¡Siete días…! ¡Siete días ya…! Siete siglos, en un mundo fantástico, donde todo era oscuridad, silencio, un mar siniestro, nubes y lluvia.
Ni una sola vez se mostró el más leve rasgón de cielo azul. Ni ocurrió nada en aquellos días, a pesar de que Doc Savage, durante las horas interminables, estuvo paseando sin cesar por las cubiertas, por los salones del buque, como desafiando a sus ocultos enemigos.
Monk y Ham estaban ya levantados, algo débiles todavía, pero tan firmes y decididos como siempre.
—¡Jamás había visto un tiempo tan malo! —murmuró Monk con su voz de trueno.
Ham pasó el pañuelo por su bastón de estoque, secándolo, y repuso:
—En mi opinión, ya debíamos estar en Nueva York.
—Es que el buque va a marcha muy moderada —recordó Renny.
Monk lanzó un terrible resoplido, diciendo:
—¡Quizá no hacemos rumbo a Nueva York! ¡Siete días ya! ¡Y ni siquiera nos dicen dónde estamos!
Doc tomó parte en la discusión, en tono sereno, murmurando:
—Yo creo que ya hemos esperado bastante, amigos míos. De modo que voy a ver al capitán e intentar que nos diga algo, porque en la última semana no se ha dejado ver por las cubiertas.
Doc se marchó.
Al llegar al camarote del capitán Stanhope, fue recibido con una andanada de juramentos y de votos, al tiempo que le ordenaban que fuera a inmiscuirse en sus propios asuntos.
Para reforzar los argumentos del que así hablaba, le apuntaban con una pistola.
Doc no quiso recurrir a la violencia. La situación no era tan desesperada todavía. El capitán Stanhope se comportaba de un modo extraño e inexplicable, pero estaba en su perfecto derecho al negarse a discutir sus propios asuntos con los pasajeros.
Además, desde el asesinato de los dos operadores de radio y la destrucción de todos los aparatos, nada anormal había ocurrido en el Cameronic.
Pero la verdad era también que durante siete días, el Cameronic había estado avanzando ciegamente… sin decir el capitán a nadie el rumbo que llevaban.
Doc se dedicó a buscar a los oficiales de la nave. Ya lo había hecho anteriormente sin conseguir encontrar a ninguno.
Consultó a uno de los mayordomos, y supo que los pilotos y oficiales ocupaban camarotes muy cercanos al suyo, lo mismo que ocurría con el del propio comandante de la nave.
—Incluso comen en los mismos camarotes —terminó el mayordomo.
Doc Savage se dirigió al camarote del primer piloto, y llamó en la puerta.
La puerta se abrió… pero sólo lo suficiente para que asomara la punta chata de una pistola automática a través de la abertura. Y el piloto murmuró:
—¡Lárguese! ¡Tenemos órdenes del capitán Stanhope para acribillarle a usted a tiros, si intenta hacer alguna de las suyas!, ¿sabe? ¡Y no queremos hablar con usted para nada!
Doc intentó decir algo para ganar tiempo, pero el otro le dio con la puerta en pleno rostro.
Doc se marchó con la impresión de que el piloto estaba verdaderamente asustado, y que su pánico le había obligado a comportarse como lo había hecho.
—¡Aquí hay algún plan infernal! —les dijo poco después Doc a sus cinco amigos. El capitán y sus oficiales parecen aterrados. Y yo creo que ya es tiempo de que nosotros tomemos cartas en el asunto.
Los otros asintieron. Y se pusieron a discutir seguidamente el mejor procedimiento para llevar a cabo su propósito.
Mientras hablaban y discutían, surgió, de pronto, el sol en el cielo. Sus cálidos rayos penetraron a través de las ventanas del camarote, iluminándolo todo con una luz brillante y extraña.
Todos callaron. Luego, Doc empezó a dar órdenes con voz incisiva, y unos instantes después, todos estaban en una de las cubiertas de la nave, provistos de pequeños sextantes fabricados a la carrera.
Empezaron a hacer cálculo celestes, para medir las horas y el rumbo de la nave. Y el resultado de sus cálculos matemáticos fue asombroso.
—¡Por el Buey Apis! —rugió Renny—. ¡Estamos a miles de millas del sitio donde debiéramos estar en realidad!
—Pero ¿dónde estamos realmente? —preguntó Ham, que no se fiaba gran cosa de sus instrumentos improvisados.
—Ahora voy a hacer el cálculo otra vez —repuso Renny—. Pero podéis apostaros lo que queráis, a que estamos todo lo lejos de Nueva York que puede estar un buque.
Doc apartó su aparato, y anunció:
—¡Amigos míos; este buque ha hecho rumbo distinto al que debió de hacer en los últimos ocho días!
Monk lanzó un terrible rugido y dijo:
—Yo soy de la opinión que debemos hacer algo. Quizás una pequeña acción haga arder todos los fuegos artificiales, y así sabremos a qué atenernos.
Doc asintió. Luego dijo:
—El descubrimiento que acabamos de hacer, de que estamos a miles de millas de nuestro rumbo, cambia el aspecto de las cosas. El capitán Stanhope no tiene derecho a seguir gobernando este barco.
Monk comentó, sonriendo:
—¡Pues no sé qué vamos a hacer nosotros entonces!
—¡Ahora lo verás! —repuso Doc Savage.
Ya no había que hablar ni discutir más. Como un solo hombre, torvos y duros. Doc y sus camaradas se lanzaron adelante.
Ahora sabían que iban hacia la batalla y marchaban preparados a todo.
En efecto, la batalla no estaba lejana.
Las lonas contra la lluvia y el sol, estaban extendidas en el puente del navío.
De pronto, una hoja acerada de un cuchillo hizo furtivamente un pequeño rasgón en una de ellas, y el cañón de un rifle apareció a través del roto.
Pero los ojos agudos y perspicaces de Doc Savage descubrieron inmediatamente la maniobra y el arma.
Y lo que ocurrió sólo duró la cuarta parte de un segundo: Doc Savage arrebató de las manos peludas de Monk la pequeña pistola-ametralladora e inmediatamente sonaron diez o doce disparos, pero tan seguidos que nadie habría podido contarlos ni separar el sonido de uno ni otros.
Detrás de la lona, un hombre empezó a saltar y a agitarse como un juguete sostenido por una cuerda.
Al mismo tiempo gritaba, aullaba, agitándose como algo infernal, mientras intentaba cogerse un brazo mutilado. Al fin, corrió a esconderse.
Los pasajeros levantándose de las sillas en que estaban sobre cubierta o saliendo a ésta, miraban hacia allí.
No les habían parecido tiros aquellos ruidos extraños. Más bien les pareció como un extraño lamento o un rugir de sirena.
Doc y sus hombres se lanzaron a la carga. En el puente aparecieron dos hombres esgrimiendo sendas pistolas automáticas. Pero antes de que hubieran podido hacer fuego, la ametralladora de Doc volvió a tabletear.
Los dos enemigos se esfumaron como el humo, bajo la descarga cerrada.
Doc evitaba matar a nadie, y otro tanto hacían sus hombres.
Doc Savage, devolviéndole la ametralladora a Monk, entró por una puerta, dirigiéndose hacia los camarotes del capitán Stanhope.
En las manos de acero bronceadas de Doc Savage no se veía arma alguna.
De pronto, un hombre de rudo aspecto surgió por una puerta, esgrimiendo dos pistolas, con las que apuntaba a Doc a la altura de la cintura.
Las armas dispararon, como perros furiosos que ladran, y las balas arrancaron astillas de los tabiques de madera del corredor, rompieron un cuadro eléctrico de los timbres y una bombilla de la luz.
Las balas habían pasado por encima de la cabeza de Doc Savage, porque éste se había echado al suelo.
Doc extendió ambos brazos y cogió a su enemigo por los tobillos, haciéndole caer. Un golpe demoledor, propinado con gran habilidad, le dejó privado de sentido casi antes de haber tocado el suelo.
Doc continuó adelante. Al llegar al camarote del capitán Stanhope, empujó suavemente la puerta para ver si estaba cerrada.
Pero tuvo la previsión de apartarse un poco al hacerlo, cosa que fue una gran suerte para él, porque una verdadera lluvia de balas surgió de la abertura, yendo a incrustarse en el tabique de enfrente y atravesando el espacio que hubiera ocupado su cuerpo de haberse mantenido ante la puerta.
Mientras tanto, un creciente tumulto se esparcía por todo el buque. Los pasajeros gritaban: las mujeres chillaban asustadas.
Y arriba, en el puente, se oían maldiciones, votos, juramentos, disparos constantes de rifle y pistola.
Y, dominando todo el tumulto, se oía el ronquido de las pistolas-ametralladoras de los camaradas de Doc, que vomitaban fuego incesantemente.
Las balas dejaron de repiquetear en la puerta del camarote del capitán Stanhope, y hasta los oídos de Doc y sus camaradas llegaron gritos y voces ahogadas, jadeos…
El puño de Doc Savage se elevó en el aire, como un enorme mazo, y descargando un terrible golpe contra la puerta, la hizo hundirse ruidosamente, haciendo saltar la cerradura.
Dos hombres luchaban en el centro de la estancia. Y sus rostros animados y febriles aclararon el misterio que envolvía la extraña conducta del capitán Stanhope y su humor duro y áspero en los últimos siete días.
El papel del capitán había sido fingido. El infeliz había obrado bajo la amenaza de las pistolas. Ahora se había revelado contra su raptor… con el que luchaba. Y para ello utilizaba la culata de su pistola, un arma sin municiones seguramente, descargada, que fue con la que había amenazado a Doc Savage.
Doc se lanzó hacia adelante. Pero llegó un segundo tarde. El capitán Stanhope no podía oponer apenas resistencia alguna a su enemigo.
Éste, apoyando su revólver contra el pecho del capitán, apretó el gatillo.
El estruendo de la explosión hizo retroceder la pistola desde el pecho del capitán como si fuera algo sensible que experimentara súbito terror ante su crimen.
Y la bala atravesó el corazón del infeliz, partiéndole luego la espina dorsal.
No hay que decir que su muerte fue instantánea, una muerte definitiva y terrible, de la que no era capaz de volverle la ciencia y la habilidad maravillosas de Doc Savage.
EL asesino intentó volver el arma contra Doc Savage; pero no lo consiguió.
Es dudoso si llegó siquiera a ver el puño que le abatió. Pero su mandíbula inferior se torció y dislocó terriblemente.
El golpe le abatió como un rayo. Sus brazos se agitaron locamente y la pistola quedó pendiente por el gatillo de uno de sus dedos.
No había nadie más en las habitaciones del capitán.
Doc se lanzó entonces hacia el corredor privado de las habitaciones del capitán, y desde allí, subiendo una escalerilla de madera, salió a la parte del puente donde estaba el timón.
Al llegar arriba le salieron al encuentro dos hombres, que se abalanzaron sobre él, armados de cuchillos; pero igual les habría sido intentar alcanzar a un abejorro.
Las manos de Doc Savage, nerviosas y cubiertas de enormes tendones y músculos, cogieron a uno por la muñeca y se la retorcieron.
El brazo del desgraciado quedó inerte y el hombre empezó a gritar, corriendo alocado en todas direcciones, con el brazo pendiente como una cuerda agitada por el viento.
El otro agitaba en el aire su puñal, intentando alcanzar a Doc, hasta que los dedos de su enemigo le aprisionaron el puño que esgrimía el cuchillo.
Y un instante después, gritaba como un loco, intentando sacarse su propio puñal, hundido en el muslo.
Y este hombre se llevó a la tumba la impresión de que había sido él mismo quien se hirió mortalmente. Porque el puñal se había hundido en su pierna con tal rapidez, que no pudo ni siquiera darse cuenta de lo que ocurría.
De pronto, surgió una especie de diablo rechoncho y ridículo, esgrimiendo una pistola y corriendo hacia el timón.
Pero un golpe terrible de Renny, le hizo caer sin sentido al suelo, y al caer, su cabeza fue a chocar violentamente contra el pilar de hierro que sostenía el timón.
Renny siguió a su jefe, y los otros cuatro ayudantes de Savage le imitaron en intervalos de pocos segundos.
Monk, sonriendo de un modo horrible y blandiendo un puñal ante su rostro feísimo, murmuró en tono complacido:
—¡Hemos tomado el fuerte!
—¿Cuántos enemigos habéis tumbado? —preguntó roncamente Doc.
—Cinco o seis.
—Bien. ¡Y yo he dado cuenta de cuatro! ¿Habéis visto a Bruze por algún sitio?
—¡Ni un pelo de ese hombre!
—En ese caso, nuestra tarea no está terminada ni mucho menos. Aún nos falta descubrir la verdadera razón por qué está este hombre a bordo, el motivo que le obliga a seguir en el Cameronic. Yo creo que debemos buscarlo ahora, mientras estamos en el calor de la lucha.
El timonel cuidaba del timón, de modo que ninguno de los hombres de Doc ni éste tuvieron necesidad de ocuparse de momento de la dirección del buque.
Bajaron por la escalerilla que conducía a las cubiertas.
De pronto sonó una andanada de disparos, un verdadero diluvio de balas, que hacían sonar los tabiques de madera con un trágico tamborileo.
¡Esta vez les hacían fuego con una ametralladora! Quizás era el mismo Bruze o alguno de sus secuaces.
Pero el que manejaba la ametralladora estaba nervioso o inquieto y había empezado a disparar sin apenas apuntar a Doc, permitiendo al hombre de bronce apartarse a tiempo y ponerse a salvo.
Rugiendo de un modo amenazador, Renny, dirigió el cañón de su ametralladora hacia el suelo mismo del puente, y empezó a disparar.
Y usando el arma como una sierra de fuego, logró abrir un agujero en la pared de madera.
Doc se arrojó hacia abajo, mientras sus compañeros iniciaban un movimiento de flanco.
La estancia en la que fue a caer Doc era el despacho adjunto al camarote del primer piloto de a bordo.
El piloto yacía en su litera, chorreando sangre por las narices y por una herida en la cabeza. Y jadeaba penosamente.
Doc Savage comprendió enseguida, a la vista de este hombre ensangrentado, lo que ya había sospechado previamente: que el primer oficial y piloto, a semejanza del capitán Stanhope había sido obligado por medio del terror y las amenazas de una banda de forajidos, a hacer cuanto ellos quisieron durante la última semana.
Era evidente, además, que su captor y suplantador le había herido antes de huir. La puerta estaba cerrada con llave.
Doc la echó abajo de un puntapié formidable: Esperaba encontrar al enemigo que disparaba la ametralladora en el pasillo, pero se llevó chasco.
El hombre había desaparecido, huyendo en unión de sus camaradas, que vigilaban los otros camarotes de la oficialidad del buque.
Una escalerilla que parecía conducir a las entrañas mismas del buque —quizá para llegar a las salas de máquinas— debía haberles servido de escape.
En las puertas de los camarotes inmediatos sonaban golpes, mientras varios hombres gritaban en el interior. ¡Eran los otros oficiales de la nave!
Doc les libertó.
—¡Los diablos ésos! —gritó, colérico, el segundo de a bordo—. ¡Nos amenazaban de muerte, teniéndonos bajo sus pistolas, durante la última semana! Nos seguían a todas partes, y nos amenazaban con matarnos si intentábamos huir. Eran unos cuarenta, aproximadamente.
—De todo ha tenido la culpa el capitán Stanhope —rugió otro—. ¡El maldito capitán, con aspecto de vieja arrugada, estaba aterrado ante la idea de que alguno de nosotros fuéramos asesinados si intentábamos escapar! Y por eso nos aconsejó que siguiéramos el camino más fácil y seguro, es decir, obedecer. ¡El viejo estúpido…!
—¡El capitán Stanhope ha muerto! —dijo Doc Savage.
En el rostro del oficial que acababa de insultar al capitán, se pintó ahora un asombro inmenso, mezclado con cierto rubor. Y, muy confuso, llevándose una mano al cuello, murmuró cohibido:
—¡Oh… yo… yo… no lo sabía!
Los cinco ayudantes de Doc Savage surgieron por una puerta, en busca de nuevos enemigos. Pero ya no se veía ninguno.
Entonces, Doc empezó a bajar las escalerillas que debían conducir hacia las salas de máquinas. Los otros le siguieron.
—¡Mirad esto! —dijo de pronto Doc Savage.
Todos miraron. Era que, de vez en cuando, se veían gotas de sangre en los peldaños de madera.
—¡Van por aquí…! —Uno de ellos debe ir herido… Quizás sean varios.
Doc y sus hombres siguieron la pista sangrienta. Ésta se prolongaba a través de varios corredores, luego bajaba unas escaleras, seguía por más corredores, hasta llegar cerca de las salas de máquinas, por la parte de la popa. Inesperadamente, un puño colosal e invisible pareció abatirse sobre ellos, empujándolos hacia atrás. Al mismo tiempo, un ruido espantoso, ensordecedor, estuvo a punto de hacerles estallar los tímpanos.
¡Una explosión…! Con un estrépito ensordecedor, haciendo vibrar toda la nave, pareció recorrerla de popa a proa.
Y una ráfaga de aire abrasador, de vapor hirviente, unido al hedor fuerte de la pólvora y a la fuerza explosiva de ésta, les empujaron hacia atrás con una violencia irresistible.
Vacilando, a punto de caer, lograron recobrar el equilibrio, y entonces continuaron hacia adelante. Un poco más allá, desembocaron en la sala de máquinas.
Por esto, precisamente, por lo cerca que se encontraban de la sala de máquinas, les había parecido la explosión tan horrenda.
Entraron en tropel, y miraron en torno. E inmediatamente se dieron cuenta de que las máquinas del buque habían sido inutilizadas.
Doc se lanzó hacia adelante, atravesando nubes de vapor hirviente, capaces de haberle desollado vivo.
A su alrededor se oían gritos de hombres que agonizaban, o luchaban entre ellos para salir cuanto antes de aquel infierno.
Doc no les hizo caso siquiera; eran muchos para intentar siquiera lograr salvarlos antes de que el vapor de las calderas les despellejara.
Todas las energías de Doc Savage se concentraron ahora en encontrar ciertas válvulas de las calderas y cerrarlas.
Pronto cumplió la tarea. Luego avanzando a través de la infernal sala de máquinas, cerró también la llave de paso de los mecheros del petróleo.
Varios ingenieros mecánicos, que habían conservado la serenidad suficiente para no huir, le ayudaron en la tarea.
En un espacio de tiempo increíblemente corto —cuatro o cinco minutos— se evitó el peligro de un incendio o de una explosión de las calderas.
Y los poderosos ventiladores de la sala, libraron pronto a todos los departamentos de las máquinas del vapor asfixiante y peligroso que las había invadido.
A pesar de la fuerza de la explosión habida y de los gritos y el pánico que se originó en el departamento de máquinas, no había resultado ningún muerto.
Varios mecánicos, sin embargo, recibieron graves quemaduras. De todos modos, el cuidado del médico les salvaría en poco tiempo.
No se veía, empero, el más leve rastro de Bruze y sus secuaces. El problema de perseguirlos y cogerlos, fue relegado a segundo término de momento.
Doc y sus hombres examinaron las máquinas.
Las turbinas, los hornos y otras partes esenciales de la maquinaria, todo estaba destrozado con caracteres de imposible reparación.
Lo menos cuatro cargas de explosivos habían sido empleadas para efectuar la voladura, todas ellas dispuestas para estallar a un tiempo.
—Lo que más me habría preocupado, hubiese sido que la explosión destrozara el casco del buque por algún sitio —dijo Renny.
Un examen detenido convenció a todos que el casco estaba intacto, aunque habían saltado algunos pernos.
Renny comentó entonces:
—Podemos dar gracias a Dios de que el Cameronic es un buque nuevo.
Enseguida se pusieron a atender a los heridos. Se trajeron maletines y botiquines ambulantes. Y los heridos más graves fueron subidos al gran salón de la última cubierta, que se convirtió en hospital provisional.
Doc estaba curando un brazo roto a un maquinista, cuando, de pronto, llegó corriendo Monk y le dijo:
—¡Escucha! Hemos estado muy ocupados para echar un vistazo al mar. Ven conmigo. Quiero que veas algo interesante.
Doc terminó la cura y luego siguió a Monk hasta la última cubierta.
—¡Mira allí! —dijo Monk, extendiendo un brazo y señalando hacia cierto sitio del mar.
Pero ¿podía llamarse a esto mar, acaso? Porque, en realidad, la vasta extensión que se perdía de vista ante sus ojos, no tenía en modo alguno el aspecto de un océano.
Más bien parecía una vasta y extraña pradera de color zafiro oscuro. Aquí y allá, unos puntos extraños, como manchas fantásticas, aumentaban la semejanza.
No había olas. Al contrario, la superficie del agua parecía combarse blandamente, como un espejo combo.
El Cameronic continuaba marchando todavía, aunque lentamente, por la fuerza del impulso inicial de las máquinas.
Tras él quedaba una corta estela de un azul intenso, que, más lejos, se empezaba a llenar con las manchas extrañas aquéllas, amarillentas, que cubrían toda la superficie del agua por estos parajes.
Monk se palpó de un modo distraído la cicatriz de su rostro, murmurando:
—¡Diablo, Doc! ¿Dónde estamos y qué clase de sitio es éste…?
Apoyándose en la borda, Doc se puso a examinar detenidamente las aguas inmediatas al buque. El color amarillento de las aguas pudo comprobar que era originado por una notable especie de algas.
¡Eran algas que flotaban en infinita profusión!
Largas, duras y fibrosas, las algas tenían un fruto extraño, como grosellas.
Y el soporte o alvéolo de las algas parecían pequeñas ampollas o vejigas que simulaban flores monstruosas.
El moteado blanquecino que llenaba la superficie de aquel mar fantástico, procedía aparentemente de las extensiones de algas muertas que flotaban sobre las aguas. ¡Era una extensión inmensa y macabra de mar…!
¡Un paisaje muerto y tétrico que se extendía hasta el infinito!
Un estudio más detenido y un examen más minucioso de las algas monstruosas, del lecho infinito de algas —porque no era otra cosa que eso— demostró la existencia de infinidad de formas y seres vivos, casi todos ellos de especies primitivas.
Los que más abundaban eran una especie de camarones pequeños, con una cola corta, de un color amarillento con manchitas blancas, colores que les permitían confundirse con el ambiente que les rodeaba.
También había especies de pequeños pescados, moluscos, gasterópodos, cangrejos y otros animales, sobresaliendo entre todos una especie de pequeños caballitos de mar.
Doc pidió unos potentes gemelos a un pasajero, a fin de poder estudiar aquellos animales con más detenimiento y exactitud.
Renny y los otros aparecieron. Miraron en torno, aturdidos e inquietos. El calor asfixiante del sol, la quietud y silencio del mar, daban al paraje un aspecto tétrico, fúnebre.
—¡Por el Buey Apis! —murmuró Renny. ¿Qué sitio es éste…? ¿El Mar de los Sargazos…?
—¡Así parece! —repuso Doc.
Renny frunció el ceño, y añadió:
—¡Pero yo he viajado en buques que han atravesado el Mar de los Sargazos!
¡Que lo han atravesado por completo, de parte a parte! Y jamás hemos encontrado en nuestra ruta unos bancos de algas tan espesos como éstos.
Doc reflexionó un instante con una expresión indescifrable en su rostro de bronce. Luego dijo:
—Durante más de dos mil años, el Mar de los Sargazos ha sido siempre un misterio y una amenaza para los marinos. Extrañas e increíbles historias se cuentan acerca de él.
Renny pareció dudar y dijo en tono vacilante:
—Pero, bueno, numerosas expediciones han visitado el Mar de los Sargazos, y han dicho que, aunque los bancos de algas existían, en efecto, no eran muy espesos ni mucho menos.
—Es que esas expediciones no llegaron a visitar el verdadero Mar de los Sargazos —opuso Doc—. Según las leyendas que circulan acerca de un lecho inmenso de algas y otras especies de vegetales marinos, una serie de bancos colosales de plantas a los que son arrastrados los barcos perdidos en el océano, que quedan allí prisioneros para siempre. Pero hay que añadir que la verdadera situación del Mar de los Sargazos varía con el tiempo, ya que los bancos de algas que lo constituyen son arrastrados de acá para allá por las corrientes marinas.
Monk, sonriendo con violencia e inquietud, señaló al extraño mar de zafiro y preguntó:
—Pero, bueno, ¿es esto el Mar de los Sargazos, sí o no?
—¿Qué te apuestas a que lo es? —preguntó a su vez Johnny que, como sabemos, no hacía jamás una apuesta como no estuviera seguro de ganarla.