I
El canto de los singas

Un hombre de letras americano, dijo en cierta ocasión que si un individuo inventara un modelo perfeccionado de ratonera, el mundo entero formaría una senda hasta su puerta.

Pasha Bey era de éstos. Sus productos no eran precisamente ratoneras, pero resultaban los mejores de su clase.

Hombre a la moderna, Pasha Bey había llegado a ser presidente de una vasta organización, especializada en su producto.

La fama de Pasha Bey era muy grande.

De todo Egipto, las gentes llegaban formando una senda ante su puerta, que estaba situada en cierto sitio de Alejandría. Claro está que las gentes iban a su casa para comprar precisamente su producto.

¡Pero el producto que ofrecía Pasha Bey era… el crimen!

Precisamente en estos instantes, Pasha Bey estaba a punto de cerrar un trato.

Caminaba a paso lento, subiendo una calle oscura en las inmediaciones de la plaza de Mehemet Alí, el centro de la vida en Alejandría.

Pasha Bey era un gran saco de huesos. Llevaba un albornoz amplio y flotante, más amplio y flotante que de ordinario, para ocultar convenientemente dos largas singas, que llevaba atadas con correas a la parte superior de los brazos.

También llevaba dos pistolas silenciosas americanas de seis tiros, una en cada cadera. Un cordón de seda, excelente para su uso de estrangular a una persona, iba atado con un sencillo hilo, al cuerpo huesudo de Pasha Bey, que podía arrancárselo con un ligero y rápido movimiento.

Pasha Bey siempre iba bien prevenido y provisto de útiles y herramientas de su oficio.

Cambió de rumbo, penetrando silenciosamente en un portal. Este portal parecía un túnel largo y oscuro.

A unos treinta pies de profundidad, estaba obstruido por una pesada puerta de madera. En ésta se veía una ventanita, con una pequeña reja.

—¡Ya inta! —murmuró Pasha Bey, en voz baja, junto a la ventanita enrejada.

—¿Qué hay? —preguntó una voz áspera y dura, con acento yanqui, al otro lado de la reja.

—¡Ya estoy aquí! —replicó Pasha Bey, en inglés—. ¡Por la vida de tu padre, aquí está tu criado! Y está esperando tus órdenes.

—¿Estás dispuesto a ir hasta el fin? —preguntó la voz del hombre que permanecía invisible.

—¡Na’am ayiba! —murmuró Pasha Bey.

—¡Habla inglés, camello huesudo!

—Sí; estoy dispuesto.

El hombre que estaba al otro lado de la puerta no perdió tiempo. Sacó una mano a través de la reja. La mano iba enguantada, y sostenía un papel doblado.

—Da esta nota al joven. Es un cebo para que te acompañe sin sospechar nada. A mí no me importa dónde realices tu trabajo, ni la manera cómo lo ejecutes. Allá tú. Lo único que te aconsejo es que escojas un buen sitio, ¿eh?

—¡Confía en tu criado!

—Muy bien. Pues ahora, manos a la obra.

—Son cuatro mil piastras —recordó, en voz muy baja y humilde, Pasha Bey.

—Bien; ya te pagaré cuando hayas acabado tu cometido —refunfuñó el hombre invisible.

—No; la mitad ahora —dijo Pasha Bey, que sabía que a menudo es muy difícil cobrar algo de los que preferían pagar después de realizado un crimen.

Hubo un breve silencio, mientras el hombre escondido reflexionaba. Al fin, la mano enguantada volvió a surgir por entre los barrotes de la reja.

Esta vez la mano sostenía un billete de dos mil piastras.

Pasha Bey se sepultó el dinero en su albornoz, y dijo:

—Ya vendré por aquí por la otra mitad del dinero… y a decirte que el hombre está muerto.

—Pero… ¿estás seguro de que has entendido bien su nombre allá? Es el Mayor Thomas J. Roberts, ¿sabes? Familiarmente le llaman Long Tom Roberts.

—Ya lo sé.

—Muy bien entonces. Quizá te encuentres por allí un hombre alto y fornido, de piel bronceada. Apártate de él. ¿Entiendes?

—Muy bien.

—Pues anda, ve.

Con una suavidad y una mansedumbre que delataban su profesión, Pasha Bey salió del túnel sombrío. Iba pensando si al regreso le sería dable introducir su cordón de seda a través de los barrotes de la rejilla, y, anudándolo alrededor del cuello de su amo de ocasión, estrangularlo…

El señor aquél debía tener más de aquellos billetes grandes. ¡Ah, y era tan bueno el dinero americano…!

No habían transcurrido muchos minutos cuando Pasha Bey apareció en el vestíbulo del Hotel Londoner.

Esta hostería era una de las más famosas de Alejandría, y punto de cita de todos los extranjeros de habla inglesa.

En el vestíbulo se veía la eterna serie de huéspedes y haraganes. Algunos de estos últimos eran compañeros o amigos de Pasha Bey, muchos de ellos miembros de la pandilla de asesinos que Pasha presidía.

En los Estados Unidos, Pasha Bey habría sido el jefe de un gang, y se le habría llamado «el gran tirador de un grupo»; En Egipto era el cabecilla de un pelotón de asesinos.

Pasha Bey deambuló un momento por allí y luego se acercó a uno de sus camaradas.

—¿Sabes algo que me interese? —le preguntó, en voz baja.

—El hombre ése, Long Tom Roberts, está en su habitación —contestó el otro, en el mismo tono—. Pero tiene compañía. Desde el corredor he escuchado, y he podido oír voces.

—¿Cuántas voces?

—La de Long Tom Roberts y otra.

—¡Una visita, por Alá! —murmuró Pasha Bey, desolado, cruzando los brazos en actitud pensativa.

Su rostro huesudo tenía una expresión beatífica. Parecía un viejo inofensivo necesitado de una comida completa.

—Bien, voy a subir y pide a Alá que mis oídos puedan decirme que el visitante se ha marchado ya —dijo, al fin.

Y se dirigió hacia la escalera.

Al llegar al pie de ésta, Pasha Bey tuvo una extraña sorpresa. Se cruzó con un gigantón bronceado, de tipo americano. Lanzó una mirada furtiva a aquella figura imponente… y se estremeció.

Esto no era frecuente. Pasha Bey hacía muchos años que no había visto a nadie capaz de producirle miedo o despertar sus escrúpulos de conciencia.

Era un pillo redomado, que no tenía miedo a nada.

Mejor dicho, no tenía miedo a nada, hasta que vio al hombre de bronce.

Pero una simple ojeada al gigantesco y durísimo americano, llenó de terror a Pasha Bey. Esto obedeció a que había algo terrible en el gigante yanqui.

Pasha Bey se volvió para observar al hombre de bronce, que atravesaba en aquel momento el vestíbulo.

Pero no era él sólo quien miraba en aquellos instantes al americano: casi todo el mundo hacía lo propio.

Alejandría es una ciudad cosmopolita, llena siempre de extranjeros, pero jamás se había visto un personaje como aquél.

El americano era un hombre de inmensa estatura, pero tan bien formado y tan proporcionado, que esto sólo se notaba cuando se ponía junto a otros hombres, con cuya talla pudiera compararse la suya.

Entonces los demás parecían pigmeos a su lado. Tendones y músculos semejantes a cables de acero, envolvían por completo las manos y el cuello del hombre de bronce, dando una idea de la fuerza hercúlea que debía albergarse en aquel cuerpo.

Pero fueron sobre todo los ojos lo que más llamó la atención de Pasha Bey.

Eran unos ojos extraños, que parecían lagos de oro hirviente, que despidieran miríadas de chispas.

Como por casualidad, los ojos de fuego se volvieron a mirar un momento a Pasha Bey, y parecieron descubrir su alma innoble y hedionda… su alma infernal… y tomar venganza de él.

El efecto de esta mirada fue tremendamente enervador para Pasha Bey.

Pasha Bey había oído hablar mucho de aquel hombre de hierro. Y, a propósito, otro tanto había ocurrido en toda Alejandría.

El gigante aquél era Doc Savage. Había aparecido en Egipto, en circunstancias inverosímiles.

El cable había llevado la noticia a través del Atlántico; y en aeroplano habían sido llevadas fotografías de su llegada a los periódicos de Londres, París, Berlín y de otras grandes capitales.

Porque Doc Savage había llegado allí, acompañado de cinco hombres que eran sus ayudantes, a bordo del dirigible Aeromunde, que había desaparecido misteriosamente hacía muchos años.

Era una cosa muy extraña y fantástica esta llegada a Alejandría de Doc Savage.

Circulaba el rumor que unos hombres malvados y diabólicos habían robado el dirigible y lo habían utilizado durante muchos años para llevar esclavos a un oasis perdido en el lejano desierto, donde no podía encontrarse ni rastro ni camino.

En aquel oasis se decía que existía una gran mina de diamantes, y que Doc Savage había rescatado y libertado los esclavos, castigando de paso a sus amos y explotadores.

Pasha Bey había oído también aquellos rumores, comprobando hasta cierto punto la veracidad de ellos, sobre todo luego de haber oído hablar insistentemente de ciertas cajas llenas de diamantes.

De todos modos, no era gran cosa lo que había de poner en claro, de un modo absoluto. Nadie sabía en realidad dónde estaba el famoso oasis, donde se encontraba la mina de piedras preciosas.

El Aeromunde nunca había sido devuelto al gobierno a quien pertenecía anteriormente.

Doc Savage —según rumores que circulaban por tabernas, bares y cafés— había entregado a cada uno de los esclavos a quienes libertara y redimiera, una completa fortuna.

Pero él conservaba los diamantes.

De todos modos, para Pasha Bey lo de las piedras preciosas resultaba en realidad un rumor solamente, ya que no había podido comprobar realmente su paradero.

Los nombres de los ayudantes y compañeros de Doc Savage habían escapado a los astutos informadores de Pasha Bey, a pesar de tener éste muchas ramificaciones en tal sentido.

Le habría extrañado mucho averiguar que Long Tom Roberts era uno de los cinco ayudantes de Doc Savage.

De haberlo sabido, habría pensado mucho y habría reflexionado muy juiciosamente, antes de comprometerse a asesinar a aquel individuo por cuatro mil piastras.

Porque Doc Savage y sus camaradas eran una partida de hombres demasiado fuertes y sería para que nadie jugara con ellos.

Se decía que era el terror de los malhechores y forajidos. La fama decía también que consagraban sus vidas a ayudar a los necesitados realmente de ayuda, y a castigar a los que merecían castigo.

Y Doc Savage y sus compañeros recorrían el mundo e iban hasta los rincones más ignorados de la tierra para deshacer agravios e injusticias, aunque fuera a costa de una lucha terrible y continuada.

Desgraciadamente para él, Pasha Bey ignoraba la relación existente entre Long Tom y Doc Savage. Así, pues, se dirigió, arrastrando perezosamente los pies, hacia la escalera, que empezó a subir, en busca de la habitación de Long Tom.

Encontró la puerta que buscaba en un hall hermosamente decorado.

Dando a su rostro huesudo una expresión de humildad y sumisión, y luego de asegurarse de que no se oían voces dentro de la estancia, llamó suavemente con los nudillos.

—¿Quién es?

—¡Un mensajero, que viene en busca del Mayor Thomas J. Roberts, el ingeniero electricista!

—¡Perfectamente! —Pase.

El hombre que abrió casi enseguida la puerta, era bajito y rechoncho, de ojos sin brillo, rubio y de aspecto pálido y poco robusto. De todos modos, en el fondo se trataba de un hombre vivo y alerta en extremo.

Pasha Bey se dijo enseguida que sería cosa muy fácil en realidad asesinar a aquel hombre. De todos modos, su rostro no delató su terrible pensamiento.

Y alargó la mano, entregando al Mayor la nota que su amo le había entregado a través de los barrotes de la reja.

Long Tom pudo leer lo siguiente:

Mi querido Roberts: He oído hablar mucho acerca de sus méritos como perito electricista, y de sus estudios e investigaciones en el campo de los átomos.

Quizás usted no haya oído hablar de mí, ya que mi nombre no disfruta de gran fama. Pero yo creo haber perfeccionado un aparato para matar insectos dañinos y perjudiciales, por medio de corrientes de átomo. Y yo tengo entendido que usted ha hecho estudios en este mismo sentido.

Tengo gran interés en que usted venga a visitarme y conozca y examine mi aparato. Si es usted tan amable que accede a mi ruego, el portador de esta carta le guiará a usted a mi laboratorio.

Leland Smith.

Long Tom demostró enseguida el más vivo interés. Es verdad que no había oído nunca hablar de Leland Smith. Pero él era inventor también de un aparato para matar insectos.

El invento sería seguramente un éxito inmenso entre los granjeros, y Long Tom tenía la esperanza de que le produciría una gran fortuna.

Y si había algún otro inventor que pudiera restarle beneficios, Long Tom quería conocerlo.

—¡Muy bien! —le dijo a Pasha Bey—. Voy con usted.

Long Tom se volvió entonces vivamente, buscando su sombrero. Sobre una silla se veía una maleta a medio hacer, y en ella pegado un papel, nuevo y flamante, una etiqueta con destino a un camarote del paquebote Cameronic.

Esto demostraba evidentemente que Long Tom pensaba embarcarse en el Cameronic, que iba a zarpar poco después de medianoche.

Long Tom colocó la nota sobre la mesa. Y al pie del escrito agregó, rápidamente, estas palabras: «Doc: He ido a ver esto».

—De este modo —dijo luego, volviéndose hacia Pasha Bey—, mis amigos sabrán dónde estoy y lo que me ocurre.

Pasha Bey habría preferido mil veces que la tal nota no quedara allí. Era una pista para la policía de Alejandría, que era odiosamente inteligente y eficaz.

Pero no se atrevió a decir nada, por temor a despertar las sospechas del otro.

Salieron de la habitación y bajaron al vestíbulo del hotel. Mirando fijamente a uno de sus hombres, Pasha Bey pensó que había encontrado la manera de hacer desaparecer de escena la famosa nota.

—¡Mil perdones, señor! —dijo, en tono meloso, dirigiéndose al Mayor Long Tom—; pero allí veo a una de mis mejores amigos, y me alegraría mucho poder hablar con él un momento.

—Muy bien. Vaya usted.

Pasha Bey se acercó a su camarada y esbirro, un hombre llamado Homar.

—¡Escúchame con atención! —le dijo, en voz muy baja—. El idiota este blanco ha dejado una nota en la mesa de su habitación. La policía sabe encontrar pistas y rastros en las cosas más insignificantes, y para nosotros sería una desgracia que encontraran ésa, ¿comprendes? De modo que subes y te apoderas de ella.

—¡Muy bien! —repuso Homar.

—Cuando tengas la nota en tu poder, vienes al sitio de las catacumbas, donde vamos a matar a este blanco. Como ves, se trata de un hombre enfermizo y poco fuerte, que no nos dará mucho trabajo liquidarlo.

—¡Es verdad! —repuso Homar.

Pasha Bey volvió junto a Long Tom, y dijo, en tono humilde y sonriente:

—¡Mi amigo se ha alegrado mucho de verme! ¡Y por la vida de tu padre, te agradezco con toda el alma el dejarme hablar con él!

—Bien, bien —murmuró Long Tom, en tono impaciente—. ¡Vamos deprisa! Tenemos que salir de Alejandría en el Cameronic, poco después de media noche.

Salieron a la calle. Un lindo y poco costoso automóvil se acercó a la acera.

—Aquí está nuestro vehículo, mi amo —dijo Pasha Bey, sin querer añadir que el coche había sido robado, y que el chofer era uno de los más expertos y temibles asesinos de Alejandría, al que sólo podía compararse el mismo Pasha Bey. Subieron al carruaje.

El auto partió, atravesando calles estrechas, la bocina sonando constantemente para hacer apartar al gentío que llenaba el arroyo.

Long Tom se arrellanó confortablemente entre los cojines de la tapicería, completamente ajeno a que le llevaban a una emboscada mortal.