Doc Savage llegó al fin a la gran losa de piedra que servía de puerta.
Empujó suavemente. La piedra chirrió un poco, pero no cedió absolutamente nada. Era tan sólida como la puerta de entrada al departamento acorazado de un Banco.
Doc Savage se volvió para unirse a su amigo.
Long Tom, mientras tanto, se había libertado por completo de sus ligaduras, y estaba algo rezagado, moviéndose torpemente y reuniendo alfanjes, cimitarras y puñales, arrojados en su huida por el enemigo.
Luego recogió su talonario de cheques, lo acarició amorosamente con varios golpecitos, y se lo guardó.
—¡Pues, gracias a esto, Doc, he podido conservar la vida hasta que tú has llegado! —explicó a su amigo y jefe.
—Pero, te han querido robar, ¿no es así? —preguntó Doc.
Long Tom se acarició el cabello y contestó:
—¡Yo no lo creo así, Doc! Claro está que estas gentes no me han largado una puñalada con la esperanza de que les firmara estos cheques. Pero, de todos modos, no creo que el robo fuera verdaderamente el objetivo de esos forajidos. Los cheques carecían de valor mientras yo no los firmara.
—Sí que resulta extraño…
—Eso es. Ahora, que yo no acierto a comprender por qué me han escogido a mí y me han traído hasta aquí.
—Quizás esas gentes estaban compradas.
—Sí; eso mismo pienso yo. Pero ¿quién ha podido comprarlos? ¿Y por qué? Nosotros no tenemos enemigos en Alejandría. O, por lo menos, yo no los tengo.
Muy brevemente, Doc explicó entonces a su amigo cómo él había podido ponerse sobre la pista al observar a aquel hombre que cogía la nota en la habitación del hotel.
—Claro está que aquella nota era un cebo, evidentemente —murmuró Long Tom.
En este momento se oyó un débil ruido cercano, en la oscuridad de la galería. Doc dirigió el haz de luz de su linterna al sitio de donde procedía el ruido.
Era el hombre que había quedado aturdido y medio privado de sentido al ser lanzado contra la pared por Doc Savage. El egipcio estaba haciendo esfuerzos por emprender la huida.
De dos grandes zancadas, Doc cayó sobre el egipcio, agarrándole por el cuello. Luego dirigió la manga de su linterna al rostro de su enemigo.
Era Homar. Su rostro atezado tenía una expresión de infinito terror.
—Éste es el amigo que cogió la nota en tu habitación —dijo Doc Savage a Long Tom—. Vamos a ver si la lleva todavía encima.
Homar estaba tan aterrado que permaneció perfectamente dócil y sumiso, y, temblando como un azogado, dejóse registrar de pies a cabeza.
El cuerpo bronceado de Doc Savage había tenido un aspecto terrorífico en medio de la batalla; pero ahora, visto así tan de cerca, producía un terror más espantoso todavía.
Doc encontró pronto la nota, y se puso a leerla. Luego dijo:
—El nombre que figura al pie de la nota, Leland Smith, es falso. La forma de la letra es muy afectada, lo mismo que el estilo. La mayoría de las personas trazan su firma con rasgos más sueltos y ágiles que el resto de una carta. El autor de ésta era un hombre alto y fornido, como denotan estos rasgos enérgicos. Era, además, un hombre culto y educado, como lo demuestra la ortografía de la carta y el hecho de que hable de este asunto de los átomos. Esto parece ser todo lo que la nota nos dice de momento. Pero aquí no se ven las huellas dactilares.
Long Tom contempló al acobardado Homar durante un instante, y luego de reflexionar, dijo:
—¡Estoy pensando si el tipo éste nos podría decir algo de importancia!
Homar se estremeció, y dijo, en tono plañidero y en egipcio:
—¡Ma at-kallims el loghcab el Ingeliz!!
Había querido decir que no hablaba inglés.
—¡Mientes! —dijo Doc, rudamente—. De otro modo, ¿cómo sabrías lo que acaba de decir mi compañero, de que tú quizá pudieras comunicarnos alguna noticia…?
—¡Wallah! —murmuró Homar. Y enseguida añadió, en correcto inglés—: ¡Yo no sé nada! Yo soy un hombre inocente.
Long Tom lanzó un hondo suspiro de rabia contenida.
Doc Savage inició ahora una serie de terribles preparativos. Escogió de la colección de armas recogidas por Long Tom poco antes, la de hoja más acerada y pulida.
La limpió en su manga varias veces, y luego avanzó hacia Homar.
Éste empezó a gritar, retrocedió, aterrado, y luego, cerrando los puños, los mostró, coléricamente, a Doc Savage.
Pero antes de que hubiera tenido tiempo de pensarlo siquiera, se vio sujetado por una zarpa de acero que le redujo a la impotencia.
Y la hoja reluciente de acero de un arma quedó suspendida sobre su cabeza.
—¡Alumbra a la hoja de la cimitarra! —dijo Doc a Long Tom.
Éste obedeció, y los ojos casi salidos de las órbitas de Homar contemplaban el arma brillar trágicamente. Doc la movía con lentitud, para arrancarle constantes reflejos azulados.
Homar la miraba como fascinado por el terror. Seguramente el egipcio se decía que, en cualquier momento, la hoja podía caer sobre su cuello y segarlo, o hundírsele en el corazón.
No tenía la más remota idea de lo que se proponía hacer Doc Savage.
El terrorífico silencio que reinaba en el interior de las catacumbas no se veía turbado más que por la respiración jadeante y angustiada de Homar.
Los segundos eran interminables. La hoja de acero de la cimitarra brillaba y refulgía bajo el haz de luz de la linterna.
Homar no apartaba sus ojos del arma, completamente fascinado.
De pronto, tan imprecisamente como la otra vez, tan extraña e inesperadamente, se dejó oír el ruido peculiar que producía Doc Savage en los momentos de gran nerviosidad o emoción, un ruido inexplicable, bajo, triste.
Los ojos de Homar se abrieron todavía más, hasta casi salirse de las órbitas.
Empezaba a ser hipnotizado rápidamente.
—¡Háblale a la hoja reluciente de la cimitarra! —ordenó Doc Savage a Homar—. Dile a la hoja por qué intentabas asesinar a mi amigo.
De la garganta de Homar salieron ahora varios sonidos inarticulados. Al fin pudo decir, con voz temblorosa:
—¡Se nos había ofrecido dinero, OH, cimitarra! ¡Íbamos a recibir cuatro mil piastras por la muerte de Long Tom Roberts!
—¿Quién os había comprado? ¡La cimitarra quiere saberlo!
—No lo sé. Fue un hombre desconocido quien fue a buscar a nuestro jefe, Pasha Bey. El desconocido no nos dejó ver su rostro.
—Bien. Dile ahora a la cimitarra dónde vais a encontrar a ese hombre de nuevo.
—Sí.
—¿Dónde?
Homar hablaba ahora en árabe, lengua que Doc Savage hablaba perfectamente, como le ocurría con otros muchos idiomas.
—El encuentro, la cita, iba a ser en una calle cercana a la plaza de Mehemet Alí —siguió diciendo Homar—. Pasha Bey tenía que ir allí, a dar su informe.
—Bien. Dinos el nombre de la calle y haznos una exacta descripción del sitio. Queremos ir allá.
Homar obedeció.
Doc Savage bajó la cimitarra y, dando una bofetada a Homar y llamándole en voz alta, consiguió deshacer el encanto hipnótico en que le había sumido poco antes.
—¡Vente para allá! —le dijo Doc Savage a Long Tom—. Vamos a permitir a este pobre diablo que se marche, aunque no se merece ni mucho menos la libertad. Dejemos de lado a su cólera, si no queremos perder el Cameronic, cuando parta poco después de media noche.
Dejando a sus espaldas a Homar, demasiado aturdido todavía para andar o hablar coherentemente, los dos amigos avanzaron vivamente por la galería de las catacumbas, hasta llegar junto a la puerta de piedra.
—¡Buenas noches! —murmuró Long Tom, en tono festivo—. ¡Estamos encerrados! Y sólo disponemos de puñales y cimitarras para atacar esta losa que nos cierra el paso. Tardaríamos días enteros en poder hacer un agujero aquí.
Pero miró a Doc, y su rostro se iluminó con una especie de resplandor de esperanza. Doc Savage siempre encontraba salida para situaciones como aquélla.
Doc, mientras tanto, se había metido dos dedos en lo hondo de su boca, y pronto se sacó dos muelas extrañas.
Eran dos muelas postizas, que Doc llevaba siempre consigo. En ellas se encerraban dos productos químicos diferentes.
Mezclando los dos productos químicos, Doc introdujo la mezcla entre unas rendijas de la losa.
—¡Apártate! —ordenó a Long Tom.
¡Bummmmm!
Una terrible explosión hizo temblar la tierra bajo sus pies. El túnel de la catacumba se llenó de humo.
La explosión hizo caer cataratas de huesos de los nichos y chocar las calaveras en trágicas carambolas.
Era que la mezcla de los dos productos químicos de Doc Savage, al poco rato de ser colocada entre los intersticios de la piedra, había hecho explosión, encontrándose con que la piedra se había convertido en un montón de escombros.
Long Tom avanzó, sintiéndose nuevamente inquieto. Ahora se daba cuenta de que las catacumbas eran un laberinto sin fin, donde era imposible orientarse.
¿Y si se perdían en este laberinto espantoso…?
Pero parecía haber ocurrido un milagro. Delante de ellos, como marcando el camino de la salida, se veía una verdadera procesión de puntos luminosos.
¡Parecían otros tantos braseros…! En realidad, eran polvos químicos que Doc Savage había ido depositando de vez en cuando, cuando penetró en las catacumbas.
Estos polvos, aunque al principio no poseían propiedades luminosas, las adquirían y se convertían en fosforescentes al cabo de estar expuestos al aire húmedo cierto tiempo.
Los dos amigos lograron salir por el mismo sitio por donde entrara en las catacumbas Doc Savage, esto es, por la pequeña cabaña de piedra.
Doc empezó a correr, al tiempo que explicaba a su compañero, que le imitó:
—¡Quizás encontremos un coche cerca de la columna Pompeya!
Long Tom no contestó. Toda su fuerza la empleaba en mantenerse junto a Doc Savage, que corría a toda velocidad.
No encontraron coche donde esperaban, pero sí un vehículo desvencijado, en el que iba un turista obeso, y cuyo chofer consintió en llevarlos hasta la plaza de Mehemet Alí. El coche partió lentamente.
Doc mostró al chofer un billete americano, muy grande, al tiempo que le rogaba, en idioma egipcio:
—¡Imshi hil‘agal! —Y enseguida añadió, en inglés—: ¡Vaya más deprisa!
El chofer no se hizo repetir la orden. Antes al contrario, los dos amigos tuvieron que recordarle repetidamente la conveniencia de no tomar las curvas en ángulo recto a cuarenta kilómetros por hora.
En la oscura callecita que desembocaba en la plaza de Mehemet Alí, tres árabes, de aspecto inofensivo e inocente, envueltos en amplios albornoces, avanzaban lentamente.
Llevaban las manos escondidas y los rostros medio ocultos en pliegues del albornoz… para ocultar los numerosos arañazos y golpes recibidos en su loca huida de las catacumbas.
Pasha Bey no había ido directamente a aquella oscura callejuela. Se había detenido en el camino, para reflexionar.
Y como resultado de sus reflexiones, había decidido que no le acompañaran a la cita con el hombre que les había pagado para realizar aquella hazaña, más que de dos de sus mejores esbirros, famosos asesinos.
—¡Wallah! —murmuró Pasha Bey—. ¿Habéis comprendido bien lo que tenemos que hacer?
—¡Sí, te hemos comprendido, OH, gran jefe!
—Ese hombre que nos ha comprado, cometió un acto infernal no diciéndonos que el hombre al que íbamos a matar era uno de los amigos de Doc Savage. ¡Y es preciso que eso lo pague!
—Sí, jefe —respondieron los otros dos al unísono—. ¡Lo pagará!
—¡Lo pagará con su vida!
—Sí, jefe. Con su vida lo pagará. Y con su dinero también, si lleva algo encima.
Pasha Bey apretó sus puños huesudos, y dijo, entre dientes:
—¡Yo he estado reflexionando mucho, OH, hermanos, acerca de esos diamantes que se dice posee Doc Savage!
—Esos diamantes quizá no existen más que en las habladurías de cafés y tabernas.
—¡O quizá son una realidad, Wallah! Y no me negaréis que sería muy hermoso poder hundir nuestras manos en cajas llenas de diamantes y otras piedras preciosas.
—Bien, ¿adónde nos llevan estas palabras tuyas, OH, jefe?
—A esto: he pensado que yo me pondré a hablar con el hombre que nos ha comprado, esperando ocasión y momento oportunos para deslizarle mi cordón de seda por el cuello. Quizás ese hombre esté enterado de eso de los diamantes.
—¡Ése es un pensamiento digno de Alá! Y una vez enterrado en las catacumbas Doc Savage, nos sería bien fácil apoderarnos de las piedras preciosas.
Pero el que así hablaba hubiera llevado la mayor sorpresa si hubiese podido averiguar que en aquel mismo instante Doc Savage y Long Tom le estaban espiando desde una esquina, cerca de la plaza de Mehemet Alí.
Y aún se habría sorprendido más si hubiera podido ver a Doc y a Long Tom avanzar, silenciosamente, hacia adelante, en el mismo momento en que Pasha Bey y sus compañeros penetraban en el oscuro túnel donde iba a tener lugar el encuentro.
Escondidos y agazapados, Doc Savage y su compañero estaban espiando a sus enemigos, de forma que pudieron oír todas sus palabras. Pasha Bey acercó su rostro flaco a la rejilla de la puerta, y llamó, en voz baja.
—¿Y bien? —preguntó desde el interior la voz del hombre que había comprado a los asesinos.
—Tu humilde criado viene a rogarte que le permitas informarte de su fracaso. Hemos fracasado al intentar matar a Long Tom.
Esto, en cuanto a Pasha Bey se refería, era una mentira. Para él, Doc Savage y Long Tom estaban encerrados en las catacumbas, donde seguramente perecerían de hambre.
—¿Qué? —rugió el hombre escondido al otro lado de la puerta—. ¿Habéis fracasado en la hazaña?
—Sí; pero no ha sido culpa nuestra —repuso Pasha Bey, en tono humilde y sumiso—; tú, ¡oh, mi amo!, debías habernos advertido que Long Tom Roberts era un amigo de ese hombre misterioso y de poder infinito, llamado Doc Savage. Entonces nosotros nos habríamos preparado mejor y habríamos tomado más precauciones.
—¿Qué… es que Savage os ha descubierto?
—Sí, mi amigo. Y ha hecho fracasar todos nuestros planes.
El hombre escondido al otro lado de la puerta estuvo jurando durante unos momentos, con increíble violencia.
Pero la voz y las palabras del que juraba descubrieron algo muy interesante a Pasha Bey, y también a Doc Savage y a Long Tom, escondidos en el lóbrego callejón, y que a todos les llenó de asombro: era que la voz del desconocido que se escondía tras la puerta era fingida, falsa.
Y quizá el lenguaje vulgar que empleaba el desconocido era también fingido.
Porque el hombre invisible tenía ahora una voz poderosa y llena, y hablaba un correctísimo inglés.
—¡Es preciso que vayas y te apoderes del amigo de Doc Savage! —rugió el desconocido, cuando se cansó de jurar y protestar—. De ése… o de cualquiera de los otros cuatro hombres que pertenecen al grupo de Savage, ¿has oído? ¡Cualquiera sería capaz de realizar la hazaña!
—¡Oh, es muy difícil… eso que nos pides! —repuso Pasha Bey, en tono dulce, para ganar tiempo—. Piensa que cuatro mil piastras es muy poco dinero para realizar esa hazaña.
—Bien; ya agregaré algunos dólares más a la cantidad.
Pasha Bey empezó a maniobrar ahora en la sombra, disponiéndose a realizar su objetivo, y dijo, como si apuntara una idea:
—¡Quizá pudiéramos realizar mejor nuestro cometido asociándonos!
—¿Qué quieres decir tú, camello huesudo?
—Quiero decir, ¡oh, amo!, que a nosotros nos llenaría de alegría el poderte ayudar a que te apoderases de las piedras preciosas, a cambio de que nos dieras unas cuantas.
Una verdadera explosión de juramentos surgió de la enrejada ventanilla.
—¡Yo no busco diamantes de ninguna clase! ¡Yo no sé nada de esas piedras preciosas de que tú hablas, fuera de las habladurías y los chismes que circulan sobre ello en esta hedionda ciudad!
—¿No nos engañas? —preguntó Pasha Bey, en tono incrédulo, porque creía haber descubierto un engaño en su amo de ocasión—. Entonces, ¡oh, amo! ¿Por qué querías asesinar a Long Tom Roberts?
El desconocido dijo, desde su escondite, luego de un momento de vacilación:
—Doc Savage y sus cinco compañeros han tomado pasaje en el Cameronic, que se hace a la mar esta misma noche. Pues bien: yo no quiero que embarquen en el Cameronic, ¿comprendes? Tengo razones de peso para impedirles embarcarse en ese buque. Y yo había calculado que, una vez asesinado Long Tom Roberts, Doc Savage se quedaría aquí para realizar pesquisas acerca del crimen. De este modo él y su grupo se quedarían en tierra.
Pasha Bey, al oír esto, sintió una cólera feroz, aunque la disimulaba bajo una capa de dulzura y suavidad.
Le habían usado como instrumento para despertar la cólera de Doc Savage y hacer que éste perdiera el buque. ¡Por vida de Alá…!
—¡Wallah! —murmuró, entre dientes.
Entonces, sacando el cordón de seda que llevaba anudado a la cintura y oculto bajo su albornoz, lo arrojó por entre los barrotes de la reja con fuerza.
Su mano tenía una gran experiencia… y consiguió enroscar el cordón en el cuello del hombre invisible. Enseguida, dando un salto hacia atrás, puso el cordón tirante, apretando la garganta de su amo de ocasión.
Pasha Bey abrió mucho los ojos, al tiempo que una sonrisa de triunfo dilataba su faz. ¡Ya tenía su presa…! Ahora podría ahogarla cuando quisiera.
Pero, de pronto, ocurrió algo inesperado, que causó una inmensa sorpresa a los tres egipcios y a Doc y su amigo: la puerta se abrió de par en par… y un tropel de hombres salió atropelladamente… hombres que estaban con el amo de ocasión de Pasha Bey y sus camaradas.
¡Las hojas de acero brillaron en la sombra! Y las pistolas dispararon, llenando la callejuela de ruidos infernales.
Se originó una gritería espantosa en el oscuro túnel. Gritos, chillidos, juramentos y rugidos, llenaron el ambiente.
Pero la barahúnda terminó con la misma rapidez con que había empezado.
Pasha Bey y sus camaradas fueron asesinados con una rapidez tan grande como seguramente ellos no habían empleado en ninguno de sus muchos crímenes.
La puerta se cerró a espaldas de los asesinos fugitivos, mientras Pasha Bey y sus dos camaradas removíanse con los últimos estertores de la muerte, desangrándose sobre las húmedas losas del pavimento.
Long Tom y Doc Savage se deslizaron silenciosamente dentro del túnel oscuro. Los dos amigos se habían apartado del lugar del combate, practicando la vieja política de dejar que los perros se comieran a los perros.
Pero la verdad es que nunca pudieron sospechar que los asesinos pudieran huir y desaparecer del lugar del combate con tanta presteza.
La puerta era grande y sólida, y no se veía cerradura alguna al exterior. En cuanto a los barrotes de la rejilla, eran muy fuertes y gruesos.
Doc dirigió ahora el haz de luz de su linterna sobre los tres cadáveres. Era un espectáculo terrible, porque los cuerpos se iban desangrando lentamente, formando a su alrededor grandes charcos de sangre.
Los tres egipcios habían sido asesinados a puñaladas.
—¡Diablo! —murmuró Long Tom—. ¡Pasha Bey era un hombre de peligro, pero resultaba un verdadero niño de pecho comparado con sus enemigos!
Seguramente, estos individuos habían matado ya a mucha gente. ¡Porque realizar una tarea con tal prontitud, requiere mucha práctica!
Por lo visto, Pasha Bey había luchado cuerpo a cuerpo con uno de sus asaltantes. Y su mano derecha, crispada, retenía entre sus dedos descarnados, un cinturón.
Al caer, se lo había arrancado a su atacante.
Tenía unas tres pulgadas de ancho y era de cuero blando. Y a éste iban cosidas, una al lado de otra, numerosas insignias galoneadas, de forma circular.
Cada una de aquellas insignias llevaba, bordado, un nombre. Doc examinó algunos de los nombres.
«Sea Sylph, Henryetta, U. S. S., Voyager, Queen Neptune, Gotham Helle».
Sin hacer el más leve comentario, Doc Savage se guardó en un bolsillo el extraño cinturón. Luego se acercó a la rejilla y se aferró a los barrotes, tanteándolos.
Era evidente que el primitivo constructor de la casa los había puesto allí, seguro de que podrían desafiar la fuerza del hombre más corpulento. Eran, en efecto, muy sólidos.
Pero los fortísimos barrotes empezaron a gemir y a chirriar bajo las manos de acero de Doc Savage. Era algo fabuloso la fuerza que poseía.
El hecho de abrir las herraduras de los caballos o doblar monedas de medio dólar (eso que son las hazañas frecuentes de los atletas de profesión) resultaban cosa corriente y sin importancia para Doc Savage.
Con un chasquido de la madera del marco, uno de los barrotes saltó, y enseguida otro. Luego, con la ayuda de los dos barrotes arrancados, Doc Savage desarticuló los otros, pugnando por alcanzar con la mano a la aldaba.
A lo lejos, de la plaza de Mehemet Alí, llegaban gritos y voces, indicando que se acercaban corriendo los bullis zebtieh, es decir, la policía egipcia, atraída por los disparos.
Doc consiguió abrir la puerta. Enseguida se precipitó en el interior, no llevando en sus manos otra cosa que su linterna.
Porque Doc Savage no utilizaba jamás en sus luchas armas de fuego.
Long Tom penetró detrás de Doc.
Atravesaron un corredor impregnado de olor del samak y de humo de tabaco. Otra puerta les cerró el paso.
Estaba cerrada también, pero era menos fuerte que la primera.
Doc Savage descargó un formidable puñetazo sobre la puerta, un puñetazo como sólo un puño de hierro era capaz de propinar y resistir. Y la hoja cedió como sí fuera de papel.
Pero al otro lado de la puerta sólo encontraron corredores y más corredores, habitaciones vacías, un silencio de muerte envolviéndolo todo y finalmente, unas cuantas puertas abiertas, que daban a otra calle. No se veía un alma.
—¡Se han escapado! —murmuró disgustado Long Tom.
—En efecto, amigo mío —asintió Doc—. Y nosotros, lo mejor que podemos hacer, es seguir su ejemplo. De otro modo, la policía podría detenernos para someternos a un interrogatorio, haciéndonos de este modo perder el buque.
Salieron, pues, a una callejuela apartada, y silenciosamente se alejaron de las proximidades de la plaza de Mehemet Alí.