V
El cinturón de calaveras

Una hora antes de amanecer, Doc Savage se levantó y, en traje de baño, se dirigió a la cubierta, donde se tomaban los baños de sol, para hacer su gimnasia.

La cubierta, en aquella hora tan temprana de la madrugada, estaba completamente desierta.

En un sitio a propósito, entre el bosque de jarcias, montacargas y ventiladores, Doc empezó a hacer sus ejercicios ordinarios.

Estos ejercicios eran la explicación lógica de la fuerza maravillosa que, física y mentalmente, poseía Doc Savage, duraban dos horas.

Cada segundo de aquel espacio de tiempo era aprovechado con velocidad y fuerza vertiginosa. Doc se había entregado a estos ejercicios desde su niñez, diariamente.

Acabados sus ejercicios diarios, Doc Savage se dispuso a regresar a su camarote. Pero, al dar la vuelta a un inmenso ventilador, se detuvo en seco, asombrado. Ante sus ojos acababa de surgir otro hombre, que estaba también haciendo gimnasia. Este individuo no se había dado cuenta de la presencia de Doc Savage.

Doc se quedó mirándole fijamente, fuertemente interesado por lo que veía.

El desconocido estaba sosteniéndose en sus manos y elevaba y bajaba el cuerpo lentamente.

Esto, que ya de por sí era una notable proeza, lo realizaba el desconocido con gran soltura y facilidad. Y lo repetía innumerables veces.

Para ayudarse en sus ejercicios disponía de una polea de cables fuertemente distendidos. Cinco cables de aquéllos era lo sumo que un hombre ordinario habría podido manejar; sin embargo, el aparato poseía quince.

Y luego de realizar ejercicios con aquel aparato durante un rato, el desconocido empezó a dar brincos, apoyada en las manos, lanzando su cuerpo al aire con gran fuerza y habilidad.

El desconocido era un hombre corpulento y, por lo visto, de gran fuerza.

¡Y lo más notable era que llevaba una gran barba y unas patillas blancas!…

Esto era lo que hacía más notable su hazaña. En realidad, parecía un Papá Noel entregado a ejercicios de acrobacia.

Los ojos dorados y extraños de Doc Savage tenían ahora una expresión fría.

Pero estaba pensando que aquel hombre debía ser el que había despertado las sospechas de sus dos amigos, al presentarse en las cercanías de la cámara acorazada del buque, la noche anterior.

—¡Buenas noches! —se decidió a decir, de pronto, Doc Savage.

Un cañonazo estallado de pronto junto al desconocido no le habría producido el efecto que estas palabras de Doc. EL hombre de las patillas blancas se volvió vivísimamente, con el aire de un conejo asustado.

Y, al ver a Doc, emprendió una loca carrera en dirección a la borda de la cubierta, y se precipitó hacia la otra de más abajo.

Doc, con no poca sorpresa, se acercó a la borda también. Esperaba ver al misterioso gentleman de las patillas blancas, caído en la cubierta inmediata, con una pierna rota tal vez; pero en la cubierta no había más que las patillas y la barba blanca del desaparecido personaje.

Barba y patillas eran postizos, desde luego, y sin duda se le habían caído, reblandecida la gotea o la materia empleada para pegarla, a causa del sudor y la agitación.

Dos Savage bajó a la cubierta inmediata y recogió la barba y las patillas postizas.

Un ligero examen le convenció pronto de que no se trataba de una simple barba postiza de las que usan en el teatro, sino que era toda una obra de arte, cuidadosamente elaborada.

El nombre del constructor estaba grabado en el interior del forro, junto a las señas de la tienda. La falsa barba había sido construida en Alejandría.

Doc se la llevó hacia la piscina, a donde se dirigió para tomar un baño, y la puso en el borde, mientras se bañaba. Estuvo en el agua algún tiempo, practicando diversos ejercicios.

Una de las veces desapareció bajo el agua larguísimo rato… varios minutos.

Esto era un truco y una habilidad que Doc Savage había aprendido de los maestros en el arte de la natación, que eran los pescadores de perlas de los mares del Sur.

AL fin regresó a su camarote, llevando consigo la barba postiza.

Pero, al atravesar el umbral, se detuvo en seco, mirando en torno, absorto.

Durante veinte o treinta segundos se pudo oír el extraño y dulce sonido que él sabía emitir, en la salita, el dormitorio y el cuartito de baño que formaban su serie de habitaciones o gran camarote.

Un sonido extraño, asombroso, sin armonía, que subía y bajaba en intensidad. Y mientras tanto, sus ojos dorados erraban por la estancia, asombradas e intrigados. El camarote, mejor dicho, las tres piezas de que éste se componía, habían sido registradas y revueltas.

Una labor decidida y minuciosa, la del ladrón o ladrones, que no se habían tomado el más leve trabajo para disimular su terrible hazaña.

Doc fue penetrando lentamente en cada una de las piezas de su camarote.

Y pronto pudo comprobar que sólo faltaba una cosa: el famoso cinturón de las insignias.

Doc Savage no dio muestra alguna de inquietud ni de agitación. Se limitó a contar lo ocurrido a sus hombres, durante el desayuno.

Y les contó también la aventura en que el atleta, aquel desconocido, había perdido su barba postiza.

—Bien, ¿qué me dices ahora? —estalló con voz de trueno Renny—. ¡Ya ves cómo no estábamos equivocados cuando sospechábamos de aquel individuo que apareció cerca de la cámara acorazada, anoche!, ¿eh?

Long Tom miró fijamente a Doc Savage, preguntándole, con curiosidad:

—¿Cómo diablos no escondiste mejor el cinturón, Doc?

—¿Y para qué habría de esconderlo…? Ya viste que lo examinamos a nuestro antojo. Y yo recuerdo perfectamente los nombres de todos los buques que figuraban allí.

—Quizás ese cinturón hubiera servido para probar algo…

—Seguramente. Y yo sospecho que podremos descubrir la clave del misterio cuando recibamos la respuesta a mi radio a Scotland Yard, esta misma mañana.

—¿Y reconocerías tú al señor ése de las patillas blancas ahora, sin ellas? —preguntó a Doc Savage, Johnny.

—Probablemente. Pero me parece un hombre muy hábil para disfrazarse y transformarse. Quizá a estas horas ya se haya puesto otro disfraz.

EL resto del desayuno transcurrió en silencio, hasta que Ham protestó vivamente por haberle vertido Monk, adrede, mermelada de naranja en su impecable traje.

Durante el incidente, los mozos, alarmados, se movían en torno a la mesa, temerosos de que se originara una refriega de la que podía resultar un crimen.

—Bien —dijo Doc Savage, de pronto, para cortar el incidente—; ahora vamos a hacer algunas pesquisas e investigaciones relacionadas con aquella nota enviada a Long Tom para tenderle una emboscada.

—¡Hum! —intervino Renny, con sarcasmo—; ¿pero vosotros os creéis que el individuo que se ha llevado el cinturón iba a haberse olvidado de la nota también?

—Pues sí que se ha olvidado de ella; mejor dicho, no la ha podido coger, porque le separaba de ella una distancia igual a la mitad del buque —repuso Doc Savage, mostrando a sus camaradas el sitio donde llevaba escondida la famosa nota, metida en una cajita pequeña, flotante, de forma aplastada, y que se había sujetado con una cuerdecilla al cuerpo, debajo del traje de baño.

Renny hizo chocar sus puños cerrados, produciendo un ruido semejante al que habrían causado dos bloques de argamasa al chocar, y dijo:

—¡Pues vaya con el misterio…! ¡Os juro que querría echar la mano al caballero ése que ahora va sin barbas postizas!

Johnny miró con su único ojo a través de sus gafas extrañas, y murmuró:

—¿Te apuestas cualquier cosa a que no ha sido el gentleman de la barba postiza el que ha registrado el camarote de Doc?

Renny lanzó un resoplido ruidoso, y contestó:

—¡Verás! ¡Uno de estos días vas a hacerme una apuesta en algo que no será tan seguro!

Era una costumbre constante de Johnny, ésta de hacer apuestas o desafiar a todo el mundo a que las hiciera, aunque no desafiaba a nadie a hacer una apuesta cuando veía la más remota probabilidad de perder.

El sobrecargo del Cameronic llevaba un libro-registro donde habían firmado todos los pasajeros al subir a bordo.

Doc se puso a examinar el libro, mientras sus camaradas miraban por encima de los hombros de su amigo.

—¡Vaya un lío de garabatos! —murmuró Monk, examinando los nombres que aparecían mal pergeñados en el libro—. Parecen hechos por patas de ranas.

—¡Pues anda, que tú puedes hablar, amigo! —comentó alegremente Ham, apuntando con la punta de su bastón de estoque a la firma de su eterno enemigo.

Ni el mismo Johnny, que había aprendido a descifrar antiguos jeroglíficos como una parte de sus estudios de arqueología, habría podido descifrar la firma de Monk.

—¡Aquí está! —dijo, de pronto, Doc.

Sus compañeros se acercaron más a él. Pero sólo cuando Doc hizo notar a sus amigos y camaradas ciertas características y similitudes de una firma, pudieron aquellos comprender que la mano que la había trazado era la misma que había escrito la famosa nota dirigida a Long Tom, y que puso a éste a las puertas de la muerte.

Todos leyeron el nombre en cuestión: «JACOB BLACK BRUZE».

—¡Hum! —murmuró Long Tom, con ironía—. ¡De modo que el pájaro que me envió a mí la nota se llama Bruze!

—¿Se apuesta alguno de vosotros algo a que ese Bruze no es el individuo que dio muerte a Pasha Bey y a sus dos colegas? —dijo, de pronto, Johnny, como el que se aferra a una esperanza de éxito.

Nadie le contestó.

—¡Vamos a hacer una visita a este caballerito! —propuso entonces Long Tom—. Tiene el camarote número 17, en la cubierta B., según aparece en el registro.

No perdieron tiempo en llegar a la cubierta B.

Doc llamó en la puerta del camarote número 17. Nadie contestó.

La puerta no estaba cerrada con llave, como pudieron comprobar, empujando ligeramente. Y entraron.

La litera estaba deshecha, demostrando que alguien había dormido en ella durante la noche.

Long Tom miró bajo la litera, dentro del armario, y abrió los departamentos que servían de ropero, de forma alargada.

—¡Ni una sombra de ropas ni de nada aquí dentro! —murmuró—. Ese individuo debe haber escapado de este camarote.

Doc extrajo una pequeña cajita metálica y, abriéndola, cogió con dos dedos un poco de polvo gris, que fue esparciendo por el pomo de la puerta, por la llave de la luz y por la estrecha baranda de la litera.

Luego, con ayuda de la lente de aumento de las gafas de Johnny, se puso a buscar huellas dactilares; pero no encontró nada.

—¡Voló! Llevaba razón Long Tom… El pájaro escapó de la jaula.

Una vez en el corredor, Doc detuvo al mayordomo que tenía a su cargo esta sección de camarotes, y le preguntó:

—Escuche: ¿qué señas tiene el señor que ocupa el camarote número 17 de esta cubierta?

—Es un señor muy alto, con una barba y unas patillas blancas —repuso el mayordomo.

—¡Ah, muy bien! Eso basta.

Long Tom se puso a pasear arriba y abajo, lleno de cólera. Luego dijo:

—Sí; se ve que el individuo ése, cuando tú lo descubriste, ha abandonado el camarote, temeroso de que le echaras el guante. Y ahora debe de estar escondido.

—Pues aún es una gran suerte que no haya salido del buque —añadió Renny, con su voz de trueno—. Así nos queda el recurso de cazarlo.

—¡Esto es lo que vamos a hacer ahora mismo! —dijo Doc.

La cooperación del capitán del Cameronic sería, desde luego, una ayuda eficacísima en las investigaciones; así, pues, Doc Savage visitó inmediatamente al digno personaje.

El capitán se llamaba Ned Stanhope. Era un viejo de pequeña estatura, lleno de arrugas. Sus manos, surcadas de salientes venas azules, se agitaban a intervalos regulares con un temblor que delataba alguna enfermedad crónica.

Era todo lo contrario del tipo del capitán valeroso y osado, que Doc Savage conocía.

De todos modos, el capitán Stanhope tenía la voz aguda y fuerte de un verdadero patrón de velero. Era, además, un hombre muy cordial y amable.

—¡Desde luego, yo he oído hablar de usted y de sus camaradas! —dijo, con voz chillona, a Doc, aunque amablemente—. ¡Ya pueden ustedes iniciar las pesquisas que quieran a través del buque! Yo ordenaré a mis marineros que les presten su cooperación.

—Muchas gracias, capitán —repuso Doc.

Las pesquisas se iniciaron inmediatamente. Claro está que la caza del misterioso desaparecido habría de durar más de un día.

El Cameronic era un paquebote de gran tamaño, y sus cubiertas, galerías y camarotes eran innumerables.

Aparte de Doc, sólo Renny y Johnny habían visto al personaje de las barbas blancas. Esto, naturalmente, dificultaba la búsqueda.

Dos horas más tarde, un mensajero del gabinete de radio vino voceando el nombre de Doc Savage. Traía el radiograma en que Scotland Yard contestaba al radio de Doc.

Todos los amigos se agruparon alrededor de Savage, ansiosos de leer el despacho, que venía concebido en estos términos:

Buques que usted nombra en su despacho, son todos navíos perdidos en alta mar durante últimos quince años aproximadamente. Punto. En cada caso no se ha sabido nada de la suerte de la nave. Punto. Todos han desaparecido en el Océano Atlántico.

Inspector-Jefe de Scotland Yard.

—¡Por el Buey Apis! —rugió, con su voz de trueno, Renny—. ¡Entonces ya es indudable que las insignias del cinturón ése pertenecían, desde luego, a los capitanes de los buques perdidos! ¡Eran las que llevaban los capitanes en sus gorras!

Doc Savage asintió lentamente, diciendo:

—¡Sí, eso es lo que yo me temo! Al leer los nombres esos recordé que eran de buques perdidos en alta mar. Lo que yo quería comprobar era que todos esos buques habían naufragado, en efecto, en el Océano Atlántico.

—¡El dichoso cinturón ése! —dijo Ham, haciendo gestos amenazadores con su famoso bastón de estoque—. ¡Por algo pensé yo desde un principio que ese cinturón me recordaba un cinturón de calaveras!

—¡Un cinturón de calaveras de buques, de esqueletos de buques! —comentó Monk, olvidando un momento su eterna discordia y su duelo con Ham.

Ham, dejando de accionar con el bastón de estoque, miró a Doc, y dijo:

—Escucha: pudiera ser que esto fuera algo infinitamente más importante que el simple hecho de que alguien pretendiera robar nuestros diamantes, ¿no te parece?

—No me sorprendería nada —repuso Doc Savage.

Ham parpadeó fuertemente, preguntando entonces:

—Pero, en ese caso, ¿quieres decir que tienes una idea de lo que debemos hacer ahora, quiero decir, de lo que debe constituir nuestro objetivo inmediato?

—De ninguna manera —repuso Doc, con sinceridad.

A partir de aquel instante, el escrutinio de pasajeros y tripulantes del buque continuó cada vez con mayor vigor y entusiasmo. Todos los compañeros de Doc Savage llevaban el mismo propósito y la misma idea en su mente:

¡El cinturón misterioso, que resultaba en realidad un cinturón de calaveras!

¡Un cinturón de cadáveres de buques! ¿Era que había perseguido a los pobres navíos desaparecidos una suerte fatal, un hado terrible, y que la misma suerte, el mismo fin espantoso aguardaba al Cameronic?

Como las pesquisas e investigaciones adelantaban con el día, todos pudieron observar un hecho notable.

—¿Os habéis dado cuenta de que en los camarotes de primera clase van alojados una serie de tipos de pésima catadura? —preguntó Monk.

De todos modos, aunque era verdad que en numerosos camarotes de primera clase del buque iban unos tipos de aspecto rudo y vulgar, no podía decirse que despertaran sospechas de ninguna clase.

—Yo lo iba a decir —repuso Long Tom—. Los pasajeros de primera clase de todos los buques suelen ser gente adinerada, hombres de negocios con sus familias; pero aquí van treinta o cuarenta tipos que parecen recién salidos de un presidio.

Al fin llegó la noche. Doc y sus amigos no habían conseguido encontrar al misterioso personaje de la barba blanca.

Y una sorpresa les esperaba cuando, al fin, se decidieron a ir a sus camarotes respectivos, para vestirse sus trajes de noche y bajar al comedor.

Fue que en el saloncillo de la serie de piezas que componían el camarote de Doc éste encontró el famoso cinturón de las insignias.

El cinturón estaba en el suelo, y era evidente que había sido arrojado a través de una portilla.

Doc lo recogió y se puso a examinar la serie de insignias de capitán de buque. Sus amigos se agruparon a su alrededor.

—¡Por el Buey Apis! —exclamó Renny, con su voz de trueno, pronunciando su juramento favorito—. ¿Queréis ver lo que yo haría?

Los demás mostraron su asombro cada uno a su manera. Long Tom se rascó la cabeza, larga y pensativamente; Johnny se quitó las famosas gafas y empezó a limpiarlas obstinadamente; Monk hizo un gesto de asombro y como de terror; Ham, de un modo distraído, desenvainó unos cuantos centímetros su bastón de estoque.

Era una cosa extraña y desagradable la que acababan de descubrir en aquel momento. Era algo horrible, en realidad, algo frío y estremecedor, como si la muerte hubiera surgido de pronto en medio de ellos.

¡El Cameronic había sido agregado, por lo visto, al cinturón de calaveras!

Porque, brillante y nueva; cosida con más cuidado y esmero que las otras, aparecía en el famoso cinturón la insignia del capitán del Cameronic.

Esta insignia había sido cosida en el espacio de tiempo que el cinturón estuvo en poder de sabe Dios quién, y luego había sido devuelto a Doc Savage.

—¡Esto me choca! —dijo Long Tom, muy intrigado—. ¿Para qué nos devuelven precisamente a nosotros el cinturón ése… como una pista… como un indicio…?

—Más bien como un aviso —dijo Doc, en tono convencido—. Nuestro enemigo, o enemigos, andan intentando coger nuestra cabra, como suele decirse. Eso, además, me huele a algo así como una bravata, una fanfarronada del enemigo, que quiere demostrarnos que no nos tiene miedo.

—Pero… ¿por qué se llevan el cinturón y luego nos lo devuelven?

—Quizá porque se han enterado de nuestro radiograma a Londres y de la respuesta de Scotland Yard.

Esta última sospecha fue confirmada cuando, yendo al encuentro del oficial de guardia aquel día en el gabinete de la radio, se pudo comprobar que alguien le había hojeado y desordenado su libro de copias al carbón de los despachos enviados y recibidos.

Esto, según el radiotelegrafista, debió haber ocurrido en un momento en que él salió del gabinete de radio, a fumar un cigarro.

Prosiguiendo las pesquisas, se pudo poner en claro que el capitán Ned Stanhope había perdido su gorra.

—¡Me juego mi barco —dijo el capitán, en su jerga de marino—, si tengo la más pequeña idea de lo que ha podido ser de mi gorra!

Doc Savage no quiso decir al capitán que quizá se la habían robado para añadir la insignia que en ella figuraba al famoso cinturón.

Olvidando la cena, Doc y sus cinco hombres continuaron las pesquisas e indagaciones a través del buque.

Y a fin de facilitar la tarea para los tres compañeros que no habían conseguido ver al gigante de las barbas blancas, Doc Savage hizo un boceto al lápiz, reproduciendo los rasgos más característicos del famoso personaje.

—El nombre de ese individuo es probablemente el de Bruze —dijo luego Doc, en tono convencido—. Su firma está escrita con gran soltura, como de una persona acostumbrada a escribir ese nombre.

Las pesquisas realizadas durante la noche resultaron tan inútiles e infructuosas como las llevadas a cabo durante el día.

Pero, poco después de las diez, se hizo un descubrimiento que llenó a Doc Savage y a sus camaradas de inquietud y de curiosidad: un marinero gritó, en tono de alarma:

—¡Uno de los botes salvavidas ha desaparecido!

El bote, en efecto, a lo que parecía, fue descendido al mar silenciosa y furtivamente. El autor de la hazaña, fuera quien fuera, había tenido la precaución de engrasar y suavizar las cuerdas previamente.

Y resultaba muy extraño, casi asombroso, que semejante hazaña hubiera podido realizarse sin que nadie a bordo se diera cuenta de ella. Pero la verdad era que el bote había desaparecido.

—Se ve que el tipo ése, Bruze, lleno de terror, ha abandonado el buque —dijo Monk.

Doc no se mostró tan optimista, y repuso:

—Pues yo me limito a desear que no te equivoques, Monk. Ahora, la única manera que tenemos de cerciorarnos de ello es esperar y ver lo que sucede.

Parece que nuestras pesquisas, de momento, serán inútiles. Porque un hombre tan hábil y astuto como Bruze nos podría burlar con facilidad en un buque de esta importancia y de tan gran tamaño. Sobre todo si, como yo me temo, se ha apresurado a adoptar otro disfraz.