En el Hotel Londoner, Homar se apresuró a apoderarse de la nota que estaba en la habitación de Long Tom, según le había rogado Pasha Bey que hiciese.
En lengua egipcia, el nombre de «Homar» significa asno. Este sobrenombre o apellido se lo había valido a Homar el hecho de aparecer siempre soñoliento.
Y, sin embargo, Homar no era ni tardo en sus movimientos ni estúpido en modo alguno. Antes al contrario, era un hombre de espíritu agudo e infernal, ya que de otro modo no habría figurado en la partida de Pasha Bey.
No le costó trabajo alguno apenas violentar la cerradura de la habitación de Long Tom. Entrando, cogió la nota que estaba sobre la mesa.
Luego extrajo de un bolsillo de su albornoz un habrit, especie de cerilla egipcia, con ánimo de quemar el papel.
Pero, pensándolo mejor, arrojó la cerilla al suelo y se guardó el papel en lo más profundo de su albornoz.
Quizá Pasha Bey pudiera encontrar alguna utilidad a la famosa nota.
Se volvió, disponiéndose a partir. La puerta de la habitación se había abierto y cerrado enseguida, mientras Homar estaba cogiendo el papel, sin que el egipcio se diera cuenta de nada.
La cosa había sucedido con el más absoluto silencio.
Homar, al salir de la habitación, no se dio cuenta de que la ventana situada al fondo del corredor, estaba abierta.
Y bajó con paso rápido las escaleras, deseoso de unirse a Pasha Bey en el asesinato.
Un momento después de haber desaparecido Homar, la gigantesca forma bronceada de Doc Savage apareció en la ventana abierta.
Había estado por la parte del exterior, sosteniéndose en el alfeizar con la punta de los dedos.
Además, Doc Savage había sido también quien abrió y cerró enseguida la puerta de la habitación de Long Tom tan silenciosamente, mientras Homar se apoderaba de la nota.
Doc había subido las escaleras a tiempo para presenciar la hazaña sospechosa de Homar, descerrajando la puerta de Long Tom.
Doc Savage siguió a Homar. Doc se daba enseguida cuenta de las circunstancias. Así, ahora adivinaba que la lucha acudía de nuevo a él y sus hombres, como era tan frecuente.
Y Doc estaba decidido desde aquel mismo instante a descubrir lo que hubiera de extraño y misterioso en aquel incidente. Homar alquiló un coche desvencijado en las cercanías del hotel, Doc subió a otro, ordenando al conductor que siguiera al primero y no lo perdiese de vista.
Se dirigieron hacia la parte de Alejandría donde está situada la Columna Pompeya, en la parte más alta de la ciudad.
El fuste de la columna, maravillosamente pulida, relucía débilmente bajo la luz pálida de la luna.
Desde allí, el camino torcía hacia el Sudoeste.
El cochero de Doc Savage continuó adelante, obedeciendo una orden breve, dada en tono muy bajo por su cliente.
Así avanzó un poco, hasta que, de pronto, descubrió una moneda de oro de cincuenta piastras junto a él, en el asiento.
Miró en torno. Y, con gran asombro pudo darse cuenta de que su cliente había desaparecido.
Doc Savage había abandonado el coche a poca distancia del sitio en que en aquel momento se encontraba el carruaje, con un silencio de fantasma, tanto más notable cuanto resultaba inverosímil, dada su enorme estatura.
Y se escondió detrás de un montón de ruinas, espiando los movimientos de Homar, que avanzaba a buen paso.
Homar se acercó a una cabaña miserable. Doc le siguió como una sombra bronceada e invisible.
El extraño rechinar de una losa se oyó dentro de la cabaña, que era de piedra. Doc miró al interior. Utilizando una linterna, Homar estaba levantando una losa del suelo.
Luego penetró por la abertura, volviendo a bajar la losa sobre su cabeza.
Doc Savage extrajo entonces a su vez otra linterna de uno de sus bolsillos.
Y el haz de luz iluminó el interior de la cabaña.
Unas gotas de sangre aparecieron en el suelo, bajo el resplandor de la linterna. Y junto a la trampa de piedra, había cinco largas manchas rojas.
¡Cinco…! ¡Era una huella dactilar en sangre!
Agachándose, Doc las examinó largamente. De pronto, en el interior hediondo de la cabaña, se oyó un ruido extraño.
Era una nota suave, dulce, apenas perceptible, impresionante, como de algún pájaro exótico de la jungla, o quizá causado por el viento al penetrar por los intersticios de las ruinas.
De todos modos, resultaba algo pavoroso aquel lugar, pues no parecía venir de ningún sitio determinado.
Era Doc Savage quien lo había emitido. Este sonido era algo consubstancial e inseparable de Doc Savage, que lo emitía en momentos de tensión nerviosa o de gran emoción.
¡La huella dactilar en sangre que aparecía junto a la trampa de piedra, pertenecía a la mano derecha de Long Tom!
Doc había visto las huellas dactilares de sus cinco ayudantes infinidad de veces, y podía reconocerlas instantáneamente.
Se aferró a la trampa, a la losa. Ésta había chirriado al ser levantada por Homar; pero ahora giró tan sencillamente, bajo la mano de Doc Savage, que se habría dicho que el gigante de bronce tenía un poder sobrenatural para hacer que objetos y cosas permanecieran quietos y silenciosos bajo el influjo de su voluntad.
Unos peldaños fríos y húmedos conducían hacia abajo. Luego venía una especie de túnel oscuro, de bajo techo. El suelo estaba cubierto del polvillo de los siglos.
Y el ruido sordo de los pasos de Homar sonaba muerto, como los golpes cadenciosos que se dieran en el parche de un tambor lleno de agua.
Doc Savage avanzó sin producir el menor ruido, sin encender siquiera su linterna, palpando con sus dedos sensitivos los muros.
Éstos eran de argamasa ruda. De vez en cuando, sus manos palpaban pequeños depósitos de agua retenida en cavidades del muro, filtrada en el curso del tiempo.
Al fin, llegaron a un sitio donde el túnel se bifurcaba en tres ramas. Homar siguió por la de la derecha. Parecía conocer perfectamente el sitio adonde se dirigía.
Los muros, de pronto, se hicieron sólidos, cambiándose en muros de piedra, en vez de los de argamasa. Doc pudo darse cuenta que estaban tallados en la roca viva.
Doc Savage extrajo una pequeña cajita de uno de sus bolsillos. La cajita iba llena de un polvo especial.
A intervalos regulares, el americano iba arrojando al suelo un poco de aquellos polvos.
EL ruido de los pasos de Homar continuaba oyéndose de modo interminable. Era un ruido muerto, de pies arrastrados, que tenía una nota lúgubre, algo que parecía hablar de muerte y de tragedia.
El aire era húmedo, pegajoso. Se tenía la sensación de respirar dentro de un baúl inmenso, que hubiera estado cerrado durante siglos.
Una y otra vez, el túnel se bifurcaba. Y cada pocos metros Doc Savage iba dejando un poco de sus famosos polvos en el suelo.
Esto parecía un tanto extraño, desconcertante. Los polvos no despedían olor alguno, ni brillaban en la sombra.
El túnel se ensanchó, formando una serie de amplias estancias sucesivas.
Las manos de Doc Savage pudieron percibir en los muros una especie de rocas redondas y pulidas. Estas rocas formaban el arco de la bóveda, hasta arriba. El americano sabía lo que era aquello.
¡Eran calaveras humanas…! Los muros de las catacumbas estaban llenos de ellas.
Más lejos se veían muchos nichos en los muros, en forma de ataúd, llenos de huesos de brazos y piernas, de espinas dorsales, de costillajes.
Era un sitio macabro y hediondo.
Doc Savage, empero, continuó adelante, sin vacilar ni estremecerse. Si experimentaba los sentimientos que habrían invadido a otro hombre en parecidas circunstancias, no daba muestra alguna de ello.
Doc tenía un gran poder sobre sí mismo y una maravillosa facilidad de concentración.
Evitaba el influjo terrorífico del ambiente sencillamente concentrando su atención y su interés en la persecución del hombre que iba delante de él, y en no perderlo de vista.
Homar llevaba su linterna encendida en la mano.
Los dos hombres iban penetrando más profundamente en el terrible laberinto de las catacumbas.
De vez en cuando bajaban escaleras. Las catacumbas parecían constar de varios pisos. Eran incontables los millares de muertos enterrados allí, pues la ciudad databa del siglo III.
En ciertos sitios los muros se habían cerrado, encerrando entre las piedras a los muertos, quizá para siempre.
Tres veces Homar fue abriendo puertas de piedra. Doc, tras el egipcio, silencioso como una sombra, iba dejando de vez en cuando pequeñas porciones de sus famosos polvos.
Al fin llegaron a su destino.
Varias linternas iluminaban aquel sitio con luz brillante. Los asesinos estaban sentados en cuclillas o de pie, rodeando a un hombre caído.
Éste era Long Tom.
La mejilla de Long Tom era una mancha pegajosa y oscura de sangre coagulada, que había corrido desde una herida hecha en la cabeza, seguramente a consecuencia de un golpe que le había dejado sin sentido.
Y los movimientos torpes y aturdidos del infeliz revelaban que acababa de recobrar el conocimiento.
Pasha Bey, como un inmenso montón de huesos envuelto en un albornoz blanco, estaba enfrente de Long Tom.
En la zarpa descarnada del asesino de profesión se veía un talonario de cheques de los que llevan ordinariamente los viajeros.
Este talonario comprendía todos los fondos de viaje de Long Tom, y ascendía en total a más de mil dólares.
—¡Por el ojo izquierdo de Alá mismo, te lo juro! —decía Pasha Bey en este momento—. Si firmas estos cheques te devolveré la libertad y te guiaremos para que salgas de esta infernal guarida atestada de huesos.
Por lo visto, Long Tom estaba todavía vivo, gracias solamente a la avaricia de Pasha Bey.
Long Tom había firmado cada uno de los cheques, como es costumbre cuando se adquiere un talonario; y podían hacerse efectivos en el momento en que los firmara por segunda vez, en el sitio a ello destinado.
De modo que, una vez con las dos firmas de Long Tom, Pasha Bey podía cobrarlos cuando quisiera.
Long Tom frunció el ceño, de pronto, y dijo:
—¡No! ¡No me engañarás!
—¡Por los dos ojos de Alá, te juro que yo…!
—¡Conozco perfectamente a los embusteros! Puedes jurar por todo el cuerpo de Alá que yo no he de creerte.
Pasha Bey desenvainó una de sus terribles singas. A la luz vacilante de las linternas, el egipcio tenía un aspecto siniestro.
Se habría dicho que era un conjunto de huesos sacados de los muros inmediatos, teñidos de color oscuro, animados con un soplo de vida, cubiertos luego con un albornoz blanco.
—¡Wallah! —rugió, en egipcio. ¡Piensa que la única probabilidad que tienes de salvar la vida es firmando estos cheques!
Long Tom, lentamente y con gran esfuerzo, consiguió sentarse. Sus muñecas y sus tobillos estaban fuertemente atados.
Su rostro aparecía más lívido que de ordinario y tenía una expresión de dureza. Era lo bastante inteligente para comprender que estaba a dos dedos de la muerte, firmara o no firmara aquellos cheques.
De pronto, sus pies atados se distendieron con un esfuerzo inesperado.
Había decidido jugarse el todo por el todo. El puntapié, aunque torpe a causa de las ligaduras, hizo caer de cabeza a Pasha Bey.
La singa se escapó de sus manos, fue rebotando hasta dar en el techo, y luego cayó al lado de las manos de Long Tom, faltando poco para que le hiriera.
Con un rapidísimo movimiento, Long Tom acercó sus manos atadas a la cimitarra, cortó las cuerdas que las ligaban y se apoderó del arma.
Enseguida, de un solo y hábil tajo, cortó la cuerda que trababa sus pies. Rugiendo de rabia, todos los hombres de Pasha Bey se lanzaron hacia adelante. Casi todas las manos morenas y descarnadas empuñaban una cimitarra o un puñal de brillante acero.
Todos se inclinaron hacia el suelo, semejantes a ratones oscuros envueltos en telas blancas.
De pronto sonaron dos golpes. Cada uno de ellos partió los huesos, destrozó la carne… Y los dos hombres que los habían recibido cayeron al suelo sin saber lo que había ocurrido… completamente fuera de combate.
EL cuerpo de Long Tom fue arrebatado, de golpe, por una garra poderosa, de debajo mismo de las cimitarras y los puñales levantados sobre él.
La cosa sucedió con tan terrible rapidez que el mismo Long Tom no pudo ver quién era su salvador, hasta que estuvo fuera de peligro.
Pero comprendió, adivinó quién era, desde el instante que se sintió cogido por aquella garra poderosa y salvadora.
¡Solamente había un hombre que poseyera tal fuerza de agilidad: Doc Savage!
Uno de los hombres de Pasha Bey abrió mucho los ojos al ver surgir ante él, como un terrible gigante de bronce, a Doc Savage.
Lanzó un grito, al sentirse herido con su propia singa que alguien le había arrebatado. Su grito de terror se cambió en un aullido de agonía, al sentir que alguien le sujetaba la muñeca en el aire.
De un tirón espantoso, el presunto asesino vio arrebatada su arma. Y cayó hacia un lado, como un fardo arrojado violentamente contra el suelo; dio contra la pared y rebotó, quedando luego tan aturdido que no pudo moverse.
Los egipcios, armados con cimitarras, con puñales, cargaron entonces contra el gigante de bronce; pero éste se desvaneció ante los ojos de sus enemigos, con tanta presteza que ni siquiera lograron alcanzarle los haces de luz de las linternas.
Dos egipcios se desplomaron al suelo como leños, antes de que pudieran darse cuenta de que Doc Savage había atacado por aquel lado a sus enemigos.
Eso colmó la medida. La cosa tocaba ya los límites de lo sobrenatural.
Porque era increíble que un ser de carne y hueso pudiera moverse con tal rapidez.
—¡Wallah! —gimió uno de los egipcios. ¡Es un run… un espíritu!
Quizá los otros pensaron otro tanto. O tal vez carecían del valor necesario para entablar una verdadera lucha.
Donde ellos se mostraban bravos y empleaban sus procedimientos de lucha, era cuando luchaban en la proporción de diez contra uno, y en una calle oscura y desierta.
Huyeron, pues, dispersándose por todas las avenidas de las catacumbas, trazando con los rayos vacilantes de luz sus linternas dibujos fantásticos.
Uno de los egipcios, menos ágil, se quedó detrás de sus compañeros, y lanzó de pronto un agudo chillido de terror al sentir que unos dedos semejantes a cables de acero, se enroscaban a su garganta.
Y un golpe en una sien le privaba de sentido.
Los otros no podían correr mucho más, pero, de todos modos, se esforzaban en intentarlo.
Delante de los fugitivos, a bastante distancia, lucía un osado rayo de luz de una linterna. Era la linterna de Pasha Bey, el maestro de asesinos.
¡Maestro de asesinos y maestro de prudentes también! Él sabía enseguida cuándo era prudente entablar batalla y cuándo había que huir. Por eso, en esta ocasión, había cogido una delantera muy grande a sus compañeros.
Ahora ya sabía que Long Tom era uno de los que componían el grupo de cinco ayudantes de Doc Savage.
¡Y lo pagaría caro! Lo pagaría caro, tan pronto como Pasha Bey pudiera ir a toda prisa a la calle de las inmediaciones de la plaza de Mehemet Alí, a verle.
El grupo de fugitivos egipcios pasó una de las puertas de piedra que cerraban de vez en cuando las galerías de las catacumbas. El último de los fugitivos cerró la losa de golpe.
La losa de piedra giraba sobre goznes de hierro enormes, y era sujetada, además, por medio de una gran barra de hierro. Y el egipcio puso la barra.
—¡Wallah!! —gritó luego, en tono de triunfo—. ¡Por la vida de mi padre, estamos salvados! ¡El gigante de bronce y ese otro al que hemos querido asesinar no podrán escapar jamás de aquí! ¡No hay más salida que ésta, de las catacumbas!
De todos modos, el grupo de fugitivos continuó corriendo cuanto podían.