Todo el mundo dirigió entonces sus gemelos hacia los distantes botes de los bandidos.
Con ayuda de los anteojos se pudo observar que Bruze y sus gangsters habían cesado de usar los remos y pértigas.
Y los pequeños botes estaban ahora al pairo y, desde luego, fuera del alcance del más poderoso de los rifles.
Los gemelos permitían distinguir perfectamente la figura gigantesca de Bruze, aparte de la de sus hombres.
Puesto en pie, agitaba los brazos, dando órdenes a su gente. Y pronto se vio a los gangsters extendiendo velas a guisa de toldos para protegerse de los ardores del sol.
—¡Ah, se están poniendo cómodos y a sus anchas! —comentó Ham, dando un golpe con su bastón de estoque en la borda. La verdad, yo no acabo de entender esto. Porque esas gentes no tienen probabilidad alguna de ganar tierra. La costa más cercana está a muchos centenares de millas de aquí. No pueden volver tampoco al Cameronic. ¿Qué van a hacer, pues, perdidos en este mar hostil y terrible y metidos en esos cascarones de nuez? ¿Por qué parecen prepararse para esperar en los botes?
Ham estaba demasiado embebido en sus propios pensamientos para oír su voz. Él sabía, como los otros, que no había respuesta a tal pregunta.
Había algo enervador y terrible en aquella llanura desierta e inmóvil del mar que les rodeaba, algo trágico que obligaba a los hombres a hablar solos, como buscando compañía.
Esta atmósfera ingrata y como preñada de amenazas e inquietud fue despejada un tanto por un grupo de pasajeros que aparecieron cubierta adelante.
Estos individuos tenían un aire importante y grave, como hombres acostumbrados a mandar y a imponer su voluntad entre sus semejantes.
Se acercaron con aire solemne, y era evidente que venían a comunicar alguna noticia importante.
La comisión llegó ante Doc Savage.
Y, con los rostros serios y graves, se formaron en semicírculo. Uno de ellos tomó la palabra para decir:
—Míster Savage: los tripulantes y pasajeros del Cameronic acabamos de celebrar un mitin, donde hemos procedido a una votación. El resultado ha sido aprobado también por los oficiales del buque. Y todos queremos que usted se haga cargo de la nave, que nos sirva como jefe mientras duren nuestras presentes circunstancias.
La gracia en el decir y la gentileza y cortesía con que Doc Savage aceptó el alto honor que se le hacía hubieran servido para acreditar de apto y político a un Presidente de los Estados Unidos que hiciera el discurso inaugural de su mandato.
—Por suerte, llevamos gran cantidad de víveres a bordo —siguió diciendo luego Doc Savage—; además a juzgar por la gran cantidad de animales marinos que hay en los bancos de algas, no es difícil que encontremos algunas especies comestibles. En último caso, quizá lográramos obtener algún producto alimenticio de las algas mismas o de alguna de estas plantas, sometiéndolas a ciertos procedimientos químicos. En cuanto al agua, no nos será difícil improvisar un aparato destilador, con el que obtendremos del mar cuanta necesitemos a bordo.
Estas palabras de Doc tuvieron la virtud de tranquilizar mucho los ánimos y reducir la tensión nerviosa que pesaba sobre todos los espíritus.
Siguieron unos días muy monótonos.
La observación de las estrellas durante varias noches sucesivas demostró fuera de toda duda que el Cameronic marchaba a poca velocidad, pero que era arrastrado sin duda alguna, por las aguas.
El curso de su movimiento parecía ser el de un círculo que se fuera estrechando poco a poco.
—Vamos siendo arrastrados poco a poco hacia el centro del Mar de los Sargazos —dijo Doc Savage.
—En ese caso, ¿es que quieres decir que el Mar de los Sargazos no es ni más ni menos que el centro de un inmenso remolino que forma el Océano? —preguntó Renny.
—Ésa es mi opinión. En el centro de lo que se conoce como el remolino del Atlántico, un punto imaginario al que las corrientes del Océano llevan todos los objetos flotantes.
—Lo que yo no acabo de explicarme, es de dónde vienen estas algas —dijo Long Tom, examinando un puñado de hierbajos pescados del mar por él por medio de una caña.
—Eso —le contestó Doc Savage— es uno de los misterios que no han podido aclararse todavía. Los sargazos de este mar terrible deben ser arrancados por las olas de costas lejanas del Trópico, quizá de Sur América o de África, y arrastradas hasta aquí por las corrientes marinas. De todos modos, o al menos que yo sepa, esto no ha sido comprobado todavía. Lo que resulta indudable, es que las algas y esas otras plantas son traídas hasta aquí gracias a esa especie de pequeñas ampollas flotadoras sobre las que descansan sus tallos. Y aquí van muriendo y formando esas manchas amarillentas o blanquecinas.
Hacía falta una serie de interminables esfuerzos para contrarrestar los efectos que aquellos parajes muertos y terribles ejercían en el ánimo más templado.
Porque dijérase que eran arrastrados a la deriva suave y lentamente hacia el reino de la muerte.
El tamaño del majestuoso Cameronic parecía disminuir y empequeñecerse en medio de aquel paisaje infinito y muerto, moteado de puntos blanquecinos.
El sol lucia eternamente en un ciclo sin nubes, lanzando sus rayos implacables sobre el buque y sobre aquel mar hediondo, y sólo en una ocasión se veló el cielo y las nubes se abrieron en cataratas de lluvia durante una gran tormenta.
La lluvia suministró agua potable a Bruze y a su gang, con gran disgusto de Monk, que había esperado que el agua salada de que había llenado los barriletes de los bandidos mataría a sus enemigos.
La continua presencia de los tres pequeños botes, siempre fuera del alcance de un rifle, era también un motivo de inquietud para las gentes de a bordo.
Porque las tres barcas parecían un trío de buitres esperando la presa. Doc y Renny, ambos expertos mecánicos, empezaron a construir aparatos para romper las algas.
Luego, en vez de adaptarlos a los botes salvavidas del Cameronic, prefirieron construir pequeños botes alargados, que recordaban los de las regatas.
A estos pequeños botes adaptaron luego pequeñas ruedas que se accionaban a mano, provistas de cuchillas cortadoras de algas, que obraban a manera de una hoz y entraban en movimiento al girar las ruedas de la embarcación.
Una vez terminada la tarea se encontraron con varias barcas capaces de desarrollar una gran velocidad y de llevar hasta doce personas.
Para probar las barcas hicieron una salida, consiguiendo rechazar a Bruze y sus camaradas varias millas.
Entre ambos bandos se cambiaran algunos disparos, pero no hubo que lamentar ninguna desgracia.
Aquella misma noche, para vengarse, Bruze se acercó con sus barquillas hasta ponerse a tiro de rifle del Cameronic, haciendo peligrosa la estancia en las cubiertas de la nave para sus enemigos.
Pero Doc y sus camaradas pusieron fin a la amenaza construyendo, con ciertas partes de la maquinaria inutilizada del buque, un cañón rudimentario.
Los días se iban convirtiendo en semanas. Y, a lo que parecía, jamás iban a salir de aquel infierno. Pero en realidad salieron.
Mejor dicho, cambiaron… y el cambio no fue precisamente para mejorar de suerte ni mucho menos.
Una mañana, una hermosa mañana de sol, Doc se despertó en su camarote al oír un grito histérico de mujer.
Doc no perdió tiempo en plantarse en la cubierta a ver lo que ocurría.
En la proa, y por la parte de estribor, se veía algo tan monstruoso y horrible que se comprendía que la pobre pasajera hubiera lanzado su grito histérico al verlo.
El Cameronic se había acercado a aquello durante la noche, en que hubo alguna niebla.
Los gritos de la mujer atrajeron pronto a otros pasajeros, que surgían por las escotillas en pijama o con ropas ligeras.
Y más de una cara se puso lívida, y más de un desayuno no pudo ser tomado. Tanta era la impresión que aquello hizo a los pasajeros.
Lo que causaba tanto horror y sorpresa era un montón informe, como de huesos colosales, cubiertos de hiedra marina, algas y otras plantas del mar.
Parecía desaparecer, medio devorado por la vegetación que lo envolvía por todas partes. En tiempos pasados aquello había sido un buque.
¡Un majestuoso y bello buque de cuatro mástiles! Y los mástiles y las vergas eran lo que parecían un enorme esqueleto.
—Las plantas ésas han salido de dentro mismo del barco —dijo uno de los marineros—. El barco debía ir cargado de grano, que ha germinado con el tiempo.
Renny apareció junto a Doc. En el rostro del gigante se retrataba la inquietud.
—¡Por el Buey Apis! —exclamó—. ¡Bonita cosa para verla antes del desayuno!… ¡La verdad, aunque no quiera, tengo que pensar que quizá nuestro buque, el Cameronic, llegue a verse así algún día…!
—¿Quieres que se te abra el apetito? —preguntó Doc, secamente.
—¿Cómo…? ¿Qué quieres decir…? ¿Quieres decir que vayamos allá y demos un vistazo a eso? ¡Cuando quieras! Se echó al agua uno de los pequeños botes improvisados por Doc y sus compañeros, provisto de ruedas con cuchillas para cortar las algas, Doc y sus hombres lo tripulaban.
Cuando se acercaron al velero perdido aún les pareció mayor la semejanza con una inmensa tumba cubierta de vegetación.
Aún no se había acabado de disipar el aire siniestro que parecía envolver a Doc y sus amigos cuando subieron a bordo.
Baluartes, castillos y bordas, todo aparecía podrido y ruinoso, cubierto de vegetación y de una repulsiva capa de moho.
Las tablas de la cubierta, podridas y húmedas, cedían bajo los pies de los hombres. Las enredaderas, como lívidas cosas repugnantes, se enredaban a sus piernas, como deseosas de devorar también aquellas nuevas vidas humanas.
—¡Que me ahorquen si me agradan esta clase de exploraciones! —murmuró de pronto Monk, poniéndose a gatas, al ver que las tablas de la cubierta amenazaban ceder bajo su enorme peso.
El barco, a todas luces, había sido desmantelado por una galerna. El cargamento consistía en grano para semilla y barriles vacíos al parecer.
Y el velero estaba muy hundido en el agua, manteniéndose solamente a flote por ser de madera y por su carga, que aumentaba su flotabilidad.
No había ningún indicio capaz para demostrar cuántos años llevaba el velero en aquellos dominios de la muerte.
Como tampoco había indicio alguno que permitiera deducir la suerte que cupo a la tripulación. En realidad, parecía no haber ningún ser humano a bordo.
Las placas y planchas que llevaban escrito el nombre del buque hacía tiempo que habían desaparecido, podridas o arrancadas por la fuerza misma de los elementos.
Otras permanecían fijas al casco, pero estaban tan cubiertas de moho o de algas que las letras eran indescifrables.
Pero en un pedazo de cartón enmohecido, que encontraron en la cabina del timonel, y que estaba protegido por los cristales, pudieron leer un nombre:
«SEA SYLPH».
—¡Este nombre estaba en el cinturón de las calaveras, amigos! —dijo Renny, en tono de asombro.
En el camarote del capitán descubrieron un pequeño cofre-fuerte, de un modelo corriente y de bajo precio, con la puertecita abierta de par en par.
Era evidente que el cofre había sido violado.
Pensativos y sombríos, Doc y sus compañeros volvieron al Cameronic.
El descubrimiento de que el nombre del navío perdido figuraba en el cinturón de las calaveras —el mismo cinturón que llevaba inscrito el nombre del Cameronic— les había dado harto motivo para reflexionar largamente.
Y no podían evitarse el comparar la suerte posible del buque a bordo del cual iban, con la del velero perdido.
El hecho de no haber encontrado ni rastro de vida humana a bordo del velero no era tampoco para aumentar su alegría ni dejarles más serenos con respecto al porvenir.
¿Qué había sido de la tripulación del pobre buque prisionero de las algas?
Al llegar a la cubierta del Cameronic encontraron a todo el mundo agitado e inquieto.
La causa de ello no eran los tres pequeños botes de Bruze, que se mantenían al acecho como un trío lúgubre de pajarracos de presa, fuera del alcance del cañón improvisado de Doc Savage; la explicación estaba en lo que podía divisarse desde la proa, a babor.
Una espesa niebla había flotado desde el amanecer sobre este Mar de los Sargazos; pero ahora empezaba a disiparse.
Y al hacerlo los ojos podían admirar un espectáculo asombroso.
¡El Cameronic había sido empujado durante la noche casi al centro mismo del Mar de los Sargazos! ¡Y ahora el buque estaba en el sitio tantas veces descrito por historias y leyendas fantásticas!
¡Infinidad de buques estaban ante los absortos ojos de los que iban a bordo del Cameronic!… ¡Una flota incontable!…
¡Una flota maravillosa y fantástica!… Los buques parecían datar de todas las épocas.
Algunos se mantenían en relativo buen estado; éstos eran buques que solo llevaban allí unas cuantas semanas o unos cuantos meses; otros eran viejos.
Viejos de siglos y siglos, a juzgar por su forma y su estructura. Muchos de los barcos flotaban altos en las aguas muertas; otros estaban medio hundidos; otros anegados y en realidad sumergidos, semejantes a enormes bancos de algas o plantas recubiertas de un moho repugnante y hediondo.
Algunos estaban inclinados o volcados sobre uno de sus flancos. Allí y acullá, otros habían dado la vuelta por completo y mostraban al aire su fondo panzudo y monstruoso.
Monk empezó a contarlos, pero pronto desistió de ello. El número de embarcaciones era infinito.
Y los mástiles formaban como un inmenso bosque de árboles desnudos, que se perdían en el horizonte.
Las embarcaciones habían sido empujadas hasta allí por las corrientes marinas. Pero el extraño bosque no se componía solamente de buques; todo lo que podía flotar había sido arrastrado hasta allí por las corrientes del Océano: palos, tablas, troncos, botellas, barriles de metal y barricas y toneles de madera; en una palabra, todos los residuos flotantes del mar.
El inmenso asombro y la sorpresa producidos a la vista de tantos buques muertos, que presentaban un aspecto fantástico, hizo ceder en gran parte, la inquietud de los pasajeros a bordo del Cameronic.
Maniobrando hábilmente, Doc se las arregló para que el suceso se convirtiera en una especie de fiesta entre sus compañeros de aventura.
Los criados sirvieron el desayuno en las cubiertas y la orquesta tocaba con toda la fuerza y el entusiasmo de que era capaz.
De pronto, Johnny, que estaba encaramado en lo alto de un mástil del Cameronic, dio una noticia grave:
—¡Bruze y su banda dan señales de vida, señores!
Todo el mundo corrió, buscando sitio desde donde divisar los tres botes de los bandidos.
Las pequeñas embarcaciones estaban siendo empujadas precisamente hacia el centro mismo del bosque de buques naufragados y los bandidos utilizaban para ello los remos convertidos en pértigas.
Y pronto se perdieron de vista, deslizándose como vampiros dentro del cementerio de buques perdidos.