De pronto se oyó el ruido de un disparo en las profundidades del barco, y sus ecos se esparcieron por salones y corredores como un insulto de infernal alegría.
—¡Ha sido cerca de la popa! —dijo Ham.
Corrieron hacia el sitio de donde había llegado el ruido del disparo y pronto se encontraron con uno de los mozos del buque, que venía vacilando y dando traspiés.
Les explicó que al intentar penetrar por una escotilla, le habían disparado un tiro, que hizo saltar mil astillas de un tabique inmediato a su rostro.
El infeliz se arrancaba pequeñas esquirlas de madera de la carne.
Era que Bruze y su gang se habían parapetado en la parte de popa del buque.
—¡Eh, muchachos, id para atrás! —ordenó Doc Savage a sus hombres. Y se adelantó solo.
Luego, al llegar cerca de la barricada de los bandidos, gritó:
—¡Bruze…!
—¿Qué hay? —contestó una voz ronca.
—¡Escuche: vamos a dar a usted y a sus pájaros una ocasión de entregar las armas y salir de ahí!
Una carcajada soez contestó a estas palabras. Y la voz ronca dijo, con sarcasmo:
—¿Sí, verdad…? ¡Pues mire lo que son las cosas: nosotros estábamos pensando decirles a ustedes lo mismo!
—¡Pues tengan ustedes cuidado de no echarse a la boca más comida de la que pueden mascar!
—¿Sí, verdad…? Pues hasta aquí, siempre hemos podido mascar todo lo que nos hemos echado a la boca.
—¡Eso, según! —dijo Doc con ironía, teniendo la precaución, mientras hablaba, de no dejarse ver a sus enemigos, para no presentarles blanco.
La voz ronca de Bruze gritó ahora de nuevo:
—¡Les damos a ustedes dos horas para que abandonen el buque y nos dejen dueños de él!
—¿Y qué harían ustedes con el barco una vez que estuviera en su poder?
—¡Una cosa muy gorda! Ya lo verían ustedes luego —repuso Bruze.
Doc no puso en duda el destino que darían los bandidos a la nave, una vez dueños de ella. Así es que preguntó:
—¿Ustedes lo que quieren son los diamantes, no es así?
—¡Claro que sí! —repuso el jefe de los bandidos—. Los diamantes y tres millones de dólares en barras de oro que van a bordo también y se guardan asimismo en la cámara acorazada. ¿Usted no sabía, acaso, que llevábamos a bordo tres millones de dólares en oro en barras?
—¡Es que yo no he secuestrado a ningún empleado de Banco para obligarle a que me suministre ciertas informaciones!
Bruze rugió entre dientes una maldición y dijo:
—De modo que usted se había enterado de lo del empleado del Banco, ¿eh?
Doc no quiso decirle que sólo tenía sospechas de ello. Y así pudo oír de los labios de Bruze que, en efecto, ellos habían asesinado al pobre empleado de la sucursal del Banco Americano.
—¿Y han trabajado ustedes siempre de la misma manera? —siguió preguntando Doc Savage a su enemigo—. ¡Quiero decir, si ustedes acostumbran a secuestrar a un empleado de Banco, lo someten a tortura hasta que le arrancan la confesión de cuál de los buques a punto de zarpar de un puerto lleva a bordo más dinero!, ¿no es así…?
Bruze se echó a reír de un modo insolente, contestando:
—¡Ah, vamos!, así que ya saben ustedes que no es éste el primer buque que desvalijamos, ¿eh?
—Es que usted mismo me lo hizo comprender, cuando echaron el cinturón aquél de las insignias a mi camarote luego de añadirle el nombre del Cameronic.
Bruze dijo en tono rudo e impaciente, mientras reía de un modo brutal:
—¡Bien, basta ya de palabras! ¡Ya ha dejado usted pasar diez minutos de las dos horas que le he concedido para rendirse!
—¡Pero bueno, no nos juzgará usted tan tontos ni tan simples que vayamos a rendirnos!
—¡Oh, no sé, no sé…! ¡Nosotros tenemos aquí una docena de marineros y pasajeros del buque! Y estamos dispuestos a degollarlos si ustedes no se rinden…Ésta fue la primera noticia que tuvo Doc Savage de que Bruze tenía rehenes en su poder. Entonces volvió sobre sus pasos y empezó a hacer indagaciones.
La confusión y el terror se habían apoderado de los pasajeros. En medio del desbarajuste y el desorden, era difícil poner nada en claro. Pero, al fin, la verdad se abrió paso.
Era innegable: Bruze retenía al menos una docena de prisioneros.
Doc celebró entonces un consejo con sus cinco ayudantes.
—Lo mejor que podemos hacer —dijo Doc Savage— es enfrentarnos con la verdad. Bruze no vacilará en asesinar a sus rehenes, como ha dicho. Es un perfecto desalmado, un bandido cruel.
—¡Qué vas a decirnos! —murmuró Monk, con ironía inmensa, recordando su propia visita a los dominios de la muerte.
—¡Vamos a jugarle una mala pasada! —siguió diciendo Doc Savage—. Algo que le demuestre que, si llega a matar a los rehenes que retiene en su poder, no por eso escapará él con vida.
—Un gas habría sido algo definitivo —dijo Monk—. Pero, por desgracia, no tenemos ninguno. A menos —añadió, mirando con expresión de esperanza, a Doc Savage—, que tú tengas alguno.
—No, no tengo. Lo único que tengo es, el líquido que usamos en las inyecciones para dejar a una persona privada de sentido. Desgraciadamente, no hemos tenido ocasión de traer ciertas cosas en el viaje.
Bajando a las salas de máquinas, Doc cogió un trozo de cañería de latón de unos tres pies de largo y aproximadamente un cuarto de pulgada de diámetro.
Se lo entregó a Renny y a Monk, explicándoles lo que debían hacer.
Enseguida, sonriendo ampliamente, los dos gigantes partieron a realizar su cometido.
El desorden y la inquietud entre los pasajeros iba en aumento en lugar de decrecer. Y los turistas, con los ojos muy abiertos, imitaban angustiados hacia la extensión de mar cubierta de algas y maleza marina que rodeaba el buque.
Doc dijo al concurso, con voz fuerte aunque serena, que llegó a todos los oídos, la verdad de lo que había pasado a bordo.
—¡La situación no tiene nada de divertida, ni se trata de broma alguna, como alguien puede pensar! Pero no hay por qué perder la cabeza. El buque no se hunde ni es probable que se hunda nunca.
Su voz, firme y serena, y la claridad y sencillez de sus argumentos, que se veían verdaderos, sin exageración de ninguna clase, habían producido un gran efecto en el auditorio.
Y los que hasta entonces sentían pánico o inquietud se calmaron en gran manera.
—Los hombres que se han parapetado tras una barricada en la popa del buque son asesinos feroces —siguió diciendo Doc Savage—. Son gentes peligrosas, que no vacilarán en ametrallar a todo el que se les ponga por delante. Por esto me permito aconsejar a todos que permanezcan aquí durante algunas horas… hasta que nosotros demos cuenta de esas gentes.
—Pero díganos, señor —preguntó uno de entre el auditorio—, ¿estamos en efecto en el Mar de los Sargazos?
—Sí, señor —repuso Doc Savage.
Monk y Renny estaban ya esperando a Doc. Llevaban una lata de conservas atada con cuerda, que la envolvía por completo, y de uno de cuyos lados surgía una mecha, hecha de un trozo de cuerda que Monk había empapado con gasolina, envolviéndola en un papel.
Esto tenía todas las apariencias de una bomba, pero el descuido y la naturalidad con que la llevaba Monk demostraba que no contenía explosivo alguno.
Renny, a su vez, llevaba una gran botella llena de un líquido incoloro. Y el hecho de que Renny se echara un trago de la botella, antes de dirigirse los tres hacia la popa, demostraba que el contenido de la botella no era otra cosa que agua.
Monk llevaba también el trozo de tubería. Se lo entregó a Doc, que le preguntó:
—Bueno, ¿sabéis lo que vamos a hacer?
—¡Y tanto!
Se separaron, quedando juntos Renny y Monk, mientras Doc tomaba una ruta apartada.
Monk y Renny se acercaron a la barricada hecha por Bruze y su gang.
Monk lanzó la botella hacia adelante, y ésta fue a caer cerca de una puerta tras la cual estaban los bandidos.
La botella saltó en pedazos y el agua se esparció por el suelo y los tabiques de madera.
La voz ronca de Bruze gritó:
—¡Eh! ¿Qué diablos es eso?
Un momento después Renny aplicó una cerilla encendida a la mecha empapada en gasolina de la falsa bomba y arrojó ésta también hacia adelante.
La bomba fue rebotando por la cubierta, hasta detenerse cerca de la puerta tras la cual estaban los bandidos. La mecha ardía vivamente.
—¡Una bomba! —gritó Bruze, con todas sus fuerzas—. ¡A ver, uno de vosotros, que salga y la arroje al mar antes de que estalle! ¡Pronto!
Un hombre de rudo aspecto surgió corriendo y, cogiendo la falsa bomba, la arrojó al mar. Enseguida corrió de nuevo hacia la puerta.
Pero no llegó a ella. Una especie de modorra súbita, como un aturdimiento, le invadió de pronto, y, vacilando, se desplomó sobre la cubierta, donde quedó inerte.
Y fue a caer precisamente sobre el agua esparcida de la botella rota poco antes.
Bruze empezó a jurar y a gritar como un loco. De un brinco surgió por la puerta, con ánimo de recoger y auxiliar a su camarada.
Pero las pequeñas ametralladoras que empuñaban Monk y Renny le hicieron retroceder vivamente.
Pasaron tres o cuatro minutos antes de que Bruze cesara de jurar y gritar, mientras sus hombres iniciaron un vivo tiroteo contra Monk y Renny.
De pronto, la voz de Doc Savage gritó:
—¡Bruze!
—¿Qué hay?
—¿Ha visto usted lo que le ha pasado a su camarada?
—¡Y claro que lo he visto! ¡Ustedes lo han herido con algún maldito gas que contenía la dichosa botella ésa!
—¡En efecto! —asintió Doc Savage a gritos también—. Pues oiga bien lo que le digo: estamos dispuestos a utilizar la misma substancia contra usted y sus pájaros, si no aceptan nuestras condiciones para rendirse. ¡Estamos esperando a ver lo que hacen ustedes!
Bruze, en vez de contestar esta vez, guardó un largo silencio.
Pocos momentos después Doc Savage y sus dos hombres estaban juntos otra vez. Monk y Renny sonreían.
—¡Ha salido a pedir de boca! —murmuró Monk.
Doc asintió, sopesando el famoso trozo de tubería.
No había sido gas alguno el que produjera al bandido aquél del gang de Bruze el vértigo que le derribó al suelo; había sido Doc el que le hiriera por medio de un jeringazo casi invisible de la droga que producía el sueño instantáneo.
—Pero ahora Bruze va a hacer alguna cosa —dijo Renny, en tono inquieto—. Gracias a este truco, el hombre se cree que nosotros disponemos de mucho gas tóxico.
Al cabo de cierto tiempo, en efecto, Bruze gritó, comprobando la opinión de los tres amigos de que había estado reflexionando sobre algo grave y muy serio:
—¡Eh, Savage…!
—¿Qué hay? —repuso Doc, en tono frío y arrogante.
—¡Quizá pudiéramos llegar a entendernos!
—¡Lo pongo en duda! Ya le hemos dicho antes nuestras condiciones.
La grosería y rudeza de los juramentos y las palabrotas con que Bruze acogió estas palabras no podía ocultar una sombra de miedo.
—¡Escuche! —gritó al fin—. Denos ustedes unos cuantos botes y entréguennos los diamantes y nos marcharemos del buque.
Monk contestó esta vez, antes de que pudiera hacerlo Doc:
—¡Vamos, amigo, no nos haga usted reír!
Los tres o cuatro minutos que siguieron estuvieron dedicados por los bandidos a discutir sobre algo.
No se entendían las palabras, pero por el tono de la discusión parecía deducirse que el gang de Bruze discutía para que se aceptaran o no las condiciones más ventajosas posibles impuestas por el enemigo.
Al fin se oyó gritar a Bruze:
—Denos ustedes unos botes, víveres y agua bastantes, y nos marcharemos del buque.
Monk dijo, en voz baja, al oído de Doc Savage:
—Yo creo que podríamos ceder y aceptar esas condiciones, Doc.
—Bien —gritó Doc Savage, dirigiéndose a sus enemigos—; pero tiene usted que libertar antes a los prisioneros. Mejor dicho: tiene usted que libertarlos inmediatamente.
Esto originó una nueva discusión entre los bandidos.
—Bajen ustedes los botes antes y pongan en ellos los víveres y el agua —gritó Bruze—. Nosotros haremos que los prisioneros sostengan las amarras luego hasta que nosotros podamos hacernos cargo de las barcas, y entonces devolveremos la libertad a los cautivos.
Así se hizo, en efecto.
Las distintas operaciones duraron casi una hora.
Lo más notable que ocurrió en las operaciones fue cuando los prisioneros empezaron a bajar los botes al agua, por la parte de la popa.
Había una docena de cautivos; y, sin embargo, hubieron de echar mano de todas sus fuerzas para poder llevar los botes más a popa del buque, remando como desesperados a través de aquella masa terrible y espesa de algas.
—¡Bueno, no me negaréis que la masa ésa de algas y plantas marinas no es muy capaz de aprisionar entre sus redes a un buque para siempre! —comentó Ham—. Un buque del tonelaje y de la fuerza del Cameronic podrá pasar estos parajes, desde luego; pero pensad lo que ocurriría a un pequeño barco o a un velero.
Según todas las apariencias, Bruze cumplió el trato honradamente. Los cautivos fueron libertados, con gran asombro y alegría de ellos y de todo el mundo.
Bruze y su gang subieron a bordo de los botes, tres en total, al abrigo del alcázar de popa.
—Lo que no acierto a explicarme es cómo los bandidos éstos van a lograr avanzar a través de las algas —dijo Ham—. Porque cincuenta hombres no conseguirían avanzar ni cien metros al día a través de esa masa de plantas marinas.
Pero Ham pronto tuvo respuesta a sus palabras.
Los tres botes aparecieron de pronto por la parte de popa… pero tan lejos ya que estaban fuera del alcance de una pistola.
Los gangsters de Bruze permanecían en pie, empujando los botes por medio de pértigas.
Habían atado unos palos, en forma de cruz, al extremo de los remos. Y con éstos empujaban los botes, apoyándose en las algas marinas.
Doc, cogiendo unos potentes gemelos, se los llevó a los ojos y miró. Luego dijo:
—Llevan una especie de cuchilla en la proa, que corta las algas de un modo mecánico, conforme avanzan los botes, y otras junto a la borda.
Ham se quedó absorto, y preguntó al cabo de un momento:
—Pero ¿dónde diablos pueden haber encontrado tantas cuchillas…?
—Quizá las trajeron ya desde Alejandría y las llevaban entre su equipaje.
Monk sonrió con sonrisa que aumentaba la fealdad de su rostro, y dijo a su vez:
—¡Que me maten si no consiguen atravesar la masa del Mar de los Sargazos como si tal cosa!
Pero de pronto ocurrió algo que vino a demostrar que Bruze no había cumplido su palabra con la honradez con que Doc y los demás tripulantes del buque habían creído al principio.
Una voluta de humo negro empezó a surgir por la parte de popa. La voluta cabrioló en el aire, como un reptil que se yergue del suelo, y luego se convirtió en una intensa y roja llamarada.
—¡Fuego…!
El grito recorrió el buque, de popa a proa, con una velocidad increíble.
Pasajeros y tripulantes de la nave surgían corriendo por todas partes, volando por las cubiertas en dirección al lugar del siniestro, llevando extintores, cubos de agua o mantas para sofocar el fuego.
Se abrió una de las bocas de riego de una cubierta y empezaron a funcionar las bombas, que eran, por suerte, accionadas por electricidad, por una batería que no había sufrido daño alguno durante la explosión de las calderas.
Bruze había empapado mucha leña con petróleo, amontonando luego sobre la leña muebles y trastos en gran cantidad.
De todos modos el incendio fue pronto sofocado.
Luego los bomberos voluntarios, cansados y jadeantes, manchados y tiznados del humo y las pavesas, corrieron a la borda a respirar el aire del mar.
Renny, frunciendo el ceño al tiempo que miraba a los tres lejanos botes de los bandidos, se enjugó el sudor. Luego murmuró, rencorosamente:
—¡Los traidores! ¡Hemos hecho mal en dejarlos escapar!
Una expresión feroz y diabólica se pintó en el rostro de Monk, cuyos ojos relucieron de malicia, al tiempo que decía:
—¡Oh, no sé qué te diga!… ¡En realidad esas gentes tampoco pueden decir que tienen el monopolio de la traición!
—¿Qué quieres decir tú; simple?
Monk sonrió de un modo misterioso, y repuso:
—Yo fui el que les llenó los barriletes de agua, ¿comprendes?
—¡No! ¿Qué quieres decir…?
—¡Muy sencillo: que los llené con agua del mar!