un instante allí, sino que, dando un rodeo, se dirigió hacia el sitio donde había dejado su pequeña barquilla.
Por fortuna, sus enemigos no habían descubierto el bote. Doc saltó a éste, se sentó en el pequeño banquillo y empezó a accionar con mano vigorosa el manubrio de las ruedas.
La ligera embarcación empezó a avanzar vivamente. El rumbo del bote, a falta de timón, se conseguía accionando un manubrio con más rapidez que el otro, como se hace con las sillas de ruedas de los inválidos.
Era necesario vigilar mucho las aguas para evitar colisiones con los restos flotantes de aquel mar muerto y peligroso. En más de una ocasión tenía que bordear grandes barcazas o botes salvavidas.
En uno de estos botes salvavidas, muy grande, hizo Doc un descubrimiento terrible y trágico: a la luz de la luna aparecieron ante sus ojos lo menos media docena de esqueletos humanos, entre cuerdas y maromas podridas.
Los infelices debían haber sido víctimas de alguna espantosa tragedia del mar, sin duda pereciendo de hambre o de sed antes de que el bote fuera arrastrado por las corrientes hacia este Mar de los Sargazos.
Doc bordeó el siniestro bote y, avanzando algo más, dio vista al Cameronic.
Majestuoso, brillando en la oscuridad difusa de la luna, el barco presentaba un aspecto acogedor y alegre. Era la única cosa viva en aquel mundo inmóvil y muerto.
Viva y elevada, ya que el hermoso paquebote se mantenía muy por encima de los barcos muertos y de toda la inmunda basura del mar que le rodeaban.
Doc estaba todavía a alguna distancia del Cameronic, cuando llegó hasta sus oídos un gran estrépito de gritos y de voces, mezclados con una andanada de disparos que sonaban como secos trallazos.