Doc Savage y Long Tom llegaron al Hotel Londoner, sin obstáculo alguno.
Consultando su reloj, Doc pudo ver que faltaban dos horas para que zarpara el Cameronic.
Durante aquellas dos horas ocurrieron varias cosas. Y los incidentes eran de tal naturaleza, que demostraban bien a las claras la gravedad de los acontecimientos futuros.
—¡El cielo los confunda! —murmuró Long Tom, sonriendo con humor ingenuo—. ¡Yo que esperaba tener un viaje feliz y tranquilo hasta Nueva York!
Pero el gesto y la expresión de Long Toro desmentían sus palabras y sus quejas. Porque precisamente para Long Tom, como para cualquiera de los otros cuatro ayudantes de Doc Savage, no había nada más agradable ni codiciable que las emociones del peligro que resultaba del hecho de ir acompañando a Doc a través del mundo.
—Quisiera saber, Long Tom, si tú has sacado las mismas consecuencias que yo de lo que te ha ocurrido esta noche.
—¿Quieres decir lo que se oculta en realidad en el fondo de la cuestión, no es eso?
—Exacto.
—¡Ese individuo que ha intentado asesinarme, quería impedir que embarcásemos en el Cameronic. Quizá me alabo a mí mismo y a mis compañeros con ello, pero apostaría cualquier cosa a que ese individuo quiso evitar que subiéramos a bordo de ese buque porque temía que le echáramos a perder algún negocio, algún proyecto diabólico que tendría algo que ver con el Cameronic!
Doc asintió, contestando:
—Mis sospechas van también por ese camino.
Long Tom acabó de hacer el equipaje, y luego preguntó:
—¿Y qué hay de nuestros cuatro compañeros?
—Han quedado en que se reunirían con nosotros en el buque.
Doc sacó de un bolsillo el cinturón que empuñó Pasha Bey, y se puso a examinarlo detenidamente.
Long Tom se acercó también, imitando a su jefe.
«Sea Sylph, Henryetta, U. S. S., Voyager, Queen Neptune».
Long Tom leyó en voz alta algunos de estos nombres bordados en el cinturón, y luego dijo:
—Oye, Doc, a mí estos nombres me parecen nombres de buques, ¿no te parece?
—En efecto —repuso Doc Savage—. De modo que cada una de estas insignias bordadas y circulares, es igual a la que lleva el capitán de un buque bordada en la banda de su gorra.
—¿Y no te es familiar alguno de estos nombres, Doc?
Doc no contestó enseguida. Pero sus ojos relucieron un instante, antes de decir con voz lenta y grave:
—¡Ya te contestaré a esto más tarde… después que vea si puedo confirmar cierta sospecha que tengo!
Long Tom no quiso insistir, sabiendo que nada conseguiría. Por las palabras y el tono de Doc, comprendió que el cinturón aquél, lleno de insignias de capitanes de buques, tenía una gran importancia.
Y por una razón difícil de definir, el cinturón, colgando ahora de la mano poderosa de Doc Savage, impresionó a Long Tom como algo que tuviera una propiedad extraña de siniestro augurio.
Acabaron de hacer su equipaje, y reuniendo luego los bultos, pagaron la cuenta del hotel, y dirigiéronse a un taxi que estaba estacionado frente a la puerta.
Precisamente, momentos antes de partir el coche, Long Tom compró un periódico de Alejandría, que se publicaba en inglés. Era una de las últimas ediciones.
No había hecho más que empezar a ojear los epígrafes de la primera plana, cuando lanzó un grito de asombro.
—¡Oye, Doc! —¿qué te parece esta noticia?— dijo alargando el diario a Doc Savage.
Doc lo cogió y mientras el taxi iba recorriendo callejuelas estrechas, leyó la noticia a que se refería su amigo:
«El empleado de un Banco, es encontrado asesinado».
John Mack O’Minner, empleado en la Sucursal de Alejandría del Banco Americano, ha sido encontrado asesinado en las afueras de la capital en las primeras horas de esta noche. El cadáver presentaba señales de violencia, por lo que se cree que el criminal o criminales sometieron a su víctima a torturas y golpes antes de matarlo.
El infeliz empleado parece que fue asesinado hace veinticuatro horas, por lo menos.
A primera vista, la noticia resultaba una cosa vulgar y corriente. Los crímenes y asesinatos no eran más frecuentes en Alejandría que en cualquier otra gran ciudad del globo.
Pero el muerto era empleado en el Banco Americano. Y este Banco era el que se había encargado de enviar el inmenso tesoro de diamantes de Doc Savage a Nueva York, piedras preciosas que tenían un valor incalculable.
El Banco había llevado las piedras preciosas a bordo del Cameronic, bajo una fuerte vigilancia, para ser transportadas a Nueva York.
—¡Ahora lo comprendo todo! —exclamó de pronto Long Tom, muy excitado—. El pobre empleado ése del Banco, fue secuestrado, y luego le torturaron hasta que le arrancaron la confesión de dónde estaban las piedras preciosas. Luego le asesinaron. Y la banda que ha cometido el crimen, ha intentado alejarnos a nosotros del Cameronic, para tener las manos libres y poder apoderarse de las piedras preciosas.
Doc, sin contestar, sacó el cinturón lleno de insignias de capitanes de buques, y se puso a examinarlo pensativamente.
Al llegar al muelle, encontraron el mismo ruidoso tumulto que acompaña a la partida de todos los grandes paquebotes.
Buhoneros y vendedores de todas clases gritaban hasta desgañitarse, anunciando y ofreciendo sus mercancías: empanadas de carne, nueces, dátiles, baratijas y juguetes, recuerdos de Alejandría para los turistas.
Los mozos y empleados se movían de acá para allá, afanosamente. Los policías gritaban.
El taxi de los dos amigos atravesó la barahúnda, y Doc Savage y su ayudante fueron a echar pie a tierra cerca de la entrada del muelle.
Doc Savage entregó sus maletas y bultos a uno de los mozos del Cameronic.
Después, los dos amigos perdieron algún tiempo mientras les arreglaban sus pasaportes.
Habían entrado en Egipto sin necesidad de pasaporte alguno, ya que venían a bordo del dirigible perdido, como etapa final de su gran aventura en el oasis desierto e ignorado.
Los documentos y papeles que el cónsul americano había entregado a Doc y sus camaradas, fueron al fin aceptados como buenos, y Doc y Long Tom pudieron subir a bordo del Cameronic, entre grupos de animados turistas.
La barahúnda y los gritos de los vendedores, intentando hacer una última venta, eran ensordecedores.
Pero apenas habían dado una docena de pasos, cuando se oyeron gritos terribles al fondo.
Luego, golpes. Y por último los alaridos de un hombre presa seguramente de un dolor espantoso.
Tres hombres, delgados, de tez oscura, surgieron por una de las puertas que salían al corredor. Iban medio desnudos, con los albornoces destrozados.
Uno de ellos chorreaba sangre de una herida en un brazo.
Detrás del último fugitivo, persiguiéndole de cerca, apareció un hombre delgado, elegantemente vestido, con todas las trazas de un perfecto gentleman. Sus ropas tenían un corte y un aspecto impecables. A pesar de su aspecto colérico y como fuera de sí, sus vestidos se conservaban irreprochables como si estuviera presidiendo un banquete.
El gentleman esgrimía un pequeño y fino bastón de estoque. Era evidente que éste era el que había causado la herida en el brazo al fugitivo.
El elegante personaje era el brigadier general Teodoro Marley Brooks, más conocido por Ham.
Era uno de los abogados más inteligentes y hábiles que habían salido de la Universidad de Harvard, y uno de los cinco ayudantes de Doc Savage.
Casi pisando los talones a Ham, surgió también en el corredor el hombre más feo que quizá había puesto sus pies en el Cameronic.
Pesaba más de cien kilos y tenía el rostro y el aspecto de un gorila. Sus brazos eran unas cuantas pulgadas más largas que sus piernas.
Su piel estaba cubierta de una espesa maraña de cerdas rubias. Su faz, de expresión alegre, estaba llena de pequeñas cicatrices, semejantes a líneas delgadas y grises, como si un pollito, con las patas manchadas de yeso o cal, hubiera paseado por su rostro.
—¡Mono! —gritó una voz.
Ningún otro mote habría cuadrado mejor a aquel hombre. Y en su personalidad verdadera, es decir, como Teniente Coronel Andrew Blodgett Mayfair, estaba considerado como uno de los más grandes químicos modernos.
También era él uno de los cinco ayudantes de Doc Savage.
Monk y Ham se lanzaron furiosamente en persecución de los tres egipcios fugitivos.
El trío de hombres morenos se dirigió hacia uno de los corredores que conducían a la cubierta. Al llegar a ésta, sin vacilar, se acercaron a la borda y se lanzaron al agua.
El ruido de los tres cuerpos al caer, se oyó tan simultáneamente, que más bien pareció el choque de uno solo, repetido por el eco.
Doc y Long Tom llegaron a la borda, casi pisando los talones a Ham y a Monk.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Long Tom.
—Esos tres ratas que han intentado robarnos el equipaje de Doc —explicó el grande y peludo Monk, en una voz que resultaba sorprendentemente dulce y suave en un hombre de tal corpulencia.
Ham sacudió su estoque, como si fuera un látigo corto. La hoja de acero silbó en el aire, lanzando una rociada de gotas rojas, que mancharon la cubierta y la borda.
—Estábamos en tu camarote, examinando las diversas piezas que vas a tener a tu disposición, cuando entraron esos individuos —explicó—. Acababan de traer el equipaje.
—Sí —asintió Doc—; hacía un momento que yo lo había enviado al camarote.
Entonces dirigió el haz de luz de su linterna hacia abajo, descubriendo a los tres bandidos que se alejaban nadando con todas sus fuerzas.
Monk se cogió a la borda, diciendo:
—Estoy por arrojarme yo también y perseguir a esos bandidos.
—¡Déjalos marchar! —contestó Doc—. Yo creo que sólo lograríamos descubrir que son forajidos vendidos sabe Dios a quién.
Monk se echó sobre una oreja un rebelde mechón de pelo, y preguntó:
—¿Tú tienes idea de lo que en realidad se oculta tras esto, Doc?
Doc no contestó; en cambio, Long Tom sonrió con una larga sonrisa, y repuso:
—¡El cinturón! Yo apostaría cualquier cosa a que los bandidos esos iban en busca de él.
—¿Qué cinturón es ése? —preguntaron a coro Ham y Monk.
Long Tom explicó entonces la aventura de las catacumbas, y describió lo ocurrido en la callejuela inmediata a la plaza de Mehemet Alí, donde encontraron, empuñado por la descarnada zarpa de Pasha Bey, el extraño y misterioso cinturón de las insignias de capitanes de buques.
Volvieron a los camarotes ocupados por Doc, donde Ham enfundó de nuevo su estoque, que se convirtió en un inofensivo bastón negro.
Ham no salía nunca a la calle sin aquel objeto.
Se habló unos momentos acerca del significado del famoso bastón, así como también se expusieron diferentes versiones acerca del peligro y el complot que por lo visto se había urdido contra ellos.
Monk, soplándose los peludos puños pensativamente, dijo:
—¡Me parece que voy a dar una vuelta por todas las cubiertas, a ver si veo algo y puedo aclarar el misterio!
—Pues yo no lo haría —opuso vivamente Ham, con mordaz sarcasmo.
—¿Por qué no?
—Porque no hay necesidad de asustar a los otros pasajeros del buque antes de partir —repuso Ham, mirando de soslayo el rostro de Monk.
Esta interrupción tan poco amable, este comentario tan áspero era característico de Ham. Éste estaba siempre atormentando a Monk.
No desperdiciaba ocasión de divertirse o de gastar una broma a sus expensas. Así llevaban infinidad de años, desde que un incidente ocurrido durante la Gran Guerra, valió a Ham su mote.
Monk hizo un gesto terrible, dando a su rostro una expresión feroz, como disponiéndose a imitar un chillido de puerco.
Pero Doc intervino, diciendo, para alejar el peligro de una batalla verbal, que quizá duraría muchas horas:
—Mejor será que vayamos a buscar a nuestros compañeros ausentes. ¿Dónde están?
—Abajo, vigilando la cámara acorazada del buque —repuso Monk, mirando a Ham con el ceño fruncido y una expresión de contrariedad, al ver que se evitaba la refriega con su eterno enemigo.
Bajaron a una de las cubiertas intermedias, donde estaba instalada la caja del buque, un departamento enrejado, semejante a la caja de un Banco.
La espalda de este departamento era de espeso acero, tenía infinidad de cerraduras de seguridad y discos y combinaciones.
Era, en realidad, el cofre-fuerte del buque.
Grupos de pasajeros pululaban por allí, entregando valores, registrando efectos o joyas, o realizando, en fin, otras operaciones. Mezclados entre la multitud, se veían varios hombres fuertemente armados.
Eran guardias de la sucursal en Alejandría del Banco Americano, que habían ido al buque a vigilar los diamantes de Doc Savage. Y allí habrían de permanecer hasta que el barco levara anclas.
Los famosos diamantes de Doc Savage estaban encerrados en la cámara acorazada del buque. Media docena de cajas idénticas, guardaban las piedras preciosas.
El valor del tesoro allí almacenado era algo fabuloso, incalculable.
Y había tal cantidad de piedras preciosas, que el valor de los diamantes habría bajado considerablemente en el mercado, de haber sido ofrecida aquélla de una sola vez. Doc pensaba, al contrario, disponer de ellas poco a poco.
Doc Savage tenía también el propósito de destinar el dinero que obtuviera con la venta de las piedras a hospitales y otras instituciones benéficas.
Dos hombres estaban sentados en los rincones inmediatos a la cámara acorazada, fuera del paso del público. Al ver al grupo de Doc, se levantaron, acercándose.
El primero de los recién llegados era un hombre casi tan alto como Doc y tan corpulento como Monk. Era un verdadero gigante.
Y, sin embargo, sus manos eran tan descomunales, que parecían empequeñecer y hacer casi enano el resto del cuerpo.
Este hombre era el coronel John Renwick, personaje conocido en muchos países como notabilísimo ingeniero. Renny, como se le llamaba en lenguaje familiar, era también notable por su tendencia a derribar puertas a puñetazos.
El segundo personaje era alto y delgado y tenía un aspecto extrañamente enfermizo. Sus ropas le colgaban de los hombros, como las de un espantapájaros.
Llevaba unas gafas enormes. El cristal izquierdo de las mismas era muy grueso, y era, en realidad, un lente de gran aumento.
William Harper Littlejohn había perdido el ojo izquierdo en la Gran Guerra.
Y como necesitaba en realidad un lente de aumento en su profesión de arqueólogo y geólogo, había tomado la decisión de ponérselo en tus gafas.
—¿Habéis visto algo sospechoso? —preguntó Doc Savage.
—¡Nada! —repuso Renny con aquel tono de voz que daba la impresión de un león que ingiera desde el interior de su caverna—. No, vamos, nada en realidad, aunque…
—¿Qué quieres decir con eso?
—Verás; es que hace poco ha venido un señor y ha andado por aquí unos momentos —repuso Johnny, con su manera de hablar clara y precisa, que le delataba como uno de los alumnos más destacados de una famosa universidad americana—. Los dos lo hemos visto. Era un hombre muy alto, casi tan alto como Renny. Y tenía una barba y unas grandes patillas blancas.
—¡Parecía el Papá Noel! —dijo Renny riendo ruidosamente.
Johnny, quitándose las gafas, las limpió obstinadamente con su pañuelo, y luego continuó:
—Pero no fueron sus barbas blancas lo que en realidad nos llamó la atención; lo que nos chocó fue que el interesante anciano estuvo por aquí largo rato, contemplando la cámara acorazada. No sabemos por qué hizo esto. Porque no hemos podido ver que entregara alhajas ni nada de valor para ser guardados en el cofre-fuerte del barco.
—Quizás el hombre estaba calculando la resistencia de la cámara acorazada para ver si le conviene o no depositar ahí su dinero —comentó, con sarcasmo, Monk.
Johnny encogió sus huesudos hombros y luego se reajustó las gafas, diciendo:
—¡Tal vez! Pero a mí, la verdad, me pareció ver algo extraño en sus maneras.
Doc Savage y sus cinco amigos continuaron pasando lentamente por las cercanías de la cámara acorazada del buque.
No querían exponerse a correr riesgo alguno. El valor de los diamantes que llevaban a bordo, representaba una suma tan colosal, que se habría podido comprar con ella cualquier país.
Por eso era verosímil que un grupo osado de ladrones, intentara violar la cámara acorazada del Cameronic.
Nada de esto ocurrió, por fortuna. El gigantesco gentleman de las patillas blancas, no apareció por ninguna parte. Y entre gritos y trompetazos discordes de los indígenas, la escalerilla fue quitada.
Sonaron los pitos y silbatos, y el buque tan brillantemente iluminado, empezó a retroceder, pareciendo arrastrar también porte de las aceitosas aguas del puerto.
Doc Savage, acompañado de Long Tom, se dirigió al gabinete de radiotelegrafía del buque. Allí, redactó Doc un mensaje, examinando, mientras lo hacía, detenidamente, el extraño cinturón de las insignias de capitán.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Long Tom.
Doc le tendió el radiograma, que decía:
Inspector jefe de Scotland Yard. Londres.
Quizás ustedes pudieran suministrarnos datos paradero actual siguientes buques: Sea Sylph Stop, Henryetta Stop, U. S. S. Voyager Stop, Queen Neptuno Stop. Golham Helle Stop. Envíeme radio administración vapor Cameronic.
Doc Savage.
Long Tom se rascó pensativamente la cabeza, cubierta de finos cabellos, y preguntó:
—¿Crees que poniéndonos en contacto con los buques que se citan en el cinturón, se arrojará alguna luz sobre el misterio?
—Yo creo que la respuesta de Scotland Yard a este radiograma mío nos pondrá sobre la pista de algo infinitamente más horrible que nuestras actuales dificultades y peligros —repuso lentamente Doc.
—¿Qué quieres decir?
—Yo he oído hablar de la mayoría de esos buques, y lo que he oído… me hace sospechar algo terrible. Ya nos enteraremos de algo más concreto, una vez que recibamos la respuesta a mi radio, desde Scotland Yard.
Subieron a la cubierta, una vez transmitido el despacho con carácter urgente.
Las luces de Alejandría se iban perdiendo en la distancia, en la noche cálida y serena. Monk y los otros se unieron a Doc.
Juntos iniciaron una conversación junto a la borda, hablando acerca de sí peligros e inquietudes quedarían o no en tierra, tras ellos.
El Cameronic adquirió poco después una marcha suave, serena, lenta, porque los pasajeros, turistas en su mayor parte, habían pasado una jornada muy agitada, visitando las partes más notables de la ciudad, y se retiraron pronto a descansar.
El buque araba con su quilla las aguas a través de la noche callada y serena.
Esto le daba el aspecto de un inmenso ataúd, brillantemente iluminado.
La atmósfera del buque, el ambiente tenía también algo de tumba por el silencio y la quietud que envolvían al buque, tan nuevo y flamante, dando la impresión de que hacían un viaje hacia las regiones de la Muerte.
Y sólo cuando el lejano faro del Cabo de Figs se convirtió en un ojo mortecino y parpadeante en la distancia, se decidieron Doc y sus ayudantes a retirarse a sus camarotes.