VI
La batalla en el mar

Cuando pasaron varios días sin que ocurriera nada sospechoso ni alarmante, la sospecha de Monk de que Bruze había escapado del Cameronic en un bote salvavidas, fue aceptada por todos como indudable.

El paquebote pasó al fin el estrecho de Gibraltar, dejando atrás la majestuosa montaña rocosa. Un día después de haber cruzado frente a Gibraltar, nieblas, nubes y lluvia a ratos.

La radio anunciaba que estas condiciones atmosféricas tan desfavorables predominaban en todo el Atlántico y persistirían por algún tiempo, tal vez durante una semana.

La noche después de haber penetrado el buque en la niebla y la lluvia, Doc Savage pudo descubrir, sin el más ligero género de duda, que el llamado Bruze no había quedado atrás en modo alguno, como creyeron al principio.

Y el descubrimiento se hizo de un modo que parecía vaticinar y anunciar una muerte violenta e inesperada.

Doc y sus camaradas asistían en el gran comedor del buque, a una fiesta nocturna, organizada al estilo de los grandes cabarets nocturnos, y que se prolongó hasta muy tarde.

Actores neoyorquinos, contratados por la Compañía del Cameronic para estos cruceros mediterráneos, tomaban parte en la fiesta, divirtiendo a los pasajeros.

Y nadie, en medio de la animación de la fiesta, se pudo dar cuenta de que un individuo de mala catadura y rostro sombrío abandonaba la fiesta y salía del comedor lentamente, como un pasajero aburrido que se retira a su camarote.

Otro viajero también de aspecto poco tranquilizador hizo lo propio, y luego otro, y otro, hasta llegar casi a una docena.

Todos estos señores eran gentes que ocupaban los camarotes de más lujo y precio en el buque. Y fueron a reunirse en uno de los mejores y más espaciosos de la nave. Allí les esperaban otros hombres. En total, unos cincuenta.

Un gigante de rostro torvo y duro y perfil soberbio de ave de presa, ocupó la silla presidencial del centro de la estancia.

La noche era calurosa y el aire era pesado a causa de la lluvia, lo que había hecho al gigantón quitarse la camisa. Su torso presentaba una musculatura de atleta.

Sus bíceps eran colosales, algo más pequeños que balones de fútbol. El presidente guardó un silencio feroz y como agresivo, mientras sus compañeros iban penetrando en el gran salón del inmenso camarote, y al fin dijo:

—¡Savage y sus amigos están en la fiesta que se celebra en el gran comedor a estilo de cabaret! De modo que no hay peligro alguno de que nos espíen o sorprendan.

El personaje de aspecto y rostro infernales se movía en su silla impacientemente. Y sus músculos gigantescos semejaban animales vivos e inquietos bajo su piel morena.

—Esta noche —continuó diciendo— vamos a iniciar la batalla. Seguiremos nuestro plan de costumbre, el mismo que pusimos en práctica en los otros buques. Sólo que aquí vamos a añadir otro número al programa. ¡La primera cosa que tenemos que hacer es desembarazarnos de Doc Savage y de sus amigos!

Los compañeros del jefe, agrupados como una piña, parecían un campo de trigo agitado por un huracán. Y uno de ellos se atrevió a murmurar:

—¡Eso no será tan fácil como dices, Bruze!

El gigante le miró con una sonrisa de inmenso desprecio, preguntándole:

—¿Tienes miedo, acaso…?

El interpelado guardó silencio.

—Pues yo os digo —continuó otra vez Bruze— que no habéis de tener miedo a nada. ¡Miradme a mí! —y cerró los puños, distendiendo sus músculos hasta darles el aspecto de enormes bolas de acero o cables metálicos—. ¡Ese Doc Savage quizá sea un hombre fuerte y duro; pero yo os digo que no podrá vencerme!

Y el gigante terrible añadió, orgulloso de su fuerza:

—¡Os juro que a todos ellos sería muy capaz de despedazarlos entre mis dedos con sólo mis manos!

Los otros se agitaron inquietamente. Si vacilaban, comprendieron que no serla prudente decirlo. Así, pues, contuvieron sus lenguas tras sus labios secos, y guardaron silencio. Bruze se golpeó sus bíceps enormes, y dijo:

—¡Pero no tendré que usar esto! ¡Con esto me bastará!

Y se dio unos golpecitos en la frente, añadiendo:

—Y os demostraré que soy tan listo y dispongo de tanto ingenio como pueda tener Doc Savage.

De nuevo el concurso guardó silencio, no atreviéndose a exponer sus dudas y escepticismo.

Bruze era un hombre vanidoso y fatuo, orgulloso de su fuerza y poderío, y cualquiera que le llevara la contraria se exponía a ser aplastado por la fuerza inmensa de sus puños.

La camisa enorme del personaje estaba encima de la mesa. De pronto, Bruze la levantó, mostrando media docena de botellas, llenas de un líquido casi incoloro.

Bruze distribuyó las seis botellas entre otros tantos hombres, y murmuró:

—¡Bien, tomad! Vosotros va sabéis lo que tenéis que hacer. ¡Una botella para Doc Savage y otra para cada uno de sus camaradas!

Los seis hombres a quienes se entregaban las botellas asintieron de un modo nervioso. Y Bruze continuó:

—Después que el líquido contenido en estas botellas haya surtido su efecto, continuaremos hacia adelante, hasta la completa realización de nuestros planes. ¿Estáis todos enterados de vuestro cometido…?

Como un solo hombre, todos asintieron en silencio.

—¡Ya debéis saberlo! —sonrió, con ironía, su jefe—. Porque habéis hecho la misma cosa a menudo en otros buques. ¡Bien, y ahora, salid todos y manos a la obra!

El salón del camarote se vio pronto despejado de aquella turba hedionda.

Cuando el último de sus camaradas hubo salido, Bruze se puso en pie, se desperezó rudamente, y luego se acercó a un gran baúl que había en un ángulo de la estancia.

Se metió e instaló dentro y cerró la tapa sobre su cabeza.

Era un escondite incómodo, desde luego, pero que le había protegido, evitando que los criados del buque delataran su presencia a Doc Savage.

Bruze había conseguido sustraerse a la persecución de Doc y sus hombres recorriendo el buque, de punta a punta, disfrazado de mecánico grasiento y sucio.

El aire penetraba en el baúl a través de agujeros bien disimulados.

Muy débilmente, como llegando de muy lejos, Bruze escuchaba desde su escondite los lejanos arpegios de la orquesta.

Allá, en el gran comedor donde se celebraba la fiesta, todos los artistas habían aparecido en la sala para el gran número final y apoteósico. Y la fiesta terminó poco después. Doc y sus camaradas se dirigieron entonces a la cubierta superior, formando un grupo compacto, en busca de sus camarotes, que estaban situados muy cerca unos de otros.

Monk abrió la boca terriblemente, en un espantosísimo bostezo, y comentó:

—¡Parece que, al menos, este viaje va a ser tranquilo!

Pero pronto iba a convencerse de su equivocación.

Separándose los seis amigos, cada cual penetró en su camarote respectivo.

Doc, con gran calma, se quitó el smoking y luego se desabotonó el chaleco.

Y no observó nada extraordinario en su camarote.

En un ángulo, sobre una mesita, había una garrafa con agua de hielo. Doc se sirvió un vaso, llevándoselo a los labios y, al ver que el agua estaba muy fría, esperó un momento.

Su gran conocimiento de la naturaleza humana y de sus necesidades físicas le había enseñado que era poco prudente, por no decir perjudicial, beber agua excesivamente fría.

Así es que se decidió a arrojar el agua en el lavabo.

Inmediatamente se originó como un chisporroteo al tiempo que un vapor blanquecino surgía del lavabo, esparciéndose con increíble velocidad a través de la estancia.

Pero mucho antes de que la nube de humo tan extraña hubiera podido llegar al sitio donde estaba Doc, éste había salido del camarote.

Doc habíase dado cuenta del peligro instantáneamente. Dentro del lavabo, pero disimulado en el interior del tubo de desagüe, debían haber echado alguna substancia química, algunos polvos extraños, que se convertían en gas venenoso al entrar en contacto con el agua.

Una vez en el corredor, cerró la puerta vivísimamente. E, inmediatamente, corrió al camarote de Monk, que era el más cercano al suyo.

La puerta estaba cerrada con llave. Pero un sencillo puñetazo de sus manos de acero derribó una de las hojas.

Entonces pudo ver al pobre Monk, caído en el suelo, como un inmenso y retorcido montón de carne.

Conteniendo la respiración, Doc se lanzó hacia el interior del camarote, y un instante después sus manos de hierro habían levantado el cuerpo inerte de su infeliz amigo, al que llevó hacia el hall de aquella cubierta, poniéndolo lejos del alcance de la nube mortífera de gas.

Doc cogió una muñeca de Monk, buscando el pulso. Y, al hacerlo, un frío glacial se retrató en sus facciones, una especie de terrible presentimiento…

Y su cuerpo de acero pareció adquirir una intensa rigidez de horror y espanto.

¡Monk estaba muerto!

Entonces, corriendo con una velocidad que sólo el ojo humano habría podido seguir, Doc Savage voló hacia el camarote de Ham.

Derribó la puerta de un empellón formidable, entró, conteniendo su respiración, y sacó el inerte cuerpo del abogado.

¡Ham estaba también muerto!

Rápidamente, Doc empujó las puertas de los otros tres camarotes. Renny, Long Tom y Johnny habían podido escapar de la horrible suerte de los otros dos por no haberse acercado al lavabo a lavarse antes de irse a la cama.

—¡Traeos los cadáveres más acá… fuera del radio de acción del gas venenoso! —gritó Dos Savage.

Los tres supervivientes obedecieron la orden, con los rostros contraídos por el dolor y la sorpresa.

¡Monk y Ham…!

¡Ninguno podía dar crédito a sus ojos y creer que los dos buenos amigos estaban muertos! Se volvieron, lívidos, a mirar a Doc, encontrándose con que ya había desaparecido.

Doc Savage, conteniendo el aliento para no respirar el gas mortífero, había vuelto a penetrar en su camarote.

Abriendo violenta y velozmente una maleta, cogió lo que había venido a buscar, esto es, herramientas y utensilios de los dos oficios en que estaba más experimentado.

En un intervalo de tiempo inverosímilmente corto, Doc Savage volvió junto a sus tres compañeros.

Éstos contemplaron con expresión de tristeza a Doc Savage cuando se puso manos a la obra.

Pero luego, conforme Don avanzaba en su tarea, los rostros de sus tres ayudantes tomaban una expresión más confiada, más llena de esperanza.

Se inclinaban hacia adelante, presas de gran ansiedad.

Porque allí, en el hall de los camarotes, bajo las luces no muy intensas del buque, a aquellas avanzadas horas de la noche, estaban presenciando uno de los milagros de la moderna ciencia médica, una de las maravillas de la ciencia servida por un hombre inteligentísimo.

Los corazones de Monk y Ham se habían parado. La respiración había cesado en ambos. Y, según todas las apariencias, estaban muertos.

Lo que estaba haciendo Doc Savage había sido realizado antes por un gran médico. Pero seguramente jamás en tales condiciones.

A los tres testigos, que no conocían apenas nada de estas cosas, lo que estaba ocurriendo se les antojaba algo que rayaba en lo sobrenatural.

Pero Doc Savage, introduciendo adrenalina y otros poderosos estimulantes en los cuerpos de sus dos amigos, por medio de inyecciones, consiguió que el corazón de ambos reanudara su funcionamiento.

El pulso, es decir, el movimiento de la sangre, se restableció inmediatamente.

Luego, con una pequeña bomba respiratoria, extrajo de los pulmones de sus dos amigos los restos del veneno respirado, consiguiendo asimismo restablecer la respiración.

¡Trabajó durante una hora… dos… tres!

Y fue un momento emocionante cuando Ham y Monk, ya trasladados a sus literas, abrieron los ojos. Veinte minutos más tarde, ambos parecían reconocer a sus amigos y podían fruncir levemente el ceño.

Los ojos de ambos buscaban la figura bronceada y gigantesca de Doc Savage.

Aún no podían hablar coherentemente. Pero sus ojos expresaban ya con toda claridad su pensamiento: que debían su vida una vez más al gigante de acero, capaz de realizar milagros.

Doc habíales salvado de muchos peligros en anteriores ocasiones, incluso les había arrancado más de una vez de las garras mismas de la muerte.

Pero en aquella ocasión había ido más lejos todavía; había penetrado en el mismo reino de la muerte, para volver a traerlos a la vida y al mundo.

Doc Savage permaneció con las dos víctimas durante el resto de la noche, a excepción de los pocos momentos que dedicó a librar los camarotes de los efectos del gas venenoso, en los que aún no se había evaporado y neutralizado su acción.

Esto lo consiguió, sencillamente, vertiendo agua en los lavabos que contenían la misteriosa substancia química, al tiempo que aguantaba la respiración, y dejar luego que el gas tóxico saliera al exterior por una de las portillas abiertas a tal fin.

Varias veces volvió a poner nuevas inyecciones a los dos heridos. El corazón de ambos palpitaba todavía muy débilmente, pero era indudable que mejoraban por momentos.

Y esta certidumbre llenaba de alegría a Doc y a los otros.

Se decidió que Renny, Long Tom y Johnny permanecerían junto a los dos enfermos. Todos ellos quedaron armados con pequeñas pistolas ametralladoras, invento del propio Doc.

Estas armas eran parecidas a las pistolas automáticas corrientes, aunque con el cargador en forma de espiral.

Podían disparar con tal velocidad que sobrepasaban bajo este aspecto a las más modernas ametralladoras de aeroplanos.

Doc y sus hombres tenían una táctica y una política especial respecto a matar a sus enemigos, incluso en los más terribles combates.

En cambio, sus enemigos empleaban contra ellos toda clase de armas, incluso las más desleales de la emboscada y la traición.

Pero en aquel momento los rostros de Renny y de sus dos compañeros de guardia tenían un aspecto duro y torvo.

No habría sido extraño que, de verse atacados por Bruze y los suyos, hubieran tirado por la borda sus propósitos de tratar al enemigo siempre con cierta dulzura.

Doc salió del camarote. No quiso decir nada a sus amigos acerca de lo que proyectaba. Sus hombres por lo demás, no le preguntaron nada tampoco.

Todos comprendían que Doc Savage se aprestaba a hacer por sí mismo, por sí solo, la caza del criminal que había atentado contra sus compañeros.

Empezaba a amanecer. Pero no hacía sol. El cielo estaba cubierto de pizarrosas nubes.

Algunas pasaban tan bajas que parecían rozar las chimeneas del buque.

Y empezaba a caer una lluvia menuda, que iba lavando las cubiertas de la nave de un modo lento y monótono.

Durante la noche se había producido otro horrible incidente. La primera noticia que Doc Savage tuvo de él fue al oír un diálogo vivo entre dos criados del buque:

—¡El operador se volvió loco!

—¡Caramba, no era para menos! —dijo el otro.

—¡Y tanto! Dos de los pasajeros de primera clase han presenciado parte del drama, ¿sabes…? AL oír el ruido acudieron al gabinete de radio, donde el operador, enloquecido, estaba rompiendo a golpes el aparato transmisor.

—¿Pero había matado ya a su compañero? —preguntó el otro.

—Los dos pasajeros ésos dicen que sí. Entonces el loco se suicidó, disparándose un tiro en la cabeza.

Doc miró a los dos criados un momento. Y un momento después estaba en el gabinete de la radio.

Era una estancia amplia, llena de aparatos, entre los que descollaban los aparatos transmisores y receptores, compuestos de cuatro series o equipos, dos de onda corta y dos larga.

Cuando menos había siempre dos operadores de guardia en el gabinete.

La estancia aparecía convertida en un verdadero campo de batalla. Todos los aparatos estaban destrozados, sin posibilidad de reparación.

Por lo visto, se había usado un hacha para realizar los destrozos. Restos de alambres llenaban el suelo. Y por encima de todos los restos de la catástrofe, se veían esparcidos infinidad de cristales, de numerosas botellas rotas.

En un rincón, yacía el cuerpo de uno de los operadores de la radio. Su cabeza aparecía partido en canal de un hachazo.

El segundo operador estaba a su vez caído en el centro de la estancia. El infeliz había muerto evidentemente, a consecuencia de un disparo del revólver que se veía a pocos pasos.

El médico de a bordo estaba allí cuando entró Doc Savage. Al ver a Doc le dijo, señalando al operador muerto de un tiro:

—Este individuo fue el que mató a su compañero, destrozó el gabinete de radio y luego se suicidó.

Los dorados ojos de Doc observaron varias veces la estancia.

—¡Pues, yo no lo creo así! —dijo lentamente.

—¡Señor! —protestó el médico—; no sostenga usted teorías ridículas. ¡Dos pasajeros de primera clase del buque han presenciado parte de la tragedia, lo han visto con sus ojos!

Doc Savage se quedó mirando al presunto suicida. A la aguda vista de Doc Savage no escapaba nada, y él no podía admitir aquella teoría.

¡No, nada de cuanto decía el médico había ocurrido allí! ¡El presunto suicida ni siquiera había estado en el gabinete cuando los aparatos fueron destrozados!

Lo mismo el operador muerto de un hachazo que cuanto había en la estancia, aparecía cubierto de trozos de cristales. En cambio, ni uno solo de éstos se veía sobre las ropas del presunto suicida.

Y de haber él roto los aparatos, con sus tubos, botellas y cristales de todas clases, los trozos de éstos le habrían salpicado más o menos.

—¿Dónde están esos dos pasajeros de primera clase que han presenciado el crimen? —preguntó Doc Savage torvamente.

El médico frunció el ceño, examinando a su interlocutor con curiosidad nueva. El hombre de bronce le había irritado al principio; pero ahora, su presencia empezaba a producirle cierto miedo.

—¡Por ahí deben andar! —dijo el médico al fin—. ¡Ah, mírelos, allí están!

Señaló a los dos hombres. Ambos llevaban unos llamativos trajes de sport, a pesar de la lluvia que seguía cayendo. Sus corbatas y camisas resultaban de cierto mal gusto. Y su aspecto era duro, hostil, como si estuvieran irritados.

—¿Es a nosotros a quien llaman? —dijo uno de ellos, frunciendo el ceño.

Doc se acercó a ellos. Sus movimientos eran naturales, pero se adivinaba bajo ellos una fuerza de felino. Y su cuerpo todo parecía brillar.

—¿Ustedes vieron aquello…?

—¿Quién es usted?

—¿Ustedes vieron aquello? —repitió Doc Savage.

Los otros torcieron el gesto, apretando los labios agresivamente. Sus hombros se levantaron con aire amenazador. Pero sus ojos giraban con una expresión de inquietud.

—¿Qué diablos quiere usted, vamos a ver? —dijo uno, poniéndose en jarras.

Doc se acercó más, mirando detenidamente los trajes de las dos desconocidos. Luego preguntó:

—¿Cómo es que llevan ustedes los trajes cubiertos de trozos de cristales?

Los ojos de los dos desconocidos tomaron una expresión de angustia.

Ambos se mojaron los labios secos varias veces.

Doc conocía aquellos signos; buscaban en su mente una mentira.

Uno de ellos murmuró al fin:

—Nosotros acudimos al oír el ruido de la lucha, y al llegar al gabinete de radio pudimos ver que uno de los operadores estaba destrozando a hachazos todos los aparatos. Naturalmente, intentamos detenerlo y durante aquellos instantes, seguramente, nos saltaron estos trozos a la ropa.

Doc Savage se puso en movimiento, con tal celeridad, que su cuerpo de bronce se convirtió en una mancha borrosa.

Los dos desconocidos lanzaron sendos gritos de sorpresa y retrocediendo, sin comprender lo que ocurría. Porque Doc no había hecho sino tocar ligeramente en sus rostros.

—¿Cómo…? ¿Nos abofetea usted? —rugió uno de ellos.

Y los dos se llevaron la diestra a la cara.

Pero entonces ocurrió algo asombroso, inexplicable: los dos desconocidos parecieron quedarse dormidos de pie, y luego cayeron pesadamente al suelo.

Y dos pistolas que apenas habían sido sacadas de sus fundas, fueron rebotando por la cubierta.

El médico del Cameronic gritó con todas sus fuerzas:

—¿Qué es eso?, ¿qué ha hecho usted?

Doc no quiso aclarar el misterio.

Como un gigante de acero bajo la lluvia, se dirigió hacia el puente de la nave. La lluvia caía tristemente, oscureciendo el suelo.

El viento silbaba, formando pequeños remolinos.

Doc iba descubierto, y la lluvia parecía resbalar sobre su cabeza, sin mojarle. Su pelo de color de bronce, suave y rígido a la vez, parecía ser impermeable a la lluvia.

El capitán Ned Stanhope, del Cameronic, tenía sus habitaciones debajo del puente mismo. Sus oficiales también ocupaban camarotes inmediatos.

El capitán no estaba en el puente.

Doc se decidió entonces a llamar en la puerta de su despacho.

—¿Quién es? —preguntó la voz del capitán Stanhope al otro lado de la puerta.

Pero era una voz extrañamente cambiada. Ya no tenía aquella nota dura y aguda de viejo lobo marino; ahora tenía un tono quejumbroso, plañidero, como forzado.

—¡Es Doc Savage!

Pasó un largo minuto.

—¿Qué quiere usted? —preguntó al fin la voz del capitán.

Por toda respuesta, Doc empujó la puerta del despacho, y entró.

El capitán Stanhope gritó, colérico:

—¡Salga de aquí inmediatamente! ¿Qué diablos tiene usted que entrar aquí, sin dársele permiso para ello…?

Más parecido que nunca a una vieja arrugada y decrépita, el capitán de la nave estaba sentado en un sillón giratorio, ante su mesa de trabajo. Sus ojos relucían con un brillo extraño.

El temblor de sus manos era más intenso y le molestaba más que nunca.

Un revólver negro yacía sobre su mesa, junto a su codo derecho.

La luz de la estancia —la iluminación artificial era necesaria, a causa de la oscuridad del día—, hacía relucir terriblemente los ojos de acero de Doc Savage, que preguntó:

—¿Qué ha ocurrido, capitán?

—¡Nada! ¿Qué diablos quiere usted que haya ocurrido…? ¿Por qué me pregunta usted eso…?

Aquél era un capitán muy diferente del que Doc Savage había conocido antes, tan amable y obsequioso.

—¿Qué quiere usted, vamos a ver? ¡Dígamelo pronto, y salga de aquí inmediatamente!

—Se trata de los operadores del gabinete de radio…

—¡Ya estoy enterado de todo! —le interrumpió iracundo, el capitán—. ¡No puede usted decirme nada que no sepa ya! ¡Salga usted de aquí inmediatamente!

—Pero… ¿usted está enterado de que esos dos hombres han sido asesinados…?

Los ojos del capitán Stanhope, muy abiertos ahora, giraron con asombro en sus órbitas, y dijo:

—¡Está usted loco!

—¡Le digo a usted que los dos operadores de la radio han sido asesinados por…!

El capitán le interrumpió otra vez, con agudo chillido de vieja irritada, y, cogiendo el revólver que estaba sobre la mesa, apuntó a Doc, al tiempo que lo montaba. Enseguida rugió:

—¡Salga le digo! ¡No quiero oírle hablar más! ¡Viene usted a molestarme nada más! ¡Usted me pidió permiso para registrar mi buque de cabo a rabo, y yo se lo concedí gustoso! Pero yo debí comprender antes que estaba usted loco. ¡Y usted pretende revolucionar por completo mi buque!

—¡Pero capitán Stanhope…!

—¡Calle, le digo! —¡Salga inmediatamente!

El revólver se agitó y avanzó amenazador en el aire.

Entonces, sin decir nada más, Doc Savage salió de la estancia.

Doc Savage contó a sus compañeros todo cuanto ocurría, acabando con una declaración franca de su hipótesis:

—¡Naturalmente, los dos desconocidos ésos que iban vestidos con trajes de deporte, han sido los que asesinaron a los operadores de radio y han destrozado el gabinete!

Renny hizo chocar sus puños enormes, preguntando:

—Pero ¿qué le ha pasado al capitán, caramba?

—Muy sencillo: parece que no quiere seguir ayudándonos…

La voz de Doc tenía la misma nota serena de siempre, acaso un poco más seca…

—Entonces… ¿tú crees que el capitán es cómplice de Bruze?

Doc contestó lentamente:

—Eso ya lo veremos.

Dejando a sus colegas en el camarote. Doc salió a dar una vuelta. E hizo algunos descubrimientos, que vinieron a añadir nueva tensión a la situación.

En primer lugar, el almacén de equipajes había sido saqueado durante la noche. Todos los baúles y maletas fueron abiertos, y el contenido de ellos esparcido por el suelo.

Un aparato de radio, transmisor y receptor que llevaba Doc en una caja, había sido inutilizado, sin esperanza de poder repararlo en modo alguno.

Y otro tanto se había hecho con dos brújulas.

Una visita hecha al taller de a bordo cercioró a Doc de que aquello también fue saqueado. Y todos los utensilios que hubieran podido ser utilizados para construir un equipo de telegrafía sin hilos o de radio, estaban destrozados de modo irreparable, o echados al mar.

El médico de a bordo se encontró con Doc Savage. Se había llevado a sus camarotes a los dos hombres vestidos con trajes de sport.

Y quería que Doc le explicara qué les pasaba a los desconocidos, por qué dormían tan profundamente.

Doc, en vez de contestar a lo que le preguntaba el doctor, dijo:

—Yo iré a verles y les haré despertar. Y entonces veremos qué pueden decirnos.

Pero los dos desconocidos no estaban ya en sus camarotes.

Sospechando lo que había ocurrido, Doc subió a las cubiertas azotadas por la lluvia, y allí encontró huellas de que dos cuerpos humanos habían sido echados por la borda al mar.

Ambos desconocidos estaban bajo la influencia de una droga, administrada a ellos por medio de una pequeña jeringa disimulada en la diestra de Doc, cuando éste les dio las ligeras bofetadas.

Doc Savage proyectaba, cuando se dirigió a los camarotes de los dos desconocidos, hacerles volver en sí y obligarles a hablar.

Pero Bruze debía haber adivinado sus planes, y se le adelantó, apoderándose de los dos desconocidos y disponiendo de ellos a su antojo.

Doc regresó junto a sus amigos.

Pasaban las horas. Nada desagradable ocurrió. Y cuando llegó la hora de comer, sacaron alimentos de sus propios equipajes, únicas cosas que estaban seguros de que no estarían envenenadas.

La vida a bordo del Cameronic, se deslizaba aparentemente como de ordinario.

Los pasajeros paseaban a ratos por las cubiertas, riendo y bromeando acerca de lo pésimo del tiempo.

La orquesta de a bordo tocaba, se hicieron carreras de caballos mecánicos y aquella noche hubo una fiesta.

La sirena rugía monótona a intervalos regulares, y su sonido ronco parecía perforar la niebla y la lluvia.

Y como un monstruo que atravesara la ligera corteza de otro planeta, el Cameronic continuaba lentamente su ruta.